LOS DERECHOS HUMANOS Y SU FUNDAMENTACIÓN FILOSÓFICA

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Mauricio Beuchot

Instituto de Investigaciones

Filológicas de la UNAM

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1.  Planteamiento

En este trabajo no hablaré de los derechos humanos en si mismos, sino en cuanto a su fundamentación filosófica.  Esto quiere decir que deseo dar razón de ellos, y ver cual es la justificación teórica que les da vida, pues de cualquier cosa que pretendemos que existe tenemos que ver cual es la razón suficiente de su existencia.  De otra manera, al defender los derechos humanos, estaremos defendiendo cosas inexistentes, que no pasan de ser altos ideales o meros buenos deseos.  Así pues, doy por supuestas algunas nociones básicas indispensables acerca de la naturaleza y las distintas clases de los derechos humanos. Sobre ellas se asentara mi labor buscadora de su fundamentación filosófica.

El trabajo de fundamentación filosófica de los derechos humanos ha sido a veces mal visto y tenido por superfluo o menos prioritario que su positivación y la protección de su cumplimiento. Sin embargo, a pesar de tantas urgencias pragmáticas como tiene nuestra sociedad actual, me asiste la convicción de que no es pérdida de tiempo el trabajo realizado en esa fundamentación teórica de los mismos. Trataré de hacer ver que la profundización teórica y filosófica en la fundamentación de los derechos humanos trae beneficios tanto a su comprensión como a su defensa y a su enseñanza.

De acuerdo con ello, intentaré aquí ofrecer una fundamentación filosófica de tales derechos, desde una postura iusnaturalista renovada, inspirada en el tomismo – esto es, en la filosofía de santo Tomás de Aquino –, pero que debe mucho a planteamientos que se han hecho en la línea de la filosofía analítica reciente, como aquellos que han considerado a los derechos humanos como derechos morales y también con algunos elementos del pragmatismo, ta1 como lo precisaré más adelante. Ya ha pasado el tiempo en que el iusnaturalismo ha sido visto con rechazo, gracias a trabajos de investigadores recientes, de muy diversa índole doctrinal, como pueden ser Ernst Bloch, Norberto Bobbio, Ronald Dworkin, Carlos Santiago Nino y Carlos Ignacio Massini Correas.
 
 

2.  Acerca de la fundamentación y las otras prioridades  

Es cierto que es más urgente defender los derechos humanos en la práctica que fundamentarlos en la teoría . Pero también es cierto que, además de la praxis, el hombre necesita la iluminación de ésta por parte de la luz teórica, sobre todo para garantizar 1a existencia y la validez de lo que defiende, no sea que se ponga a luchar por algo que no es verdadero ni valioso. Escuchamos aquí la formulación del principio de razón suficiente: "cualquier cosa existe por alguna razón suficiente de su existencia", emitida por Leibniz y aplicada por Eduardo García Máynez al derecho: "para que un derecho sea válido, debe tener una razón suficiente de su validez”. ‘Así, quienes dicen que la razón suficiente de un derecho es su positivación, que son muchos juristas e incluso algunos filósofos, dejan inconformes a muchos filósofos y aún a algunos juristas, para quienes la razón suficiente de los derechos, en concreto los derechos humanos, tiene que estar asentada en algo más profundo, y tiene que buscarse, si es posible, hasta sus raíces ontológicas o metafísicos más hondas.

Además, esa fundamentación teórica filosófica mejorara mucho nuestro conocimiento general de los derechos humanos, y eso mismo ayudará a hacerlos cumplir de mejor manera, con mayor convicción. El conocimiento y la convicción son dos procesos distintos, pero el segundo está en la línea del primero; y son dos cosas que favorecen la practica; de lo que resulta que la fundamentación teórica, además de la positivación, es de gran ayuda para que se llegue a una aceptación más plena de estos derechos, negados o violados por no pocos. Por lo tanto, no solo es posible hablar de la fundamentación de los derechos humanos, sino incluso conveniente y hasta necesario.

Otros estiman superflua la fundamentación filosófica de los derechos humanos por considerarlos demasiado claros o intuitivos, no necesitados de fundamentación alguna. Pero eso se ve desmentido por el hecho de que muchos no lo reconocen. Y para crear esa convicción, o para reforzar la aceptación de esos derechos, es necesario argumentar y fundamentar lo más posible en el ámbito de la teoría, inclusive la filosófica.

Otras veces se dice que lo urgente es positiva los derechos humanos, no fundamentarlos. Esto también es cierto, pero sólo en parte; pues eso no deja conforme a todos los filósofos. En efecto, ya que muchos de ellos dan a su filosofía mayor exigencia que otros, de modo que se obliga a hurgar en los cimientos metafísicos de los derechos humanos, inclusive para ver la posibilidad o imposibilidad de dicha fundamentación (pero no decretada de antemano y de modo simplista).  Esto hace ver que la exigencia de fundamentación o la exclusión de la misma depende de la noción que se tenga de la propia naturaleza y función de la filosofía. Por eso muchos pensadores, que no aceptan las premisas de los movimientos antimetafísicos y anti-fundacionistas al uso, pugnan por hacer que se acepte la necesidad de la fundamentación teórica de los mencionados derechos.

En este orden de ideas de las nuevas corrientes, algunos han dicho que hay que pragmatizar la filosofía, esto es, de acuerdo con el pragmatismo que ahora se ha introducido mucho en la filosofía, no hay que insistir en las fundamentaciones metafísicos, pues tiene prioridad la praxis y la experiencia.  Pero hay varios pragmatismo. Ciertamente el de James y Dewey, recogido por Rorty, plantea esa exigencia tan débil.  Pero también está el pragmatismo (o pragmaticismo) de Peirce, que yo deseo recoger aquí, al menos como influencia para mi postura tomista, ya que él dio mucha importancia al "realismo escolástico", que es el que me interesa aplicar a la filosofía del derecho, en forma de un iusnaturalismo renovado, o "pragmatizado".

Yo creo que la filosofía tiene una función de elucidación y de justificación teórica de lo que realizamos en la practica.  Es decir, a lo que los hombres hacemos en la praxis tenemos que buscarle una razón, o un principio, integrarla en el todo de lo que configura nuestra cosmovision.  Darle coherencia con los otros elementos de nuestro sistema, por pequeño y poco pretencioso que sea.  El dar razón de los derechos humanos, esto es, el mostrar su conexión con ciertos principios y valores será lo que asumiremos como tarea de fundamentarlos filosóficamente.
 

3.  Tesis principal  

Los derechos humanos pueden fundamentarse filosóficamente; y pueden hacerlo en la idea de una naturaleza humana – una idea muy especial de naturaleza humana, como veremos –, cual se hacía con los derechos naturales.  No se trata de una idea de naturaleza como estructura estática, sino como estructura dinámica, que se va realizando en lo concreto, en la temporalidad histórica y en la individualidad.  No quiere esto decir que hayamos de renunciar a las determinaciones inmutables que tiene toda naturaleza o esencia; lo que deseo es quitarle ese carácter a priori que se le da en muchos ámbitos, y recuperar y resaltar su carácter a posteriori, de algo que, aún siendo abstracto, se realiza y se encarna en lo concreto.  Eso nos pone la exigencia de explorar con cuidado que es esa naturaleza humana y qué condicionamientos adquiere con su concreción, lo cual haremos más adelante. Será una naturaleza humana analógica o iconica, es decir, atenta a la aplicación diferenciada de su contenido a los individuos humanos, según las circunstancias concretas en las que se encuentran, pero sin renunciar a esa universalidad (analógica e icónica) que tiene.

Asimismo, me parece no sólo posible, sino incluso necesaria, una fundamentación filosófica iusnaturalista de los derechos humanos, a pesar de que se dice que ya han fracasado las empresas fundamentadoras; creo que tal ausencia de fundamento ha sido decretada arbitrariamente (o, en todo caso, sólo funciona si se aceptan las premisas de algunos postmodernos muy extremos); por ello creo que tiene que haber una fundamentación ontológica o metafísica de tales derechos, so pena de estar defendiendo algo que carezca de razón suficiente para existir.
Me parece, además, que la idea de naturaleza humana es defendible en la actualidad, y que ella es el fundamento último de tales derechos. En efecto, algunos han eludido esa fundamentación en la naturaleza humana y han preferido fundamentarlos en la dignidad del hombre o en las necesidades humanas básicas; pero, si hay tal dignidad y tales necesidades, lo que ellas están denotado es que hay una naturaleza humana a la que responden, de la que brotan.  Esto puede sostenerse no sólo en una filosofía tradicional, como la tomista, sino en la misma filosofía contemporánea, como nos lo muestra la más reciente filosofía analítica. Con instrumental ofrecido por esa escuela, se puede asentar la idea de la naturaleza humana como clase natural, dentro del más actual esencialismo analítico, lo cual no está muy lejos de la noción aristotélica de physis.  Así, puede decirse que existe la clase natural de las personas, que es la de los seres humanos.  De hecho, Wiggins ha alegado que, intuitivamente, la noción de persona la vemos realizada en los seres humanos, esto es, en los miembros de la especie homo sapiens.

Cabe aclarar que elijo un iusnaturalismo que hunde sus raíces en lo clásico, y no directamente el moderno, por un motivo que me parece fuerte: porque el iusnaturalismo moderno, al querer entender la naturaleza humana desde un estado natural previo a la socialización, sólo engendró mitologías contrarias sobre dicha naturaleza humana, y atrajo el desprestigio sobre el derecho natural.  Pero del iusnaturalismo clásico tomo esa versión que elaboraron los pensadores tomistas de Salamanca, en los siglos XVI y XVII, en los mismos orígenes de la modernidad, pero de manera distinta.

 

4.  Examen de posturas

Para tener un cuadro de las principales corrientes filosóficas frente a los derechos humanos, podemos aludir a los que dicen que no hay fundamentación filosófica y los que aceptan que sí la hay; y, entre estos últimos, podemos poner como polos el iusnaturalismo y el iuspositivismo, posturas antiguas pero que ahora vuelven a presentarse con nuevas tonalidades.  A los que rechazan toda fundamentación, se les puede decir que el que la haya depende del punto de partida que se tome en filosofía, depende incluso de la noción misma de filosofía que se profese.  En mi concepción de la filosofía, existe la exigencia de fundamentar racionalmente, en la medida de lo posible, lo que uno cree. De ahí se puede pasar a los que dicen que basta la positivación, para terminar en los que exigen un fundamento más fuerte, sea o no metafísico.  A estas posturas se reduce y en ellas se resume, a mi parecer, la iusfilosofía o filosofía jurídica de los derechos humanos.

Así pues, es cierto que se han propuesto varios tipos de fundamentación de estos derechos, pero se pueden reducir a los dos rubros ya tradicionales de iuspositivismo y iusnaturalismo, este último con dos subdivisiones en iusnaturalismo clásico y iusnaturalismo nuevo. Los iuspositivistas fundamentan los derechos humanos en ese acto del legislador que es la positivación de los derechos, su establecimiento explícito como tales en un corpus jurídico. Los iusnaturalistas, en cambio, fundamentan los derechos humanos en algo anterior e independiente de la positivación; esto puede ser la naturaleza humano o las necesidades humanas, y así se trata del iusnaturealismo clásico; o en un orden moral o axiológico superior, que da lugar a unos derechos morales, y es lo que hemos llamado iusnaturalismo nuevo. Los autores que se inscriben en esta última línea, los que hablan de los derechos humanos como derechos morales, rechazan la denominación de iusnaturalistas, y dicen que tratan de situarse mas allá del iusnaturalismo y de su contendiente el iuspositivismo.  Pero los propios iuspositivistas los consideran como iusnaturalistas ocultos o disfrazados, y por eso hemos preferido colocarlos como otra clase, nueva y más sutíl, de iusnaturalismo.

El problema con la fundamentación iuspositivista es que los derechos humanos dependerían tan solo de la positivación que un gobernante o legislador pueda darles; pero eso implica que ese gobernante o legislador puede despositivar1os, privarlos de ese único sostén que tenían, y entonces no habrá manera de protestar y defender teóricamente tales derechos.  En cambio, en el iusnaturalismo el fundamento es independiente de la positivación, los derechos humanos existen independientemente de que no se los reconozca o de que no se los cumpla. Para el iusnaturalismo clásico, tales derechos se asientan en la naturaleza humana. Son derechos que el hombre tiene por el hecho de ser hombre, por naturaleza, independientemente de que estén positivados o no. Y en el iusnaturalismo nuevo, los derechos humanos son derechos morales, pertenecen al orden ético, por encima de la mera positivación jurídica.  Por supuesto que en ninguno de estos iusnaturalismos se desdeña la positivación de los derechos humanos, sólo se los defiende de que dependan exclusivamente de la voluntad del legislador (o aun de la convención del grupo). Están más allá de la positivación y tienen su propia autonomía, radicada en la moral, donde esta entronca con el derecho.

Algunos iuspositivistas alegan que esos derechos humanos, como derechos naturales o derechos morales, no pasan de ser buenos propósitos o buenos deseos, ya que no tienen una instancia coercitiva que los haga valer.  En ese sentido no podrían llamarse derechos, por naturales que se los quiera ver.  Sólo es derecho el que se hace cumplir, y esto sólo sucede cuando es positivado.  Pero a ello se puede responder que sí hay una instancia que los hace cumplir, sólo que no por la fuerza de la violencia, sino de la persuasión, que es la que los pone en la conciencia.  Por eso he dicho que se dan en donde entronca la moral con el derecho. Y por eso también entiendo que los teóricos del nuevo iusnaturalismo los llamen "derechos morales", como señalando que están todavía más del lado del orden ético que del jurídico.  Inclusive se le puede restar importancia al problema de los nombres, y decir que los derechos humanos llevan el nombre de "derechos" un tanto aburridamente; pero es que se trata de una concepción más amplia del derecho, en la que no sólo se llama "derecho" a aquello que se puede hacer valer por la fuerza, sino también a lo que se puede convencer con la razón, con la concientización.
 

5.  Opción por un iusnaturalismo  

Ya la misma noción histórica de los derechos humanos, esto es, la efectiva y concreta que se dio en diversas declaraciones y positivaciones, tiene una mentalidad que va mas allá del iuspositivismo, tiene un innegable espíritu iusnaturalista. En efecto, son derechos que se consideran inherentes al ser humano por su misma esencia o naturaleza.  Implican también la percepción de que hay unos derechos que rebasan las positivaciones existentes, y no porque sean derechos que van surgiendo de los que ya se han positivado, sino porque son superiores y anteriores a todos.  Igualmente, anima a estos derechos fundamentales la idea de que, aún cuando no los acepten positivamente algunas legislaciones, no dependen, para su existencia, del reconocimiento de los países; están por encima de su positivación.  Además, se ve que han sido concebidos con un carácter necesario y universal, más dependiente de la ética y la axiológica que del derecho mismo.  Más aún, con arreglo a ellos se podrá decir si un régimen y una legislación positiva son justos o se oponen al ideal de la justicia.  Precisamente esos derechos humanos, aunque no estuvieran positivados, serían los que permitirían a los hombres levantarse en contra de la tiranía que los oprimiera.

Personalmente, me sitúo en el iusnaturalismo, un iusnaturalismo que deseo plantear de manera actual, pero inspirado en el clásico (por ejemplo, el de la escuela de Salamanca, del siglo XVI).  En cierta medida renovado, pues veo con gran simpatía el iusnaturalismo nuevo o de los derechos morales (los moral rights de la filosofía analítica más reciente). Y además trato de integrar elementos de la pragmática.  De lo que se trata es de hacer ver que los derechos humanos no pueden ser supeditados a la mera positivación. Y prefiero el iusnaturalismo clásico, porque es más ontológico, y no solamente deontologico o axiológico – como el nuevo, de los derechos morales.  Me parece que el iusnaturalismo clásico, al fundamentar los derechos del hombre en la naturaleza humana, los dota con una base plenamente ontológica, aunque también antropológico-filosófica (de la cual el aspecto axiológico y deontológico serán la resultante).  La naturaleza humana es aquello que, al ser conocido cada vez con mayor plenitud, va haciendo brotar los derechos humanos y dándolos a conocer a aquellos que quieran verlos.  Esto se hace a través del conocimiento de las inclinaciones y necesidades del hombre. Como antes se decía, la necesidad engendra derecho, origina un derecho que tiene que satisfacerse. Pues bien, esas necesidades e inclinaciones responden a la naturaleza humana, surgen de ella y en ella se asientan.  Por eso el fundamentar los derechos humanos en las necesidades del hombre viene a ser lo mismo que fundamentarlos en la naturaleza humana.  Igual sucede cuando se los quiere fundamentar en la dignidad del hombre.  Esta alta dignidad que tiene el ser humano le viene precisamente de su naturaleza, que ocupa ese preciso lugar en el orden de las esencias. Por ello, tratar de fundamentar los derechos humanos en la dignidad del hombre se reduce en definitiva a fundamentarlos en la mis a naturaleza humana.  Más, como veremos, entiendo la naturaleza humana de una manera analógica e icónica; no como algo unívoco y que debe aplicarse sin discernimientos, sino como algo universal atento a los individuos, que toma muy en cuenta las circunstancias para su aplicación, que es muy serio con lo particular al aplicar la ley natural o derecho natural, que brota de la naturaleza humana.
 

6.  Las esencias o naturalezas y la naturaleza humana  

Resultará extraño que se hable en estos tiempos de naturaleza humana; en general, de naturalezas. Tanto empirismo como positivismo nos han hecho sospechar del discurso que contiene esencias o naturalezas, y nos ha movido a verlo como anacrónico y periclitado. Pero las esencias han vuelto al discurso filosófico.  Principalmente desde la filosofía de la ciencia y de la lógica, las esencias o naturalezas han ocupado un lugar preponderante en 1a filosofía más reciente (sobre todo de corte analítico).  Vuelven bajo la forma de clases naturales; la terminología de clases naturales se usa para cubrir todo lo que las naturalezas nos daban.  Así, entre esas clases naturales se acepta la clase natural de las personas, o de los seres humanos, y a ellas les corresponden los derechos humanos, que pertenecen a todos sus individuos por el sólo hecho de ser miembros de esa clase.  Y pertenecen a todos sin excepción y siempre.

Se ha puesto la objeción de que no hay unanimidad al caracterizar la naturaleza humana.  Cada corriente o pensador la define de manera diferente.  Pero eso lo único que indica es que no todos pueden estar en lo correcto acerca de la naturaleza humana.  Algunos se han acercado a su exacta comprensión, otros se han alejado de ella o claramente no han atinado a comprenderla.  Ahora bien, decir que la diversidad de opiniones acerca de la naturaleza humana invalida el iusnaturalismo equivaldría a decir que la ética es imposible porque hay muchas escuelas distintas dentro de ella. Lo mismo resulta de decir que hay diversas opiniones en cuanto a los derechos humanos, y que no existe acuerdo acerca de cuantos y cuales son ellos; pues eso lo único que indica es que no son evidentes. De modo igual, hay quienes objetan que unos derechos entran en colisión con otros, y los anulan, y se anulan todos entre sí; por ejemplo, el derecho a la vida entra en conflicto con el derecho que los demás tienen a que alguien vaya a la guerra a defenderlos.  Más se trata de casos límites, a veces ciertamente muy difíciles y complicados, pero que, aún cuando no tengan una solución completamente satisfactoria, no cancelan la posibilidad ni la validez de los derechos humanos.

La aceptación de naturalezas – y entre ellas la naturaleza humana – se puede apoyar en la necesidad de aceptar una ontología de clases naturales para respaldar la semántica de los términos comunes.  Sin esas clases naturales (o naturalezas o esencias) no se puede explicar el funcionamiento del lenguaje en ese punto tan importante. Lo mismo surge de la interpretación de la lógica modal como teniendo no sólo modalidades de dicto, sino además de re, principalmente la modalidad de necesidad.  La modalidad "necesario", aceptada como de re en la semántica de la lógica modal, exige una ontología especialista, esto es, que acepte esencias, o naturalezas, o clases naturales, para explicar el funcionamiento de ese operador modal.   Esto ha hecho que en la filosofía reciente se utilicen de nuevo las naturalezas, y, dentro de ellas, la naturaleza humana.  Claro que después vienen las polémicas acerca del contenido y aplicaci6n de esa naturaleza, esto es, de la intensión y la extensión del término que la designa, en nuestro caso el termino "naturaleza humana". Porque se ha querido hacer que ese término designe la clase de las personas, pero se piensa que personas también pueden ser ciertos animales, o ciertas máquinas, o ciertas corporaciones (como personas colectivas).  Pero consideramos que es bastante intuitivo el que las personas sean los individuos pertenecientes a la clase de los seres humanos, esto es, a la especie homo sapiens.  Por algo los derechos humanos se les han concedido sólo a ellos.

He dicho que, además de inspirarme en algunos puntos de la filosofía analítica, me inspiraría en algunos otros de la filosofía pragmatista o pragmática.  Esta pretende introducir en la filosofía el aprecio por la praxis humana, así como, en el caso de Peirce, la semiotización o lingüistización de la metafísica.  Me parece pertinente, ya que Peirce, al semiotizar la filosofía trascendental de Kant, la acercó al realismo, y, al trascendentalizar la semiótica, no la redujo a una filosofía trascendental o antimetafísica (a pesar de que así parece entenderlo Apel, con su post-metafísica). De esta manera, cuando acepto que hay que pragmatizar un poco la metafísica y, por lo mismo, el realismo y el iusnaturalismo, entiendo esto como un dar mayor cabida y atención a las particularidades y cambios que introduce la cultura y aun la diferente situación histórica de los individuos y grupos a los que se aplica el derecho natural.

Es como pragmatizar y semiotizar la misma naturaleza humana, lo cual es muy acorde con la tradición aristotélico tomista.  En efecto, según Aristóteles, el hombre se define como animal racional.  Es decir, su naturaleza, expresada en dicha definición es tener cierta animalidad junto con la racionalidad.  En última instancia, su diferencia definitoria es la racionalidad, lo mas propio.  Su naturaleza es ser racional.  Su naturaleza es la razón.  Pero resulta que ésta es artífice de cultura, de artificialidad.  Por eso el hombre resulta un animal muy paradójico. Si contraponemos, como se ha hecho desde los griegos, lo natural a lo artificial, su naturaleza es precisamente la fuente del artificio; su naturalidad sería, entonces, la artificialidad.  Pero esto es exagerar demasiado las cosas. Nunca podrá darse una artificialidad tan pura y tan libre que este desligada de lo natural. Nuestra artificialidad requiere de la naturaleza para poder ejercerse, incluso para poder existir. En cambio, la naturaleza no requiere de la artificialidad, técnica o cultura, para poder existir; la requiere solo en el caso del hombre, o al menos con esas dimensiones, e incluso la técnica puede ir en contra de la naturaleza.  Esto hace ver que nuestra artificialidad requiere de la naturalidad, y aun la presupone; lo cual indica que la naturaleza es más libre y más primigenia que la artificialidad y la cultura.  Así, la naturaleza o physis fundamenta al arte o técnica, a la techne, ya en su forma de sociedad o polis, ya en su forma de cultura o paideia.

De esta manera, la semiotización pragmática de la naturaleza humana será reconocer que esta vinculada a la cultura, a los contextos sociales y a los marcos culturales. Pero no quiere decir que este devorada por ellos.  No se reduce todo a lo cultural, a la constructividad conceptual del hombre; necesita recoger de la realidad muchas cosas como ya dadas.  Ante la pregunta de si la realidad está ya dada o procede de la constructividad conceptual del hombre, debe decirse que la pregunta esta mal planteada, que es falaz, pues esconde falacia de múltiple pregunta.  No se puede plantear como un dilema, ante el cual haya que elegir inexorablemente una de las alternativas, cayendo en cualquiera de ellas en una contradicción inescapable.  No.  Hay que elegir las dos alternativas, pero cada una de ellas en parte, en la parte que es proporcional a ese encuentro que es el del hombre y la realidad, y el hombre y la naturaleza.  Es innegable que el ser humano interviene en la naturaleza, pero también es innegable que el presupone de antemano algo en la naturaleza (y no toda ella como una masa informe que el va informando con su construcción cognoscitiva y práctica).  Algo hay dado y algo se construye. Así, en la naturaleza humana, algo hay dado, que es la racionalidad, la cual se presupone a cualquier pragmatizacion y semiotización que se quiera hacer, pues sin ella ni siquiera es posible el diálogo ni el consenso. Y hay algo que se construye, mediante la colaboración teórica (diálogo discursivo) y práctica (tecnificación racional) dentro de la cultura.  Pues bien, no se puede tratar sólo de una ética formal, cuyo único principio es el del diálogo discursivo entre los individuos, de modo puramente formalista o procedimental; se requiere también que se acepten contenidos materiales, axiológicos o éticos, y no solamente mediante la discusión y el acuerdo, pues sin algunos contenidos materiales que se presupongan (como el aprecio por la vida, la veracidad, la recta intención, por lo menos) no se puede ni siquiera efectuar ese diálogo; carece de condiciones de posibilidad.  Por eso no se puede tratar sólo de lo que Habermas llama la razón estratégica, la razón fría y calculadora, puramente formal, sino que ya debe estar animada por algunos elementos materiales o de contenido, tanto metodólogicos como ontológicos y éticos, lo que anteriormente se llamaba la recta razón (recta ratio).  La pragmatización de la filosofía, en concreto de la filosofía del derecho y, mas en concreto, de la filosofía de los derechos humanos, no implica la anulación del realismo.  Es compatible con el; dicho más precisamente, es compatible con cierto realismo. Yo creo que lo es con el realismo tomista, sin que llegue a modificarlo tanto que le haga perder su esencia propia. Seguimos siendo realistas, pero atentos a las contextualizaciones de la circunstancia sociohistórica o cultural.

No significa relativizar todo, sino relativizar en parte; relativizar lo que es relativizable (así como no todo es semiotizable o pragmatizable en su totalidad); es un relativismo relativo o analógico. Una de las cosas que implica el realismo "escolástico" de Peirce es la aceptación de la analogía, de la analogicidad como condición de las cosas y del conocimiento, del objeto y del sujeto, al reconocer la presencia de la vaguedad como algo constitutivo de nuestro conocimiento al inicio, y que se va acotando y perfilando de manera más clara conforme se avanza en el trabajo cognoscitivo.  Precisamente la analogía es arrancar a la vaguedad de la equivocidad, alejarla de lo equivoco, sin lograr vencer por completo. En lugar de pensar, como los nominalistas (tanto los medievales como los modernos, ya racionalistas, ya empiristas), que el conocimiento primigenio (ya por intuicion intelectual, ya por dato sensible) es claro y distinto, y que la vaguedad es una corrupción o degeneración de este, el realismo de Peirce reconoce que el conocimiento humano primigenio es vago, y poco a poco se va arrancando de las manos de lo equivoco, y llevándose a lo unívoco, sin nunca alcanzar lo unívoco, sino unicamente lo que podríamos llamar analógico. Esto está muy acorde con la idea de santo Tomas de que tenemos primero conceptos incoativos –vagos e imperfectos, de las cosas –, y los vamos desarrollando hasta darles la claridad y la distinción que nos resulta alcanzable.  Podemos aplicar esto a la idea de la natura1eza humana, sobre la cual ha habido tanta discordia. Hay que reconocer que el conocimiento de la naturaleza humana avanza, que hay un progreso en el, y que por eso se va creciendo en la misma ética.  Pero no a tal punto que cambie substancialmente la naturaleza humana, o que las cosas queden diferentes.  La naturaleza estaba dada, al menos en un mínimo (como dirían Apel y Adela Cortina), o en unos ciertos mínimos, que constituyen su núcleo esencial o definitorio.  Lo que cambia es nuestro conocimiento de dicha naturaleza, el descubrir con mayor perfección las notas constitutivas y los valores inherentes al ser humano. Mucho de lo que antes fue visto como de la esencia del hombre (la esclavitud o servidumbre natural, etcétera) se debían a un conocimiento defectuoso de la naturaleza humana, no a fallas en ella misma. Lo cual nos hace ver, precisamente, que si pragmatizamos tanto la naturaleza humana al punto que su realidad y el conocimiento de la misma sean indisociables, no podremos corregir las malas comprensiones de ésta, y cada vez que se corrija nuestro conocimiento de ella tendríamos que decir que cambia también la esencia del hombre, y no que el conocimiento más acucioso de la misma hace posible que cambiemos de idea, incluso hace valida la corrección teórica y práctica de las cosas que vamos mejorando con ese avance o progreso moral.

La naturaleza humana, al asumirse ontológica y pragmáticamente, debe pensarse en términos de la iconicidad.  Peirce distinguía entre índice, icono y símbolo.  EI índice es un signo unívoco, es casi siempre un signo natural; el símbolo es equivoco, porque depende sólo de la arbitrariedad; en cambio, el icono es semejanza de la cosa, y diferencia a la vez.  Pues bien, la naturaleza humana es una idea iconica respecto de todos los hombres: los contiene a todos con sus diferencias a pesar de reunirlos con sus semejanzas. Es a un tiempo semejante y diferente. Se aplica a todos de diversa manera, según la circunstancia, y, sin embargo, no pierde la comunidad. Tiene una universalidad circunstanciada, analógica. Pero no sólo la naturaleza humana es iconica a los individuos humanos, también el conocimiento de ella por parte de los individuos es icónico; es decir, se conoce más por ese conocimiento cargado de analogía que es la connaturalidad. Jacques Maritain dijo algo semejante cuando expreso que la ley natural, que refleja las inclinaciones humanas, se conoce mejor por un conocimiento por inclinación, es decir, de connaturalidad, que va más allá de la raz6n, aunque no se desliga de la razón. Es un conocimiento analógico e iconico, que se basa en la misma empata del ser humano hacia sus demás semejantes, tanto para atender a sus diferencias de circunstancia como para reconocer su igualdad de naturaleza o esencia.

En este carácter atento a los individuos y a los cambios, esto es, a la multiplicidad y a la mutación histórica, reside la analogicidad o iconicidad – como la llamaría Peirce – que quiero dar a la naturaleza humana. Están aquí perfectamente de acuerdo santo Tomás y Peirce.  Hay una naturaleza humana, que no cambia substancialmente, pero que cambia en aspectos accidentales, y, por lo tanto, va adquiriendo diferente aplicación, según la cultura e incluso según el caso. El propio santo Tomás dice que la ley natural ha de aplicarse de manera diferenciada, tomando muy seriamente en cuenta las circunstancias. Y esto combina con la analogicidad de ciertos conceptos, de la que tan consciente fue Peirce, a tal punto que la refleja en el carácter icónico de conceptos como el de hombre.  Naturaleza humana, pues, con analogicidad e iconicidad, que no se aplica sin el esfuerzo de tomar en consideración las circunstancias concretas del individuo humano (pero sin hacer que se pierda su universalidad de semejanza, de icono).
 

7.  El problema de la falacia naturalista  

Otra objeción que se ha hecho al iusnaturalismo es que, al pasar de la naturaleza humana a la ley natural, efectúa un paso indebido del ser al deber ser, el cual es un paso lógicamente falaz, la llamada falacia naturalista. En ella se pasa de la naturaleza a la ley, del hecho al valor, todo lo cual se considera ilegitimo. Pero hay manera de sortear esta dificultad. De hecho, hay falacia cuando se obtiene en la conclusión de un argumento algo que no estaba en las premisas o algo que es lo mismo que ellas sin añadir nada.  Pues bien, en el paso del ser al deber ser no se obtiene, por supuesto, lo mismo de las premisas, inclusive la acusación no es de identidad preposicional entre premisas y conclusión, sino antes bien de lo contrario: de concluir algo que no estaba de ninguna manera contenido en ellas. Más también se puede solucionar esta objeción mostrando que lo ético y lo jurídico estaban ya contenidos en las premisas que se consideran sólo naturales y ontológicas. En efecto, puede verse la argumentación como una inferencia formal, por ejemplo, un silogismo teórico, y decir – como Georges Kalinowski –  que ya en las premisas se encuentra una carga de valoración, y que como la conclusión sigue a la parte más débil (y lo es la parte axiológica con respecto a la parte epistemología), no sólo se puede extraer valoración en la conclusión, sino que se debe hacer.  O se puede decir – como John Searle –  que ya en las premisas, tomadas como enunciados, hay una carga ilocutiva axiológica, la cual surge y se explicita de modo natural en la conclusión. O se puede decir, como Dewey y Maritain, que los mismos conceptos que configuran esas premisas están cargados de eticidad, la cual no hace sino aparecer explícitamente en la conclusión.  O también se puede decir, como Otfried Höffe, que este razonamiento tiene la estructura del silogismo práctico, y también se puede aceptar sin falacia alguna. Tal estructura consta de una premisa normativa, que da el principio de la moralidad; una premisa descriptiva, que señala las condiciones de aplicabilidad de la justicia; y una conclusión normativa, que es el principio de la justicia misma. Sólo disentimos de Höffe porque cree que hay que excluir toda consideración ontológico-metafísica de esa premisa descriptiva, y centrarse en lo que describen acerca del hombre las ciencias naturales y sociales.  Eso nos parece dejar fuera lo más constitutivo de la descripción filosófica del ser humano.

Como quiera que sea, Höffe ve que el iusnaturalismo puede escapar a la acusación de falacia naturalista, tanto en la modalidad que le da Hume, de pasar del ser al deber ser, como en la que le da Moore (falacia naturalista, de segundo orden o metaética), de querer definir lo bueno a partir de lo natural. El caso es que, en la vida ordinaria, siempre se está dando el paso de lo descriptivo a lo normativo, ya que continuamente se están haciendo nuevas derivaciones del derecho natural, como se puede ver en los derechos humanos que, aún hoy en día siguen descubriéndose y clarificándose cada vez más.

Así pues, en esa fundamentación de los derechos (y deberes) humanos no se incurre en la famosa "falacia naturalista" de inferir el deber ser a partir del ser, lo deontológico a partir de lo ontológico, lo moral a partir de lo natural, ya que, por lo menos en la postura derivada de santo Tomás de Aquino, no se da ese problema, pues el introduce los derechos "humanos" o naturales a partir de la carga de eticidad que contienen los enunciados teóricos de la naturaleza humana; tanto los enunciados teóricos primitivos como los derivados, y no solamente los principios de la razón practica, que quieren inferir los derechos humanos con base en las necesidades humanas, aunque también ellas muestran que hay una carga de moralidad en lo mismo natural. Todos esos enunciados teóricos a los que aludimos son premisas cargadas de normatividad, que infieren normas a partir de esa normatividad contenida en las premisas o enunciados fácticos, lo cual es válido y no falaz. Así, lo ontológico fundamenta lo deontológico, porque lo contiene de manera fundamental o como condición de posibilidad. Tan sólo actualiza lo que ya esta allí potencial y fundamentalmente. En ese mismo sentido, además, se muestra la vinculación de la razón práctica con la razón teórica, que es de fundamentación, ya que la razón práctica busca el bien del hombre de acuerdo con la naturaleza humana, y eso sólo puede esclarecérselo la razón teórica.

Veíamos antes la analogicidad y la iconicidad del concepto de la naturaleza humana. Ellas permiten que sea un concepto que pueda abarcar de manera rica, en tensión dialéctica, un aspecto ontológico y otro ético, es decir, que haya una carga de eticidad en el concepto ontológico de hombre.  La naturaleza lleva analógica e iconicamente la cultura, y la cultura retiene de manera analógica e ic6nica la naturaleza, porque la cultura es el icono de la natura. Así, no hay falacia en recuperar, enriquecido, lo ético o axiológico en lo factico, o a partir de el.

Si se acepta la idea de naturaleza, y dentro de ella la de naturaleza humana, y si se acepta que no hay falacia naturalista (y ambas cosas están siendo aceptadas cada vez más en la

actualidad), vemos que se pueden fundamentar los derechos humanos en una postura iusnaturalista, como lo hacia el tomismo. Sólo que también se ha dicho que la noción de derechos humanos no es compatible con el tomismo, porque en éste sólo se concebían los derechos como objetivos, y los derechos humanos son subjetivos o individuales. Los derechos subjetivos surgen con Ockham y se consolidan en la modernidad; santo Tomás no los conoció.  Pero también es posible tratarlos dentro del tomismo.  En efecto, los tomistas salmantinos del siglo XVI (Vitoria, Soto, Las Casas...) los integraron en esta escuela al comienzo de la modernidad, y en la actualidad han sido reivindicados por Maritain y otros.

 

8.  El iusnaturalismo como fundamento

Yo creo, pues, que si se pueden fundamentar filosoficamente los derechos humanos y que, además, no basta la positivación para hacerlo, ya que dependerían del legislador o del gobernante, y estarían sujetos a su arbitrio para ser respetados o suspendidos. Si han de ser – como todos reconocen – unos derechos comunes a todos los hombres por el hecho de ser hombres, han de ser independientes de su positivación.  En sostener esa independencia de los derechos humanos con respecto a la positivación, coinciden tanto los iusnaturalistas como los que ven a los derechos humanos como derechos morales. Yo opto por el iusnaturalismo, aunque veo con gran simpatía a los que los ven como derechos morales (moral rights). Sólo quiero ser un poco más radical y explícito que ellos.Por otra parte, algunos han preferido fundamentar los derechos humanos en las necesidades más básicas del hombre." La necesidad engendra derecho. Así, hay necesidades humanas que engendran derechos humanos. Pero resulta que en definitiva las necesidades humanas se asientan en, o brotan de, la naturaleza humana misma. Volvemos a encontrar que los derechos humanos son, en definitiva, derechos naturales. Y desaparece el fantasma de la falacia naturalista, de la que se nos acusa al extraer derechos humanos tanto de las necesidades básicas del hombre como del conocimiento de su naturaleza.

Es lo que he tratado de hacer al hablar de que las necesidades básicas aluden a una naturaleza humana a la que corresponden, y además al hablar de que la noción de clase natural nos ayuda a ver a la persona humana como una de las clases naturales, que se captan intuitivamente, aunque se puede razonar su condición de naturalidad.
 

9.  Sobre la continuidad histórica de la tradición de los derechos humanos.  
En varios lugares he pedido que se vea la vinculación de los derechos humanos modernos – tanto los de la Independencia Norteamericana como los de la Revolución Francesa y los de la ONU – con momentos anteriores de la historia. A veces só1o como antecedentes remotos, a veces como antecedentes muy próximos y casi coincidentes.  Por lo menos en el contenido de la idea.  Así he llamado la atención hacia antecedentes remotos, como santo Tomás de Aquino y su iusnaturalismo aristotélico-estóico, y hacia antecedentes más próximos, como la Escuela de Salamanca del siglo XVI, principalmente reflejada en la actuación de Bartolomé de las Casas el cual, a su vez, también influyó en ella.  Veremos un par de aspectos que surgen acerca de esta vinculación histórica, en los pensamientos de santo Tomás y de Las Casas.  

 

A)  Santo Tomas de Aquino  

Alguien que ha dicho algo parecido a mi tesis de la conexión de Santo Tomás con los derechos humanos ha sido Carlos Stoetzer, quien ha querido vincular al Aquinate y su escuela con el surgimiento de la Declaración de Derechos de América del Norte, y se ha dicho – por ejemplo, por parte de la maestra Ana Luisa Guerrero, de la UNAM, en una inteligente réplica – que no es hacerle ningún favor, por el tipo de presupuestos individualistas y liberalistas que hay detrás de ese planteamiento. Pero yo no trataría de vincular al Aquinate tanto con esa vertiente anglosajona, por más que Stoetzer encuentre influencias escolásticas en ella; lo que me parece más claro es que en la Escuela de Salamanca, heredera del tomismo, pero también innovadora y revolucionadora del mismo en varios aspectos, se da el surgimiento de la noción más cercana a lo que ahora consideramos como los derechos humanos.  Acuciados por la experiencia de los indios y de los negros, estos teorizantes llegan a una idea universal de tales derechos.  En ese sentido tiene razón la maestra Guerrero al decir que por ello estos seguidores del Aquinate fueron más radicales que los teóricos liberales.

La maestra Ana Luisa Guerrero cuestiona el que santo Tomás tuviera una idea de la igualdad de los hombres.  Pero hay muchos tipos de igualdad, por lo que convendría distinguir a cual hemos de referirnos.  Si bien es cierto que el de Aquino dice que algunos están mejor dotados que otros para ciertas funciones o tareas dentro de la sociedad, también lo es que todos son iguales ante la ley (justicia general o legal).

Pero lo que me parece que no hace del todo justicia a santo Tomás es decir que él no piensa que la autoridad o el Estado pueda llegar a ser algo peligroso.  No es tan ingenuo.  No tendría un tratamiento de la licitud del tiranicidio, como la tiene, y bastante realista. Ciertamente supone que el hombre trata de ser virtuoso, pero no es lo mismo que creer  ingenuamente que el hombre ya lo es.  Por supuesto que el gobierno puede ser malo. Precisamente por ello Tomás pone como defensa contra el la ley natural, que está por encima de la ley positiva.

Cuando hablo de la vigencia de ciertas ideas medievales o del siglo XVI, por supuesto que no quiero decir – como acertadamente lo entiende la maestra Guerrero – que haya que volver a esas épocas.  En la historia no se puede tener ese tipo de nostalgias.  No podemos darnos el lujo de filosofar sin tener en cuenta la situación concreta y actual.  Sólo me refiero a que hay ciertas cosas o aspectos (ideas o valores) que se pueden recuperar, siempre de manera relativa, para mejorar nuestra situación de hoy.

Es cierto que la desilusión que se siente actualmente frente a la modernidad – dentro del movimiento llamado de postmodernidad – ha hecho a muchos volver los ojos a épocas premodernas.  Es verdad que no es algo nuevo o inusitado. Alasdair MacIntyre habló primero de un neoaristotelismo y ahora de un neotomismo muy singular. Otros han seguido esa línea neoaristotélica, como Agnes Heller y hasta, en algún sentido – al menos según Isabel Cabrera Villoro, en una reseña que hace de un libro suyo – Victoria Camps. Lo mismo, por lo pronto durante algún tiempo, Carlos Thiebaut. Todo eso lo provoca el desencanto de la modernidad. Pero hay cosas a las que ya no se puede renunciar, como a la democracia, y a sus adláteres, la igualdad y la libertad. Con todo, principios y tesis del pasado a veces ayudan a plantear de manera más humana y mejor elaborada estos mismos elementos de la modernidad.  Por ejemplo, la teoría de la igualdad proporcional y la de la libertad como no irrestricta, que desarrolla santo Tomás en su concepción del estado y la sociedad, pueden ayudar a replantear estos temas ahora mismo con mucho provecho.

Cuando digo que se pueden recuperar para la actualidad ciertas cosas de santo Tomás de Aquino y de la Escuela de Salamanca, pienso en un tomismo vivo, que evoluciona como un organismo o una estructura dinámica.  Eso es lo que quiero que sea hoy.  Y pienso en cosas tales como el bien común, en cuya consecución reside la justicia.  Además, en la persona a la realización proporcionalmente igualitaria de ese bien común, más allá de los intereses individuales. Con ello se modera el individualismo actual con cierto comunitarismo; no total, ciertamente, pues para Tomás la sociedad no está por encima del individuo en todos los aspectos; por ejemplo, no lo está precisamente en aquellos aspectos en que es persona. Si recoge de Aristóteles el principio de que el todo es anterior y superior a las partes, y por eso la sociedad política está por encima del individuo, lo hace porque demasiado individualismo impediría cualquier sacrificio por el grupo, o inclusive el sacrificio mayor de dar la vida por la sociedad a la que se pertenece. También creo que conviene revitalizar la idea tomista del derecho natural, no como algo formal y sin contenido, sino como algo material o substantivo, pero como un pequeño conjunto de mínimos – en el sentido de Apel y de Adela Cortina –, que consiste en el derecho a la satisfacción de necesidades brotadas de la misma naturaleza física y racional del hombre, y desplegadas a través de los apetitos naturales o instintos, como el de autoconservacion, el de conservación de la especie, el del ansia de saber, etcétera.

Necesidades del cuerpo y del espíritu, de la condición encarnada del hombre y de su condici6n de ser racional. Necesidades que constituyen derechos humanos, esto es, derechos naturales que dirigen las disposiciones del gobernante y el legislador.  No pueden estar en manos de sus subjetividades; están amparadas en lo objetivo y real.  Con esto no se hace, en el fondo, más que volver a enlazar la moral con la política, la economía y el derecho, de modo que haya una salvaguarda ética de los valores humanos en esos ámbitos donde todo parece ya haber quedado a merced de la razón estratégica y tecnológica.  Por lo demás, la moral actualmente vuelve cada vez de manera más persistente a encontrar sus vínculos con esas otras disciplinas de las que quiso separarlas la modernidad liberal, para tener un campo de acción mas independiente y sin los límites que pudiera imponerle la conciencia ética.

Finalmente, es algo muy agradable encontrar que, en su trabajo, la maestra Ana Luisa Guerrero defiende mi empeño filosófico de fundamentar los derechos humanos, a pesar de que muchos han visto eso como la cosa mas inútil que pueda existir. Es cierto que lo más importante en la práctica es protegerlos, pero también lo es que lo más importante teóricamente es fundamentarlos.  El hombre tiene los dos tipos de necesidades y de prioridades:  tanto las prácticas como las teóricas, y no podrá pasársela solamente con una justificación práctica de la protección de los derechos, sin tener también una justificación teórica de los mismos. Y eso se lo da la filosofía.  Podríamos estar defendiendo los derechos humanos a pesar de que no existieran, y eso no lo soporta el espíritu humano.  Tenemos que estar ciertos de no estar defendiendo una mera ilusión. Claro que todo indica que son objetivos y validos.  Pero acudimos a la filosofía en busca de ese sosiego interior, y esa certeza que nos hará actuar más intensamente en favor de ellos en la praxis. La teoría nos mueve casi con la misma fuerza que la perentoria necesidad bruta de lo ambiente.  Inútil en muchos respectos, la filosofía es, sin embargo, útil a la larga y a la postre, ya que aquieta el ánimo haciéndole ver lo que tiene fundamento en la realidad, mostrándole el camino de la verdad.
 

B)  Bartolomé de las Casas

Al reflexionar en la lucha de Las Casas en defensa de los derechos humanos, en el caso de los indios y los negros, podemos darnos cuenta como el conocimiento del pasado puede ayudarnos a obtener comprensión del presente y el futuro.  La vida y el pensamiento de Las Casas nos ayudan inclusive al conocimiento de lo que sería en la actualidad la identidad del latinoamericano. Es algo que aparentemente no surge de los escritos lascasianos, pero que, una vez que se considera atentamente el asunto, se ve surgir de su mismo reconocimiento del indio y de la posibilidad de realizar un mestizaje con lo español, sin destruirse mutuamente.

Con ello Las Casas resulta, en el mismo comienzo de la filosofía latinoamericana, una voz viva que habla en contra de la opresión, por lo que hace auténtica filosofía de la liberación, si se puede hablar de ella antes de que existiera esa denominación, ese término, aunque el nombre es lo de menos, pues si existía en la realidad la acción, el propósito y la lucha en pro de la libertad de los indios, como fue la que llenó toda la vida del célebre obispo de Chiapas.

Es un planteamiento ya latinoamericano de la fundamentación de los derechos humanos. En efecto, Las Casas reconocía y, con ello mismo, fomentaba la identidad latinoamericana de los indios, al reconocerlos primeramente como hombres, en universal, y luego como los hombres especificamente dueños y habitantes de un continente, que estaban a la altura de los europeos en cuanto raza y cultura, singularmente en la línea del cristianismo. Si no pensó tanto en el mestizaje, si no insistió tanto en el deparar una raza y una cultura nuevas, fue porque le interesaba más ver a los indios en pueblos separados de aquellos españoles que tanto los oprimían.  Pero todo ello – sostenía – debía hacerse en la paz, en la concordia, en la justicia y en la caridad.  Ese fue el resultado de una de las primeras reflexiones filosóficas en lo que propiamente puede llamarse la filosofía latinoamericana, la que surge de los problemas propios de América Latina.

Se piensa a veces en nuestra historia de la filosofía latinoamericana como algo extrínseco. Parece que sólo llegaron corrientes filosóficas europeas y se recibieron, y los cultivadores de las mismas en Latinoamérica se dedicaron a repetirlas, o, si acaso, a desarrollarlas en algún punto de minucia. Pero se olvida que muchos de nuestros pensadores no se redujeron a repetirlas, sino que las aplicaron de modo innovador, en un mestizaje transformador, a los problemas y realidades que se daban en América.  Esto fue lo que hizo Las Casas, con su utilización del aristotelismo-tomismo para defender a los indios de la matanza y de las violaciones de sus derechos naturales.  Esto es lo que hizo también, por ejemplo, fray Tomás de Mercado, el cual no sólo fue un competente expositor de la escolastica tomista en México a la altura de España, en la cual también enseñó (en Sevilla), sino que supo aplicarla renovada y renovadoramente a la situación concreta del fenómeno americano. En ese sentido fueron auténticamente filósofos latinoamericanos. Y lo fueron por defender una cosa tan universal como los derechos humanos en el contexto particular del fenómeno americano. Con ello insertaban su filosofar concreto y particular en el ámbito de la filosofía universal.

Así resultaba una filosofía auténticamente latinoamericana, por lo mismo que auténticamente mundial y además situada en su contexto latinoamericano.  Fue una filosofía que fundamentaba y defendía los derechos humanos desde América.

Aquí cabe aludir, además, al trabajo de fundamentación filosófica que se ha realizado en esa tradición amplia y profunda que es la de la filosofía de signo tomista. Tal se ve ya en su propio iniciador, santo Tomás de Aquino, quien sentó algunos principios que sirvieron de base para fundar ciertos derechos naturales o, como les llamamos ahora, derechos humanos. Su labor se centra sobre todo en la explicitación de la dignidad humana, dignidad que no sólo ha sido difícil descubrir y respetar en esa época turbulenta que fue la Edad Media – como suele decirse, repitiendo un tópico manido –, sino aún en la actualidad. Pero tuvo muchos continuadores.  Le siguen, ya en el Renacimiento, además de Las Casas, a quien ya aludimos, Francisco de Vitoria, Domingo de Soto y Alonso de la Vera Cruz, que desarrollaron – cada uno de diferente manera y con su sello propio – la fundamentación tomista de los derechos humanos en función del acontecimiento de la conquista de América. Fue un campo experimental muy a propósito para concientizarse de la violación de tales derechos y clamar contra esa situación. Otro ejemplo es un tomista moderno que influyó de manera clara y decidida en la fundamentación filosófica de los derechos humanos tal como fueron propuestos y aceptados positivamente en la Declaración de 1948; se trata de Jacques Maritain.  Como se ve, hay toda una teoría y una práctica de fundamentación y defensa de los derechos humanos en la escuela tomista, que los cultivadores de la misma tienen que desarrollar y renovar cada vez más.
 

10.  Estructura moral de los derechos humanos  

Se ha dicho que la ética o filosofía moral fue desvinculada del derecho. Pero justamente el cumplimiento de los derechos humanos supone una conexión entre la moral y el derecho (dada la especial fundamentación de los derechos humanos en consideraciones morales). Esto no quiere decir que pierdan su especificidad; la moral no se transforma en derecho ni el derecho se transforma en moral.  Simplemente la moral apoya y guía el cumplimiento o la obediencia del derecho. De hecho, la realización o cumplimiento de los derechos humanos requiere de una estructura moral que cualifique a las personas, para que se vean inclinadas y dispuestas a respetarlos y defenderlos. Esta estructura moral significa que en el mismo hombre se va construyendo una calificación que lo conduce a respetar los derechos humanos de sus semejantes.  Podemos ver esa estructura como constituida por ciertas virtudes éticas y empotrada en la libertad del hombre, que se va educando y formando como realización del bien, sobre todo del bien de los demás, del bien de todos, del bien común.  Trataré de esbozar estas ideas a continuación.
 

A)  Las virtudes como fundamento  

Es preciso llamar la atención hacia el desarrollo de las virtudes en el hombre. Para ello, nada mejor que llegar a conjuntar dos realidades aparentemente irreconciliables, como son el placer o gozo y la ardua virtud.  Hemos de recordar aquella tesis tomista – tan olvidada hoy en día, tal vez por tantos racionalismos que han pasado – de que la virtud nos hace actuar fácil, pronta y gozosamente lo que ella contiene; de modo que el que tiene la virtud de la justicia, siente facilidad en hacer obras justas, lo hace con prontitud, y siente inmenso placer o gozo en ello: se alegra de la justicia. Así, el que construye en sí mismo la virtud de la justicia llega a lo que hay en ella, y como en ella esta la obediencia a la ley y el respeto del derecho, incluirá en si mismo la disposición a cumplir las leyes y a respetar los derechos de los demás, entre ellos, los derechos humanos.

Esta ética aristotélico-tomista de virtudes fue muy olvidada por la modernidad. El racionalismo ilustrado hizo predominar la ética de la ley, por encima de la ética de la virtud. En efecto, la mayoría de los racionalistas tratan de construir su ética como un sistema de leyes morales, que vayan enseñando al hombre a actuar moralmente bien; el mejor ejemplo de ello es Spinoza, que quiso llegar a elaborar ese sistema de leyes morales de una manera axiomática, con sus definiciones, principios o axiomas, teoremas, corolarios, etcétera, en su Ethica more geométrico demonstrata, es decir, desarrollada al modo de la ciencia matemática.  No en balde negaba la libertad y la reducía a la aceptación voluntaria de la inexorable necesidad.  Leibniz llegaba a equiparar el silogismo práctico con el silogismo teórico, olvidando que el último tiene necesidad y el primero só1o alcanza lo contingente. Así, según él, cuando se ve un fin, y se tienen los medios, la acción debería seguirse como una conclusión inevitable en ese silogismo práctico al modo como la conclusión se sigue necesariamente en el silogismo teórico; con ello olvidaba la libertad, que puede impedir que se lleve a cabo una acción, por más que se tengan los medios que conduzcan al fin intentado. Otra vez se hace ética para el hombre máquina, como una especie de robot al que se le puede programar con leyes morales, como si fueran leyes lógicas, a fin de que las cumpla en cada situación sin ninguna duda ni impedimento.

Pero algo que se presenta siempre en la acción moral es lo contingente e individual de la situación frente a lo necesario y universal de la ley.  Ya en ello tiene que intervenir la virtud de la prudencia para ajustar lo abstracto a lo concreto. Y mucho más tiene que irse colocando en la estructura personal todo el organismo de las virtudes que ayudan a efectuar las acciones moralmente buenas.  Recordemos que ya desde los griegos se veía la ética de la virtud como englobando la ley universal y su aplicación a la circunstancia particular. Utilizando la expresión evangélica, podemos decir que ciertamente la virtud no viene a abolir la ley ni a sus profetas, pero viene a darle cumplimiento; la lleva a una perfección mayor.  La ley es para la virtud una guía innegable, pero la virtud incorpora la ley, la interioriza y la hace vida propia. EI que desarrolla en sí mismo una virtud, está introyectando y asimilando todas las leyes que le podrían acompañar, y además está edificando el criterio para su adecuada aplicación.  De esta manera, la ley acompaña a la virtud, y como la ley tiene por correlativo al derecho, la virtud con la que se da cumplimiento a la ley será también aquella con la que se respetaran los derechos de las personas, singularmente sus derechos humanos.

¿Qué es la virtud? Es innata o aprendida? Cómo puede adquirirse? Platón se puso constantemente la pregunta de si la virtud se podía aprender.  Pero siempre dejó la cuestión indecisa.  Y es que se trata de las dos cosas.  En parte se puede aprender, en parte no, porque se desarrolla en uno mismo después de haber aprendido sus rudimentos, sus orígenes, sus inicios.  Al remontarnos a Platón, nos vamos hasta los orígenes de la cuestión de la ciencia y el arte, del conocimiento y el saber, de lo teórico y lo práctico. En seguimiento de Wittgenstein, Ryle lo llama saber-qué y saber-cómo (knowing that – knowing how). Quien tiene el primero puede explicar lo que hace; quien tiene el segundo no, pero hace de maravilla lo que hace. Curiosamente, la mayor parte de nuestras habilidades, como después lo subrayo Piaget, está en calidad de saber-cómo y sólo en parte accede a saber-qué, a poseer la explicación teórica de lo que hace. Muy comprensible en nuestros días, en los que la técnica ha rebasado con mucho a la ciencia y hay muchas cosas que se pueden hacer, pero no se tiene su cabal explicación.  Así es en buena parte la virtud moral; tiene un pequeño aspecto de explicatividad y un aspecto grande de aplicatividad: se posee como hábito personal, como disposición presta a la acción, más que como saber teórico que va explicando a cada paso lo que hay que hacer y por qué.  Inclusive en las virtudes intelectuales, la parte aplicativa o utens de las mismas tiene ese predominio de habilidad sobre la teoría.

La noción de la virtud como algo analógico tiende a presentarla como el justo medio, porque la analogía es proporción.  Pero no sólo eso. También indica que se aprende de manera analógica; es decir, no sólo por leyes o reglas, que pueden ayudar, sino con el seguimiento de un modelo, de un ejemplar, de un paradigma (o alguien que de ejemplo, que muestre).   Aquí se conjuntan el mostrar y el decir (de Wittgenstein), pues la virtud sólo se puede enseñar diciendo algo y mostrando algo, pero más mostrando que diciendo. Es una acción no sólo sintagmática, sino sobre todo paradigmática, hace asociar. El maestro es más un paradigma que un instructor.   Pero muestra y dice, a la vez; conjunta el mostrar con el decir – que en Wittgenstein parecen irreconciliables e irreductibles –, y en eso consiste la analogía, y también la iconicidad.

Nos remontamos a Platón, pero caemos sin poderlo evitar en su discípulo Aristóteles. El hace, al comenzar la Metafísica, la comparación entre los que tienen habilidad para algo y  los que tienen arte o techne, técnica, para ello. El arquitecto sabe explicar la construcción de una casa; el maestro de albañiles no, pero a veces supera y corrige al arquitecto, aunque no sabe decir cabalmente el por qué.  Pero se comienza sabiendo el como y después se pasa a saber el que o por que.  De la experiencia al arte o techne.  Así, la virtud conecta a la techne
con la experiencia, la refiere a sus orígenes empíricos y prácticos. La virtud oscila, entonces, entre el saber y el no saber, entre lo universal y lo particular, entre lo teórico y lo práctico.  Por eso es que no se puede aprender sólo con reglas o leyes; tiene que intervenir la praxis, la acción.  Sin embargo, la repetición de actos es sólo su parte material y la comprensión su parte formal.  Una comprensión que poco a poco se va haciendo más explícita, una especie de saber por con naturalidad. De ahí viene el gusto por hacer las acciones cuya virtud se posee.  Se sabe captar el "gusto" que tiene una acción, si "sabe" a la virtud de que se trata, o si tiene un gusto diferente y sabe a otra cosa.  Se paladea y hasta se puede con el tiempo ser un gourmet exigente para los actos de esa virtud. Por eso se da en ella el gozo y hasta el placer. Por ejemplo, quien tiene la virtud de la generosidad no siente pesado el conceder algún bien, es para el un placer ser generoso.

Con todo, hemos dicho que la virtud no consiste en la mera repetición de actos, como ven el hábito los conductistas, que quedaría, así, ciego y menoscabado.  La virtud es, sí, un hábito, y el hábito tiene una parte considerable como inconsciente, que actúa sin que nos demos cuenta completa. Pero tiene la parte fuerte de conciencia que se necesita para que haya acto humano, para que se de el actuar moral.  No basta la repetición ciega de los actos, la acción tiene que estar iluminada por la luz de la inteligencia, que es lámpara de la voluntad, y sólo así puede surgir la libertad, que caracteriza al acto como humano: consciente y responsable. Y si se alega que la virtud llega a hacer casi inconsciente e instintiva la acción, se puede responder que de todos modos existe en el acto humano siempre un lugar para la conciencia, tanto psicológica como moral. A algunos les puede parecer que este carácter casi instintivo y fácil que va adquiriendo la acción gracias a la virtud resta méritos al virtuoso, que estaría actuando ya sin poner todo su empeño intelectivo y volitivo en esa acción, dado que ya no le cuesta trabajo. Pero lo que costo trabajo – y mucho –, se puede responder, es la adquisición de la virtud misma, y eso llena de mérito la acción, por más que la ardua y dificultosa acción moral se realice ya con facilidad, con prontitud y hasta gozosamente.  Lo difícil fue iniciar la virtud y perseverar en ella.

En suma, es bueno llamar la atención hacia lo agradable y placentera que puede ser la virtud, a despecho de que en la modernidad solía vérsela como algo pesado y difícil, aquejada como estaba del extrincesismo moral que trajo el racionalismo, en el que las éticas de la ley (sin la virtud) han propiciado el formalismo y el fariseísmo que acompaña a todos los pietismos y fanatismos. En cambio, una ética de la virtud, que no rechaza la ley, sino que la integra en el dinamismo de la persona humana, sobre todo con su libertad; está vinculando el actuar moral y sus potencias con el interior ontológico del hombre, y de esta manera puede servir de puente entre la ética y la metafísica (y viceversa, por supuesto).
 

B)  La libertad como ámbito

También es necesario encuadrar el respeto a los derechos humanos en el marco de una libertad bien desarrollada y empleada. Para ubicar esto, creo que será útil presentar algunos de los elementos principales de la teoría de santo Tomás acerca de la libertad. El primero es su definición de libertad como la capacidad de elección entre varias opciones (al menos dos). Después su división de la libertad en libertad de indiferencia y libertad de especificación; la primera es la capacidad de elegir entre hacer o no hacer, y la segunda, una vez que se elige el hacer, es la capacidad de elegir entre hacer esto o aquello. Después de esto, hay que plantearse la relación entre el intelecto y la voluntad en el acto libre. Pues la libertad no es sólo algo de la voluntad, también se acompaña de la razón en el proceso de la deliberación, y la razón es la que da la elucidación a la voluntad sobre el objeto elegible. En efecto, la libertad tiene a la voluntad como su sede, pero debe ser iluminada por el intelecto; pues la voluntad es la que desea el bien, pero es el intelecto el que puede distinguir entre el bien y el mal, o entre el bien auténtico y el bien aparente (esto es, el mal que parece un bien). Así, aún cuando para el Aquinate el hombre sólo puede desear el bien, la libertad subsiste, ya que sólo excluye la posibilidad de desear el mal, esto es, de no desear el bien en general, pero queda la posibilidad de elegir uno u otro bien particular, en el cual puede haber equivocación, y esto basta para preservar la existencia de la libertad.

Pero lo mas importante para la libertad humana, frente al caso del derecho, es que puede oponerse a este, y violar los derechos de sus semejantes.  Inclusive los derechos humanos.  Por eso es decisiva la educación de la libertad en el ámbito del derecho, esto es, concientizar al hombre de que la auténtica acción libre esta en la órbita del bien, sobre todo del bien común y no sólo del individual, y por ello no tiende a lesionar los derechos de otros. La libertad puede ejercerse felizmente en el marco de la obediencia a la ley, tanto la ley moral, que es más bien valores o principios, como la ley jurídica o ley propiamente dicha. Es cierto que a la ley no le interesa que el individuo quiera o no quiera cumplir lo preceptuado; sólo le impone el cumplirlo.  Pero si hay una convicción racional, y se incluye en la vivencia de la libertad el deseo de cumplir con la ley y respetar el derecho, se obtienen mejores resultados. Por eso la educación para los derechos humanos debe referirse tanto a la inteligencia como a la voluntad, para persuadir al ser humano de cumplir con esos valores y esas reglas jurídicas que van en beneficio de todos y que se expresan en los derechos humanos.

La educación para los derechos humanos no es, pues, puramente racional, sino también de la voluntad, por la persuasión lograda en una exposición clara y convincente. Que impregne incluso los niveles emotivos de la persona. Pero, por supuesto, la base de la misma será la formación de la aceptación racional de esos derechos. Y ella conlleva una argumentación aceptable de las bases que los originan y la finalidad hacia la que se dirigen. Pero todo eso pertenece al ámbito de la filosofía.  Por consiguiente, la fundamentación filosófica (ética y ontológico-antropológica) de los derechos humanos es un tema que no puede estar ausente de la educación para estos derechos, antes bien, ocupa un lugar primerísimo en ella.

En este trabajo de fundamentación filosófica hemos intentado resaltar algunas directrices que nos puede brindar la filosofía jurídica y política en la actualidad. Ciertamente no se trata de querer suplantar la labor de las ciencias sociales como la economía, la sociología o la politología, sino de iluminar desde el nivel abstracto de la filosofía el camino de dichas ciencias.  Es decir, se tratara de buscar – como lo han hecho la filosofía jurídica y la filosofía política clásicas – cómo se puede lograr el bien del hombre, que se plasma y se refleja en la idea o imagen del hombre que se promueve en una sociedad.  Para ella y por medio de ella es como hay que educar. Esto es, hay que educar no sólo con principios y argumentos, sino presentando esa imagen o paradigma del hombre que se desea lograr, respetuoso de los derechos de los hombres. Ya que muchos de los paradigmas de hombre que se manejan en la actualidad dejan mucho que desear, hemos acudido a la enseñanza del Aquinate para tomar diversos elementos, y obtener una imagen analógica e icónica del hombre, para el hombre de hoy.  En efecto, es tal imagen paradigmática de hombre lo que en el fondo convence o repele de una teoría filosófica jurídico-política. Es, pues, al nivel de los principios que se eligen algunas líneas directrices. Tales líneas son la carga de eticidad que se da en la misma dimensión antropológico-ontológica del hombre; el fin o bien del hombre como la vida virtuosa; y la justicia como la virtud más excelente. Dentro de la virtud de la justicia se encuentra el cumplimiento del jus, del derecho, que abarca tanto los derechos naturales como los derechos positivos. Que engloba, en definitiva, los derechos humanos.
   

11. Conclusión

Tal es a grandes rasgos la estrategia que he seguido en esta rápida y sucinta argumentación.  Y tal creo que es la fundamentación metafísica de los derechos humanos: son derechos radicados en la naturaleza humana, por eso fueron preconizados como derechos naturales, como señalando que con arreglo a dicha naturaleza se puede encontrar el bien de los hombres y de acuerdo con ella se establece en derechos y deberes. Y, como la naturaleza humana está cargada de exigencias éticas, por eso he dicho que derivar de ella derechos naturales humanos no constituye falacia naturalista; es otro tipo de inferencia. Defiendo, pues, filosóficamente el iusnaturalismo (ciertamente un iusnaturalismo renovado con la pragmática, pero de raíz ontológica), y combato la idea de que en el se encierra ese gran paralogismo consistente en pasar del ser al deber ser, para lo cual ciertamente no hay reglas lógicas (es decir, rechazo la acusación que se le hace de incurrir en la, ya por otros motivos muy desprestigiada y venida a menos, falacia naturalista).  En ese sentido hablo de los derechos humanos como elementos del derecho natural y hablo de la naturaleza humana como fundamento metafísico de los mismos.

En conclusión y síntesis de todo lo anterior, he de decir que tengo la convicción de que no só1o es posible hablar de fundamentación filosófica de los derechos humanos, sino que es algo necesario. Creo, además, que la filosofía tomista, renovada, puede dar esa fundamentación.  Tal fundamento es el iusnaturalismo, propio de dicha corriente tomista, aunque actualizado con algunos planteamientos que se han hecho en la línea de la filosofía analítica reciente, como aquellos que han considerado a los derechos humanos como derechos morales, y también con aportaciones provenientes de la pragmática semiótica. Ahora se dice – por parte de otras corrientes, como las postmodernas – que no hay fundamento posible en la filosofía. Tal ausencia de fundamento me parece que ha sido decretada arbitrariamente (o, en todo caso, sólo funciona si se aceptan las premisas nietzscheanas y heideggerianas de sus proponentes); por ello creo que tiene que haber una fundamentación ontológica o metafísica de tales derechos, so pena de ser completamente ilusorios; pues, a pesar de su positivación, pueden des-positivarse y cancelarse, y no habrá quien pueda defenderlos contra eso.

Esto impele a buscar, además, la manera de recuperar la vinculación de la ética con el derecho.  El positivismo trato de separarlos, y ahora se busca la manera de conjuntarlos otra vez.  De hecho, mucho de lo que expresan los derechos humanos son un testimonio de que el derecho debe reflejar en la praxis los valores morales más de principio que pertenecen al hombre.  Hay que propiciar que esta conexión vuelva a reconocerse; y, sobre todo, hay que educar para que se inscriba en el hombre, de manera apoyada por la moral – porque con eso no va a perder su carácter jurídico – esa cultura de los derechos humanos que tanto deseamos para nuestra sociedad actual.

 
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