LA SEMIÓTICA DE LA CULTURA Y LA CONSTRUCCIÓN DEL IMAGINARIO SOCIAL

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Manuel Ángel Vázquez Medel
Universidad de Sevilla


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Las reflexiones que siguen forman parte de un largo proceso de revisión de las claves epistemológicas de la semiótica, que debe adecuar sus postulados, en tanto que teoría de los procesos de simbolización y significación, al actual momento de redescubrimiento de dimensiones sintéticas, integradoras, analógicas, del conocimiento humano, frente a la dimensión casi exclusivamente diairética, separadora, binaria, lógica, secuencial de los paradigmas de la `ciencia moderna'.

En la encrucijada de una "gran bifurcación" (E. Lazslo) hemos de recuperar la contemporaneidad con nosotros mismos tras la radical crisis de la modernidad y del sujeto. Por ello, a lo largo de estas páginas circulan más preguntas y reparos que respuestas y certezas. Pero ese constante cuestionamiento, que constituye la base misma de todo conocimiento no dogmático, está sujeto (quiero reconocerlo) a determinadas reglas y compromisos. Son los que inevitablemente constituyen mis pre-juicios científicos no tanto como distorsiones (que también lo son) sino como condición misma para emitir un juicio, como instancia de valoración y como ángulo de comprensión del mundo.

Para que el lector no se pierda por los vericuetos de esta reflexión, me permito trazar, desde las líneas iniciales, un croquis del territorio que vamos a recorrer. Partiremos, precisamente, del lugar que corresponde a la semiótica en un mundo en cambio, en transformación, que amenaza toda estabilidad y, por tanto, también la estabilidad de significados y sentidos (y, cómo no, de las teorías semióticas). Inmediatamente reconoceremos la importancia de la semiótica de la cultura de la Escuela de Tartu-Moscú como momento de avance hacia la superación del formalismo y del estructuralismo inmanentista. Ya señalaremos, desde este mismo instante, ciertos anclajes epistemológicos de la semiótica de la cultura que si en un primer momento pueden haberle servido como punto de impulso, en fases posteriores puede haber supuesto una cierta rémora y un cierto lastre. Por ello será necesario recapitular algunos de los ingredientes mayores de la semiótica de la cultura y preguntarnos directamente por ciertos resabios mecanicistas en los escritos de la década de los setenta y comienzos de los ochenta. De inmediato veremos como estos obstáculos comienzan a removerse desde dentro, desde los propios investigadores, no careciendo de importancia el impulso que ofrece el conocimiento de determinadas claves de la física actual, especialmente en la obra divulgativa del nobel Prigogine, que tanto insiste en la necesidad de superar la dicotomía entre ciencias naturales y sociales. Finalmente esbozaremos algunos criterios ofrecidos por el constructivismo radical y la sociología del conocimiento, a fin de trazar un territorio de debate que queremos dejar abierto tras nuestra exposición.


Preámbulo: semiótica y `construcción de la realidad' en un mundo en cambio.

El siglo XX que estamos concluyendo quedará fijado en la memoria de la Humanidad a través de acontecimientos, valores y perfiles muy diversos: época de vertiginoso desarrollo de la ciencia y la tecnología; de experimentación creativa, autonomía y cuestionamiento de la experiencia artística; de cambios cualitativos en la imagen del mundo, del hombre y de la realidad; era espacial, atómica, genética, energética, inicio de la revolución tecno-comunicacional... También, tiempo de muerte y de confrontaciones, de conflictos a escala planetaria, de amenazas al entorno biológico, de bifurcaciones radicales. Época de límites y fronteras; conclusión de algunas de las claves mayores del proyecto de la modernidad; descubrimiento de la desfundamentación de los saberes humanos, fin de los metarrelatos de legitimación (incluido el metarrelato del racionalismo). Aunque sepamos que la proclamación del "fin de los metarrelatos de legitimación" puede funcionar también como un "metarrelato de legitimación", y que es imposible una ubicación des-fundamentada en el mundo, pues sin fundamento (aunque el fundamento sea la nada) no hay mundo. Y sin una escala determinada de valores no podemos definir nuestro lugar en él.

El ser humano no puede experimentar su existencia fuera del espacio y del tiempo. Pero espacio y tiempo son categorías que vivimos no sólo en su objetividad, sino que quedan configuradas simbólicamente, transformadas en topicalizaciones, en marcadores cronológicos (en cronotopos). Espacio y tiempo se nos han de ofrecer, pues significativamente. Al igual que nuestro acontecer se nos revela desde un dispositivo genético que hemos denominado "relatividad ontológica", que actúa como fundamento de toda construcción narrativa.

Quizá por todo ello sea también éste que ya abandonamos el siglo de la semiótica: indagación agónica de significados y sentidos en un mundo que se deconstruye, en una deflagración babélica, que arde en un entrecruzamiento de lenguajes. Así, nos consumimos en la misma llama que nos trajo Prometeo como instrumento de progreso y de liberación. Sublimados y purificados por el fuego (un fuego muchas veces más real y terrible que simbólico), tal vez seamos capaces de superar la etapa de la materia para encaminarnos hacia una época en la que la referencia fundamental a lo energético hace resurgir nuevas visiones y nuevas esperanzas. Pero el mundo ha perdido -¿definitivamente?- espesor y densidad. También en esta pérdida de la radicalidad de la mater-materia experimentamos una cierta orfandad.

En el empeño por controlar un universo que comenzaba a escapársenos, la semiótica estructural inmanentista ha sido (y todavía en cierta medida es) nuestro último (?) intento por aferrarnos a una cierta estabilidad de significados, a una rección que va desde el objeto de nuestro conocimiento hacia nosotros, en tanto que sujetos de la relación cognitiva. En ese marco, nos sentíamos emplazados, sujetos, por el significado. Y encontrábamos la posibilidad de un conocimiento objetivo, sin distorsiones, decíamos, capaz de fijar una doble estabilidad: en relación con los hechos observados y en relación con los observadores. Todavía para algunos estructuralistas la noción de mundo tenía peso y densidad: un espacio en el que podíamos encontrarnos, frente al sentido de mundo como construcción cultural , que tal vez fuese el originario y es, desde luego, el que en nuestros días se impone. Recordemos que cosmos se opone a caos. Tal es el papel de la cultura: organizar (simplificando) la vasta red de elementos y relaciones que constituyen nuestro entorno. Una acción negentrópica, in-formativa. Y, por tanto, inevitablemente de-formativa. En cualquier caso, acción constantemente adaptativa, en una dinámica más de correspondencia que de representación del mundo.

Finalizada la etapa de vigencia de las ideologías en sentido fuerte (aunque siga persistiendo el aferramiento a ellas en muchos lugares y colectivos del mundo), como gramáticas cerradas y únicas de comprensión y de programación del mundo, nuestra época se caracteriza por la coexistencia de planteamientos muy diversos (en ocasiones abiertamente enfrentados e incompatibles) sobre la realidad. Es este punto de partida, de naturaleza gnoseológica y epistemológica, sobre el que tenemos que fijar nuestras posiciones para descubrir posteriormente convergencias o divergencias de planteamientos teóricos. Sin embargo, deseo indicar ahora, porque no puedo ocuparme de ello con detenimiento, que estoy absolutamente convencido de las interacciones existentes entre el proceso de transformaciones materiales, económicas, sociales y políticas y la producción social del conocimiento.

El antropólogo social Ernest Gellner (1992: 11) nos dice que en la situación actual del mundo hay tres posiciones básicas:

"el fundamentalismo, que cree en una única verdad y que se cree en posesión de ella; el relativismo, en una variedad de formulaciones, que abjura de la idea de una verdad única, pero intenta ver cada concepción particular como si fuera sin embargo verdadera; y la posición de la cual soy más o menos partidario, que retiene la fe en la exclusividad de la verdad, pero que no cree que la poseamos definitivamente, y que no usa, como fundamento para el comportamiento práctico y para la investigación, ninguna convicción sustantiva, sino sólo una lealtad a ciertas reglas de procedimiento".

Básicamente coincide con la síntesis gnoseológica (y epistemológica) que está en el fondo del debate en torno a la crisis de la modernidad, y que vengo exponiendo desde hace años: en la relación sujeto-objeto (relación que constituye al sujeto, en tanto que sujeto y al objeto, en tanto que objeto: ni el uno ni el otro preexisten funcionalmente a la relación) cabe postular una variada gama de posiciones teóricas que irían desde el dogmatismo absoluto (aparente proclamación de la imposición del objeto, pero en el fondo prevalencia del sujeto detentador de un determinado conocimiento) al relativismo absoluto (que proclama la radical emergencia del sujeto en el proceso cognitivo y, en el fondo, la inexistencia óntica del objeto). Entre uno y otro extremo, el principio de la relatividad gnoseológica proclama la existencia óntica de los seres que funcionalmente se constituyen en objetos en una relación con el sujeto, pero también la imposibilidad de poseerlos cognitivamente. Si optamos por esta actitud -que me parece la más adecuada- nuestra apuesta ha de ser por la búsqueda de la verdad (el método) en lugar de su posesión (la doctrina) o la negación de su existencia (el nihilismo y el relativismo), que abre paso a otras formas más sutiles de imposición.


La semiótica de la cultura como superación del formalismo y del inmanentismo estructuralista.

La semiótica de la cultura, la monumental aportación de Lotman, Uspenski y otros destacados investigadores, ha contribuido como un poderoso correctivo a romper cerrados esquematismos, y nos ha situado en esa atmósfera significativa, semiosfera, en la que la respiración cultural es inseparable del fluir del tiempo y de las condiciones materiales de la significación. Por cierto, que esta analogía que establecemos entre semiosfera y atmósfera enriquece la más habitual con biosfera. Porque en nuestra biosfera la existencia de una atmósfera es imprescindible. Y, como ella, la semiosfera está sujeta a procesos azarosos, caóticos, impredecibles... A turbulencias, atractores extraños y concatenaciones que van más allá de los procesos lineales de causalidad inmediata, al modo de los "efectos mariposa".

En la presentación al número de Discurso dedicado a Lotman y a la Escuela de Tartu-Moscú afirma:

"uno de los méritos incuestionables de la semiótica lotmaniana está en haber contribuido a la superación de una `semiótica atómica' de los signos y los sistemas sígnicos, hacia una `semiótica molecular' de los textos como ámbito integrado de manifestaciones sígnicas plurales e, incluso -poniendo el énfasis en los procesos tanto o más que en los productos- hacia el estudio de las proyecciones simbólicas (en sentido amplio) humanas, en el marco de semióticas discursivas de la significación y de la comunicación, que encontraban en el entramado de la cultura (texto de textos o sistema de sistemas) su referencia integradora más global" (M.A. Vázquez Medel, en M. Cáceres, 1993: 4).

Sin embargo, ninguna contribución teórica, y menos en el ámbito de las ciencias sociales, es ajena a las condiciones del horizonte comprensivo en que se gesta. La posición que determina nuestro punto de vista es, a la vez, la que nos permite observar el territorio que se acota ante nuestros ojos, pero también la que nos sustrae otros dominios que podrían contemplarse desde otros puntos de vista que, a su vez, exigirían una pérdida de captación de una porción de la realidad. Es la dinámica de descubrimiento/encubrimiento inherente al conocimiento humano (Vázquez Medel, 1993).

A nuestro parecer, el tributo mayor de la Escuela de Tartu-Moscú al momento y las condiciones socio-cognitivas de gestación de su teoría ha sido, en un primer momento, el de la búsqueda precaria de una exactitud y una objetividad que no eran posibles ni deseables en un momento en el que todo fundamento parece postularse, por su propia naturaleza, como algo fundante, pero infundado. En la apuesta por la superación de la contraposición decimonónica entre ciencias exactas y ciencias humanas Lotman y alguno de sus discípulos insisten -con un entusiasmo que aunque se ha ido apagando no ha desaparecido del todo de las aportaciones últimas- en aproximar las ciencias humanas a las exactas. En la superación del momento positivista, cientificista y de atomización especializada no se trataba tanto de revestir de exactitud las ciencias humanas, sino más bien de humanizar (epistemológicamente) las ciencias exactas. Así, mientras un buen número de científicos insistía en la imposibilidad de un conocimiento exacto y riguroso de lo real y se "tematizaba" la posición del observador -indicando que éste forma parte del mecanismo de la observación y, por tanto, que su presencia afecta a lo observado-, en algunos de los textos más relevantes de la Escuela de Tartu-Moscú (no en todos, y cada vez menos, como queda dicho) creemos apreciar un excesivo entusiasmo por esta conquista de la exactitud para las ciencias humanas proveniente, sobre todo, de la teoría matemática de la información y de la cibernética.

Mientras se superaba una concepción clásica según la cual la física se ocupa de sistemas relativamente simples y la sociología, la filosofía o la biología de sistemas complejos, asumiendo también la complejidad de los sistemas objeto de la física o la química, algunos investigadores sociales y de la significación soñaban con reducir la complejidad de los fenómenos semióticos a sistemas simples, susceptibles de formulaciones cuasi matemáticas. Se trata, por el contrario, como afirma el nobel de física Ilya Prigogine de tomar conciencia de que

"estamos cambiando, estamos elaborando una visión diferente del mundo, una nueva racionalidad; por eso hemos insistido tanto en el diálogo que hoy tenemos con los sistemas inestables que piden una visión diferente de lo que es la razón. La razón clásica expresaba esta imagen determinista, reversible, etc... Nosotros tenemos que tener una razón un poco más compleja, una idea de la razón que comprenda la idea de ley y la idea de acontecimiento, la idea de estabilidad y la de inestabilidad, que nos sitúe en el diálogo con la naturaleza en lugar de ser ese observador, ese detached observer de Einstein. Pretendemos elaborar algo más profundo que simplemente una continuación de adquisición de conocimientos, se trata más bien del tipo mismo de diálogo que mantenemos con la naturaleza y éste es un fenómeno de gran importancia" (C. Mataix, 1989: 123-124).

En la reflexión que sigue serán estos aspectos los que queden en primer plano, en un diálogo -esperemos que fecundo- con una de las tendencias del nuevo paradigma epistemológico que se perfila cada vez con más fuerza: el constructivismo radical. La semiótica de la cultura confrontada con algunas de las ya rigurosas constataciones de las ciencias de la cognición y, por otra, con la sociología del conocimiento puede depararnos muchas sorpresas. Su vigencia (como la de cualquier sistema teórico), cuando vayan desapareciendo las condiciones en las que ha ido construyendo sus modelos de comprensión del significado de la realidad y de la cultura dependerá, por un lado, de su capacidad para haber alcanzado en sus postulados algunos aspectos de la condición humana y de la significatividad radical, más allá de situaciones y procesos de significación concretos, aunque sin vanos esencialismos, por paradójico que pueda parecer. Por otra parte -y auguramos en tal sentido una gran capacidad de permanencia- de la ductilidad de la Semiótica de la Cultura para adaptarse a nuevos horizontes comprensivos.

Pasemos ahora a destacar algunos de los ingredientes mayores de la Semiótica de la Cultura a fin de fijar el territorio del debate.


Algunas de las claves de la Semiótica de la Cultura.

Aunque los postulados fundamentales de la Semiótica de la Cultura lotmaniana son bien conocidos por toda la comunidad científica que se preocupa por la capacidad simbólica humana, me permitiré recordar alguno de sus ingredientes fundamentales, precisamente aquellos con los que intentaré establecer un diálogo crítico.

Creo que es imprescindible fijar este marco de erefencia porque nos encontramos ante un investigador de extraordinaria fecundidad y dinamismo, y no es justo que consideremos por igual sus aportaciones iniciales e incluso La estructura del texto artístico que los artículos finales o las recopilaciones La cultura e l'esplosione. Prevedibilitá e imprevedibilitá o Cercare la strada. Modelli della cultura, en los que la formalización expositiva va dando paso a otros modos de pensamiento y expresión más analógicos.

Manuel Cáceres (1993: 12 ss) ha sintetizado magistralmente en nueve rasgos las características fundamentales de la Escuela de Tartu-Moscú: interdisciplinariedad y equilibrio teórico-empírico; intento de eliminar la oposición entre ciencias exactas y ciencias humanísticas; estudio de la literatura en el marco de la historia del pensamiento social; establecimiento de la noción de sistema modelizante como fundamento de las reflexiones; interés por el pasado cultural ruso; interés por todas las formas de comunicación humana; consideración de los sistemas de comunicación como sistemas de signos; importancia de la génesis, evolución y tipología de las culturas, y consideración de las diversas formas de comunicación como lenguaje estructurado jerárquicamente.

También ha señalado con acierto que los tres hitos fundamentales del pensamiento lotmaniano se pueden fijar en torno a su concepto del lenguaje, que le permite desarrollar la noción de sistemas modelizantes; la noción de cultura y la idea última de semiosfera. Nociones que muchas veces encontramos utilizadas conjuntamente, pero que, sobre todo, indican una evolución del pensamiento de Lotman desde una orientación sistémica más cerrada y estructurada, hacia sistemas más abiertos y no deterministas (aunque esto último pueda ponerse en duda). Señalamos que en las nociones de traductibilidad e intraductibilidad utilizadas con insistencia por el Lotman último encontramos muchos puntos en común con la noción de transdiscursividad tal y como la he venido utilizando en la última década como intento de superación del estructuralismo, del inmanentismo y del idealismo que les subyace, aunque las bases epistemológicas son muy distintas.

Aplicando al conjunto de los textos que Lotman, Uspenskij y otros investigadores de Tartu han generado sobre la cultura algunos de los principios que en ellos se postulan, de inmediato descubrimos que en el sistema de ideas que constituyen (o del que son consecuencia) existe también una idea dominante.

La noción de "dominante", que tan espléndidos resultados ofrece ya en la obra de Jakobson es, en efecto, una de las aportaciones mayores para la comprensión del funcionamiento de sistemas: de entre los diferentes elementos que los constituyen y reglas de relación que entre ellos se establecen, suele existir algún elemento (o alguna relación) que adopta un papel dominante. Es cierto que, en el estructuralismo más inmanentista dicha cualidad es un rasgo del texto, mientras que desde una perspectiva postestructuralista deberíamos completar tal percepción a través de componentes pragmáticos, que son los que en definitiva explican el uso (y la evolución) de textos y sistemas y de la valoración que se atribuye a cada uno de sus constituyentes. Esto es: un rasgo que puede ser dominante en el proceso de la génesis textual puede no ser percibido como tal en la recepción textual, o simplemente desplazar su importancia ante la emergencia de otras dimensiones real o virtualmente presentes en el texto, sea por su existencia en el espacio textual o por proyección del receptor. Un ejemplo fácil de comprender sería la variable importancia que, en la pragmática de la recepción textual de El Quijote, tiene su dimensión paródica de los libros de caballería.

Pero volvamos a lo nuestro: el elemento que nos parece dominante en la teoría lotmaniana de la cultura es, junto con la antes citada de sistema modelizante, la noción de memoria, que debe interpretarse "en el sentido que se le da en la teoría de la información y en cibernética: es decir, facultad que poseen determinados sistemas de conservar y acumular información" (I. Lotman, 1979: 41). Se insistirá continuamente en ello: la cultura es información no genética, "memoria común de la humanidad o de colectivos más restringidos nacionales o sociales", "memoria no hereditaria de la colectividad, expresada en un sistema determinado de prohibiciones y prescripciones".

La cultura en tanto que memoria no hereditaria exige, para su propia existencia, otras dos características de extraordinaria importancia: a) su organización sistémica (esta memoria es un sistema: toda cultura necesita, además, unas fronteras sistémicas, se define sobre el fondo de la no-cultura); b) su dimensión comunicacional (cada cultura ha de establecer un sistema de comunicación). Una cultura es, por tanto, memoria, sistema, comunicación. Las variadas dimensiones constructivas de su sistematicidad y los diferentes sistemas de comunicación intra e intercultural serán, pues, dos de los pilares a partir de los cuales se establece una tipología de la cultura. Otra de las dimensiones fundamentales del pensamiento lotmaniano. Además, toda cultura genera (o puede generar) dispositivos de autocomprensión y autodescripción que afectan poderosamente su propio funcionamiento.

Las culturas son distintas, pero su variedad es reductible a un conjunto limitado de tipos básicos. Al fin y al cabo, el instrumento fundamental de la ciencia en la modernidad es la distinción: proporcionar un conocimiento claro y distinto de la realidad, un conocimiento abstracto, genérico, tipológico. Lo concreto, lo singular, lo diferente, lo específico puede ser objeto de nuestra experiencia, pero escapa al conocimiento científico en cuanto establecimiento de relaciones. Nada que objetar.

"El `trabajo' fundamental de la cultura (...) consiste en organizar estructuralmente el mundo que rodea al hombre. La cultura es un generador de estructuralidad; es así como crea alrededor del hombre una socio-esfera que, al igual que la biosfera, hace posible la vida, no orgánica, obviamente, sino de relación" (I. Lotman, 1979: 70). Lotman piensa que para cumplir esta función, la cultura dispone de un "dispositivo estereotipador" estructural, el lenguaje natural. El lenguaje está pues, en el centro de la cultura misma: es su núcleo, y funciona como "un manantial vigoroso de estructuralidad".

Los mecanismos de funcionamiento y la evolución de las culturas tienen que ver, fundamentalmente, con: 1. el aumento cuantitativo de los conocimientos; 2. la redistribución de los elementos y los cambios de jerarquización; 3. el olvido. Tal vez hubiéramos podido aplicar una vez más las cuatro categorías modificativas aristotélicas, ya que aquí el 1. es adiectio, el 3. omissio, el 2. inmutatio y la combinación del 1 y el 3 sería transmutatio. También sería extraordinariamente útil las utilización del llamado sispositivo del tétrade desarrollado por MacLuhan en La aldea global. Obra en la que, por cierto, vemos también paralelismos entre el último Lotman y el último McLuhan, preocupado una década antes por los diferentes mecanismos del funcionamiento cerebral para cada hemisferio, cuyo predominio determinaba la existencia de espacios visuales (hemisferio izquierdo: linealidad, conexión causal, análisis) frente a los espacios acústicos (hemisferio derecho: intuición, síntesis).

Pero hay algo previo y más importante que esa dimensión dinámica y procesual de todo sistema cultural por el que va transformándose en el decurso histórico: la naturaleza de la división entre signos y hechos y el tipo de relación que se establece entre unos y otros:

"cualquier construcción de un modelo social presupone la división de la realiad que nos rodea en un mundo de hechos y en un mundo de signos con la sucesiva puntualización de sus relaciones mutuas (semánticas, totales, existenciales, según el aspecto que nos interese).

De todos modos un fenómeno puede convertirse en portador de un significado (signo) sólo a condición de que entre a formar parte de un sistema y, por tanto, establezca una relación con un no-signo o con otro signo. La primera relación -de sustitución- genera el significado semántico, y la otra -de conjunción- el sintagmático" (Lotman, 1979: 43).

Considerando un sistema de cultura a partir de la presencia o ausencia de estos principios de clasificación, denominada por Lotman "existencial-valorativa", tendríamos códigos culturales que constituyen sólo la organización semántica (1), sólo la sintagmática (2), que están orientados hacia la negación de carácter sígnico (3) o que constituyen la síntesis de ambos tipos. Las consecuencias de esta tipología no fueron siquiera agotadas por su propio creador.

Finalmente, nos interesan otros criterios más profundos para considerar tipos de cultura: la manera en que la misma cultura se define, sea como un conjunto de textos, sea como un mecanismo generador de ellos, así como su orientación a la oralidad o a la escritura:

"Si es propio de ciertas culturas el representarse como un conjunto de textos regulados, otras culturas se modelizan como un sistema de reglas que determinan la creación de los textos.

Resulta evidente que es propio de las culturas caracterizadas, precisamente por una orientación que hace prevalecer la expresión, el representarse como un conjunto de textos, mientras que es característico de las culturas dirigidas predominantemente hacia el contenido, el presentarse como un sistema de reglas" (Lotman, 1979: 77).

Esta oposición entre culturas textualizadas y culturas gramaticalizadas, o culturas sistemáticas frente a culturas-mosaico nos llevó en 1987 a caracterizar la cultura andaluza como una cultura-mosaico, como cultura textualizada, con todas las implicaciones sociales, políticas y simbólicas derivadas de ello (Vázquez Medel, 1987 y 1994). Una especialmente importante en nuestros días es la búsqueda de reglas generadoras de conjuntos culturales para construir culturas sistemáticas excluyentes, orientadas sobre el expansionismo:

"una cultura orientada predominantemente hacia el contenido, antitética a la entropía (al caos), y cuya oposición fundamental es aquella entre `ordenado' y `no ordenado', se concibe siempre a sí misma como un principio activo que debe propagarse, mientras que ve en la no cultura el ámbito de una propia difusión potencial. En cambio, en las condiciones de una cultura orientada predominantemente hacia la expresión, y en la que interviene como oposición fundamental aquella entre lo `correcto' y lo `erróneo', puede no darse en general la tendencia a la expansión" (Lotman, 1979: 82).

En cuanto a la consideración de culturas basadas en la comunicación oral y en la copresencia, en la repetición y abiertas al futuro, frente a las formaciones culturales basadas en la escritura, acumulativas y ancladas en el pasado, falta un tercer ingrediente tipológico: el de nuestras culturas tecno-comunicacionales, electrónicas, virtualizadas, ancladas en un presente que no existe, que es un simulacro y un punto de pura aceleración y cambio, como ha puesto espléndidamente de relieve Baudrillard.

Sin negar el mérito indudable del sólido edificio lotmaniano, nuestra primera objeción es fácilmente comprensible: ¿cómo aplicar las claves fundamentales de la semiótica de la cultura a los procesos culturales del momento presente? Es cierto que en nuestro planeta conviven conjuntos culturales pertenecientes a eso que Alvin Toffler llamaría las tres olas. ¿Puede aplicarse la Semiótica de la Cultura a los procesos culturales de esta tercera ola? Yo mismo me pregunto: ¿a qué conjunto cultural pertenezco? ¿cuál es el sistema desde el que modelizo y pueden ser leídas y comprendidas mis palabras, mis actos, mis comportamientos?

Estamos, en efecto, en una sociedad plural y heterogénea, una sociedad abierta y conflictiva en la que los trazos culturales cruzan horizontal y verticalmente, a la vez que se desplazan y se transforman a una velocidad vertiginosa. Han desaparecido los sistemas en equilibrio y la dinámica social es, también, una dinámica de turbulencias, de concatenación de efectos de consecuencias imprevisibles, de desarrollo no lineal, de extraordinaria sensibilidad a las condiciones iniciales, de constantes encrucijadas y bifurcaciones... En una palabra: la dinámica social y los dispositivos culturales han dejado en gran medida de funcionar con arreglo a evoluciones lineales. Estamos ante sistemas no-lineales. En ocasiones, ante un funcionamiento caótico de la cultura.

Permítaseme, llegados a este punto, esbozar una hipótesis: es posible que el sistema teórico de la Escuela de Tartu-Moscú aún corresponda, en gran medida, al paradigma epistemológico cartesiano-newtoniano de la modernidad. Que conserve residuos del mecanicismo propio del pensamiento de la razón instrumental, del esencialismo que latía en el fondo de los modelos estructuralistas. Que ello no va en desdoro de la solidez de sus aportaciones lo demuestra la imposibilidad hasta el momento (o al menos, las extraordinarias dificultades) que encuentran los investigadores sociales para esbozar modelos semióticos y culturales "posmodernos", o al menos alojados en este plexo de la crisis de la modernidad.

Pero -estemos equivocados o no en nuestras apreciaciones- constituye un deber de honradez intelectual intentar dibujar las carencias que apreciamos desde nuestra óptica e intentar esbozar alternativas que dinamicen y resitúen los extraordinarios aciertos de la semiótica de Lotman y los investigadores de Tartu-Moscú. Por otra parte, entiendo que esto es lo que ya comenzábamos a vislumbrar en los últimos escritos de Lotman y, especialmente a partir de 1986, momento en que Lotman "conoció los trabajos de Ilya Prigogine que le produjeron una impresión extraordinariamente fuerte. La idea de Prigogine no sólo amplía las nociones sobre el papel de los procesos causales, sino que crean también la base real para el acercamiento de las ciencias naturales y humanísticas, por cuanto al estudiar la irreversibilidad del tiempo se ponen las bases del modelo universal del proceso histórico" ("Sobre el papel de los factores casuales en la evolución literaria", en M. Cáceres, 1993: 101).

Volvamos, por un momento a algunas de las aportaciones de los años setenta para intentar calibrar las extraordinarias diferencias que las separan de los escritos de los años finales.


¿Elementos mecanicistas en la semiótica lotmaniana?

Muchos son los ingredientes teóricos, terminológicos, conceptuales, que confluyen en la semiótica lotmaniana: desde las aportaciones de los formalistas de los años 20, y sus derivaciones posteriores, especialmente a través de Jakobson, Propp o Bajtin -por referirnos a la tradición teórica rusa- a la lingüística estructural, la semiótica (quizá más entendida en la línea de Saussure que en la de Peirce), la teoría de la información y la cibernética. Pero sin duda, estos últimos componentes tuvieron -como dijimos- una función dominante en todo su sistema teórico, al menos en la década de los setenta. "Es a través de las matemáticas, la teoría de la información, la cibernética, etc., como se puede superar la contraposición existente entre las ciencias exactas y las ciencias humanas, como fueron separadas por los científicos del siglo XIX", nos dice Lotman en su artículo sobre "Métodos exactos en la ciencia literaria soviética" (Lotman, 1979: 18-19). Esta obsesión por la exactitud, por una poética cuasi matemática aflora una y otra vez en sus escritos de los años setenta: "La aplicación por parte de A.N. Kolmogorov -nos dice- de los métodos teórico-informacionales al estudio de los textos poéticos hizo posible la medición exacta de la información artística" (Lotman, 1970: 41). (Confesamos que una frase como esta no puede dejar de suscitarnos la conocida escena de El club de los poetas muertos en la que Kittin hace arrancar las páginas introductorias del tratado de poesía).

El físico teórico Fritjof Capra (1982: 18-19) ha insistido en los últimos años en la necesidad de un nuevo paradigma, una nueva visión de la realidad:

"una transformación fundamental de nuestros pensamientos, de nuestras percepciones y de nuestros valores. Los inicios de esta transformación, de la transición de una concepción mecanicista a una concepción holística de la realidad, ya se comienzan a vislumbrar en todos los campos y es probable que se impongan en esta década (...) La gravedad y la extensión de la crisis actual indican que de este cambio podría resultar una transformación de dimensiones sin precedentes, un punto crucial, giro decisivo para todo el planeta".

En muchas de las afirmaciones de Lotman, hay huellas de mecanicismo y idealismo. Incluso en la terminología. Recordemos que la conclusión de Estructura del texto Artístico comenzaba, precisamente, afirmando: "el texto artístico (...) puede considerarse como un mecanismo organizado de un modo particular que posee la capacidad de contener una información de una concentración excepcionalmente elevada" (Lotman, 1970: 359). Y volvía insistentemente sobre la misma idea al reacionarla con la noción operativa de función: "si en una situación habitual se considera como más efectivo el empleo para una función dada del mecanismo y del texto previstos especialmente para esta función, en determinados momentos de desarrollo de la cultura surge una tendencia a no utilizar los mecanismos ya acabados" (Lotman, 1970: 362).

En el fondo, "el estudio del texto artístico como un todo estructural nos convence de que, por un lado, en la obra de arte, lo individual, lo único no es algo ajeno a cualquier estructura y, por consiguiente, accesible tan sólo a la "proyección sentimental" impresionista y no al análisis exacto. Por el contrario, surge en la intersección de numerosas estructuras y les pertenece simultáneamente "jugando" con toda la riqueza de significados que resultan de esta intersección" (Lotman, 1970: 363).

Tal vez pocos ámbitos del conocimiento se hayan incorporado tan tardía -y a veces tan inoportunamente- al marco epistemológico del cartesianismo-mecaniscismo-newtoniano como la ciencia de la literatura, que ahora -por más que muchos persistan en ello- se ve obligada a salir con urgencia de un territorio abandonado por las ciencias que lo constituyeron. Es paradójico que se siga proclamando como ideal del conocimiento literario una exactitud y una objetividad que ya nadie invoca en física, química o matemáticas. Y que haya de ser la física la que nos devuelva el sentido de lo mágico, del mito y del misterio.

Como antes indicamos, en sus últimos escritos Lotman va a hacer un gran esfuerzo por abrir su pensamiento al nuevo paradigma en formación, que cuestiona la noción misma de estructura y de los centros desde los que supuestamente se organiza. Por ello también su interés se desplaza desde los centros necesarios para la existencia de todo sistema estructurado y -más o menos- cerrado hacia la periferia. Así se ocupa, por ejemplo, de los procesos que surgen en las fronteras espaciales y cronológicas de las grandes civilizaciones, de los que nos dice:

"El debilitamiento en estas zonas de la rigidez de las organizaciones estructurales, que aumentan la variabilidad de las formas que van surgiendo aquí (cuando se produce la irrupción simultánea de las formas estructurales provenientes del espacio que hay más allá de los límites de dicha semiosfera) crea la posibilidad de combinaciones casuales en el área de las uniones socio-culturales y de los grupos ideológicos" (Lotman, en M. Cáceres, 1993: 95).

Es cierto que esta atención a los elementos marginales del sistema está ya presente en los formalistas rusos y muy especialmente en Shklovski y Tynianov. Pero ahora comienza a aparecer con otros perfiles. No se trata de algo previsto y calculado totalmente, al modo del salto de un caballo de ajedrez, aunque Lotman no puede renunciar a su interés por los procesos regulares. Pero los textos casuales (¿fortuitos?) tienen ya un papel importante: "actúan en calidad de `motores de arranque', aceleradores o retardadores de los procesos dinámicos de la cultura", aunque parece que más como catalizadores que como factores de génesis (Lotman, en M. Cáceres, 1993: 100). Nos encontramos en el momento en el que Lotman va a elaborar la noción de explosión cuyas verdaderas implicaciones no pudo desarrollar.

En uno de sus últimos trabajos, "Sobre la dinámica de la cultura", Lotman va a utilizar un conjunto de términos que vuelve a poner de relieve, como él mismo reconoce, la influencia de Prigogine. Pero nos da la impresión de que -al igual que nos ocurrió a nosotros mismos, al igual que suele ocurrir a cualquier investigador de humanidades o ciencias sociales que no tenga una sólida formación matemática y física- la capacidad de sugerencia de elementos muy dispersos no le permitió avanzar mucho más en esa dirección. Lotman utiliza la noción de bifurcación, de catástrofe. de complejidad, de entrelazamiento de simultaneidades: "Dentro de un enfoque teórico -afirma- podemos organizar los elementos de la semiótica cultural por su grado de complejidad en el proceso de evolución. Sin embargo, las estructuras semióticas realmente diferentes desde las más primitivas a las más complejas, coexisten de forma simultánea entrelazándose" (Lotman, en M. Cáceres, 1993: 100).

Si hemos conseguido trazar, de algún modo, los componentes mayores de la semiótica de la cultura y alguna de las claves de su evolución, se habrá comprendido que, en su primera fase, la semiótica lotmaniana resulta de una extensión dinámica de los elementos fundamentales del estructuralismo inmanentista, con alguno de los elementos de su metafísica. Considerada la cultura como un sistema de sistemas fue posible abordar fenómenos culturales desde las reglas fundamentales de su comportamiento interno. Pero no nos engañemos: los elementos teóricos encontraban una mayor aplicabilidad cuando los conjuntos culturales eran más cerrados y más estabilizados. Llegados a este momento, la preocupación por lo tipológico llevó también consigo el interés por la evolución de los sistemas culturales, e instaló claves de una mayor complejidad en la semiótica de la cultura. Es el momento al que se pueden aplicar las palabras de Greimas sobre cultura:

"Desde un punto de vista semiótico, cabe considerar el concepto de cultura como coextensivo del de universo semántico, relativo a una comunidad sociosemiótica dada. El proyecto de una semiótica de la cultura (el de J. Lotman, por ejemplo) está llamado, por consiguiente, a convocar el universo semántico -y, principalmente, sus dos componentes macrosemióticos que son la lengua natural y el mundo natural- y a tratarlo como una semiótica-objeto a fin de constituir una metasemiótica llamada `cultura'". Y añade: "Una tarea de este tipo parece exorbitante porque correspondería a la descripción del conjunto de las axiologías, de las ideologías y de las prácticas sociales significantes" (Greimas, 1979: 100).

Greimas frente a la imposibilidad de una tarea tan compleja prefiere limitarse a algo que caracteriza como más modesto cuantitativamente pero más ambicioso cualitativamente: "las descripciones de epistemes, consideradas como jerarquías de sistemas semióticos o como metasemióticas connotativas".

Llegados a este punto, habremos de convenir fundamentalmente tres principios: 1. Un sistema cultural -especialmente los sistemas culturales actuales- es una realidad dinámica de tal complejidad que parece irreductible a una descripción exhaustiva; 2. Como no podemos renunciar a la tarea de conocer `científicamente' los sistemas culturales, habremos de proceder necesariamente a reducciones, estableciendo desde nuestra posición de observadores un conjunto de principios axiológicos que privilegien unos elementos sobre otros; 3. Este proceso hace imposible que nuestra tarea descriptiva esté exenta de interpretación y de valoración.

Si la propia física reconoce que es imposible, en presencia de un observador y en un universo dinámico regido por el principio de entropía, ni siquiera determinar la existencia de materia en un lugar dado y en un momento dado, ¿cómo nos será posible a nosotros determinar con exactitud la existencia de valores y significaciones en un lugar y tiempo concretos? Hoy sabemos hasta qué punto el discurso histórico (historie) establece sus propias claves de acontecimientos pretéritos, y que la historicidad factual, bruta (geschichte) queda inaccesible.

No está mal partir de aquí: nuestro conocimiento de los procesos simbólicos ha de ser, siempre, por la misma naturaleza de ellos y de nuestros intrumentos cognitivos, inexacto y de-formante. Nos tendremos que conformar con plantear siempre hipótesis: en un texto determinado, leído desde unas determinadas condiciones, tienden a aparecer determinadas propensiones significativas, efectos de sentido. La mayor o menor eficacia de las hipótesis sólo se podrá validar pragmáticamente.

Hace algún tiempo que, en el ámbito comunicacional, en un territorio de convergencia de la antropología, la psicología, la sociología, etc. estos planteamientos han sido desarrollados con un cierto pormenor. Se trata del llamado `constructivismo radical'. Para algunos, constituye el embrión del paradigma epistemológico en formación. Y aunque en su formación embrionaria aún deja muchos perfiles por dibujar de lo que ha de ser el mapa futuro del conocimiento, es necesario atender a sus postulados fundamentales. Al menos, para que actúen como correctivo y como elemento de estímulo -como catalizador- de un cierto impase de la investigación semiótica. Brevemente caracterizamos sus ingredientes mayores y extraemos algunas conclusiones.


El constructivismo radical.

El constructivismo radical debe su nombre a la importancia que concede al hecho de que nuestras representaciones del mundo sean realmente construcciones. Construcciones mediadas biológica y socialmente, cuya relación con el mundo que supuestamente representan, según la teoría del conocimiento tradicional, es obviada, ya que nadie puede acceder a dicho mundo sino a través de otras representaciones. E. von Glasersfeld nos insiste que es en la relación saber-realidad en el que el constructivismo marca sus diferencias:

"Mientras la concepción tradicional de la teoría del conocimiento, así como de la psicología cognitiva, consideran esta relación siempre como un acuerdo o correspondencia gráfica (icónica), el constructivismo radical ve dicha relación como una adaptación o ajuste en el sentido funcional" (E. von Glasersfeld en Watzlawick, 1981: 22).

Es evidente que esta noción de ajuste, que debe mucho -aunque debidamente replanteado- al evolucionismo de Darwin sería extraordinariamente fecunda en el marco de la semiótica de la cultura.

Por otra parte, y en su instancia descriptiva, el constructivismo también replantea la relación entre el investigador y lo investigado:

"La comprensión de esa interdependencia de observador y mundo observado es el objetivo principal del llamado constructivismo radical, que así va más allá de la teoría de la relatividad de Einstein (según la cual las observaciones son relativas al punto de vista del observador) y el postulado de la relación borrosa de Heisenberg (según la cual la observación influye en lo observado" (P. Watzlawick-P. Krieg (eds.), 1991: 11).

Abundando en esta idea, Ernst von Glasersfeld nos dice en "Despedida de la objetividad" (en P. Watzlawick-P. Krieg (eds.), 1991: 19):

"La revolución que se ha puesto en movimiento en nuestro siglo es más profunda que la de Copérnico, que expulsó al hombre de su soñada situación e privilegio en el centro del universo. Después de Copernico pudimos seguir considerándonos la `coronación de la creación' y alimentar la creencia de que éramos los únicos capaces de conocer, por lo menos a grandes rasgos, la consistencia de la creación. El siglo XX ha hecho ilusoria esa creencia. Sea lo que fuere lo que entendemos por `conocimiento', ya no puede ser más la imagen o la representación de un mundo independiente del hombre que hace la experiencia. Heinz von Foerster lo ha dicho con ejemplar concisión: `La objetividad es la ilusión de que las observaciones pueden hacerse sin un observador'"

Un último apunte: la semiótica de la cultura mantiene aún abierta una brecha artificial que corresponde a un modelo superado del conocimiento: la dicotomía individuo vs. sociedad. La nueva sociología del conocimiento, sobre todo en la línea propuesta por Edgar Morin puede permitir que avancemos en una consideración más global de los dos polos:

"Si bien las condiciones socioculturales del conocimiento son totalmente diferentes de las condiciones biocerebrales, están ligadas formando un nudo gordiano: las sociedades existen, las culturas se forman, se conservan, se transmiten, se desarrollan sólo a través de las interaciones cerebrales/espirituales entre los individuos" (E. Morin, en P. Watzlawick - P. Krieg, 1991: 73).

Conocimiento, cultura y sociedad son elementos correlativos e indisociables. El universo de lo humano está constituido por dos complejos polilogiciales: uno biocerebral, otro sociocultural. Ambos se codeterminan. Y ambos utilizan de la dialógica de los dos principios de traducción -noción importantísima en el Lotman último-presentes en el cerebro humano: uno continuo (analógico) y otro discontinuo (digital, binario). Y, en cualquier caso, la cultura es co-productora de la realidad percibida y concebida por cada uno:

"El conocimiento intelectual se organiza en función de paradigmas que seleccionan, jerarquizan, rechazan las ideas y las informaciones, así como en función de las significaciones mitológicas y las proyecciones imaginarias. Así se produce la `construcción social de la realidad' (digamos mejor la co-construcción social de la realidad, porque la realidad se construye también a partir de los dispositivos cerebrales), donde lo real se substancializa y se disocia de lo irreal, donde se construye la visión del mundo, donde se concretiza la verdad, el error, la mentira" (E. Morin, en P. Watzlawick - P. Krieg, 1991: 80).

O, como afirma Dora Fried Schnitman (1994: 16),

"La sociología del conocimiento, las ciencias cognitivas, los modelos co-constructivistas y construccionistas en psicología y en educación ponen el énfasis en el hecho de que, participando en las matrices sociales (que incluyen a la ciencia y la cultura de que formamos parte), adquirimos formas de comprender y participar, metáforas y parámetros, ejes cognitivos y destrezas específicas".

La semiótica de la cultura, que tanto ha aportado para el mejor conocimiento de las condiciones significativas a partir de las que organizamos nuestra experiencia y construimos nuestro mundo desde los abiertos sistemas culturales sabrá, sin duda, reconocerse y/o redefinirse en esta nueva y decisiva bifurcación.


REFERENCIAS

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CAPRA, F. (1982): El punto crucial. Ciencia, sociedad y cultura naciente, Barcelona, Integral, 1985.

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LOTMAN, I.M. (1970): La estructura del texto artístico, Madrid, Istmo, 1978.

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LOTMAN, I.M. (1993): La cultura e l'esplosione. Prevedibilitá e imprevedibilità, Milano, Feltrinelli.

LOTMAN, I.M. (1994): Cercare la strada. Modelli della cultura, Venezia, Marsilio.

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VÁZQUEZ MEDEL, M.A. (1987b): "La semiosis estética en los textos literarios", en Discurso. Revista Internacional de Semiótica y Teoría Literaria, I, 1, pp. 113-123.

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