MÉTODO DE INTELECCIÓN ESTRATÉGICA - Relación Creencia, Cultura y Sociedad

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2005

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G.2.7. Idealismo.

El idealismo es el sistema filosófico que considera la idea como principio de realidad, conocimiento y verdad. La idea como absoluto se convierte en fuente del conocimiento, del bien y la verdad.

 

Immanuel Kant. Aún teniendo influencia de la Ilustración, pero apartándose del racio­nalismo del siglo XVIII, Immanuel Kant (1721 – 1804)  inspiró la filosofía del idealismo romántico. Kant dividió al universo entero en dos dominios: uno, el de la naturaleza física o mundo de los "fenómenos"; otro, el de la realidad definitiva o mundo de los "noúmenos". Sostuvo por tanto Kant que los métodos cognosci­tivos aplicados a ambos son diametralmente opuestos. Las percepciones sensoriales y la razón sólo nos proporcionan conocimientos acerca del mundo de los "fenómenos", o sea el dominio de las cosas físicas. Más, en el alto dominio de lo espiritual, que es el de la realidad definitiva, tales instrumentos carecen de utilidad. Dado que el conocimiento común descansa en el análisis final de las percepciones sensoriales, no se puede probar por medio de la razón o de la ciencia que Dios exista, que la voluntad humana sea libre o que el alma sea inmortal. Sin embargo, se justifica que creamos en dichas cosas como ciertas. Al hombre asiste la profunda convicción de que la virtud y la felicidad se hallan unidas por lazos indisolubles, de que el universo está regido por una ley moral y de que, por lógica, los destinos humanos están presididos por un ser de esencia divina. Tal razonamiento escapa a la jurisdicción de la ciencia, pero está dictado por sentimientos demasiado fuertes como para que pueda descartárselos como simples ilusiones. Consecuentemente, en el mundo de los "noúmenos", la fe, la intuición y una intensa convicción son instrumentos cognoscitivos tan valiosos como la lógica y la ciencia en el de los "fenómenos".

Conforme al pensamiento de Kant, el conocimiento está integrado por lo que aporta el objeto, el dato material, y lo que aporta el sujeto o formas a priori. De esta forma, solo lo material puede conocerse. El hombre no conoce la cosas en sí mismas o noúmenos, sino el fenómeno, o la cosa más lo que el sujeto ha puesto en ella, que ya no es la cosa. Para Kant, no podemos conocer la naturaleza de las cosas. En la “Crítica de la Razón Pura”, Kant concluye que la metafísica es imposible porque pretende algo contradictorio: conocer las cosas en sí mismas, pues conocer es una actividad regida por condiciones que convierten las cosas en fenómenos o lo que aparece al hombre. La metafísica es imposible como conocimiento científico, pero no imposible en absoluto, ya que hay otras vías de acceso a los objetos metafísicos.

Entiende Kant que hay una forma de actividad espiritual, que puede ser llamada conciencia moral y que contiene ciertos principios por los cuales los hombres rigen su vida; estos principios son una base para formular juicios morales de sí mismos y de cuanto les rodea. La conciencia moral es un hecho real de la vida humana y tan efectivo e inconmovible como el hecho del conocimiento. Así como Kant en la "Crítica de la Razón Pura" parte del hecho del conoci­miento, del hecho de la físico-matemática de Newton y busca sus condiciones de posibilidad, ahora partirá como un hecho de la con­ciencia moral, para la razón práctica.

En la conciencia moral encuentra Kant el camino hacia los obje­tos metafísicos como Dios y el alma. Kant da un nombre al conjunto de principios de la conciencia moral: "razón práctica", término empleado por Aristóteles y después de él por muchos otros, pero con diferente sentido. Kant quiere mos­trar con este nombre que la conciencia moral es algo que se asemeja a la razón, pues está integrada por principios racionales evidentes; los cuales podemos juzgar por medio de la aprehensión interna de su evidencia, y por ello legítimamente puede llamarla razón. Sin embar­go, no es la razón en cuanto se aplica al conocimiento; no está dirigida a determinar qué son las cosas, su esencia, sino es la razón aplicada a la práctica de la moral.

Estos calificativos morales, por ejemplo: bueno, malo, moral, in­moral, meritorio, solemos extenderlos a las cosas, pero no convienen a ellas, porque en ellas no hay mérito ni demérito: por tanto, los cali­ficativos morales no pueden aplicarse a las cosas que son indiferentes al bien y al mal, sólo pueden predicarse del hombre, de las personas; los otros seres son, pero no buenos ni malos. Ahora bien, ¿por qué es el hombre el único ser del cual puede, en rigor, predicarse la bondad o maldad moral? Porque el hombre realiza actos, y al hacerlo, estatuye una acción en la que podemos distinguir dos elementos: lo que el hombre hace y lo que quiere hacer; los predicados morales no corresponden a lo que el hombre hace, sino a lo que quiere hacer, por ejemplo: si una persona comete un homicidio involuntario, no se puede llamar malo a quien lo ha cometido. No es al contenido de los actos, a la materia del acto al que convienen los calificativos de bueno o malo, sino a la voluntad misma del hombre; ella es la única que verdaderamente es buena o mala.

Kant entiende que una voluntad buena se configura en tanto todo acto voluntario se presenta a la razón, a la reflexión, en forma de un im­perativo, como un mandamiento. Así, existen dos clases de imperativos: el hipotético y el categórico. El imperativo hipotético sujeta al mandamiento a una condición, de modo que el imperativo está limitado por la condición y solamente es válido bajo la condición de que se establece. El imperativo categórico es el que no está bajo ninguna condi­ción, es absoluto.

Advierte entonces Kant que moralidad no es lo mismo que legalidad. La legalidad es la conformidad de un acto con la ley, pero ello no es suficiente para la moralidad. Entonces, para que un acto sea moral, se requiere algo que sucede no en la acción misma, sino antes de la acción: en la voluntad del que la ejecuta. Si una persona cumple con la ley por temor al castigo o por un deseo de recompensa, la voluntad íntima no es moral. Por tanto, una voluntad que se resuelve a hacer algo con la esperanza de recompensa o por el temor al castigo pierde su valor moral, menoscaba la pureza de su mérito. En cambio, es un acto moral con pleno mérito en tanto la persona que lo verifica se ha visto determinada a hacerlo únicamente porque ese acto moral es debido. Los actos donde la ley se cumple por temor al castigo o con la es­peranza de la recompensa, son actos en los que el imperativo categó­rico ha sido hábilmente convertido en hipotético, pues lo determinante ha sido el temor o el interés. Por tanto, para Kant una voluntad es plena y realmente pura, moral y valiosa, cuando las acciones están regidas por imperativos auténticamente categóricos.

Kant especifica así la fórmula del imperativo categórico. La forma es el por qué se hace o se omite algo, entonces, la formula­ción será una acción que denota una voluntad pura y moral cuando se hace, no por consideración a su contenido, sino sólo por respeto al de­ber, es decir, por un imperativo categórico y no hipotético. Ese res­peto al deber es la consideración a la forma del deber, cualquiera que sea su contenido. Esta consideración a la forma pura le propor­ciona a Kant la fórmula: "Obra de tal manera que puedas querer que el motivo que te ha llevado a obrar sea una ley universal”. Esta exigencia de que la mo­tivación sea una ley universal une la moralidad con la pura forma de la voluntad, no su contenido.

Kant desea expresar la ley moral (y su correlato en el sujeto que es la voluntad moral pura) en una concepción en donde quede perfec­tamente aclarado el fundamento de esta ley moral, por un lado y de esta voluntad pura por el otro. Kant logra este propósito distinguiendo entre autonomía y hete­ronomía de la voluntad. Así, la voluntad es autónoma cuando se da a sí misma su propia ley; es heterónoma cuando recibe pasivamente la ley de algo o de alguien que no es ella misma. Según dice Kant, todas las éticas que la historia conoce y que tienen contenidos empíricos (concretos) de acción son, heterónomas. De tal manera, sólo es autónoma la formulación de la ley moral que pone en la voluntad misma el ori­gen de la propia ley; por ello la ley que se origina en la voluntad es una ley puramente formal.

De tal manera que la ley moral no puede consistir en decir: "haz esto" o "haz aquello", sino en decir: "Cualquier cosa que hagas, hazla por respeto a la ley moral". Por lo anterior, la ley moral no puede consistir en una serie de mandamientos, con un contenido determinado; debe consistir en la acentuación del lugar psicológico, el lugar de la conciencia donde reside lo meri­torio, que no es hacer tal o cual cosa, sino el por qué se hace tal o cuál cosa; es decir, en la universalidad y necesidad, no en el conte­nido de la ley, sino en la ley misma. Kant formula esto diciendo: "Obra de tal manera que el motivo, el principio que te lleve a obrar puedas tú querer que sea una ley universal". La autonomía de la voluntad abre una puerta fuera del mundo de los fenómenos, pues si la voluntad moral es autónoma, esto im­plica necesaria y evidentemente el postulado de la libertad de la vo­luntad, pues no sería autónoma si no fuera libre. Además, si la voluntad estuviera totalmente determinada por la naturaleza a ejecutar determinados actos, no cabría el mérito en ellos, no tendría sentido que alabáramos o condenáramos los actos humanos. Por lo tanto, es absolutamente evidente, tanto como los principios de las matemáticas, que la voluntad tiene que ser libre, a menos que se concluya que no hay moralidad, que el hombre no me­rece ni alabanza ni censura, pero esto último a nadie convence. La voluntad humana es libre y este mundo no está sujeto a las formas del mundo inteligible, por lo tanto no está sujeto al espacio y el tiempo; el tiempo aquí no existe.

Dios es el tercer postulado de la razón práctica. La existencia de Dios viene igualmente exigida por las necesidades evidentes de la estructura inteligible moral del hombre. En ese mun­do no hay un abismo entre ideal y realidad, entre lo que yo quisiera ser y lo que yo soy, entre lo que mi conciencia moral quiere que yo sea y lo que la flaqueza humana en el campo de lo fenoménico hace que sea. La característica de nuestra vida moral en este mundo fenoméni­co es la tragedia configurada por el abismo existente entre ideal y realidad. La realidad fe­noménica está regida por la naturaleza, por el engarce natural entre causas y efectos, ciego para los valores morales. Sin embargo, noso­tros no somos ciegos para los valores morales; los encontramos en nuestra vida o en la de los demás hombres, en la vida histórica, esos valores como la justicia, la belleza, la bondad, no están realizados y nosotros quisiéramos ser santos y somos pecadores, quisiéramos que en la vida colectiva hubiera justicia total, pero muchas veces prevale­ce la injusticia. Por tanto, es absolutamente necesario que tras este mundo, en otro lugar, esté realizada la plena conformidad entre lo que "es" y lo que la conciencia moral marca que “debe ser”. Y a esa unión de lo más real con lo más ideal Kant le llama Dios, ente metafísico en el que no hay diferencias entre lo bueno y lo que existe. Así, Kant ha llegado por la razón práctica a los objetos metafí­sicos cuyo acceso había negado a la razón teórica por la vía del co­nocimiento.

Por tanto, Kant sostiene que la razón práctica tiene primacía sobre la teórica en el sentido de que logra lo que la teórica no logra: conducirnos a las verdades metafísicas que existen en realidad, voluntad de santidad regida por Dios, donde lo real e ideal se identifican. Además, en cierto modo, la razón teórica está al servicio de la ra­zón práctica por cuanto tiene por función el conocimiento del mundo fe­noménico, que es como un paso al mundo de las realidades metafí­sicas. Todo conocimiento está al servicio de la ley moral, pues de él recibe un sentido; el hombre quiere saber para lograr la pureza moral del otro mundo. El progreso sólo tiene sentido si existen realidades metafísicas como ideales a los que el mundo se dirige y que se encuentran más o menos lejos.

Para Kant, la libertad de pensar es el “sometimiento de la razón a ninguna otra ley sino la que ella se da a sí misma”, lo contrario es doblegare al yugo de las leyes que le da algún otro y que la lleva al delirio, a la superstición y al escepticismo. Asimismo, contrariamente a la mayoría de sus discípulos, Kant creía en los derechos naturales del individuo y defendía la separación de poderes como necesaria para proteger las libertades del ciudadano. Asimismo, contrariando las tesis de Herder, Kant desarrolla una noción racional, universal y progresiva de la historia, quedando configuradas las dos concepciones que en este campo dividen el pensamiento contemporáneo.

 

Johann Fichte y Friedrich Schelling. Johann Gottlieb Fichte (1762 – 1814) y Friedrich Willhelm Schelling (1775 – 1854) los discípulos más cercanos a Kant, constituyen el idealismo subjetivo al inclinarse a una filosofía más abstracta que su maestro. Fichte y Schelling sostuvieron que el mundo de la mente o espíritu es el mundo verdadero, y que el individuo cumple su verdadera naturaleza al ponerse en armonía con los propósitos universales. La mente humana nada puede saber de real, excepto hasta donde pueda ser informada y guiada por el supremo ego o inteligencia universal. El deber del individuo consiste en hacer que su intuición descubra las exigencias de ese supremo ego a fin de ajustar su vida a las mismas y, en consecuencia, liberarse de la esclavitud de los sentidos. La filosofía de Fichte y Schelling se orienta hacia un modo de panteísmo espiritual, con un espíritu universal que dirige toda vida y toda actividad hacia una última meta de sublime perfección.

Fichte consideró que Kant sólo había dejado en su filosofía la idea de la cosa en sí (“Ding an sich”), sólo por compasión a los dogmáticos. Interpreta pues a Kant en términos idealistas y da comienzo al verdadero idealismo alemán con lo que él llama “teoría de la ciencia”. Fichte, siguiendo las categorías kantianas de afirmación, negación y limitación, aplica la lógica dialéctica y designa el proceso del espíritu como tesis, antítesis y síntesis. Estas se expresan en el proceso de que “el yo se pone a sí mismo”, de donde el principio es la acción que crea el ser; luego “el yo pone al no-yo, creando el yo su mundo como campo de actuación; para que así “el yo contrapone en el yo, al yo divisible, un no-yo divisible”, de modo que yo y no-yo sólo pueden existir si mutuamente se limitan, razón por la que deben concebirse divisibles.

Por su parte, Schelling afirmó que todas las cosas son cognoscibles porque son manifestación de lo absoluto pues la realidad no es más que la materialización de las ideas. Indica Schelling: “El universo está trazado sobre el modelo del alma humana, y la analogía de todas las partes del universo con el conjunto es tal que la misma idea del todo se refleja constantemente sobre todas las partes, así como de todas las partes sobre el todo”. Experimentando la influencia de Spinoza, Schelling advierte que lo absoluto no es ni cuerpo ni espíritu, sino que ambos son sólo dos formas del mismo absoluto. En la naturaleza, el absoluto aparece como cuerpo; en la cultura, como espíritu. Así entonces, toda la historia universal es la evolución de la omnipotencia del fondo oscuro hacia la victoria del Dios luminoso, que destierra lo oscuro y establece la paz. Aunque utiliza una terminología cristiana, Schelling pone por sobre el cristianismo la religión de los indios, la emigración de las almas por sobre la encarnación del Verbo. Así F. W. Schelling precisa: “En la luz, tal como la emite el sol, no parece predominar sino una sola fuerza, pero ésta, al acercarse a la tierra, se junta, sin duda, con materias opuestas, formando así… al mismo tiempo los primeros principios del dualismo general de la naturaleza”.

Schelling será seguido por el noruego Henrich Steffens (1773 – 1845), que mete al hombre de tal forma en el acontecer de la naturaleza que, para él, la historia del mundo e historia de la naturaleza confluyen en uno. Asimismo, también le sigue su colaborador, Friedrich Krause (1781 – 1832) quien, conciliando teísmo y  panteísmo, afirma que el alma está tan estrechamente ligado con el reino de los espíritus, que es posible a ciertos videntes traer noticias exactas sobre el destino de los difuntos. En esta misma línea, Julio Kerner (1786 -1862) escribe “La vidente de Prevost” como obra a la que apelan los ocultistas. Sostendrá Gustav Carus (1789 – 1869) que todo lo consciente debe ser aclarado por lo inconsciente. Sostendrá Heinrich von Schubwert (1780 – 1860) que los cuerpos humanos están configurados por el alma universal. Franz Baader (1765 – 1866) proclamará que el saber humano se convierte en un con-saber (con-scientia) con el saber divino. Ernst Schleimacher (1768 – 1834)  ve la esencia de la religión no en el saber o la voluntad sino en el sentimiento, que es lo común a todas las religiones, siendo por tanto inesenciales los dogmas y ritos.

 

Freidrich Hegel. Finalmente, Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770 – 1831) fue el filósofo idealista romántico más significativo por cuanto configuró el idealismo objetivo y modeló una potente y prolongada corriente intelectual. Hegel divide su filosofía en lógica (la idea en sí), filosofía natural (la idea fuera de sí) y filosofía del espíritu (la idea dentro de sí). Profesando con Heráclito que “todo fluye” y entendiendo que el hacerse encierra en sí el ser y el no-ser, Hegel estructura su filosofía que transforma en dialéctica rigurosa toda la lógica de la idea, juicio y conclusión. Por extensión, aplica la lógica dialéctica a la naturaleza (tesis, antítesis y síntesis que se constituye a sí misma en nueva tesis).

Concluye por tanto que la suprema determinación del espíritu es la libertad, hacia la que se desarrolla el espíritu en un régimen dialéctico. Este proceso dialéctico pasa del espíritu subjetivo al espíritu objetivo. En el estadio de espíritu subjetivo, el espíritu es aún un alma que anima a un cuerpo y está encadenado aún a la materia, al tiempo y al espacio, quedando entregado a los influjos de la tierra y de los astros. De ahí que estos elementos tengan influjo sobre la vida anímica del hombre. Con todo, el alma sensitiva es la antítesis del espíritu ya que esta alma se muestra en el primer estadio de la fisiognómica (gestos, arrugas, movimientos de cabeza), luego en el segundo estadio de la conciencia (conciencia ajena, propia y razón), para sólo en el tercer estadio de la psicología desarrollarse como espíritu teórico y práctico, como espíritu libre, con lo que alcanza el término de la evolución.

Es este espíritu que ha despertado para la libertad, al que se objetiva en el derecho, la moralidad y la ética. En la eticidad se realiza “la identidad concreta del bien y de la voluntad subjetiva”; aquí los derechos abstractos se convierten en concretos (y reales), y el individuo se ve liberado de la subjetividad de la simple moralidad. Por ética (“Sittlichkeit”) entiende Hegel instituciones en que debe probarse o acreditarse la vida moral del individuo. Estas son la familia, que sublima a los dos que la componen; la sociedad  que ha de cultivar el derecho y el ejercicio del poder policíaco; y el Estado, síntesis de las sociedades anteriores.

Por tanto, es en el Estado que el espíritu ha alcanzado su más alta encarnación. Es la divinidad que camina a lo largo de los siglos, y contra la cual no puede haber derecho alguno. La supremacía del Estado aparece con toda evidencia ya que las aspiraciones y el destino humanos se reconcilian finalmente en el Estado. Señala Hegel: “El Estado, como la realidad de la voluntad sustancial... es lo racional en sí y para sí. Esta unidad sustancial, como absoluto e inmóvil fin de sí misma, es donde la libertad alcanza la plenitud de sus derechos, así como este fin último tiene el más alto derecho frente a los individuos, cuyo deber supremo es el de ser miembros del Estado... El Estado es la Idea Divina tal como se encuentra sobre la tierra”; la voluntad del Estado es la voluntad de Dios. El Estado es pues la proyección de la razón moral en el mundo. El Derecho es lo que corresponde a la razón del Estado. De este modo, el individuo obra rectamente sólo cuando hace lo que el estado le manda que haga. En tanto es en la historia que camina el espíritu universal, la historia es únicamente la historia del Estado; un pueblo sin Estado no tiene historia. Por ello, la historia universal es el juicio final; sólo tiene valor el que puede resistir este tribunal.

Con todo, según Hegel, la última síntesis se alcanza en el espíritu absoluto, que sublima al espíritu subjetivo y objetivo. Este espíritu absoluto se cumple en etapas definidas por el arte, la religión y la filosofía. En la religión se libera completamente la idea de la cadena de lo sensible para hacerse íntima experiencia elevadora; que de hecho alcanza su punto culminante de sublimidad en la religión cristiana por su dogma de la encarnación del Hijo de Dios. A su vez, la filosofía no dice nada nuevo pero es la suprema síntesis en cuanto expresa en conceptos puramente lógicos la gradual ascensión dialéctica del espíritu a la libertad. Por eso la filosofía es sólo el eventual espíritu del tiempo en cuanto es expresado en conceptos lógicos. Por eso un tiempo sólo puede expresarse con lógica acabada cuando se ha hecho viejo y está ya próximo a su derrumbamiento. Se indica así: “La lechuza de Minerva sólo emprende el vuelo al comenzar el crepúsculo”.

Hegel sentenciará que en lo infinito se comprende todo y se reconcilia todo. El infinito es una totalidad, es la totalidad de lo real. Se sigue pues que “lo verdadero es el todo”. No hay verdad en lo separado; sólo es verdad la totalidad. No hay sentido en verdades “parciales”. Algo es “verdad” sólo en la medida en que se integra en la totalidad. Con todo, el infinito es asimismo un devenir. La sustancia debe ser concebida como algo vivo y en movimiento, como un proceso que se desarrolla; y se desarrolla por contradicciones internas. El infinito es sujeto o espíritu; no sólo posee vida y se desarrolla, sino que tiene como término de su devenir la plena autoconciencia de sí mismo.

En Hegel, el todo, la realidad, no es sino el despliegue del espíritu. En consecuencia, el espíritu pone o crea la totalidad de la realidad. Esto implica un nuevo concepto de razón. Se sigue por tanto que “todo lo racional es real; y todo lo real es racional”; el “deber ser” y el “ser” coinciden en cada momento del proceso necesario; y la función de la filosofía no es adelantarse a la realidad, ni decir cómo debe ser el mundo. Su papel solo es comprender y justificar la realidad; “ponerse en paz con ella”. El infinito no está dado desde el principio, sino que es el resultado final de un proceso. Hegel creía en la razón universal o Dios como guía de todo progreso. La evolución es la manifestación de Dios dentro de la historia. Hegel identifica la razón última con la divina providencia; afirma así que la historia es un proceso de auto-desarrollo de la razón.

 

G.2.8. Positivismo.

El positivismo es el sistema filosófico que sólo admite el método experimental como criterio de conocimiento y verdad, rechazando a priori todo concepto universal y absoluto. La experiencia científica se convierte en fuente del conocimiento, del bien y la verdad.

El romanticismo se agota en la segunda mitad del siglo XIX y le sigue una nueva postura que quiere basarse en los “hechos” y en la ciencia: el positivismo. Es el tiempo en que surgen nuevas ciencias que restan a la filosofía parte del patrimonio secular. Se llega a pensar que la ciencia podría llegar a constituirse en única guía del hombre; no habría más razón que la “razón científica”. Así, el positivismo propone un nuevo modelo de racionalidad: la racionalidad científica, que pretende mantenerse en el terreno de los hechos. Por “hecho” se entiende no tanto los datos inmediatos de los sentidos, sino las relaciones entre dichos datos, es decir, las leyes científicas; existiendo una incongruencia pues las leyes no son hechos, sino generalizaciones acerca de los hechos.

Significando una poderosa negativa a la especulación filosófica, el positivismo niega la metafísica ya que rechaza como incognoscible todo lo que está más allá de los hechos. Afirma por tanto la idea de progreso indefinido y considera la ciencia como guía única de la humanidad, asumiendo el utilitarismo como principio ético. Desde el punto de vista de la teoría del conocimiento, el positivismo es un realismo pues los sentidos ponen en contacto inmediato con la realidad y las leyes de la naturaleza expresan conexiones reales, y no solamente hábitos subjetivos. El positivismo surgirá entonces como filosofía al servicio de la ciencia natural secularizada. Los positivistas rechazan así la idea de un Dios creador y sustentador del mundo. Aceptaban a la historia como ciencia en tanto ésta aceptase los principios y normas que rigen la ciencia natural. Se produce así una cientifización de la historia y la historización de la naturaleza. El positivismo representaba una ideología burguesa, conservadora y escasamente democrática.

 

August Comte. La filosofía de August Comte (1798 – 1857) posee una clara intención de reforma social, que tiene como contexto las consecuencias de la revolución francesa. La idea de Comte es que la reforma no puede realizarse si no le precede una reforma teórica. Comte se muestra idealista en el sentido de que para él son las ideas aquello que determina el orden social. Afirma Comte: “Las ideas gobiernan y cambian el mundo”, por lo cual “la gran crisis política y moral de las sociedades actuales reside, en último término, en la anarquía intelectual”. De modo semejante a los filósofos de la Restauración, Comte opone el “orden” a la “revolución”, pero a la vez se aleja de ellos pues busca el orden en el progreso.

August Comte concibe entonces el “método positivo”, consistente en la subordinación de los conceptos a los hechos y admitir la idea de que los fenómenos sociales están sujetos a leyes generales. De otro modo, no podría constituirse ninguna ciencia teórica abstracta concerniente a los fenómenos humanos. Con todo, conforme a su concepto de jerarquía de las ciencias, Comte reconocía que el sistema que formaba las leyes sociales eran menos rígido que el sistema de las leyes biológicas y físicas. Negó asimismo que el método positivo se identificara y redujera al empleo de las matemáticas y las estadísticas. Precisaba: “La idea de tratar la ciencia social como una aplicación de las matemáticas, para hacerla positiva, tiene su origen en el prejuicio de los físicos según el cual no hay certeza fuera de las matemáticas”.

En esta perspectiva, teniendo presente lo anticipado por Blaise Pascal (1623 – 1662) en orden a que la continuidad de las generaciones humanas semeja a un individuo que viviese eternamente y que acumulase conocimientos sin cesar, August Comte afirma que el acontecer histórico está presidido por una ley de valor universal y todas las ramas del pensamiento y hacer humano pasan por tres estados o etapas sucesivas. Primero por el estado teológico, el cual corresponde a la etapa de la niñez y se caracteriza por la búsqueda de las causas últimas y la esencia íntima de las cosas. Durante ella el pensamiento humano se plantea el problema del mundo y trata de lograr un conocimiento absoluto sobre él. La respuesta es ficticia pues este conocimiento es imposible y la mente todavía es irracional. En esta etapa lo divino constituye el principio eje de la vida. De hecho, la respuesta se encuentra en la existencia de seres sobrenaturales, sean éstos fuerzas impersonales, dioses múltiples o un solo.

Según Comte, luego sobreviene el estado metafísico, el cual corresponde a la etapa de la juventud. Durante ella los problemas planteados apenas varían pero la respuesta es diferente ya que el mundo no se atribuye a seres divinos sino a abstracciones. Por último, indica Comte, se alcanza el estado positivo o aquel que corresponde a la etapa de la madurez. Los problemas cambian de modo radical ya el hombre pasa a interesarse más por el cómo que por el por qué. Se renuncia al saber absoluto y se centra en la búsqueda exclusiva de las leyes que explican los hechos. Renunciando a hallar una explicación absoluta del mundo y sus fenómenos, el hombre fija su atención en las forzosas relaciones causales entre los fenómenos y descubre las leyes que presiden el orden de la naturaleza y la historia.

Comte establece que el decurso de estos tres estados es “necesario e inevitable”. No se puede alcanzar el nivel positivo sin pasar por lo teológico y metafísico. De esta forma, el progreso corresponde a la sucesión lógica del conjunto de las etapas, constituyéndose en una ley histórica. Al efecto, la aparición del estado positivo de los conocimientos supone la madurez intelectual y social de la humanidad. El saber positivo determinará el progreso efectivo, la desaparición de los desórdenes y la unidad de todos los hombres.

En este sentido, para el positivismo, es la ciencia quien conduce al descubrimiento de las leyes matemáticas fundamentales. En su trabajo la ciencia pasa por dos fases: el análisis a través del cual se establecen hechos y la síntesis que descubre y formula leyes. Comte propone pues una unificación de todas las ciencias, “presentándose como ramas de un tronco común, en lugar de continuar concibiéndolas como cuerpos aislados”. Tal unificación se realiza mediante la filosofía positiva, la cual consiste, simplemente, en el estudio de las generalidades de las diferentes ciencias, concebidas como sometidas a un método único. Así, finalmente la ciencia y la filosofía habrán de corresponder. Sin más, el positivismo traerá consigo un orden basado en la subordinación voluntaria del hombre a un cuerpo de verdades científicas (verdades sociales) y una nueva jerarquía (no fundada en religión, linaje o dinero) permitirá el restablecimiento de una conciencia de la vida presidida por deberes comunes. El individuo queda así sometido a la colectividad y sólo gracias a ella consigue perpetuarse.

Al afirmar la validez absoluta de esta ley, Comte ratifica la idea del relativismo en el comportamiento humano. La verdad no es algo que pueda ser alcanzado; incluso los descubrimientos científicos sólo conquistan trozos de verdad. No obstante, siempre será posible saber más, producir más y alcanzar nuevas velocidades de desarrollo.

Como no es posible retroceder, la única solución es acelerar el triunfo del positivismo y la destrucción de las etapas teológica y metafísica. Sólo así la humanidad podrá llegar a ser feliz. En esta instancia, la filosofía positiva se transforma en “religión positiva”, pues la religión no es sino el “estado de completa unidad”. En esta religión de “consenus universalis”, el Gran Ser es la Humanidad, concebida no como concepto biológico sino histórico, vale decir, en términos de “los seres pasados, futuros y presentes que concurren libremente a perfeccionar el orden universal”. La unidad que establece esta religión es el amor; “el amor constituye el único principio universal de una síntesis completa”.

En este sentido, Comte dirá: “Venimos abiertamente a liberar al Occidente de una democracia anárquica y de una aristocracia retrógrada, para construir, tanto como sea posible, una verdadera sociocracia, que haga concurrir a todas las fuerzas humanas aplicadas siempre, según su diversa naturaleza, hacia la regeneración común. Nosotros, los sociócratas, no somos ni demócratas ni aristócratas”.

La historia en cuanto ciencia se ocuparía de descubrir y establecer los hechos humanos societales y la sociología sería la encargada de interpretarlos. Para el positivismo, el progreso corresponde a una paulatina dominación del mundo por el hombre a través de los conocimientos. Así, siendo para Comte el progreso movimiento antes que resultados, el movimiento pasa a constituirse en valor absoluto dentro de la historia, respecto del cual todos son relativos. Es más, por medio del movimiento debía conservarse la solidaridad, ya que de otro modo el movimiento tendría por consecuencia la completa descomposición del sistema social.

No obstante, Comte advierte que el desarrollo progresivo no sigue una línea recta. No sólo tienen lugar oscilaciones, sino que la velocidad del progreso puede ser modificada por la intervención humana. Entonces, el progreso no ha de ser uniforme ya que no todos los tiempos son iguales y la diversidad de circunstancias influye en el grado de felicidad posible. Por consiguiente, no todos los pueblos participan en igual medida en la historia. Pero al estar el mundo ya está viviendo la etapa del positivismo, Comte deduce que la raza blanca occidental es la única porción de la humanidad que ha podido alcanzar la etapa positiva, razón por la cual ejerce una verdadera dirección histórica. Comte cree haber encontrado una explicación objetiva: las condiciones biológicas de la raza blanca la hacen superior a las demás; por esto sólo ella ha sido capaz de alcanzar el nivel de la ciencia positiva. Afirma asimismo que en la ejecución de la ley histórica del paso por las referidas etapas, el cristianismo ha desempeñado un rol trascendental pues la raza blanca histórica es aquella que con él realiza la etapa metafísica.

Entiende Comte que la evolución social es una continuación de la progresión general que empieza en el reino vegetal. Las grandes series sociales corresponden a las grandes series orgánicas, no a la sucesión de las edades de un solo organismo. Entonces, la naturaleza humana se ha desarrollado en el curso de la evolución social, pero no se han añadido nuevas facultades a las originarias. Por extensión, repitiendo una idea básica de su discípulo Saint Simón y anticipándose a Vilfredo Pareto sobre la circulación de las minorías o élites, Comte reconoce la existencia de un manifiesto antagonismo entre los instintos de innovación y de conservación.

Su desbordado optimismo haría postular muchas cosas al positivismo. Surgirían las trascendentales proclamas de que desaparecerían las guerras por cuanto la moderna industria acabaría por hacerlas inútiles, la profesión militar, la religión pues la humanidad identificaría a Dios consigo misma y la prolongación de la vida humana hasta límites muy extensos. Los principios del positivismo configurarían el contexto adecuado por la sistematización del materialismo dialéctico y su proyección como ideología fundamental del siglo XX.

 

Henri de Saint Simon, discípulo de August Comte y después postulador del “socialismo utópico”, en 1803 desarrolla la idea de una fisiología social (Cartas de un Habitante de Ginebra y Memoria sobre la Ciencia del Hombre) y en 1839 es quien nombra esta nueva disciplina como “sociología”. No obstante, mediando la investigación de Juan Carlos Bonin que visualiza la ciencia social como disciplina aplicada que instruye al hombre y regula sus derechos, fue Lorenz von Stein (1815 – 1890), prohombre de la ciencia de la administración, quien es el primer autor en estudiar la sociedad como concepto independiente. Su obra “El concepto de Sociedad y las Leyes de su Movimiento” será considerada el acta de nacimiento formal de la sociología.

 

Richard Avenarius. El filósofo alemán Richard Avenarius (1843 – 1896) escribió contra Kant una “Crítica de la experiencia pura” (1888 – 1900) y fundó el empiriocriticismo o positivismo fenomenológico. Avenarius aseveró que la tarea principal de la filosofía consiste en desarrollar un “concepto natural del mundo” basado en experiencia pura, siendo sólo procedentes definiciones puramente descriptivas de la experiencia, las cuales deben estar libres de la metafísica y del materialismo.

Según Avenarius, sólo hay una única “experiencia pura”, encontrando que el dato empírico se constituye por hechos de orden físico y psíquico, siendo una síntesis de la experiencia interna y la externa, mediando entre ambos el sistema nervioso central. Es pues, según Avenarius, en la “experiencia pura” donde se supera la contraposición entre conciencia y materia, entre lo psíquico y lo físico. Formó convicción de que a causa de las “introyecciones” de una metafísica sin sentido se creó una perniciosa división o dicotomía del yo y el mundo externo, entre la física y la psicología, entre el pensamiento y el ser. Apenas se eliminan esas “introyecciones” de la filosofía, esto es, las impurezas del mundo trascendental, sin más desaparecen todos los problemas de la antigua filosofía. En su teoría de los problemas, Avenarius postularía que las condiciones de nacimiento y desaparición de los mismos se realizan de un modo puramente biológico y psicológico.

Avenarius formuló su concepción, partiendo del hecho psicológico de que la conciencia dispone una fuerza infinita de representación y que, por lo tanto, el hombre debe circunscribirse a emplear su pensamiento reduciendo en todo lo posible el esfuerzo, para no traspasar los límites que, económicamente, han de asignarse a cuanto signifique impulso. Avenarius tiende, por tanto, a limitar las diferencias y la diversidad, reduciendo estos conceptos a un mínimo significado. Para él la filosofía es una tendencia predominantemente científica, que conduce a concebir el conjunto aceptando los datos de la experiencia, siempre buscando el menor gasto de energía. Excluye del conocimiento cuantas representaciones no se hallan contenidas en el dato mismo y todo su ensayo se dirige a conseguir una experiencia pura. Una vez conseguido este objetivo, el hombre, para pensar el dato, no emplea más energía que la que el mismo dato exige.

Avenarius establece una conexión indisoluble entre sujeto y objeto, concibiendo una “coordinación principal” como hecho básico de todo conocimiento. Entiende que, encontrándose el yo frente a un ambiente, no hay ningún objeto sin un sujeto; se produce así una “coordinación de principios” entre sujeto y objeto, o sea, la dependencia del segundo respecto al primero. Por ende, Avenarius criticó la teoría materialista del conocimiento, a la cual definió como introyección, es decir, colocación de las imágenes del mundo exterior en la conciencia del individuo. Su oposición a las aserciones del materialista de Karl Vogt dio lugar a un violento ataque sobre su empirio-crítica por parte de V. I. Lenin, quien en su libro “Materialismo y Empiriocriticismo” procuró acreditar las inconsistencias de las ideas de Avenarius, y la incompatibilidad de las mismas respecto a los hechos de la ciencia natural.

 

Ernst Mach. Si Comte es el padre del positivismo, el físico y filósofo austriaco Ernst Mach (1838 - 1916), fue el más depurado filósofo de la ciencia positivista. Teniendo una diversidad de intereses, desarrolló una filosofía positivista que alcanzó el concepto que subentiende al “Círculo de Viena”, a la “Escuela de Berlín” y a la “Enciclopedia Universal de la Ciencia Unificada”, proyecto conocido como positivismo lógico. De hecho, la primera organización pública que formaron varios futuros miembros del “Círculo de Viena”, fue registrada con el nombre de “Sociedad Ernst Mach”.

Articulando categorías idealistas, positivistas y materialistas, su rechazo a la metafísica es total y sistemático en su enfoque de la filosofía de la ciencia. Fundamenta Mach su posición en una experiencia juvenil derivada de la lectura de Kant a los 15 años de edad: “Repentinamente, comprendí lo superfluo del papel desempeñado por la “cosa en sí”.... el mundo y mi ego se me representaron como una masa coherente de sensaciones”. De acuerdo con esta posición, entre 1886 y 1887, Mach avanzó el concepto que todo el conocimiento está derivado de la sensación; así, los fenómenos bajo investigación científica se pueden entender solamente en términos de experiencias, o "sensaciones," presente en la observación de los fenómenos. Esta visión conduce a la posición que no hay declaración en ciencia natural admisible a menos que sea empírico comprobable. Por lo tanto, si los elementos esenciales del conocimiento son las sensaciones, lo que debe promoverse es la determinación de las relaciones entre los distintos tipos de sensaciones.

En estos términos, para Mach, el yo y el no-yo son únicamente relaciones abstractas, las cuales son construidas según ciertos puntos de vista con idénticos elementos: las sensaciones. Cuando la atención se dirige a los hechos del cuerpo, se trata de procesos subjetivos, psíquicos; si ésta se dirige a las relaciones de dependencia autónomas entre ellas, se trata de hechos objetivos, físicos. Mach indicó: “Postulo que cada concepto físico sólo representa un cierto tipo definido de conexión con los elementos sensoriales... Tales elementos... son los materiales más simples con los que se construye el mundo físico, y también el psicológico”. Así, basado en una comprensión monista de la realidad y rechazando todo aquello que no se derive de las sensaciones, Mach exige la eliminación de cualquier remanente metafísico y el apego fiel a las circunstancias empíricas actuales.

Ernst Mach estableció principios importantes de la óptica, de los mecánicos, y de las dinámicas de la onda (número de Mach, coeficiente de velocidad de un objeto a la velocidad del sonido) y apoyó la visión de que todo el conocimiento es una organización conceptual de los datos de la experiencia sensorial (o de la observación). Asimismo, los criterios de la comprobabilidad, excepcionalmente rigurosos de Mach, lo condujeron a rechazar los conceptos metafísicos tales como tiempo y espacio absolutos, procediendo a preparar la teoría de la relatividad de Einstein.

 

Joseph Dietzgen. El filósofo socialista Joseph Dietzgen (1828 – 1888), reconocido como “maestro” por Engels y Lenin, luchó contra el revisionismo y el mecanicismo vulgar del marxismo. No obstante, fue resistido en su momento por intentar un esfuerzo por “reconciliar la oposición entre idealismo y materialismo”, siendo en su pensamiento calificado de “nuevo idealismo”.

En 1869, Dietzgen publica “La naturaleza del trabajo mental” y rechaza la distinción rígida hecho por idealistas y materialistas del siglo XVIII entre “mente” (Geist) y “materia”. Sostuvo que el cerebro no era un simple receptáculo externo del mundo tangible, sino ante todo el campo de la actividad del pensamiento. El trabajo espiritual del cerebro aparecía con la elaboración de los objetos sensibles bajo la forma de conceptos que lo recogen en una totalidad y unidad indisociables. Dietzgen rechaza el empirismo y afirma que “la materia consiste en el cambio, la materia es lo que cambia y la única cosa que permanece es el cambio”.

Se sigue pues que todo conocimiento es conocimiento relativo; no es posible fuera de los “límites dados”. Por último, este conocimiento relativo de sustancia material puede tener lugar solamente mediante una intervención activa de la conciencia. Esta conciencia, llamada “espíritu” (Geist), establece relaciones dialécticas con la materia, existiendo pues una interacción permanente ente “mente” y “materia”. Dice Dietzgen: “El espíritu es una materia para las cosas y las cosas una materia para el espíritu. El espíritu y las cosas sólo existen mediante sus relaciones”.

La teoría de Dietzgen no estaba en contradicción con Marx y Engels, procediendo éste a desarrollar una “ciencia del espíritu humano” de gran trascendencia política. Este “espíritu” era un complejo de cualidades indisociables: conciencia, inconsciencia, moral, psicología y racionalidad. Por tanto, Dietzgen contribuye en destacar la importancia de la teoría como aprehensión y transformación radical de la realidad, la relatividad de la teoría que cambia con el cambio de “la materia social”, y el papel activo de la conciencia sobre la realidad, de la cual no es la reflexión sino el contenido mismo. A partir de las lecciones esenciales del marxismo, tal sistematización constituyó un intento contra cualquier reducción del marxismo y fosilización del método político.

 

G.2.9. Naturalismo.

El naturalismo es el sistema filosófico que consiste en atribuir todas las cosas a la naturaleza como primer principio de la gran cadena del ser, implicando la inexistencia de un orden sobrenatural y la existencia del principio de evolución y selección natural de las especies, regido por la norma de la sobrevivencia del más fuerte y apto para la vida.

En este sentido, la vida moral sólo es la prolongación de la vida biológica y el ideal moral es la expresión de las necesidades e ins­tintos que constituyen el vivir. Por esta razón el naturalismo propugna el retorno a la na­turaleza en las instituciones sociales. Las leyes de la naturaleza pura se convierten en fuente del conocimiento, del bien y la verdad.

Las manifestaciones del evolucionismo se proyectaron como expresiones del realismo y positivismo filosófico. A partir de su concepción monista, el naturalismo evolucionista, que por tal causa implica la negación de lo sobrenatural y toda revelación divina, sirvió para sustentar una nueva concepción de la historia y el progreso de la humanidad sobre bases formalmente científicas; ya no únicamente sobre principios filosóficos o religiosos. Sin más, el naturalismo evolucionista se hizo cada vez más virulento y antirreligioso. En los siglos XVI y XVII, la ciencia había discutido el concepto de fuerza, aunque el mecanicismo estricto se niega a admitir las fuerzas y habla exclusivamente de movimientos. Sin embargo, surgió el naturalismo introduciendo fuerzas en la materia, admitiendo incluso que pueden tratarse de fuerzas no mecánicas, esto es, de fuerzas vivas.

Aún más, Francis Bacon afirmaría categóricamente: “Es una aserción falsa decir que el juicio del hombre es la medida de las cosas... el entendimiento humano es como un mal espejo que… deforma y descolora la naturaleza de las cosas al mezclarla con la suya”. Por lo tanto, luego de semejante ataque dirigido contra la mismísima base de la posición privilegiada del hombre en el orden de las cosas, las luchas del siglo XVII se expondrían como la resistencia del hombre a la necesidad de “reconocer la naturaleza dinámica de todo cuanto es vida, la cual, según las ideas del sistema ptolomeano, se había valorado durante miles de años, desde el punto de vista de una existencia estática”. Entonces, junto con el fracaso completo de la jerarquía estática de la naturaleza, la posición, tanto tiempo mantenida por el hombre, de señor de la creación, fue abolida. Es pues el siglo XVII el período de la definitiva resignación del hombre sería al mismo tiempo el período de una primera esperanza de la reentronización del hombre, tratando de justificar un nuevo postulado respecto a una posición de “primus inter pares”.

Al renunciar a todos sus postulados referentes a una posición privilegiada en la naturaleza, el hombre habría adquirido el derecho de postular la igualdad con los otros miembros del reino de los animales. Se ensayaría encontrar en el reino animal un sitio para el hombre, de vencer su aislamiento, de tender un puente entre él y los otros animales, de negar todos los privilegios humanos por la convicción de que “todos los hijos de la naturaleza distribuyen entre sí la solicitud de ella”.

De esta forma, la tendencia del siglo XVIII sería la de identificar al hombre y al animal. De hecho, en los comienzos de ese siglo XVIII y bajo la fuerte influencia de la ciencia de la anatomía que permitía una comprensión más clara de la estructura del hombre, se consolidaron los resultados de las investigaciones en sistemas de anatomía comprensivos. Por tanto, en el siglo XVIII ya se difundía la idea de que el mono se podía considerar como la “especie intermedia” entre el animal y el hombre. Aún más, el mono sirvió para trazar una nueva línea divisoria entre el hombre y el animal. El anatomista y psicólogo alemán Friedrich Tiedemann (1781 – 1861) inicia en 1826 sus estudios comparados del hombre y del mono, encontrando que el cerebro del orangután tenía más semejanza con el de los monos inferiores que con el del hombre. En 1837, Tiedemann comparó el cerebro del orangután con el de los negros y el resultado fue el mismo.

 

Immanuel Kant y Pierre Laplace. En 1755, Immanuel Kant publica “Historia universal de la naturaleza y teoría del cielo” y postula la “hipótesis de las nebulosas”, forjando la idea de que la tierra y el sistema solar surgieron como algo devenido en el transcurso del tiempo. Si la tierra era algo que había llegado a ser, también había llegado a ser su estado geológico, geográfico y climático, así como sus plantas y animales. Será éste también el tiempo en que el geómetra, astrónomo y físico francés, Pierre Simon  Laplace (1749 – 1827), sostendrá su teoría cosmogónica de una nebulosa primitiva que se encuentra en movimiento y que es el origen del sistema solar.

 

Pierre Belon, Jan Swammerdem y Charles Bonnet. El siglo XVI ya había avanzado suficientemente en el estudio comparativo de los organismos animales, como para poner en 1555 al naturalista francés Pierre Belon (1517 – 1564) en condiciones de publicar una monografía sobre los pájaros, donde insistía en la analogía de la estructura de sus huesos con la de los animales terrestres. En 1651 Harvey estudió embriones de gallina y ciervo con un microscopio simple. Para 1660 Jan Swammerdem plantea la idea de que la evolución de un individuo es el mero despliegue de lo que, arreglado de antemano, se encuentra en el germen. Luego, en 1672, Graaf descubrió folículos en los óvulos. Durante 1675 Malpighi examina embriones en huevos de gallina creyendo que no necesitan elementos de fertilización viriles ya que pensaba que los huevos contenían un ser pequeño que crece sin crearse en fases sucesivas.

Luego, utilizando un microscopio más avanzado, Hamm y Leeuwenkoek descubrieron en 1677 el espermatozoide humano. Pensaban que el espermatozoide contenía un ser humano empequeñecido que crece en el útero sin la necesidad de etapas continuas de creación. Los experimentos realizados por Spallanzani sobre perros confirmarían la importancia del espermatozoide en el proceso reproductivo. En 1827, von Baer advirtió el óvulo en el ovario de una perra. Fue en 1839 que Schleiden y Shawan aseguran que el cuerpo humano se componía de unas unidades estructurales vivas, llamadas células. Con todo, desde el siglo VII el Corán confirmaba que el ser humano no se creaba súbitamente sino en etapas continuas bien determinadas. En definitiva, “huevistas” y “espermatistas” juntos formaron la escuela de los llamados primeros evolucionistas.

Específicamente el naturalista y filósofo suizo, Charles Bonnet (1720 – 1793), pensó en una sucesión ininterrumpida de grados, desde el organismo vegetal más bajo hasta el animal más perfecto. Esta sucesión corresponde a la puesta en marcha por los gérmenes imperecederos del alma, que la muerte no estaba en condiciones de afectar, pero cuya vida podía ser continuada tan sólo en conexión con un cuerpo nuevo  y quizá mejor organizado. Bonnet hablaba de “la gradación maravillosa que prevalece entre todos los seres vivientes, desde el liquen y el pólipo hasta el cedro y el hombre. La misma clase de progreso que hoy en día descubrimos entre los distintos órdenes de los seres organizados, continuará indudablemente siendo observada en un futuro de nuestro globo. Pero perseguirá proporciones diferentes, y éstas serán determinadas por el grado de posible perfectibilidad de cada especie. El hombre dejará a los monos o elefantes este primer rango que ocupa ahora entre los animales de nuestro planeta. En este nuevo arreglo universal del reino de los animales, podría suceder fácilmente que apareciera un Newton o Leibniz entre los monos o elefantes…”.

 

Pierre Louis de Moreau de Maupertuis. El matemático y geodesta francés, Pierre Louis de Moreau de Maupertuis (1698 – 1759), realizó una síntesis de Newton y Leibniz y consideró que los átomos que componen el universo son semejantes a las mónadas de Leibniz, estimando que éstos están animados y poseen alguna forma de conciencia. Arremete pues Maupertuis contra la separación cartesiana entre sustancia extensa y sustancia pensante y se aproxima a Leibniz formulando un concepto de materia que abarca igualmente las propiedades físicas y las psíquicas. Afirma: “Si pensamiento y extensión no son sino cualidades, pueden muy bien pertenecer a un sustrato único cuya verdadera esencia no es ignota. Por lo tanto, su coexistencia no nos resulta más explicable de cuanto no lo sea la unión de extensión y movimiento”. Maupertuis atribuya así a los átomos materiales mismos un cierto grado de conciencia que se desarrollará en grados cada vez mayores en las plantas y en los animales.

 

George Louis Leclarc, Comte de Buffon. El naturalismo francés se inspira en George Louis Leclarc Comte de Buffon (1701 – 1788). Este rechaza la idea de que los planetas y sus movimientos eran consecuencia directa de la intervención de Dios y propone un método de creación de los planetas que implicaba la colisión de un cometa con el sol. Se niega asimismo a aceptar el “sistema artificial” de clasificación adoptado por Linneo, consistente en establecer un número reducido de clases, diferenciadas según una o dos características únicas, y destacando la separación y discontinuidad entre ellas. Buffon, por el contrario, emplea el “sistema natural” de clasificación, que intenta captar la variedad de la naturaleza y expresar la continuidad de unas especies a otras a través de grados intermedios. Anticipa que las especies podrían proceder de una sola y preconstituye la teoría de la evolución. No admite que los organismos sean máquinas y aventura la hipótesis de que no se componen de átomos inertes, sino de moléculas orgánicas vivas (anticipación de la teoría celular).

 

Dionisio Diderot. Las ideas de Buffon fueron recogidas por el filósofo y literato ilustrado francés, Dionisio Diderot (1713 – 1784), quien terminó por establecer una visión de la naturaleza que supera la visión materialista – mecanicista hasta entonces vigente, concibiendo una comprensión dinámica y evolucionista al considerar la naturaleza como un gran animal, compuesto por animales, los que a su vez también están compuestos de partículas vivas. En 1754, el materialista ilustrado Denis Diderot declaraba: “Parece que la naturaleza se divirtió en variar los mismos mecanismos en una infinidad de modos diferentes… Cuando uno mira el reino de los animales y observa que entre los cuadrúpedos no hay uno solo en que las funciones, ni las partes, y sobre todo las partes internas, sean enteramente similares a las de otros cuadrúpedos, ¿no se debería estar pronto a creer que la naturaleza no ha hecho sino alargar, acortar, transformar, multiplicar o destruir ciertos órganos?... ¿Quién no se sentiría inducido a creer que no ha existido jamás sino un ser primitivo, el prototipo de todos los seres?...”. Se trataba del progreso de una ciencia no metafísica que parecía obligar al hombre a admitir abiertamente su parentesco con los animales. Con Diderot se concebía el progreso de una ciencia no metafísica que parecía obligar al hombre a admitir abiertamente su parentesco con los animales.

 

Alexander Monro y Julián Offrey de La Mettrie. El médico escocés Alexander Monro (1733 – 1817) publicó en 1744 el primer manual de anatomía comparada. Cuatro años más tarde, en 1748,  se divulgó “El Hombre es una máquina” del filósofo materialista francés Julián Offrey de La Mettrie, ocasión en que postula la identidad de la estructura de todos los vertebrados. Desarrollando una teoría no esencialista de la realidad, La Mettrie afirma que sólo hay una y única sustancia diversamente modificada  y, por tanto, la diferencia entre el hombre y el animal es de grado, y no de esencia. Así, entendiendo que el único principio que gobierna lo humano es la sensación, esto es, lo corpóreo, sostiene que si el hombre se halla dotado de lenguaje, no debe verse en ello más que un simple accidente de la materia, y no un carácter esencial. Proclama La Mettrie: “Si todo se explica por lo que la anatomía y la fisiología me descubren en la médula, ¡Qué necesidad tengo de forjar un ser ideal!... El universo nunca será dichoso a menos que sea ateo”.

 

Jean Robinet. El filósofo francés Jean Baptiste Robinet (1735 – 1820) reconstruye un modelo dinámico de la cadena del ser; establece la noción de prototipo como “una forma particular, distinguida de todas las demás formas” y que debe ser considerada como “el elemento generativo de todos los seres”. En otras palabras, el prototipo es el elemento que las piedras, plantas, insectos, reptiles y cuadrúpedos, tienen en común. El prototipo es la unidad esencial de la cual toman su forma todos los seres existentes. Para impedir que el prototipo llegue a ser un mero átomo, Robinet facilita además la definición de que “el prototipo es un principio intelectual que, salvo su realización en la materia, no cambia” Esta espiritualización del prototipo lo hace aparecer como especie de mónada, pero es el elemento más bajo y sencillo y del cual derivan todas las formas de existencia más elevadas. Es  tanto una piedra, una planta, un insecto, un reptil, o un ser humano. Señalaba Robinet: “Considero todas las variedades intermedias entre el prototipo y el hombre como otros tantos ensayos de la naturaleza, que tienden hacia lo más perfecto, siendo incapaces de lograrlo. Me parece que podemos llamar a esta colección de estudios preliminares, el aprendizaje de la naturaleza para hacer el hombre”. El prototipo dispone de vitalidad suficiente para conseguir el nivel del hombre.

 

Johann Wolfgang von Goethe. J. W. Goethe consideró el prototipo (Ur, proto), no como mónada ni sencilla unidad material constructiva de la naturaleza. Afirma Goethe que “el prototipo debe ser una forma particular, distinta de todas las demás formas que son posibles” El prototipo es la forma universal de la que todas las demás habrían derivado. En vez de ser elemental y primitivo, el prototipo se presenta como altamente complejo, dado que debía incluir a todo. Es posible colocar en una escala de perfección todas las realizaciones del prototipo en la materia. El eslabón más perfecto es el prototipo de la cadena de la existencia. El hombre es el prototipo del reino animal, y Dios, de la entera creación. Todos los animales son variaciones del hombre, y todos los seres existentes son variaciones representativas de Dios. Esta es la elaboración romántica de la idea central de la filosofía de la naturaleza de Goethe. Indicaba Goethe: “Como poeta y artista soy politeísta, pero como hombre de ciencia soy panteísta, y lo uno de modo tan pronunciado como lo otro”.

 

Georg Meier. En 1750, Georg Friedrich Meier, en su obra “Ensayo de una Nueva Doctrina acerca de las Almas de los Animales” muestra conceptos en explícita oposición a la creencia cartesiana de que los animales son meros mecanismos reflejos. Aseguró así que los animales tienen memoria, imaginación, la capacidad de anticipar, cierta fuerza creadora y además un medio de comunicación con su especie, no del todo distinto del lenguaje humano. Los animales tienen órganos de percepción sensibles y manifiestan afectos, virtudes y vicios. Lo que les hace falta es la capacidad de formar ideas generales, juicios abstractos y conclusiones generales. Así, las almas de los animales pasan por muchas metamorfosis y puede que logren finalmente la madurez de las almas humanas. Meir indica: “Es posible que los animales que representan la clase más baja, sean ascendidos por la muerte a una segunda clase, desde allí a la tercera y finalmente, después de una serie de transformaciones, lleguen a ser seres y espíritus razonables”. Meir acepta la identidad del hombre y animal y atribuye un alma a todos los miembros del reino animal.          

 

Thomas Malthus. Constituyendo un antecedente de la noción de “la lucha por la existencia”, Thomas Robert Malthus (1766 – 1834), originariamente párroco y luego profesor de economía política, en 1798 publica su “Ensayo sobre el principio de la Población”, postulando con visión pesimista que la población crece en progresión geométrica y los medios de vida sólo aumentan en progresión aritmética, de donde el término de ello sólo puede ser miseria y hambre. Indica Malthus: “La población, cuando no es regulada, aumenta en una proporción geométrica. La subsistencia, sólo en una proporción aritmética. Un mínimo conocimiento de matemáticas mostrará la inmensidad del primer potencial en comparación con el segundo. Pero esta ley de nuestra naturaleza que hace que el alimento sea necesario para la vida del hombre, los efectos de estos dos potenciales desiguales deben ser mantenidos iguales. Ello implica un freno a la población, poderoso y en constante acción, a partir del problema de la subsistencia. Tal dificultad debe acontecer en algún punto, y, necesariamente, sufrida con todas sus consecuencias por una gran parte de la humanidad”. Entonces, ante esta realidad trágica donde sólo sobreviene miseria y hambre, Malthus aconseja la contienda voluntaria y, mucho antes que Darwin, habla de la “lucha por la existencia”. Respecto de esta obra, Karl Marx advertía en su tiempo: “El libro de Malthus sobre la población. En su primera edición sólo constituyó un “panfleto sensacional”, y, además, un plagio desde la primera hasta la última línea. Y a pesar de todo, ¡cómo impresionó este libelo al género humano!”.

 

Pierre Antoine de Monet, Chevalier de Lamarck. A partir de las referencias anteriores se constituyeron las diversas formas del evolucionismo, quedando éstas registradas en el pensamiento de Lamarck, Darwin y De Vries.

Pierre Antoine de Monet, Chevalier de Lammarck (1744  - 1829), naturalista francés, es el fundador de las teorías de la generación espontánea y la trasmutación. Esta expresa la idea de uso y desuso en tanto los individuos pierden características que no requieren, más la idea de herencia de rasgos adquiridos. Se genera así el gradualismo, que en biología sostiene que la evolución ocurre con la acumulación de modificaciones leves durante las generaciones, contrastando con el saltacionismo, que sostiene que la evolución ocurre a través de cambios, posiblemente en una sola generación.

En este sentido, fue quien primero formuló la hipótesis evolucionista al especificar que los factores o causas de la evolución eran el medio ambiente, la herencia y el tiempo. Las variaciones del medio ambiente (clima, temperatura, alimentación, etc.) provocan diversos cambios en el cuerpo viviente, los cuales se transmiten por herencia y se fijándose en la especie. Las necesidades determinadas por el estado del ambiente, poco a poco crean los órganos capaces de satisfacerlas. El principio lamarckiano será: “La función crea el órgano”.

 

Johann Herder. Johann Gottfried Herder (1744 – 1803), filósofo y crítico literario reconocido como padre del romanticismo alemán al proclamar: “La primera palabra fue vida”, sin más sostuvo un biocentrismo pampsíquico. Un principio de vida reúne el universo en un todo coherente, y permite al hombre, como su configuración más altamente organizada, considerar al resto como su creación. Herder rechazó la transmigración de las almas o posibilidad de que un individuo dado renaciera como miembro de un reino distinto de la naturaleza. Pero esto no le impidió pensar en una jerarquía de la naturaleza que asciende progresivamente, y que describió como avanzando “de la piedra al cristal, del cristal a los metales, de éstos al reino de las plantas, de las plantas al animal y de ahí al hombre”. Precisa después que “el hombre completa así la cadena de la organización final como su eslabón supremo y último que por lo tanto (el hombre) marca también el principio de la cadena de una especie más elevada de criaturas, siendo su eslabón más bajo”. Si el hombre es el eslabón más bajo, Dios el más alto. En el diálogo “Dios” de Herder, Teano contesta a Teofrón en la discusión sobre la palingénesis o regeneración de los seres: “Esta transformación ¿sería también un progreso?”. Teofrón responde: “Supón que no lo fuera; pero ¿puedes imaginarte una vida continuada, una fuerza que es eterna y progresivamente activa, sin que tenga efectos progresivos, es decir, progresión sin progresión”. No obstante aceptar el principio de la creación, Herder concluye: “Tan sólo lo que es puede evolucionar”. Así, en  Herder, el pensamiento evolucionista aparece en su obra como una sucesión de estadios que se inicia en la naturaleza y culmina en la historia, establecidos jerárquica y procesualmente, y cuyo fin es un estado superior dominado por la cultura. El sentimiento es el motor básico de esta evolución, contrariamente al papel dado por Kant a la racionalidad. Por extensión, en la teología Herder opta por un cristianismo espiritual e íntimo, alejado del dogmatismo y teñido de romanticismo.

 

Georg von Hardenburg. El poeta germano Georg Friedrich von Hardenburg (1772 – 1801),  se atreve a delinear la idea de una ascensión genética por la escala de los seres. Postula: “Las enfermedades de las plantas son animalizaciones, las enfermedades de los animales, racionalizaciones, las enfermedades de las piedras vegetabilizaciones. ¿No corresponderán a cada planta, una piedra y un animal? Las plantas son piedras difuntas y los animales, plantas difuntas”.

 

Lorenz Okenfuss. Antes que Darwin, el naturalista alemán, Lorenz Okenfuss (1779 – 1851), anticipó la teoría celular y enseñó la existencia de un proceso evolutivo que comienza en la mucosa primitiva y asciende, pasando por las escalas de los animales, hasta el hombre, animal universal. Si en 1802 bosquejó  las bases de la clasificación de los animales por órganos, en 1805 sostuvo que “todos los seres orgánicos se originan de y consisten en vesículas o las células. Estas vesículas… son la masa o el protoplasma infusional de dónde todos los organismos más grandes se forman o se desarrollan”. A partir de observaciones zoológicas determinó que el “mundo y el organismo son uno en clase”. En 1809 expresó: “El animal atraviesa en el transcurso de su desarrollo todas las clases del reino animal. El feto es una representación en el tiempo de todas las especies animales… Los animales son meramente etapas fetales del hombre”.

 

Johann Wagner. En un poema épico sobre la naturaleza, Johann Jacob Wagner (1672 – 1733) establece categóricamente: “La vida fluye desde Dios hacia el universo… La ley del primer grado transforma el ser en existencia… Segundo grado: la evolución. La evolución termina donde el fundamento en que ya se reconocen el género y el grado, concentra lo que estaba dispuesto antes en la cosa… Tercer grado: la reduplicación…”.

 

Carl Carus. Siguiendo a Goethe, Carl Gustav Carus (1789 – 1869), una de las cimas del romanticismo alemán que buscaba lo místico más allá de lo estético, postulará que tanto el pintor como el naturalista no deben concebir la naturaleza como una entidad inmutable, sino como un gran  organismo vivo. Hacia mediados del siglo XIX Carus sostendría: “Hay un paralelo evidente entre la historia del desenvolvimiento humano, desde el huevo microscópico pasando por el tierno y plástico embrión hasta una formación final en el individuo maduro, por una parte, y las etapas sucesivas, por otra, que partiendo de los infusorios y pasando por el molusco tierno y plástico, terminan con los animales antropoides”.

 

Karl von Baer. Karl Ernst von Baer (1792 – 1876) expresaría en 1866: “El proceso de la vida puede ser comprendido tan sólo cuando está representado en el tiempo… Reconocemos que la esencia de la vida no puede ser sino el mismo proceso vital o el transcurso de la vida. Entonces no buscaremos el sitio espacial de la vida, dado que el proceso vital sólo puede transcurrir en la percepción del tiempo”.

 

James Hutton y Charles Lyell. El naturalista y geólogo escocés James Hutton (1726 – 1797) formuló la tesis del uniformismo terrestre, conforme a la cual la tierra se formó lentamente a lo largo de extensos períodos de tiempo y a partir de las mismas fuerzas físicas que actualmente rigen los fenómenos geológicos (erosión, terremotos, volcanes, inundaciones, etc.). Esta idea se oponía al catastrofismo predominante, tesis según la cual la tierra habría sido modelada por una serie de grandes catástrofes en un tiempo relativamente corto. Sin embargo, fue Charles Lyell (1797 - 1875) quien - siguiendo a Hutton - publicaría “Los Principios de Geología” entre 1830 y 1833 en varios volúmenes, convirtiéndose en el más destacado representante del uniformismo y gradualismo geológico.

Lyell formula su teoría del equilibrio dinámico en el contexto geológico, para después aplicarla al mundo de lo orgánico. Respecto de la historia de la tierra, Lyell distinguió dos procesos básicos de la morfogénesis geológica, los cuales se habrían producido periódicamente, compensándose el uno al otro: los fenómenos acuosos (erosión y sedimentación) y los fenómenos ígneos (volcánicos y sísmicos). Paralelamente, en la historia de la vida, Lyell supuso que se habían dado períodos sucesivos de extinción y creación de especies: el movimiento aleatorio de los continentes habría originado profundos cambios climáticos y muchas especies, al no poder emigrar o competir con otros grupos biológicos, se habrían extinguido, siendo sustituidas por otras creadas mediante leyes naturales.

La obra “Los Principios de Geología”  de Lyell se convirtió en la más influyente de las obras de geología del siglo XIX. Charles Darwin leyó el primer volumen de la obra de Lyell durante su viaje de exploración en el H.M.S. Beagle y escribió que “Los Principios de Geología” habían cambiado su forma de mirar el mundo, siendo una inspiración fundamental para “El origen de las especies”. Autores literarios como Herman Melville o Alfred Tennyson también obtuvieron inspiración en las obras de Lyell por su retrato de la acción de las fuerzas de la naturaleza.

 

Charles Darwin. El naturalista inglés, Charles Darwin (1809 – 1882), notablemente influido por el ensayo “Sobre la Población” de Robert Malthus, comprueba la lucha por la existencia entre las poblaciones, confirmando que en esta lucha se conservan variaciones favorables y se dejan de lado las desfavorables. La relación depredador – presa es solamente uno de los factores importantes en la moderación del crecimiento de una población. En las poblaciones que viven en estado natural es el mismo medio quien se encarga de seleccionar, siendo los supervivientes los organismos o las razas más favorecidas por las variaciones. Aún más, Darwin asume las ideas de Lamarck, pero reemplaza la acción del ambiente por la concurrencia vital o lucha por la vida.

La teoría de Darwin enfatizaba que todo ser viviente está en lucha contra el medio y las especies que lo rodean, el hombre incluido. Esta lucha produce una selección natural, en el sentido de que los individuos más débiles sucumben, sobreviviendo sólo los más fuertes y los más aptos según su capacidad para adaptarse al medio ambiente. Esta lucha es un principio de diferenciaciones entre los individuos, donde los rasgos adaptativos o las diferencias favorables y útiles prosperan con el uso y se transmiten y legan por herencia a los descendientes, lo cual conduce al desarrollo gradual de especies biológicas superiores (tales como el Homo Sapiens) a partir de especies inferiores y más simples.

Aunque la analogía entre evolución y civilización en el sentido liberal clásico, como un proceso continuo de mejoramiento, era marcada y obvia, esta tesis implicaba además un aspecto más oscuro que los críticos modernos a veces pasaron por alto, pero que sus contemporáneos captaron de inmediato. Evolución significaba que la historia natural de las especies, incluidos los seres humanos, ya no era fija e inmutable. El estudio de la evolución no sólo podía rastrear el ascenso de las especies a través del tiempo sino, como en el caso de los antiguos imperios y civilizaciones, su declinación y caída.

Charles Darwin sentencia que el mundo estaba habitado desde tiempos muy remotos y que los seres vivos son el resultado del desarrollo progresivo de otros seres vivos más simples. No era ya pues posible considerar “perfecto” al ser humano ya que éste tenía un antepasado salvaje. Por tanto, se podía eliminar el dualismo espíritu – materia y postular en definitiva un monismo de la sustancia, explicando todo a partir de la evolución de esa sustancia. Se elimina así toda metafísica, debiendo atenerse el hombre sólo a los hechos de la evolución y sus leyes.

Con todo, a pesar de que Darwin trató de explicar la herencia a través de lo que llamó “pangénesis”, ella no aclara cómo se originan las nuevas especies; sólo expone que éstas se multiplican y que las nuevas provienen de especies preexistentes. Entiende Darwin que el “principio de la evolución” y “la selección natural resulta de la lucha por la existencia, fruto la última, a su vez, de la rapidez de la multiplicación”.

Indica Darwin: “Considerando la estructura embriológica del hombre –las homologías que presenta con los animales inferiores- los rudimentos que aún conserva, y las regresiones a que es propenso, podríamos en parte reconstruir en la imaginación el estado primitivo de nuestros antecesores… Vemos así que el hombre desciende de un mamífero velludo, con rabo y orejas puntiagudas, arbóreas probablemente en sus hábitos y habitantes del mundo antiguo… Los cuadrumanos y todos los mamíferos superiores descienden probablemente de un antiguo marsupial, el que venía a su vez, por una larga línea de formas diversas, de algún ser medio anfibio, y éste nuevamente de otro animal semejante al pez”.

Continúa Darwin: “En la espesa oscuridad del pasado adivinamos que el progenitor primitivo de todos los vertebrados debió ser un animal acuático provisto de branquias, con los dos sexos reunidos en el mismo individuo y con los órganos más importantes del cuerpo (como cerebro y corazón), o imperfectamente desarrollados y aun sin desarrollar. Este animal debió parecerse con ventaja a las larvas de las actuales ascidias marinas sobre toda otra forma conocida...  (producto de las) muy favorables las circunstancias para su desarrollo por medio de la selección natural. La misma conclusión puede hacerse respecto al hombre”.

Por tanto, en “El origen del Hombre”, Charles Darwin establece que necesariamente “el hombre procede de alguna forma inferior... (se ha desarrollado de un) tipo inferior... desciende de un tipo de organización inferior... El hombre... lleva en su hechura corpórea el sello indeleble de su ínfimo origen”. Concluye pues Darwin: “La diferencia que media entre el alma del hombre y la de los animales superiores, esta diferencia, sin embargo, consiste en grado, no en esencia”.

Es Darwin quien sostiene que, por extensión de la “ley de combate” (donde es “naturalmente el mas fuerte el que lleva el premio”), la diferencia de capacidad se proyecta también al ámbito de la cultura. Darwin señala: “El gusto de lo bello, al menos en tanto se trata de la belleza femenina, no es de especial naturaleza en el hombre, puesto que difiere mucho en las diferentes razas humanas, y ni siquiera es el mismo en las diferentes naciones de una misma raza. A juzgar por los horribles adornos o por la música no menos desagradable que prefieren la mayoría de los salvajes, podría decirse que sus facultades estéticas se encuentran en inferior estado de desarrollo al que han alcanzado algunos animales… Es evidente que ningún animal será capaz de admirar espectáculos como una hermosa noche serena, un bello paisaje o una música clásica; pero gustos tan refinados como éstos se adquieren por la cultura y dependen de asociaciones de ideas muy complejas, que no pueden tampoco ser apreciadas por los bárbaros, ni aún por personas incultas”.

A partir del supuesto de que necesariamente “todas las naciones civilizadas fueron antes bárbaras”, el principio de sobrevivencia del más fuerte y apto también es proyectada por Darwin a la “acción de la selección natural sobre las naciones civilizadas. Hasta el presente solo me he ocupado de los progresos que tuvo que realizar el hombre para subir de su condición semihumana a la que en el día observamos en los salvajes. Añadiremos aquí algunas observaciones sobre la acción de la selección natural en las naciones civilizadas…”.

Indica Darwin: “Los salvajes suelen eliminar muy pronto a los individuos débiles de espíritu o de cuerpo, haciendo que cuanto les sobrevivan presenten, de ordinario, una salud fuerte y vigorosa. Al realizar el plan opuesto, e impedir en lo posible la eliminación, se encaminan todos los esfuerzos de las naciones civilizadas; a esto tienden la construcción de asilos para los imbéciles, heridos y enfermos, las leyes sobre la mendicidad y los desvelos y trabajos de nuestros facultativos afrontan  por prolongar la vida de cada uno hasta el último momento. Aquí debemos consignar que la vacuna ha debido preservar también a millares de personas que por su constitución débil hubieran sucumbido en otro tiempo… De esta suerte, los miembros más débiles de las naciones civilizadas van propagando su naturaleza, con grave detrimento de la especie humana, como fácilmente comprenderán los que se dedican a la cría de animales domésticos. Es incalculable la prontitud con que las razas domésticas degeneran cuando no se las cuida o se las cuida o se las cuida mal; y a excepción hecha del hombre, ninguno es tan ignorante que permita sacar cría a sus peores animales”.

Agrega Darwin: “El socorro que nos sentimos movidos a prestar a los desvalidos nace principalmente del instinto de simpatía…. Debemos, pues, sobrellevar sin duda los males que a la sociedad resulten de que los débiles vivan y propaguen su raza, a lo cual ha puesto la naturaleza misma un freno en la dificultad que los miembros débiles e inferiores de la sociedad hallan para casarse con la libertad que pueden hacerlo los sanos”.

Constata Darwin que los “escoceses frugales, previsores, amantes de su dignidad personal, ambiciosos de moral rígida, espirituales en sus creencias, de entendimiento sagaz y disciplinado”, al dedicarse a la lucha y al celibato dejan pocos descendientes, no se reproducen y terminan por imponerse los “irlandeses negligentes, escuálidos y sin ninguna aspiración se multiplican como conejos”. Así, “en la lucha perpetua de la existencia habría prevalecido la raza inferior y menos favorecida sobre la superior, y no en virtud de sus buenas cualidades, sino de sus grandes defectos”.

Estimará Darwin que el poder de una nación y su tiempo de desarrollo está definido por el “aumento de la cifra de población, del número de personas cuyas facultades intelectuales y morales sean relevantes y singulares, como también de su grado de perfección. La estructura del cuerpo parece tener escaso influjo, excepto en la relación inevitable entre el vigor del cuerpo y el del alma”.

En este sentido, Darwin especifica: “Existe verdadera tendencia innata hacia el continuo desarrollo corporal y mental. Toda especie de desarrollo depende de un conjunto de circunstancias favorables. La selección natural sólo obra de un modo experimental. Los individuos y razas, aunque hayan adquirido ciertas ventajas indisputables, pueden perecer, y de hecho así pasa, por falta de otros caracteres. Las causas de la ruina y decadencia de los griegos pueden haber sido la falta de unión entre sus muchos y reducidos estados, la poca extensión de su territorio; la práctica de la esclavitud o, finalmente, su refinada sensualidad, pues su ruina no tuvo lugar hasta que la enervación y la corrupción llegaron a su colmo”.

Advierte así Darwin: “Las naciones occidentales de Europa, que tantas ventajas llevan en el presente a sus progenitores salvajes, se encuentran, por decirlo así, en la cima de la civilización... En los pueblos dignos del nombre de civilizados… se hallan muy expuestas a volver a la indolencia y la barbarie, cuando las condiciones de la vida son demasiado fáciles”.

En esta perspectiva, Darwin aprecia: “Hay otra cuestión que no puede pasarse en silencio, a saber: si... cada subespecie o raza humana procede de una sola pareja de progenitores. Una nueva raza la podemos formar en nuestros animales domésticos por medio de la unión de una sola pareja que tenga algún carácter propio… pero la mayoría de nuestras razas de animales domésticos no han sido intencionalmente formadas de un solo par escogido, sino inconscientemente, por la conservación de muchos individuos que variaron, aunque sólo fuera muy poco, de una manera útil y deseada… Las razas humanas... han sido o resultado indirecto de la exposición a diferentes condiciones, o el directo de alguna forma de selección... El proceso verificado habrá sido semejante al que sigue el hombre cuando sin intención escoge los individuos particulares, guardando los de casta superior y desechando los inferiores. De esta manera poco a poco, pero seguramente, modifica la casta de sus animales, y sin darse cuenta forma otra nueva”.

En este mismo orden de cosas, entendiendo que el aumento de las poblaciones o explosión demográfica humana demuestra la continua multiplicación de las especies, Darwin considera que “el mejoramiento del bienestar de la humanidad es un problema de los más intrincados… Todos los que puedan evitar una abyecta pobreza a sus hijos  deberían abstenerse del matrimonio; pues la pobreza es no tan sólo un gran mal, sino que tiende a aumentarse, conduciendo a la indiferencia en el matrimonio… Si las personas prudentes evitan el matrimonio, mientras los negligentes se casan, los individuos inferiores de la sociedad tienden a suplantar a los individuos superiores”.

Agrega Darwin: “El hombre, como cualquier otro animal, ha llegado, sin duda alguna, a su condición elevada actual mediante la lucha por la existencia, consiguiente a su rápida multiplicación; y si ha de avanzar aún más, puede temerse que deberá seguir sujeto a una lucha rigurosa. De otra manera caería en la indolencia, y los mejor dotados no alcanzarían mayores triunfos en la lucha por la existencia que los más desprovistos. De aquí que nuestra proporción o incremento, aunque nos conduce a muchos y positivos males, no debe disminuirse en alto grado por ninguna clase de medios... Debía haber una amplia competencia para todos los hombres, y los más capaces no debían hallar trabas en las leyes ni en las costumbres para alcanzar mayor éxito y criar el mayor número de descendientes”.

Establecerá asimismo Darwin: “Esta generalmente admitido que en la mujer las facultades de intuición, de rápida percepción y quizá también las de imitación, son mucho más vivas que en el hombre; mas algunas de estas facultades, al menos, son propias y características de las razas inferiores, y por tanto corresponden a un estado de cultura pasado y más bajo... La principal distinción en las facultades intelectuales de los dos sexos se manifiesta en que el hombre llega en todo lo que acomete a punto más alto que la mujer, así se trate de cosas en que se requiera pensamiento profundo, o razón, imaginación o simplemente el uso de los sentidos y de las manos. Si se hicieran dos listas de los hombres y mujeres más eminentes en poesía, pintura, escultura, música, historia, ciencia y filosofía, y se pusiera media docena de nombres en cada ramo, toda comparación entre las dos listas sería imposible... El hombre... su cerebro es en absoluto mayor”.

Finalmente, en su autobiografía Darwin consignó que hasta los trece años gozó intenamente con la música, la poesía y la pintura, pero que después perdió el gusto por esos intereses. Reflexionó entonces Darwin: “Mi cerebro parece haberse convertido en una especie de máquina de deducir leyes generales a partir de grandes conjuntos de hechos… La pérdida de estos gustos es una pérdida de la felicidad, y posiblemente puede ser dañosa para el intelecto, y más probablemente para la moral, pues debilita la parte emocional de nuestra naturaleza”.

Con todo, la síntesis del impacto social y político del darwinismo ya quedaba registrado en el prólogo a la primera edición del libro de Darwin, escrito por Clémence Royer: “Se llega así, a sacrificar lo que es fuerte a lo que es débil… los seres bien dotados de espíritu y cuerpo a los seres viciosos y enclenques… protección poco inteligente que se otorga exclusivamente a los débiles, incapacitados, incurables…”.

 

Henry Huxley. De modo trascendental para el evolucionismo y su impacto social, es Henry Thomas Huxley (1825 – 1895) quien, siendo uno de los primeros adherentes a la teoría de Darwin (no en vano fue llamado el “bulldog de Darwin”) en su obra “Evidencia en cuanto al lugar del hombre en la naturaleza” (1863), fue más allá del origen de Darwin y amplió la idea de la evolución a los seres humanos. Al efecto acuñó el término “biogénesis”, concepto que representa la teoría que explica la generación de los seres vivos en tanto las células provienen de otras células. Precisamente a partir de allí, en “La lucha por la Existencia” (1888), Huxley sistematiza la noción de “competencia”.

 

Hugo de Vries. El naturalista holandés, Hugo de Vries (1848 – 1935) sostiene que la evolución no se realizó, según creyeron Lamarck y Darwin,  mediante pequeñas variaciones continuas, sino por mutaciones bruscas y de gran amplitud. De Vries compartió la tesis de que cada célula de un organismo multicelular es portadora de todas las cualidades de la especie.

 

Herbert Spencer.  Será Herbert Spencer (1820 – 1903) el principal exponente del positivismo filosófico evolucionista postuló la idea de un evolucionismo universal, que sería de gran influencia. Spencer elevó el principio de la evolución a explicación cósmica del universo entero, en el que se cumple una ley de evolución universal que abarca desde la estructura del átomo hasta los campos de la biología, la psicología, la sociología y la ética. Tras establecer siete leyes de la evolución, estimó que éstas constituían la suprema norma de todo devenir. De este modo, Spencer afirmó los principios de “lucha por la supervivencia” y de la “supervivencia de los más aptos”. En la obra “Los Principios de Sociología”, Spencer establece la existencia de una diferencia originaria de aptitudes entre las razas y advierte sobre la influencia de la mezcla de razas. Para Spencer, la naturaleza estaba dotada de una tendencia providencial a librarse de los ineptos y acoger a los mejores. Especifica Spencer que no se trata de los moralmente superiores, sino una primacía de los más sanos y más inteligentes. Por tanto, estima Spencer que los enfermos y los lisiados no debieran ser protegidos. En este mismo sentido, Spencer advierte que los llamados “pueblos primitivos” sólo poseen un cerebro “no especulativo, incapaz de criticar y de generalizar, y que no tiene ninguna otra noción más que las que le brindan sus percepciones”.

Entonces, la desaparición de individuos y razas “inferiores” era el resultado natural e inevitable de la competencia. Sostuvo además que la conquista de un pueblo por otro es en lo esencial la victoria de lo social sobre lo antisocial, o del mejor adaptado sobre el peor adaptado. Determinó pues Spencer: “Ser una nación de buenos animales es la primera condición para la prosperidad nacional”.

Afirmó Spencer que la realidad última de la que todo procede es, en sí misma, incognoscible, pero real (fuerza originaria que se manifiesta en los fenómenos naturales). Cuanto más se conoce del mundo fenoménico, más amplio se presenta el “misterio” de la realidad noúmica. Así, religión y filosofía coinciden al encontrarse con el mismo límite del “misterio”. Por tanto, contraponer materia y espíritu no tiene sentido pues no son sino manifestaciones de una misma realidad incognoscible y única. En virtud del principio de “analogía orgánica”, Spencer sostiene la existencia de plena identidad entre la sociedad y un organismo biológico. Postula que “la sociedad es un organismo” que sólo posee conciencia en sus componentes (los individuos) y que evoluciona con gran lentitud, pues sólo cuando los individuos han repetido innumerables veces los sentimientos e ideas pueden fundamentar un cambio.

En definitiva, de ser originalmente una teoría biológica, el evolucionismo pasa a ser una explicación filosófica de todo lo existente. El siglo XIX llegaría a ser llamado el “siglo de la evolución” y el positivismo de Comte y Spencer determinaría un amplio movimiento intelectual en la segunda mitad del siglo XIX.

 

Ernst Haeckel. Para el monista Ernst Haeckel (1834 – 1919) la evolución representa la idea de que todas las especies del reino animal están relacionadas y en interdependencia genética, constituyendo una cadena, de la cual el hombre es el último eslabón superior. Esto se manifiesta en Haeckel cuando enuncia la fundamental ley de la biogénesis: “La ontogenia, o sea el desarrollo de un animal individual, es una recapitulación abreviada de la filogenia, o sea la historia evolucionista de las especies a que pertenece”.

 

G.2.10. Revolución Industrial.

El desarrollo del materialismo se dio además en el marco del desarrollo del liberalismo y el capitalismo, y en el contexto del paso de la revolución comercial a la revolución industrial. De hecho, el período histórico comprendido aproximadamente entre 1400 y 1700 presenció una revolución comercial que constituyó el primer gran vuelco económico de nuestro tiempo. Esta aniquiló la inerte economía de la Edad Media, sustituyéndola por un capitalismo dinámico dirigido por banqueros, navieros y comerciantes. Sin embargo, sólo representó la faz inicial de una serie de rápidos y decisivos cambios.

Pronto siguió una revolución industrial que al ámbito de los negocios agregó la esfera de la producción, proceso que transcurre entre 1760 y 1860. Dicho proceso consistió en la mecanización de la agricultura y la industria, la aplicación de la fuerza motriz a la industria, el incremento del sistema fabril y la aceleración del transporte y las comunicaciones. Inglaterra fue el centro nuclear de la revolución industrial y el primer país capitalista. Durante la primera revolución industrial destaca la aplicación la máquina a la manufactura del algodón, la máquina de vapor de Newcomen y su perfeccionamiento por James Watt, el perfeccionamiento de la industria del hierro y sus derivados, los primeros ferrocarriles, la navegación a vapor y el telégrafo.

Luego, a partir de 1860 sobrevino una segunda etapa en la revolución industrial. Durante ésta la revolución industrial se caracteriza por la sustitución del hierro por el acero como material básico en la industria; el reemplazo del vapor por la electricidad y por los derivados del petróleo como principales fuentes de energía; el incremento de la máquina automática y del trabajo especializado; el creciente dominio de la industria por la ciencia; los radicales cambios en las comunicaciones y transportes; el desarrollo de nuevas formas de economía capitalista; y la industrialización de Europa Central, Europa Oriental y del Lejano Oriente. Se inventa el dínamo que transforma la energía mecánica en energía eléctrica y se aplican los motores de combustión interna. Luego se potencia el desarrollo del automóvil, la aviación, la telegrafía sin hilos, la radiotelefonía y la televisión.

El proceso de la revolución industrial constituyó una sociedad industrial caracterizada por el crecimiento demográfico; la urbanización de la sociedad occidental; la aparición de la burguesía industrial; el surgimiento del proletariado; desiguales beneficios materiales de la revolución industrial; un mejoramiento del bienestar de los trabajadores; y la emergencia de nuevas doctrinas económicas, sociales y políticas. De hecho la revolución industrial produjo una renovación de la teoría económica y el surgimiento del ideal de profundas reformas sociales pues los directos e inmediatos beneficiarios de las ganancias defienden sus privilegios y no atendieron los impactos de la revolución industrial y sus efectos negativos sobre la realidad social.

De esta forma, el fundador de la economía clásica fue Adam Smith, interpretando la doctrina de “laissez - faire” como ideal del capitalismo. Smith y sus discípulos Thomas Malthus, David Ricardo, James Mill y Nassau Senior afirmaron entonces el  individualismo económico, donde cada individuo está habilitado para usar en su provecho la propiedad que herede o adquiera por cualquier vía legítima, debiendo permitírsele libertad de acción respecto de lo que le pertenece siempre que no lesione los derechos de los demás de hacer lo mismo. Impusieron pues las norma del “laissez – faire”, donde las funciones del Estado habrán de reducirse al mínimo compatible con la seguridad pública, debiéndose limitarse éste al rol de guardián que ampara la propiedad sin intervenir en la dirección de los procesos económicos. Establecieron asimismo la obediencia a la ley natural, implicando la existencia de leyes inmutables que operan en el campo de la economía así como en la esfera del universo (ley de oferta y demanda, etc.); la libertad de contrato en tanto todo individuo goza de libertad para concluir con cualquier otro el mejor contrato que pueda obtener; y la libre competencia y libre comercio, práctica donde la competencia sirve para mantener precios bajos, eliminar productores ineficaces y asegurar una producción de acuerdo con la demanda del público. Ante las realidades generadas por el desarrollo del capitalismo industrial, se actualizan y sistematizan formas del comunismo, plasmadas en el anarquismo, el socialismo utópico y, luego, en el socialismo científico o marxismo.

El positivismo pretendía una transformación de la sociedad, pero dentro de una orientación conservadora, científica y autoritaria, que respondía a los intereses de la burguesía. August Comte no previó la proyección del positivismo en materialismo y no advirtió las graves consecuencias de la revolución industrial del siglo XIX. Así entonces, la difusión de las ideas anarquistas y socialistas fueron una respuesta ideológica a una situación real de miseria del proletariado y crisis del capitalismo liberal.

Los orígenes del igualitarismo son anteriores a la revolución industrial pero, en ese momento histórico, terminaron coincidiendo con el movimiento obrero. Así, teniendo antecedentes en Platón, las comunidades cristianas primitivas, los movimientos místicos medievales, los “niveladores” ingleses del siglo XVII y algunos movimientos surgidos en la revolución francesa como los “socialistas proletarios” (Francoise Babeuf (1760 – 1797) y Louis Blanc (1811 – 1882)), en el siglo XIX se consolidará el movimiento anarquista con pensadores como Pierre Proudhon, Mikhail Bakunin, Piotr Kropotkin y Max Stirner, el cual sostuvo que toda autoridad es innecesaria y nociva, y que su abolición puede crear una sociedad justa, basada en la bondad innata del hombre y en su voluntad de cooperar pacíficamente con el prójimo.

Asimismo, mediando programas de transformación social más o menos utópicos, inspirados en Rousseau, con ideales románticos y mentalidad positivista, con un carácter optimista surgen Henri de Saint Simon, Charles Fourier y Robert Owen para constituir el llamado “socialismo utópico”. Sin más éste derivó pronto al llamado “socialismo científico”, sistematizado por Karl Marx y Friedrich Engels, los cuales sistematizaron el socialismo como vía de transición al comunismo o estado social en el cual no existe propiedad privada de los medios de producción, ni Estado, ni clases sociales, mediante la constitución de la dictadura del proletariado. Con todo, se generarán múltiples vertientes de comunismo, sea en su forma anarquista o socialista y, si bien todos procuran el comunismo como fin, se diferenciarán en la estrategia para su realización. Ante tal compleja realidad social y política, si ya en 1848 había sido publicado el “Manifiesto Comunista”, recién en 1891 el Papa León XIII publica la encíclica “Rerum Novarum”, como respuesta ante el surgimiento de la llamada “cuestión social”.

 

G.2.11. Materialismo.

El materialismo es la doctrina filosófica que admite como única sustancia existente a la materia, negando todo principio sobrenatural, trascendente y finalista como causa primera de la realidad. La materia y su praxis se convierte en única fuente de conocimiento, bien y verdad.

 

Bruno Bauer y David Strauss. La expansión del materialismo significó un apasionado combate contra la religión, labor ya profundamente adelantada por el racionalismo, empirismo, positivismo y naturalismo. Para que un pensamiento materialista pueda desarrollarse, necesariamente debe primero aniquilar la fe en Dios y en la inmortalidad del alma. Lo significativo es que el tránsito del idealista Hegel al materialista Marx fue producido precisamente por teólogos. El teólogo Bruno Bauer (1809 – 1882), asumiendo una tendencia de hegelianismo de izquierda, sostuvo que los judíos sólo pueden llegar a ser libres sacudiendo su esclavitud del Dios trascendente y sus ilusiones de esperanzas futuras, retornado al hombre natural, ajeno a toda religión. Su hermano Edgar Bauer comenzará así a combatir la propiedad privada como causa de toda desigualdad y esclavitud, y acusa al Estado de potencia irreal y opresora.

Asimismo, el teólogo David Strauss (1808 – 1874), quien devino en padre del materialismo y murió entre angustias psíquicas, sostuvo que, a la luz de la ciencia natural, las contradicciones de la Biblia no pueden ser asumidas por los cristianos. Implicando esto el término del cristianismo, Strauss observa que aún subsiste la reverencia ante los misterios de la naturaleza y la confianza en sus leyes. Afirma por tanto que el mundo se formó, de manera puramente mecánica, de una nebulosa primitiva, en la cual brota y evoluciona la primera forma de vida. No obstante, Strauss no actuaba como político revolucionario por cuanto consideraba a la burguesía y despreciaba al “cuarto estamento”. David Strauss procuraba la pena de muerte para cristianos y racionalistas.

 

Ludwig Feuerbach. El también teólogo, Ludwig Feuerbach (1804 – 1872), será finalmente el discípulo de Hegel que termina publicando una “Crítica de la filosofía hegeliana”. Odiando a la Iglesia y al Estado, afirma Feuerbach que “la filosofía hegeliana es el último refugio, el último apoyo racional de la teología”, cuestión que explicaba por qué muchos teólogos protestantes se habían hecho hegelianos. Para Feuerbach, la filosofía de Hegel no es sino una teología que ha puesto “aquí abajo” (naturaleza e historia) al ser divino que la teología clásica siempre ha puesto en el “más allá”. Expresa Feuerbach: “Mi primer pensamiento fue Dios, el segundo la razón, el tercero y último el hombre”. Sostuvo por tanto que Dios no creó al hombre, sino que el hombre ha creado a Dios a su propia imagen y semejanza. Infiere pues Feuerbach que “el secreto de la teología es la antropología”. Es decir: el ser divino no es sino el resultado de proyectar al infinito la esencia del hombre. Dios no es sino el conjunto de los atributos humanos, pero convertidos en atributos infinitos.

El resultado es entonces que la religión es la alienación el hombre, puesto que el hombre religioso renuncia a su esencia y la contempla en Dios, ya no como su propia esencia, sino como una esencia extraña, infinita y divina. Feuerbach establece: “La esencia del hombre... es no sólo el fundamento de la religión, sino también su objeto. La religión es la conciencia de lo infinito; es y sólo puede ser la conciencia que el hombre tiene de su esencia, no finita y limitada, sino infinita... La esencia divina es la esencia humana, o, mejor dicho, la esencia del hombre prescindiendo de los límites de la individualidad, es decir, del hombre real y corporal, objetivado, contemplado y venerado como un ser extraño y diferente de sí mismo. Todas las determinaciones del ser divino son las mismas que las de la esencia humana... El desarrollo de la religión... consiste en que el hombre despoja a Dios cada vez más para recuperarse a sí mismo... Lo que ayer todavía era ateísmo, hoy ya no lo es; y lo que pasa hoy por ateísmo, será mañana tenido por religión”.

Entonces, el “progreso” de la religión consistirá en que el hombre recupere su propia esencia. Según Feuerbach, no hay más Dios que el hombre mismo. Pero el hombre no es sólo un ser corporal y sensorial, sino también un hombre “comunitario”: “La esencia del hombre está contenida únicamente en la comunidad, en la unidad del hombre con el hombre”. Feuerbach coloca pues al ser del hombre “en la comunidad, hombre comunitario, comunista”.

 

Johann Schmidt. Si Jacob Moleschott (1822 – 1893) y Ludwig Büchner (1824 – 1899)  exaltan el fósforo del cerebro y con violencia atacan la doctrina de la finalidad del mundo, que de suyo implica la admisión de un creador ultraterreno, conduce a que el teólogo Johann Schmidt (1806 – 1856), actuando bajo el nombre de Max Stirner y teniendo una singular similitud con Nietzsche, observe que los “semimaterialistas” siempre dejan ciertos “cabrios” o vigas como Dios, la humanidad, la sociedad o el Estado. Postulando un anarquismo intelectual, Schmidt sostiene que lo que él llama el “Único”, va a extirpar todo esto pues blasfema, rompe juramentos y contratos, toma lo que necesita y hace lo que le da la gana. El “Único”, dejándose arrastrar por el instinto sexual, aprovecha la familia pero no le importa, odia al Estado y lo engaña siempre que puede y nada le importa el bien de la comunidad. El “Único” es pues un criminal, evidencia de que es valiente y fuerte. Así, si el primer “cabrio” es Dios, éste nada puede hacer al hombre y la Biblia no es sino un cuento de hadas. Ante una religión que quiere extender sus dominios, procede profanarla para que su significación se acabe para el hombre: Stirner sentencia: “Digiere la hostia, y estás libre de ella”. Finalmente, el segundo “cabrio” que es la moral debe ser superado pues no se requiere moral alguna.

 

Karl Marx. El materialismo devino finalmente en ser una potencia revolucionaria universal al ser introducida la dialéctica hegeliana en el proceso material mismo y poner este proceso como base de la evolución social. Este giro fue producido por Karl Marx y consumado por V. I. Lenin (1870 – 1924). Así, siguiendo las premisas de Feuerbach, son Karl Marx (1818 - 1883) y Friedrich Engels (1820 – 1895) invierten la lógica dialéctica hegeliana y sistematizan la teoría del “socialismo científico” como expresión del materialismo dialéctico e histórico. Aplicando el materialismo al hombre, la sociedad y la historia, configuran el llamado “marxismo” como proyecto de transformación política y revolucionaria de la realidad.

Teniendo en vista el darwinismo y, tal como lo indica V.I. Lenin, asumiendo categorías ideológicas de “la filosofía alemana, la economía política inglesa y el socialismo francés”, Marx y Engels definen un sistema de pensamiento político antiindividualista que niega toda metafísica y constituye un riguroso programa de acción revolucionaria destinada a la instauración de la “dictadura del proletariado” y del socialismo como transición al comunismo o estado de sociedad sin clases ni Estado.

El materialismo dialéctico implica la no existencia de un mundo ultraterreno, más allá del mundo terreno y, por tanto, no existe un Dios creador. No hay pues un mundo espiritual que pueda existir independiente de la materia. No es el espíritu quien produce el cerebro material, sino el cerebro quien produce el pensamiento espiritual en tanto categoría de la materia. Existe pues una realidad material única que se desarrolla con el mecanismo de tesis, antítesis y síntesis sucesiva y progresiva.

El marxismo se proyecta como una fuerza fundamentalmente antirreligiosa pues Marx tiene a la religión por responsable de la actual miseria social del proletariado. Afirma Marx: “La religión es el suspiro de la criatura atribulada... Es el opio del pueblo”. El crimen de la religión está en que, por la promesa de una felicidad en el otro mundo, se le ha quitado al hombre la dicha en éste. La religión debe ser pues extirpada a fin de que los hombres vean de una vez sus cadenas de esclavos y se levanten contra sus verdugos. Por tanto, la eliminación de la religión es condición de la implantación del comunismo.

 

Hans Herbart. Con todo, en el marco del materialismo, los naturalistas interesados por la filosofía intentaron construir un sistema filosófico fundado en la ciencia natural. Estos “semimaterialistas” aplicaron el método inductivo de la ciencia natural pero, al preguntarse por lo que hay tras lo sensible, derivaron a la respuesta de la “metafísica inductiva”. El idealismo, especialmente el idealismo hegeliano, provocó una inmediata y aguda reacción opuesta. Alemania, donde el positivismo tuvo escaso desarrollo, fue el ámbito para esta reacción. Así, el discípulo de Fichte, Hans Herbart (1776 – 1841), termina representando una contraposición absoluta a su maestro. Afirma que la realidad no es “puesta” por el “yo” (idealismo), sino que es una “posición absoluta”, es decir, independiente del “yo”. En este sentido, la filosofía de Herbart es, pues, un realismo. Conforme a este pensamiento, las cosas reales pueden ser captadas a partir de la experiencia mediante conceptos. Pero la multiplicidad conceptual no refleja la realidad, que es siempre simple y carente de “relaciones” y “negaciones”, implicando esto la eliminación de los conceptos fundamentales de la dialéctica hegeliana.

 

Jacob Fries. Por su parte, Jacob Fries y Friedrich Beneke (1798 – 1854) también se opusieron al idealismo a través de una nueva interpretación de kantiana: el psicologismo. Al igual que Herbart, afirman que toda investigación debe partir de la experiencia, pero afirman que de la que hay que partir es la experiencia interior, en la que se revelan no las leyes o principios de la realidad, sino únicamente las leyes o principios de la vida anímica, es decir, las leyes psicológicas. De este modo, la psicología es ciencia fundamental y a ella se reducen las demás.

 

Gustav Fechner. A partir de su “visión del día”, Gustav Fechner (1801 – 1887) formula su teoría de la “animación universal”. Fechner, quien termina mentalmente perturbado, sostiene que los cristales tienen ya almas mínimas, las cuales pasan a ser espíritu que, en unión con todas las almas y todos los espíritus, se ordenan finalmente a Dios como nexo de toda conciencia. También los demás cuerpos se insertan en esta conciencia universal por medio de las “almas” de planetas y estrellas. Así, cuerpo y espíritu son la misma conciencia, siendo una vez considerada como “conciencia extraña” y otra como “conciencia propia”. Critica al materialismo en tanto éste olvida que sus “hechos” no son sino, a la postre, hechos de la conciencia. Fechner funda así la “psicofísica”, fundada en la su teoría del “paralelismo psicofísico”. Como Spinoza, Fechner creía que cuerpo y alma son sólo formas de manifestarse una sola y misma sustancia fundamental. Así se explica cómo corren paralelamente las series de procesos corpóreos y anímicos. La relación logarítmica entre sensación y estímulo establecida por Fechner sería la carta magna de la futura psicología experimental.

 

Rudolf Lotze. Afirma Rudolf Lotze (1817 – 1881) que el fundamento de las eternas leyes lógicas, no es otra cosa que el modo de obrar del Creador divino, razón por la que será predicador del amor divino, fuente y fin de todas las acciones. No obstante, siendo nominalista, no cree en esencias eternas y traspone las leyes eternas al concreto obrar del Dios concreto. Lotze hace así de la psicología una ciencia natural pues en ella ve una “fisiología del alma” o una “mecánica psíquica”. Como el mundo es un aparato en manos de Dios, así el cuerpo es un aparato en manos del alma, aunque las acciones psíquicas no aumentan ni disminuyen la energía cósmica porque la energía corpórea y anímica son una sola y misma cosa. Lotze establece así que lo real no es ni la materia ni la idea, sino una suma de mónadas espirituales que, en el sentido de Leibniz, hallan en Dios, mónada central, su más cabal expresión.

 

Eduard von Hartmann. Eduard von Hartmann (1843 – 1906), uno de los principales representantes del pesimismo europeo que sostiene que la sexualidad era una pasión ilusoria y que las asociaciones de ideas estaban orientadas por representaciones finales inconscientes (nociones que posteriormente será base del pensamiento de S. Freud), concibe como principio del mundo precisamente lo “inconsciente” y desarrolla la noción de un “monismo concreto” que, tal como budistas e hindúes, identifica a Dios con el mundo y volatiliza en puro mito la existencia de Jesús. A partir de las premisas señaladas, en su obra “La hipótesis espiritista y sus fantasmas” (1891), von Hartmann asume la cuestión de la autenticidad de las aparición de espíritus, los cuales vuelven al mundo para sustentarse. En las apariciones, Hartmann ve una confirmación a su filosofía, pues aquí el inconciente, pasando a conciente superior, entra directamente en acción. Cree, sin embargo, no ser los espíritus los que hablan, sino que los mediums, por una especie de “enlace telefónico del inconciente”. Aceptaron esta explicación Lazarus Hellenbach, Karl du Prel y E. H. Weber. Así también Karl Zöllner, profesor de astrofísica de Leipzig, llegaría a suponer la existencia de una “cuarta dimensión”, por la que los espíritus entran a este mundo.

 

Helena Blavatsky. Fue Helena Petrovna Blavatsky, ucraniana nacida von Han (1831 – 1891), famosa médium que reclamaba la encarnación de los “espíritus de la sabiduría”, configura la teosofía o doctrina secreta sobre Dios y la divinización del hombre. H. Blavatsky funda en 1875 la “Sociedad Teosófica” y la organiza al estilo de la masonería con un sistema de logias. Como los antiguos gnósticos, los teósofos aspiran a una progresiva divinización del hombre. La “partícula de divinidad” que, no obstante su caída, pone el hombre dentro del mundo material, se purifica por millares de renacimientos desde el mundo físico hasta el astral, luego al mental, luego al intuicional, espiritual y monádico, para volver finalmente al divino. Así, cada uno es artífice de su propio destino. Los “sabios” llegados a la perfección vendrán corporalmente a nosotros como “maestros del mundo”, como lo fueron Cristo o Buda.

 

Rudolf Steiner. Después, el croata Rudolf Steiner (1861 – 1925) asumió en 1903 la dirección de la “Sociedad Teosófica”, para luego separarse en 1913 y fundar su propia “Sociedad Antroposófica”. Constituyó pues la antroposofía o doctrina centrada en el hombre, cuyo fin consiste en una progrediente espiritualización que lo remonta a lo divino. Tras su cuerpo físico visible, el hombre posee un cuerpo invisible etéreo, y aún otro más fino, astral.

 

G.2.12. Utilitarismo. El utilitarismo es el sistema filosófico que considera la utilidad en cuanto bienestar mayor como principio moral, importando presencia de placer y ausencia de sufrimiento. El principio de mera utilidad se convierte en fuente del bien y la verdad.

 

Jeremy Bentham. Si ya el sofista Pródico (400 a.C.) consigna que todos aspiran a la utilidad, constituyendo el pináculo del individualismo contemporáneo, Jeremy Bentham  (1748 - 1832) publica en 1789 su obra filosófica capital: “Principios de moral y legislacion”, estableciendo que la prueba suprema a que ha de someterse toda creencia o institución, se refiere a su utilidad o provecho. Acotó dicha prueba a la que proporciona la mayor felicidad para el número más grande de personas. Cualquier práctica o doctrina que no cumpliera con este requisito, debía ser reprobada sin dilaciones. Aceptando que los motivos de los individuos son egoístas, Bentham concibe que el único interés de la comunidad reside en la suma de los intereses de los distintos miembros que la componen. La aspiración capital de las acciones humanas se centraliza en el deseo de asegurar el placer y de evitar el dolor. Por consiguiente, la sociedad debe otorgar a cada miembro completa libertad de acción para que siga su propio interés. Así, el único “hecho” en que se puede apoyar la moral es el placer y el dolor; sólo ellos son algo real. Por tanto, sólo se puede considerar como bueno y obligatorio aquello que conduce al mayor placer o felicidad del mayor número posible de personas. Esta es la fórmula esencial de la moral de utilidad (o felicidad). A partir de esto, confiando en que el hombre sería capaz de respetar los derechos de los demás, Bentham confiaba en convertir la moral en “ciencia exacta”.

En este contexto, es Jeremy Bentham quien escribe el “Panopticón” (1791), documento en el que propone utilizar una determinada forma de arquitectura para habilitar a la autoridad a imponer socialmente el “principio de la inspección” total y constante. Se trata de la construcción de edificios institucionales circulares, o más bien “dos edificios concéntricos”, para lograr una “ventaja esencial: la facultad de ver con sólo una ojeada, todo lo que allí ocurre”. Si bien lo refiere inicialmente a la construcción de una prisión ideal cuya denominación sería “Panóptico”, Bentham estima que este modelo se “considerará aplicable, sin excepción, a todos los establecimientos en los que cierto número de individuos deba permanecer bajo vigilancia en un espacio no demasiado amplio… Poco importan los distintos usos a los que se destinen los establecimientos: castigar criminales reincidentes, albergar locos, reformar viciosos, aislar sospechosos, ocupar ociosos, proteger indigentes, curar enfermos, enseñar a quienes quieran aprender un oficio o dar instrucción a las nuevas generaciones; en suma, así se trate de cárceles para detención perpetua o para detención en espera de juicio, o de penitenciarías, correccionales, hogares de trabajo para pobres, fábricas, manicomios, hospitales o escuelas... Adaptado a las escuelas, este proyecto puede operar de dos maneras muy diferente: limitarse a las horas de estudio o ser empleado durante toda la jornada, incluyendo las horas de reposo, descanso y recreo… Sin duda alguna, en cualquiera de esas funciones el objetivo del establecimiento se cumplirá tanto más satisfactoriamente cuanto que los individuos que deben ser vigilados permanecerán continuamente bajo la mirada de los encargados de su vigilancia. La perfección, si tal fuere el objetivo, exigiría que cada individuo se sintiera en todo momento en esa situación”. Bentham pregunta a su interlocutor en el proyecto de la Asamblea Nacional: “¿Qué opinaría usted, si a consecuencia de la adopción progresiva y a la aplicación diversificada de este único principio se difundiera un nuevo estado de cosas en la sociedad civilizada: las costumbres rectificadas, la salud preservada, la industria reactivada, la instrucción extendida…y todo eso gracias a una simple idea de arquitectura?”.

 

John Stuart Mill.  El discípulo más fiel de Bentham fue James Mill (1773 – 1836), pero el más grande filósofo utilitario fue John Stuart Mill (1806 – 1873), su hijo primogénito. Integrando categorías de Locke, Hume y Bentham, y afirmando un escepticismo respecto de las verdades finales, John Stuart Mill fundó un nuevo sistema de lógica basado en la experiencia como punto de partida de todo conocimiento. Afirma así que todas las llamadas verdades evidentes por sí mismas, aún los axiomas matemáticos, son simples deducciones derivadas de los hechos, de que la naturaleza es uniforme y de que cada efecto tiene una causa.

Entonces, a la idea utilitaria de ausencia de sufrimiento y presencia de mayor cantidad de placer propia de Bentham, John Stuart Mill agrega la idea de ausencia de sufrimiento y mayor calidad de placer. En colaboración con Comte, al que ayudaba financieramente, eliminó la filosofía de Hume hasta los últimos residuos de pensamiento idealista y estableció la inducción como único método justificado en toda ciencia. La inducción consiste en pasar de observaciones particulares a una ley general. Afirma un positivismo moral en cuanto intento de convertir la moral en ciencia “positiva” (basada en hechos y leyes) que permita la transformación social y la felicidad colectiva. En esta perspectiva se afirmará que sólo quienes han experimentado todo tipo de placeres son capaces de escoger entre los valores sensibles y los del espíritu, optando en definitiva por estos últimos aún cuando sean cuantitativamente menos considerados. Stuart Mill denomina “seres compolentes” o “naturalezas superiores” a las personas con estas capacidades. No obstante, reconoce que es muy difícil valorar en su justa dimensión los placeres espirituales y el hecho de que la mayoría opte por los placeres animales.

En esta perspectiva, el utilitarismo afirma el principio de moral de utilidad o principio de bienestar mayor. La bondad o maldad de una acción dependerá del grado de bienestar o desdicha que de éste derive. Por bienestar se entenderá presencia de placer y ausencia de sufrimiento. Esto será para el utilitarismo el único fin apetecible. Sus principales representantes son pensadores liberales con preocupaciones sociales, llegando a simpatizar con el socialismo.

 

G.2.13. Pragmatismo.

El pragmatismo es el sistema filosófico según el cual el único criterio válido para juzgar la verdad de toda doctrina (científica, moral o religiosa) se funda en el efecto práctico de las cosas, implicando negar la existencia de una esencia que define las cosas en sí y la bondad o maldad de los actos en relación a un fin último del ser. El principio de mera practicidad se convierte en fuente del bien y la verdad.

 

Charles Pierce. El estadounidense Charles Sanders Pierce (1839 – 1914), hijo del famoso matemático y astrónomo Benjamín Pierce, conformó el pragmatismo o pragmaticismo. Pierce fundó la semiótica y desarrolló muchos aspectos de la lógica, aportando desde ellas a la filosofía del lenguaje. Tomó el nombre semeiótica de Locke y, a diferencia de Saussure, que la hizo depender de la psicología, él la hizo depender de la lógica, la cual concebía como semiótica general, esto es, como una doctrina formal de los signos.

Pierce dividió la semiótica en gramática pura, lógica pura y retórica pura, lo que después, con Charles Morris (1901 – 1979), se llamaría sintaxis, semántica y pragmática. Así pues, la semiótica es la ciencia del signo y éste es concebido por Pierce como un vehículo de significado, que es usado por un emisor y un receptor. Donde intervienen estos elementos se da un fenómeno sígnico, semiosis o situación semiótica. Una primera relación que destaca entre estos elementos es la de los signos entre sí, que son relaciones de coherencia y constituyen la gramática pura (sintaxis). Otra relación se gesta entre los signos y los significados u objetos, siendo relaciones de correspondencia, y constituyen la lógica pura (semántica). Además, se da la relación de los signos con los usuarios, que son relaciones de uso y constituyen la retórica pura (pragmática).

Siendo este el modo usual de comprender la semiótica, Pierce afirma que el orden lógico es el inverso; no debería partirse de los signos existentes, ya instituidos, que primero se relacionan con otros signos, en la relación de coherencia (sintaxis); luego los signos se relacionan con los objetos, en relaciones de correspondencia (semántica); y, finalmente, el signo se relaciona con sus usuarios, en relaciones de uso (pragmática). Según Pierce, debería comenzarse a partir de los usuarios de los signos, que son los que constituyen y dotan de significado o de la capacidad de referirse a un objeto significado, y así tienen relaciones de consistencia o coherencia entre sí. Por tanto, la pragmática sería lo primero, pues es la praxis humana la que da origen a la comunicación.

Además, Pierce considera que en el acontecimiento semiótico, el signo es una un representamen o representación de un objeto para el interpretante de un intérprete, situación que se reproduce hasta el infinito. Pero advierte Pierce que no hay que confundir el interpretante con el intérprete. Para Pierce, el interpretante es aquello que se da en la mente del intérprete, y puede ser una conducta, un hábito o un concepto, esto es, una representación. El interpretante no es, pues, el intérprete, sino algo que ocurre en él, y puede ser un concepto, una conducta o un hábito. Haciendo evidente su pragmatismo, es un algo que hace al hombre comportarse como si hubiera comprendido el signo, viéndose así si el hombre en cuestión se comporta en correspondencia con lo que dice el signo. Tal será el cumplimiento de la famosa máxima pragmática de Pierce, donde dos expresiones tienen el mismo significado si provocan en el oyente la misma reacción.

Pierce reconoce que se basa en Kant y, más aún, de él toma la denominación que asignará a su filosofía ya que  éste entendía por pragmático lo útil y provechoso. No obstante, si Kant sostiene que sólo las supremas ideas de alma, mundo y Dios tienen valor práctico, Pierce concluirá que todas las ideas tienen un valor práctico. Las ideas tienen que ayudar al hombre a no sucumbir en la lucha con el ambiente. Su valor no consiste en el conocimiento, sino en lo que dicen para obrar prudentemente en lo futuro.

 

William James. Creyendo que las cosas están animadas, William James (1842 – 1910) afirma que la verdad no es algo que se descubre primero para actuar en función de ella después, sino algo que “se hace en el curso de la experiencia. Por tanto, para William James, la verdad es una idea que funciona”. Así, James distingue entre diferentes órdenes de la realidad, a los que llama “subuniversos... cada uno con su estilo de existencia especial y separado”, puesto que lo que constituye estos órdenes diversos de realidad no es la estructura ontológica de sus objetos sino el sentido de la experiencia que se tiene de ellos. De modo que cuando se piensa a un objeto, éste es referido a uno de estos subuniversos, siendo situado como “un objeto de sentido común”.

Entonces, como método, el pragmatismo postula “la actitud de apartarse de las primeras realidades, principios, ‘categorías’, supuestas necesidades, y de mirar hacia las cosas últimas, frutos, consecuencias, hechos”. Así entonces, categorías, principios y leyes científicas no son sino ficciones, que son mantenidas en la medida en que se revelan útiles para la vida y la previsión del futuro.

Como teoría de la verdad, el pragmatismo sigue el postulado referido a que “la concepción de que la verdad de nuestras ideas significa su poder de actuación”. Consignará James que la verdad... llega a ser cierta, se hace cierta por los acontecimientos. Su verdad es, en efecto, un proceso, un suceso, a saber: el proceso de verificarse, su verificación”. Pero esa verificación no es teórica, sino práctica; consiste en el éxito de su resultado para el hombre. De esta forma, una idea es verdadera si es útil para la acción, si conduce a resolver los problemas de nuestra existencia. Así entonces, se entiende que la verdad no es sino un símbolo de las necesidades o deseos, no importando la verdad o falsedad de las cosas. Por tanto, verdaderas son aquellas ideas que se verifican en la vida práctica, las ideas útiles (“profitable”), las que aportan una ganancia limpia (“cash value”). La misma idea de Dios se acredita en la vida pues con ella se soporta el dolor, se acometen nuevas acciones y se ayuda a otros hombres.

En este sentido, el pragmatismo pretende una actitud científica (sociologista) que, tras codificar algunos usos admitidos por cada círculo social, establece en razón de éstos ciertas normas sociales o principios éticos que la sociedad impone a los individuos. La ética del pragmatismo está referida a la finalidad de conservar el estado de la salud social, de modo que la ética del pragmatismo es más una biología de las costumbres que una reflexión filosófica sobre actos morales. En esta perspectiva, la ética se encargaría de conservar la salud de la colectividad humana en tanto la moralidad no es sino un fenómeno social.

Por tanto, si se transgreden los principios o normas ético - sociales, no se trata de algo inmoral sino de un acto de insensatez o falta de cordura. Emil Durkheim dirá: “No se debe decir que un acto hiere la conciencia común porque es criminal, sino que es criminal porque hiere la conciencia común. No lo castigamos porque es crimen sino que es crimen porque lo castigamos”. Esta concepción pragmática de la ética deja a la filosofía moral sin sujeto; no admite en el hombre una naturaleza o esencia subyacente a los fenómenos y la bondad o maldad de los actos humanos en razón de su adecuación o no al fin último del hombre. No es posible entonces hablar de una ley moral necesaria y universal, sino de “moralidades” según circunstancias y ambientes sociales.

Al resistirse el pragmatismo a “la” verdad eterna y ajena al hombre, la ética del pragmatismo importa un relativismo y escepticismo que no admite que pueda existir algo que para la sociedad sea moralmente bueno o moralmente malo. La verdad se convierte en un símbolo e instrumento de las necesidades o deseos. El pragmatismo afirma que no interesa saber qué es verdadero y qué falso, sino sólo lo que necesita el hombre.

 

G.2.14. Vitalismo.

El vitalismo es el sistema filosófico según el cual todos los fenómenos de la vida son operados por un principio o fuerza vital, irreductible a la materia inerte e insita en la materia orgánica, pero distinta tanto del alma como de todas las propiedades físico-químicas del cuerpo. La fuerza vital se convierte en fuente del conocimiento, el bien y la verdad.

 

Georg Stahl. Georg Ernst Stahl (1660 - 1734), médico y químico alemán que, influido por la alquimia y como alternativa a las teorías que en su época no explicaban satisfactoriamente las propiedades de conservación y autorregulación del cuerpo humano (iatromecánica y iatroquímica),  formuló la tesis del “animismo”. Conforme a Stahl, el "ánima" se transforma en el "principio vital" o principio supremo que imparte vida a la materia muerta, que participa en la concepción del ser humano, que genera su cuerpo y lo protege contra la desintegración, que solamente ocurre cuando el "ánima" lo abandona y se produce la muerte. El "ánima" actúa en el organismo a través de "movimientos", no siempre mecánicos y visibles sino todo lo contrario, invisibles y "conceptuales" pero de todos modos responsables de un "tono" específico e indispensable para la salud. Según Stahl, el "ánima" es trascendente por cuanto tiene su origen y su destino en la divinidad.

 

Paul Barthez. Las tesis de Georg Stahl influyeron tanto en Alemania como en el resto de Europa, pero especialmente en Francia, constituyéndose allí la llamada "Escuela de Montpellier". Aquí fue donde a fines del siglo XVIII el "animismo" de Stahl cambió de nombre  bajo el impacto de las ideas de Paul Joseph Barthez (1734 - 1806), las cuales fueron bautizadas como "vitalismo". En 1778, Barthez publicó su obra “Nuevos elementos de la Ciencia del Hombre” y postula la existencia de un "principio vital", de naturaleza desconocida, distinto de la mente y dotado de movimientos y sensibilidad, como la "causa de los fenómenos de la vida en el cuerpo humano". Aunque la relación de este principio con la conciencia no se aclara, Barthez establece que el “principio vital” está distribuido en todas partes del organismo humano, así como en animales y hasta en plantas, siendo incontrovertible su participación definitiva en todos aquellos aspectos de la vida que muestran alguna forma de programa o comportamiento dirigido a metas predeterminadas. El vitalismo de Barthez es más biológico que trascendente ya que, contrariamente a Stahl, considera que el "principio vital" se extingue con la muerte del individuo.

 

Hans Driesch. Precedido por E. von Hartmann en la noción de un vitalismo que parte del inconciente e iniciado por Ernst Heackel en una concepción mecanicista de la biología, Hans Driesch (1867 – 1941) funda el “vitalismo”, de “vita” o vida. Investigando el erizo de mar, Driesch observó que al  dividirlo en partes, de éstas podían nacer animales enteros, concluyendo que en cada parte debía darse ya la idea del todo. Por tanto, se debía admitir en todas las partes una “causalidad total” que tiene su sujeto en una fuerza vital propia o entelequia que dirige los procesos de la vida.  En su vejez, H. Driesch se ocupó con el ocultismo, llegando a sostener que el retorno del más allá sería más valioso que toda la cultura y filosofía actual.

 

Henri Bergson. Henri Bergson (1859 - 1941), judío polaco que se sintió cercano al catolicismo, reacciona contra la visión positivista y afirma que los estados de conciencia tienen carácter cualitativo y no cuantitativo. Por tanto, al no poder ser medidos cuantitativamente, no pueden ser ordenados sucesivamente, sino que se funden e interpenetran en una continuidad inseparable (“flujo de la conciencia” de W. James). Así, la “duración” de la vida interior no puede ser medida como se hace con el tiempo físico.

Defiende pues Bergson la libertad contra el determinismo físico y psicológico. No hay determinismo causal, ni siquiera en el mundo físico. La vida interior no está regida por leyes o procesos causales; los motivos o deliberación previa no determinan la acción subsiguiente. Aún más, Bergson defiende la distinción entre espíritu y materia en el hombre. El espíritu no es un epifenómeno de los procesos cerebrales, sino que posee existencia independiente. La percepción (que se orienta a nuestra adaptación al mundo y selecciona datos de acuerdo con el grado de “atención a la vida”) depende, desde luego, del cuerpo. Pero la memoria – recuerdo (distinta de la memoria-hábito, o conjunto de automatismos motores del cuerpo) es independiente de los mecanismos cerebrales: en ella, que funde el pasado con el presente y lanza al futuro, manifestándose la vida del espíritu como “duración” fluida y continua.

Bergson entiende que las dos facultades del conocimiento son la inteligencia y la intuición. Entonces, la inteligencia es comprendida por Bergson como la facultad que posee el hombre para resolver los problemas que le plantea la vida a través del concepto que inmoviliza, descompone y la compone la realidad para poder dominarla y utilizarla como material para la acción. Por su parte, según Bergson, la intuición va más allá de la inteligencia y permite conocer la realidad misma de la vida interior; del mundo como vida y duración. Se trata de un conocimiento inmediato y sin conceptos, que penetra en la profundidad de la existencia (especie de simpatía adivinadora). No fracciona ni abstrae, capta en su totalidad la duración y la vida como un flujo continuo. Se expresa mediante metáforas, y sólo surge en destellos fugaces. Si la inteligencia ha servido para construir la ciencia y la metafísica racionalista (que no capta la vida), sólo la intuición permite edificar una metafísica que penetre en la realidad misma.

En esta perspectiva, es la intuición aquello que permite comprender que el mundo mismo es vida y duración. Así, la realidad entera es puro devenir; no existen cosas, sino únicamente acciones. Por tanto, en su fondo originario no es materia inerte sino vida, impulso vital o “élan vital”. La fuerza que empuja la evolución es el impulso vital (élan vital), que continúa la creación del mundo todavía en la evolución creadora (évolution créatrice). Rechaza así el finalismo, en tanto la evolución es “creadora” en su sentido más extremo, pues no obedece a plan alguno; es imprevisible en su producción de formas nuevas. No conduce a un todo armónico, sino a la dispersión. En un impulso vital, la vida sigue dos direcciones divergentes: por un lado, degradándose, produce la materia; por otro, en movimiento ascendente, conduce hacia las diversas formas de la vida.

Colocando la vida (aún el espíritu) antes que la materia e invirtiendo por tanto el evolucionismo darwiniano, Bergson concibe la existencia de una poderosa corriente de vida que, pasando por plantas y animales, se remonta hasta el espíritu. No es que el hombre descienda del mono; plantas y animales son sólo productos de desecho que se han rezagado en esta ascensión. Por extension, tampoco Dios es algo acabado, es vida incesante, acción eterna, libertad absoluta. Sólo el que ha comprendido el mundo en este fondo creador divino, ha comprendido su esencia íntima.

Bergson aplica su teoría a los mundos de la moral y la religión. Concluye que la moral del intelecto sólo conoce mandamientos y leyes que se impusieron a la fuerza al hombre esclavo. Por el contrario, la moral de la intuición revela el fondo primigenio del amor por el que, sin mandamiento ni ley, se actúa libremente lo que es recto. Por lo mismo, la religión del intelecto sólo conoce del miedo al castigo que impulsó a los hombres a la aspiración de la eterna bienaventuranza. La religión de la intuición une con aquel fondo divino primigenio en el cual se extingue todo egoísmo y el alma celebra el triunfo del amor.

Con su filosofía de la libertad, Bergson se vincula a tradiciones anteriores e influyó decisivamente sobre otros, incluso en el campo literario (Marcel Proust, André Gide, André Suarés y Paul Claudel). Georges Sorel derivó de esta “filosofía de la libertad” una “filosofía de los puños” y un “mito de la violencia” que prepararon las revoluciones del fascismo, nazismo y comunismo.

Aún mas, Maurice Blondel dirá que la evolución empuja de la vida al espíritu, de la naturaleza a la sobrenaturaleza, de Sócrates a Cristo. Asimismo, la idea de la “evolución creadora” llevó al teólogo católico apóstata Alfred Loisy a la convicción de que Dios, como “motor inmóvil” en el sentido de Aristóteles y de la Edad Media, no es compatible con el actual saber. Rechaza las pruebas teológicas de la existencia de Dios y pasa a ser representante principal del modernismo francés. En el mismo orden, tal como H. Bergson, el jesuita Pierre Tailhard de Chardin, ve el universo entero en “marcha hacia el espíritu”. Postulará que dos acontecimientos fueron decisivos en el camino de la evolución. Por una parte, de macromoléculas inanimadas surgió hace dos o tres mil millones de años el primer microorganismo animado (biósfera) y, por otra, de los mamíferos superiores salió hace 500 o 600 mil años el primer hombre con conciencia refleja y libertad (noosfera). Así, la evolución recorre, desde el punto alfa (comienzo de la primera materia) hasta el punto omega (Cristo), a través de las fases de cosmogénesis, biogénesis, noogénesis y cristogénesis. Una vez que la humanidad haya alcanzado su natural perfección, retornará Cristo (parusía) para dar a los perfectos la vida sobrenatural; en una creciente, por su condensada correflexión, la humanidad ascenderá a la superhumanidad de suprema perfección, donde el alma y el término de toda la evolución es Cristo.

 

G.2.15. Voluntarismo.

El voluntarismo es el sistema filosófico según el cual todo en el universo está sometido a la acción de la voluntad de poder. La voluntad de poder se convierte en fuente del conocimiento, el bien y la verdad.

 

Friedrich Nietzsche. Friedrich Nietzsche (1844 – 1900) afirma que el hombre es el único animal histórico, pues éste tiene conciencia de pasado y futuro. Por tanto, la conciencia histórica divide al hombre en seres de dos clases: hombres prehistóricos y hombres históricos. La diferencia está referida al comportamiento del hombre, ya que el hombre prehistórico es radicalmente conservador y estático, mientras el hombre histórico se distingue por ser creador y dinámico. Al efecto, el tiempo histórico se caracteriza porque el individuo se aparta de la tradición y siente la necesidad de crear. La creación es ejercida por el pensamiento libre con el respaldo de la historia. No obstante, es aquí donde, según Nietzsche, comienza la tragedia pues el individuo creador enfrenta a la comunidad. Comprende Nietzsche que el individuo creador es el elemento positivo y la comunidad con su sentido de tradición es el elemento negativo. De esta forma, es la lucha del individuo creador y dinámico con la comunidad conservadora y estática lo que constituye el proceso histórico, el cual resulta ser el factor más importante en la educación del hombre.

Así, Nietzsche toma partido por el hombre creador, y en Grecia ubica el inicio de la tragedia pues la cultura griega fue quién exaltó el individualismo. El desprecio griego por lo utilitario acredita su superioridad. Nietzsche identifica pues los elementos positivos y negativos con dioses griegos, procediendo a rechazar a Apolo o lo apolíneo en tanto corresponde a la tradición, al orden, serenidad y bien común, y optando por Dionisio o lo dionisíaco que se presenta como manifestación de la fuerza creadora de la vida. Por extensión, entendiendo que si Grecia es raíz de la cultura creadora, la Edad Media con el cristianismo, que enfatizaba el sentido del bien común y la tradición, sin más constituía un período negativo. Nietzsche termina pues negando la fe.

Friedrich Nietzsche formula su así su sentencia vital: “Dios ha muerto a causa de su piedad por los hombres”. No obstante, la desaparición de un Dios humilde como el cristiano, que negaba la soberbia y el poderío, no podía considerarse una desgracia. Sin embargo, ante la muerte de Dios no surgiría una nueva fase de vida religiosa pues el hombre se encontraría solo ante el nihilismo. Por ende, el nihilismo aparece como consecuencia de la contradicción entre lo apolíneo y dionisíaco. Afirma Nietzsche: “Nosotros le hemos dado muerte ¡Dios ha muerto, Dios continúa muerto! Y nosotros lo hemos matado. ¿Cómo consolarnos, nosotros, los asesinos? Lo que el mundo había tenido hasta ahora de más sagrado y más riguroso ha perdido su sangre bajo nuestras cuchillas. ¿Quién enjuagará esa sangre de nuestras manos? ¿Qué agua podrá purificarnos alguna vez? ¿Que solemnidades expiatorias, qué ceremonias sagradas tendremos que inventar? ¿No es demasiado grande para nosotros la magnitud de esa acción? ¿No deberemos convertirnos nosotros mismos en dioses para parecer dignos de esta acción? ¡Nunca hubo acción tan grande, y quien nazca después pertenecerá, en virtud de esa misma acción, a una historia superior a todo cuanto fue hasta entonces la historia!”. Nietzsche ratifica: “Nosotros hemos abolido el mundo de la verdad. ¿Qué mundo nos ha quedado? ¿Quizá el mundo de las apariencias...? ¡Nada de eso! Con el mundo – verdad también hemos abolido el mundo de las apariencias. Mediodía, momento de la sobra más breve, fin del error más largo; punto culminante de la humanidad. Incipit Zarathustra”.

Desarrolla pues Nietzsche un concepto radical de historia, sin origen ni meta. La historia no es un progreso colectivo pues la comunidad con su vulgaridad e incredulidad se opone a la creación individual. El único progreso posible es el que sólo puede surgir de individuos superiores.

Afirma Nietzsche que el mundo, el hombre y la  vida son “voluntad de poder”. No se trata de la voluntad de los psicólogos, tampoco es la voluntad pasiva (“voluntad de obedecer”) o la “voluntad de la nada” del nihilismo, voluntad aniquiladora únicamente. Tampoco la “voluntad de verdad” del hombre teórico (simple reflejo pasivo del mundo) o la voluntad que busca placer y evita el dolor (el dolor no es algo negativo pues, según Nietzsche, actúa como estimulante de la voluntad). Tampoco simple “voluntad de vida”. Al contrario, la vida es voluntad de poder, y ésta es la voluntad de ser más, vivir más, superarse, demostrar una fuerza siempre creciente; es “voluntad de crear”, esto es, “voluntad de poder”. En este sentido, es más que una facultad del hombre ya que corresponde al conjunto de fuerzas y pulsiones que se dirigen “hacia” el “poder”. Es una definición que va más allá de lo biológico o una interpretación política.

El concepto de voluntad de poder lo expresa Nietzsche: “En todos los lugares donde encontré seres vivos, encontré voluntad de poder; e incluso en la voluntad del que sirve encontré voluntad de ser señor... Y este misterio me ha confiado la vida misma… yo soy lo que tiene que superarse siempre a sí mismo. En verdad, vosotros llamáis a esto voluntad de engendrar o instinto de finalidad, de algo más alto, más lejano, más vario: pero todo esto es una única cosa y un único misterio... En verdad, yo os digo: ¡Un bien y un mal que fuesen imperecederos no existen! Por sí mismo deben una y otra vez superarse a sí mismos... Y quien tiene que ser un creador en el bien y en el mal: en verdad ése tiene que ser antes un aniquilador y quebrantar valores. Por eso el mal sumo forma parte de la bondad suma: mas ésta es la bondad creadora. ¡Hay muchas cosas que construir todavía! Así habló Zarathustra”. Por tanto, la voluntad de poder es voluntad aniquiladora de los valores antiguos y creadora de valores nuevos.

De esto se deriva que esa voluntad creadora posee una dimensión cósmica. Expresa Nietzsche: “¿Queréis saber qué es para mí “el mundo”?... Es un monstruo de fuerza, sin principio ni fin, una magnitud férrea y fija de fuerzas que ni crece ni disminuye, y que únicamente se transforma... un juego de fuerzas y ondas de fuerza... un mar de fuerzas tempestuosas que se agitan y transforman desde toda la eternidad y vuelven eternamente sobre sí mismas en un enorme retorno de los años... Ese es mi mundo dionisíaco, que se-crea-eternamente-a-sí-mismo, y que se destruye-eternamente-a-sí-mismo, este mundo-enigmático de la doble voluptuosidad, mi más allá del bien y del mal, sin meta, a no ser que exista una meta en la felicidad del círculo, sin voluntad... ¿Queréis una luz para todos vosotros, los desconocidos, los fuertes, los impávidos, los hombres de medianoche? – Este mundo es la voluntad de poder, y nada más que eso. ¡Sed vosotros mismos también esa voluntad de poder- y nada más que eso!”.

Tomando de la mitología y de los presocráticos la idea fundamental, Nietzsche concibe un sistema de eterno retorno, donde no hay más mundo que éste, para intentar refutar la concepción lineal y teleológica del universo, sea el “trasmundo” platónico y el “otro mundo” cristiano. Reclamaba Nietzsche: “Si el universo tuviese una finalidad, ésta debería haberse alcanzado ya. Y si existiese para él un estado final, también debería haberse alcanzado”. Esto implica una fidelidad radical a la tierra. Así, siendo éste el  único mundo, toda huida del mundo es una pérdida de la realidad. Por tanto, hay que permanecer “fieles a la tierra… y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobreterrenales!... En otro tiempo, el delito contra Dios era el máximo delito, pero Dios ha muerto… Ahora lo más horrible es delinquir contra la tierra”. El “eterno retorno” adquiere así un sentido axiológico pues es la suprema fórmula de fidelidad a la tierra, del “sí” a la vida y al mundo que expresa la voluntad de poder. Zarathustra es, precisamente, “el profeta del Eterno Retorno”. Es la imagen de un mundo que gira sobre sí mismo, pero no avanza; es la imagen de un juego cósmico. La fórmula del eterno retorno expresa el deseo de que todo sea eterno, el amor fati (amor al destino)”.

En razón de lo expuesto, Nietzsche postula la “inversión de los valores” o la re o transvaloración de los valores, procedimiento que no es sino una perspectiva más del eterno retorno. Entonces, si hasta ahora la humanidad ha valorado todo lo que se opone a la vida, y la moral vigente procede de un espíritu enfermo y decadente, hay que invertir los valores, vale decir, valorar y afirmar de nuevo la vida. “Transvaloración de todos los valores, ésta es mi fórmula” proclama Nietzsche. Sólo en este sentido Nietzsche se llama a sí mismo “inmoralista”. Nietzsche afirma por tanto que hay que recuperar la inocencia primitiva y estar “más allá del bien y del mal”.

Considerando asimismo que el error de la metafísica es haber admitido un “mundo verdadero” frente a un “mundo aparente”, cuando sólo este último es el real, Nietzsche denuncia la moral del resentimiento. Como filólogo, Nietzsche afirma que su investigación sobre distintas lenguas lo condujo al siguiente resultado: en todas las lenguas “bueno” (gut) significó primitivamente “lo noble y aristocrático”, contrapuesto a “malo” (schlecht) en el sentido –no moral- de “simple, vulgar, plebeyo”. Estas dos denominaciones fueron creadas pues los nobles y poderosos tenían el poder de darse y dar nombres. Sin embargo, más tarde surge otra contraposición: la de “bueno” (gut) y “malvado” (böse), ya de carácter moral. Esta nueva contraposición se enfrenta a la anterior y la desplaza. Así, los que eran considerados “malos” (en el sentido de “bajos, plebeyos”) se rebelan, llamándose a sí mismos “buenos”, y denominan a los nobles como “malvados” (böse). Según Nietzsche, esta trasmutación fue realizada por los judíos y continuada por los cristianos. Así, ahora los nobles pasan a ser “malvados”, y los “buenos” son ahora los que antes eran denominados por los nobles como “malos” (plebeyos).

En este sentido, la moral que se impone surge como resultado de la “rebelión de los esclavos” y es el producto de una “actitud reactiva”, del resentimiento. El resentimiento creó los valores morales de Occidente y es el responsable de la aparición de una civilización enemiga del nihilismo que amenaza a Occidente. Nietzsche espera que, si bien el juego de conceptos de “bueno – malo” lo han ganado hasta ahora los segundos, llegará el día en que se pueda vivir “más allá del bien y del mal”, y se recobre la primitiva inocencia, y aparezca el superhombre anunciado por Zarathustra.

Precisamente, el superhombre anunciado por Zarathustra no es sino el nuevo hombre que es, fundamentalmente, un tipo moral. Nietzsche no es racista; incluso desprecia “lo alemán” y no piensa que el superhombre deba aparecer como resultado de la evolución biológica. Se limita a anunciarlo, contraponiéndolo al “último hombre”, es decir, “al hombre más despreciable, el incapaz de despreciarse a sí mismo”. Este hombre nuevo lo traerá el eterno retorno, y el superhombre será el “hombre primero”, el inocente hombre primitivo. En todo caso, Nietzsche presenta al superhombre como fruto de “tres transformaciones”: “Cómo el espíritu se convierte en camello, el camello en león, y el león, por fin, en niño”. Falta que el espíritu se transforme en niño. El superhombre posee así la inocencia de un niño; está más allá del bien y el mal, es el “primer hombre”, un nuevo comienzo en el eterno retorno, posee el poder de crear valores, vive fiel a la tierra. Sentencia pues Nietzsche que la condición de la aparición del superhombre, es “la muerte de Dios”. Dirá Nietzsche: Dios ha muerto, hagamos que viva el superhombre”.

En esta perspectiva, Nietzsche critica la civilización occidental, en todos sus aspectos: ciencia, arte, religión, filosofía, moral, lo alemán, el socialismo. En “Voluntad de poder” diagnostica Nietzsche: “Lo que cuento es la historia de los dos próximos siglos. Lo que sucederá, que no podrá suceder de otra manera: la llegada del nihilismo”. Nietzsche entiende el nihilismo (del latín nihil, nada) en una doble significación: nihilismo como signo del creciente poder (Macht) del espíritu, nihilismo activo; y nihilismo como decadencia y retroceso del poder del espíritu, el nihilismo pasivo.

Si el nihilismo se define entonces en función de la voluntad de poder, cuando la voluntad (esencia misma de la vida) disminuye o se agota, da lugar a un nihilismo pasivo. Nietzsche piensa que éste está a punto de llegar. Todos los valores creados por la cultura occidental son falsos valores, son la negación de la vida misma, proceden de una “voluntad de la nada”. Considera que cuando estos valores se derrumben, necesariamente llegará el nihilismo. “¿Qué significa nihilismo? Que los valores supremos pierden validez”. Por tanto, la civilización occidental se quedará sin los valores que ha poseído hasta ahora: del “Dios es la verdad” se pasará a decir que “todo es falso”, se perderá el “sentido de la existencia”, toda meta, todo “para qué”. Tal estado no ha llegado todavía, pero se anuncia en el pesimismo (Schopenhauer), en la decadencia y el agotamiento generalizado. Sin más, cuando aparezca, será el tiempo del “último hombre”.

Al efecto, es contra el nihilismo pasivo que Nietzsche quiere reaccionar. Afirma que el nihilismo activo se manifiesta como “potencia violenta de destrucción”, la cual procede de un creciente poder del espíritu, para el cual los valores hasta el momento vigentes ya no puedan tener vigencia alguna. Es un nihilismo activo porque los valores no se derrumban por sí solos, sino que son destruidos directamente por la “voluntad de poder”, que dice “no” a estos valores. Del mismo modo, esta es la condición para que, a continuación, la voluntad de poder cree valores nuevos, expresado en el “sí” del superhombre a la vida.

Nietzsche quiere adelantarse al nihilismo pasivo y postula la creación de una civilización nueva antes de que se derrumbe definitivamente la antigua. La clave radica entonces en acelerar el proceso de destrucción pues, al no contarse con una divinidad para justificarlos, los hombres deberán forjarse su propio destino. Ante este desafío sólo cabe una actitud pasiva (filosofías orientales), o bien una actitud activa, siendo la nietzscheana de radical autoafirmación del hombre superior. De este hombre surgirá la “gran política” y la “voluntad de poder”, entendiéndose estos conceptos como afirmación de la vida en sentido dionisíaco, donde la apropiación y la agresión se presentan como esencialmente contrarios al sometimiento del débil. Se enseñará entonces una nueva moral, contraria a los principios negadores de la vida como la caridad o la piedad.

Friedrich Nietzsche sentencia que sólo Europa estaba en condiciones de producir la necesaria raza superior, los super-hombres en cuyas manos quedaría el futuro pues sólo ellos serían capaces de progreso. De esta manera, la “voluntad de poder” dirigirá los destinos del mundo y sustituirá los viejos valores de Europa, la cual se mantendría unida frente a Rusia.

Nietzsche sostiene que la vida es un flujo incesante que no puede ser encerrado en categorías estáticas como sustancia, yo, sujeto. En la vida se funden el hombre y el mundo: “El yo nunca se da sin el otro, o sin el mundo”. Por tanto, vida e historia son la misma cosa: “La vida es, en su misma sustancia, algo uno con la historia... La historia es simplemente la vida, concebida desde el punto de vista del todo de la humanidad, que forma una conexión”. Así, igualmente el hombre es, “hasta en las profundidades más inescrutables de sí mismo, una esencia histórica”. Toda comprensión es comprensión histórica: “Qué sea el hombre, lo dice sólo la historia”. Pero la historia construye estructuras y conexiones dinámicas: estructuras históricas que engendran valores y realizan fines inmanentes y que, por tanto, están centradas en sí mismas. De ahí que cada época histórica constituya un horizonte cerrado, pero transitorio. De donde se sigue el carácter relativo de los valores y de la verdad. Toda concepción del mundo debe ser juzgada desde la totalidad de la vida y en su contexto histórico. En este sentido, la filosofía se convierte en una “hermenéutica de la vida”.

Postulando una ruptura con el orden burgués, Nietzsche crítica a la sociedad burguesa decadente. Nietzsche pregunta decisivamente entonces: “¿Qué consideramos malo, peor que todo? ¿No es acaso la degeneración?”. Sugiere pues Nietzsche que la voluntad de poder podía servir como “potente... martillo” para “romper y eliminar razas degeneradas y decadentes y preparar un nuevo orden de vida”. Continuaba Nietzsche: “Se necesita una doctrina vigorosa que obre como agente de cultivo, estimulante para los fuertes, paralizante y destructiva para los débiles. La aniquilación de las razas decadentes... el dominio sobre la tierra como medio para producir un tipo superior”. El nihilista nietzscheano podía “implantar un anhelo de finalización en aquello que es degenerado y desea morir”. En otras palabras, al plantar la idea de decadencia en la sociedad uno podía apresurar su ocaso.

En la voluntad de poder la confrontación entre la vital “Kultur” y la superficial “Zivilisation” aparecía a la luz del tema de la decadencia: “La civilización tiene objetivos diferentes de la cultura. Los períodos en que se deseaba y ejercía la domesticación del animal humano (‘civilización’) eran tiempos de intolerancia contra las naturalezas más audaces y espirituales”. La cultura, por otra parte, encuentra su apogeo en tiempos que son, “moralmente hablando, tiempos de corrupción”, tal como el final del siglo diecinueve. En esta perspectiva, una civilización decadente era una tragedia, pero, también una oportunidad.

En este sentido, Nietzsche había visto con buenos ojos el creciente “desarrollo militar” y la “anarquía” de la Europa de las grandes potencias, pues una guerra general era una posible vía de salvación: “Sólo la lucha trae felicidad sobre la tierra; el bárbaro que hay en cada uno de nosotros se reafirma, y también la fiera”. “La guerra es padre de todo” era la máxima del filósofo griego favorito de Nietzsche, Heráclito, que también sería el tema de la disertación doctoral de Spengler.

Friedrich Nietzsche advierte que el mundo occidental se acercaba rápidamente a una crisis, de hecho ya visible en el proceso de la industrialización, el aumento del poderío militar como causa de las guerras y el ascenso al poder de las masas. Nietzsche presiente que se iba a entrar “en la edad clásica de la guerra científica y al mismo tiempo popular, de la guerra hecha en grande”.  Aún más, advierte que el especialismo moderno provocaba la dispersión de las ciencias y afectaba la unidad del pensamiento, siendo ésta una causa fundamental de la revolución corrosiva que comprometía a Europa. Nietzsche sentencia: “La totalidad ya no vive. Por doquier parálisis, pesadez, estupor u hostilidad y caos”. Aún más, el individuo está amenazado por las masas. Nietzsche identificó esta amenaza con la vulgaridad y la incredulidad de las masas ascendentes. La cultura y la capacidad creadora del hombre se quebranta ante la rebelión de las masas. Precisamente, el “hombre superior” es aquél capaz de resistir, enfrentar y superar la  irrupción de las masas incrédulas y vulgares.

El pensamiento de Nietzsche, con su idea de la muerte de Dios, marca el fin de la metafísica. En el corazón del siglo del historicismo, Nietzsche reemplaza el Ser por el devenir, la sustancia por la acción, por la praxis como diría Marx. El proceso de transmutación de los valores (“Umwertung”) que Nietzsche anuncia, reemplaza la adaptación al orden racional del mundo por la exaltación de la voluntad, de la pasión. Nietzsche afirma: “El empequeñecimiento, la nivelación del hombre europeo, esos son los mayores peligros morales… Las naciones, o mejor, los rebaños humanos, vivirán en adelante entumecidos en su nulidad, como los búfalos rumiantes en los charcos de las marismas pónticas… Y Zarathustra habló al pueblo y dijo: Voy a enseñaros el superhombre. El hombre es algo que debe ser superado. Todos los seres, hasta hoy, crearon algo superior a ellos, y ¿vosotros preferís ser el reflejo de esta inmensa marea, preferís volver a la bestia que superar al hombre?”.  

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