GENEALOGÍA DEL RACISMO

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Michel Foucault

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Genealogía del racismo

ENSAYOS

© Editorial Altamira Calle 49 N° 540 La Plata, Argentina (54-21) 21 85 00

Título Original: Il faut défendre la société

Traducción: Alfredo Tzveibel

Prólogo: Tomás Abraham

ISBN: 987-9017-01-3

 

Quinta lección

4 de febrero de 1976

La guerra conjurada, la conquista, la sublevación

Me han sido hechas algunas preguntas y algunas objeciones tanto oralmente como por escrito. Me gustaría mucho discutirlas con ustedes, pero es difícil y poco útil hacerlo aquí, en esta aula y en estas condiciones. Por eso, si quieren presentarme cuestiones háganlo después de la lección. Creo que será lo mejor.

Sin embargo, hay una pregunta que quisiera intentar responder ahora. En primer lugar porque me la han hecho muchas veces y además porque, creyendo yo haberla respondido ya con anterioridad, me doy cuenta que mis explicaciones no han sido suficientemente claras. He aquí entonces la pregunta: ¿Qué significa hacer comenzar el racismo en los siglos xvi-xvii y vincular el racismo sólo con los problemas de la soberanía y del Estado, cuando sabemos bien, en cambio, que el racismo religioso (y en particular el antisemita) existía ya en el Medioevo? Quisiera entonces volver sobre lo que ya dije a propósito de esto.

Yo no quiero hacer una historia del racismo en el sentido general y tradicional del término. Es decir, no quiero hacer la historia de lo que en Occidente ha podido ser la conciencia de pertenecer a una' raza, ni la historia de los ritos y de los mecanismos a través de los cuales se quiso excluir, descalificar o destruir físicamente a una raza. El problema que he querido sacar a luz es otro y no concierne ni al racismo ni, en primera instancia, al problema de las razas. Se trataba -y para mí se trata aún- de intentar ver de qué modo, en Occidente, apareció un análisis (crítico, his­tórico, político) del Estado, de sus instituciones y de sus mecanismos de poder, llevado a cabo en términos binarios.

Según este análisis el cuerpo social no está compuesto por una pirámi­de de órdenes o una jerarquía, no constituye un organismo coherente y unitario, sino que se compone de dos conjuntos, no sólo perfectamente diferenciados, sino contrapuestos. La relación de oposición existente en­tre estos dos conjuntos que constituyen el cuerpo social y trabajan al Estado es en realidad una relación de guerra, de guerra permanente. El Estado -a su vez- no es otra cosa que el modo en que estos dos conjuntos conti­núan llevando adelante, en forma aparentemente pacífica, su guerra. Qui­siera después mostrar cómo un análisis de este tipo se organiza sobre una esperanza, un imperativo y una política de sublevación o de revolución. Es esto entonces, y no el racismo, lo que constituye lo esencial de mi problema.

Lo que me parece bastante acertado históricamente es el hecho de que esta forma de análisis político de las relaciones de poder (entendidas como relaciones de guerra entre dos razas dentro de una sociedad) no interfiere, al menos en primera instancia, con el problema religioso. De hecho se la encuentra formulada, o en vías de elaboración, a fines del siglo xvi y a comienzos del siglo xvii. En otras palabras, la percepción de la guerra de razas precede a las nociones de lucha social o de lucha de clases, pero no se identifica exactamente con un racismo de tipo religioso.

 

No he hablado del antisemitismo, es verdad. Quería hacerlo la vez anterior, cuando hice la reseña del tema de la lucha de razas, pero no tuve tiempo. De todos modos creo que se puede decir -pero volveré después sobre el argumento- que el antisemitismo, como gesto religioso y racial, no intervino en forma suficientemente directa antes del siglo xix. El viejo antisemitismo de tipo religioso fue utilizado en el seno de un racismo de Estado sólo cuando se constituyó el racismo de Estado. No podía, enton­ces, tomarlo en consideración dentro de la historia que me propongo re­construir. El antisemitismo se desarrolló en el momento en que el Estado trató de aparecer, de funcionar y de proponerse como aquello que asegura la integridad y la pureza de la raza contra las razas que, atravesándola, introducen en su cuerpo elementos que son nocivos y por ende deben ser eliminados por razones de orden político y biológico. El nuevo antisemitismo retomó y utilizó, abrevando en las viejas fuerzas del antisemitismo, toda una energía y toda una mitología que hasta entonces no habían sido utilizadas en el análisis político de la guerra interna, esto es, de la guerra social. Los judíos en ese momento aparecieron -y fueron descritos- como la raza presente dentro de todas las razas y que, por su carácter biológicamente peligroso, exige la puesta a punto por parte del Estado de cierta cantidad de mecanismos de rechazo y exclusión. Fue en­tonces la reutilización, dentro de un racismo de Estado, de un antisemitismo que tenía -creo- otras motivaciones para provocar los fenómenos del si­glo xix, que superpusieron los viejos mecanismos del antisemitismo al análisis crítico y político de la lucha de razas llevada adelante en una determinada sociedad. Esta es la razón por la cual no he sacado a la luz ni el problema del racismo religioso ni el del antisemitismo del Medioevo. Pero intentaré hablar de ello a fines del curso, preparándome desde ahora para responder a sus preguntas.

Hoy quisiera tratar de ver de qué modo, entre fines del siglo xvi y comienzos del xvii la guerra puede haber comenzado a aparecer como instrumento de análisis de las relaciones de poder. Naturalmente, hay un nombre que se nos presenta de inmediato: es el de Hobbes. A primera vista Hobbes aparece como el que ha puesto la relación de guerra como fundamento y principio de las relaciones de poder. De hecho para Hobbes, en el fondo del orden, más allá de la paz, por debajo de la ley, en los orígenes de la gran maquinaria constituida por el Estado, el soberano, el Leviatán, siempre está la guerra: la guerra que se despliega a cada instan­te y en todas las dimensiones; la guerra de todos contra todos. Hobbes no se limita entonces a colocar la guerra de todos contra todos en el origen del Estado -en la aurora real y ficticia del Leviatán- sino que la sigue y la ve amenazar y desbocarse incluso después de la constitución del Estado, en los intersticios, en los límites y en las fronteras del Estado. ¿Recuerdan los tres ejemplos de guerra permanente que da Hobbes? En primer lugar dice que, incluso en un Estado civilizado, cuando uno deja el domicilio propio nunca se olvida de cerrar cuidadosamente la puerta con llave, por­que sabe bien que hay una guerra permanente entre los ladrones y los que sufren robos. En segundo lugar, recuerda que en las selvas americanas hay todavía poblaciones cuyo régimen continúa siendo el de la guerra de todos contra todos. Por fin, ¿no hace notar que las relaciones entre un Estado y otro, en Europa, son análogas a las de dos hombres, uno frente al otro, con las espadas desenvainadas y las miradas vueltas la una contra la otra? En todos los casos, entonces, la guerra está presente y constituye una amenaza incluso después de la formación del Estado.

 

He aquí entonces el problema. En primer lugar, ¿qué es esta guerra que el Estado, en principio, tiene el deber de hacer cesar, de hacer que pertenezca a la prehistoria (la condición salvaje) o de desplazar hacia las propias fronteras, y que sin embargo está presente? En segundo lugar, ¿de qué modo esta guerra genera al Estado? ¿Cuál es el efecto, sobre la cons­titución del Estado, del hecho de que es la guerra la que lo ha generado? Y una vez constituido el Estado, ¿cuáles son los estigmas de la guerra que permanecen en su cuerpo? Estas son las dos cuestiones que quisiera exa­minar.

Partamos de la primera. ¿En qué consiste la guerra, descrita por Hob­bes, antes y en el origen de la constitución del Estado? ¿Se trata acaso de la guerra de los fuertes contra los débiles, de los violentos contra los teme­rosos, de los valientes contra los cobardes, de los grandes contra los pe­queños, de salvajes arrogantes contra tímidos pastores? ¿Se trata de una guerra articulada sobre diferencias naturales inmediatas? Está claro que para Hobbes no es así en absoluto. La guerra primitiva, la guerra de todos contra todos, es una guerra determinada por la igualdad, nacida de la igualdad, y que se desarrolla dentro de esta igualdad. Es el efecto inme­diato de una no-diferencia o, en todo caso, de insuficientes diferencias. De hecho, sostiene Hobbes, si entre los hombres hubiera grandes diferencias, si hubiera separaciones visibles, manifiestas, claramente irreversibles, es evidente que la guerra resultaría inmediatamente bloqueada. De hecho, si hubiera diferencias naturales marcadas, visibles, masivas, sólo sería posi­ble la siguiente alternativa: o entre el fuerte y el débil hay efectivamente un choque -pero en este caso la guerra real terminaría rápidamente con la victoria definitiva del fuerte sobre el débil— o bien no hay un choque efec­tivo, lo cual significaría simplemente que el débil, consciente de su propia debilidad, pronto desiste del enfrentamiento. De modo que —dice Hobbes— si hubiera diferencias naturales marcadas no habría guerra. La relación de fuerza quedaría establecida en su origen por una guerra inicial que exclui­ría su continuación, o bien, la relación de fuerza permanecería virtual a causa de la misma vacilación de los débiles. Entonces, si hubiera diferen­cias no habría guerra: la diferencia pacifica.

Por el contrario, ¿qué sucede en el Estado de no-diferencia o de dife­rencia insuficiente; en el Estado en que hay diferencias serpenteantes, huidizas, minúsculas, inestables, sin orden y sin distinción? ¿Qué sucede en la anarquía de las pequeñas diferencias que caracteriza al estado de naturaleza? Sucede que incluso el que es un poco más débil que los otros, o que otro, está de todos modos bastante próximo al más fuerte, lo que le permite conservarse suficientemente fuerte y no verse forzado a ceder. El débil, entonces, nunca claudica. En cuanto al fuerte, justamente porque se trata de alguien que sólo es un poco más fuerte que los demás, nunca es tan fuerte como para no tener que estar en guardia. La indiferenciación natural crea entonces incertidumbres, riesgos, casos fortuitos y por ende la voluntad, de parte de unos y otros, de enfrentarse. Lo que crea el estado de guerra es lo aleatorio de la relación de fuerzas original.

¿Pero en qué consiste exactamente este estado de guerra? Consiste en el hecho de que el débil sabe -o en todo caso cree- que es bastante fuerte, si no tan fuerte como su vecino. El más fuerte, a su vez, o de todos modos el que es apenas un poco más fuerte que los otros, sabe que puede ser, a pesar de todo, más débil que el otro, sobre todo si éste recurre a la astucia, a la sorpresa, a las alianzas. Por lo tanto uno de ellos no renunciará nunca a la guerra, el otro -el más fuerte- procurará, pese a todo, evitarla. El que quiere evitar la guerra lo conseguirá sólo con una condición: mostrar que está dispuesto a hacer la guerra y a no renunciar a ella. Pero, ¿cómo con­seguirá mostrarlo? Haciendo de tal modo que el otro, que se apresta a hacer la guerra, sea presa de la duda respecto de su propia fuerza y -sabiendo que el primero no está dispuesto a renunciar a la guerra- re­nuncie por tanto a la acción.

 

Brevemente, ¿de qué está constituida la relación de fuerza dentro del tipo de relaciones que se conjugan a partir de diferencias serpenteantes y de choques aleatorios, cuyo resultado no es conocido de antemano preci­samente? Está constituida por el juego entre tres series de elementos. En primer lugar, la serie de las representaciones calculadas: yo me represento la fuerza del otro, me represento el hecho de que el otro se representa a su vez mi fuerza y así sucesivamente. En segundo lugar, la serie de las mani­festaciones enfáticas, que son contraseñas de la voluntad: se hace ver que se quiere la guerra, se muestra la intención de no renunciar a ella. En tercer lugar, finalmente, la serie de las tácticas de intimidación entreverada: temo tanto hacer la guerra que estaré tranquilo sólo si tú también llegas a temerla por lo menos tanto como yo, y en lo posible también un poco más.

En suma, esto significa que el Estado descrito por Hobbes no es exac­tamente un Estado natural y brutal, donde las fuerzas lleguen a enfrentar­se directamente: es decir, no estamos en el orden de las relaciones directas entre fuerzas reales. De hecho, en el estado de guerra primitiva descrito por Hobbes, las que se encuentran, se enfrentan y se entrecruzan no son armas (...) no son fuerzas desencadenadas y salvajes. En la guerra primi­tiva de Hobbes no hay batallas, no hay sangre, no hay cadáveres. Hay sólo representaciones, manifestaciones, signos, expresiones enfáticas, astutas, mendaces; hay engaños, voluntades disfrazadas de su contrario, inquietu­des enmascaradas por certezas y así en más. Nos encontramos en el teatro de las representaciones intercambiadas, dentro de una relación de miedo que es una relación temporalmente indefinida; pero no estamos realmente en guerra.

En último análisis esto significa que el estado de guerra, según Hob­bes, no puede ser caracterizado en ningún caso como un estado de feroci­dad bestial, donde los individuos vivientes se devoran entre sí. Más bien, lo que define el estado de guerra es una especie de diplomacia infinita entre rivalidades que están por naturaleza en el mismo nivel. No nos en­contramos en la guerra, sino en lo que Hobbes llama, para precisar, el estado de guerra. Hay un texto donde dice que la guerra no consiste sólo en la batalla y en el choque efectivo, sino en un arco de tiempo -es el Estado- en el cual la voluntad de enfrentarse en batallas está bastante esclarecida: éste designa entonces al Estado y no a la batalla, en el cual están en juego no tanto las fuerzas mismas como una voluntad suficiente­mente esclarecida, es decir, en posesión de un sistema de representaciones y de manifestaciones que opera en el campo de la diplomacia primaria.

Se comprende entonces por qué razones y de qué modo este Estado -que no es el del choque directo de las fuerzas, sino más bien un cierto estado de las representaciones que se hace jugar unas contra otras- no es un estadio que el hombre abandone definitivamente el día en que el Esta­do nace, sino que es en verdad una especie de fondo permanente que no puede funcionar sin sus astucias elaboradas y sus duplicidades, sin algo que garantice la seguridad, fije la diferencia y coloque finalmente la fuer­za en una de las partes. Entonces, según Hobbes, en el origen no hay guerra. ¿Pero en qué forma este estado de cosas -que no coincide con la guerra sino con los juegos de representación mediante los cuales, precisa­mente, no se hace la guerra- podrá generar el Estado, el Leviatán, la soberanía?

A esta segunda pregunta Hobbes responde distinguiendo dos catego­rías de soberanía: la soberanía de institución y la soberanía de adquisi­ción. De la soberanía de institución se habla mucho, y en general se suele remitir y reducir a ésta el análisis de Hobbes. En realidad las cosas son mucho más complicadas. Hay una república de institución y una repúbli­ca de adquisición, pero dentro de esta última hay otras dos formas de soberanía, de modo que en total tenemos, aparte de los Estados de institu­ción y los Estados de adquisición, tres tipos de soberanía que son de algu­na manera la reelaboración de estas formas de poder.

Consideremos en primer lugar las repúblicas de institución -son las más conocidas y por lo tanto podré examinarlas rápidamente. ¿Qué sucede en el estado de guerra y qué se hace para hacer cesar el estado de guerra (Estado en el cual, repito, no es la guerra la que funciona sino la represen­tación y la amenaza de guerra)? Pues bien, algunos hombres tomarán de­cisiones. Que no son tanto las de transferir a alguno -o a muchos- una parte de sus derechos y de su poder, o de delegar todos sus derechos, sino más bien las de conceder a alguno -que puede incluso estar compuesto por muchos y ser así una asamblea- el derecho de representarlos total e integralmente. No se trata de una relación de cesión o de delegación de algo que pertenece a los individuos, sino de una representación de los individuos mismos.

 

Esto significa que el soberano así constituido sustituirá integralmente a los individuos. No será simplemente depositario de una parte de sus derechos, sino que estará efectivamente en el lugar de ellos asumiendo la totalidad de su poder. Como dice Hobbes, la soberanía constituida de ese modo asume la personalidad de todos. Los individuos así representados estarán presentes en su representante y cada cosa que haga el soberano será como una cosa hecha por cada uno de ellos. En tanto representante de los individuos, el soberano estará modelado exactamente sobre ellos. Es por tanto una individualidad fabricada, pero no por ello menos real, tanto en el caso de que el soberano sea un monarca individual como en el caso en que se trate de una asamblea. Las repúblicas de institución constituyen un mecanismo donde sólo existe el juego de las voluntades, del pacto y de la representación.

Consideremos ahora la otra forma de constitución de las repúblicas. Aparentemente parece que tenemos que vérnoslas con el mecanismo con­trario. Vale decir, con una soberanía que se funda sobre relaciones de fuerza reales, históricas e inmediatas. Para comprender este mecanismo es necesario suponer no tanto un estado primitivo de guerra, como una batalla (históricamente determinada). Consideremos como ejemplo un Estado constituido sobre la base del modelo de la institución y suponga­mos que sea atacado con las armas por otro Estado. Es vencido, su ejército queda derrotado y disperso, su soberanía destruida, sus tierras ocupadas por el enemigo. Nos encontramos aquí frente a una situación que habría­mos querido tener desde el comienzo. Es decir, una verdadera guerra, con una verdadera batalla, una verdadera relación de fuerza. Hay finalmente vencedores y vencidos, vencidos que están a merced de los vencedores.

Que los vencidos estén a la merced de los vencedores significa que éstos pueden matar a los primeros. Si los matan, no hay más problemas: la soberanía del Estado desaparece simplemente porque los individuos de este Estado desaparecieron. Pero si los vencedores dejan con vida a los vencidos, ¿qué sucede? Que los vencidos -teniendo el beneficio provisorio de la vida- no tendrán alternativas: o se sublevan contra los vencedores, o sea, reanudan efectivamente la guerra, intentan invertir la relación de fuerza, se arriesgan efectivamente a morir; o bien aceptan obedecer, tra­bajar para los otros, ceder la tierra a los vencedores, pagarles tributos. En el primer caso volvemos a encontrarnos con la guerra real, que la derrota había provisoriamente suspendido. En el segundo caso se dará lugar a una relación de dominación enteramente fundada sobre la guerra y sobre la prolongación, en la paz, de los efectos de la guerra.

Dirán que se trata de dominación y no de soberanía. Hobbes sostiene que no es así y que nos encontramos, todavía y siempre, dentro de una relación de soberanía puesto que, a partir del momento en que los venci­dos eligieron la vida y la obediencia, justamente por esto han reconstituido una soberanía, han transformado a los vencedores en sus propios repre­sentantes, han restaurado un soberano en el lugar del que fue vencido en la guerra. No es entonces la derrota -de manera brutal y fuera del dere­cho- la que funda una sociedad de dominación, de esclavitud, de servi­dumbre, sino lo que se produce después de la batalla, después de la derrota militar y en cierto modo independientemente de ella. Lo que hace entrar en el orden de la soberanía y en el régimen jurídico del poder absoluto es justamente algo así como el miedo, la renuncia al miedo, la renuncia al riesgo de vida. La voluntad de elegir la vida más que a la muerte funda una soberanía que está fundada jurídicamente y es legítima, tanto como aquella que se constituye sobre la base de la institución y del acuerdo recíproco.

De manera bastante singular, Hobbes agrega una tercera forma de so­beranía que dice que es muy similar a la de la adquisición, que aparece en el crepúsculo de la guerra y después de la derrota. Este tipo ulterior de soberanía, dice Hobbes, es análogo al que liga a un niño con sus padres, o más exactamente con su madre. Cuando un niño viene al mundo sus pa­dres (el padre en una sociedad civilizada, la madre en el estado de natura­leza) tienen no sólo el poder de dejarlo morir sino también el de hacerlo pura y simplemente morir. El niño no puede vivir sin los progenitores y sin la madre. Y por muchos años, espontáneamente, sin que deba expre­sar de otro modo su propia voluntad sino a través de la manifestación de las propias necesidades, gritos, miedos, el niño obedecerá a los padres, a la propia madre, hará exactamente lo que ella le ordena, y esto porque de ella, y sólo de ella, depende su vida. La madre entonces ejercerá sobre él la propia soberanía.

 

Ahora bien, afirma Hobbes, entre el consenso del niño (consenso que ni siquiera pasa a través de una voluntad expresa o de un contrato) a la soberanía de la madre a fin de conservar la vida, y el consenso de los vencidos, en el crepúsculo de la derrota, no hay diferencias sustanciales. De hecho, Hobbes entiende que está mostrando que en la constitución de la soberanía no son ni la cualidad de la voluntad ni su forma de expresión o su nivel las que resultan decisivas. En el fondo, poco importa que se tenga un cuchillo en la garganta, poco importa que se pueda o no expresar explícitamente la voluntad propia. De hecho, para que haya soberanía es necesario y suficiente que esté efectivamente presente aquella voluntad que hace que se quiera vivir incluso cuando eso no fuera posible sin la voluntad de otro. La soberanía se constituye entonces a partir de aquella forma radical de voluntad que está ligada con el miedo, y no desde arriba, es decir por fuerza de una decisión del más fuerte, del vencedor (o de los padres). La soberanía se forma siempre desde abajo, a través de la volun­tad de los que tienen temor. De modo que, a pesar de la ruptura que puede aparecer entre las dos grandes formas de república (la de institución, na­cida de la relación recíproca y la de adquisición, nacida de la batalla), entre una y otra emerge una profunda identidad en el mecanismo de fun­cionamiento. Trátese de un acuerdo o de una batalla o de una relación (la de padres e hijo), encontramos siempre la misma serie: voluntad-miedo-soberanía. Y poco importa que esta serie sea desencade­nada por un cálculo implícito, por una relación de violencia o por un hecho natural; poco importa que se trate del temor que produce una diplo­macia infinita o del miedo provocado por un cuchillo en la garganta o del grito de un niño. En todos los casos la soberanía está fundada (...)

En el fondo, lejos de ser el teórico de las relaciones entre la guerra y el poder político, es como si Hobbes quisiera eliminar la guerra en tanto realidad histórica, es como si quisiera eliminarla de la génesis de la sobe­ranía. Hay en el Leviatán todo un frente del discurso que consiste en de­cir: poco importa, a fin de cuentas, haber perdido o no; poco importa haber sido o no derrotados, puesto que en todos los casos es siempre el mismo mecanismo el que funciona para los derrotados, mecanismo que se encuentra en el estado de naturaleza, en la constitución del Estado e in­cluso en la relación más tierna y natural que existe, vale decir, en la que se da entre los padres y sus niños. Hobbes transforma la guerra, el suceso bélico, la relación de fuerza que se ha manifestado efectivamente en la batalla, en algo diferente para la constitución de la soberanía. La constitu­ción de la soberanía ignora la guerra. Y en todos los casos, haya o no guerra, la soberanía se realiza siempre del mismo modo. El discurso de Hobbes es en el fondo un no a la guerra: no es la guerra la que crea efecti­vamente los Estados, la que transcribe en la relación de soberanía, la que remite al poder civil -y a sus desigualdades- las asimetrías de una rela­ción de fuerza que se han manifestado en el momento de la batalla.

He aquí entonces el problema: dado que en las anteriores teorías jurí­dicas del poder la guerra nunca había desempeñado la función que Hob­bes le niega obstinadamente, ¿contra quién o contra qué se dirige enton­ces esta eliminación de la guerra? En el fondo -ya que en todo estrato, una línea, un frente de su discurso él repite obstinadamente que una guerra más o menos no tiene en todo caso ninguna importancia, que lo que está en juego en la soberanía no es la guerra- ¿contra qué adversario se lanza Hobbes? Pues bien, creo que el discurso de Hobbes no se vuelve contra una teoría precisa y determinada, que no hay un adversario o interlocutor polémico, y ni siquiera algo que sea como lo no-dicho, lo impensado de los discursos de Hobbes y que él, pese a todo, buscase remover.

En realidad, en la época en que Hobbes escribía, había algo que se podría llamar no tanto su adversario polémico, como su vis-á-vis (opues­to) estratégico. Es decir: más que el contenido de un discurso, lo que había que refutar era un cierto juego discursivo, una cierta estrategia teórica y política que Hobbes quería precisamente eliminar o hacer imposible. Y lo que Hobbes quería no tanto refutar como eliminar o hacer imposible era cierto modo de hacer funcionar el saber histórico en la lucha política. Más precisamente, creo que el vis-á-vis estratégico del Leviatán era la utiliza­ción política, en las luchas de la época, de un determinado saber histórico relativo a las guerras, a las invasiones, a los saqueos, a las desposesiones, a las confiscaciones, a las rapiñas, a las extorsiones. En suma: un saber histórico relativo a los efectos de los comportamientos de guerra, de las acciones militares y de las luchas reales en las leyes y en las instituciones que aparentemente regulan el poder.

 

En síntesis, lo que Hobbes quiere eliminar es la conquista, o mejor, la utilización del discurso de la conquista en el discurso histórico y en la práctica política. El adversario invisible del Leviatán es la conquista. Ho­bbes sabía bien para qué servía el enorme fantoche artificia! que tanto hizo estremecer (y por cierto no para mal) a los bienpensantes del derecho y de la filosofía, el monstruo estatal, el enorme bosquejo que se perfila en la imagen que abre el Leviatán y representa el rey con la espada desenvai­nada y el (pastoral) en la mano. Por eso los filósofos, que tanto lo han denostado, en el fondo lo aman, y su cinismo ha hechizado hasta a los timoratos.

Proclamando la guerra del principio al fin, siempre y dondequiera, el discurso de Hobbes decía en realidad exactamente lo contrario. Afirmaba que guerra o paz, derrota o victoria, conquista o acuerdo, son la misma cosa: "Sois vosotros, los subditos, los que la habéis querido, los que habéis constituido la soberanía que os representa. Por tanto, no os molestéis más con vuestras insistentes repeticiones históricas: al término de la conquista (si queréis verdaderamente que haya habido una conquista) encontraréis aún el contrato, la voluntad atemorizada de los subditos". El problema de la conquista resulta así disuelto: en lo alto respecto de la noción de guerra de todos contra todos, y en lo bajo respecto de la voluntad jurídicamente válida de los vencidos aterrorizados, la tarde de la batalla. Hobbes puede en apariencia escandalizar. En realidad tranquiliza, porque mantiene siem­pre el discurso del contrato y de la soberanía, es decir, el discurso del Estado. Por cierto se le reprochó, y se le reprochará con clamor, el conce­der demasiado al Estado. Pero a fin de cuentas es preferible para la filoso­fía y para el derecho, para el discurso filosófico-jurídico, conceder dema­siado antes que no conceder bastante al Estado. Y, aunque vituperándolo por haber concedido demasiado al Estado, en voz baja se le agradecía el haber conjurado un enemigo insidioso y bárbaro.

El enemigo -o mejor el discurso enemigo contra el cual se vuelve Ho­bbes- es el que se podía oír en las luchas civiles que entonces laceraban al Estado en Inglaterra. Era un discurso a dos voces. Una decía: "Nosotros somos los conquistadores y vosotros los vencidos. Nosotros somos quizás extranjeros, pero vosotros sois siervos". La otra respondía: "Quizás he­mos sido conquistados, pero no seguiremos así. Estamos en nuestra casa y vosotros saldréis de ella". Hobbes ha conjurado este discurso de la lucha y de la guerra civil permanente reubicando el contrato detrás de toda guerra y de toda conquista y salvando así la teoría del Estado. Como recompensa, la filosofía del derecho después le asignó a Hobbes el titulo senatorial de padre de la filosofía política. Cuando el capitolio del Estado se vio amena­zado, una oca despertó a los filósofos que dormían: era Hobbes.

El discurso, o mejor la práctica contra la que Hobbes levantó toda una muralla del Leviatán me parece que apareció -aunque no exactamente por primera vez, por lo menos en una configuración no accidental y pro­visto de toda su virulencia política- en Inglaterra por efecto de la conjun­ción de dos factores: en primer lugar la precocidad de la lucha política de la burguesía contra la monarquía absoluta y la aristocracia; en segundo lugar la conciencia histórica, bastante viva por siglos hasta en los estratos populares más amplios, de la herida provocada de antiguo por la conquis­ta.

La conquista normanda de Guillermo, en Hastings en 1066, se mani­festaba en las instituciones y en la experiencia histórica de los sujetos políticos.

Se manifestaba en primer lugar, y explícitamente, en los rituales del poder, ya que hasta Enrique VII, es decir, hasta comienzos del siglo xvi, los actos reales aclaraban que el rey de Inglaterra fundaba su sucesión sobre la base del derecho de conquista de los normandos y ejercía su sobe­ranía en virtud del derecho de conquista. Esta fórmula desapareció con Enrique VII.

En segundo lugar, se manifestaba en la práctica del derecho, cuyos actos y procedimientos se efectuaban en francés, y en la cual los conflictos entre jurisdicciones inferiores y tribunales reales eran absolutamente cons­tantes. Formulado entonces en una lengua exógena, el derecho era en In­glaterra un estigma de la presencia extranjera, era el signo de otra nación. En la práctica del derecho formulado en otra lengua venían a conjugarse por un lado lo que yo llamaría el sufrimiento lingüístico de los que no pueden defenderse jurídicamente en su propia lengua, y por el otro una cierta figura extranjera de la ley. Por este doble orden de razones la prác­tica del derecho era inaccesible. De ahí la reivindicación que rápidamente encontramos en el Medioevo inglés: "Queremos un derecho que nos per­tenezca, un derecho que esté formulado en nuestro idioma, que se unifi­que desde abajo, a partir de aquella ley común que se opone a los estatutos reales".

 

En tercer lugar, la conquista se manifestaba -considero las cosas de modo aproximado- en la presencia, la superposición y la contradicción de dos grupos de leyendas de distinto origen. Por un lado tenemos el conjun­to de los relatos sajones, que eran en el fondo creencias míticas (el retorno del rey Harold), cultos de los reyes santos (como el del rey Eduardo), relatos populares del tipo de Robin Hood (y de esta mitología Walter Scott -como saben, uno de los grandes inspiradores de Marx- extraerá Ivanhoe y una serie de novelas que han sido históricamente fundamentales). En­frente y en oposición a este conjunto mitológico y popular se encuentra el de las leyendas aristocráticas y casi monárquicas formadas en la corte de los reyes normandos y que serán nuevamente puestas en acción en el siglo xvi, en la época del desarrollo del absolutismo real de los Tudor. Se trata esencialmente del ciclo arturiano. Por cierto, no es justamente una leyen­da normanda, pero de todos modos no es sajona. De hecho se constituye a partir de la recuperación de viejas leyendas célticas encontradas por los normandos bajo el estrato sajón de las poblaciones. Las leyendas célticas eran reactivadas en forma totalmente natural: iban en favor de la aristo­cracia normanda y de la monarquía normanda a causa de las múltiples relaciones existentes entre los normandos, en sus países de origen, y los bretones. Tenemos entonces dos conjuntos mitológicos fuertes, en torno de los cuales Inglaterra soñaba, en dos modos absolutamente diferentes, su propio pasado y su propia historia.

Mucho más importante que todo esto -en cuanto señalaba la presencia y los efectos de la conquista— era sin embargo la memoria histórica de las sublevaciones, cada una de ellas con sus específicos efectos políticos. Al­gunas de estas sublevaciones tenían sin duda un carácter racial bastante marcado (...). Otras (como aquella a cuyo término había sido concedida la Magna charta), habían dado lugar a una limitación del poder real, junto con algunas medidas de expulsión de los extranjeros, más de los que ve­nían de Poitou o de Anjou que de los normandos. Pero se trataba de un derecho del pueblo inglés que se ligaba, como fuera, con la necesidad de expulsar a los extranjeros,

Subsistía entonces toda una serie de elementos que permitían codificar las grandes oposiciones sociales en las formas históricas de la conquista y de la dominación de una raza sobre otra. Esta codificación, o en todo caso los elementos que la hacían posible, eran antiguos. Ya en las crónicas medievales se encuentran frases como ésta: "De los normandos descien­den los personajes de rango elevado de este país; los hombres de baja condición son hijos de los sajones". Esto significa que los conflictos -políticos, económicos, jurídicos- eran fácilmente articulados, codifica­dos, transformados en un discurso que era el de la oposición de las razas. Cuando después, entre fines del siglo xvi y comienzos del xvii aparecieron nuevas formas políticas de lucha, es en el fondo bastante lógico que se expresaran todavía dentro del vocabulario de la lucha racial. Esta especie de codificación (o por lo menos los elementos que estaban listos para ser codificados) ha funcionado de modo totalmente espontáneo.

Si hablo de codificación es porque la teoría de las razas no operó como la tesis particular de un grupo contra otro. Pero, dentro del mosaico de las razas y de sus sistemas de oposición, funcionó como un instrumento, discursivo y político, que permitía a unos y otros formular sus respectivas tesis. La discusión jurídico-política sobre los derechos del soberano y so­bre los derechos del pueblo se desarrolló en Inglaterra, en el siglo xvii, sobre la base del vocabulario proporcionado por el acontecimiento de la conquista, la relación de dominación de una raza sobre otra y la subleva­ción -o la amenaza permanente de la sublevación- de los vencidos contra los vencedores. Es ésta la razón por la cual es posible encontrar la teoría de las razas tanto en las posiciones de los parlamentarios como en las posiciones más radicales de los levellers o los diggers.

 

El primado de la conquista y de la dominación resulta explícitamente formulado en lo que yo llamaría el discurso del rey. Cuando Jacobo I de­claraba a la cámara estrellada que los reyes se sientan sobre el trono de Dios, se refería por cierto a la teoría teológico-política del derecho divino. En realidad, la elección divina -que hacía que él fuera efectivamente el propietario de Inglaterra- encontraba una señal y una caución histórica en la victoria normanda. Cuando era aún sólo rey de Escocia había decla­rado: "Puesto que los normandos tomaron posesión de Inglaterra, las le­yes del reino fueron establecidas por ellos". Esto tenía dos consecuencias. En primer lugar, el hecho de que Inglaterra había sido tomada en pose­sión y por tanto todas las tierras inglesas pertenecían a los normandos y a su jefe, es decir, al rey. El rey resulta efectivamente poseedor de la tierra inglesa en tanto jefe de los normandos. En segundo lugar, el derecho no deberá ser el derecho común a las varias poblaciones sobre las cuales se ejerce la soberanía: el derecho es la contraseña misma de la soberanía normanda, fue establecido por los normandos y naturalmente en ventaja propia. Con una habilidad que debía de turbar no poco a los adversarios, el rey o al menos los autores del discurso del rey hacían valer una analogía bastante extraña, pero también importante. Creo que el que la formuló por primera vez, en 1581, fue Adam Blackwood, en un texto titulado Adversus Georgii Buchanani dialogum, de iure regni apud scotos, pro regibus apología, en el cual se sostiene algo muy curioso: hay que entender la situación de Inglaterra en la época de la invasión normanda del mismo modo en que se interpreta la situación de América frente a las potencias (que todavía no eran llamadas) coloniales. Los normandos habían sido en Inglaterra lo que los europeos eran en América. Blackwood instituye ade­más un paralelo entre Guillermo el Conquistador y Carlos V diciendo, a propósito de este último, que después de haber sometido por la fuerza a una parte de las Indias Occidentales, había dejado a los vencidos sus bie­nes, pero no en propiedad sino simplemente en usufructo y a cambio de prestaciones. Lo que Carlos V hizo en América, y que consideramos per­fectamente legítimo desde el momento en que hacemos lo mismo (y no debemos engañarnos adrede), los normandos lo hicieron en Inglaterra. Los normandos se han instalado en Inglaterra sobre la base del mismo derecho en virtud del cual nosotros nos hemos establecido en América, es decir, el derecho de la colonización.

Creo que hubo, a fines del siglo xvi, una especie de efecto de retorno de la práctica colonial sobre las estructuras jurídico-políticas de Occiden­te. No hay que olvidar que la colonización, con sus técnicas y sus armas jurídico-políticas, así como ha transferido modelos europeos a otros con­tinentes, ha tenido a la vez muchos efectos de retorno sobre los mecanis­mos de poder en Occidente, sobre los aparatos, las instituciones y las téc­nicas de poder. Hubo toda una serie de modelos coloniales -sucesivamen­te adquiridos en Occidente- que le han permitido a Occidente practicar sobre sí mismo algo así como una colonización, un colonialismo interno. Este es, en síntesis, el modo en el cual el tema de la oposición de las razas actuaba en el discurso del rey. También la réplica que los parlamentarios oponían al discurso del rey se articulaba a partir del mismo tema de la conquista normanda. El modo en que los parlamentarios refutaban las pretensiones del absolutismo real se apoyaba de hecho él también sobre el acontecimiento de la conquista y sobre el dualismo de las razas.

El análisis de los parlamentarios y los parlamentaristas comenzaba paradójicamente con una suerte de denegación de la conquista, o más bien de distorsión del sentido de la conquista dentro de un elogio de Guillermo el Conquistador y de su legitimidad. Continuaba después sosteniendo (y dejando ver así cuán cerca estaba de Hobbes) que lo que había sucedido en Hastings no tenía importancia, porque Guillermo había sido seguramente rey legítimo. ¿Por qué? Porque Harold, antes de la muerte de Eduardo el Confesor, que había designado explícitamente a Guillermo como su suce­sor, había prestado juramento de que no llegaría a ser rey de Inglaterra, aceptando que Guillermo subiera al trono. De todos modos esto no se produjo. Pero, muerto Harold en la batalla de Hastings, no era ya sucesor legítimo, incluso para el que había sostenido la sucesión de Harold, fuera de Guillermo. De modo que Guillermo no resultaba ser el conquistador de Inglaterra, sino el heredero de derecho del reino de Inglaterra tal como era, es decir, un reino unido por determinadas leyes, y heredero de una soberanía que estaba delimitada por las mismas leyes del régimen sajón. Según este análisis, entonces, todo esto hace que lo que legitima la mo­narquía de Guillermo sea igualmente lo que limita su poder.

 

Por otra parte, agregan los parlamentarios, si se hubiera tratado de una conquista, si realmente la batalla de Hastings hubiera provocado la institución de una relación de pura dominación de los normandos sobre los sajones, ¿habría podido durar verdaderamente la conquista? ¿Cómo habría sido posible que unas pocas decenas de miles de aventureros nor­mandos, olvidados en las tierras inglesas, pudieran permanecer y asegu­rar efectivamente un poder permanente, dado que habían podido ser ase­sinados en su mismo lecho la noche misma de la batalla? Ahora bien, por lo menos en los primeros tiempos, no hubo grandes revueltas, y esto prue­ba suficientemente que los vencidos no se consideraban tanto como venci­dos y sojuzgados por los vencedores sino que más bien reconocían en los normandos a gente que podía ejercer el poder. Y aparte Guillermo había prestado juramento, había sido coronado por el arzobispo de York, le ha­bía sido confiada la corona y en el curso de la ceremonia él se había com­prometido a respetar las leyes que los cronistas consideraban leyes bue­nas, antiguas, aceptadas y aprobadas. Estaba, por tanto, vinculado con este sistema de la monarquía sajona que lo había precedido.

En un texto, titulado Argumentum anti-normannicum y representativo de estas tesis, hay una imagen en cuya parte superior se puede observar una batalla donde se ven dos compañías en armas (se trata evidentemente de los normandos y los sajones de Hastings) y en medio de ellas el cadáver del rey Harold. Por lo tanto la monarquía legítima de los sajones desapa­reció efectivamente aquí. Más abajo se ve una escena en tamaño más grande que representa a Guillermo mientras está por ser coronado. Pero la coro­nación es puesta en escena del siguiente modo: hay una estatua llamada Britannia que tiende a Guillermo una hoja donde se lee: "Leyes de Ingla­terra". El rey Guillermo recibe la corona del arzobispo de York mientras otro eclesiástico le da una hoja donde se lee: "Juramento del rey". De este modo se representa el hecho de que Guillermo no es realmente el conquis­tador que pretendía ser, sino más bien un heredero legítimo, cuya soberanía resulta limitada por las leyes de Inglaterra, por el reconocimiento de la Iglesia y por el juramento prestado por él mismo.

Winston Churchill escribía en 1675: "En el fondo Guillermo no ha conquistado Inglaterra, sino que fueron más bien los ingleses los que con­quistaron a Guillermo". Sólo después de esta transferencia -totalmente legítima- del poder sajón al rey normando, dicen los parlamentaristas, comenzó efectivamente la conquista, vale decir, todo un juego de desposesiones, de extorsiones, de abusos de los derechos. La conquista fue esta prolongada apropiación que siguió a la instalación de los normandos, la cual organizó en Inglaterra lo que en esa época se llamaba el "yugo normando", que es un régimen político rígidamente asimétrico, sistemá­ticamente favorable a la aristocracia y a la monarquía normanda. Contra esta conquista -y no contra Guillermo- tuvieron lugar todas las subleva­ciones del Medioevo; contra estos abusos, ligados con la monarquía nor­manda, se impusieron los derechos del Parlamento, herencias efectivas de la tradición sajona; contra este yugo normando, posterior a Hastings y al advenimiento de Guillermo, lucharon los tribunales inferiores cuando querían imponer a toda costa la ley común contra los estatutos reales. Y aún contra ellos se desarrollará la lucha del siglo xvii.

Ahora bien, ¿en qué consiste realmente este antiguo derecho sajón que, como se ve, fue aceptado, de hecho y de derecho, incluso por Guiller­mo, pero que los normandos quisieron sofocar o alejar en los años si­guientes a la conquista y que se procuró restablecer con la Magna charta, con la institución del Parlamento y con la revolución del siglo xvii? El jurista Edward Coke sostenía haber descubierto un manuscrito del siglo xiii al cual consideraba como la formulación de las viejas leyes sajonas. En realidad, bajo el título Mirrors of Justice, sólo se escondía la exposi­ción de algunas prácticas de derecho privado y público vigentes en el Medioevo. Coke hizo funcionar esta recolección de jurisprudencia como la exposición del derecho sajón.

 

El derecho sajón era pensado como la ley originaria e históricamente auténtica del pueblo sajón, el cual elegía a sus propios jefes, tenía sus propios jueces y reconocía el poder del rey sólo en tiempos de guerra, es decir, en calidad de jefe militar y sin pensar jamás que pudiera ejercer una soberanía absoluta e incontrolada sobre el cuerpo social. Se trataba enton­ces de una figura que -con las investigaciones jurídicas anticuarías- se quería fijar dentro de una forma históricamente determinada. Al mismo tiempo, sin embargo, el derecho sajón aparecía y era caracterizado como la expresión misma de la razón humana en su estado natural. Juristas como Selden, por ejemplo, hacían notar que se trataba de un derecho ma­ravilloso y perfectamente adecuado a la razón humana, por cuanto era similar, en el orden civil, al de Atenas, y en el orden militar, al de Esparta. Además, con respecto al contenido de las leyes religiosas y morales, el Estado sajón estaba próximo a la ley de Moisés. Atenas, Esparta, Moisés. El sajón era el Estado perfecto. Los "sajones divinos" (se lo encuentra escrito en un texto de 1549), un poco como los hebreos, eran diferentes de todo otro pueblo: sus leyes merecían ser respetadas como verdaderas leyes y su gobierno era como el reino de Dios, cuyo yugo es suave y cuya carga es ligera. El historicismo que se oponía al absolutismo de los Estuardo caía de este modo en una utopía funcional, donde se mezclaban al mismo tiempo la teoría de los derechos naturales, un modelo histórico valorizado y el sueño de una especie de reino de Dios. Y era el derecho sajón, enton­ces, supuestamente reconocido por la monarquía normanda, el que debía convertirse en el pedestal jurídico de la nueva república que los parlamen­tarios querían instituir.

También en el discurso pequeño-burgués o, si se prefiere, popular de los levellers y los diggers, que fueron los principales opositores no sólo de la monarquía sino también de los parlamentaristas, se vuelve a encontrar el tema de la conquista. Esta vez el historicismo oscilará hacia su límite extremo, es decir, hacia esa especie de utopía de los derechos naturales de la que hablábamos hace poco. En la posición radical de los levellers, ha­llaremos de nuevo, casi literalmente, la misma tesis del absolutismo real. Se dirá que la monarquía tiene razón cuando afirma que hubo una inva­sión, una derrota y una conquista. "La conquista se realizó efectivamente y hay que partir de este dato. Pero la monarquía absoluta se vale del hecho concreto de la conquista para hacer de él el fundamento legítimo de sus derechos. En cambio nosotros, que también reconocemos la realidad de la conquista normanda y de la derrota de los sajones, pensamos que se debe considerar a esta conquista y esta derrota no como el punto de partida del derecho -y de un derecho absoluto- sino como la fundación de un Estado no-derecho que invalida todas las leyes y todas las diferencias sociales que permiten distinguir a la aristocracia, al régimen de propiedad y así sucesi­vamente." Todas las leyes que funcionan en Inglaterra -lo afirma un texto de John Warr, The corruption and deficiency of the laws of England-deben ser consideradas "como expedientes, como trucos, maldades". Las leyes son trampas: no representan precisamente los límites del poder y no son medios para hacer reinar la justicia. Al contrario: son instrumentos de poder y (están) para servir a los intereses particulares. En consecuencia, el principal objetivo de la revolución deberá ser la supresión de todas las leyes que fueron promulgadas incluso después del ciclo normando propia­mente dicho, por cuanto ellas aseguran, de modo directo o indirecto, el yugo normando (norman yoke). Las leyes, decía Lilburne, fueron hechas por los conquistadores y en consecuencia es necesaria la supresión de todo el aparato legal.

 

En segundo lugar se deben eliminar todas las diferencias que oponen la aristocracia -y no sólo la aristocracia, sino la aristocracia y el rey, en tanto el rey es sólo uno de los aristócratas- al pueblo, puesto que los no­bles y el rey no tienen con el pueblo una relación de protección, sino sólo una constante y sistemática relación de rapiña y de exacción. Lo que se ejerce sobre el pueblo no es la protección real sino la extorsión nobiliaria, con la cual el rey se beneficia y a la cual a su vez garantiza. Guillermo y sus sucesores, decía Lilburne, han transformado a sus compañeros de pi­llaje, de saqueo y de hurto, en duques, barones y lords. Por lo tanto, puesto que el régimen de propiedad coincidía entonces con el régimen militar de la ocupación, de la confiscación y el saqueo, todas las relaciones de pro­piedad -así como todo el conjunto del sistema legal- debían ser reconsiderados y tomados según sus fundamentos. Las relaciones de pro­piedad resultan totalmente invalidadas por la efectualidad de la conquis­ta.

En tercer lugar, sostienen los diggers, la prueba de que el gobierno, las leyes, el estatuto de la propiedad no son, en último análisis, otra cosa que la prosecución de la guerra, de la invasión y de la derrota, está en el hecho de que el pueblo siempre pensó a su gobierno, a sus leyes y a sus relacio­nes de propiedad como efectos de la conquista. El pueblo ha denunciado sin cesar a la propiedad como saqueo, las leyes como extorsión y el go­bierno como dominación. Lo ha demostrado porque nunca ha cesado de rebelarse; y la rebelión para los diggers no es sino la otra cara de la gue­rra, cuyas leyes, poder y gobierno son la manifestación permanente. Ley, poder y gobierno son la guerra: la guerra de unos contra otros. La rebelión no será entonces la quiebra de un sistema pacífico de leyes por una causa cualquiera, sino la reversión de una guerra que el gobierno no deja de conducir. Si el gobierno es la guerra de los unos contra los otros, la rebe­lión será la guerra de los segundos contra los primeros.

Si hasta ahora las rebeliones no tuvieron éxito fue no sólo porque los normandos hayan vencido, sino también porque los ricos han introducido el sistema normando, beneficiándose con él en consecuencia, y dando por eso, con su traición, su ayuda al "normandismo". Han traicionado los ricos, ha traicionado la Iglesia. E incluso los elementos que los parlamen­tarios hacían valer como una limitación del derecho normando -la Magna charta, el Parlamento, la práctica de los tribunales- son en el fondo, aún y siempre, parte integrante del sistema normando y de sus extorsiones. Es decir de un sistema que funciona simplemente con la ayuda de una parte de la población, la más favorecida y más rica, que ha traicionado a la causa sajona y se pasó a la parte de los normandos. En todo esto que aparece como concesión no hay, en realidad, sino traiciones y astucias de guerra. Lejos de afirmar con los parlamentarios que se deben reforzar las leyes e impedir que el absolutismo real prevalezca contra ellas, los levellers y los diggers sostendrán la necesidad de liberarse de las leyes a través de una guerra que responda a la guerra. Contra el poder normando, es nece­sario llevar adelante la guerra civil hasta sus límites extremos.

A partir de aquí, el discurso de los levellers se fracturará en diversas direcciones que, en la mayor parte de los casos, permanecieron poco ela­boradas. Una de éstas fue una dirección propiamente teológico-racial, es decir, un poco al modo de los parlamentaristas, "el retorno a las leyes sajonas, que son las nuestras y que son justas porque son también leyes naturales". Además, se ve aparecer otra forma de discurso (que queda un poco en suspenso) que afirma que el régimen normando es un régimen nacido del saqueo y de la extorsión, que es la sanción de una guerra y que detrás de este régimen se encuentran, históricamente, las leyes sajonas. Pero quizá se podría hacer el mismo análisis a propósito de las leyes sajonas, que eran también ellas, a su vez, la sanción de una guerra, una forma de saqueo y de extorsión. En suma, el régimen sajón probablemente no fuera otra cosa que un régimen de dominación, justamente como el normado.

 

Ahora es necesario ir más lejos y afirmar -se trata de una elaboración que se encuentra en algunos textos de los diggers- que en el fondo la dominación comienza con toda forma de poder, o sea que no existen for­mas históricas de poder, cualesquiera que sean, que no puedan ser anali­zadas en términos de dominación de unos sobre otros. Por cierto esta ela­boración -como dije- queda en suspenso. Se la encuentra expresada en frases que, en verdad, nunca dieron lugar ni a un análisis histórico ni a una práctica política coherente. Queda sin embargo el hecho de que por primera vez es formulada aquí la idea de que toda ley, toda forma de soberanía, todo tipo de poder deben ser analizados no en términos de de­recho natural o de constitución de la soberanía, sino como el movimiento sin fin -y siempre histórico- de las relaciones de dominación de unos sobre otros.

Si he insistido mucho sobre este discurso inglés relativo a la guerra de las razas, es porque creo que se ve funcionar aquí, por primera vez de modo político y de modo histórico, como programa de acción política y como búsqueda de saber histórico, el esquema binario que señalé al co­mienzo. No hay duda de que este sistema de la oposición entre ricos y pobres existía ya, y que había efectivamente escandido la percepción de la sociedad, tanto en el Medioevo como en las ciudades griegas. Pero era la primera vez que un esquema binario no era un modo genérico de formular un descontento, presentar una reivindicación, constatar un peligro. Era la primera vez que este esquema binario podía articularse, en primer lugar, sobre hechos de nacionalidad: la lengua, el país de origen, los hábitos ancestrales, el espesor de un pasado común, la existencia de un derecho arcaico, el redescubirmiento de las leyes antiguas. Por otra parte, este esquema permitía descifrar, en su extensión histórica, todo un conjunto de instituciones y sus evoluciones. Permitía también analizar las institucio­nes actuales en términos de enfrentamiento y de guerra entre las razas, llevadas a cabo a sabiendas o hipócritamente, pero siempre violentamente.

En cuarto lugar, finalmente, este esquema binario fundaba la rebelión no simplemente sobre el hecho de que la situación de los más postergados había llegado a ser intolerable y, dado que no podían hacerse valer, era necesario que se rebelaran (lo que era, si se puede decir, el discurso de las revueltas del Medioevo). Ahora se trata, en cambio, de una rebelión que es formulada como una especie de derecho absoluto: no se tiene derecho a la sublevación porque una vez no ha podido hacerse valer y por tanto, si se quiere restablecer una justicia más justa, es necesario romper el orden, sino que se tiene derecho a la sublevación -ahora- como una especie de necesidad de la historia: la sublevación responde a cierto orden social que es el de la guerra, a la cual pondrá fin como última peripecia.

En consecuencia la necesidad lógica e histórica de la rebelión llega a inscribirse dentro de todo un análisis histórico que aclara a la guerra como elemento permanente de las relaciones sociales, como trama, como secre­to de las instituciones y de los sistemas de poder. Este era probablemente el gran adversario de Hobbes. Hobbes dispuso todo un frente del Leviatán justamente contra este adversario de todo discurso filosófico-jurídico que quiere fundar la soberanía del Estado. Contra él Hobbes ha dirigido su análisis del nacimiento de la soberanía. Y la razón por la cual quiso tan firmemente eliminar la guerra dependía del hecho de que, de modo preci­so y puntual, quería eliminar este terrible problema de la conquista -cate­goría histórica dolorosa y categoría jurídica difícil- problema en torno del cual se habían organizado, a fin de cuentas, todos los discursos y todos los programas políticos de la primera mitad del siglo xvii.

En forma más general, y a más largo plazo, lo que se debía eliminar es lo que yo llamaría el historicismo político. Es decir esa especie de discur­so que se ve perfilar a través de las discusiones de las que les hablé, que se formulará en algunas de las fases más radicales y que consiste en decir que, a partir del momento en que se trata de relaciones de poder, no se está en el derecho ni en la soberanía, sino en la dominación, se está en una relación históricamente ilimitada, ilimitadamente densa y múltiple de dominación. No se sale de la dominación, por lo tanto no se sale de la historia. El discurso filosófico-jurídico de Hobbes fue un modo de neutra­lizar este historicismo político que constituía el discurso y el saber real­mente activo en las luchas políticas del siglo xvii. Se trataba de neutrali­zarlo, exactamente como en el siglo xix el materialismo dialéctico neutra­lizará otro discurso del historicismo político. El historicismo político, de hecho, ha encontrado dos obstáculos: en el siglo xvii el obstáculo del dis­curso filosófico-jurídico, que trató de descalificar en el siglo xix el mate­rialismo dialéctico. La operación de Hobbes consistió en predisponer to­das las posibilidades del discurso filosólico-jurídico, hasta las más extre­mas, para acallar este discurso del historicismo político. Pues bien, de este discurso del historicismo político quisiera yo hacer la historia y el elogio.


Sexta lección

11 de febrero de 1976

El relato de los orígenes y el saber del príncipe

Empezaré con una narración que circuló en Francia desde comienzos del Medioevo, o casi, hasta el Renacimiento. Se trata de la historia de los franceses descendientes de los francos y de los francos que a su vez eran troyanos, los cuales, tras la guía del rey Francus, hijo de Príamo, habían abandonado Troya en el momento del incendio de la ciudad, se habían refugiado primero a lo largo de las riberas del Danubio, después en Germania a lo largo de las del Rin, y finalmente habían encontrado, o más bien fundado, en Francia su patria. No me interesa saber qué pudo haber significado esta narración en el Medioevo, ni conocer la función de esta leyenda del periplo y de la fundación de la patria. Quisiera simplemente subrayar un punto: es estupendo que este relato haya podido ser retomado y haya podido continuar circulando en una época como el Renacimiento. No tanto por el carácter fantástico de las dinastías o de los hechos históri­cos a los cuales se refería, sino más bien porque en esta leyenda hay una total eliminación de Roma y de la Galia (de la Galia que originalmente era enemiga de Roma, que invade Italia y asedia Roma). Pero hay también la cancelación de la Galia como colonia romana, la elisión de César y de la Roma imperial. Hay en consecuencia la borradura de toda una literatu­ra romana que era perfectamente conocida en la época del Renacimiento.

Creo que se puede comprender esta eliminación de Roma del relato troyano sólo con la condición de renunciar a considerar este relato de los orígenes como una suerte de historia condicionada todavía por viejas creen­cias. Me parece más bien que se trata de un discurso que tiene una función precisa, que consiste no tanto en relatar el pasado y los orígenes, como enunciar el derecho del poder. Esto significa que se trata en el fondo de una lección de derecho público, y en tanto tal ha circulado. Se debe decir que Roma está ausente del relato justamente porque se trata de una lec­ción de derecho público.

Sin embargo Roma está presente. Pero está presente en una forma desdoblada, desplazada, gemela. Roma está presente pero como espejo y como imagen. De hecho, afirmar que los francos, como los romanos, son fugiti­vos de Troya, decir que respecto del tronco troyano Francia es, de algún modo, la otra rama, simétrica a la romana, equivale a decir cosas que son, creo, política y jurídicamente significativas.

Decir que los francos son, como los romanos, fugitivos de Troya, sig­nifica en primer lugar afirmar que, a partir del día en que el Estado roma­no (que sólo era, a fin de cuentas, un hermano y a lo sumo un hermano mayor) desapareció, los otros hermanos, los menores, se convierten, de modo totalmente natural y en función del derecho de gentes, en herederos. Francia sucede así al imperio por una suerte de derecho natural y recono­cido por todos. Y esto quiere decir dos cosas importantes. En primer lugar que el rey de Francia hereda, sobre sus subditos, derechos y poderes que eran los mismos que el emperador ejercía sobre sus subditos. En otras palabras: la soberanía del rey de Francia es del mismo tipo que la sobera­nía del emperador romano. El derecho del rey es derecho romano. ¿Qué es la leyenda de los francos y de Troya sino un modo de narrar a través de imágenes, o de poner en forma de imágenes, el principio que había sido formulado en el Medioevo, en particular por Boutillier, cuando había afir­mado que en su reino el rey de Francia era emperador? Tesis importante, puesto que dispone, a lo largo de todo el curso de la Edad Media, el acom­pañamiento histórico-mítico del desarrollo del poder real que se realiza en el modo del imperium romano y a través de la reactivación de los dere­chos imperiales tales como habían sido codificados en la época de Justiniano.

 

Pero decir que Francia es la heredera del imperio significa también decir que Francia, hermana o prima de Roma, posee derechos iguales a los de la misma Roma. Significa afirmar que Francia no depende de una monarquía universal que querría resucitar el imperio romano. Francia es imperial como todos los demás descendientes del imperio romano: es tan imperial como el imperio alemán. Por eso no está subordinada en nada ni por nada a los césares germánicos. Ningún vínculo de vasallaje puede legítimamente anexarla a la monarquía de los Habsburgo y subordinarla, en consecuencia, a los grandes sueños de monarquía universal de los cua­les ésta era portadora. Por eso, en tales condiciones, era necesario que Roma fuera cancelada. Pero también era necesario que fuera cancelada la Galia romana, la de César y de la colonización, para que de ninguna manera la Galia y los sucesores de los galos pudieran resultar, nunca, subor­dinados a un imperio.

Por otra parte era necesario también que las invasiones francas, que rompían desde dentro con la continuidad del imperio romano, fueran eli­minadas. La continuidad interna del imperium romano hasta la monar­quía francesa excluía la ruptura de las invasiones. Pero la no subordina­ción de Francia al imperio, a los herederos del imperio (en particular a la monarquía universal de los Habsburgo) implicaba que no apareciera la subordinación de Francia a la antigua Roma y por tanto que la Galia ro­mana desapareciera. En otras palabras: que Francia fuera una suerte de otra Roma, donde otra significa independiente de Roma, pero Roma de todos modos. El absolutismo del rey debía valer aquí como en la misma Roma. En esto consiste, a grandes rasgos, la función de las lecciones de derecho público que se puede encontrar en la reactivación, o en la prose­cución, de la mitología troyana hasta el Renacimiento avanzado, es decir, hasta una época en que los textos romanos sobre la Galia, y sobre todo la romana, eran bien conocidos.

Se afirma a veces que fueron las guerras de religión las que permitie­ron hacer vacilar estas viejas mitologías (que considero -como dije- una lección de derecho público) y las que introdujeron por primera vez el tema de lo que Augustin Thierry llamará más tarde la "dualidad nacional", es decir, el tema de dos grupos hostiles que constituyen la infraestructura permanente del Estado. Pero no creo que sea del todo exacto. El que sos­tiene que habrían sido las guerras de religión las que permitieron pensar la dualidad nacional, se refiere al Franco-Gallia de François Hotman (1573), cuyo mismo título parece justamente indicar que el autor pensaba en una especie de dualidad. En efecto, en este texto Hotman retoma la tesis germánica que circulaba entonces en el imperio de los Habsburgo y que era en el fondo el equivalente, la tesis simétrica, el vis-á-vis especular de la tesis troyana que circulaba en Francia. Esta tesis germánica, que había sido repetidamente formulada, está muy bien enunciada por Beatus Rhenanus: "Nosotros los alemanes somos romanos, aunque germanos. Pero, a causa de la forma imperial que hemos heredado, somos los sucesores naturales y jurídicos de Roma. Ahora bien, los francos que invadieron la Galia son germanos como nosotros. Cuando invadieron la Galia abando­naron la Germania natal. Pero en tanto lo eran por origen, permanecieron germanos. En consecuencia, permanecen dentro de nuestro imperium. Y ya, que, por otra parte, han invadido y ocupado la Galia y vencido a los galos, a su vez en forma totalmente natural, ejercen sobre esta tierra de conquista y de colonización el imperium, el poder imperial del cual están, en tanto germanos, investidos por sobre todos los demás. La Galia, que es ahora Francia, por fuerza de un derecho de conquista y de victoria, y por vía del origen germánico de los francos, está subordinada a la monarquía universal de los Habsburgo".

Es esta tesis la que curiosamente, y naturalmente sólo hasta cierto punto, François Hotman retomará e introducirá en Francia en 1573. A partir de ese momento, y por lo menos hasta comienzos del siglo xvii, tendrá un éxito considerable. Hotman recupera la tesis alemana y afirma que los francos no son troyanos sino germanos que, después de una larga guerra, han invadido la Galia, han derrotado y echado a los romanos, y fundado una nueva monarquía. Se trata -es evidente- de la reproducción casi literal de la tesis germánica de Rhenanus. Digo "casi" porque hay una diferencia que es la diferencia fundamental: Hotman no dice que los francos vencieron a los galos, sino a los romanos.

 

La tesis de Hotman es importante porque introduce, casi en el mismo momento en que aparece en Inglaterra, el tema de la invasión. Es decir: el de la muerte y el nacimiento de los Estados. Todos los debates jurídico­políticos se anudarán, de hecho, en torno de este tema y a partir de la introducción de esta dualidad fundamental ya no se podrá más sostener esa lección de derecho público que había tenido la función de garantizar el carácter ininterrumpido de la genealogía de los reyes y de su poder. Es evidente que de ahora en más el gran problema del derecho público será el que un sucesor de Hotman, Etienne Pasquier, llamará une autre suite (otra sucesión). ¿Qué sucede, qué es del derecho público y del poder real, desde el momento en que los Estados -en vez de sucederse uno al otro por una, especie de continuidad que nada interrumpe- nacen, crecen en poderío, decaen y por fin desaparecen completamente? En suma, Hotman puso efectivamente el problema -no muy diferente de aquel de la naturaleza circular y de la vida precaria de los Estados- de las dos naciones extrañas dentro del Estado.

Por otra parte, ninguno de los autores contemporáneos a las guerras de religión admitió nunca la idea de que una dualidad cualquiera -de raza, de origen, de nación- pudiese atravesar la monarquía. Los patrocinadores de una religión única -que afirmaban el principio "una fe, una ley, un rey"- no podían reivindicar la unidad religiosa admitiendo una dualidad interna en la nación; los que por el contrario reivindicaban la posibilidad de elección religiosa o la libertad de conciencia, podían hacer aceptar sus tesis sólo con la condición de afirmar que ni la libertad de conciencia, ni la posibilidad de elección religiosa y ni siquiera la existencia de dos reli­giones en el cuerpo de la nación, podían en ningún caso comprometer la unidad del Estado. Tanto si se asume la tesis de la unidad religiosa como si se sostiene la posibilidad de una libertad de conciencia, la tesis de la unidad del Estado queda reforzada en el curso de todo el período de las guerras de religión.

Cuando Hotman relató su historia, lo hizo para proponer un modelo jurídico de gobierno contrapuesto al absolutismo romano que la monar­quía francesa quería resucitar. La historia del origen germánico de la in­vasión es un modo de afirmar que el rey de Francia no tiene el derecho de ejercer sobre sus subditos un imperium de tipo romano. El problema de Hotman -como lo muestra el modo mismo en que es narrada la fábula- es el de delimitar desde dentro el poder monárquico y no el de disociar dos elementos heterogéneos en el pueblo: "Originalmente los galos y los germanos eran pueblos hermanos que se habían establecido en dos regio­nes vecinas, uno sobre una costa y el otro sobre la otra del Rin. El emplazamiento de los germanos en la Galia no tendrá el carácter de una invasión extranjera. Se podría casi decir que es como si los germanos se hubieran establecido en su propia casa o en todo caso en la casa de sus hermanos".

Pero entonces, ¿quiénes eran los extranjeros para los galos? Los extran­jeros eran los romanos, los cuales -imponiendo con la invasión y con la guerra (la guerra narrada por César) el régimen político del absolutismo-han establecido algo totalmente extraño a la Galia: el imperium romano. Los galos resistieron por siglos a la dominación, pero sin éxito. Por fin los hermanos germanos iniciaron, hacia los siglos iv y v, una guerra de libe­ración en favor de sus hermanos galos. Los germanos no llegaron enton­ces como invasores, sino como un pueblo que se movió para ayudar al pueblo hermano a liberarse de los invasores romanos. Echados los roma­nos, los galos, libres de ahora en más, forman con los hermanos germáni­cos una sola y misma nación, cuya constitución, cuyas leyes fundamenta­les (...) son las leyes fundamentales de la sociedad germánica. Vale decir: soberanía del pueblo que se reúne regularmente en el campo de Marte o en las asambleas de mayo; soberanía del pueblo que elige su propio rey como quiere y lo depone cuando es necesario; soberanía de un pueblo regido por magistrados cuyas funciones son temporarias y siempre revocables por el consejo. Es esta constitución germánica la que los reyes han violado para edificar el absolutismo de la monarquía francesa del siglo xvi.

Según la historia relatada por Hotman no se trata de ningún modo de establecer una dualidad. Se trata, en cambio, de instituir una unidad pro­funda, una unidad de algún modo germánico-francesa, franco-gálica (como él dice). Al mismo tiempo se trata de relatar, en forma de historia, el desdoblamiento del presente. Está claro que los romanos invasores de los que habla Hotman son el equivalente, transpuesto al pasado, de la Roma del Papa y de su clero. Los germanos fraternos y liberadores son introdu­cidos, en cambio, en representación de la religión reformada proveniente de la otra orilla del Rin. Unidad del reino y soberanía del pueblo. Es el proyecto político de una monarquía constitucional sostenido por numero­sos círculos protestantes de la época.

 

Este discurso de Hotman es importante porque conjuga, en una forma que resultará definitiva, el proyecto de limitar el absolutismo real con el redescubrimiento -en el pasado— de un modelo histórico que habría fijado los derechos recíprocos del rey y de su pueblo y que después habría sido olvidado y violado. En el discurso de Hotman se establece, sin ceder por nada a la tentación del dualismo, la conexión que subsistirá, a partir del siglo xvi, entre la delimitación de los derechos de la monarquía, la recons­titución de un modelo pasado y la revolución como renacimiento de una constitución fundamental y olvidada. Esta tesis, germánica, era -como se vio- de origen protestante. Sin embargo, pronto comenzó a circular no sólo en los ambientes hugonotes sino también en los católicos. De hecho, desde el momento en que (durante el reinado de Enrique III y sobre todo en la época de la conquista del poder por parte de Enrique IV) los católi­cos -rebelándose bruscamente contra el absolutismo real- tuvieron inte­rés en buscar una limitación del poder real, se la encuentra también en numerosos historiadores católicos. (...) Pero a partir de la primera treintena del siglo xvii, esta tesis será objeto de una acción que apunta, si no exacta­mente a descalificar, por lo menos a circunscribir el origen germánico. El elemento germánico comportaba algo inaceptable para el poder monár­quico, ya fuera en relación con el ejercicio del poder y los principios del derecho público, o en relación con la política europea de Richelieu y de Luis XIV.

Para torcer la idea de la fundación germánica de Francia fueron usa­dos muchos instrumentos. Si el primero comporta una suerte de vuelta al mito troyano, que es reactivado de hecho hacia mediados del siglo xvii, el segundo -que yo llamaría "galocentrismo" radical y que resultará funda­mental como tema- es absolutamente nuevo. Los galos que Hotman había hecho aparecer como partners de relevo en la prehistoria de la monarquía francesa eran una especie de materia inerte o de sustrato: gentes que ha­bían sido vencidas y sojuzgadas y que habían debido ser liberadas desde el exterior. En cambio, a partir del siglo xvii se transformarán en el princi­pio primero, el elemento fundamental, el motor de la historia. Y, por una suerte de inversión de las polaridades y de los valores, los germanos serán presentados como una población descendiente de los galos.

En la historia de los galos, los germanos son sólo un episodio. Es ésta la tesis que se encuentra en autores como Augidier o Tarault. Augidier cuenta, por ejemplo, que los galos fueron los padres de todos los pueblos de Europa. ¿Cómo? Un rey galo se había encontrado ante una nación tan rica, tan plena, tan pletórica, con una población tan abundante, que había sido necesario eliminar una parte. Había enviado así a uno de sus sobrinos a Italia y a otro a Germania. A partir de esta especie de expansión y de colonización, los galos y la nación francesa habrían sido de algún modo la matriz de todos los demás pueblos de Europa. Justamente por eso, dice Augidier, la nación francesa tiene un origen común a todo lo que en el mundo hubo de más terrible, de más audaz y glorioso: vándalos, godos, burgundios, ingleses, herules, hunos, gepides, alemanes, rusos, longo-bardos, turingios, tártaros, turcos, persas y también normandos.

Los francos que en los siglos iv-v invadieron la Galia no eran sino galos anhelosos de volver a ver el país del cual provenían originalmente y no pensaban liberar un país sojuzgado o liberar hermanos vencidos. Se habían movido simplemente por una nostalgia profunda y por el deseo de beneficiarse con una civilización floreciente como la galo-romana. Los primos, los hijos pródigos, volvían. Pero al volver, al radicarse en la Galia, no han sacudido realmente el derecho romano, lo han absorbido, es decir, han absorbido la Galia romana o se dejaron absorber por la Galia romana. La conversión de Clodoveo es la manifestación del hecho de que los anti­guos galos, transformados en germanos y francos, readoptaban los valo­res, el sistema político y religioso del imperio romano. Y si en la época del retorno los francos habían debido batirse, no había sido contra los galos, ni tampoco contra los romanos, de los cuales habían absorbido los valo­res, sino contra los burgundios y los godos (que eran heréticos en tanto arríanos) y contra los sarracenos no creyentes. Para recompensar a los guerreros que habían luchado contra godos, burgundios y sarracenos, los reyes les concedieron un feudo. El origen de lo que en esa época no se llamaba todavía feudalismo fue así establecido en estas guerras.

La fábula permitía afirmar el carácter autóctono de la población gáli­ca. Permitía también afirmar la existencia de fronteras naturales de la Galia: las descritas por César, y que Richelieu y Luis XIV habían puesto como objetivo político de su política exterior. El nuevo relato permitía además cancelar no sólo todas las diferencias raciales (en la población) sino toda heterogeneidad entre un derecho germánico y un derecho roma­no. Era necesario demostrar que los germanos habían renunciado a su propio derecho para adoptar el sistema jurídico-político de los romanos. Aparte, había que hacer derivar los feudos y las prerrogativas de la noble­za, no de los derechos fundamentales y arcaicos de esta misma nobleza, sino simplemente de una voluntad del rey, cuyo poder y cuyo absolutismo debían ser anteriores a la organización misma del feudalismo. Se trataba, finalmente, de hacer pasar a la parte francesa las aspiraciones a la monar­quía universal. Desde el momento en que la Galia era lo que Tácito había llamado (aunque a propósito de Germania) la vagina nationum y desde el momento en que la Galia -en este relato- era efectivamente la matriz de todas las naciones, la monarquía universal sólo podía corresponder al monarca que era el heredero de la tierra gala.

 

Naturalmente alrededor de este esquema hubo muchas variaciones, pero no me detendré en ellas. Si les he hecho esta narración bastante larga es sólo porque quería ponerla en relación con lo que sucedía en la época en Inglaterra. Hay por lo menos un punto en común y una diferencia funda­mental entre lo que se decía en Inglaterra sobre el origen y la fundación de la monarquía inglesa y lo que se dice en Francia, hacia mediados del siglo xvii, sobre la fundación de la monarquía francesa. El punto en común está en el hecho de que la invasión, con sus formas, sus modalidades, en tanto se pone en juego una postura político-jurídica fundamental, llegó a ser un problema histórico: la invasión deberá decir qué son la naturaleza, los derechos y los límites del poder monárquico, qué son los consejos del rey, las asambleas, las cortes supremas; corresponde a la invasión decir qué es la nobleza, cuáles son los derechos de la nobleza respecto del rey, de los consejos, del pueblo. En síntesis, se le pide a la invasión que formule los principios mismos del derecho público.

En la misma época en que Grotius, Pufendorf, Coke, Hobbes buscaban en los derechos naturales las reglas de constitución de un Estado justo, comenzaba también, en contrapunto y en oposición, una enorme investigación histórica sobre el origen y la validez de los derechos efectivamente ejercidos, siempre a partir de un hecho histórico, o si prefieren dentro de cierto segmento de historia, que llegará a ser el más sensible, jurídica y políticamente, de toda la historia de Francia. Se trata del período que va, a grandes rasgos, de Meroveo a Carlomagno, del quinto al noveno siglo, y del que nunca se dejó de decir (se lo repite sin tregua a partir del siglo xvii) que es el más desconocido. ¿Desconocido? Quizá. Pero por cierto el más remanido. De hecho, lo que cuenta es que este período entra, creo que por primera vez, en el horizonte de una historia de Francia que hasta entonces había estado destinada a establecer la continuidad del poder del imperium real y sólo contaba historias de troyanos y de francos. Aparecie­ron nuevos personajes, nuevos textos, nuevos problemas: Meroveo. Clodoveo, Carlos Martel, Pipino; las obras de Gregorio de Tours, las me­morias de Carlomagno; las costumbres, como los campos de Marte o las asambleas de mayo, el ritual del rey llevado sobre los escudos y así en más.

Todo esto brinda un paisaje histórico nuevo, un referente nuevo, que se puede comprender sólo en la medida en que se comprende que existía una correlación muy fuerte entre este material y las discusiones políticas sobre el derecho público. En efecto, la historia y el derecho público actúan en forma conjunta. Los problemas puestos por el derecho público y la delimitación del campo histórico tienen una correlación fundamental -y además la expresión "historia y derecho público" está consagrada en las Institutiones hasta fines del siglo xviii. Por otra parte, si observan cómo se enseña realmente la historia, en el siglo xiv y todavía en el xx, verán que lo que se cuenta es el derecho público. Ya no sé qué han llegado a ser los manuales escolares de hoy, pero no ha pasado mucho tiempo desde que la historia de Francia comenzaba con la historia de los galos. Y si se plan­tean el problema de saber qué significa la frase: "nuestros antepasados, los galos" (que hace reír, porque se la enseñaba también a los argelinos, a los africanos), pues bien, verán que esta frase tiene un significado muy preciso. Decir: "nuestros antepasados, los galos" es en el fondo formular una proposición que tiene sentido sólo en la teoría del derecho constitu­cional y en el ámbito de los problemas puestos por el derecho público. También, contar con lujo de detalles la batalla de Poitiers tiene un sentido muy preciso, en cuanto esta guerra entre los francos y los galos por un lado, y los invasores de otra raza y otra religión por el otro, permite fijar el origen del feudalismo en algo que no es un conflicto interno entre francos y galos.

La historia de la copa de Soissons -una historia difundida, creo, en todos los manuales de historia y que acaso se enseñe todavía hoy- es por cierto una de las más seriamente estudiadas durante todo el siglo xviii. Pero cuando se la relata se hace siempre la historia de un problema de derecho constitucional: en los orígenes, ya que se dividían las riquezas, ¿cuáles eran realmente los derechos del rey con respecto a los derechos de sus guerreros y de la nobleza (puesto que estos guerreros están en el ori­gen de la nobleza)? Se creyó enseñar la historia. Pero en los siglos xix y xx los manuales de historia eran de hecho todavía manuales de derecho pú­blico: se enseñaba el derecho público y el derecho constitucional en las formas figuradas de la historia.

 

Primer punto a considerar: aparece en Francia un nuevo campo histó­rico totalmente similar (por su materia) y casi contemporáneo del que se produce en Inglaterra cuando, en torno del problema de la monarquía, se reactiva el tema de la invasión. Pero mientras que en Inglaterra la con­quista y 'a dualidad racial normandos-sajones representaban el punto de articulación esencial de la historia, en Francia, hasta casi fines del siglo xvii. no hay ninguna heterogeneidad en el cuerpo de la nación, y todo el sistema de parentesco fantástico entre galos y troyanos, galos y germanos y galos y romanos, permite asegurar una continuidad en la transmisión del poder y una homogeneidad sin problemas en el cuerpo de la nación. Esta homogeneidad es justamente la que se hace añicos a fines del siglo xvii. Pero no por obra de una construcción teórica, teórico-mitológica, suplementaria y diferente respecto de aquello de lo que se habló, sino por un discurso que me parece absolutamente nuevo, a causa de sus funciones, de sus objetos y de sus consecuencias.

No son las guerras civiles o sociales, ni las guerras religiosas del Re­nacimiento, ni los conflictos de la Fronda, los que introdujeron, como reflejo y expresión suyos, el tema del dualismo nacional, sino conflictos y problemas en apariencia laterales y que en general son caracterizados como luchas de retaguardia. Ellos permitieron pensar dos puntos capitales no inscritos aún ni en la historia ni en el derecho público. Se trata, por un lado, del problema de saber si realmente la guerra de grupos hostiles cons­tituye la infraestructura del Estado; por el otro, del problema del saber si el poder político puede ser considerado como el producto, el arbitro hasta cierto punto, pero más a menudo el instrumento, el beneficiario, el elemento de desequilibrio y de partido en esta guerra. Es por cierto un pro­blema limitado. Pero es fundamental. Una vez expuesto, la tesis implícita de la homogeneidad del cuerpo social (que ni siquiera necesitaba ser for­mulada, a tal punto era aceptada) se hará pedazos. ¿Pero cómo? Diría que a partir de un problema de pedagogía política.

He aquí el problema: ¿qué debe saber el príncipe, de dónde y de quién debe tomar su propio saber, quién esta habilitado para formar el saber del príncipe? Concretamente éste era el problema de la educación del duque de Borgoña, problema que, por toda una compleja serie de razones, ha suscitado tantos interrogantes. Me refiero pues a ese conjunto de conoci­mientos relativos al Estado, al gobierno y al país, que era considerado necesario para el que había de ser llamado, de ahí a pocos años, es decir a la muerte de Luis XIV, a dirigir el Estado, el gobierno, el país. No es entonces cuestión de la educación de Telémaco, sino de ese enorme infor­me sobre el Estado de Francia encargado por Luis XIV a su administra­ción, a sus intendentes, y destinado a su bisnieto, el duque de Borgoña, su heredero efectivo: balance de Francia, estudio general sobre la situación de la economía, de las instituciones, de las costumbres. Este es el conjunto de lo que debe constituir el saber del rey y mediante el cual el rey podrá reinar.

Luis XIV obliga a los intendentes a presentar el informe. Después de muchos meses los textos son finalmente redactados y reunidos. El que recibe primero el informe sobre la situación de Francia es el círculo del duque de Borgoña. O sea: la oposición nobiliaria que circundaba al duque de Borgoña y que acusaba al régimen de Luis XIV de haber puesto en peligro el poderío económico y político de la nobleza. Henri de Boulainvilliers será el encargado de presentar al duque de Borgoña el informe en forma reducida y sobre todo de dar su explicación e interpre­tación: de recodificarlo, si se quiere. En efecto, Boulainvilliers selecciona la enorme masa de escritos, la achica, la resume en dos gruesos volúme­nes Después de lo cual redacta la presentación con el agregado de cierto número de reflexiones críticas y de un discurso que constituye para él el acompañamiento necesario del enorme trabajo administrativo de descrip­ción y análisis del Estado cumplido por los intendentes. Este discurso es bastante singular. Se trata de un ensayo sobre el antiguo gobierno de Francia -hasta Hugo Capeto- para iluminar el estado actual de Francia.

 

Boulainvilliers, en éste como en otros textos, se propone hacer valer las tesis favorables a la nobleza. Critica la venalidad de los cargos, que no favorece por cierto a la nobleza empobrecida; protesta contra el hecho de que la nobleza fue desposeída de su derecho de jurisdicción y de los bene­ficios ligados con éste; reclama para la nobleza un puesto de derecho en el consejo del rey; censura el papel desempeñado por los intendentes en la administración de las provincias. Pero lo que importa es que Boulainvilliers, en todo este emprendimiento que consiste en la tentativa de recodificar los informes para el rey, quiere protestar contra el hecho de que el saber suministrado y puesto ahora a disposición del príncipe es un saber fabri­cado por la misma máquina administrativa. Es decir, se critica el hecho de que el saber del rey sobre sus subditos está enteramente colonizado, ocu­pado, prescrito, definido por el saber del Estado sobre el Estado.

El problema será entonces el siguiente: ¿el saber del rey sobre su pro­pio reino y sobre sus subditos debe ser isomorfo al saber del Estado sobre el Estado? Todos los conocimientos fiscales, burocráticos, económicos, jurídicos necesarios para el funcionamiento de la monarquía administra­tiva, ¿deben ser incorporados al príncipe a través del conjunto de conoci­mientos que se le suministra y que le permitirá gobernar? La cuestión es, en otras palabras, que la administración, el gran aparato administrativo que los reyes han puesto a disposición de la monarquía, está de algún modo soldado al príncipe mismo, hace cuerpo con el príncipe a través de la voluntad arbitraria e ilimitada que éste ejerce sobre una administración que está enteramente en posesión suya y a su disposición y a la cual, en consecuencia, no es posible resistir. Pero el príncipe (con el cual la admi­nistración hace cuerpo a través del poder del príncipe), por amor o por fuerza, será llevado él mismo a hacer cuerpo con su administración, a estar unido con ella, a través del saber que (pero esta vez de abajo hacia arriba) la administración le retransmite. La administración permite al rey hacer reinar en el país una voluntad sin límites. Y a la inversa, la admi­nistración reina sobre el rey gracias a la calidad y a la naturaleza del saber que le impone.

Creo por eso que el verdadero blanco de Boulainvilliers y de sus alle­gados -así como el blanco de sus sucesores hacia la mitad del siglo xviii (por ejemplo el conde de Buat-Nancay) o el blanco de Montlosier (cuyo problema será sin embargo aún más complicado dado que escribirá, a comienzos de la restauración, contra la administración imperial)- el ver­dadero objetivo, en todo caso, de todos los historiadores ligados con la reacción nobiliaria, fue el mecanismo de saber-poder que a partir del siglo xvii ligó el aparato administrativo con el absolutismo de Estado. Creo, en suma, que las cosas se desarrollaron un poco como si la nobleza, empo­brecida y en parte excluida del ejercicio del poder, hubiera asumido como objetivo principal de su ofensiva y de su contraofensiva, no tanto la recon­quista directa e inmediata de sus poderes o la recuperación de sus riquezas (que había perdido ya definitivamente), sino la recuperación de un ele­mento importante en el sistema de poder, descuidado por la nobleza qui­zás hasta en la época en que ésta se hallaba en el ápice de su poderío. Este espacio estratégico, abandonado por la nobleza, había sido ocupado por clérigos, por magistrados, por la burguesía, por administradores y por los mismos hombres de finanzas. La posición a reocupar en primer término, el objetivo estratégico que Boulainvilliers fijará de ahora en más para la nobleza, no será entonces, como se decía en el lenguaje de la corte, "el favor del rey". Por el contrario, lo que se deberá reconquistar ahora, lo que habrá que ocupar ahora, será el saber del rey. El saber del rey o cierto saber común al rey y a los nobles: una ley implícita, un compromiso recí­proco del rey y de su aristocracia. Hay que despertar la memoria de los nobles que se ha debilitado o por lo menos distraído, y los recuerdos del monarca cuidadosamente y acaso malignamente sepultados, para recons­tituir el justo saber del rey que será el justo fundamento de un gobierno justo. En consecuencia será necesario todo un trabajo de excavación para investir el nuevo saber del rey.

 

El contra-saber del rey adoptará la forma de investigaciones históricas absolutamente nuevas. Digo contra-saber porque este saber nuevo y estos nuevos métodos para investir el saber del rey son definidos por Boulain­villiers y por sus sucesores en primer lugar de modo negativo respecto de dos saberes eruditos, dos saberes que son las dos caras (y quizá también las dos fases) del saber administrativo. En este momento, el gran enemigo del nuevo saber a través del cual la nobleza quiere re-calificarse en el saber del rey, el saber que hay que eliminar, es el saber jurídico: el del tribunal, del procurador, del jurisconsulto y del canciller. Saber cierta­mente odioso para los nobles, dado que es el que los excluyó, los despose­yó a través de sutilezas que ellos no entendían, los despojó sin que ellos pudiesen siquiera darse cuenta bien, los privó de sus derechos de jurisdic­ción y después, por añadidura, de sus bienes. Pero se trata de un saber que también es odioso porque -remitiendo del poder al poder- es de algún modo circular. Cuando, para conocer sus propios derechos, el rey interro­ga a los cancilleres o jurisconsultos, ¿qué respuesta podrá obtener, sino la de un saber establecido por el punto de vista del juez o del procurador que el rey mismo creó? Y en el cual en consecuencia no es sorprendente, sino más bien totalmente natural, que el rey encuentre los elogios de su propio poder (incluso si están hechos para enmascarar las sutiles sustracciones de poder de los procuradores y los cancilleres). Saber circular, entonces. En todo caso, saber donde el rey sólo podrá encontrar la imagen misma de su propio absolutismo, que lo remite, en la forma del derecho, al conjunto de las usurpaciones que el rey, a su vez, ha cometido en los confrontamientos con su nobleza.

Contra este saber de los cancilleres la nobleza quiere hacer valer otro. Será el saber de la historia, que tendrá como característica el hecho de desarrollarse fuera del derecho, detrás del derecho, en los intersticios del derecho; que no será simplemente, como había sido hasta ese momento, el desarrollo figurado, dramatizado, del derecho público. El saber de la his­toria intentará retomar el derecho público en sus raíces, y resituar las instituciones del derecho público dentro de una red más antigua de otros compromisos, más profundos, más solemnes, más esenciales.

Contra el saber del canciller, donde el rey sólo podrá encontrar el elo­gio de su absolutismo (es decir: aún y siempre el elogio de Roma), se procurará hacer valer un fondo de ecuanimidad histórica. Detrás de la historia del derecho, habrá que volver a despertar compromisos no escri­tos, fidelidades que no han dejado testimonios. Se buscará reactivar tesis olvidadas, rescatar la sangre derramada de la nobleza por el rey. Se hará además aparecer el edificio entero del derecho -hasta en las instituciones más consolidadas, en los ordenamientos más explícitos y más reconocidos-como el resultado de toda una serie de iniquidades, de injusticias, de abu­sos, de desposesiones, de traiciones, de infidelidades, cometidos tanto por el poder real, que renegó de sus propios compromisos respecto de la no­bleza, como por los leguleyos, que siempre ejercieron atropellos contra el poder de la nobleza, y al mismo tiempo, quizá sin darse cuenta bien, con­tra el poder del rey. La historia del derecho será entonces la denuncia de las traiciones, de todas las traiciones que se hilvanaron sobre traiciones; se opondrá en su forma misma al saber del canciller o del juez: abrirá los ojos del príncipe ante todas las usurpaciones de las que no ha tenido con­ciencia, le devolverá la fuerza y el recuerdo de los vínculos que él a su vez tuvo sin duda interés en olvidar y hacer olvidar. Contra el saber de los cancilleres, que remite siempre de una actualidad a otra, del poder al po­der del texto de la ley a la voluntad del rey: la historia será entonces el arma de la nobleza traicionada y humillada. Pero se tratará de una historia cuya forma profundamente antijurídica será, detrás de la escritura, el desciframiento, la rememoración más allá de todo desuso y la denuncia de la hostilidad aparente que escondía. He aquí entonces el primer gran ad­versario denunciado por el saber histórico de la nobleza para volver a ocupar el saber del rey.

 

El otro gran adversario es el saber del intendente: no ya la cancillería, sino el oficio. También este saber es odioso. Y lo es por razones parejas, puesto que ha permitido depredar poco a poco las riquezas y el poderío de los nobles. Es un saber que puede deslumhrar e ilusionar al rey, dado que el rey, gracias a él, puede hacer pasar su propio poder, obtener la obedien­cia, asegurar la físcalidad. Es un saber administrativo, sobre todo econó­mico, cuantitativo: saber de las riquezas actuales o virtuales, saber de los impuestos soportables, de las tasas útiles. Contra esta forma de saber la nobleza quiere hacer valer su forma de conocimiento. Tendremos así una historia de las riquezas en lugar de una historia económica. Esto significa que tendremos una historia de los desplazamientos de las riquezas, de las exacciones, de los latrocinios, de los engaños, de las apropiaciones inde­bidas, de los empobrecimientos, de las ruinas. Una historia, por ende, que detrás del problema de la producción de riquezas, muestra a través de qué ruinas, deudas, acumulaciones abusivas, se formó realmente un Estado de las riquezas que no es otro, a fin de cuentas, que la mezcla de la deshones­tidad del rey con la deshonestidad de la burguesía. Al análisis de las ri­quezas se opondrá entonces la historia de cómo los nobles se han arruina­do con las guerras sin fin; de cómo la Iglesia se hizo conceder, por medio de la astucia, tierras nobiliarias y réditos nobiliarios; de cómo la burgue­sía ha debilitado a la nobleza; de cómo el fisco real ha erosionado los recursos de los nobles.

Los dos grandes discursos -el del canciller y el del intendente, el del tribunal y el del oficio- a los cuales la historia de la nobleza quiere opo­nerse, no tuvieron sin embargo la misma cronología: la lucha contra el saber jurídico es sin duda más fuerte, activa e intensa en la época de Boulainvilliers, es decir, entre fines del siglo xvii y comienzos del xviii; la lucha contra el saber económico se hizo sin duda más violenta hacia me­diados del siglo xviii, en la época de los fisiócratas (que serán los grandes adversarios de Buat-Nançay). En todos los casos, ya se trate del saber de los intendentes, de los oficios, de los economistas, o bien del saber del canciller y del tribunal, siempre está en discusión el saber que se constituye del Estado al Estado. Esta forma de saber es sustituida por otra forma de saber, cuyo perfil general es la historia. Pero, ¿la historia de qué?

La historia nunca había sido otra cosa que la historia que el poder se contaba a sí mismo sobre sí mismo. En suma, la historia que el poder hacía relatar sobre él era la historia del poder a través del poder. La histo­ria que la nobleza comienza ahora a relatar contra el discurso del Estado sobre el Estado, del poder sobre el poder, es un discurso que hará estallar el funcionamiento mismo del discurso histórico. En este punto se deshace la pertenencia del relato de la historia al ejercicio del poder, a su reforza­miento ritual, a la formulación figurada del derecho público. Con Boulainvilliers, el discurso de la nobleza reaccionaria de fines del siglo xvii hace aparecer un nuevo sujeto de la historia. Esto significa dos cosas. Por un lado un nuevo sujeto que habla: es otro el que toma la palabra en la historia, el que cuenta la historia; es otro el que dirá "yo" y "nosotros", cuando cuente la historia; es otro el que hace el relato de su propia histo­ria; es otro el que reorienta el pasado, los acontecimientos, los derechos y las injusticias, las derrotas y las victorias, en torno de sí mismo y de su propio destino. Tenemos por tanto un desplazamiento del sujeto que habla en la historia, pero también un desplazamiento del sujeto de la historia, en el sentido de que hay una modificación en el objeto mismo del relato his­tórico, en su tema. Hay pues una modificación del elemento primero, an­terior, más profundo, que permitirá definir en relación así los derechos, las instituciones, la monarquía y la misma tierra. En síntesis, aquello de lo que se hablará serán las peripecias de algo que pasa bajo el Estado, que atraviesa el derecho, que resulta más antiguo y más profundo que las ins­tituciones.

Pero, ¿qué es este nuevo sujeto de la historia que es a un tiempo el que habla en el relato histórico y aquello de lo cual habla este mismo relato histórico? Es lo que un historiador de la época llama una "sociedad", pero una sociedad entendida como asociación, grupo o conjunto de individuos unidos por un estatuto; una sociedad compuesta por cierto número de in­dividuos y que tiene sus costumbres, sus usos y su ley particular. Este algo que habla de ahora en adelante en la historia, que toma la palabra en la historia y de lo cual se hablará en la historia, es lo que el lenguaje de esa época designará con la palabra "nación".

La nación, entonces, no era exactamente algo que pudiese ser definido a través de la unidad de los territorios o mediante una determinada morfo­logía política, o gracias a un sistema de sujeción a un imperium cualquiera. La nación en esa época no tenía fronteras, no tenía un sistema de poder definido, no tenía Estado. La nación circula dentro de las fronteras y de las instituciones. Coincide más bien con las naciones, es decir, con los grupos, las sociedades, las agrupaciones de personas o individuos que tie­nen en común un estatuto, costumbres, usos, una ley particular, una ley entendida más como regularidad estatutaria que como ley estatal. La his­toria se ocupará de todo esto, de estos elementos. Y serán justamente estos elementos, es decir, será la nación la que tomará la palabra. Según ella, la nobleza es una nación frente a otras numerosas naciones que circulan en el Estado y que se oponen unas a otras. De este concepto de nación surgirá el problema revolucionario de la nación: de aquí nacerán los conceptos fundamentales del nacionalismo del siglo xix; de aquí emergerá la noción de raza; de aquí finalmente saldrá la noción de clase.

 

Con este nuevo sujeto de la historia, sujeto que habla en la historia y que es hablado en la historia, aparece también, naturalmente, toda una nueva morfología del saber histórico que tendrá en adelante un nuevo ámbito de objetos, una nueva referencia, todo un campo de procesos hasta entonces no sólo oscuros sino totalmente descuidados. Salen a la superfi­cie, como temática fundamental de la historia, todos esos procesos oscu­ros que actúan en el nivel de los grupos que se enfrentan por debajo del Estado y a través de las leyes. Es la historia oscura de las alianzas, de las rivalidades entre grupos, de los intereses escondidos o traicionados; la historia de las distracciones del derecho, de los desplazamientos de las fortunas; la historia de las fidelidades y las traiciones; la historia de los derroches, de las exacciones, de las deudas, de los engaños, de los olvidos, de las inconsciencias. Se trata, por otra parte, de un saber cuyo método no consistirá en la reactivación ritual de los actos fundamentales del poder, sino en un desciframiento sistemático de sus intenciones malignas, en la rememoración de todo lo que ésta sistemáticamente ha olvidado. Será un método de denuncia perpetua de lo que ha sido el mal en la historia. No se tratará ya de la historia gloriosa del poder, sino de la historia de sus bajos fondos, de sus maldades, de sus traiciones.

Al mismo tiempo, este nuevo discurso (que tiene entonces un nuevo objeto y una nueva referencia) actúa también unido a lo que podría llamar un nuevo pathos, totalmente diferente al gran ritual ceremonial que acom­pañaba aún oscuramente el discurso de la historia, cuando se narraba las historias de los troyanos, de los germanos, de los francos. Lo que distin­guirá con su esplendor un pensamiento que constituirá en gran parte el pensamiento de derecha en Francia, no será ya su carácter ceremonial de reforzamiento del poder, sino un nuevo pathos, es decir, la pasión casi erótica por el saber histórico, la perversión sistemática de una inteligencia interpretativa, la furia de la denuncia, la articulación de la historia en algo que será un complot, un ataque contra el Estado, un golpe de Estado o sobre el Estado o contra el Estado.

Lo que quise mostrarles no coincide exactamente, creo, con lo que se llama historia de las ideas. No quise en realidad mostrar cómo la nobleza se representó, a través del discurso histórico, sus reivindicaciones y sus desventuras. Quise mostrar, en cambio, cómo en torno de los funciona­mientos del poder se formó un cierto instrumento de lucha, cómo este instrumento fue un saber, un saber nuevo o parcialmente nuevo, represen­tado por la nueva forma de la historia, que es en el fondo la cuña que la nobleza intentó meter entre el saber del soberano y los conocimientos de la administración, para poder separar la voluntad absoluta del soberano de la absoluta docilidad de su administración.

El discurso de la historia, la vieja historia de los galos y los germanos, la larga narración de Clodoveo y Carlomagno, funcionaron no tanto como canciones de las viejas libertades, sino como instrumentos de disyunción del saber-poder administrativo, como instrumentos de lucha contra el ab­solutismo. Creo que éste es el motivo por el cual, al menos al comienzo, este discurso -que es de origen nobiliario y reaccionario- circulará con muchas modificaciones y conflictos de forma, cada vez que un grupo po­lítico, por una y otra razón, quiera atacar la articulación del poder y del saber dentro del funcionamiento del Estado absoluto de la monarquía ad­ministrativa. Es ésta la razón por la cual, en forma totalmente natural, será posible encontrar el mismo tipo de discurso tanto en lo que podría llamar la derecha como la izquierda, ya en la reacción de la nobleza, ya en los textos de los revolucionarios anteriores o posteriores a 1789. Les citaré simplemente un fragmento que se refiere al rey injusto, al rey de las mal­dades, al rey de las traiciones: "¿Qué castigo", dice el autor hablando de Luis XVI, "crees que puede merecer un hombre tan bárbaro, semejante heredero desventurado de un cúmulo de rapiñas? ¿Crees entonces que la ley de Dios no fue hecha para ti? ¿O eres más que un hombre, para que todo deba dirigirse a tu gloria y subordinarse a tu satisfacción? ¿Quién eres, pues? Porque, si no eres un dios, entonces eres un monstruo". Esta frase no es de Marat, sino del conde Buat-Nancay, que la dirigía en 1778 a Luis XVI. Será retomada, textualmente, por los revolucionarios diez años después.

 

Si este tipo de saber histórico desempeña un papel político fundamen­tal en los resortes del poder y del saber de la monarquía administrativa, comprenderán por qué el poder del rey no ha podido no intentar retomar su control. Es así como este discurso circulaba de la derecha a la izquier­da, de la reacción nobiliaria a un proyecto revolucionario burgués, y del mismo modo el poder real procuró apropiárselo o controlarlo. A partir de 1760 se ve -y esto muestra su valor político y la puesta en juego decisiva con él conectada- al poder político intentar organizar este saber, de volver a ponerlo de algún modo dentro de su mecanismo de saber y de poder, entre el poder administrativo y los conocimientos que a partir de él se forman. Se asiste entonces a la constitución inicial de lo que será una especie de ministerio de historia. Primero tenemos la creación de una Bibliothéque des finances que, dice el texto, deberá suministrar a todos los ministros de Su Majestad las memorias, las informaciones y las diluci­daciones necesarias. A continuación, en 1763, tenemos la creación de un Dépot des chartes para los que quisieran estudiar historia y derecho pú­blico en Francia. Finalmente estas dos instituciones se unirán, en 1781, en una Bibliothéque de législation, es decir, de administración, historia y derecho público. En un texto algo posterior, se dirá que esta biblioteca está destinada a los ministros de Su Majestad, los que se anteponen a cualquier sector de la administración general, a los doctos y jurisconsultos que por encargo del canciller o del guardasellos harán investigaciones y trabajos útiles a la legislación, a la historia y a la sociedad, y serán pagados.

Este ministerio de la historia tenía un titular, Jacob-Nicolas Moreau, y fue él, en colaboración con muchos otros, el que recogió la inmensa colec­ción de documentos medievales o premedievales con los cuales, a comien­zos del siglo xix, podrán trabajar historiadores como Augustin Thierry y Guizot. En todo caso, cuando se asiste a la fundación de esta institución, de este verdadero ministerio de historia, su significado es bastante claro: en el momento preciso en que los enfrentamientos políticos del siglo xviii pasaban a través de un discurso histórico, en la época en que el saber histórico era efectivamente un arma política contra el saber de tipo admi­nistrativo de la monarquía absoluta, la monarquía quiso de algún modo recolonizarlo.

La creación del ministerio de historia aparece como el reconocimien­to, por parte del rey, de la existencia de una materia histórica que puede hacer emerger las que fueron las leyes fundamentales del reino. Se trata, diez años antes de los Estados generales, de la primera aceptación implí­cita de una especie de constitución. Y además, justamente a partir de estos materiales reunidos, serán proyectados y organizados en 1789 los Estados generales. Se trata entonces de la primera concesión por parte del poder real de la primera aceptación implícita del hecho de que algo puede inser­tarse entre su poder y su administración, y esto coincidirá con la constitu­ción, las leyes fundamentales, la representación del pueblo. Pero al mis­mo tiempo se trata del asentamiento del nuevo saber histórico en el mis­mo lugar donde se lo había querido utilizar contra el absolutismo, ya que este saber era un arma para re-ocupar el saber del príncipe, entre su poder, sus conocimientos y el ejercicio de la administración.

El ministerio de historia fue colocado entre el principe y la administra­ción para restablecer de algún modo el vínculo, para hacer funcionar la historia dentro del juego del poder monárquico y de su administración. Entre el poder del príncipe y los conocimientos de su administración fue creado un ministerio de historia que debía fundar, en forma controlada, la tradición ininterrumpida de la monarquía.

Esto es lo que quería decirles sobre la instauración del nuevo tipo de saber histórico. Se trata ahora de ver cómo, a partir de él y en este elemen­to, apareció la lucha entre naciones o bien algo que llegará a ser la lucha de razas o la lucha de clases. 

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