LA ÉTICA PROTESTANTE Y EL ESPÍRITU DEL CAPITALISMO

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Max Weber

Título original: Gesammelte Aufsatze zur Religionssoziologie

Volumen I, págs. 1-206

Traducción: José Chávez Martínez.

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INDICE

Introducción

 

PRIMERA PARTE: 

El problema

I. Confesión y estructura social

II. El espíritu del capitalismo

III. Concepción luterana de la profesión: Tema de nuestra investigación

 

SEGUNDA PARTE

La ética profesional del protestantismo ascético

I. Los fundamentos religiosos del ascetismo laico

II. La relación entre el ascetismo y el espíritu capitalista

 


 II—EL ESPIRITU DEL CAPITALISMO

         El concepto “espíritu del capitalismo” que integra el título global de este estudio, no deja de ser algo presuntuoso. A la pregunta ¿qué ha de entenderse por eso?, contestaremos que si nos empeñamos en dar con algo que se aproxime a una “definición”, habremos de tropezar de inmediato con ciertos escollos que estriban en la propia naturaleza del objeto a investigar.

            De ser posible hallar algo a lo cual pueda aplicársele dicho concepto, sería, únicamente, una “individualidad histórica”, es decir un conjunto de eslabones en la realidad histórica, que nosotros enlazamos en un todo, basándonos en su significado cultural.

            Sin embargo, no podemos definir este concepto histórico (o “delimitarlo”), ajustándolo al esquema genus proximum, differentia specifica, ya que su contenido lleva implícito un fenómeno cuyo significado está en su característica individual; antes bien, opuestamente, tiene que ajustarse o elaborarse con una serie de elementos encontrados en la realidad de los hechos históricos. Esta es pues la razón por la cual no podemos dar como concluyente la determinación conceptual desde los inicios de la investigación, sino hasta que lleguemos al final de ella. Para mayor claridad, añadiremos que únicamente a lo largo de las discusiones y como evidente consecuencia de ellas, se verá con facilidad la definición más conveniente, es decir, la más apropiada desde los puntos de vista que interesan para entender lo que denominamos el espíritu del capitalismo. Mas, esos puntos de vista a los cuales habré de referirme aún más adelante, no han de ser los únicos de qué valernos para examinar los fenómenos históricos que estudiamos. Si partimos desde otras observaciones, un hecho histórico cualquiera nos mostrará otros aspectos “esenciales” de lo cual se deduce que, por “espíritu del capitalismo”, no sólo debe entenderse lo que como esencial se revela para nosotros en esta investigación. Es una característica inherente de toda formación de conceptos históricos el hecho de que, para sus objetivos metódicos, no requiere ocultar la realidad en genéricos conceptos abstractos, sino que pretende articularla en concretos nexos genéticos de inevitables matices siempre individuales.

            No obstante, siempre que se trate de fijar un objeto, por la mediación de análisis e interpretación histórica, es imposible definirlo por anticipado; a lo sumo puede intentarse una previa y eventual definición de aquél —que en este caso que nos ocupa es el “espíritu del capitalismo”—. Tiene que existir un acuerdo en ello para quedar conformes acerca del objeto a investigar. Por tal motivo nos apoyamos en un documento inspirado en dicho “espíritu” en cuyo contenido hallamos con notable nitidez lo que de manera más directa nos interesa, además, está des provisto, venturosamente, de una coherencia directa con la religión y, por consiguiente, tiene la virtud de estar “libre de su puestos” —para nuestro tema.

            “Considera que el tiempo es dinero. Aquel a quien le está dado ganar diez chelines por día con su trabajo y se dedica a pasear la mitad del tiempo, o a estar ocioso en su morada, aun que destine tan solo seis peniques para sus esparcimientos, no debe calcular sólo esto, sino que, realmente, son cinco chelines más los que ha gastado, o mejor, ha derrochado”.

            “Considera que el crédito es dinero. Si la persona a quien le un dinero deja que éste siga en mi poder, permite, además, que yo disfrute de su interés y de todo cuanto me sea posible ganar con él en tanto transcurre el tiempo. De tal manera se puede acumular una cantidad considerable si se tiene buen crédito y capacidad para emplearlo bien”.

            “Considera que el dinero es fecundo y provechoso. El dinero puede engendrar dinero, los sucesores pueden engendrar aún más y así unos a otros. Si cinco chelines son bien colocados, se convertirán en seis, éstos, a su vez, en siete que, asimismo, podrán devenir en tres peniques, y llegar en sumas sucesivas hasta constituir un todo de cien libras esterlinas. A cuanto más dinero invertido, tanto más es el producto. Así, pues, el beneficio se multiplica con rapidez y en forma constante. Aquel que mata una cerda, reduce a la nada toda su descendencia hasta el número mil. Aquel que derrocha una moneda de cinco chelines, destruye todo cuanto habría podido originarse con ella: montículos compactos de libras esterlinas”.

            “Considera que, conforme al refrán, un buen pagador es amo de la bolsa de quien sea. Al que se le conoce como puntual pagador en el plazo convenido, es merecedor en todo momento, del crédito otorgado por aquellos amigos a quienes no les hace falta”.

            “En ocasiones, eso es de gran provecho. Indistintamente de la prontitud y la sensatez, lo que más contribuye al progreso de un joven es la puntualidad y la rectitud en todas sus empresas. Así, pues, nunca debes retener el dinero recibido por una hora más de la convenida, a fin de que la bolsa de tu amigo no quede cerrada para ti en la vida”.

            “Las acciones de menor importancia que pueden pesar en el crédito de una persona deben ser consideradas por ésta. El golpeteo de un martillo sobre el yunque, así sea a las cinco de la mañana o a las ocho de la noche dejará satisfecho, para seis meses, al acreedor que lo oiga; sin embargo, si te viera jugar al billar o reconociera tu voz en la taberna, siendo que en esa hora deberías estar trabajando, no dejará de recordarte tu adeudo a la mañana siguiente, exigiéndote el pago aun antes de que hayas podido reunir el dinero”.

            “También, debes manifestar en toda ocasión que no olvidas tu deuda, procurando mostrarte siempre como un varón diligente y honorable. De este modo se consolidará tu crédito”.

            “Cuídate bien de considerar como propio todo aquello que posees y de vivir conforme a esa idea. La mayoría de las personas que gozan de un crédito, con frecuencia se forjan esa ilusión. Para no caer en tal peligro, anota, minuciosamente, tus gastos e ingresos. Si pones atención en esos pormenores, advertirás que los más insignificantes gastos se van convirtiendo en grandes sumas, y te convencerás de cuánto pudiste ahorrar y de lo que aún estás a tiempo de hacerlo en lo sucesivo”.

            “De ser una persona de prestigiada prudencia y honradez, con seis libras llegarás al goce de cien. El que derrocha diaria mente tan solo un céntimo, es igual a derrochar seis libras en un año, lo cual viene a ser el uso de cien. Quien desperdicia una fracción de su tiempo equivalente a un céntimo (así represente, únicamente dos minutos) malogra día a día la prerrogativa de beneficiarse con cien libras al año. Aquel que en vano desaprovecha el tiempo que representa un valor de cinco chelines, se des prende de cinco chelines, lo cual viene a significar lo mismo que si los hubiera tirado al mar. Quien haya perdido cinco chelines, es como si hubiera perdido todo cuanto pudo haber ganado con ellos si los hubiese invertido en la industria, por lo cual, cuando el joven llegue a una edad avanzada mucho habrá de lamentar la falta de tan enorme cantidad”.

            Benjamín Franklin (1) nos amonesta con dichas máximas —de las cuales Ferdinand Kürnberger se burla cuando traza la semblanza de la “cultura americana” (2) en una obra escrita con ingenio y saña, exponiéndolas como dogmas al pueblo yanqui—. Indudablemente, en este documento —en el cual hace gala de su característico estilo— se trasluce “el espíritu capitalista”; sin embargo, no podemos afirmar que dicho texto abarque todo lo que debe ser considerado como tal “espíritu”. Haciendo hincapié aún más en este pasaje, cuya filosofía queda compendiada por Kürnberger al decir que “de las vacas se hace manteca y de los individuos el dinero”, comprobaremos que lo innato de la “filosofía del avaro” es el modelo perfecto a seguir del hombre honorable, merecedor de un crédito y, por encima de todo, la imagen de un compromiso de aquél, ante el atractivo —considerado como una meta— de multiplicar el capital suyo. Aquí no se da a conocer, en efecto, únicamente una técnica vital, sino una “ética” específica, y el hecho de quebrantarla es una omisión del deber, además de una necedad, y esta es una obligación fundamental. Aquí la “prudencia en la actividad” quedó establecida, lo cual es por todos aprobado, pero, además, es un verdadero ethos lo que da a entender, y es desde este punto de vista como nos interesa esa cualidad.

            Dícese que Jacobo Fugger, en plena discusión con un socio que estaba decidido a dejar el negocio y lo incitaba a retirarse también —alegando que ya era suficiente lo ganado y debía ceder el campo para que los demás se beneficiaran— con testó a su interlocutor que “su opinión difería por completo y, que ganar cuanto le fuera posible era su aspiración”, (3) dando por pusilánime la postura de su socio. Así, pues, existe una notable diferencia entre el “espíritu” de esta manifestación y la intención anímica de Franklin: la consecuencia que aquél atribuía al espíritu comercial, por más atrevido, y propenso además a una marcada indiferencia ética, (4) consigue en Franklin la índole definida de una máxima de comportamiento con matices éticos. De este significado específico nos valemos cuando nos referimos al “espíritu del capitalismo”, (5) claro está: del capitalismo moderno, del europeo-occidental y del americano, única mente, como está a la vista. Es por demás decir que en China, así como en Babilonia y en la India, tanto en la antigüedad como en la Edad Media existió también el “capitalismo”; sin embargo, carecía, justamente, del ethos que caracteriza al moderno capitalismo.

            Los principios morales de Franklin han sido desvirtuados enteramente, dándole un significado utilitarista, es decir, la moralidad se considera útil porque deriva en crédito, asimismo, se le otorga a la puntualidad, al esmero, a la sensatez, el carácter de virtudes, de donde se deduciría en que para lograr dichas virtudes basta con simularlas. Para Franklin, ello seria un exceso inútil de tal virtud, despreciable por considerarse un derroche. Efectivamente, el relato, en su “autobiografía”, de la “conversión” a dichas virtudes (6) o las reflexiones acerca de los beneficios que proporciona la estricta observancia de una modestia aparente y el hecho de disponerse a ocultar los propios méritos a fin de captarse la estimación unánime, (7) proporciona al lector la seguridad que, para Franklin, todas y cada una de esas virtudes 10 son realmente en tanto que favorecen, en concreto, al hombre, y que la apariencia de la virtud es suficiente cuando de ella se deriva el mismo efecto que con la práctica de la propia virtud: inherente consecuencia del utilitarismo más riguroso. Di- riamos que hallamos aquí, aparentemente, “in fraganti” aquello que los alemanes suelen calificar como “hipocresía” de las virtudes en los americanos. Sin embargo, no todo es verdaderamente tan sencillo como eso. La honradez singular de Benjamín Franklin, innata de su propio carácter, tal como se refleja en su autobiografía, así como en la particularidad de atribuir a una revelación divina el hallazgo de la “utilidad” de la virtud —así, podría interpretarse que Dios quiso señalarle el camino de la virtud—, patentizando que se trata de algo más que la sencilla vestidura elaborada con un egocentrismo puro. Resulta además, que el summum bonum de esta “ética” estriba en la persecución continua de más y más dinero, procurando evitar cualquier goce inmoderado, carece de toda mira utilitaria o eudemonista, tan puramente ideado como fin en sí, que se manifiesta siempre como algo de absoluta trascendencia e inclusive irracional (8) ante la “dicha” o el rendimiento del hombre en particular. El beneficio no es un medio del cual deba valerse el hombre para satisfacer materialmente aquello que le es de suma necesidad, sino aquello que él debe conseguir, pues esta es la meta de su vida:, El juicio general de las personas es en el sentido que una “inversión” significa la relación antinatural entre el individuo y el dinero. Sin embargo, el capitalismo la considera como algo tan evidente y natural, como insólita para aquel que no ha sentido el soplo suave de su aire. A un tiempo, abarca muchos sentimientos enlazados profundamente con ideas religiosas. Si formuláramos la pregunta, por ejemplo, del por qué se ha de hacer dinero de los hombres, hallaríamos la respuesta en Benjamín Franklin, que profesa el deísmo aun cuando sin un cariz confesional determinado, con una expresión bíblica, inculcada desde joven por su padre, del cual asegura que era un recalcitrante calvinista, y que reza así: “Si encuentras un hombre so lícito en su actividad, debe ser preferido a los reyes”. (9) El producto del dinero —cuando se comprueba legalmente— significa, en el moderno orden económico, la consecuencia y la manifestación de la virtud en la obra, y esta virtud, con indudable aceptación, viene a constituir el alfa y omega de la auténtica moral de Franklin, como queda expuesto en los fragmentos que hemos transcrito y en toda su obra sin excepción. (10)

            Efectivamente, aquel sentimiento tan característico —tan común en la actualidad y tan absurdo en sí— acerca del deber profesional, de un compromiso que debe establecer el hombre y de hecho reconocerlo ante lo implícito de su acción “profesional”, sea la que él quiera —prescindiendo de que se la considere, claro está, como estricta utilización de la propia energía de trabajo o de la simple propiedad de bienes (entiéndase “capital”)—, aquel sentimiento, repetimos, es la más peculiar “ética social” del mundo civilizado capitalista, para la que tiene, en cierto modo, un significado constitutivo. No por ello debe pensarse que es producto del actual capitalismo; es fácil de hallarla en otros tiempos, como verificaremos más adelante. Tampoco es para opinar que en el actual capitalismo, el hecho de apropiarse subjetivamente de esas máximas morales por parte de quienes forman la empresa y por la de los trabajadores de las modernas sociedades capitalistas, sea una condición de su vida. El actual sistema económico capitalista es como un cosmos excepcional en el cual el hombre nace y al que, al menos como tal, le es dado a guisa de edificio imposible de reformar, en donde habrá de vivir, imponiéndole las medidas de su conducta económica, en razón que se encuentra envuelto en la componenda de la economía. Cuando el empresario actúa de continuo en contra de estas medidas, se ve excluido, infaliblemente, de la contienda económica, al igual que el trabajador que no se percata o no le es posible avenirse a ellas, terminando por verse lanzado a la calle, obligado a ingresar, como otros tantos, en las compactas filas de los sin trabajo.

            El amo absoluto en la vida de la economía, esto es del actual capitalismo, educa y origina, valiéndose de la selección económica, los individuos, tanto empresariales como trabajadores, que requiere. Así, al llegar a esta cuestión, se advierten exactamente los límites del concepto de “selección” que puedan ser utilizados para explicar los fenómenos históricos. Con objeto de elegir aquella manera de trabajar y de comprender cuál es la profesión que más se ajusta al espíritu capitalista (esto es, a fin de que este procedimiento sea capaz de vencer a los demás), debería originarse como idea de un grupo de hombres y no previamente en personas aisladas. Por consiguiente, este origen debe ser esclarecido ante todo. Más adelante habremos de referirnos al concepto del simple materialismo histórico, pues para él las “ideas” son como “reflejos” o “superestructuras” de posiciones económicas en la vida del hombre. Para nuestro objetivo, será suficiente recordar que en el suelo natal de Benjamín Franklin (Massachusetts) el “espíritu capitalista” (con el significado que nosotros le hemos acordado) ya existía antes del “desenvolvimiento capitalista” (en 1632 ciertamente surgieron las reclamaciones en Nueva Inglaterra, no así en otros lugares del territorio americano, acerca de las apariciones especulativas y de explotación en la economía); por el contrario, en las colonias vecinas (que más tarde serían los estados del sur de la Unión Americana), ese espíritu no logró un mayor grado de desarrollo, pese a que recibieron el aporte económico de grandes capitalistas, con fines comerciales, en tanto que las colonias de Nueva Inglaterra se vieron vigorizadas por predicadores, gente graduada, conjuntamente con pequeños burgueses, artesanos y labradores, con miras religiosas. En consecuencia, la relación causal, en este caso, es al contrario de la que habría que demandar desde el punto de vista del “materialismo”. Bien que, el elemento joven imbuido en tales ideas ha resultado más borrascoso de lo que los teóricos de la “superestructura” podían pensar de él, y su desenvolvimiento no se asemeja al de una flor. El espíritu del capitalismo (en el sentido aceptado por nosotros) ha debido imponerse, en una contienda nada fácil, a un sinfín de poderosos enemigos. En la antigüedad o en la Edad Media, un criterio como el que impera en los razonamientos expuestos por Benjamín Franklin, ya mencionados, no pudo haber sido excluido como manifestación de insana avaricia, de innobles sentimientos, (11) como hasta en la actualidad suele suceder con respecto a los núcleos que no se integraron aún en la específica economía del capitalismo, o que no han logrado acomodarse a ella. Y la razón no está en que el “impulso adquisitivo” fuera desconocido en las épocas anteriores inmediatas al capitalismo, o en que no se encontrara desenvuelto (como hemos dicho reiteradamente), así como tampoco que, entonces, la auri sacra fames fuese menor aparte del capitalismo burgués que dentro del marco capitalista puro, ideal de muchos románticos. Indudablemente, no parte de ahí la diferencia entre el espíritu capitalista y el precapitalista: el deseo vehemente de los mandarines chinos, de aquellos viejos patricios romanos o de los agricultores actuales, resiste toda confrontación. Veamos ahora como la auri sacra fames del cochero o barcajuolo napolitano, o bien la de los asiáticos que representan industrias similares, o la del artesano de los países del sur de Europa, así como de Asia, es aguda en mayor grado y, en especial, carente de escrúpulos comparada con la de un inglés, por ejemplo, en igual caso, como es fácilmente comprobable. (12) Exactamente, este dominio general de la absoluta carencia de escrúpulos, cuan do se trae entre manos la imposición del propio interés en la ganancia de dinero, es una condición muy particular de países cuyo desarrollo burgués capitalista se muestra “retrasado” con respecto a la medida evolutiva del capitalismo en Occidente. No hay fabricante que ignore que la ausencia de coscienziosita de los trabajadores de países como Italia (contrariamente a los de Alemania, por ejemplo) es, con certeza, el impedimento más notorio en su desarrollo capitalista, así como, también, del avance económico en general. (13) El representante práctico del liberum arbitrium indisciplinado no puede ser utilizado por el capitalismo como trabajador, al igual que (según lo indicaba Franklin) no puede hacer uso del hombre de negocios que no sabe dar la impresión, siquiera, de ser escrupuloso. Así pues, no hallaremos la diferencia en el grado de intensidad y evolución del “impulso” de adquisición. Es tan antigua la aun sacra fames, como la historia de la humanidad, por lo que de ella conocemos; por el contrario, confirmaremos que quienes cedían sin importarles nada, a su afán de dinero —a semejanza del capitán holandés que “con tal de ganar descendería a los infiernos, aun cuando la vela se le chamuscare”— no eran, en absoluto, ninguno de los representantes de aquel criterio del que se originó (y esto es lo interesante para nosotros) el “espíritu” singular mente moderno del capitalismo, como fenómeno de masas. En todos los tiempos han existido excesivas ganancias, sin sujeción a ninguna norma, mientras que la oportunidad de realizarlas ha sido propicia a ello. De igual manera que la guerra y la piratería no estaban vedadas, había libertad para el comercio, sin que se ajustara a normas, en los nexos con otras razas, con extranjeros. En este terreno, la moral externa era otra distinta que la permitida en la relación “entre hermanos”. Y no sorprende que por todos los ámbitos existiese esa mentalidad aventurera, que regía en el interior y hacía mofa de las limitaciones señaladas por la moral, cuando todas las constituciones económicas conocedoras del dinero y que admitían la probabilidad de convertirlo en rentable —por la mediación de arrendamientos, de impuestos, préstamos tomados por el Estado, financiamiento de guerras, administración de casas reales, sueldos de empleados, etc., etc.— aceptaban, en calidad de “aventura”, a la industria capitalista. Con frecuencia, se daba al mismo tiempo desmedido y consciente deseo de lucro y el leal acatamiento a las reglas tradicionales. Al derrumbarse la tradición y quedar con más o menos libertad la afluencia económica inclusive hacia el interior de las organizaciones sociales, no continuó regularmente afirmándose, ni hubo una valoración ética del novedoso acontecimiento, antes bien fue tolerada en la práctica, habiéndosele calificado con in diferencia en cuanto a la moral o como algo censurable, pero que no se podía evitar, por desgracia, en el ejercicio. Esta era la postura natural de la teoría ética y también la manera como el hombre se conducía en la práctica, en un término medio, en e! precapitalismo de aquel tiempo —considerándolo desde el punto de vista que la utilización industrial racionalizada del capital y la organización racional del trabajo no eran aún las fuerzas sobresalientes, capaces de orientar y regir la actividad económica. Sin embargo, esta manera de conducirse fue, precisamente, lo que más dificultó en todas partes la lucha psicológica entablada con el propósito que el hombre lograra adaptarse a una supuesta economía capitalista ordenada.

            En esta forma, el primer enemigo a la vista contra el cual hubo de luchar el “espíritu” capitalista —considerado-- como- un nuevo tipo de vida con sujeción a ciertas reglas, subordinado a una “ética específica— fue aquel hecho, parecido en mentalidad y en conducta que podría calificarse como “tradicionalismo”. No se trata de formular una explicación definitiva a este fenómeno; nos limitamos a esclarecerlo, únicamente, aprovechando la ocasión, con algunos ejemplos, los primeros de los cuales conciernen al trabajador.

            El moderno empresario suele valerse de diferentes medios técnicos para lograr que “sus” trabajadores rindan lo más posible, es decir, aumente la intensidad de su trabajo, siendo uno de ellos: el salario a destajo. Se da el caso que en la economía agrícola, por ejemplo, surge la necesidad de aumentar al máximo posible la intensidad del trabajo: es el momento de la recolección de la cosecha ya que, debido a las irregularidades del tiempo, precisa la mayor rapidez, pues de ella depende la posibilidad de fabulosas ganancias o enormes pérdidas. Con tal motivo, se implanta, entonces, la tarea a destajo. Como sea que el empresario trata de obtener, intensificando el trabajo, un máximum beneficio, busca la manera que el trabajador coincida en su interés por apresurar la recolección, elevando los destajos. De este modo le brinda los medios para lograr una ganancia excepcional en poco tiempo. No deja, por eso, de presentar un escollo inherente de la mentalidad del obrero enraizada en la tradición: el aumento del salario no propicié la intensidad del trabajo, antes bien la redujo. Esto tiene su explicación en que si un trabajador gana un marco al día por cada cahíz de grano segado, para obtener en un mismo día dos marcos y medio debe segar dos caíces y medio; ahora bien, si la paga a destajo fue fijada en veinticinco céntimos más por día, al individuo aquel no le interesa esforzarse, como era de suponer, para lograr la siega de tres cahíces y aumentar la ganancia diaria a tres marcos con setenta y cinco céntimos, sino se conforma con segar la misma cantidad de granos, para percibir igual suma de dos marcos y medio con la que, de acuerdo con la frase bíblica, “tiene bastante”. No le importó ganar menos con tal de no trabajar más; tampoco tuvo en cuenta lo que podría ganar diariamente, si rendía al máximum posible su trabajo. Por el contrario, pensó en lo mucho que tendrá que trabajar para seguir ganando los dos marcos y medio percibidos hasta entonces, considerándolos suficiente para cubrir los gastos acostumbrados. Tal criterio es un ejemplo de lo qué hemos denominado “tradicionalismo” por “naturaleza”, o sea la aspiración del individuo no es ganar más y más dinero, sino continuar su existencia pura y llanamente como siempre lo hizo, obteniendo sólo 1o necesario para pagar sus gastos. Tal vez el moderno capitalismo procuró acrecentar 1a “productividad” del trabajo individual acelerando su intensidad, mas se topó con la persistente oposición de aquel leit motiv precapitalista, mismo contrincante en la lucha actual en razón directa al “retraso” (visto con miras capitalistas) en que se encuentra estacionada la clase trabajadora. Continuemos con nuestro ejemplo: ante el fracaso del recurso al “sentido lucrativo”, con el alza de los salarios cotidianos, el empresario optó por valerse de medios contrarios: se procedió a una disminución de salarios, para apremiar al trabajador a rendir más que hasta entonces, y pudiera seguir ganando lo mismo. De momento, se pensó, y aún lo siguen pensando muchos, que existe una recíproca analogía rigurosa entre el bajo costo del salario y el incremento de la ganancia del empresario. El capitalismo se apegó a esta idea desde los comienzos, y en el curso de varios siglos se ha tenido como artículo de fe, que los salarios bajos son más productivos, es decir, que el rendimiento del trabajador va en aumento, pues, de acuerdo con lo expresado por Pieter de la Cour —en relación, según comprobaremos luego, con el espíritu del viejo calvinismo— el pueblo únicamente trabaja debido a que es pobre y en tanto lo sea.

            Pero, este medio, en apariencia muy acreditado, tiene sus limitaciones en la eficiencia. (14) Es bien sabido que el capitalismo reclama, ciertamente, la existencia de una población sobreabundante requerida para su desenvolvimiento, a la cual pueda utilizar en calidad de alquilada, por un costo poco estimativo en el mercado laboral. Sin embargo, un “ejército de reserva”, excesivamente nutrido, puede favorecer, claro está, su extensión relativa a la cantidad, particularmente el paso a sistemas de in dustria que optan por el trabajo intensivo. Trabajo barato no debe confundirse con salario inferior. Aun en fundamento estricta mente cuantitativo, lo que el trabajo rinde va en descenso, sin remedio, en tanto que el salario no es suficiente para que el obrero cubra lo que requiere para subsistir, y, de verse estancada la suficiencia, se establece verdaderamente una “selección de los más estériles”. En la Silesia, el campesino en poco sobrepasa la siega de dos tercios de la tierra, aun esforzándose al máximo, en tanto que en el mismo tiempo, el campesino de la Pomerania o el de Mecklemburgo trabaja con superior paga y mejor nutrido, y el de Polonia oriental rinde un tanto de menos que el alemán, en igual tiempo. Considerado en el terreno comercial, el salario bajo en el que se fundamenta el movimiento capitalista acaba por fracasar, seguramente, cuando intenta conseguir productos que requieren un trabajo cualificado (intelectual), o bien el uso de costosas máquinas las cuales, debido a la ineptitud de aquel que las maneja, con facilidad quedan arrumbadas; también, una atención más pertinaz, así como una libre y más firme iniciativa. En éstos y otros casos semejantes, el salario bajo no produce buen interés y tiene consecuencias opuestas a lo que se pretende, pues además de necesitarse un bien fincado sentido de la responsabilidad, requiere un criterio que, por lo menos en lo tocante al trabajo y en plena actividad, esté desligado de la imperecedera cuestión de relacionar la ganancia usual con el máximum de holgura y el mínimum de rendimiento y que, a la inversa, labora con el fin que lleva en sí el trabajo, en un sentido “profesional”. Semejante criterio no puede existir, ciertamente. ni puede forjarse a base de salarios de alto o bajo nivel, antes bien es la lógica consecuencia de un proceso educativo impartido con toda intensidad. Para un capitalismo que actualmente se encuentra en la cúspide, no hay dificultad alguna para el reclutamiento de sus trabajadores en cualquiera de los países industrializados y, en el interior de cada país, en todos los círculos industriales. Fue en lo pasado cuando en cada caso surgía un problema harto difícil de hacerle frente. (15) Todavía en la actualidad, le es necesario contar con un colaborador vigoroso al que, como veremos más adelante, ya le prestó su ayuda en los primeros tiempos de su desenvolvimiento. Un ejemplo habrá de ilustrar lo que intentamos decir: es la mujer, especialmente la soltera, que como obrera sigue apegada al tradicionalismo. No hay patrón que emplee a una muchacha, principalmente a la alemana, que no se lamente de la persistente terquedad de aquella en no abandonar sus normas tradicionales de trabajo, sin que intente, al menos, entrenarse en sistemas más prácticos; a ninguna le interesa adoptar nuevas formas de trabajo; no captan, no se con centran y no saben, siquiera, usar la inteligencia. Cualquier consideración acerca de la posibilidad de reducir la tarea y, especialmente, procurando que sea más productiva, enfada a la joven obrera, sin que ponga en juego un mínimo de comprensión; una promesa de elevar el pago de los destajos fracasa, topa irremediablemente contra el muro de la rutina. Por el contrario, las jóvenes con sólida formación religiosa, en especial pertenecientes a la secta pietista, se manifestaban de muy distinto modo, que, por lo mismo, nos despierta un interés muy particular. Asegúrase, reiteradamente, y, por lo general, queda definido a posteriori, (16) que de esta educación religiosa se deriva una ocasión propicia para la enseñanza de la economía. Siendo así, vemos unidas en estrecho lazo la potencialidad de concentración de la mente y el sincero propósito elemental de cumplir con la “obligación” del trabajo, sintiendo la más pura intención de lo económico, que computa la ganancia y su cuantía, y una absoluta firmeza en el propio dominio, así como una mesura que favorece enormemente la capacidad del rendimiento en la tarea. Consecuentemente, se vislumbra ya la probabilidad de considerar el trabajo como meta, en sentido “profesional”, requerida así por el capitalismo. Y, ahora, sí nos encontramos con que hay probabilidades prácticas de mejorar la lentitud tradicionalista, que el nuevo tipo de formación religiosa lo posibilita. Ciertamente tales observaciones con respecto al capitalismo actual (17) nos resultan de gran utilidad para avivar el interés de la indagación de como pudieron ser factibles, en la época en que surgieron, es tos nexos de la aptitud capitalista para acoplarse con los elementos religiosos, ya que la observancia de muchos fenómenos aislados rechaza la idea de que en aquellos tiempos haya podido existir del mismo modo que en la actualidad. El rechazo y la persecución de que fueron víctimas los trabajadores metodistas, en el siglo XVIII, por ejemplo, a quienes sus propios compañeros les destruían de continuo los instrumentos laborales, no se debía a sus rarezas religiosas, tomando en cuenta que a Inglaterra no le eran desconocidos los fenómenos de religión, aun los más extravagantes, sino, como diríamos ahora, por su singular “calidad de dóciles” en el trabajo.

            Sin embargo, nos apegaremos, por el momento, a los fenómenos actuales, en relación con los empresarios, con el fin de delinear totalmente en ellos la idea y significado del “tradicionalismo”.

            Sombart, en sus investigaciones en torno al nacimiento del capitalismo (18), distingue, entre otros, a dos grandes leit motiv en los que se ha deslizado la historia económica: la “satisfacción de lo necesario” y el “lucro”, según sea que haya logrado el equilibrio de los gastos personales o el anhelo por la consecución de la riqueza al margen de ellos y la posibilidad de alcanzarlo en el desempeño de la actividad económica encauzada por una vía específica “sistema de la economía de satisfacción de lo necesario”, al que hace referencia Sombart, da la impresión de coincidir, a primera vista, con lo que nosotros llamamos “tradicionalismo económico”. Al equiparar las ideas de “necesidad” y “necesidad tradicional”, la coincidencia es exacta; de no realizarse así, grandes conjuntos de economías, por cuya estructura deberían considerarse como “capitalistas”, tomando en cuenta, inclusive, el significado que el propio Sombart, en otra parte de su obra, concede al “capitalismo” (19) se salen del círculo de las economías “adquisitivas” y pasan al ámbito de las “economías de satisfacción de necesidades”. Asimismo, pueden tener un sello “tradicionalista”, incluyendo las economías dirigidas por empresarios privados que colocan el capital (efectivo o bienes con valor pecunario), con la mira de lucro, merced a la adquisición de los medios de producción y correspondiente venta de los productos, esto es, empresas de carácter específicamente “capitalista”. Este fenómeno se ha producido en el paso del tiempo de la reciente historia de la economía, no como una excepción, sino como regla general, aunque interrumpida con periodicidad por la reiterada, aparición del “espíritu capitalista”, y cada vez con mas fuerza. Claro esta que, por lo regular, entre la forma capitalista de una economía y el espíritu con que se la dirige está de por medio una relación “adecuada”, mas no una dependencia “legal”. Ahora bien, si pese a todo, nos valemos temporal mente de la expresión del capitalismo” (moderno) (20) para señalar aquel criterio con aspiraciones lucrativas, mediante el ejercicio constante de una profesión, un beneficio racionalmente legítimo, como quedó expuesto en el ejemplo de Benjamín Franklin, se debe en fundamento a la razón histórica de que tal criterio se ha visto cristalizado convenientemente en la moderna empresa capitalista, a la par que ésta puede considerarse su más apropiado impulso espiritual en aquélla.

            Por lo que respecta a otras consideraciones, es factible que la simultaneidad no exista de ninguna manera. La aflicción de Benjamín Franklin por el “espíritu del capitalismo” ocurría en una época en la que no había distinción alguna entre su imprenta, en cuanto a su forma, y otros oficios manuales cualesquiera que fuesen. Ocasiones habrán de presentarse en que, por lo regular, podremos ver cómo, en los principios de la nueva época, no fue ron únicos los empresarios capitalistas del patriciado comercial ni mucho menos, en absoluto, de manera preponderante, antes bien las esferas más atrevidas de la clase media industrial las cuales representaban aquel criterio al que hemos llamado “espíritu del capitalismo”. (21) Y, precisamente, en el siglo XIX, sus clásicos representantes no eran los nobles gentleman de Liverpool o de Hamburgo con todo su patrimonio comercial, herencia de sus ancestros, sino que, por el contrario, lo eran los parvenues de Manchester, de Renania y de Westfalia, surgidos de las esferas sociales más modestas. En el siglo XVI ocurría lo mismo: las nuevas industrias eran creación de esos advenedizos. (22) Sin duda, actividades económicas tales como la banca, la exportación al por mayor, la dirección de una gran tienda de géneros al menudeo, etc., únicamente pueden ejercerse a la “manera” capitalista; sin embargo, la dirección tal vez esté alentada por un espíritu estrictamente tradicionalista. En efecto, las actividades de los importantes bancos de emisión no podrían ser dirigidas por otro sistema; el comercio de ultramar estaba apoya do, en el curso de largos periodos, en la base de monopolios y reglamentaciones de carácter estrictamente tradicionalista; en el pequeño comercio —y no nos referimos a los desocupados meno res sin aptitud alguna, carentes de capital, que hoy suspiran por la ayuda del Estado— todavía se encuentra en plena marcha la revolución que acabó con el antiguo tradicionalismo, dejando a un lado los viejos moldes del sistema de trabajo doméstico (*) cuya semejanza con el nuevo sólo estriba en la forma. Bástenos un ejemplo para aclarar la dirección y el sentido de esta revolución.

            Hasta mediados del siglo XIX, la suerte del jefe de una empresa de trabajo doméstico (Verleger), por lo menos en muchas de las ramificaciones de la industria textil del continente, era lo suficientemente confortable, considerada con el mismo fin nuestro. (23) Veamos, sin entrar en pormenores, cómo se deslizaba su vida. Los empresarios residían en la ciudad; a ella acudían los campesinos, aportando los tejidos que habían elaborado con materias primas por lo regular de su producción (en especial cuando se trataba de lino). Una vez examinada la calidad del tejido, con frecuencia oficialmente, les era retribuido el precio de costumbre. Por otra parte, los clientes del jefe de la empresa se convertían en intermediarios para la venta del artículo por diferentes ámbitos, emprendiendo el viaje ex profeso. La compra no se efectuaba a base de muestras, sino de acuerdo con las calida des usuales y en el almacén; y, en algunas ocasiones, previo en cargo directo a los campesinos. El jefe, de vez en cuando visitaba a su clientela; de hacerlo, el viaje resultaba largo y tardíamente podía repetirse. El tiempo restante era suficiente para la correspondencia y el envío de muestras que aumentaba con lentitud. Pocas eran las horas dedicadas al despacho, a lo sumo cinco o seis al día, pero, con frecuencia, menos. Únicamente, cuando se trataba de la campaña, excepcionalmente, el trabajo aumentaba; el beneficio era razonable, bastaba para vivir con decencia; en los tiempos favorables, llegaba a contribuir a la formación de un pequeño capital. Por lo regular, entre los concurrentes reinaba la armonía, debido a la gran coincidencia de principios en el negocio. Para integrar el marco, se sucedían las visitas cotidianas a las “arcas”, así como, para rematar, el tarro de cerveza, la tertulia con los amigos y, en general, un ritmo sobrio de vida.

            Indudablemente, se trataba de una forma enteramente “capitalista” de organización, si nos fijamos en el carácter puramente mercantilista y comercial del empresario y dado que eran necesarias nuevas inversiones de capital para incrementar el negocio, o si examinamos la apariencia objetiva del paso económico o la manera de manejar la contabilidad. No obstante, venía a ser una economía “tradicionalista”, considerando el “espíritu” que alentaba a los empresarios: el estilo tradicional de vida, el beneficio tradicional, la medida tradicional de trabajo, el sistema tradicional de llevar el negocio y la relación con el trabajador; la clientela igualmente tradicional y el trato a darle también tradicional, así como la manera de realizar la transacción; el negocio estaba dominado por este tradicionalismo en su práctica, y es fácil asegurar que constituía el fundamento del ethos de este empresario tipo.

            Mas, se presentó el momento en que la tranquilidad se vio alterada, aun antes de producirse una variación esencial en la forma de estar organizados (pongamos de ejemplo: el paso de la industria cerrada al telar mecanizado, etc.). Es decir, simple mente, ocurrió esto: imaginemos un joven, hijo de una de las familias de empresarios residentes en la ciudad. Un buen día, decidiría ir al campo para seleccionar con esmero los tejedores que le eran necesarios, sometiéndolos gradualmente bajo su dependencia y control, los transformaría, en pocas palabras, de campesinos a trabajadores. A un tiempo, se encargaría personalmente de las transacciones, entablando contacto directo con los compradores al menudeo; asimismo, se encargaría de manera directa de atraerse una nueva clientela, realizaría viajes cada año, por lo menos, y trataría, especialmente, de que la calidad de los artículos respondiera a la necesidad y al deseo de los comprado res, aprendiendo así a “adaptarlos al gusto” de cada quien, comenzando por aplicar el principio de: “a precio barato, mayor consumo”. Llegando aquí, volvería a repetirse el fatal desenlace de todo proceso de “racionalización”: aquel que no asciende, desciende. Esfumóse el idilio, reemplazado por la lucha áspera entre los concurrentes; se formaron patrimonios de cuantía que no derivaron en grato manantial de renta, antes bien fueron invertidos nuevamente en el negocio, y el tipo de vida apacible y tranquila tradicional se transformó en la rigurosa sobriedad de aquellos que trabajaban y ascendían porque ya no querían gastar, por el contrario enriquecerse, o de quienes, conservándose apegados al antiguo estilo, se vieron en la imperiosa necesidad de reducir su plan de vida (24). Y he aquí lo más interesante: en casos similares, la afluencia de dinero nuevo no era la causa que provocaba esta revolución, sino que se debía al nuevo espíritu, el “espíritu del capitalismo” que se había filtrado (sé de más de un caso en que con sólo algunos miles, dados en calidad de préstamo por los parientes, se ha puesto en marcha todo el proceso de transformación). No puede decirse que la cuestión concerniente a las fuerzas propulsoras de la expansión del moderno capitalismo gire en torno, especialmente, al origen de las disponibilidades monetarias provechosas para la empresa, sino antes bien en torno al desarrollo del espíritu del capitalismo. Tan pronto como éste se aviva y es capaz de erguirse, crea sus propias posibilidades monetarias de las cuales puede valerse como medio de acción, lejos de que le sirvan a la inversa (25). Pero, no fue de un modo pacífico que este espíritu se introdujo. Una ráfaga de desconfianza, más bien de rencor y de enojo moral, sacudió con frecuencia a los primeros innovadores y, en varias ocasiones (conozco distintos casos), dio origen a una leyenda acerca de las enigmáticas sombras de su vida anterior. Difícilmente puede hallarse a alguien que acepte, sin prejuicios, a un empresario de este “nuevo estilo” que sólo podía mantener su propio dominio y salvarse del desastre, moral y económicamente, gracias a una excepcional firmeza de carácter; además (aparte de su diáfana percepción), se debió, justamente, a ciertas cualidades “éticas” perfectamente definidas que le fueron favorables para captarse la confianza requerida por parte de los clientes y de los trabajadores, reafirmándole la fuerza necesaria para derrotar las innumerables resistencias que le hacían frente a cada paso, y, muy particular mente, en virtud de esas cualidades, se debería la enorme capacidad para el trabajo requerido en un empresario de esta índole, enteramente incompatible con una existencia fácil; en suma, el nuevo espíritu encarna determinadas cualidades éticas de diferente origen que la de aquellas que se acoplaban al tradicionalismo de otras épocas.

            Y no hemos de conceptuar a estos nuevos empresarios como atrevidos especuladores, carentes de escrúpulos, fácilmente dispuestos a la aventura económica, semejantes a los que han existido en todas las etapas de la historia; tampoco “gente adinera da”, siquiera, creadora de este nuevo estilo de vida, sombrío, poco comunicativo, si bien resuelto para el avance de la economía. Por el contrario, eran hombres forjados en la ruda escuela de la vida, precavidos y audaces a un mismo tiempo, mesurados y constantes, con plena y devota entrega a lo propio, con ideas y “principios” estrictamente burgueses.

            Habrá quienes piensen, tal vez, que dichas cualidades morales individuales no están en nada relacionadas con determinadas máximas pertenecientes a la ética o con sentimientos piadosos y que, consecuentemente, el principio inherente de este sentido mercantilista resulta negativo, es decir: la disposición de apartar- se de la tradición heredada (entiéndase la “ilustración” liberal por encima de todo). En realidad, ello es lo más común hoy en día, pues, entre la conducta práctica y los sentimientos religiosos suele faltar una relación y, de existir, es de carácter negativo. Actualmente, en Alemania, los seres imbuidos del “espíritu capitalista” se muestran anticlericales o, al menos se: sienten in diferentes a las creencias religiosas. La visión beatífica del tedio en el cielo no tiene fuerza alguna para atraer al que siente el gozo de la actividad, considerando la religión como un medio para que el hombre: se sustraiga del trabajo en el mundo. Si a cualquier hombre de este tipo se le interrogase acerca del “sentido” de esa actividad infatigable, nunca satisfecha, de su propio estado (lo cual sería algo sin sentido, dentro de una orientación incondicionalmente terrenal), si acaso nos diera una res puesta, seria en el sentido de la “preocupación por su descendencia”; podría consistir, también (siendo que este motivo es el mismo que se halla en individuos de espíritu “tradicionalista”), en que para él, simplemente, el negocio con su continua actividad, para su vida resulta “indispensable”. Realmente, en ello estriba la única motivación de su espíritu activo, de su actividad irracional (considerándola desde el punto de vista de su dicha individual), ya que el hombre está hecho para el trabajo y no a la inversa. Claro está que, ante este tipo de hombre, no dejamos de ver, tampoco, el impulso que alienta su poder y, en especial, la consideración que asegura siempre el caso de la fortuna. Ahora bien, si todo un pueblo se deja llevar por la quimera, deslumbrado por el enorme cúmulo cuantitativo, que tal ocurre en los Estados Unidos de Norteamérica, este espíritu romántico de las cifras ejerce un influjo mágico irresistible sobre aquellos poetas que existen entre los mercaderes. Sin embargo, esto no tiene nada que ver con el empresario realmente señero ni, sobre todo, con el que tiene en su haber triunfos más grandes y persistentes. Muy particularmente, debemos señalar a quienes acaban por arribar al puerto de la abundancia fideicomisaria y de la nobleza cedida, con vástagos cuyo proceder en las universidades o en el ejército trata de opacar su origen, como se ha confirmado en tantas familias de advenedizos del capitalismo alemán, que siguen las huellas de sus antecesores hasta constituirse en un producto decadente. Entre los empresarios capitalistas, el “tipo ideal” (26) encarnado en algunos individuos dignos de ser considera dos, en nada puede compararse con este tipo común o afinado del ricacho despreciable. Uno detesta la ostentación, el lujo superfluo y la satisfacción que pudiera darle su poder: siente aversión hacia las señales externas de la consideración social que se le brinda, debido a que lo hacen sentir incómodo. Su conducta ofrece más pronto signos de un ascetismo (insistiremos reiteradamente en el significado histórico de este fenómeno al que nos otros consideramos de tanta importancia), demandados imperiosamente por Franklin en su “amonestación”. De manera especial, no asidua, pero sí fácil, hallamos en él una modestia un tanto más franca que la reserva recomendada por Franklin con extrema prudencia. Para su persona “nada” le destina a su riqueza; únicamente es dueño del sentimiento irracional de “cumplir llanamente en su profesión”.

            Pero el hombre precapitalista se plantea esto, concebido precisamente de manera tan increíble y misteriosa, como sucia e indigna. El hecho de que alguien deje transcurrir su existencia trabajando con el pensamiento fijo en descender un día a la tumba con todo su dinero, únicamente puede explicarse como resultado de perversos instintos, de la auri sacra fames.

            En la actualidad, debido a la existencia de nuestras instituciones políticas, civiles y comerciales, con las normas industria les y con la estructura propia de nuestra economía, tendría explicación este “espíritu” del capitalismo, como consecuencia de la adaptación, conforme ya lo hemos señalado. Esta entrega a la “profesión” con afán de enriquecimiento es necesario al orden económico capitalista: él requiere de esta especie de comportamiento para con los bienes externos, de tal manera afín a dicha estructura, tan íntimamente ligado a las condiciones del éxito en la contienda económica tras la subsistencia, que ya es inconcebible no tomar en cuenta, actualmente, la necesaria conexión entre esa conducta práctica “crematística” y una específica “idea unitaria del mundo”. Ante todo, ya no es necesario tomar como punto de apoyo la aprobación de un poder religioso, y juzga todo influjo perceptible sobre la vida económica de las normas eclesiásticas o del Estado, corno un impedimento.

            La “concepción del mundo” marcha determinada por la suerte de los intereses político-comerciales y sociales. Aquel que no quiere o no es capaz de adaptar su comportamiento práctico a las condiciones del triunfo capitalista, ha de hundirse o, al me nos, no progresa lo bastante. Pero todo esto existe en un periodo en el que el capitalismo moderno ha logrado el éxito, liberado ya de quienes vivieron asidos a él. Y de igual modo como pudo romper las cadenas que lo sujetaban a las viejas formas de la constitución económica del medievo, apoyado en el poder incipiente del Estado moderno, así pudo haber ocurrido (diremos de paso) en sus relaciones con los poderes eclesiásticos. Nos toca, ahora, investigar en cuál caso y en qué sentido lo fue en realidad, pues casi no hace falta demostrar que la idea de enriquecerse como meta imprescindible en sí del hombre, como “profesión”, estaba en contradicción con el sentimiento de la ética de largos periodos históricos. En el fundamento Deo placere vix potest, transportado al Derecho canónico y considerado en aquel tiempo como auténtico, de igual manera que el pasaje evangélico que se refiere al interés, (27) en el que se basa la actividad del comerciante a lo cual Santo Tomás designó como turpitudo en cuanto a la desbordante ansia de lucro (igualmente que al in evitable y por ende éticamente lícito provecho), se produjo, ya entonces, ante la opinión de amplios sectores, sólidamente anticrematísticos, una grata afinidad de la doctrina católica con los intereses del poder financiero de las poblaciones italianas, tan fuertemente entrelazadas con la Iglesia en lo que concierne a la política. (28) Pero, aun en donde se afianzó más el sentido acomodadizo de la doctrina, como así fue en Antonino de Florencia, nunca se extinguió por completo el sentimiento de que la actividad con miras a la riqueza como fin en sí constituía un pudendum que debía ser tolerado porque las ordenaciones de la vida vigentes entonces obligaban a ello. Ciertos moralistas, particularmente de la escuela nominalista, admitieron como dadas las normas ya establecidas de la vida capitalista, procurando demostrar su calidad de lícitas, principalmente por la necesidad del comercio, justificando que tal desenvoltura de la “industria” se constituía en manantial legítimo de beneficio, consiguientemente irreprochable en cuanto a la ética; sin embargo, a un tiempo (en contra posición), el “espíritu” del beneficio capitalista continuó siendo considerado como turpitudo por la doctrina dominante o, por lo menos, no le era posible valorarlo de manera positiva visto desde un plano ético. En este caso habría sido del todo imposible una doctrina “ética”, como la de Benjamín Franklin. Los capitalistas leales a la tradición eclesiástica eran en su actividad un tanto in diferentes a la ética en el mejor de los casos, un tanto aceptables, si bien arriesgaban, de manera concluyente, el logro de la bienaventuranza, ya que podía inducir, de un momento a otro, al conflicto con el veto eclesiástico del préstamo a interés: como queda comprobado, por fuentes fidedignas, que cuantiosas sumas eran transferidas, a la muerte de las personas ricas (como “dinero de conciencia”), a la instituciones eclesiásticas, salvo determinados casos en que pasaban a los antiguos deudores en calidad de “usura” injustamente ejercida con ellos. Los círculos aristocráticos ya emancipados en su fuero interno de la tradición (dejando a un lado las sectas heréticas o sospechosas), se comportaban de otro modo, inclusive los espíritus escépticos y anticlericales tenían por costumbre procurarse su seguro para la vida eterna, pues, por lo menos, les asaltaba la duda de lo que puede haber más allá de la muerte y, además, debido a que, conforme la idea más relajada (y, por tal motivo, más extendida), para alcanzar la dicha imperecedera sólo se requería la sumisión externa al precepto eclesiástico. (29) Aquí queda comprobada claramente la índole amoral e, inclusive, inmoral que conforme a lo confesado por los propios interesados, era característico de este comporta miento. Parece imposible que esta manera de conducirse, sencillamente tolerable en la mejor de las suertes, al correr de los años pudiera llegar a ser una “profesión” en el sentido que le da Benjamín Franklin. ¿Qué explicación histórica puede darse al hecho de que en el foco del más notable desenvolvimiento capitalista en el universo de aquel tiempo, en la Florencia de los siglos XIV y XV, el mercado de dinero y de capital de los tan importantes poderes políticos estuviera en entredicho en cuanto a la ética, o sencillamente tolerable, en tanto que en el restringido medio pequeño-burgués de la Pensilvania del siglo XVIII (donde, por falta de dinero, la economía casi no había rebasado la etapa inicial del cambio de producción, donde no había señales de la existencia de grandes empresas industriales y donde los bancos se regían por una organización en extremo rudimentaria), la actividad “capitalista” constituyera el todo de un comportamiento no sólo digno de alabanza considerado dentro de la ética, sino, también exigible? Pretender un comentario, en relación a todo esto, acerca de un “reflejo” de los nexos “materiales” en la superestructura idealista, habría de ser un imperdonable contrasentido. Por consiguiente, cabe preguntarnos: ¿cuáles fueron las ideas determinantes para que un tipo de comportamiento, sin otro síntoma a la vista que el afán de enriquecerse, quedase integrado en la categoría de “profesión” por la que el hombre se sentía comprometido? En este compromiso, justamente, se apoya y fundamenta su ética el empresario de “nuevo estilo”, por lo que respecta a la conducta a seguir.

            Como motivo primordial de la moderna economía ha sido señalado el “racionalismo económico”, y de manera especial por Sombart, con razonamientos acertados y persuasivos. La precisión en ello está condicionada a la comprensión por racionalismo de un incremento tan considerable de la productividad del trabajo, que obligó a éste a brincar los mezquinos límites “orgánicos” trazados por la persona humana en que se encontraba aprisiona do, quedando todo el proceso de la producción sometido a consideraciones científicas. Este proceso de racionalización en el plano de la técnica y la economía tiene un gran predominio en el “ideal de la vida” de la moderna sociedad burguesa: el concepto de que el trabajo es un medio del que se vale la racionalización del aprovisionamiento de bienes  materia1es para la humanidad, ha existido siempre en la mente de quienes representan el “espíritu capita1ista” como uno de los objetivos que han señalado directrices a su actividad. Para llegar al convencimiento esta verdad, basta un ejemplo: el relato de Franklin acerca de sus esfuerzos en favor de los improviments comunales en Filadelfia. El empresario moderno siente una determinada y vital satisfacción con visos de indudable “idealismo”, por el gusto y la vanidad de “haber proporcionado trabajo” a muchas personas y de haber contribuido al “florecimiento” de la ciudad nativa, en el doble sentido censatario y comercial dado por el capitalismo. Consecuentemente, uno de los atributos de la economía privada capitalista es, también, el hecho de estar racionalizada con fundamento en el más riguroso cálculo, de encontrarse ordenada, con proyectos y severidad, así como al logro del triunfo económico deseado, opuestamente a la manera de vivir del campesino que gasta al día únicamente aquello de que dispone, a la insólita moderación del viejo artesano y al “capitalismo aventurero”, que se acoge preferentemente a la victoria política y a la especulación irracional.

            Así, pues, tal parece que sería más comprensible el desenvolvimiento del “espíritu capitalista” como un caso singular del desarrollo del racionalismo, descifrable debido a la posición de éste frente a los últimos problemas de la vida. Entonces, el protestantismo interesaría únicamente como anticipo de las concesiones racionalistas de la existencia. Esto supuesto, si pro cedemos a investigar hondamente, verificaremos que es imposible simplificar las cosas hasta ese punto, ya que el racionalismo no ofrece, en absoluto, el carácter de un desarrollo progresivo paralelamente en todos los planos de la vida. La racionalización del  Derecho privado, tomándolo como ejemplo, considerada como compendio y mandato conceptual de la materia jurídica, se pudo lograr, en su forma más evolucionada, por el Derecho romano perteneciente a la época del Imperio, en tanto que en aquellos países económicamente más racionalizados, como Inglaterra, se quedó mucho más atrás; el renacimiento romanista adoptado por los más destacados juristas ingleses fracasó en sus manos, en tanto que resultó efectivo en las naciones católicas del sur de Europa. La filosofía laica y racionalista del siglo XVIII no llegó a su plenitud con carácter exclusivo, y de ningún modo dominante en las naciones más adelantadas económicamente: en los países católico-romanos el volterianismo continúa siendo patrimonio de las capas superiores y medias —lo cual es, prácticamente, de mayor importancia—. Si por “racionalismo práctico” queremos entender aquella manera de comportarse que relaciona, con plena conciencia, el mundo a los intereses terrenales del yo particular y se vale de ellos como la medida de toda valoración, semejante estilo de vida es aún en la actualidad el sello característico de las naciones del liberum arbitrium, como Francia e Italia plasmado en la sangre que circula por sus venas; de un modo opuesto, sería más convincente la idea de que semejante racionalismo no puede considerarse un terreno fértil para que florezca en él esa relación del individuo con su “profesión” en el sentido que corresponde a un misionero, requerida por el capitalismo. En calidad de divisa en toda investigación acerca del racionalismo debería aplicarse este sencillo principio, frecuentemente olvidado: es factible “racionalizar” la vida desde los puntos de vista más 6 y en las d El “racionalismo” es una idea histórica, que incluye un sinfín de contradicciones, y nos es necesario investigar qué espíritu engendró aquella forma concreta del pensamiento y la vida “racional” de la cual procede la idea de “profesión” y la consagración tan abnegada (aparentemente tan irracional visto con el propio interés eudemonístico) a la actividad profesional, que sigue siendo por igual uno de los factores peculiares de nuestra civilización capitalista. Nuestro interés reside, precisamente, en este factor irracional que se oculta en aquél y en toda idea de “profesión”.

 

Notas:

1. El último párrafo corresponde al escrito: Necesary hints to those that would be rich (Advertencias necesarias a los que quieren ser ricos), elaborado en 1736; lo demás está extraído a los Advice to a young tradesman (Consejos a un joven comerciante), 1748 “Works ed. Spark”, vol. II, pág. 87.

2. Der Amerikamiüde (Francfot, 1855) es una paráfrasis poética que recoge las observaciones americanas de Lenau. Este libro, si se trata de calificarlo como obra literaria hoy en día no es fácil se le conceda ningún mérito; sin embargo, su valor es imponderable considerándole como documento de las contraposiciones (cada vez menos acentuadas) entre la manera de pensar de los alemanes y de los americanos y, de manera especial, es la descripción viva de esa profunda vida que tiene su origen en la mística alemana de los tiempos medievales, patrimonio que comparten los alemanes, así sean católicos o protestantes, en pugna con el sentido activista, característico de los centros puritano-capitalista. Hemos procedido a la confrontación con los originales y realizado las enmiendas que requería la traducción un tanto libre que Kurnberg realizó del tratado de Franklin.

3. Frase de la que Sombart se vale en calidad de lema del capítulo especial mente dedicado a la “génesis del capitalismo” (Der rnoderne Kapitalismus, la. ed. vol. 1, pág. 193; cf. en página, por coincidencia en su número 390).

4. Ello no quiere decir, claro está, que Jakob Fugger fuera un ser desprendido en cuanto a la moral o irreligioso, tampoco que Benjamín Franklin en ese aspecto se hubiese extenuado por completo en aquellos principios. No habría sido necesaria la cita de Brentano (Die Anfánge des modernen Kapitalismus (Los comienzos del moderno capitalismo), Munich, 1916, pág. 150 y ss.) para salir a la defensa de estos reputados filántropos de un tan enorme desconocimiento como el que se diría me atribuye Brentano. Realmente, la cuestión es a la inversa, pues me pregunto: ¿cómo es posible que tal filántropo pudiera sustentar en calidad de moralista semejantes principios?, ¿acaso Brentano ha dado al olvido reproducir la formulación de tales principios tan singularmente peculiares?

5. Aquí secundamos la distinta manera de exponer la cuestión, ante Sombart. No dejaremos pasar la ocasión propicia para dejar bien esclarecida esta diferencia en su extraordinario alcance práctico. Sin embargo, es conveniente reflexionar en que Sombart posee un cabal conocimiento en lo que concierne a esta apariencia ética del empresario capitalista. Lo que ocurre es que en su razonamiento, ello se muestra como efecto del capitalismo; en tanto que la hipótesis opuesta ha sido nuestro punto de partida. Es el caso, ciertamente, que en tanto no demos por terminado este examen no es posible adelantar una postura concluyente al respecto. Acerca de la doctrina de Sombart cf. loe.’ cit., 1, págs. 357, 380 y ss. podemos hallar una evidente conexión entre sus razonamientos y las imágenes esplendorosas plasmadas por Simmel en el poster capítulo de su obra Philosophie des Geldes (Filosofía del dinero). Más adelante comentará acerca de la controversia, que a través de su libro en torno al “Burgués” quiso sostener conmigo; por el momento es preciso que me abstenga de cualquier debate pormenorizado.

6. He aquí, en la traducción alemana: “Cuando, al cabo, llegué al convencimiento de que, para la felicidad, es necesario que las relaciones entre los hombres, cara a cara, sean veraces, de proceder recto y de una extrema fidelidad, resolví llevarlas a la práctica hasta el fin de mi existencia, y así lo dejé escrito en mi diario. No obstante, la natural revelación no hizo mella en mí, pues, realmente, yo había ya reflexionado en que si, por un lado, hay acciones que no son malas porque nos están vedadas por el dogma y, por otro, son buenas porque, sencillamente, responden al mandato, pero, atenidas a las circunstancias de cada quien, es posible que la prohibición responda únicamente, al da ño que las unas, por naturaleza, puedan acarrear y, las otras, nos sean ordena das debido al beneficio que puedan proporcionarnos”

7. “Hasta donde pude me coloqué en un plano secundario, e hice que se tomara (la formación de una biblioteca, a sugerencia suya) como iniciativa de un nutrido grupo de amigos, debido al ruego reiterado de hallar gente que a mi juicio fuera amante de la lectura, a la cual ofrecer el asunto. Así fue como mi negocio iba prosperando; al cerciorarme de ello, me valí del mismo sistema en cuanto asunto participé, y ante mis triunfos, me fue fácil recomendarlo francamente a otros. El poco esfuerzo que representa en los comienzos el hecho de sacrificar la vanidad, no tarda en verse cumplidamente retribuido. Si por algún tiempo se desconoce aquel a quien se le debe el mérito, surgirá el más presuntuoso, decidido a pedir con insistencia el premio para él; sin embargo, en ese caso, la propia envidia inducirá a que se haga justicia al iniciador y arrebatará las preseas encautadas, dándolas a quien en verdad le corresponden”

8. Brentano, op. cit. (pág. 125 y 127 nota 1) se aprovecha de esta observación para dar pie a la crítica de nuestros argumentos posteriores acerca de la “racionalización r disciplina” impuestas al individuo el ascetismo laico, “racionalización’ destinada a un proceder irracional. Y, de hecho, así es. No se puede decir que lo irracional sea algo substantivo; esto sí, por relación a un “racional” modo de ver preciso. Para quien carece de espíritu religioso, todo proceder en ese sentido es irracional, de igual manera que el hedonista ve irracional todo proceder ascético, si bien le concede un valor superior, es de cir, una “racionalización”. Ahora bien si en algo ha de ser de utilidad este estudio nuestro, lo será; al menos, para mostrar el complejo significado del concepto de lo “racional’, unívocadamente en apariencia.

9. Libro de los Prov., e. 22, y. 29. La traducción de Lutero es: “en su negocio”. En cuanto a las versiones al inglés de la Biblia leemos: “business” (negocios). Cf. infra, nota 1 de I, 3.

10. Frente a la pormenorizada, si bien no muy exacta, alabanza que Brentano realiza (loe. cit., pág. 150 y s) de Franklin, prejuzgando un desconocimiento mío de sus meritorias cualidades éticas, me remito, sencillamente, a estas consideraciones, las cuales, a mi entender, pudieron ser suficientes tanto como inútil esa justificación.

11. Hago la ocasión propicia para insertar aquí algunas consideraciones anticríticas”. A Sombart no le asiste la razón de aseverar (Der Bourgeois, Munich y Leipzig, 1913) que esta ética que rige en Franklin sea una fiel repetición de los razonamientos genuinos de Leo Battista Alberti, reconocido universalmente como gran genio del Renacimiento, siendo que en toda la obra de éste además de la parte teorética, que abarca matemáticas, plástica, pintura, en especial arquitectura, y aun acerca del amor (pese a que, en !o personal, era adversario de la mujer) escribió en torno al hogar (Della famiglia), en cuatro libros (lamentablemente, en estos momentos en que me dispongo dar a la imprenta este trabajo no poseo más que uno de ellos, esto es, la antigua publicación de Bonucci, pero no la de Mancini que es la más moderna. Hemos reproducido recién el fragmento de Franklin de manera literaria; y, ¿donde se hallan fragmentos similares en la obra de Alberti, principalmente una máxima semejante a la de ‘tiempo es dinero” con todas sus advertencias que constituyen su consecuencia? Únicamente podría tener un sentido parecido, algo así como un eco adelantado del criterio frankliniano hacia el final del libro I de la familia (ed. de Bonucci, vol. II, pág. 353) en el que, generalizando, comenta acerca del dinero como el nervus rerum del hogar, de necesidad para la buena dirección de la economía doméstica que recuerda la manera de expresarse Catón en su De re rustica. Es del todo erróneo conceptuar a Alberti, el cual insiste, reiteradamente, en provenir de noble familia florentina de caballeros (nobilissimi cavalieri: Della famiglia, págs. 213, 228 y 247, ed. de Bonucci), como si se trata de un ser con la “sangre envenenada”, un burgués pleno de rencor contra la nobleza, tras que lo arrojó de su seno en calidad de hijo bastardo (lo cual de ninguna manera lo desclasificaba). En verdad es típico de Alberti su delirio por los negocios importantes, que únicamente son dignos de una nobile e onesta famiglia, así como de un libero e nobile animo (op. cit., pág. 209) y, justamente son los que cuestan menos trabajo (cf. Del governo della famiglia, IV, pág. 55. Asimismo, ver, en la redacción de los Pandolfini, pág. 16: por lo que el negocio mejor es el de la seda y lana, en la industria doméstica). Sin embargo, aconseja por igual un gobierno ordenado y sobrio en la economía doméstica balanceando las expensas y los ingresos. Así, pues, la santa masserizia, cuya representación ha sido atribuída a Gianozzo, es básicamente un principio de administración doméstica, más no de lucro (algo que no debió haber pasado inadvertido a Sombart), así como en el debate acerca de la substancia del dinero hablase de la inversión del capital antes que de la colocación de la fortuna, así fuera en dinero o posesiones. A guisa de consejo, para la propia protección de un posible riesgo de la fortuna, adquirir el hábito, desde temprana edad, del dinamismo, y dice in cose magnifiche e ample (Della famiglia, pag. 192), con perseverancia, única manera de mantenerse en buena salud (pags:73-74) y de no caer en la ociosidad, indeseable si se quiere conservar la posición lograda, por lo que hay que aprender solícitamente un oficio apropiado a su clase, en prevención a posibles reveses de fortuna (sin embargo, dice toda opera mercenaria es innoble (vol. 1, pág. 209). Si consideraramos este ideal suyo de la tranguillita del ‘animo y su fuertísima propensión al epicúreo”), “?ate ß??sa?” (vivere a se stesso, loe. cit. pág. 282), su animadversión a todo cargo como causa aflictiva, de discordia y embrollos en negocios sucios, así como el idealismo suyo puesto en la casa de campo, sus sentimientos mantenidos vivos por la recordación ancestral y el respeto del honor de la familia (por cuya razón, conforme al modelo florentino, debe mantenerse unida, sin dividir su fortuna) como medida y fin determinante, todo ello, sin duda alguna, hubiera resultado para el puritano una idolatría contaminada de pecado, absolutamente repudiable, una aristocracia patética ignorada en un varón de la calidad de Benjamín Franklin. Téngase en cuenta, además, que tenía en gran estima la literatura (puesto que su llamada “industria” está relacionada primordialmente con el trabajo literario-científico, el cual debe considerarse aquel que, en verdad, es digno del hombre. En suma, únicamente el iletrado Gianozzo hace suya como equivalente la masserizia —con el significado de “economía doméstica racional”, medida necesaria para una existencia, sin de pendencia de nadie y sin que se llegue a sucumbir en la miseria—, atribuyen do la paternidad de este concepto a un antiguo sacerdote, como consecuencia de la ética monástica. Ver pág. 249). Conviene, establecer una confrontación de todo ello con la moral y el comportamiento de Franklin y el influjo puritano que pesa en él; asimismo, examínense los escritos literarios de la época del Renacimiento orientados hacia el patriciado humanista, junto a los de Franklin que van dirigidos a las compactas filas de la clase media burguesa (explícitamente, de los Commis), y los tratados y las prédicas de los puritanos, y se podrá aquilatar a la profunda diferencia que existe. Alberti, en su racionalismo económico apoyado siempre en citas de autores clásicos, revela analogías radicales con el modo de tratarse el tema económico en lo escrito por Jenofonte (el cual le era desconocido), así como por Catón, Varrón y Columela, a quienes suele citar, aun cuando es necesario destacar que los citados conceden una mayor importancia al lucro en cuanto tal, comparados con Alberti. En cuanto a lo demás, los argumentos puramente ocasionales de Alberti con respecto al empleo de los fattori, su clasificación del trabajo y la disciplina, el recelo de los agricultores, etcétera, tuvieron un efecto emanado de una versión de la mesura carnal catoniana de la condición del trabajador, típica del siervo de la gleba, a la del trabajo con libertad en la industria a domicilio, y el cultivo de la tierra. Sombart, (que tanto yerra en lo que se refiere al estoicismo ético) se muestra ya más atinado al hallar en Catón, “desenvuelto sin medir los resulta dos”, una economía racionalista. Resulta ya factible inordenar dentro de la misma condición el diligens pater familias de los romanos y el clásico idealismo albertino del massajo. Catón tiene la particularidad de conceptuar la tierra como elemento de fácil “inversión” del patrimonio. Por otro lado, la idea de “industria” tiene diferentes tonos. Y, precisamente, en ello radica la diferencia. En la idea concebida de la “industria”, originada con la ascesis monástica, y que fue evolucionando en los escritos de los monjes, se enraiza en un ethos que llega a su madurez plena en el ascetismo laico del protestantismo (como más tarde veremos); y aquí está la procedencia, que será luego de fácil comprobación, de la analogía entre ambas, aun cuando en menor proporción que la referente a la doctrina eclesiástica oficial del tomismo con respecto a los moralistas mendigantes de Siena y Florencia. En Catón no existe ese ethos, y tampoco lo hay en la exposición de Alberti; no es exactamente una ética lo que el uno y el otro presentan, antes bien se trata de una doctrina de sapiencia de la vida. En Franklin existe, igualmente, el utilitarismo. Claro está que debe reconocérsele ese patetismo moralista en las recomendaciones al muchacho comerciante, tan propio de él. Franklin juzga toda negligencia con el dinero algo así como un “asesinato” de embriones de capital, lo que, según él, viene a ser una imperfección moral.

            Alberti y Franklin tienen, efectivamente, una similitud en el hecho de q en ninguno de los dos se manifiesta ligamen alguno entre la concepción piadosa y su discernimiento de la economización. Con todo, Alberti es designado por Sombart como piadoso. Aquél estaba ordenado y gozaba de un beneficio en Roma, al igual que muchos otros humanistas, sin que ello fuera obstáculo para que prescindiese de móviles religiosos (exceptuando casos de menor importancia) cuando trataba de encauzar la práctica de un comportamiento por él aconsejado. En eso, ambos son por igual netamente utilitarios, por lo me nos en cuanto a la forma. En Alberti se distingue un utilitarismo social de tipo mercantil (“empléense —dice— muchos hombres en el trabajo”, op. cit., pág. 292), al hablar de modo recomendable acerca de la industria de la seda y el algodón. Sus razonamientos de puntualizar aquí el tema, son un modelo sumamente apropiado de esa imagen de “racionalismo” económico inherente, el cual, siendo reflejo, ciertamente, de situaciones económicas, existe en todas partes y en cualquier época hasta en autores que tienen el proverbial don de la objetividad, tanto en el clasicismo chino como en la Antigüedad casi igual que en los tiempos del Renacimiento y de la Ilustración. Es indiscutible que con Catón, Varrón y Columela, en la Antigüedad, como con Alberti y quienes a el se asemejan hallamos consecuentemente la doctrina de la “industria” representativa de un desenvolvimiento de la ratio económica. Difícilmente alguien podría pensar que semejantes entretenimientos literarios desatasen una tuerza suficiente para la transformación de la vida, como la tuvo una doctrina piadosa sobre la salvación con el comportamiento del individuo, al metodizarla y racionalizarla. El significado de lo que se llama una “racionalización” se puede advertir tanto en las sectas puritanas como en los jainas, los judíos, en determinadas sectas ascéticas del medievo, en Wyclif, en los “hermanos bohemios” (remembranza de la actividad hussita), en los Skoptzi y los Stundistas de Rusia y en diferentes órdenes monacales (en sus respectivos sentidos, claro esta). De antemano diremos que lo peculiar de la diferencia se debe una doctrina del arte de vivir igual a la de Alberti no cuenta con las ventajas psicológicas, no de índole económica, particularmente benéficas en tanto que la creencia piadosa se mantiene aún viva, como las que ofrece una moral basada en una religión favorable al proceder que de por sí propicia. Esa ética únicamente ejerce un influjo autónomo en el proceder (así, pues, sobre la economía) al paso que estas ventajas son eficientes y, en especial, mientras así lo son hacia un sentido que con frecuencia se desvía de la doctrina teológica (que nunca pasa de ser una “teoría”). Y ello es lo concluyente. Sin duda alguna, este trabajo gira alrededor de esta aseveración, y yo no era capaz de concebir que llegara a ser motivo de una incomprensión tan grande. Oportunamente habré de referirme a los moralistas de la Edad Media retardada (particularmente Antonino de Florencia y Bernardino de Siena), de un relativo sentido provechoso al capital, muy erróneamente interpretado por Sombart. Como quiera que sea, L. B. Alberti no se encuentra entre elfos. Únicamente el concepto de “industria” se deriva en él de ciertas doctrinas monásticas, adoptadas con anterioridad. Tanto a él como a Pandolfini y seguidores se les considera (no obstante rendir la obediencia oficial y el sometimiento a la moral cristiana en vigor) representativos de una mentalidad liberada de los tradicionales ligámenes eclesiásticos y de cariz clásico y “pagano”, mentalidad cuya ignorancia me recrimina Brentano ante el supuesto de que yo no he advertido la gran trascendencia básica que tiene con respecto al desenvolvimiento de la doctrina y de la política modernas. Ciertamente, en estos puntos no he trata do siquiera de sondear tras esta serie causal por el simple hecho de que no ha ce falta para la exploración en torno a la ‘ética protestante y el espíritu del capitalismo”. Mas, en otra ocasión asenté que, lejos de ignorar su capital importancia ya tenía en mente, y me asiste la razón para no dejar de imaginar, que el ámbito y el rumbo de su ascendiente, han diferido totalmente de aquellos propios de la ética protestante (cuyos precursores, en nada desdeñables conforme a la experiencia, fueron las sectas y la ética wyclifiano-hussita). El influjo no se debe al proceder de la recién nacida burguesía, antes bien a la política de los estadistas y de los monarcas. Esta es la razón de que nos empeñemos en deslindar cuidadosamente las dos series causales, no convergentes en todo pero sí en parte. En lo tocante a este punto, fueron justamente los tratados de economía privada elaborados por Benjamín Franklin (los cuales constituyeron por cierto tiempo, el libro de lectura escolar en América), contrariamente a las dimensionales obras de Alberti (casi ignoradas, salvo en el grupo de investigadores), a los que se les otorga la categoría de las ideas que con frecuencia han contribuido a la formación de la conducta práctica en la vida humana. Ha sido con toda intención el hecho de citarlo como un hombre que se encontraba al margen de la regulación puritana de la vida, bastante atenuada en tales momentos al igual que la “ilustración” inglesa, en la inteligencia de que en varias ocasiones hemos expuesto las conexiones existentes con el puritanismo.

12. Es de lamentar que Brentano haya confundido todo cuanto pudiera ser un afán de lucro (tanto bélico como pacifista), tomando en cuenta la calidad determinante de la propensión capitalista al lucro (opuesta, por ejemplo, a la feudal) sólo en su propósito puesto en el dinero (en vez de en la tierra) y no hubiera descartado únicamente toda ulterior diferencia que es sin duda lo que habría de llevarnos a la concepción de ideas claras, antes bien (pág. 131), inclusive, nuestro concepto del capitalismo moderno (previamente elaborado con la mira puesta en nuestras investigaciones) asienta, de manera absurda, que presume aquello mismo que debía ser por él demostrado.

13. Cf. las atinadas consideraciones de Sombart con relación a la economía nacional alemana en el curso del siglo XIX (pág. 123, supra). Si bien los estudios subsecuentes, por lo que respecta a su encauzamiento, se apoyan en otros más antiguos, he de manifestar lo mucho que deben en su formulación al puro hecho de contar con las enormes obras de Sombart colmadas de fórmulas incisivas, mordaces, inclusive y en especial en ello y en todo lo que van por sendas distintas. Eso tiene que aceptarlo inclusive aquel que se sienta incitado a rebatir muchos de los conceptos vertidos por Sombart, así como muchas de sus tesis de una manera directa.

14. Naturalmente, en este punto desistimos tanto a inquirir en dónde arraigan estas limitaciones como, también a definirnos en una postura frente a la doctrina de la relación entre el salario y las altas prestaciones del trabajo, re presentadas y formuladas inicialmente por Brassey, encumbradas en calidad de teoría por Brentano y —con una intención histórica al mismo tiempo que edificante—- por Sghulze-Gävernitz. Una vez más la polémica ha sido promovida debido a las profundas investigaciones realizadas por Hasbach en Schmoflers Jahrbuch (Anuario de Schmoller), 1903, págs. 385-391 y ss., sin que se haya podido hallar hasta el momento una solución definitiva. Sin embargo, a nosotros nos parece suficiente el hecho real, para nadie incuestionable, de que el salario bajo no se opone al beneficio encumbrado ni a las posibilidades en favor del desenvolvimiento industrial. Estamos también convencidos de que una sola operación mecánica dineraria no es motivo de “educación” para el progreso del capitalismo, así como tampoco de la probabilidad de una economía capitalista. Cada uno de los ejemplos expuestos llevan en sí un fin meramente ilustrativo.

15. He aquí el porqué la naturalización de la industria capitalista sólo se ha podido, en general, realizar gracias a la afluencia migratoria procedente de las naciones con más alto grado de civilización antigua. Son en verdad precisas las consideraciones de Sombart en el sentido de que las “habilidades” y los “secretos del oficio” en el artesano se hallan en contradicción con la técnica moderna científicamente objetivada; sin embargo, esta particularidad casi no existía en la fase de los comienzos del capitalismo’ es más, los atributos mora les, digamos, propios del trabajador capitalista y hasta cierto punto también del empresario poseían con frecuencia un “valor de rareza más considerable que las aptitudes habituales del gremio artesanal, conservadas a través de una tradición seglar. La industria aún en la actualidad, la elección del emplaza miento está en parte sujeta a la esencia proverbial del pueblo, que le fue dada a lo largo del tradicionalismo y de un trabajo enérgico en grado sumo. El sesgo que la ciencia moderna da a la cuestión es en el sentido de que la causa de esta sujeción, en algunos casos no estriba en el tradicionalismo ni en la educación, por el contrario, en la herencia biológica de específicas cualidades étnicas, lo cual, a mi juicio, no deja de ser bastante hipotético.

16. Cf. el trabajo referido en la nota 22 de 1, 1.

17. Las consideraciones que anteceden podrían motivar uno que otro sentido equívoco. Por ejemplo, no existe relación alguna entre los fenómenos examinados aquí y !a tendencia en que ciertos hombres de negocios tienen de acomodar a favor suyo el principio de: “no debe extirparse la fe del corazón de un pueblo” o la inclinación que anteriormente era tan usual, sobre todo en el clero luterano en toda su amplitud, a ponerse de un modo absoluto a las órdenes de las autoridades, en calidad de “policías negros”, motivado por su inclinación al autoritarismo, cuando se trataba, invariablemente, de declarar las huelgas como pecaminosas, declarar a los sindicatos merecedores de ana tema, por promover la codicia, etc. En el contenido de trabajo damos a conocer los casos que en el cuerpo del trabajo no son aislados; se trata de hechos acaecidos con suma frecuencia, reiterativos de manera genérica, como se constatará.

18. Der moderne Kapitalismus (El capitalismo moderno), t. 1. ed. la., pág.

19. Op. Cit., pág. 195.

20. Hacemos referencia, claro está a la moderna industria racional característica de Occidente, muy aparte del capitalismo difundido por todo el orbe durante tres milenios hasta la actualidad, en China, India, Babilonia, Grecia, Roma y Florencia, que se encuentra representado por los traficantes de la usura, abastecedores bélicos, arrendatarios de tributos y puestos públicos, colosales empresarios del comercio y magnates financieros. (Ver Introducción.)

21. Es preciso ceñirnos aquí a considerar, así sea a priori, sin que nada nos lo exija, a suponer que la técnica empresarial capitalista, por un lado, y el espíritu del trabajo profesional, por otro, siendo el capitalismo de ambos deudor por lo que respecta a su fuerza expansiva, se hayan nutrido desde su origen en las mismas esferas sociales. De igual modo acontece con las conexiones sociales de las principales doctrinas piadosas. Es una verdad histórica que el calvinismo ha sido uno de los más sólidos pilares de una educación en el espíritu capitalista; no obstante, por móviles que más adelante daremos a conocer, los amos de magnos capitales de dinero en Holanda no eran adictos al calvinismo de rigurosa observancia. Tanto aquí como en donde fuera, la pequeña y media burguesía que escalaba socialmente hasta los más altos puestos de las empresas de mayor importancia estaba integrada justamente por el clásico titular de la ética del capitalismo y de la Iglesia calvinista. He aquí la confirmación de todo cuanto venimos diciendo al respecto, pues ciertamente en todas las épocas han existido amos de enormes capitales de dinero y comerciantes al por mayor. En cuanto a la organización racional capitalista de la industria burguesa es la consecuencia del paso evolutivo de la época medieval a la moderna.

22. Examínese acerca de esto la magnífica tesis doctoral de J. Maliniak presentada en la Universidad de Zurich, 1913.

* Verlagssystem, vocablo que a partir de C. Bücher ha substituido al de Hausi esto es industria doméstica. En opinión de Sieveking (Historia económica universal, trad. de P. Ballesteros, pág. 121) el Verlagssystem es el conjunto de reglas de una empresa cuya persona al frente proporciona previamente algún factor material o algo de qué servirse en una actividad a domicilio y conforme a su propia técnica, sin llegar a centralizar el trabajo.

23. En seguida esbozamos unos cuadros como ejemplo de nuestro sistema de aminorar la realidad en “tipos ideales”. De este modo hacemos más fácil las condiciones de las diferentes ramificaciones de la industria a domicilio en los diversos puntos, no resultando de importancia para la simple finalidad ilustrativa que nos hemos propuesto, dado el modo de hacerlo narrado, el hecho de 9 en ninguno de los ejemplos elegidos se llegue a traslucir con toda precisión el proceso.

24. Debido a esto mismo, no es un caso fortuito el hecho de que en esta primera etapa del recién surgido capitalismo, los primeros impulsos de la industria alemana, por ejemplo, se hayan dejado conducir por un total cambio del género de los objetos imperiosamente requeridos para la vida.

25. Esto no significa que la oscilación, del precio estimativo de los metales preciosos sea indiferente, visto en un plano económico.

26. Nos referimos a la clase de empresario base de nuestro estudio, no a aquel de carácter empírico (con respecto a la clasificación “tipo ideal” véase lo expuesto por mí en el “Archiv für Sociolwissenschaft”, vol. XIX, fascículo 1).

27. Posiblemente éste sea el momento oportuno de examinar con cierta minuciosidad las consideraciones de F. Keller en su estudio ya nombrado (vol. 12 de los escritos de la Sociedad goerresiana) y las reflexiones que éste sugirió a Sombart, vertidas en su libro acerca del “burgués”. Creo que es algo duro el hecho de que se haya criticado una obra en la que no figura, en absoluto, el veto canónico del préstamo a rédito (exceptuando en la llamada, carente, por cierto, de consonancia con la materia de que se trata en el cuerpo del libro) arguyendo que este impedimento (el cual, por lo que se refiere a otras consideraciones, se asemeja a todas las éticas piadosas existentes) es lo que distingue, con exactitud, la ética del catolicismo y de la Reforma; a decir verdad, únicamente lo escrito debe ser objeto de crítica cuando se ha entablado cono cimiento por su lectura o porque, con el tiempo, se sigue recordando. La historia de la Iglesia hugonota, así como la holandesa en el siglo XVI está colma da con la batalla sostenida contra la usuraria pravitas A los “lombardos”, que es como decir banqueros, se les aplicó la excomunión, en la mayoría de los casos por el solo hecho de serlo. (Nota 12 de 1, 1). Entre todas las concepciones de Calvino, la más condescendiente (si bien, aparte, debemos hacer constar 9 tampoco se opuso rotundamente a prohibiciones contra la usura, en ocasión del primer plan de Ordenanzas) sólo fue impuesta completamente a través de Salmasio. Por lo que la diferencia no radica aquí, sino a la inversa. Ahora bien, aún son más censurables los juicios que el autor emite de suyo en esta materia, los cuales, debido a la vaguedad, difieren, hasta causar pena, de lo escrito por Funk y por otros prominentes católicos (siendo impropio, a mi parecer, la mención que el autor hace de ellos) y con investigaciones, fuera de tiempo algunas veces aun cuando en todo momento de capital importancia, de Endemann. Keller se ha salvado, en verdad, de caer en abusos, a semejanza de los de Sombart en algunas de sus críticas (op. cit., pág. 321), tomando en consideración, con la forma debida, el hecho de que los “varones religiosos” (concretamente, Bernardino de Siena y Antonino de Florencia, de acuerdo con la intención del autor) “estimularon, valiéndose de todos los medios, el espíritu empresarial”, en virtud de que, como acaeció en todas partes con respecto a los preceptos similares, dieron a la prohibición del préstamo con usura, un sentido que no pudiera perjudicar a la colocación “productiva” (como solemos decir en la actualidad? del capital. Si por un lado Sombart considera al pueblo romano entre los “heroicos” y, por otro, evidenciando su propio desacuerdo sostiene que Catón había ya esclarecido el racionalismo económico hasta ‘ últimas consecuencias” (pág. 267) es la más clara demostración de que el autor elaboró un “libro de tesis” con el significado pésimo en grado sumo del vocablo. Esto supuesto, el sentido prohibitivo del préstamo a rédito, que en los comienzos adquirió suma importancia, es-desde- nado luego y una vez más considerado su valor en la actualidad, justamente cuando abundan los católicos enriquecidos al máximo, con marcadas intenciones apologéticas; en cuanto a los demás, es bien sabido que, no obstante haberse derivado de la Biblia, la Instrucción de la Congregación del Santo Oficio anuló el veto en el último siglo, únicamente por temporum ratione habita de manera indirecta, al prohibir que se interrogara al penitente acerca de la usuraria pravitas, a fin de no trastornarlo, ante la incertidumbre de su acatamiento, aun cuando se presentase el caso de ser devuelta la vigencia al precepto. Naturalmente no podría existir alguien que, habiéndose adentrado en la compleja doctrina eclesiástica acerca de la usura (cuyas polémicas tanto si se referían a la licitud de la adquisición de réditos, o al descuento bancario y determinados contratos, como, de manera especial, en torno a la materia sobre la cual pudo haber recaído la citada orden de la Congregación del Santo Oficio a propósito de un préstamo municipal, etc.) pudiera asegurar que la prohibición del préstamo a rédito iba dirigida sólo al crédito necesario, cuyo objetivo era mantener el capital, y que se constituyó en “fomentador de la empresa capitalista”. (Págs. 24-25). Lo cierto es que hubo de transcurrir mucho tiempo antes de que la Iglesia recapacitara nuevamente en el caso prohibitivo del interés. Llegado este momento, en vez de que las normas comunes en la acción de colocar el capital fuesen préstamos a interés fijo, eran de foenus nauticum, commenda, societas maris y el dare ad proficuum de mari (entiéndase, empréstitos cuantificados conforme al tipo de riesgo en el monto de la participación en beneficios y pérdidas, y, ‘de hecho, así debía ser, por el cariz del negocio) que sólo llegaron a ser censurados en su integridad por uno que otro estricto canonista; luego, al facilitarse comúnmente los descuentos y la colocación de capital fijo, se presentaron nuevas objeciones con respecto al veto de la usura, que derivaron en un sinfín de medidas rigurosas surgidas de las agrupaciones de comerciantes (de ahí las “listas negras”). No obstante, la prohibición canónica del interés adquirió un sello simplemente jurídico formal por lo regular y, claro está, sin la intención “protectora del capital” que le asigna Keller, y, últimamente, si es factible encontrar en quienes están versados en derecho canónico una postura definida frente al capitalismo, ella habría de ser, por un lado, una incompatibilidad de tipo tradicionalista, aunque sin conocimiento, irreflexiva, contra la potestad siempre en aumento, impersonal, y, por ende, difícilmente sometida a normas éticas, del capital (que se vislumbra, por ejemplo, en las manifestaciones de Lutero con respecto a los Fugger y los negocios generalmente con dinero; y, por otro, un marcado interés y una urgencia de ajustarse a la ocasión. Sin embargo, no tenemos ningún interés verdaderamente en todo ello, ya que, conforme quedó asentado, el hecho de vedar el interés en todo ello, ya que, conforme quedó asentado, el hecho de vedar el interés y la finalidad sólo nos merecen un simple valor sintomático, y, digamos, muy relativo.

            Lamentablemente, aquí no es posible dedicarnos a realizar una especial indagación, aun cuando sería muy interesante, acerca de la ética económica que regía en los teólogos escotistas y, sobre todo, en determinados mendigantes del quattrocento, tales como Bernardino de Siena y Antonino de Florencia, autores monacales de pensamiento racional ascético por excelencia. Solamente que en una autocrítica adelantara cuanto se requerirá expresar en nuestra exposición de la ética económica del catolicismo en su conexión efectiva con el movimiento capitalista. Cada uno de estos escritores, con una visibilidad más precoz que la característica de muchos jesuitas, pretendía justificar la licitud (y, claro está, a Keller no le es posible aseverar más) en cuanto a la ética se refiere, del beneficio del comerciante, dándole un sentido de recompensa de su “industria’

            Evidentemente, al concepto de “industria”, así como su valoración se deriva, en última instancia, del ascetismo monástico. Así es como el concepto de masserizia que Alberti pone en labios de Gianozzo, valiéndose de la expresión eclesiástica e introduciéndola en el habla común. Más adelante nos referiremos a la ética monacal en su calidad de precursora de las diversas denominaciones ascéticas del protestantismo (ciertamente podemos encontrar en la Antigüedad conceptos similares en los cínicos, en los epitafios, en el helenismo retardado y, en diferentes circunstancias, en determinados documentos egipcios). Sin embargo, no cuenta en absoluto (así como tampoco se halla en Alberti) con aquello que, a nuestro juicio, es concluyente: la concepción más peculiar del protestantismo ascético, de la seguridad de la propia salvación la certitudo salutis, en la profesión, dicho en otras palabras: las primas psicológicas que esta piedad tenía puestas en la “industria”, de las que carecía indudablemente el catolicismo, ya que sus medios de salvación eran otros. Habitualmente, de lo que se trata en estos autores es de doctrinas éticas, mas no de prácticos incentivos personales, concluyentes con fines de salvación, y, en su defecto, de adaptación (lo cual puede comprobarse con facilidad), pero no de razonamientos fundamentados en una postura piadosa central, semejante a la del ascetismo laico. En cuanto a lo demás, desde antiguo Antonino de Florencia y Bernardino de Siena han motivado controversias en épocas muy cercanas a la nuestra. A pesar de todo, la trascendencia de tales concepciones ticas monásticas no debe considerarse en absoluto ineficaz, por lo menos como indicio, Pero, los “atisbos” verdaderos de una ética piadosa de la cual parte el concepto moderno de profesión, se hallan en las sectas y en la heterodoxia, en especial en Wyclif, aunque Brodnitz, ponderó con exceso su importancia, (ver Engl Wirtchtsgeschichte, Historia económica de Inglaterra) que la doctrina puritana no halló nada nuevo que hacer. No es posible que profundicemos más en el tema ni debemos hacerlo, pues no es el momento oportuno para dilucidar acerca de si la ética cristiana del medievo ha contribuido en efecto y hasta dónde a la creación del admisible espíritu del capitalismo.

28. En opinión de A. Merx, las voces “µ? de? ?pe?p????te?” (luc. 6, 35) y la versión de la Vulgata “nihil inde sperantes” son una alteración de µ?d??a ?pe?p???te?  (neminem desperantes), que prohíben el préstamo al prójimo inclusive al necesitado, sin referencia alguna al interés. Hoy en día, al principio Deo placere vix potest se le da una procedencia arriana enturbiada (que para nosotros no tiene importancia en absoluto).

29. Algo que evidencia la manera cómo se interpretaba la prohibición de la usura, la podemos vera en calidad de ejemplo en el libro 1, c. 65 del estatuto relativo al Arte di Calimala (del cual únicamente tengo a mano el texto italiano transcrito en la Stor. Dei Com. Ital., vol. III, pág. 246, de Emliani-Giudici): “Procurino i consoli con quelli frati, che parra loro, che perdono si faccia e come fare si possa il meglio per l’amore di ciascuno, del dono, merito o guiderdono, ovvero interesse per l’anno presente e secondo che altra volta fatto fue” Se entendía con ello, verdaderamente, algo así como un perdón, a la manera oficial, otorgado por el gremio a sus afiliados, condicionado a su so metimiento. Tenemos una prueba más propia del sello extraético de la ganancia capitalista en las advertencias que siguen, y en el precepto que precede (c. 63) se asientan como “regalo” todos los réditos y beneficios. 

continuación

Primera edición 1979

Novena edición 1991

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