GENEALOGÍA DEL RACISMO

archivo del portal de recursos para estudiantes
robertexto.com

Michel Foucault 

IMPRIMIR 

 

Genealogía del racismo

ENSAYOS

© Editorial Altamira Calle 49 N° 540 La Plata, Argentina

Título Original: Il faut défendre la société

Traducción: Alfredo Tzveibel

Prólogo: Tomás Abraham

ISBN: 987-9017-01-3

 

Séptima lección

18 de febrero de 1976

La guerra infinita

La vez pasada intenté mostrarles que en torno de la reacción nobiliaria se dio no tanto la invención del discurso histórico como la explosión de un discurso histórico que había tenido hasta entonces la función -como decía Petrarca- de cantar los elogios de Roma; que había permanecido dentro del discurso del Estado sobre sí mismo; que había tenido la función de manifestar el derecho del Estado, de fundar su soberanía, de relatar su ininterrumpida genealogía y de ilustrar -a través de los héroes, las gestas, las dinastías- el fundamento del derecho público.

La explosión del elogio de Roma, entre fines del siglo xvii y comien­zos del xviii, se produjo de dos modos.

Primero, a través de la evocación y la reactivación de la invasión; que, como recordaran, ya la historiografía protestante del siglo xvi había con­trapuesto al absolutismo real. Se introduce en el tiempo la gran ruptura representada por la invasión de los germanos en los siglos v-vi. Por lo tanto, la primera ruptura coincide con la ausencia de derecho, con el mo­mento de la ruptura del derecho público y con el momento en que las hordas que desbordan de Germania ponen fin al absolutismo romano.

Segundo, mediante la introducción de un nuevo sujeto de la historia, en el doble sentido de un nuevo campo de objetos para el relató histórico y de un nuevo sujeto que habla en la historia. Ya no es el Estado el que habla, sino una nueva entidad llamada nación, que habla de sí en la histo­ria y que se toma a sí misma como objeto de su relato histórico. En torno de y a partir de ella, veremos difundirse o derivar nociones tales como las de nacionalidad, raza, clase.

En el siglo xviii la noción de nación debe ser entendida aún en un sentido bastante amplio. En la Ecyclopédie se encuentra una definición que yo llamaría casi estatal, dado que los enciclopedistas ofrecen, para poder determinar Ja existencia de la nación, cuatro criterios. En primer lugar, se dice, para que haya nación deberá haber una gran multitud de hombres; en segundo lugar, esta multitud deberá habitar en un país deter­minado; en tercer lugar, este país estará limitado por fronteras; en cuarto lugar, esta multitud de hombres que vive en un país determinado y limita­do por fronteras deberá obedecer a las leyes y a un gobierno únicos. Aquí nos encontramos ante una definición que es, de algún modo, una determi­nación (fixation) de la nación: por un lado dentro de las fronteras del Estado, por el otro dentro de la forma misma del Estado. Creo que se trata de una definición polémica que apuntaba, si no a refutar, al menos a ex­cluir la definición demasiado general que reinaba en la época. El punto de mira no era sólo la definición que se encuentra en los textos elaborados en los medios nobiliarios, sino también la que expresaba la burguesía y que permitía afirmar que si la nobleza era una nación la burguesía también lo era. Todo esto tendrá una importancia capital en la revolución y será fun­damental en el texto de Sieyés sobre el tercer Estado. Y de todos modos se encuentra todavía a lo largo del siglo xix (en Augustin Thierry o en Gui­zot, por ejemplo) esta noción indefinida, evanescente, mutable de nación, esta idea de una nación que no está circunscrita por fronteras y que, por el contrario, es una especie de masa de individuos en movimiento de una frontera a otra, a través de los Estados, por debajo de los Estados, en un nivel infraestatal.

Nos encontramos frente -decía- a un nuevo sujeto de la historia y trataré de mostrarles que fue la nobleza la que introdujo, dentro de la gran organización estatal del discurso histórico, el principio de división repre­sentado por la nación en tanto sujeto-objeto de la historia. Pero, ¿qué es, en qué consiste y cómo se instaura esta nueva historia a comienzos del siglo xviii? Creo que la razón por la cual se despliega este nuevo tipo de historia en el discurso de la nobleza francesa aparece claramente cuando se lo confronta con el que era, un siglo antes o casi, el problema inglés.

 

La oposición parlamentaria y la oposición popular inglesas debían re­solver, entre fines del siglo xvi e inicios del xvii, un problema relativa­mente simple. Esto es, debían mostrar la existencia en la monarquía in­glesa de dos sistemas de derecho opuestos y de dos naciones (antagóni­cas). Por un lado había que mostrar la existencia del sistema de derecho correspondiente a la nación normanda: en éste la aristocracia y la monar­quía constituían un bloque donde se sostenían en buena vecindad. La na­ción normanda lleva consigo el sistema de derecho del absolutismo, im­puesto mediante la violencia de la invasión. Tenemos entonces un conjun­to formado por la serie: monarquía y aristocracia -derecho de tipo absolutista- invasión. Contra este conjunto era necesario hacer valer otro: el del derecho sajón, el derecho de las libertades fundamentales propio de los habitantes más antiguos y reivindicado por los más pobres. En todo caso: el derecho de los que no pertenecían ni a la familia real ni a las familias aristocráticas.

Dados estos dos conjuntos, se trataba de hacer valer el más antiguo y liberal en desmedro del más reciente, que había traído -con la invasión-el absolutismo. Se trataba, pues, de un problema simple.

Un siglo después, entre fines del xvii y comienzos del xviii, el proble­ma de la nobleza francesa era evidentemente mucho más complicado, ya que se trataba de luchar en dos frentes. Por un lado, contra la monarquía y sus usurpaciones de poder; por el otro contra el tercer Estado, que aprove­chaba la monarquía absoluta para usurpar a su vez, en ventaja propia, los derechos de la nobleza. Pero esta lucha no podía ser llevada del mismo modo en ambos frentes. Contra el absolutismo del monarca la aristocracia hará valer las libertades fundamentales del pueblo germánico o franco, que en determinada época había invadido la Galia. Contra el tercer Esta­do, en cambio, se harán valer los derechos ilimitados que provienen de la invasión. Esto equivale a decir que contra el tercer Estado habrá que pre­sentarse como vencedores absolutos, con derechos que no puedan ser li­mitados por nada, mientras que contra la monarquía se deberá recurrir a un derecho casi constitucional de las libertades fundamentales. De todo esto deriva la complejidad del problema y, creo, el carácter infinitamente más elaborado que presentan los análisis de Boulainvilliers respecto de aquellos aparecidos unas decenas de años antes.

Consideraré a Boulainvilliers sólo a título de ejemplo o como punto de referencia y perspectiva general, fuertemente representativa de una tenden­cia. Lo que emerge con él, en realidad, es toda una nebulosa de historiado­res (...) de la nobleza que comienzan a producir sus teorías en la segunda mitad del siglo xvii (por ejemplo el conde d'Estaing) y llega, pasando por el conde de Buat-Nançay hasta el conde de Montlosier (en la época de la revolución, del imperio y de la restauración).

La primera pregunta de Boulainvilliers es la siguiente: ¿Qué encuen­tran ante sí los francos cuando entran en Galia? Ciertamente no encuen­tran -diga lo que diga el relato del siglo xvii- la patria perdida adonde habrían querido volver por sus riquezas y su civilización. La Galia descri­ta por Boulainvilliers no es precisamente una Galia feliz, un tanto arcádi­ca, que habría ya olvidado la violencia de César para dar vida a la fusión serena de una unidad nuevamente formada. Cuando entran en Galia los francos tienen ante sí una tierra de conquista. Pero, ¿qué significa, para Boulainvilliers, tierra de conquista? Que el absolutismo romano, el dere­cho real o imperial instaurado por los romanos en Galia no era exacta­mente un derecho aclimatado, aceptado, acogido: no hacía cuerpo con la tierra y con el pueblo. Al contrario. Siendo un derecho salido de la con­quista, de la sujeción, de la dominación, no había formado una soberanía. Boulainvilliers procurará individualizar el mecanismo mismo de esta do­minación que logró durar durante toda la ocupación romana valiéndose de una cantidad de elementos.

 

Al entrar en Galia, la preocupación principal de los romanos había sido desarmar a la aristocracia guerrera que había sido la única fuerza militar que realmente se les había opuesto. La nobleza es humillada polí­tica y económicamente a través de (o en todo caso en correlación con) una elevación artificial de las clases bajas, que son lisonjeadas, dice Boulainvilliers, mediante la idea de igualdad. Esto significa que con un modo de proceder propio de todos los despotismos (y cuyo desarrollo se vio, además, en la república romana desde Mario hasta César), se hace creer a los inferiores que la concesión de un poco más de igualdad en su favor permite una mayor libertad para todos. En realidad, mediante este procedimiento que apunta a igualar, se consigue justamente un gobierno despótico. Humillando a la nobleza y elevando al bajo pueblo, los roma­nos hicieron igualitaria a la sociedad gálica y pudieron imponer su cesarismo. Esta es la primera etapa, que se cierra con Calígula y con la masacre sistemática de los antiguos nobles galos que resistían a los roma­nos y a la humillación que imponía su política.

A continuación los romanos emprendieron -para sus necesidades- la formación de una nueva nobleza. Pero no una nobleza militar, que habría podido oponérseles, sino una nobleza administrativa capaz de ayudarlos a organizar la Galia romana y a asegurar las formas más ventajosas de sus­tracción y de fiscalidad. Nos encontramos, entonces, con una nobleza de­dicada a las cuestiones civiles, judiciales, administrativas; caracterizada por una aguda, ingeniosa y bien dirigida práctica del derecho romano; provista del necesario conocimiento del latín.

Este análisis permite disipar otro mito del siglo xvii: el de una Galia romana feliz y arcádica. Pero la refutación de este mito representa eviden­temente una forma de decirle al soberano que, al invocar el absolutismo romano, el rey de Francia no se arroga un derecho fundamental e intrínseco sobre el territorio galo, sino que se refiere a una historia precisa y peculiar cuyos desarrollos no son particularmente honorables. En todo caso, el rey se ubica dentro de un mecanismo de sujeción. Además, el absolutismo romano, con todos sus mecanismos de dominación, fue de­rrocado, expulsado, vencido por los germanos. Y no tanto por la casuali­dad de una derrota militar, sino a causa de la necesidad provocada por una degradación interna.

En este punto comienza el segundo tramo del análisis de Boulainvilliers, el que versa sobre los efectos reales de la dominación romana en Galia. Al entrar en las Galias, los germanos o francos encontraron una tierra (...) que los romanos ya no estaban en condiciones de defender contra las inva­siones provenientes del otro lado del Rin. Por lo tanto -ya que no tenían más una nobleza a la cual recurrir- los romanos, para tratar de defender la tierra que por un tiempo habían ocupado, se vieron obligados a dirigirse a mercenarios: gente que no peleaba por sí misma o para defender su tierra, sino que sólo combatía para obtener un pago. Pero la existencia de un ejército mercenario, a sueldo, implicaba una enorme fiscalidad. Por lo tanto, era necesario sustraer de la Galia no sólo los mercenarios, sino también los recursos para pagarles. Las consecuencias fundamentales son dos: en primer lugar el aumento considerable de los impuestos en mone­da; en segundo lugar la suba de los precios con (dinamos hoy) la desvalo­rización de la moneda. Se verificarán así ulteriores fenómenos: a causa de la desvalorización la moneda perderá progresivamente valor, se hará más escasa, provocará lentitud en los negocios y un empobrecimiento general. La conquista de los francos será posible justamente gracias a este estado de desolación global. La permeabilidad de la Galia a la invasión franca está ligada con la ruina en que habían sumido al país las tropas mercena­rias.

 

Volveré después a este tipo de análisis. Por ahora me limito a señalar que el análisis llevado a cabo por Boulainvilliers ya no pertenece al tipo de análisis que se hacía unos diez años antes, cuando el problema históri­co planeado era esencialmente éste: el absolutismo romano con su sistema de derecho, ¿continúa aún existiendo después de la invasión de los fran­cos? ¿Han abolido los francos, legítimamente o no, el tipo romano de soberanía ? Para Boulainvilliers el problema ya no consiste en saber si el derecho permanece o no, si el hecho de que un derecho sustituya a otro forma parte aún del derecho. Ya no son éstos los problemas vigentes. El problema, en el fondo, no consiste ya en saber si el sistema romano o el franco eran legítimos o no. Consiste en querer conocer las causas internas de la derrota; en querer establecer si y en qué el gobierno romano (legíti­mo o no, no es éste el problema) era lógicamente absurdo o políticamente contradictorio. Surge así el problema de las causas de la grandeza y de la decadencia de los romanos, retomado, después de Boulainvilliers, por Montesquieu. Este llegará a ser uno de los grandes motivos de la literatu­ra histórica y política del siglo xviii. Tiene un significado muy importante por cuanto, por primera vez. empieza a funcionar un análisis económico-político, donde antes sólo existía el problema del derecho abusivo o del pasaje de un derecho absolutista a uno de tipo germánico. En este punto, el problema de las causas de la decadencia de los romanos se convierte en el modelo de un nuevo tipo de análisis histórico. Todo esto constituye sólo un primer conjunto de análisis cuyas líneas se pueden se­guir en Boulainvilliers. He sistematizado un poco, pero lo hice para pro­ceder más rápidamente.

Después del de la Galia y de los romanos, el segundo problema o gru­po de problemas que tomaré en consideración como ejemplo de los análi­sis de Boulainvilliers es el que se plantea en esta pregunta: ¿Quiénes son los francos que entran en Galia? Es el problema opuesto a aquel del cual acabo de hablar: ¿Qué es lo que hace la fuerza de las gentes incultas, bárbaras, relativamente poco numerosas, y que sin embargo han podido, de hecho, entrar en Galia y destruir el más formidable de los imperios conocidos hasta entonces en la historia?

La fuerza de los francos depende, en primer lugar, de que aprovechan justamente el elemento del cual los romanos habían creído poder prescin­dir: la existencia de una aristocracia guerrera. La sociedad franca está organizada totalmente en torno de sus guerreros, quienes, aunque tengan detrás de sí toda una serie de siervos (o en todo caso de sirvientes que dependen de los clientes), constituyen en el fondo el único pueblo franco, ya que el pueblo germánico está compuesto esencialmente de leudes, de gentes de armas. Lo contrario, entonces, de los mercenarios. Por otra par­te, si estas gentes de armas, aristocráticas, guerreras, eligen un rey, éste sólo tiene la función de arreglar las controversias o los problemas de jus­ticia en tiempos de paz. Los reyes no son otra cosa que magistrados civi­les. Además, son elegidos entre el grupo de los leudes, de las gentes de armas, sobre la base del consenso común. Sólo en el momento de la guerra -cuando hay necesidad de una organización fuerte y un poder único—, los hombres se dan un jefe, cuyo mando (chefferie) obedece a principios totalmente diferentes y es absoluto. Se trata de un jefe guerrero que sólo en algunos casos es también rey de la sociedad civil. Un personaje de ex­traordinaria importancia, como Clodoveo, era al mismo tiempo el magis­trado civil elegido para dirimir las controversias y el jefe militar. Nos encontramos pues ante una sociedad donde el poder es mínimo y, por lo tanto, la libertad máxima.

Pero, ¿en qué consiste la libertad que disfrutan las gentes de esta aris­tocracia guerrera? No se trata en absoluto de una libertad que coincida con la independencia y ni siquiera de la libertad a través de la cual se respeta a los otros. La libertad de la cual gozan los guerreros germánicos es esencialmente la libertad del egoísmo, de la avidez. Coincide con el gusto de la batalla, con el placer de la conquista y de la rapiña. La libertad de estos guerreros no es la que viene de la tolerancia o de la igualdad, sino una libertad que sólo puede ser ejercida por medio de la dominación. Esto significa que, lejos de ser una libertad nacida del respeto, es una libertad de la ferocidad. Fréret, uno de los sucesores de Boulainvilliers, sostendrá sobre bases etimológicas que "franco" no significa "libre" en el sentido en que se lo entiende actualmente, sino esencialmente "feroz". La palabra "franco", dice Fréret, tiene las mismas connotaciones que la palabra lati­na ferox, posee todos sus significados, positivos y negativos. Quiere decir "fiero, intrépido, orgulloso, cruel". Comenzará así a tomar cuerpo ese re­trato del "bárbaro" que llegará hasta Nietzsche y según el cual la libertad equivale a una ferocidad que es gusto del poder y avidez determinada; incapacidad de servir y deseo siempre dispuesto a sojuzgar; costumbres carentes de educación y rudas; odio por los nombres, la lengua y los usos romanos.

 

Apasionados por la libertad, valientes, ligeros, infieles, ávidos de ga­nancia, impacientes, inquietos. Este es el vocabulario usado por Boulainvilliers y sus sucesores para describir al nuevo y grande bárbaro rubio, que hace así su ingreso solemne en la historiografía europea a tra­vés de sus textos. El retrato de la gran ferocidad rubia de los germanos permite explicar cómo los guerreros francos, al entrar en Galia, rechaza­ron necesariamente toda asimilación a los galo-romanos y, sobre todo, toda sujeción al derecho imperial. Eran demasiado libres, en el sentido de que eran demasiado fieros y arrogantes para permitir al jefe militar con­vertirse en un soberano en el sentido romano de la palabra. En su libertad, estaban demasiado sedientos de conquista y de dominación para no tomar posesión solos, a titulo individual, de la tierra gala. En consecuencia, a pesar de la victoria, el rey de los francos (que era sólo su jefe militar) no había podido apropiarse de los territorios de Galia y cada guerrero había aprovechado la victoria y la conquista individual y directamente, reser­vándose una parte de las tierras. Me limito a señalar rápidamente las ca­racterísticas (que en el análisis de Boulainvilliers son demasiado compli­cadas) propias de los inicios del feudalismo. Cada guerrero tomó posesión de cierta cantidad de tierras y el rey, a su vez, sólo poseía su propia tierra. Por lo tanto, sobre el conjunto de las tierras galas no subsistía ningún derecho análogo al de la soberanía romana. Haciéndose de hecho propie­tarios independientes y a titulo individual de las tierras, no había obvia­mente ninguna razón por la cual los guerreros pudieran aceptar en cali­dad de subditos un rey que resultara ser, de algún modo, el heredero de los emperadores romanos.

Aquí comienza la historia de la copa de Soissons, o mejor dicho, la historiografía sobre la copa de Soissons. Pero se trata de un invento de los antecesores y los sucesores de Boulainvilliers. Son ellos los que sacaron a relucir una narración que será objeto de discusiones históricas infinitas. He aquí la narración. Clodoveo, después de no sé qué batalla, preside como magistrado civil la distribución del botín. Ante una copa exclama: "¡La quisiera yo!" Inmediatamente un guerrero se levanta y dice: "No tienes derecho a esta copa. Aun siendo rey, participas en el reparto común del botín. No tienes ningún derecho de prelación, ningún derecho de po­sesión primario y absoluto sobre lo conquistado en guerra. Lo conquistado en la guerra debe ser dividido en propiedad absoluta entre los vencedores. El rey no tiene ninguna preeminencia". Esta es sólo la primera fase de la historia de la copa de Soissons. Sobre la segunda volveremos luego.

La descripción de una comunidad germánica permite a Boulainvilliers explicar en qué modo los germanos fueron totalmente hostiles a la organi­zación romana del poder. Pero también le permite explicar cómo y por qué la Galia, populosa y rica, ha podido ser conquistada por un pueblo pobre y poco numeroso. Aquí de nuevo es interesante la confrontación con Inglaterra. Recordarán que también los ingleses habían tenido que afrontar el mismo problema: ¿cómo pudieron sesenta mil guerreros nor­mandos instalarse en Inglaterra y permanecer? Boulainvilliers tiene el mismo problema. Lo resuelve así: si los francos pudieron resistir en tierra conquistada, es porque tomaron como precaución principal confiscar las armas de los galos. De ese modo hicieron que en el centro del país queda­se aislada una casta militar, enteramente germánica y netamente diferenciada de las otras castas militares. Los galos ya no tienen armas, pero en compensación se les dejará la posesión efectiva de la tierra, dado que los germanos, o francos, sólo se dedicarán a la guerra. Entonces unos -los invasores- combaten, los otros se quedan en sus tierras y las cultivan. Se imponen simplemente tasas que permiten a los germanos desarrollar las funciones militares. Son tasas no leves, pero siempre menos pesadas que los impuestos que los romanos querían cobrar. Menos pesadas por ser menores cuantitativamente, pero sobre todo porque -a diferencia de las romanas, calculadas en dinero y que por eso ponían a los campesinos en la condición de no poder pagarlas- las tasas de los francos eran pedidas en especies. Por eso no habrá en adelante ninguna hostilidad entre los cam­pesinos galos y la casta guerrera. Nace así una especie de Galia franca, feliz, estable, mucho menos pobre de lo que lo fuera la Galia romana hacia fines de la ocupación romana. Gracias a la posesión pacífica de lo que les pertenecía -los francos por la laboriosidad de los galos y los galos por la seguridad que garantizaban los francos- unos y otros eran, según Boulainvilliers, felices. Nos encontramos aquí ante el núcleo de la inven­ción de Boulainvilliers: el feudalismo como sistema histórico-jurídico que caracteriza a las sociedades europeas desde el siglo vi al xv. Este sistema -que no había sido aislado ni por los historiadores ni por los juristas antes de las investigaciones de Boulainvilliers- comporta la existencia de una casta militar sustentada y mantenida por una población campesina que paga impuestos en especies. Esta es la felicidad que es de algún modo el clima de la unidad jurídico-política del feudalismo.

 

Quisiera ahora extraer, de entre todos los que analiza Boulainvilliers, el conjunto de los hechos mediante los cuales la nobleza, la aristocracia guerrera instalada en Galia ha podido formar la base de su poder y de su riqueza antes de verse, finalmente, estafada por el poder monárquico. El análisis de Boulainvilliers es más o menos el siguiente: el rey de los fran­cos era, en origen, un rey sometido a una doble constricción. En cuanto jefe militar era designado sólo por el tiempo que durara la guerra y en consecuencia el carácter absoluto de su poder era tal sólo en tiempos de guerra. Como magistrado civil no pertenecía a una única y misma dinas­tía. Por lo tanto, no existía ningún derecho de sucesión y era preciso ele­girlo. Sin embargo, justamente este jefe doblemente limitado llegará a ser poco a poco el monarca permanente, hereditario y absoluto que la mayor parte de las monarquías europeas, y en particular la francesa, han conoci­do. ¿Cómo se cumplió la transformación? En primer término a causa de la conquista misma, o bien de los sucesos militares mismos, es decir, por el hecho de que un ejército poco numeroso se había establecido en un país inmenso que, al menos al comienzo, se podría suponer que fuera indócil y hostil. Por lo tanto, era normal que en la Galia recién ocupada el ejército de los francos hubiera permanecido, de algún modo, en pie de guerra. Por esto, debido a la ocupación, el que antes era sólo un jefe militar y sólo en tiempos de guerra, terminó siendo jefe militar y civil al mismo tiempo. Por la misma razón se conserva también la organización militar perma­nente, pero sin problemas y dificultades. De hecho habrá insubordinaciones justamente de parte de los guerreros francos que no aceptan el hecho de que la dictadura militar se prolongue, por así decirlo, dentro de la paz. Todo esto hará que el rey, para conservar su poder, se vea obligado a recu­rrir a su vez a mercenarios reclutados por una parte en poblaciones ex­tranjeras, pero también, justamente, en aquel pueblo galo al que se debía dejar desarmado. En cualquier caso, la aristocracia guerrera comenzará a verse interpuesta entre un poder monárquico que busca preservar su ca­rácter absoluto y un pueblo, el galo, poco a poco llamado por el mismo monarca a hacerse sostén de su poder absoluto.

En este punto encontramos el segundo episodio relativo a la copa de Soissons. Se trata del momento en que Clodoveo, que no había tolerado la prohibición de adueñarse de la copa, reconoce en una inspección militar al guerrero que le había impedido apropiársela. Entonces, con su gran hacha en la mano, el bueno de Clodoveo le parte el cráneo, diciéndole: "Acuérdate de la copa de Soissons". El que debía ser sólo un magistrado civil, Clodoveo, conserva así la forma militar de su poder incluso para dirimir una cuestión civil. Se vale precisamente de una revista militar, es decir, de algo que manifiesta el carácter absoluto de su poder, para arre­glar un problema que debía haber sido de naturaleza civil. El monarca absoluto nace, entonces, en el momento en que la forma militar del poder y de la disciplina empieza a organizar el derecho civil.

La segunda operación mediante la cual el poder civil logrará asumir su forma absoluta es aun más importante. Para dar lugar al (dominio ab­soluto) el poder, por un lado, recurrirá al pueblo galo y, por el otro, forma­rá una alianza con la antigua aristocracia gala. Boulainvilliers desarrolla su análisis afirmando que los estratos de la población gala que más habían sufrido al llegar los francos habían sido los campesinos (que sin embargo habían visto las tasas en moneda transformarse en tasas en especies) y la aristocracia, cuyas tierras habían sido confiscadas por los guerreros germanos. ¿Qué podía hacer una aristocracia que se veía efectivamente desposeída y que sufría semejante expoliación? Le quedaba una sola sali­da: dado que ya no poseía las tierras, desaparecido el Estado romano, sólo tenía un refugio: la Iglesia.

 

Por lo tanto, la aristocracia gala encontró reparo en el seno de la Igle­sia y contribuyó fuertemente a desarrollar su aparato. Además, a través del sistema de creencias que hacía circular gracias a la misma Iglesia, arraigó y extendió su influencia sobre el pueblo; desarrolló, siempre den­tro de la Iglesia, el conocimiento del latín y cultivó el derecho romano, que era un derecho establecido en forma absolutista. En consecuencia, cuando los soberanos francos debieron, por un lado, hacer levas en el pueblo contra la aristocracia germánica y, por el otro, fundar un Estado (una monarquía) de tipo romano, obviamente no pudieron encontrar me­jores aliados que esa gente que tenía tanta influencia sobre el pueblo y conocía bastante bien, aparte del latín, el derecho romano. Por eso, preci­samente cuando los nuevos monarcas procuran construir su absolutismo, la nobleza gala, refugiada en el seno de ¡a Iglesia, se convierte en su alia­do natural. La Iglesia, el latín, el derecho romano y la práctica judicial estrechan vínculos con la monarquía absoluta.

Boulainvilliers como ven, atribuye gran importancia a lo que se podría llamar la lengua de los saberes, al sistema lengua-saber. En efecto, mues­tra cómo -mediante la Iglesia, el latín y la práctica del derecho- la alianza entre monarquía y pueblo realiza un verdadero rechazo (courtcircuitage) de la aristocracia guerrera. El latín llegó a ser idioma estatal, idioma del saber e idioma jurídico. La nobleza perdió su poder de modo tan decisivo justamente por pertenecer a otro sistema lingüístico. La nobleza hablaba las lenguas germánicas, no conocía el latín. Pero, dado que todo el nuevo sistema de derecho venía instaurándose mediante ordenanzas en latín, no comprendía siquiera lo que le estaba sucediendo. Tan poco lo entendía, que la Iglesia por su parte y el rey por la suya hacían todo lo posible para que permaneciese en estado de ignorancia. Boulainvilliers desarrolla toda una historia de la educación de la nobleza y muestra, por ejemplo, que la Iglesia ha insistido con la vida en el más allá como única razón de ser del mundo terrenal, principalmente para hacer creer a las gentes bien educa­das que en realidad nada de lo que sucede en nuestro mundo es importante y que lo esencial de su destino debe cumplirse en otra parte, en otra vida. De este modo los germanos, los grandes guerreros rubios, otrora tan ávi­dos de poseer y dominar, tan apegados al presente, poco a poco se transforman en caballeros, en cruzados, que descuidan a tal punto las cosas de su tierra y de su país que se ven desposeídos de sus fortunas y de su poder. Las cruzadas (como gran viático hacia el más allá) son, según Boulainvilliers, la expresión, la manifestación de lo que sucedió cuando la nobleza se orientó a ocuparse sólo del mundo del más allá. Mientras los nobles se encontraban en Jerusalén, ¿qué sucedía aquí, en sus tierras? Que el rey, la Iglesia y la antigua aristocracia gala manipulaban las leyes, es­critas en latín, que servirían para privarlos de sus tierras y sus derechos.

De todo esto surge el reclamo de Boulainvilliers. Pero el de Boulainvilliers es un itinerario totalmente personal y no es en absoluto comparable al llamado de los historiógrafos parlamentarios (y sobre todo populares) ingleses del siglo xvi. No es un llamado a la sublevación diri­gido a los nobles privados de sus derechos. Más bien se exhorta a la noble­za a una nueva apertura en las confrontaciones del saber, a una nueva apertura de su memoria, a una toma de conciencia, a reencontrar el cono­cimiento y el saber. Boulainvilliers piensa conducir a la nobleza en primer término hacia estas cosas: "No recuperaréis el poder si no volvéis a encon­trar el estatus de los saberes de los cuales fuisteis desposeídos, o mejor, que no habéis siquiera buscado poseer. En realidad, siempre os habéis batido pero sin daros cuenta que a partir de cierto momento la verdadera batalla, al menos dentro de la sociedad, no pasaba más a través de las armas sino a través del saber. Nuestros antepasados, caprichosamente, se gloriaron de ignorar lo que eran. Hubo entonces un perpetuo olvido de sí mismos que parece depender de la imbecilidad o del hechizo". Retomar conciencia de sí, descubrir los orígenes del saber y de la memoria, signifi­cará entonces denunciar una serie de mistificaciones de la historia. La nobleza podrá volver a ser una fuerza, podrá ponerse como sujeto de la historia sólo si toma conciencia de sí y si se inscribe en el orden, en la trama del saber. Esta deberá ser su primera tarea.

 

Les he presentado algunos temas que aislé de las obras de Boulain­villiers. Son temas que parecen introducir un tipo de análisis que será fundamental para todos los análisis histórico-políticos desde el siglo xviii hasta hoy. Pero son análisis importantes, en primer lugar, por la primacía general que le adjudican a la guerra. Además, ya que en estos análisis la primacía concedida a la guerra coincide con la forma que en éstos asumen la relación de fuerza, es sobre todo relevante la función que Boulainvilliers le hace desarrollar a la relación de guerra. Creo que para utilizar, como él hace, la guerra como instrumento de análisis general de la sociedad, Boulainvilliers opera tres generalizaciones sucesivas. En primer lugar, generaliza la guerra en relación con los fundamentos del derecho; en se­gundo lugar, en relación con la forma de la batalla; en tercer lugar, en relación con el acontecimiento de la invasión y con aquel contra-efecto (simétrico respecto de la invasión), que es la sublevación. Son estas tres generalizaciones las que quisiera examinar ahora.

En primer lugar hablaría de la generalización de la guerra en relación con el derecho y sus fundamentos. En los análisis de los protestantes fran­ceses del siglo xvi y de los parlamentarios ingleses del siglo xvii, la guerra es una ruptura que suspende el derecho y lo derriba. La guerra es el inter­mediario (passeur) que permite pasar de un sistema de derecho a otro. En Boulainvilliers, por el contrario, la guerra no tiene la función de inte­rrumpir el derecho. La guerra recubre enteramente al derecho, incluido el derecho natural, al punto de hacerlo irreal, abstracto. Boulainvilliers ofre­ce tres órdenes de pruebas de que la guerra ha recubierto al derecho natu­ral al extremo de que éste no es sino una abstracción inutilizable. Prime­ro, en el terreno histórico, dice esto: se puede recorrer la historia cuanto se quiera, en todos los sentidos, y nunca se encontrará, en ningún caso y en ninguna sociedad, derecho natural alguno. Lo que los historiadores creían descubrir, por ejemplo, entre los sajones o los celtas, esto es, una pequeña zona, una pequeña isla de derecho natural, es absolutamente falso. Por doquier sólo se encuentra la guerra (detrás de los franceses hubo la inva­sión de los francos y detrás de los galo-romanos la invasión de los galos) o desigualdades que muestran aun otras guerras y violencias. Los galos, por ejemplo, ya estaban divididos en aristócratas y no aristócratas. Del mismo modo, entre los medos y los persas ya era posible individualizar una aristocracia y un pueblo. Esto demostraría de modo evidente que an­tes hubo luchas, violencias, guerras. Por otra parte, sostiene Boulainvilliers, siempre que dentro de una sociedad o un Estado se ve atenuarse las dife­rencias entre la aristocracia y el pueblo, se puede estar seguro de que el Estado está por entrar en un período de decadencia. Grecia y Roma per­dieron sus estatutos -para desaparecer a su vez como Estados- desde el momento en que sus aristocracias comenzaron a decaer. Por todas partes, entonces, sólo hay desigualdades o violencias que fundan desigualdades; dondequiera hay guerras. No existe ninguna sociedad que pueda regir o resistir sin esta tensión belicosa entre una aristocracia y una masa popu­lar.

La operación teórica efectuada ahora por Boulainvilliers es ésta: se puede por cierto concebir una forma de libertad primitiva anterior a toda dominación (a todo poder, a toda guerra, a toda servidumbre), pero tal libertad se concibe sólo para individuos entre los cuales no haya ninguna relación de dominación y que estén ubicados en un contexto donde unos sean totalmente iguales a los otros. Pero la cupla libertad-igualdad es algo sin fuerza y sin contenido. ¿Qué es de hecho la libertad? Por cierto no podrá consistir en evitar lesionar la libertad de otros, porque entonces no habría más libertad. Esta consistirá, más bien, en tomar, en poder apro­piarse, en poder sacar provecho, en poder mandar, en poder obtener obe­diencia. El primer criterio de la libertad consistirá, por ende, en poder privar a otros de la libertad. ¿En qué consistirá el hecho de ser libres si no fuera posible lesionar la libertad de los otros? Es ésta justamente la prime­ra expresión de la libertad. La libertad, para Boulainviliiers, es entonces exactamente lo contrarío de la igualdad. Coincide con lo que se ejercerá mediante la diferencia, la dominación, la guerra, merced a todo un siste­ma de relaciones de fuerza. Una libertad que no se traduzca en una rela­ción de fuerza asimétrica sólo podrá ser una libertad abstracta, impotente y débil.

 

De esto deriva una especie de puesta en acto, a un tiempo histórica y teórica, de esta idea. Dice Boulainviliiers (una vez más esquematizo mu­cho): admitamos que en un momento dado, en el momento, digamos así, fundador de la historia, haya existido efectivamente un derecho natural en el cual los individuos eran libres e iguales. Puesto que se trata de una libertad abstracta, ficticia, sin un contenido efectivo, su debilidad será tal que, frente a la fuerza histórica de una libertad que funciona como desigual­dad, no podrá menos que desaparecer. Si es verdad que en alguna parte o en algún momento existió algo así como una libertad natural, una libertad igualitaria, un derecho natural, no habrá podido resistir a la ley de la historia, que hace que la libertad sea fuerte, vigorosa, plena, sólo si se trata de la libertad de algunos asegurada en desmedro de otros; es decir, sólo si hay una sociedad que garantiza la esencial desigualdad.

La ley igualitaria de la naturaleza es entonces débil respecto de la ley no igualitaria de la historia, por lo tanto es normal que la ley igualitaria de la naturaleza haya cedido el paso, definitivamente, a la ley no igualita­ria de la historia. Precisamente en cuanto derecho originario, el derecho natural no es fundante, sino, como dicen los juristas, un derecho excluido por el mayor vigor de la historia. La ley de la historia es siempre más fuerte que la ley de la naturaleza. Es lo que sostiene Boulainviliiers cuando afirma que la historia consiguió finalmente crear una ley natural de antítesis entre la libertad y la igualdad, y que tal ley natural es más fuerte que la ley inscrita en lo que se llama derecho natural. La historia ha recu­bierto enteramente a la naturaleza porque tiene más fuerza que la natura­leza. Cuando la historia comienza, la naturaleza ya no puede hablar, por­que la que prevalece -en la guerra entre historia y naturaleza- es siempre la primera. Entre naturaleza e historia subsiste una relación de fuerza que está definitivamente en favor de la historia. Por tanto el derecho natural no existe, o bien sólo existe en tanto derrotado: es el gran derrotado de la historia, es el otro (como los galos respecto de los romanos o los galo-romanos respecto de los germanos). En suma, con respecto a la natu­raleza la historia representa -si se quiere- a los pueblos germánicos. Esta es, pues, la primera generalización: la guerra recubre totalmente la histo­ria, no es simplemente su alteración o interrupción.

La segunda generalización de la guerra es la relativa a la forma de la batalla. Para Boulainvilliers es verdad que la conquista, la invasión, la batalla ganada o perdida, instituyen, fijándola, una relación de fuerza. Pero la relación de fuerza que se expresa en la batalla está ya establecida de antemano y por algo diferente, incluso respecto de batallas anteriores. ¿Qué es lo que instituye la relación de fuerza y permite que una nación gane una batalla y la otra la pierda? Pues bien, son la naturaleza y la organización de las instituciones militares, es el ejército. Lo que vale, por tanto, son las instituciones militares: por un lado porque permiten obtener victorias, por el otro porque permiten articular la sociedad en su conjunto. En una determinada organización social, lo que para Boulainvilliers es importante y determinante, lo que hace que la guerra pueda ser principio de análisis de una sociedad, es precisamente el problema de la organiza­ción militar, o más simplemente, el de quién tiene las armas. En especial, la organización de los germanos se fundaba básicamente en el hecho de que algunos -los leudes- poseían las armas y los demás no. En el caso de la Galia franca, lo que caracterizaba a su régimen era el hecho de haber tomado la precaución de quitarles las armas a los galos para reservarlas a los germanos (quienes a su vez, como hombres de armas, debían ser man­tenidos por los galos). Las alteraciones empezaron cuando las leyes del reparto de las armas en la sociedad comenzaron a confundirse, es decir, cuando los romanos recurrieron a mercenarios, cuando los reyes francos organizaron milicias y Felipe Augusto apeló a caballeros extranjeros. A partir de este momento la organización de los francos (que permitía sólo a los germanos -esto es, a la aristocracia guerrera- poseer armas) se desintegró.

 

El problema de la posesión de las armas puede servir como punto de partida para un análisis general de la sociedad, en cuanto el mismo está ligado con problemas técnicos. Por ejemplo, cuando se habla de caballe­ros, se piensa en la lanza, en la armadura pesada, etc., pero también se debe considerar que se trataba de un ejército poco numeroso, compuesto de hombres ricos. Si, en cambio, pensamos en los arqueros (y por tanto en armaduras livianas), debemos más bien pensar en un ejército numeroso. Desde aquí se perfila toda una serie de problemas económicos e institucio­nales: si hay un ejército de caballeros, un ejército pesado y poco numeroso de caballeros, entonces los poderes del rey resultarán fuertemente limita­dos porque éste no puede pagarse un ejército tan costoso como el de caba­lleros, quienes estarán obligados a mantenerse solos. En cambio, un ejér­cito de infantería será más numeroso pero los reyes podrán pagárselo. La consecuencia de esto será el acrecentamiento del poder real, pero al mis­mo tiempo un aumento de la fiscalidad (...).

No sólo mediante la invasión sino también mediante el cambio de las instituciones militares la guerra llega a tener efectos de carácter general sobre el orden civil en su totalidad. En consecuencia, lo que sirve como instrumento de análisis de la sociedad ya no es sólo el simple dualismo invasores-invadidos, vencedores-vencidos, recuerdo de la batalla de Hastings o memoria de la invasión de los francos. Lo que marca con la sangre de la guerra el cuerpo social en su totalidad no es ya este mecanis­mo binario simple, sino una guerra considerada más allá y más acá de la batalla, la guerra considerada desde el punto de vista del modo de hacerla, esto es, como modo de preparar y organizar la guerra. Lo operante en los análisis de Boulainvilliers es pues la guerra considerada como reparto de las armas, técnicas de lucha y de reclutamiento, retribución de los solda­dos, impuestos relativos al ejército: la guerra, en suma, entendida como institución interna y ya no solamente como acontecimiento bruto de la batalla. Boulainvilliers consigue hacer la historia de la sociedad francesa siguiendo constantemente el hilo de esta tesis que, detrás de la batalla, detrás de la invasión, hace aparecer la institución militar, y detrás de ésta, el conjunto de las instituciones y de la economía del país. La guerra es una economía general de las armas, una economía de las gentes armadas y de las desarmadas, en un Estado determinado (con todas las teorías institu­cionales y económicas que derivan de esto). Es un hecho formidable -es decir la generalización de la guerra respecto de lo que era todavía en los historiadores del siglo xviii- que suministra a Boulainvilliers la dimen­sión que he tratado de sacar a luz.

La tercera generalización de la guerra en los análisis de Boulainvilliers es la que aparece en relación con el sistema invasión-sublevación. Estos eran los dos principales elementos que se hacía funcionar para encontrar la guerra dentro de las sociedades (por ejemplo en la historiografía ingle­sa de comienzos del siglo xvii). El problema no es entonces simplemente el de reconocer cuándo hubo invasión, o cuáles han sido los efectos de la invasión; tampoco consiste simplemente en mostrar si hubo sublevación o no. De hecho Boulainvilliers quiere mostrar en qué modo cierta relación (proporción) de fuerzas, manifestada por la invasión y la batalla, se va poco a poco, y oscuramente, revirtiendo. El problema de los historiógrafos ingleses era encontrar donde fuera, en todas las instituciones, dónde esta­ban los fuertes (los normandos) y dónde estaban los débiles (los sajones). El problema de Boulainvilliers, en cambio, es saber cómo los fuertes se hicieron débiles y cómo fue posible que los débiles se hayan hecho fuertes. Lo que constituye lo esencial de su análisis es este problema del pasaje de la fuerza a la debilidad y de la debilidad a la fuerza.

 

Boulainvilliers efectuará este análisis y esta descripción del cambio en primer lugar partiendo de lo que se podría llamar la determinación de los mecanismos internos de reversión. Se pueden encontrar ejemplos fácil­mente. He aquí uno: ¿qué ha sido -justo al comienzo de lo que después se llamará el Medioevo- lo que dio su fuerza a la aristocracia franca? El hecho de que, tras haber invadido y ocupado Galia, los francos se hayan adjudicado a sí mismos, por sí mismos y directamente, las tierras. Así resultaron ser directamente propietarios de las tierras y por eso pudieron recaudar impuestos en especies, asegurando por un lado la calma de la población campesina y por otro la fuerza misma de la soberanía. Pero justamente esto, que constituía su fuerza, llegó a ser poco a poco el princi­pio de su debilidad. La dispersión de los nobles en sus respectivas tierras; el hecho de que, mantenidos para hacer la guerra mediante el sistema de tasas, hayan permanecido lejos de esos reyes que ellos mismos habían creado; el hecho de haberse ocupado sólo de la guerra, y bien pronto sólo de la guerra de unos contra otros; el hecho, consecuente de lo anterior, de haber descuidado todo lo que podía ser educación, instrucción, aprendiza­je del latín, conocimiento. He aquí en suma lo que será el principio de su impotencia.

Si consideramos en cambio el ejemplo de la aristocracia gala, pode­mos ver cómo se encontraba, al inicio de la invasión franca en el último grado de la debilidad: cada propietario había sido despojado de todo. Sin embargo, justamente esta debilidad, gracias a un desarrollo totalmente coherente, llegó a ser históricamente la fuerza de la aristocracia gala. Ya hemos visto que precisamente el hecho de haber sido echados de sus tie­rras fue lo que movió a los nobles hacia la Iglesia, lo que favoreció su influencia sobre el pueblo y les procuró el conocimiento del derecho. Gra­dualmente se pusieron en condiciones de estar cada vez más cerca del rey y de hacerse sus consejeros. En consecuencia pudieron retomar la pose­sión de un poder político y de una riqueza económica que anteriormente habían perdido. Por ende, la forma y los elementos que habían hecho la debilidad de la aristocracia gala, a partir de cierto momento serán los principios de la reversión.

El problema analizado por Boulainvilliers no es pues relativo a quién resultó vencedor y quién fue derrotado, sino a quién se hizo fuerte y a quién se hizo débil. Busca una respuesta al porqué el fuerte se volvió débil y por qué el débil se volvió fuerte. Esto significa que ahora la historia se muestra esencialmente como un cálculo de fuerzas. En tanto se hace nece­saria una descripción de los mecanismos de las relaciones de fuerza, este tipo de análisis revela que la gran dicotomía simple vencedores-vencidos ya no es en absoluto pertinente para la descripción del proceso. Desde el momento en que el fuerte se hace débil y el débil se transforma en fuerte, habrá nuevas oposiciones, nuevas divisiones, nuevos repartos: los débiles se aliarán unos con otros, mientras los fuertes buscarán la alianza de unos contra otros. En la época de las invasiones hubo una especie de batalla universal, ejércitos contra ejércitos, francos contra galos, normandos con­tra sajones. Después estas grandes masas nacionales se dividirán y se trans­formarán en múltiples direcciones. Aparecerán entonces luchas diferentes, con reversiones (...) alianzas coyunturales, reagrupamientos más o menos permanentes. Por ejemplo, tendremos la alianza del poder monárquico con la antigua nobleza gala, que da lugar a una unión sostenida sobre el pueblo; también la ruptura del entendimiento tradicional entre guerreros francos y campesinos galos, cuando los guerreros francos, empobrecidos, se vieron obligados a aumentar las presiones fiscales y a exigir tasas más elevadas y así sucesivamente. Se generaliza todo lo que sea sistema de apoyos, de alianzas, de conflictos internos, dando lugar a una forma de guerra que los historiadores hasta el siglo xvii todavía concebían básica­mente según el modelo del gran enfrentamiento, de la invasión.

Hasta el siglo xvii, la guerra había sido esencialmente la guerra de una masa contra otra. Boulainvilliers dirá, en cambio, que la relación de gue­rra ha penetrado en todas las relaciones sociales y las ha subdividido en mil direcciones diversas. Hará entonces aparecer la guerra como una suerte de Estado permanente de las relaciones entre grupos (...) que se civilizan unos a otros, se oponen unos a otros, se alian unos con otros. No existe más la gran masa estable y múltiple sino una guerra plural, en cierto sen­tido una guerra de todos contra todos. Pero ya no se trata en absoluto de una guerra de todos contra todos en el sentido abstracto y -creo yo- irreal que le atribuyó Hobbes al querer mostrar cómo lo operante en el cuerpo social no era exactamente la guerra de todos contra todos. En Boulainvilliers, al contrario, se tratará de una guerra generalizada, que atraviesa todo el cuerpo social y toda la historia del cuerpo social. No se trata sin embargo de una guerra de individuos contra individuos, sino de grupos contra grupos.

 

Quisiera terminar diciendo esto: la triple generalización de la guerra llevó a Boulainvilliers hasta donde los historiadores nunca habían llega­do. Para los historiadores que relataban la guerra en el ámbito del derecho público, ésta representaba más que nada la ruptura del derecho, el enig­ma, el efecto global de acontecimientos imprevistos. Para ellos, no sólo no era un principio de inteligibilidad, sino que era un principio de ruptura. Para Boulainvilliers, en cambio, es la guerra la que ofrece un patrón de inteligibilidad en la ruptura misma del derecho. Esto permitirá entonces determinar qué relación de fuerza sostiene continuamente cierta relación de derecho. Boulainvilliers podrá así integrar estos acontecimientos, estas guerras, invasiones, transformaciones -que antes sólo eran consideradas globalmente por su violencia-, dentro de todo un sistema de contenidos y procesos que involucran a la sociedad en su totalidad (porque conciernen, como vimos, al derecho, a la economía, al régimen fiscal, a la religión, las creencias, la instrucción, la práctica de la lengua, las instituciones jurídi­cas).

A partir de la guerra y de los análisis que se hace de ella en términos de guerra, la historia podrá relacionar religión y política, costumbres y caracteres, y volverse así un principio de inteligibilidad de la sociedad. En Boulainvilliers, la guerra es justamente lo que hace inteligible a la socie­dad y, a partir de aquí, a la emergencia de todos los discursos históricos.

Cuando hablo de patrón de inteligibilidad, no pienso afirmar con ello que cuanto ha dicho Boulainvilliers sea verdadero ni tampoco demostrar que probablemente todo lo que ha dicho, punto por punto, sea falso. Digo simplemente que se lo podría demostrar. Por ejemplo, el discurso acerca de los orígenes troyanos o de la emigración de los francos que habrían dejado en cierto momento la Galia (...) para después volver, no puede por cierto ser adecuado al régimen de verdad o de error que nos pertenece. (Es inclasificable) para nosotros en términos de verdad o error. Por el contra­rio, el patrón de inteligibilidad instituido por Boulainvilliers ha instaurado -creo— cierto régimen, cierto poder de separación verdad -error que pode­mos aplicar al mismo discurso de Boulainvilliers. Además, permite afir­mar que su discurso acaso sea falso en su conjunto o en los detalles. Tam­bién podría ser totalmente falso. Queda vigente, sin embargo, el hecho de que es el patrón de inteligibilidad fundado para nuestro discurso históri­co. Y a partir de una inteligibilidad de este tipo podemos decir, de ahora en más, qué es lo verdadero y qué es lo falso en el discurso de Boulainvilliers.

Por fin, quisiera insistir (sobre el hecho de que, con esta idea de la relación de fuerza) como una especie de guerra continuada dentro de la sociedad, Boulainvilliers podía recuperar, pero esta vez en términos histó­ricos, un tipo de análisis que es posible encontrar en Maquiavelo. Pero, mientras que en Maquiavelo la relación de fuerza es descrita básicamente en términos de técnica política ofrecible al soberano, aquí la relación de fuerza se ha convertido en un objeto histórico. Y se trata de un objeto histórico que alguien diferente del rey -es decir algo así como una nación (al modo de la aristocracia o más tarde de la burguesía)- podrá reconocer y determinar dentro de su propia historia. En suma, la relación de fuerza, de objeto esencialmente político que era se vuelve ahora un objeto históri­co o más bien un objeto histórico-político, ya que la nobleza, por ejemplo, podrá tomar conciencia de sí misma, encontrar su propio saber, volver a ser una fuerza política, justamente analizando tal relación de fuerza. La constitución de un campo histórico-político y el funcionamiento de la his­toria en la lucha política se hicieron posibles desde el momento en que, en un discurso como el de Boulainvilliers, tal relación de fuerza (que era el objeto exclusivo de las preocupaciones francas) pudo hacerse objeto de saber para un grupo, una nación, una minoría, una clase. Comienza así la organización de un campo histórico-político, el funcionamiento de la historia en la política, la utilización de la política como un cálculo de las rela­ciones de fuerza en la historia.

Una segunda observación: surge del discurso de Boulainvilliers que la guerra fue en el fondo la matriz de la verdad del discurso histórico. Al hablar de matriz de la verdad del discurso histórico pienso decir que, al revés de lo que la filosofía y el derecho han querido hacer creer, la verdad y el logos no comienzan donde termina la violencia. Por el contrario, el discurso histórico, tal como lo conocemos actualmente, sólo pudo instituirse cuando la nobleza empezó a llevar adelante su guerra política contra el tercer Estado y contra la monarquía. El discurso histórico actual sólo pudo nacer en esta guerra y pensando la historia como guerra.

Una última observación: existe un lugar común según el cual las cla­ses en ascenso serían las portadoras de los valores de lo universal y de la potencia de la racionalidad. Se ha gastado mucha energía en los intentos de demostrar que la inventora de la historia fue la burguesía, la cual, como clase en ascenso, llevaba consigo lo universal y lo racional. Si ob­servamos las cosas más de cerca nos encontramos más bien ante el ejem­plo de una clase que, justamente por estar en plena decadencia, y privada de todo poder político y económico, instauró una determinada racionali­dad histórica utilizada luego, primero por la burguesía y a continuación por el proletariado. La aristocracia inventó la historia porque estaba en decadencia. Pero sobre todo porque estaba haciendo la guerra y pudo con­siderar su propia guerra como objeto. Esto es así porque la guerra es justa­mente el punto de partida del discurso, la condición de posibilidad de la aparición de un discurso histórico y la referencia, el objeto del cual se ocupa (un discurso). En suma, la guerra es aquello a partir de lo cual el discurso habla y al tiempo aquello de lo cual habla.

Conclusión: Clausewitz pudo decir que la guerra es la política conti­nuada por otros medios porque alguien, en el siglo xvii y en el paso del vii al xviii, ya había podido caracterizar y analizar la política como gue­rra continuada con otros medios.


Octava lección

25 de febrero de 1976

La batalla de las naciones

Durante la última lección, no he querido decir exactamente que la historia haya comenzado con Boulainvilliers. Después de todo, no hay razones para creer que la historia haya nacido con él más que, por ejem­plo, con los benedictinos que, desde el siglo xvi, habían sido los mayores coleccionistas de documentos; o con los juristas y parlamentarios del siglo xvii que habían, respectivamente, indagado la autenticidad de los monu­mentos del derecho público y buscado las leyes fundamentales del reino en los archivos o en la jurisprudencia del Estado.

En realidad, lo que se formó a comienzos del siglo xviii es un campo histórico-político. ¿En qué sentido? En el sentido de que, tomando la na­ción, o mejor las naciones, como objeto (de investigación), Boulainvilliers analizó -más allá de las instituciones, de los acontecimientos, de los reyes y sus poderes— las sociedades, como se decía entonces, donde se ligaban entre sí intereses, costumbres y leyes. Al tomar las sociedades como obje­to, practicaba una doble conversión. Antes que nada hacía (por primera vez) la historia de los sujetos, es decir que pasaba, respecto del poder, a la otra parte y comenzaba a dar un estatuto en la historia a algo que llegará a ser en el curso del siglo xix la historia del pueblo o de los pueblos. Descubría así una materia en la historia que era la otra parte de las rela­ciones de poder. En segundo lugar, trataba la nueva materia de la historia no como una sustancia inerte, sino como una fuerza, o mejor un conjunto de fuerzas. El poder, entonces, era sólo una entre ellas, una fuerza bien singular, la más extraña entre todas las que se enfrentan en el cuerpo social. De hecho, el poder no sería otra cosa que el poder del pequeño grupo de los que lo ejercen sin tener fuerza en sí y sin embargo llega a ser la fuerza mayor de todas, a la cual ninguna otra puede resistir a menos que ejerza la violencia o se subleve. Boulainvilliers descubría que la histo­ria no debía ser exactamente la historia del poder, sino la historia de la cupla formada por las fuerzas originarias de los pueblos y por la fuerza de algo que no tiene fuerza y que sin embargo es el poder: cupla monstruosa, extraña en todo caso, cuyos movimientos ninguna ficción jurídica podía reducir o analizar exactamente.

Al desplazar hacia esto el eje, el centro de gravedad de su análisis, Boulainvilliers hacía algo verdaderamente importante. Antes que nada definía el principio de lo que se podría llamar el carácter relacional del poder: el poder no es una propiedad, no es una potencia, no es sino una relación que se puede, que se debe estudiar sólo a través de los términos entre los que opera. No se puede hacer entonces ni la historia de los reyes ni la historia de los pueblos, sino sólo la historia de lo que constituye, uno frente al otro, a estos dos términos de los cuales nunca uno es el infinito y el otro un cero. Al hacer esta historia, al definir el carácter relacional del poder, Boulainvilliers rechazaba —y éste es el segundo aspecto relevante de su operación- el modelo jurídico de la soberanía, que había sido hasta entonces el único modo de pensar las relaciones entre el pueblo y los que gobiernan. Por eso, Boulainvilliers no describió el fenómeno del poder en los términos históricos de la dominación y del juego de las relaciones de fuerza. Precisamente en este campo situó el objeto de su análisis histórico.

De este modo, al definir como objeto un poder esencialmente relacio­nal y no adecuado a la forma jurídica de la soberanía, definiendo pues un campo de fuerzas donde se juega la relación de poder, Boulainvilliers to­maba como objeto del saber histórico la misma (realidad) que Maquiavelo había analizado, pero en términos prescriptivos de estrategia para el po­der y el príncipe. Se dirá ciertamente que Maquiavelo hizo algo más que dar a los príncipes consejos serios o irónicos para la gestión y la organiza­ción del poder, y que a fin de cuentas el texto mismo de El Príncipe (sin contar los Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio) es un referente histórico. En realidad la historia no es el campo en el cual Maquiavelo analiza las relaciones de poder. La historia, para Maquiavelo, es simple­mente un campo de ejemplos, una especie de colección de jurisprudencia o de modelos tácticos para el ejercicio del poder. La historia para Maquia­velo no hace otra cosa que registrar relaciones de fuerza y cálculos a los cuales esta relación de fuerza dio lugar.

 

En cambio para Boulainvilliers (y ésta es, pienso, la razón de su im­portancia) las relaciones de fuerza y el juego del poder son la sustancia misma de la historia. Si hay historia, si hay acontecimientos, si sucede algo de lo cual se puede y debe conservar la memoria, es justamente por­que entre los hombres se establecen relaciones de poder, relaciones de fuerza y cierto juego del poder. En consecuencia, narración histórica y cálculo político tienen para Boulainvilliers exactamente el mismo objeto. No tienen quizás el mismo objetivo pero subsiste una perfecta continui­dad, en esta narración y en este cálculo, entre aquello de lo cual se habla y lo que está en cuestión. Hay pues en Boulainvilliers, acaso por primera vez, un continuum histórico-político. Se puede decir, en otro sentido, que Boulainvilliers abrió un campo histórico-político para una razón que ya he señalado y que es fundamental para entender a partir de dónde él ha­blaba. De hecho se trataba, para él, de examinar rigurosamente el saber de los intendentes, es decir el tipo de análisis y programa que los intendentes en particular y la administración monárquica en general proponían al poder. Ahora bien, Boulainvilliers se opone radicalmente a este saber introdu­ciendo en su mismo discurso, para hacerlos funcionar según sus fines, los mismos análisis que encontraba en el saber de los intendentes. Era nece­sario confiscar el saber de los intendentes y hacerlo funcionar contra la monarquía absoluta, que había sido el lugar de nacimiento y al mismo tiempo el campo de utilización de este saber administrativo, económico y (fiscal).

Por ejemplo, cuando Boulainvilliers analiza a través de la historia toda una serie de relaciones entre la organización militar y la fiscalidad, no hace sino utilizar para sus análisis históricos una forma de relación, un tipo de inteligibilidad, un modelo de relaciones que eran exactamente los que el saber administrativo, el saber fiscal, el saber de los intendentes, habían ya definido autónomamente. Cuando Boulainvilliers explica la re­lación que subsiste entre el mercenarismo, el aumento de la fiscalidad, el endeudamiento campesino, la imposibilidad de comercializar los produc­tos de la tierra no hace sino retomar, pero en la dimensión histórica, aque­llo de lo cual hablaban los intendentes y financistas de Luis XIV (piénsese en Boisgilbert o en Vauban). La relación entre endeudamiento rural y enriquecimiento urbano dio lugar a una discusión fundamental a fines del siglo xvii y comienzos del xviii. Ahora bien, se encuentra por cierto un mismo tipo de inteligibilidad en el saber de los intendentes y en los análi­sis históricos de Boulainvilliers, pero éste es el primero que hizo actuar la relación en el campo de la narración histórica. En otras palabras, Boulainvilliers hace funcionar como principio de inteligibilidad lo que hasta entonces sólo había sido un principio de racionalidad en la gestión del Estado. Es de una importancia capital establecer una continuidad en­tre el relato histórico y la gestión del Estado. Lo que forma el continuum histórico-político es precisamente la utilización del modelo de racionali­dad administrativa del Estado como patrón de inteligibilidad especulativa de la historia: de ahora en más se podrá hablar de la historia y analizar la gestión del Estado con el mismo lenguaje, los mismos criterios de inteli­gibilidad y las mismas formas de cálculo.

Me parece que Boulainvilliers instituyó un continuum histórico-polí­tico en la medida en que, cuando relata, tiene un proyecto preciso y defini­do: devolver a la nobleza una memoria que ésta ha perdido y un saber que ha descuidado. Haciendo esto, Boulainvilliers quiere devolverle fuerzas, reconstituirla como fuerza dentro de las fuerzas del campo social. Para Boulainvilliers, por ende, tomar la palabra en el campo de la historia, relatar una historia, no es simplemente describir una relación de fuerza o reutilizar en ventaja de la nobleza, por ejemplo, un cálculo de inteligibili­dad que había sido, hasta él, el del gobierno. Significa más bien modificar en sus dispositivos y en su equilibrio actual las relaciones de fuerza. La historia no es simplemente el elemento que analiza o describe las fuerzas, sino lo que las modifica. En consecuencia, el hecho de decir la verdad de la historia significa por eso mismo ocupar una posición estratégica decisi­va.

Se puede decir, para resumir, que la formación de un campo histórico­político implica que se ha pasado de una historia que tenía la función de relatar el derecho relatando las gestas de los reyes, sus batallas, sus gue­rras, a una historia que hace la guerra descifrando la guerra y la lucha que atraviesan todas las instituciones del derecho y de la paz. La historia se convierte, con ello, en un saber de las luchas que se despliega y funciona en un campo de luchas: combate político y saber histórico están de ahora en más ligados uno con el otro. Y aun si es verdad que nunca hubo enfren­tamientos que no estuvieran acompañados de recuerdos, memorias y ri­tuales de memorización, ahora, a partir del siglo xviii, la vida política comienza a inscribirse en las luchas reales de la sociedad. Las estrategias y los cálculos inmanentes a estas luchas comienzan de hecho a articularse con un saber histórico que es el desciframiento y análisis de las fuerzas. No se puede entender la emergencia de esta dimensión específicamente moderna de la política si no se tiene en cuenta cómo el saber histórico llegó a ser, a partir del siglo xviii, un elemento de lucha, un instrumento de descripción de las luchas y un arma en la lucha. La historia, como organización del campo histórico-político, introdujo la idea de que esta­mos en guerra y que hacemos la guerra a través de la historia.

 

A propósito de esto, antes de continuar hablando de la guerra que se hace a través de la historia de los pueblos, quisiera decir brevemente algo sobre el historicismo. Todos saben que el historicismo es lo peor que hay en el mundo. No hay filosofía digna de este nombre, no hay teoría de la sociedad, no hay epistemología de cierto tono que, como se sabe, no deba luchar radicalmente con la chatura del historicismo. Nadie osaría confe­sar que es historicista. Incluso se podría mostrar fácilmente cómo, desde el siglo xix en adelante, todas las grandes filosofías fueron, de un modo u otro, antihistoricistas. Se podría finalmente mostrar que también la histo­ria, la historia como disciplina, cuando recurre (cosa que no le gusta) a una filosofía de la historia o a una idealidad jurídica o moral o a las cien­cias humanas mismas, trata de escapar a las fatalidades intrínsecas del historicismo.

Pero, ¿qué es pues este historicismo del cual todas las ciencias del mundo y de la historia, y también la filosofía, desconfían a tal punto? ¿Qué es este historicismo que hay que conjurar a toda costa y que la mo­dernidad filosófica y científica, como así la política, siempre han tratado de conjurar? Pues bien, creo que el historicismo no es otra cosa que lo que acabo de evocar: el nudo, la pertenencia recíproca e insuperable, de la guerra y la historia y, recíprocamente, de la historia y la guerra. El saber histórico, por lejos que vaya, nunca encuentra ni la naturaleza ni el dere­cho ni el orden ni la paz. Por lejos que vaya, sólo encuentra lo ilimitado de la guerra, esto es, las fuerzas con sus relaciones y sus choques y los acon­tecimientos donde estas relaciones se deciden de modo siempre provisorio. La historia sólo encuentra la guerra, una guerra que la historia nunca puede superar o remover totalmente, una guerra cuyas leyes fundamenta­les no puede encontrar y a la cual no puede ponerle límites, justamente porque es la guerra misma la que sostiene, atraviesa, determina este saber, saber que no es sino un arma en la guerra, o mejor, un dispositivo táctico interno de la misma. La guerra, entonces, se lleva a cabo a través de la historia que se hace y de la que se narra. Y por su parte la historia sólo puede descifrar una guerra que ella misma hace o que pasa a través de ella.

Y bien, creo justamente que este nudo esencial entre el saber histórico y la práctica de la guerra es lo que constituye el núcleo del historicismo, núcleo irreductible y que siempre se busca eliminar, si no de otro modo, mediante la idea retomada constantemente por milenios, que corre pareja con toda la organización del saber occidental y que bien se podría llamar platónica (si fuera lícito atribuirle al pobre Platón todo lo que se quiere rechazar), según la cual el saber y la verdad sólo pueden pertenecer al registro del orden y de la paz, y nunca se pueden encontrar del lado de la violencia, del desorden y de la guerra. Esta idea (platónica o no, poco importa) según la cual el saber y la verdad no pueden pertenecer a l guerra, no pueden ser sino orden y paz, fue profundamente reinscrita por el Estado moderno -esto es lo esencial- en lo que se podría llamar el disciplinamiento de los saberes a partir del siglo xviii. Y es esta idea la que nos hace insoportable el historicismo, nos hace insoportable aceptar la circularidad indisociable entre el saber histórico y las guerras relatadas por éste y que lo atraviesan. He aquí el problema y al mismo tiempo nues­tra primera tarea: tratar de ser historicistas, tratar de analizar la relación perpetua y no eliminable entre la guerra relatada por la historia y la histo­ria atravesada por la guerra que ella relata. En esta línea continuaré, en­tonces, la pequeña historia de los galos y los francos que había empezado.

En este punto se podría levantar una objeción: la relación entre guerra e historia que fue en el siglo xviii el gran instrumento discursivo mediante el cual se hizo la crítica del Estado y se pusieron las condiciones para el nacimiento de la política, ¿acaso no está presente ya en la tragedia clási­ca? Justamente me parece que se puede sostener lo contrario. La tragedia griega misma, ¿no es quizá siempre, esencialmente, una tragedia del de­recho? ¿No hay quizás una continuidad fundamental entre la tragedia y el derecho público (así como probablemente -del lado opuesto- hay una con­tinuidad esencial entre la novela y la norma)?

La tragedia de Shakespeare, por ejemplo, apenas hay una muerte vio­lenta del rey o el advenimiento de soberanos ilegítimos, se encarniza so­bre esta herida repetidamente infligida al cuerpo de la realeza y es en consecuencia, al menos en una de sus direcciones, una suerte de ceremo­nia, de ritual de memorización de los problemas del derecho público.

 

Se podría decir lo mismo de la tragedia francesa de Corneille y, con mayor razón, de la de Racine. También en Francia la tragedia en el siglo xvii es una especie de representación del derecho público, una repre­sentación histórico-jurídica de la potencia pública. Pero con esta diferen­cia fundamental respecto de Shakespeare (aparte del genio): en la trage­dia clásica francesa sólo se trata, en general, de reyes antiguos.

El recurso está ligado sin duda con la prudencia política. No hay que olvidar que entre las muchas razones de la constante referencia a la Anti­güedad está el hecho de que el derecho monárquico en el siglo xvii francés, sobre todo bajo Luis XIV, se presenta, en su forma y en la continuidad de la historia, en línea directa con las monarquías antiguas. En Augusto y en Nerón, en Pirro y en Luis XIV se encuentra -sustancial y jurídicamen­te- el mismo tipo de poder, el mismo tipo de monarquía. Por otra parte, en la tragedia clásica francesa, además de la referencia a la Antigüedad, está también la presencia de la institución (la corte) que parece de algún modo limitar los poderes trágicos de la representación haciéndola transcurrir en un teatro de galantería y de intriga. Entonces: tragedia de la Antigüedad y tragedia de la corte. Pero, ¿qué otra cosa es la corte, y en forma reluciente bajo Luis XIV, sino una suerte de lección de derecho público? La corte tiene básicamente la función de constituir, de preparar un lugar donde se manifiesta cotidiana y permanentemente el poder del rey en su esplendor. La corte es la operación ritual que recalifica cada vez a un hombre deter­minado como rey, como monarca, como soberano. La corte, con su monó­tono ritual, es la operación incesantemente renovada gracias a la cual un hombre que se levanta, que sale de paseo, que come, que tiene sus amores y sus pasiones, es al mismo tiempo, a través y a partir de esto y sin que nada de todo esto se elimine, un soberano. Hacer soberano su amor, hacer soberana su alimentación, hacer soberanos su levantarse del lecho y acos­tarse. Hela aquí, en esto consiste la operación especifica del ritual y del ceremonial de la corte. Entonces, mientras la corte recalifica sin cesar la cotidianeidad como soberanía en la persona de un monarca que es la sus­tancia misma de la monarquía, la tragedia, inversamente, deshace y re­compone, por así decirlo, lo que el ritual y el ceremonial de la corte esta­blecen cada día.

La tragedia clásica, en especial la raciniana -de todos modos ésta es una de sus direcciones- tiene la función de poner en escena el derrumbe de la ceremonia, de mostrar la ceremonia escarnecida, es decir, el mo­mento en que el detentador de la potencia pública, el soberano, se descom­pone poco a poco en hombre de pasión, de cólera, de venganza, de amor, de incesto. El problema central sigue siendo si, después de esta descompo­sición del soberano en hombre de pasión, el re-soberano puede renacer y recomponerse: muerte y resurrección del cuerpo del rey en el corazón del monarca. Es éste el problema jurídico, más que psicológico, expuesto por la tragedia de Racine. Comprenderán ahora cómo Luis XIV, al pedirle a Racine que se hiciera su historiador, no se apartaba del todo de la línea de la historiografía de la monarquía que tenía como función cantar el poder mismo, y cómo Racine continuaba desempeñando las mismas funciones que ejercía cuando escribía tragedias. En el fondo, el rey le pedía que escribiese, como historiador, el quinto acto de una tragedia feliz, es decir la transformación del hombre primitivo, del hombre de corte y de valor hasta hacerse guerrero y monarca, detentador de la soberanía. Confiar la propia historiografía a un poeta trágico no significaba en absoluto aban­donar el orden del derecho, ni hacer traición a la vieja función de la histo­ria, que era la de enunciar el derecho y de consolidar el derecho del Esta­do soberano. Significaba por el contrario -por una necesidad ligada con el absolutismo del rey- volver a la función más pura y elemental de la historiografía real, en una monarquía absoluta de la cual no se debe olvi­dar que, en una extraña vuelta al arcaísmo, se hacía de la ceremonia del poder un momento político intenso y que la corte como ceremonia del poder era una lección cotidiana de derecho público, una manifestación cotidiana del mismo. Se entiende entonces cómo la historia del rey ha podido retomar así su forma pura, su forma mágico-poética, sin volver a ser el canto del poder sobre sí mismo. Entonces, absolutismo, ceremonial de la corte, ilustración del derecho público, tragedia clásica, historiografía del rey: todo esto pertenece a una misma totalidad.

 

Perdónenme si sigo con estas especulaciones sobre Racine y la historiografía y saltando un siglo me pongo a considerar al último de los monarcas absolutos, Luis XVI, con su último historiador, Jacob-Nicolas Moreau, el ministro de historia del cual hablé. Si se lo compara con Raci­ne, ¿quién es Moreau? Comparación peligrosa, pero quizá no desfavora­ble a quien se cree. Moreau es el docto defensor de un rey que tendrá, en su vida, muchas ocasiones de ser defendido. El papel de defensor es justa­mente el que cubre Moreau cuando es nombrado, hacia 1780, un momen­to en que los derechos de la monarquía son atacados, en nombre de la historia y desde horizontes muy diferentes, no sólo por la nobleza, sino también por los parlamentarios y hasta por la burguesía. Es justamente el momento en que la historia llega a ser el discurso mediante el cual cada nación o, en todo caso, cada orden o clase, hace valer sus derechos: el momento en el cual la historia se vuelve el discurso general de las luchas políticas. Con la creación de un ministerio de historia aparece, un siglo después de Racine, un historiador ligado en la misma medida con el poder del Estado, por cuanto asume, como acabo de decir, una función, si no ministerial, por lo menos administrativa.

¿Qué se quería hacer al dar vida a esta administración central de la historia, a este ministerio de historia? Se quería armar en una batalla política al rey, puesto que el rey no es, a fin de cuentas, más que una fuerza entre otras y atacada por las otras; se quería establecer e imponer una suerte de paz en las luchas histórico-políticas; se quería codificar de una vez por todas el discurso de la historia para que pudiera integrarse a la práctica del Estado. De ahí las tareas confiadas a Moreau: recolectar los documentos de la administración, ponerlos a disposición de la adminis­tración misma (primero determinados documentos y después otros), y fi­nalmente abrir estos documentos, este tesoro, a gente pagada por el rey para investigar. Teniendo en cuenta que Moreau no es Racine, que Luis XVI no es Luis XIV y que estamos muy lejos de la ceremonial descripción del paso del Rin, ¿qué diferencia hay entre Moreau y Racine, entre la vieja historiografía (la que se encuentra en estado más puro, por así decirlo, a fines del siglo xvii) y esta especie de historia que el Estado se dispone a tomar a su cargo y bajo su control a fines del siglo xviii? Si hay diferencia, debe ser cuidadosamente evaluada. Mientras tanto: ¿puede decirse que la historia ha dejado de ser un discurso del Estado sobre sí mismo a partir del momento en que se abandona la historiografía de corte para caer en una historiografía administrativa?

Quisiera introducir ahora otro excursus. Lo que distingue la historia de las ciencias de la genealogía de los saberes es que la primera se coloca en un eje que es, a grandes rasgos, el eje conocimiento-verdad, o que va, en todo caso, de la estructura del conocimiento a la exigencia de la ver­dad. En cambio, la genealogía de los saberes se coloca en un eje del todo diferente, el eje discurso-poder o bien, si se quiere, práctica discur­siva-choque de poder. Entonces, cuando es aplicada a ese período, privile­giado por toda una serie de razones, que es el siglo xviii, la genealogía de los saberes debe ante todo eludir la problemática de las luces. Es decir, debe dejar de lado todo lo que en ese momento (y además también en los siglos xix y xx) fue descrito como progreso de las luces, lucha del conoci­miento contra la ignorancia, de la razón contra las quimeras, de la expe­riencia contra los prejuicios, del razonamiento contra el error. En suma: hay que desembarazarse de todo lo que fue descrito como el camino del día que disipa la noche y percibir, en el curso del siglo xviii, algo bastante diferente: un inmenso y múltiple combate no entre conocimiento e igno­rancia, sino entre los saberes mismos; saberes que están en recíproca opo­sición, en su morfología específica, a través de la relación entre sus posee­dores, enemigos unos de los otros y por sus efectos de poder intrínsecos.

 

Tomemos el saber técnico, tecnológico. Se dice comúnmente que el setecientos es el siglo en que emergen los saberes técnicos. En realidad las cosas suceden de un modo muy distinto. En el siglo xviii siguen existiendo en forma plural, polimorfa, múltiple, dispersa, saberes diferentes según las regiones geográficas, la dimensión de las haciendas, de las fábricas, según las categorías sociales, la educación, la riqueza de sus poseedores. Ahora bien, estos saberes estaban en lucha unos contra otros, estaban unos frente a otros, en una sociedad donde el secreto del saber tecnológico sig­nificaba riqueza y donde independencia recíproca de los saberes significa­ba independencia de los individuos. Saber múltiple entonces, saber-secreto, saber que actúa como riqueza y como garantía de independencia: el saber tecnológico funciona en esta fragmentación. Ahora bien, a medida que se fueron desarrollando tanto las fuerzas de producción como las demandas económicas, el precio de estos saberes aumentó; las luchas recíprocas, las limitaciones de la independencia, las exigencias de secreto se hicieron más fuertes y tensas. Al mismo tiempo, y por esto mismo, se desarrollaron procesos de anexión, de confiscación, de recuperación de los saberes más menudos, más particulares, más locales, más artesanales, por parte de los más grandes, más generales, más industriales, que eran los que circula­ban con más facilidad. En suma: una especie de enorme lucha económico-política en torno de y a propósito de saberes en estado de dispersión y heterogeneidad; inmensa lucha de las consecuencias económicas y de los efectos de poder ligados con la posesión exclusiva de un saber, a su disper­sión o a su secreto. Lo que se ha llamado desarrollo del saber tecnológico en el siglo xviii debe ser pensado justamente en la forma de los saberes múltiples, independientes, heterogéneos y secretos; en forma de multipli­cidad y no del avance del día sobre la noche, del conocimiento sobre la ignorancia.

Ahora bien, en estas luchas, en estos intentos de anexión que son al mismo tiempo intentos de generalización, el Estado intervendrá, directa o indirectamente, con cuatro grandes procedimientos. En primer lugar me­diante la eliminación y descalificación de los que se podrían llamar pe­queños saberes inútiles e irreductibles, económicamente muy costosos: en segundo lugar mediante la normalización de estos saberes entre ellos, que permitirá adaptarlos unos a otros, hacer que se comuniquen, echar abajo las barreras del secreto y de la limitación geográfica y técnica, en suma, hacer intercambiables no sólo los saberes, sino también sus poseedores. En tercer término mediante su clasificación jerárquica, que permite de algún modo que encajen unos en otros, desde los más particulares y materíales, que serán los saberes subordinados, hacia los más generales y for­males, que serán las formas de saber más desarrolladas y directrices. Cuarta operación, por fin, posibilitada por los anteriores procedimientos: centra­lización piramidal de los saberes, que permite su control, que asegura las selecciones y que permite transmitir de abajo hacia arriba sus contenidos y de arriba hacia abajo las direcciones de conjunto y las organizaciones generales que se quiere hacer prevalecer.

Toda una serie de prácticas, de iniciativas, de instituciones marchó a la par con este movimiento de organización. Lo hizo por ejemplo la Encyclopédie, en la cual se ve a menudo sólo aspectos de oposición polí­tica e ideológica a la monarquía y a determinada forma de catolicismo. Los intereses tecnológicos de la Encyclopédie no deben ser adscritos a una especie de materialismo filosófico, sino más bien a una operación, política y económica a la vez, de homogeneización de los saberes tecnoló­gicos. Por ejemplo, las grandes investigaciones sobre los métodos del ar­tesanado, sobre las técnicas metalúrgicas y sobre la extracción minera, desarrolladas desde mediados del siglo xviii, fueron algo correlativo a esta empresa de normalización de los saberes técnicos. La existencia, la crea­ción y el desarrollo de grandes escuelas como las de minería y de ingenie­ría civil (Ponts et chaussées) permitieron establecer niveles, cortes, estra­tos cualitativos y cuantitativos entre varios saberes. En otras palabras: permitieron su generalización. Por su parte, el cuerpo de inspectores, que dieron a lo largo de todo el reino tareas y consejos para la gestión y el uso del saber técnico, aseguró la función de centralización.

Se podría decir lo mismo del saber médico, alrededor del cual se desa­rrolló, en el curso del siglo xviii, todo un trabajo de homogeneización, normalización, clasificación y centralización. ¿Cómo dar una forma al saber médico, cómo conferir ciclos homogéneos a la práctica de las curas, cómo imponer reglas a la población, no por cierto para compartir con ella este saber, sino para hacérselo aceptable? Con la creación de los hospita­les, de los dispensarios, de la sociedad real de medicina, la codificación de la profesión médica, las campañas de salud pública, por la higiene y la educación de los niños.

En todas estas iniciativas están presentes -como parece evidente a raíz del estudio de lo que dio en llamar el poder disciplinario- las cuatro ope­raciones de selección, normalización, jerarquización y centralización. El siglo xviii fue la época de la reducción a disciplina de los saberes. Es decir, de la organización interna de cada saber como disciplina dotada, en su propio campo, de los criterios de selección que permiten apartar lo falso, el no-saber, de formas de homogeneización y de normalización de los contenidos, de formas de jerarquización y por fin de una organización interna y centralizada en torno de una especie de axiomalización de he­cho. Disposición, entonces, de cada saber como disciplina y, además, despliegue de los saberes así disciplinados desde dentro, reparto de los mismos, comunicación y jerarquización recíprocas en una especie de campo global o de disciplina global que es llamada, precisamente, ciencia. La ciencia no existía antes del siglo xviii. Existían saberes, existía también, si se quiere, la filosofía, que era un sistema de comunicación de los sabe­res unos respecto de otros y justamente por ello podía tener un papel efec­tivo, real y operativo en el desarrollo de los conocimientos.

 

Con el disciplinamiento de los saberes aparece, en su singularidad polimorfa, ese hecho y ese conjunto de constricciones que hacen cuerpo con nuestra cultura y que llamamos ciencia. Al mismo tiempo y por eso mismo, desaparece el papel fundamental y fundador de la filosofía. Esta ya no tendrá, de ahora en más, ninguna función efectiva a desempeñar en la ciencia y en los procesos de saber. Desaparece al mismo tiempo, recí­procamente, la mathesis, como proyecto de una ciencia universal que ser­viría tanto de instrumento formal como de fundamento riguroso para to­das las ciencias. La ciencia, como campo general y policía disciplinaria de los saberes, sustituyó tanto a la filosofía como a la mathesis: ella pro­pondrá, así, problemas específicos a la policía disciplinaria de los saberes, problemas de clasificación, de jerarquización, de vecindad.

Como saben, el siglo xviii sólo tomó conciencia de este cambio consi­derable del disciplinamiento de los saberes y de la expulsión consecuente, ya del discurso filosófico que operaba en las ciencias, ya del proyecto in­terno a las ciencias de la mathesis, en la forma del progreso de la razón. Comprendiendo bien, sin embargo, que detrás de lo que se llamaba el progreso de la razón advenía, en realidad, el disciplinamiento de los sabe­res polimorfos y heterogéneos, se podrán entender algunos hechos. En primer lugar la aparición de las universidades. No por cierto su aparición en sentido estricto, por cuanto ya tenían sus funciones, sus tareas y su existencia misma desde el Medioevo. Pero sí la aparición de universida­des de tipo napoleónico (fines del siglo xviii y comienzos del xix), que son grandes aparatos uniformes de saberes, con sus varios planos y prolonga­ciones, con sus niveles y pseudópodos y que tienen, ante todo, una función de selección, no tanto de individuos (lo que a fin de cuentas no es tan importante), como de saberes. La selección de saberes se ejerce a través de esa forma de monopolio, de hecho y de derecho, según el cual un saber no ha nacido si no se formó dentro del campo institucional constituido por la universidad y los organismos oficiales de investigación, el saber en estado salvaje y nacido en otra parte, es automáticamente, si no excluido del todo, por lo menos descalificado a priori (la desaparición del científico aficionado en el curso del siglo xix es un hecho notorio). Entonces: fun­ción de selección de los saberes de parte de la universidad; función de reparto de su calidad y cantidad en varios niveles de parte de la enseñan­za, con todas las barreras que subsisten entre los diversos planos del apa­rato universitario; homogeneización del consenso; centralización, directa o indirecta, por parte de los aparatos del Estado.

Segundo hecho que se puede entender a partir del disciplinamiento de los saberes: el cambio en la forma del dogmatismo. De hecho, desde el momento en que se produce una toma de control de los saberes por parte de los aparatos específicos, se puede renunciar perfectamente a la vieja ortodoxia de los enunciados, que era el modo religioso, eclesiástico, de control del saber. Esta ortodoxia era costosa porque comportaba la conde­na y la exclusión de cierta cantidad de enunciados científicamente verda­deros y fecundos. La disciplina, el disciplinamiento interno de los saberes instaurado en el siglo xviii, sustituyó esta ortodoxia que se aplicaba a los enunciados mismos, que discernía entre conformes o no conformes, acep­tables y no aceptables, por un control que ya no se ocupa del contenido de los enunciados, de su conformidad o no a cierta verdad, sino más bien de la regularidad de las enunciaciones. El problema será, entonces, el de saber quién ha hablado, si está calificado para hacerlo, en qué niveles se sitúa el enunciado, en qué totalidad se lo puede inscribir, en qué y cuánto se adecua a otras formas y otras tipologías del saber.

 

Esto permite por una parte un liberalismo, si no ilimitado, por lo me­nos más amplio en cuanto al contenido mismo de los enunciados y, por otra, un control infinitamente más riguroso, más comprehensivo, más extendido en su superficie de acción, en el plano de los procedimientos de enunciación. De esto derivan naturalmente una posibilidad mucho más amplia de rotación de los enunciados y una obsolescencia mucho más rápida de las verdades. Se da, por ende, una especie de desbloqueo episte­mológico. En la misma medida en que la ortodoxia que se aplicaba al contenido de los enunciados había podido ser un obstáculo para la renova­ción del stock de saberes científicos, el disciplinamiento en el plano de las enunciaciones hizo posible una capacidad de renovación de enunciados mucho mayor. Se podría decir que se pasó de la censura de los enunciados a la disciplina de la enunciación o mejor, si prefieren, de la ortodoxia a algo que yo llamaría la "ortología", la forma de control que se ejerce aho­ra a partir de la disciplina.

Bueno, me he perdido un poco en todo esto. Si hablé de estas cosas fue para que vieran cómo las técnicas disciplinarias de poder, tomadas en el plano más bajo, más elemental, en el nivel del cuerpo mismo de los indi­viduos, consiguieron cambiar la economía política del poder, multipli­cando sus aparatos; cómo además estas técnicas disciplinarias de poder aplicadas al cuerpo provocaron no sólo una acumulación de saber, sino también la liberación de campos de saber posibles; cómo finalmente estas mismas disciplinas hicieron emerger de estos cuerpos algo así como un alma-sujeto, un "yo", una psiquis. Pero de todo esto ya hablé el año pasa­do. Ahora habría que mostrar cómo, al mismo tiempo, se produjo también una forma de disciplinamiento que no concierne a los cuerpos sino a los saberes; cómo este disciplinamiento provocó un desbloqueo epistemológi­co, una nueva forma, una nueva regularidad en la proliferación de los saberes; cómo este mismo disciplinamiento preparó un nuevo tipo de rela­ción entre saber y poder; cómo, finalmente, a partir de estos saberes disci­plinados emergió la constricción de la ciencia en lugar de la constricción de la verdad.

Todo esto nos alejó un poco de la historiografía del rey, de Racine y de Moreau. Se podría retomar el análisis (pero no lo haré ahora) y mostrar cómo, en el momento mismo en que la historia entraba en un campo gene­ral de combate, el saber histórico llegó a encontrarse, aunque por otras razones, en la misma situación de los saberes tecnológicos (en su morfolo­gía, en su regionalización, en su carácter local, con todos los secretos que lo rodeaban) y llegó a ser la puesta en juego y el instrumento de una lucha, económica y política.

En la lucha general de los saberes tecnológicos unos contra otros, el Estado había intervenido con el disciplinamiento: selección, homogenei­zación, jerarquización, centralización. El saber histórico también entró, casi en la misma época, en un campo de luchas y de batallas. No por razones directamente económicas, sino por motivos de conflictualidad po­lítica. Pero cuando el saber histórico, que hasta entonces había formado parte del discurso que el Estado o el poder tenían sobre sí mismo, se liberó del poder, volviéndose, en el curso de todo el siglo xviii, un instrumento de lucha política, existió el intento, por parte del poder, de reapropiárselo y disciplinarlo. La creación de un ministerio de historia, del gran depósito de archivos que llegaría a ser la Ecole des chartes, contemporánea a la creación de la Ecole des mines, o de ingeniería civil, representa un inten­to de disciplinar el saber histórico. El poder del rey necesita reducir a disciplina los saberes históricos y establecer así un saber histórico de Es­tado. Pero con una diferencia respecto de los saberes tecnológicos. Justa­mente en cuanto la historia devino, creo, un saber básicamente antiesta­tal, se asistió a un perpetuo enfrentamiento entre la historia disciplinada por el Estado, contenido de una enseñanza oficial, y la otra historia, liga­da con las luchas, como conciencia de los sujetos en lucha. Mientras que en el orden de la tecnología puede decirse que el disciplinamiento opera­do en el curso del siglo xviii fue eficaz y tuvo éxito, en el orden de la historia no consiguió contener el enfrentamiento. La reducción de los sa­beres históricos a disciplina reforzó la historia de los sujetos en lucha, a la par de las luchas, las confiscaciones, las rebeliones, la historia no estatal, la historia descentrada. Justamente por esto siempre verán ustedes dos niveles de conciencia y de saber histórico, dos niveles que se alejarán cada vez más uno del otro, sin poner en cuestión la existencia, por un lado, de un saber efectivamente disciplinado en forma de disciplina histórica y del otro, de una conciencia histórica polimorfa, dividida, combatiente, y que no es sino el otro aspecto, la otra cara de la conciencia política.

De esto procuraré hablarles, al tratar de lo que sucede entre fines del siglo xviii y comienzos del xix. 

continúa

 Tus compras en Argentina

 

 Tus compras en México

 

Tus compras en Brasil