CARL GUSTAV JUNG - LOS COMPLEJOS Y EL INCONSCIENTE          Parte III

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4. La experiencia de las asociaciones

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En lo que precede, hemos pasado revista a los elementos necesarios para una orientación en el dominio de la conciencia. No hemos hablado hasta aquí del inconsciente más que por alusiones, pues, antes de abordarlo, nos es preciso despejar las vías de acceso a los espacios íntimos y oscuros y asegurarnos de que las sendas de penetración que habremos de seguir son transitables, al menos en su comienzo, y dignas de alguna confianza científica. A este efecto debo hablar de los métodos empleados y de sus nociones fundamentales.

Quisiera hablarles ante todo de las experiencias de asociaciones. Con ellas nos vamos a mover enteramente en el dominio de la psicología experimental, pero estas experiencias nos ponen en condiciones de estudiar hechos esenciales que iluminan de forma muy interesante y singular las funciones del inconsciente. Al principio, con estas experiencias, se perseguía objetos muy diferentes; se trataba de estudiar de forma experimental el mecanismo de las asociaciones; esto era bastante utópico, pues medios tan primitivos no podían ayudar mucho en un campo tan complicado como el de nuestras asociaciones. Pero, en la ciencia, es frecuente que investigaciones que no cumplen las esperanzas puestas en ellas abran, con gran sorpresa del investigador, nuevos e inesperados horizontes. El procedimiento de una experiencia semejante, adaptada al estudio de los complejos, es el siguiente: el experimentador dispone de una lista de palabras, llamadas palabras inductoras, que ha elegido al azar y que no deben tener entre sí ninguna relación de significación, condición indispensable para una experiencia de puras asociaciones. Debemos tomar palabras aisladas, carentes, repitámoslo, de toda relación significativa. He aquí un ejemplo: agua, círculo, silla, hierba, azul, cuchillo, ayudar, peso, preparado. Cuando se presenta una tras otra estas palabras a un sujeto, no emana de esta lista ninguna sugerencia (lo que no ocurre nunca cuando varias palabras constituyen un tema cualquiera). El experimentador invita al sujeto a reaccionar a cada palabra inductora lo más rápidamente posible, limitándose a pronunciar la primera palabra que le acuda a la mente. A la palabra «agua», lanzada, por así decirlo, por el experimentador, el sujeto responderá lo antes posible con la primera palabra que acuda a su mente, por ejemplo, «mojado» o «verde» o «H2O» o «lavar», etc. El experimentador mide el tiempo de reacción con un cronómetro que indica hasta los quintos de segundo. (Una precisión mayor sería superflua y casi inútil, siendo los errores inherentes a esta experiencia de un orden de magnitud muy superior a un quinto de segundo.) Se hace funcionar el cronómetro, por ejemplo, cada vez que se pronuncia la última sílaba de la palabra inductora y se para en cuanto el sujeto deja oír la primera sílaba de la palabra inducida. Se anota el tiempo transcurrido, al que se llama tiempo de reacción. Yo suelo experimentar con cincuenta reacciones o algunas más, pues un número demasiado grande sería perjudicial, a causa de la fatiga que produce. En general, se suele limitar las reacciones de cincuenta a cien .

Durante estas experiencias se observa que los tiempos de reacción son muy desiguales, tan pronto cortos como largos; se observa, también, que ciertas respuestas sufren perturbaciones: el sujeto olvida la recomendación inicial invitándole a responder con una sola palabra y responde con toda una frase, o bien, sin cuidarse del sentido de la palabra inductora, reacciona por una asociación tonal, lo que es también una ligera desviación respecto a las instrucciones previas. Se producen, asimismo, otros incidentes: al pronunciar el experimentador la palabra «agua», ocurre que el sujeto reaccione por «Agua: pues verde», lo que constituye, entre otras cosas, una repetición inesperada de la palabra inductora o bien, por: «Verde... ¡No, quería decir azul!»: el sujeto ha tenido un lapsus. O bien, que se eche a reír, que exclame o responda algo inadecuado, «sí» o «no», antes, por ejemplo, de la reacción requerida. O, incluso, que el sujeto no comprenda o comprenda mal la palabra inductora claramente pronunciada, o que reaccione con una palabra estereotipada, es decir, con una misma palabra inducida, indiferentemente a las diversas palabras inductoras. Ciertos sujetos, por ejemplo, reaccionan frecuentemente repitiendo la palabra: «bello». A todas estas perturbaciones, así como a los tiempos de reacción demasiado prolongados o a las ausencias de reacción, se les llama indicios de complejo. Se ha comprobado, en efecto, que las palabras inductoras que determinan una perturbación cualquiera de la reacción son aquellas que encuentran en el sujeto un contenido emocional, es decir, que despiertan un eco en la parte del alma representada por la zona amarilla del esquema 4, pág. 151, y que afectan de alguna forma a la esfera íntima tabú. Cuando una palabra inductora no interesa más que a la superficie de la conciencia, la reacción es normal y no se produce nada insólito pero cuando, por el contrario, ataca y atraviesa los diques protectores de la vida interior y penetra en la intimidad del yo, determina una perturbación de la reacción exterior, desencadenando en el interior del ser un automatismo para el que el individuo no está preparado, que capta su atención, le subyuga, en cierto modo, y le impide así cumplir las instrucciones dadas (9).

Asocio a la fase arriba descrita de la experiencia una segunda fase, que consiste en lo siguiente: tras haber registrado un cierto número de asociaciones, se vuelve a empezar la lista de palabras inductoras desde el principio, rogando al sujeto que repita la respuesta dada a cada una de ellas.

Se pregunta: ¿Qué respondió a la palabra «agua»? El sujeto se acuerda o no se acuerda, o incluso cree acordarse, pero da una respuesta diferente. Todo esto se anota. Las reacciones olvidadas constituyen reproducciones defectuosas. Se ha constatado que éstas son también indicios de complejo, con la misma razón que las otras perturbaciones que distinguen a las asociaciones que han rozado la esfera afectiva. Añadamos que la actitud, los gestos, las expresiones del sujeto, su risa, su tos, sus posibles balbuceos, proporcionan también indicaciones preciosas al experimentador entrenado. Pero transcribamos una de estas experiencias.

 

Palabra inductora

Tiempo de reacción

Indicios de complejo

Reproducción

Agua

Círculo

Silla

Nadar

Azul

Cuchillo

Ayudar

Peso

Preparado

4/5 de segundo

4/5

5/5

6/5

7/5

20/5

15/5

10/5

8/5

0

0

0

0

0

3

3

1

0

+ = exacto

+

+

+

+

- = falso

-

+

-

 

Si algo, por ejemplo, es muy Importante para mí, en el momento de ir a hacerlo comienzo por vacilar; probablemente han observado ustedes que cuando me plantean cuestiones delicadas no puedo responderles inmediatamente porque, siendo el tema importante, «tengo un tiempo largo de reacción»; mi memoria no me proporciona inmediatamente los materiales necesarios. Se trata de perturbaciones provocadas por complejos, que no son forzosamente personales, al constituir la cuestión planteada un asunto importante por sí mismo. Ahora bien, todo lo que tiene una tonalidad de sentimiento acusada es difícil de manejar, pues está en relación con reacciones psicológicas, con los latidos del corazón, el tono de los vasos, el estado intestinal, la respiración, la inervación de la piel, etc. Todo elemento que tiene una tensión elevada constituye, en cierto modo, bloque con el cuerpo, está como localizado en 61, hunde sus raíces en el, lo que le hace pesado, le confiere inercia y le sustrae a la movilidad de los hechos puramente espirituales . En cambio, un elemento que tiene poca tensión y poco valor emocional puede ser fácilmente desplazado, barrido, pues está como desprovisto de raíces y privado de adherencias con la persona en cuestión .

Constatamos aquí una serie de tiempos de reacción decreciente desde veinte quintos hasta ocho quintos de segundo. El tiempo de reacción medio y normal de este sujeto es de siete quintos de segundo. Con la palabra «cuchillo» aparece un tiempo de reacción prolongado que va decreciendo en el curso de las tres asociaciones siguientes: se llama a esto una perseveración y se establece la hipótesis de que la palabra «cuchillo» ha rozado la esfera afectiva del sujeto, lo que ha paralizado momentáneamente su atención. Los indicios de complejos revelan que el sujeto no logra reaccionar correctamente y que las reproducciones están también perturbadas (10).  ¿De qué puede tratarse en el caso de nuestro sujeto? ¿Qué significa el hecho de que la palabra «cuchillo» al ser oída desencadene semejantes reacciones? Las reacciones siguientes son de nuevo normales; un tiempo de reacción prolongado se produce otra vez ante la palabra «lanza».

 

Palabra inductora

Tiempo de reacción

Indicios de complejo

Reproducción

Lanza

12/5 de segundo

1

 

Siguen luego algunas asociaciones normales, y más adelante:

 

Palabra inductora

Tiempo de reacción

Indicios de complejo

Reproducción

Pegar

Árbol

9/5 de segundo

10/5

1

1

-

+

 

La palabra crítica es aquí «pegar», no apareciendo la perturbación más importante, sin embargo, sino más tarde. La conexión con la esfera afectiva no ha sido sentida claramente de forma inmediata; por así decirlo, la cuña no se ha hundido sino progresivamente y sólo ha determinado la perturbación principal en el curso de la reacción siguiente; luego, ésta ha cesado a su vez: es lo que se llama una perseveración relativa. Una tercera palabra ha determinado también una serie perturbada; es la palabra «puntiagudo», seguida de tres palabras indiferentes:

 

Palabra inductora

Tiempo de reacción

Indicios de complejo

Reproducción

Puntiagudo

15/5 de segundo

18/5

10/5

6/5

2

3

1

0

-

-

+

+

 

Hubo también varias reproducciones falsas; también aquí, el sujeto reaccionó antes de que el término crítico ejerciera su plena eficacia, que no estalló sino en la reacción siguiente .

El sujeto era un hombre de treinta y dos años, empleado en la época de la experiencia en una clínica, y se había prestado voluntariamente a la experiencia, le pregunté:

—¿Ha notado que, a veces, ha vacilado largo rato?

—¡No, he respondido siempre directamente!

—¿Está usted seguro de que no ha cometido errores de reproducción?

—Sí; todas mis reproducciones eran fieles .

—Y, aparte de eso, ¿ha notado usted algo especial?

—No; si no fuera así, se lo diría .

—¿Me permite hacer una reflexión? Usted ha debido de vivir hace tiempo una historia muy desagradable, probablemente una reyerta a cuchillo que sin duda, tuvo consecuencias enojosas .

¡El hombre casi se cae de la silla!

—¿Cómo lo sabe? Le pregunté si era cierto. Me respondió:

—¡Sí! Pero yo estaba a cien leguas de pensar en ello .

Había cumplido una condena de prisión en el extranjero a causa de una pelea a cuchillo en el curso de la cual había herido gravemente a su adversario. Era una mancha en su vida, y, naturalmente, se había cuidado de que ninguna de las personas con las que actualmente trataba se enterara de ella. En cuanto a él, se había esforzado por olvidar. Era todavía joven en la época del accidente, que se remontaba a unos diez años atrás. Ni por un instante había imaginado que me fuera posible encontrar el rastro de ello. Pero, compruébenlo ustedes mismos. Las palabras «cuchillo», «lanza», «pegar», «puntiagudo» producían en él como un sobresalto. Y esto permite esbozar un diagnóstico. Lo más interesante es que el sujeto mismo no había notado nada de sus vacilaciones; pues cada vez que una palabra inductora crítica hace blanco, la conciencia se siente inmediatamente fascinada; se vuelve hacia el interior y no percibe ya lo que pasa en el exterior. El sujeto, pues, no se da cuenta de que vacila. Es víctima de una ausencia que capta su atención por un instante, durante el cual el tiempo sigue transcurriendo. Luego vuelve en sí y reflexiona: «¿Qué ha dicho?», sin darse cuenta de que ha estado con el pensamiento en otra parte, arrastrado sin saberlo como por un torbellino en la complejidad de sus recuerdos y de sus imágenes interiores .

En ciertas ocasiones, con muchas menos asociaciones, se puede llegar a un resultado cierto. Un día me vi acorralado por un profesor de derecho que se interesaba por estas experiencias, pero sin creer apenas en ellas. Fui a verle provisto de mis útiles: lista de palabras inductoras y cronómetro. Era un señor de edad que al llegar a la decimoquinta asociación se cansó y me dijo:

—¿Qué es lo que usted pretende en realidad? ¿Qué puede salir de esto?

—Salen no pocas cosas que voy a decirle .

Las reacciones críticas habían sido:

 

Palabras inductoras

Palabras inducidas

dinero

poco

muerte

morir

besar

bello

corazón

palpitar

pagar

la semeuse (11)

 

Se trataba de un universitario que rondaba los setenta años y pensaba ya en su retiro. Me atreví a llegar a las siguientes conclusiones:

1. Mi hombre debía de tener dificultades económicas de cierto orden, pues a «dinero» asoció «poco», y ante «pagar» reaccionó violentamente.

2. Cuando se llega a esa edad, se piensa involuntariamente en la muerte; naturalmente, no se habla de ello, lo que no impide que el inconsciente lo confiese con indiscreción. A la palabra «muerte», el sujeto respondió «morir»: no abandona el tema, piensa en el tema y éste le domina .

3. «Besar», «bello». He aquí otra cosa: ¡es como un grito del corazón! En un viejo jurista, esto nos sorprende; pero, como se sabe, el amor florece a todas las edades. Por otra parte, recordemos que a una edad avanzada ciertos recuerdos sentimentales reaparecen con facilidad, recordándose con ternura el encanto de la vida de antaño. Alguna aventura erótica debía de haber acudido a su memoria; he relacionado con ello a «la semeuse», que servía de efigie en las monedas francesas. ¿Por qué no podía haber habido alguna francesa en su vida? Le dije: —Es evidente que usted tiene dificultades económicas; piensa en la muerte a causa de un ataque cardiaco; de vez en cuando tiene palpitaciones. Y, además, usted tiene dulces recuerdos que le han hecho evocar probablemente una aventura amorosa con una francesa .

Dio un puñetazo en la mesa: —¡Pero esto es magia negra!—exclamó—. ¿Cómo sabe usted eso? —¿Es cierto? —Sí, es cierto—. Corrió luego a la habitación de al lado y le dijo a su mujer—: Ven, tienes que someterte también a la experiencia—. Y luego—: No, mejor no, sin duda es preferible . Se pensará que mis conclusiones no carecían de audacia. Efectivamente. Pero debo confesar que durante esta experiencia no estaba ya en mis comienzos: había realizado un gran número de experiencias y el largo hábito había aguzado mi juicio .

PREGUNTA: «Las funciones conscientes de la vida interior, ¿están situadas en todos los seres en el mismo orden: recuerdos, contribuciones subjetivas, afectos e irrupciones?»

RESPUESTA: Se puede considerar arbitrario el orden que he asignado a estas funciones; se puede también invertir el orden descrito. En un sujeto dado son, quizá, las irrupciones las que deben figurar en primer lugar; en él, los recuerdos mismos pueden proceder por irrupciones; el sujeto está constantemente bajo el influjo de acontecimientos interiores; se trata, naturalmente, de un temperamento patológico o de una persona que se encuentra provisionalmente en un estadio de su existencia particularmente productivo, en el curso del cual el mundo interior desborda de vida. En general, habrá que atenerse al orden que he propuesto, pues no es habitual que las irrupciones que surgen del inconsciente se produzcan con frecuencia.

Cada cual, sin embargo, es libre de seguir su temperamento, su inclinación personal, y de clasificar y situar sus funciones según su propia experiencia; he propuesto esta clasificación porque la memoria es una facultad que, hasta un cierto punto, obedece a la voluntad; las contribuciones subjetivas también, pero en un grado menor, pues a veces no se puede impedir pensar o sentir cosas que nos reprochamos profundamente y que preferiríamos no sentir en nosotros. En cuanto a los afectos, están fuera del alcance de la voluntad; cuando se producen, en fin, irrupciones, se es víctima de un knock-out que nos hace morder el polvo y que nos sume en un estado momentáneamente confuso. La característica más auténtica de este espacio interior es que en él estamos reducidos a la pasividad; el sujeto no es ya actuante, sino que está condenado al papel de paciente. Así es, por lo menos, para nosotros, los occidentales, mientras que las culturas orientales, por su parte, han aspirado a crear un orden, una disciplina en este mundo interior. Hay que considerar también la intención que preside los esfuerzos de la psicología analítica de no dejar que reine la pura barbarie en este espacio interior, sino de edificar en él una disciplina llegando al conocimiento de los datos que contiene. No debemos confundir el espacio psíquico interior y consciente con el inconsciente. Tengo conciencia del recuerdo desagradable que me asalta, de la cólera que siento o de la inspiración luminosa que cruza por mi mente. El inconsciente no comienza hasta una capa más inferior, círculos centrales, esquema 4, . Los egipcios pintaban las estatuas de Osiris de azul para indicar que pertenecían al mundo subterráneo. Las cosas, allí, comienzan a ser diferentes, pero todavía no hemos hablado de ello .

PREGUNTA: ¿Hay un parentesco entre las contribuciones subjetivas de las funciones y las perturbaciones que los complejos determinan en las asociaciones?

RESPUESTA: Hay, efectivamente, un parentesco. En cuanto las contribuciones subjetivas comienzan a hacerse notar de forma desagradable, en cuanto por ejemplo uno se siente a disgusto—a causa tan sólo de algunos pensamientos o de algunos sentimientos percibidos en el fondo de uno mismo—, esta sensación de disgusto es ya una perturbación que revela un complejo. El mecanismo que actúa es el mismo que el que interviene en la perturbación de una asociación. Un ejemplo: ha muerto el tío de un amigo nuestro y tenemos que darle el pésame; ahora bien, sabemos que el amigo en cuestión, en el fondo, en un sentido, se siente muy feliz de la muerte de su tío, que le hace entrar en posesión de unos buenos ahorros; esta idea que subyace en nuestra mente va a ser responsable de nuestro lapsus, y, en lugar de darle el pésame le felicitamos (12). La contribución subjetiva, nuestro pensamiento subyacente, se ha abierto camino victoriosamente, lo que es debido, naturalmente, a un complejo; por ejemplo, a una identificación inconsciente con el feliz heredero.

En un caso semejante, las contribuciones subjetivas salen claramente a la luz. Otro ejemplo: cuando en el curso de una entrevista la conversación aborda una cuestión crítica para nuestro interlocutor, éste guiña los ojos, lo que quiere decir: «Echo el telón»: pasa por el escenario alguien que no quiere ser visto. Así, pues, existe naturalmente una multitud de imponderables, que son otros tantos indicios de nuestras reacciones secretas .

PREGUNTA: ¿Acaso las perturbaciones que aparecen en el curso de experiencias de asociación hechas con primitivos no son condicionadas, además de por los complejos, por las prohibiciones que emanan de los tabúes?

RESPUESTA: Yo no he hecho experiencias de asociaciones con los primitivos. No es nada sencillo experimentar con ellos. Fotografiarlos presenta ya dificultades, pues, para el primitivo, la imagen de un ser es su alma. Cuando hacemos una imagen de él y nos la llevamos con nosotros, lo que hacemos es raptarle una de sus almas y podría caer enfermo. Por eso, los primitivos no quieren dejarse fotografiar; y además por miedo a que la imagen caiga en manos de un hechicero, quien podría servirse de ella para sus maleficios y sustraerle otras almas al ser fotografiado, hasta que le sobrevenga la muerte.

De modo que las tentativas experimentales no son posibles más que con mission boys, los cuales, habiendo perdido su carácter natural, son, en general, poco recomendables para experiencias psicológicas. En ellos se encontraría sobre todo complejos europeos y abominables sentimientos de inferioridad debidos a su color. Si se llegara a hacer experiencias de asociaciones con primitivos que se hayan mantenido auténticos, se encontraría incontestablemente reticencias que estarían en general menos condicionadas por complejos personales que por prohibiciones colectivas emanadas de los tabúes. Se puede observar, por ejemplo, que cuando se habla de espíritus en presencia de los primitivos éstos tienen una reacción análoga a la de un ser civilizado en el que se hubiera descubierto un complejo o en presencia del cual se hubiera hecho una reflexión molesta (lo que, en el fondo, viene a ser lo mismo). Se constata exactamente los mismos síntomas, cosa que no debe extrañar, pues las turbaciones y los embarazos del civilizado frente a sus complejos son simplemente los residuos de antiguos tabúes .

 

2 (13)

Continuemos nuestras experiencias de asociaciones. Deseo citar ahora otros ejemplos que nos darán una impresión de conjunto de lo que son los complejos y que nos pondrán en camino hacia su teoría. Para empezar, veamos la lista de las palabras inductoras críticas: «rezar», «separar», «casarse », «disputar», «familia», «felicidad», «falso», «besar», «elegir», «contento»; estaban repartidas subrayémoslo—entre un gran número de palabras inductoras indiferentes y no formaban, por tanto, una serie sugestiva. Busquemos qué es lo que puede haber aquí. Yo conocía, antes de iniciar la experiencia, los siguientes detalles: mi cliente era una mujer casada de treinta años. Su marido la había llevado a mi consulta a causa de unas crisis exacerbadas de celos que le martirizaban, aunque saltara a la vista que el marido era un hombre bueno como un cordero, incapaz de la menor desviación. No obstante, ella tenía esos celos violentos, tan conocidos, cuyos accesos están desprovistos de fundamento. Estaba casada desde hacía tres años y era católica practicante; el marido era protestante, lo que, según ellos, no intervenía en absoluto. Es de señalar que ella era de una gazmoñería singular: por ejemplo, no se había desnudado jamás delante de su marido, sino siempre en una habitación contigua; su hermana también casada, había tenido un hijo el año anterior, pero de este hecho no se podía hablar en la conversación, pues aludía a una cosa inconveniente. Por lo demás, según decían, habían sido felices. Naturalmente, yo examiné a fondo primero a la mujer y luego le pregunté: —¿No es una fuente de dificultades el que usted sea católica y su marido protestante? —No, nos hemos puesto de acuerdo sobre esto. Para mi madre es muy importante que yo siga siendo católica y que mis hijos sean educados católicamente .

El marido, interrogado sobre la misma cuestión, me respondió: —Eso no cuenta para nada: yo no voy mucho al templo .

Le pregunté de nuevo: —¿Es usted desgraciada en su matrimonio? —En absoluto—dijo—, siento un gran amor por mi marido, y por eso estoy celosa. ¿De dónde puede provenir esto? ¿Será quizá porque yo tengo un temperamento apasionado? Comprendí que con una simple conversación no se podía sacar nada de la paciente, y le propuse, para acortar su suplicio, someterla a una pequeña experiencia .

Veamos el resultado del estudio con ella de las reacciones críticas. La palabra «rezar» había determinado perturbaciones sensibles. Lo que «rezar» podía implicar de desagradable acudió entonces a su mente. Tras algunas vacilaciones, confesó: «Naturalmente, el cura, en la confesión, siempre pincha un poco, y, de todas formas, no deja de ser desagradable que mi marido sea protestante; a pesar de todo, quizá sea nefasto que haya dos religiones en la familia.» La palabra «separar» le inspiró, asimismo, un comentario: ««A fin de cuentas, separar al matrimonio.» Ante «casarse», confesó, al ir emergiendo poco a poco el secreto de la historia, que los celos habían trastornado profundamente la vida matrimonial .

Ante «disputar», me entero de que tiene innumerables disputas con su marido y que la pareja está lejos de ser tan feliz corno ellos pretenden . Ante «familia», ella asocia: «Descomposición de la familia.» Ante «felicidad»: «No hay felicidad en el matrimonio.» Ante «falso»: «Es falso dejarse llevar por imaginaciones sobre otras personas...» —¿Otras personas? —Sobre otros hombres .

Ante «besar»: «Besar a otro hombre.» Ante «elegir»: «Se elige mal.» Ante «contento»: «Se está muy descontento.» Era la verdad. Resultó claro que ella tenía la cabeza llena de pensamientos eróticos en relación con otros hombres, mientras que su marido, estúpidamente, no le proporcionaba ni el menor pretexto que justificara el más pequeño reproche. No pudiendo confesarse semejantes pensamientos, tenía que hacer escenas para engañar, como si el culpable fuera él y no ella. De esta suerte, ella le martirizaba escandalosamente; no le amaba, en el fondo, sino que, por el contrario, le odiaba y pensaba desembarazarse de él .

Este ejemplo nos muestra la utilidad de semejante experiencia; cuando se tiene una simple conversación con una persona, ésta, a pesar de sus guiños de ojos, puede lograr engañarnos de medio a medio y a veces se la cree por completo. Pero cuando se practica esta experiencia y se tiene ante sí el resultado por escrito, uno sabe a qué atenerse .

He aquí un nuevo ejemplo, mucho más trágico. Se trata de una mujer de unos treinta y dos años. Tenía fortuna y vivía en el extranjero con sus dos hijos. Tres o cuatro meses antes de que yo la conociera había perdido al mayor, una niña de cuatro años que había muerto de fiebre tifoidea. Inmediatamente después de la muerte de su hija, apareció en ella un estado depresivo patológico que hizo necesario un tratamiento en una clínica. El motivo de su depresión parecía a los psiquiatras de una claridad evidente: su hija preferida le había sido arrebatada y este golpe había acabado con su equilibrio. Fue trasladada a mi servicio y tuve que ocuparme de su caso. Quise asegurarme de que no existían otros encadenamientos y la interrogué abundantemente. Me respondió con una claridad que su estado no había empañado: «La pérdida irreparable de esta niña me ha dejado inconsolable; yo era, además, muy feliz, y todo iba muy bien.» En su depresión no era discernible ningún otro motivo. No obstante, hice con ella una experiencia de asociaciones, la cual aclaró su patogenia. He aquí la lista de las palabras inductoras críticas que determinaron reacciones prolongadas: «Angel», «terco», «malo», «azul», «rojo» (seguida de una perseveración), «rico», «querido», «caer», «libre» (seguida de una perseveración), «casarse» (seguida de una perseveración que se extiende a las dos palabras siguientes indiferentes). No les voy a pedir que adivinen el significado de este jeroglífico. No podrían resolverlo, pues son necesarios detalles complementarios; yo tuve que preguntarle a la paciente qué evocaban en ella las palabras inductoras críticas, esperando de este modo ponerme en la pista de los complejos afectivos eventualmente responsables de su depresión .

«Ángel»—¿Qué acude a su mente cuando yo pronunció esta palabra?—le pregunté . Sus ojos se llenaron de lágrimas y la enferma respondió que pensaba en su niña muerta. La encadené aún más diciéndole que comprendía su turbación y que la compadecía en su dolor. Era una buena introducción para las palabras inductoras siguientes, que parecían aún más plenas de desazón y por las que no hubiera sido acertado comenzar.

 «Terco». Ella meditó largamente y al final dijo: «Quizá yo sea muy obstinada. ¿Por qué? Se es obstinado o no se es». No me paré más en ello, pero anoté para mí que quizá había allí algo por elucidar .

«Malo». Esta palabra suscitó la misma meditación que la precedente; fue visible que alcanzaba a su fondo, a lo más íntimo de ella, de forma indecible y que la hundía en un estado confuso. Allí se encontraba, ciertamente, el complejo patológico específico, responsable de su mal. Se trataba de algo que ella no conseguía ni captar, ni realizar, ni dominar. Los ingleses dicen algo parecido: I cannot cope with it, no puedo con ello, es superior a mis fuerzas. Es tan intenso, tan peligroso, tan pesado, que no se logra aprehender. Las cosas que adquieren y poseen en un ser tales pro- porciones le vuelven loco; lo que el yo no logra incorporarse es patógeno. El infortunado que tiene la desgracia de ser cogido en el engranaje de un conflicto semejante sin disponer de una cabeza firme, bien asentada sobre sus hombros, tiene las mayores probabilidades de ser víctima de una explosión, en sentido figurado, de su caja craneana. Lo anoté en mi ficha: debajo de esto hay algo grave .

«Azul». —«Sí, los ojos de mi niña eran azules; tenía ojos muy bonitos; desde que nació fueron la admiración de todos.» Luego, se envaró de pronto; yo lo percibí y anoté de nuevo: también aquí hay algo, pues su rostro había adquirido la expresión patológica que expresa la presencia de un elemento intangible que subyuga .

«Rico». —«No me viene nada a la mente; es una cuestión que puede serme indiferente, pues nosotros vivimos con desahogo. ¿Por qué me puede afectar? ¿Quién es tan rico, entonces? ¡Ah, sí, exacto, es el señor X!» —¿Qué relación tiene con usted? —Estuve enamorada de él. Pero ¿qué importa esto? Sí, ¿sabe usted?.. .

Yo anoté: aquí hay gato encerrado. Efectivamente, terminó por surgir un episodio: poco antes de la enfermedad de su hija, la paciente había recibido la visita de un señor, amigo de este rico señor X, quien, aprovechando una ausencia momentánea del marido, le dijo: «He visto recientemente al señor X, para el que fue un duro golpe enterarse de su matrimonio.» Esta reflexión había sido la chispa en el barril de pólvora. La enferma, siendo muchacha, había estado locamente enamorada de este señor X; ella procedía de una familia modesta, mientras que el señor X pertenecía a una gran familia. Se había dicho: un joven como él no tendrá ni una mirada para mí; no hay esperanzas y debo pensar en otro. A costa de un gran esfuerzo logró dominar y modificar sus sentimientos, y se casó con su actual marido. Al principio, todo fue bien. Ella fue muy feliz cuando nació el primer hijo, pero se produjo entonces un incidente de lo más penoso: apenas abrió la niña los ojos, su madre comprobó que no tenía ni los ojos de su marido ni los suyos, sino los del joven al que ella había amado. Se consoló con la idea de que Dios le había hecho el regalo de aquella hija con aquellos ojos, en recuerdo de su inmenso amor. Indudablemente, esta ambiciosa hipótesis le había sido necesaria para lograr encajar, superar, el golpe. Luego no volvió a oír hablar del señor X y la vida transcurrió tranquila y sin sobresaltos. Pero, un buen día, se produjo la visita de aquel amigo común, quien le reveló que aquel hombre también había estado enamorado de ella y que había lamentado saber que se casaba con otro. Desde ese momento, apareció en la enferma lo que siempre aparece en estos casos: una situación, una tensión afectiva, que puso a su ser consciente en estado de deficiencia, que le hizo perder pie, de suerte que, por el hecho de esta «disminución de su nivel mental» (Pierre Janet) ya no se dio plena- mente cuenta de lo que hacía. Sólo sabe que la niña, de pronto, cayó enferma .

La palabra siguiente era «costumbres»; ella reaccionó con «malas costumbres», queriendo decir, «costumbres inmorales». Luego volvió a la palabra «malo». Le pregunté: —¿Qué quiere usted decir? ¿Qué es lo que hay de inmoral y de malo? —No lo sé—respondió .

«Dinero». Esto evocó las posibilidades pasadas, ya entrevistas a propósito de la palabra «rico» .

«Querido». Pensó en su querida hija .

«Caer». Esta palabra le hizo pensar en sus imaginaciones eróticas respecto a su amor pasado .

«Casarse» evocó su matrimonio, un tanto artificial .

Sólo quedaban sin explicar las palabras «malo», «terco» e «inmoral». Volví a la palabra «malo» y le pregunté: —¿Qué hay en el fondo de esto? ¿Ha omitido usted contarme algo? ¿Cómo contrajo su hija la fiebre tifoidea? —Pues, verá: la bañé con agua normal .

La enferma había vivido en una población en la que había agua potable y agua no potable. Mientras bañaba a su hija en agua no potable—de lo que se dio cuenta cuando ya era tarde—la vio de pronto llevarse la esponja a la boca pero estaba tan obnubilada que ni pensó en impedirlo. Este accidente le hizo perder todo control; el hijo menor, de dos años y medio, se acercó a la bañera y quiso también beber agua; ella le dejó. ¿Por qué había hecho esto? No lo sabía. Vi que estaba anonadada y cerrada tanto a la realización mental como a la concepción del hecho cometido. Interrumpí el examen pues el tema se había hecho incluso para mí demasiado candente. Me vi de pronto enfrentado con un irremediable conflicto. Se trataba de una enferma de la que habían dado un diagnóstico de esquizofrenia pero que quizá se podía todavía salvar. Si no se hace nada, pensaba yo, saldrá del manicomio tras un tiempo más o menos largo, con un daño más o menos grave. El drama, no corregido, caerá en el olvido; será asociado simplemente al dominio del más allá y ella no sabrá jamás lo que ha hecho realmente. O bien, tengo que arriesgarme a hacer estallar todo el edificio diciéndole que ha asesinado a su hija y que quería matar también a su hijo para poder casarse con el señor X. Tal era la situación. Reflexioné sobre ella durante un día y una noche, y me dije: antes que dejar a la enferma hundirse con un daño irreparable en un manicomio, es preferible pinchar la pompa. De esta forma, tengo por lo menos una posibilidad de curarla. Sabía que podía ser curada pero que no era completamente seguro. Como médico, tenía que correr el riesgo. Al día siguiente visité a la enferma y le dije: «Tengo que comunicarle algo grave. Usted mató a su hija y quiso matar también al pequeño, el cual no resultó infectado por un milagro. Quería hacerlo para desembarazarse de sus hijos, romper el matrimonio y poder casarse con el otro». Me dirigió una mirada fija, lanzó un gran grito y estalló en sollozos. Pensé para mí: «Ya está...» Al poco, la enferma volvió en sí, se mostró razonable, y quince días después pudo ser liberada, ya curada. No tuvo ya dolencia mental alguna; durante los quince años en que continué teniendo noticias de ella se mantuvo siempre con buena salud. Este caso, sin embargo, tenía también un aspecto que interesaba a la justicia criminal; la paciente, como homicida, estaba incursa en una pena; su depresión mental había arreglado psicológicamente su caso; la alienación la había salvado de la cárcel, y el enorme peso con el que yo cargaba su conciencia la había salvado de la alienación, pues, aceptando el propio pecado, se puede vivir con él, mientras que su rechazo trae consigo incalculables consecuencias .

En el curso de una experiencia semejante, se pueden encontrar, pues, elementos de importancia vital que son excesivamente peligrosos. Es sorprendente la frecuencia con la que se descubre bajo una superficie inocente cosas en ignición. Mi experiencia me ha enseñado una gran prudencia, pues hay más seres de los que se cree que llevan en sí una psicosis latente. Numerosas psicosis duermen ya en el inconsciente; determinan en sus portadores, en la superficie, una apariencia exageradamente normal. Lo constataremos, por ejemplo, en que el sujeto en cuestión es un vegetariano convencido o un abstinente intransigente, o en que pertenece con exceso de celo a una asociación benefactora, o en que le gustan las acciones especialmente razonables, como para probar que todo lo que él hace entra en el campo de la absoluta razón. Este es también el motivo por el que tantos individuos portadores de psicosis latentes se convierten en alienistas, como para probar que son mucho menos locos que los enfermos a los que tratan. Sienten una gran satisfacción que les tranquiliza y pueden exclamar: «¡Señor, gracias por no haberme hecho como a ésos!» Esta actitud, a veces, salva una vida .

Esta experiencia implica ciertos complementos. Naturalmente, mientras no se pudo aportar la prueba material de que se trataba de manifestaciones afectivas, se dudó durante mucho tiempo de la exactitud experimental que permite, con toda la claridad requerida, descubrir los afectos. Me refiero al fenómeno psicogalvánico. Su principio es el siguiente: desde hace mucho tiempo se sabe que son las manifestaciones afectivas las que influyen principalmente sobre el sistema nervioso simpático, siendo éste el que preside, a su vez, el funcionamiento vegetativo del organismo. Los afectos, por sí mismos, hacen dilatar los vasos, actúan sobre el corazón, producen palpitaciones, hacen enrojecer o provocan vómitos, modifican los capilares sanguíneos de la superficie de la mano, el estado de secreción o de reposo de las glándulas de la piel, la posición de sus pelos, producen carne de gallina, etc. Es, pues, legítimo descubrir los afectos por modificaciones orgánicas de esta clase, que son fáciles de registrar con ayuda de un circuito eléctrico simple. En efecto, una corriente muy débil que atraviese el cuerpo —por ejemplo, entre las dos manos apoyadas en dos electrodos anchos—, encontrará, según el estado funcional, una resistencia más o menos grande; en estado normal, la resistencia experimentada, y por tanto la intensidad de la corriente, serán constantes; pero basta que sobrevenga un afecto para que los capilares de la piel se dilaten, las glándulas secreten y el contacto entre las manos y los electrodos mejore; por consiguiente, la resistencia disminuye y la intensidad de la corriente aumenta. Las variaciones de la intensidad de la corriente, convenientemente registradas durante una experiencia de asociaciones, atestiguarán oscilaciones de la resistencia electrocutánea, modulaciones que, en las condiciones de la experiencia, no pueden ser atribuidas más que a las reacciones afectivas del sujeto bajo el influjo de las palabras inductoras .

Se procede de la siguiente forma: se toma un elemento de pila que produzca una corriente de débil tensión—seis voltios—y se introduce en el circuito un galvanómetro de espejo que marca de forma muy sensible las modificaciones de la intensidad de la corriente, gracias a un imán suspendido que gira más o menos en función de dicha intensidad. El imán lleva un espejo sobre el que se proyecta un rayo luminoso, el cual, reflejado, se desplaza sobre una escala cuando el espejo gira. Se introducen también en el circuito dos electrodos de latón, una especie de medias esferas de un grosor tal que se les puede tener bien en la mano. El sujeto coloca encima sus manos, que son cubiertas con saquitos de arena de un peso suficiente para neutralizar los movimientos musculares involuntarios. Un dispositivo registrador permite referir a una misma curva el instante en que es pronunciada la palabra inductora, el instante de la reacción y las desviaciones del rayo luminoso, que marcan las variaciones de la intensidad de la corriente. Se comprueba que las palabras inductoras indiferentes no provocan variaciones, mientras que, por el contrario, las palabras inductoras críticas, que suscitan un tiempo de reacción prolongado, determinan, tras una corta latencia, una amplificación de la intensidad; luego se pronuncia la palabra inductora siguiente, etc. Se obtiene así una curva que añade a los indicios de complejo, de los que hablamos anteriormente, la prueba tangible de las repercusiones orgánicas engendradas por los afectos subjetivos .

Se puede completar todavía este dispositivo con la ayuda de un pneumógrafo, gracias al cual se registra el ritmo y la amplitud respiratorios. Se podrá, pues, establecer al mismo tiempo una curva de la respiración que nos revelará un fenómeno singular: durante la actividad de un complejo excitado por una palabra inductora, se constata, en efecto, una restricción de la respiración, que vuelve luego, poco a poco, a su nivel normal. En el momento crítico, el volumen respiratorio disminuye y la respiración se hace entrecortada; no se respira ya sino la mitad, y el sujeto—si se llama su atención sobre ello—se sentirá oprimido. En la vida corriente, tales síntomas apenas se perciben, a no ser en la voz tensa de las personas que se debaten en una situación muy afectiva. Pues bien: imaginémonos este estado prolongado durante algunos días. El complejo existe en estado latente, acompañado por la tensión que engendra; la respiración se hace, pues, superficial; ello provoca una aireación insuficiente de los pulmones; de aquí derivan numerosas tuberculosis y ello explica la presencia de tantos neuróticos en Davos y en los sanatorios. En el curso de esta experiencia, se pone, pues, de relieve una observación que se puede también hacer corrientemente: si hablamos con un sujeto acomplejado de esta clase y nos fijamos en su respiración, veremos que ésta es imperceptible, y que, de vez en cuando, es interrumpida por un suspiro. Si le preguntamos por qué suspira, responderá: «No lo sé: suspiro.» Son seres cuya respiración está crónicamente disminuida por la acción de un complejo.

Estos fenómenos se producen regularmente, sea consciente o no el complejo. Así, el fenómeno psicogalvánico, completado por el pneumógrafo, prueba de forma innegable la exactitud de nuestra hipótesis, es decir, que nuestros complejos constituyen magnitudes afectivas.

Citemos aún una aplicación de la experiencia de asociaciones que revela condicionamientos psíquicos singulares en un dominio hasta aquí abandonado a lo arbitrario. La interdependencia psíquica intrafamiliar de la que les voy a hablar es, como sin duda saben, una idea original que deriva de lo que se ha llamado la participación mística, expresión extraña que se debería sustituir, para ser exactos, por participación inconsciente. Es Lévy-Bruhl quien ha formulado la noción de «participación mística», noción que él sólo empleaba a propósito de los primitivos para expresar el hecho sorprendente de que éstos experimentan relaciones que escapan a la razón lógica. He aquí un ejemplo: en América del Sur, los indios de una cierta tribu pretenden que son guacamayos rojos, es decir, una especie de grandes loros. Cuando se les replica que no es posible, que no tienen ni alas ni plumas, que no pueden volar, que tienen demasiado tamaño, ellos responden: «Eso es un puro azar; naturalmente, los guacamayos son pájaros, pero ellos son nosotros y nosotros somos ellos. Nosotros somos también guacamayos rojos, pero no tenemos plumas». Carentes de una mentalidad prelógica, no logramos comprender semejantes palabras. Nos parecerían de una lógica perfecta si, como los primitivos, tuviéramos los presupuestos de una psique proyectada. Pero no ocurre así: nosotros no imaginamos que los animales nos imitan o que se divierten en el interior de nuestra psique, y que pueden, aunque sea de otro modo, hablar o adivinar nuestros pensamientos. Sin embargo, esto constituye para el primitivo un dato que se apoya en sus propias experiencias, tan singulares para nosotros pero tan abundantes en su mundo. Los primitivos identifican entre sí a las cosas más alejadas y más dispares, pretendiendo que no son sino una; por ejemplo, que cierta planta mágica es idéntica al maíz y al ciervo. Para ellos, no hay entre estas tres cosas ninguna diferencia esencial. ¿Cómo es posible esto? No entra en nuestro pensamiento y se opone a nuestro principio de identidad. Ahí está, precisamente, la participación mística al nivel primitivo. Nosotros no la comprendemos mejor que ciertas expresiones que ellos emplean tales como: «Mi hijo es yo», o que ciertas escenas semejantes a aquella en la que un negro viejo, encolerizado contra su hijo que no le obedece, exclama: «¡Está ahí quieto, con mi cuerpo, y no hace lo que yo quiero!» ¡Su hijo es él! La mujer que le ha dado un hijo le ha vuelto a traer al mundo y le ha hecho nacer de nuevo. El hombre que no tiene hijo es mortal, y el que tiene un hijo es inmortal, pues el hijo es el padre. Esta idea de la identidad absoluta no tiene entre nosotros el sabor de lo real; está reducida a una vida oculta .

Pero volvamos a la cuestión de la psicología familiar. Puede ser estudiada, además de por el método analítico, de forma experimental. Nosotros lo hemos hecho efectuando innumerables experiencias de asociaciones en familias de humilde nivel social, en las que las reacciones verbales no están adiestradas, no están tan pulidas por el uso como en los medios cultos. Hemos sometido los materiales así reunidos a un examen profundo. La experiencia de asociaciones en este nuevo orden de investigaciones no puede ya ser empleada tal como la he descrito más arriba. Aquí es preciso aplicar otros puntos de vista anteriormente despreciados, siendo ahora lo principal lo que el sujeto responde. Ante la palabra «agua», uno reaccionará con «verde», otro con «lluvia», un tercero con «flor» y un cuarto con «H2O», etc. En los estudios familiares, nos hemos atenido al contenido y a la naturaleza de estas respuestas, cuyo examen sistemático proporciona hechos de un alto interés.

Con vistas a este estudio, hemos tenido que proceder a una clasificación de las reacciones por categorías, constituyendo cada categoría una unidad susceptible de permitir comparaciones y medidas. Hemos repartido las asociaciones en quince categorías o grupos lógicos y verbales. Esta distribución es puramente empírica; lo subrayo expresamente, pues lo que sigue de nuestra exposición sería incomprensible si no se tiene en cuenta. He aquí, enumerados con ejemplos de asociaciones correspondientes, los quince grupos en cuestión:

1. Asociaciones como «libertad»-«voluntad», «ir»- «subir», son coordinaciones, constituyendo la respuesta un término naturalmente próximo a la palabra inductora en la mente del sujeto .

2. Otras asociaciones, como «pueblo»-«casa», «azul»-«color», «pintar»-«arte», son subordinaciones o superordinaciones .

3. Asociaciones como «blanco»-«negro», «redondo»-«cuadrado», soncontrastes .

4. Asociaciones como «invierno»-«maravilloso», «pasearse»-«aburrido», son atributos de valor, predicados sentimentales. Hay sujetos que reaccionan preferentemente según esta última forma, sobre todo mujeres .

5. Reacciones como «agua»-«verde», «cabeza»-«redonda», etc., son predicados simples, predicados objetivos .

6. Asociaciones como «cuchillo»-«cortar», «rosa»-«florecer», son asociaciones de actividad .

7. Asociaciones como «caliente»-» verano», «sueño»-«noche», «oscuro»- «cueva», pueden ser incluidas en un grupo caracterizado por la designación del lugar, del momento, del medio .

8. Asociaciones como «silla»-«utensilio», «martillo»-«instrumento», son definiciones; aparecen frecuentemente en sujetos (a los que contribuyen a caracterizar) portadores de un complejo llamado «de inteligencia», es decir, en los sujetos que en el fondo de sí mismos dudan que posean la inteligencia que pretenden tener. En cierto modo, y sin darse cuenta, tratan de probarle al experimentador, cuya convicción les tranquilizará, sus cualidades intelectuales. Estas respuestas «por definición» no son únicamente propias de sujetos poco inteligentes; pueden también expresar en otros un sentimiento de inferioridad, como lo tienen algunas personas a propósito de su instrucción .

9. Asociaciones como «mesa»-«silla», «mano»-«pie», son coexistencias .

10. Asociaciones como «ir»-«ir a pie», «estancia»-«habitación», son identidades .

11. Asociaciones como «caballo»-«caballos», «libre»-«libertad», son asociaciones verbales motrices .

12. Asociaciones como «compra»-«poder de compra», «mantel»-«mantel de mesa», son expresiones compuestas .

13. Asociaciones como «vida»-«vivaz», «bello»-«belleza», «blanco»-«blanco de España», son prolongaciones complementarias de las palabras .

14. Asociaciones como «ojo»-«ajo», «cantar»-«contar», son asociaciones tonales .

15. Este grupo, en fin, es el de las respuestas defectuosas o las ausencias de respuesta, lo que se produce algunas veces .

Hemos estudiado así un gran número de familias, haciendo experiencias de asociaciones con todos sus miembros y repartiendo los materiales reunidos según las citadas categorías. Si se lleva las categorías a las abscisas y el porcentaje de respuestas que supone cada una de ellas a las ordenadas, se puede tener en un mismo esquema, superpuestas unas a otras, las curvas relativas a las respuestas de los diferentes miembros, curvas de las que se deducirá fácilmente un tipo familiar .

En un caso particularmente interesante se constató no sólo el mismo aspecto exterior, sino también la identidad del 30 por 100 de las reacciones. No es, pues, exagerado decir que en este caso el 30 por 100 de los procesos mentales de los diferentes miembros de la familia eran idénticos. Es un buen ejemplo de «participación mística», que muestra claramente que ésta se da también entre nosotros con plena realidad. No es, por tanto, simplemente una hipótesis, confirmada por algunas excepciones, el hablar de los lazos enormes que existen entre los miembros de una misma familia, es un hecho de alcance y de valor muy generales. Estos lazos no son necesariamente de naturaleza emocional. Hemos estudiado una familia en la que uno de los miembros era un enfermo mental que padecía manía persecutoria. Establecimos el tipo familiar y también cuáles eran los miembros de la familia que representaban este tipo con mayor nitidez. Esto nos demostró que el enfermo mental es siempre—otros estudios lo han venido a confirmar—el miembro de la familia que mejor encarna el tipo familiar y que su demencia persecutoria está dirigida principalmente contra los miembros de su familia que representan, junto con él, ese mismo tipo más claramente. Estos enfermos llevan siempre, por así decirlo, a su familia consigo; y es por esta razón por lo que sienten hacia ella tales resistencias. La mayoría de las veces se trata en estos casos menos de lazos afectivos que de adaptaciones, influencias, costumbres, resultantes de mecanismos íntimos que son como surcos marcados de una vez para siempre y de los cuales el sujeto no logra ya salirse. Se reacciona y se comprende perpetuamente de la misma forma; indefectiblemente se crea en torno a sí la misma atmósfera que la que ha reinado en la casa familiar. Como vemos, estas conclusiones de la psicología no son puras fantasías; son hechos importantes. Atengámonos ahora a la cuestión de la intensidad del parentesco.

La diferencia media entre dos hombres no parientes es de 5,9. Es una diferencia relativamente pequeña; pero explica esta diferencia tan mínima el que hablemos la misma lengua y vivamos en el mismo lugar, en el mismo mundo. Entre mujeres no parientes la diferencia es de 6. Con sujetos cultos, las diferencias son aún menores; pues es un hecho que las personas cultas utilizan el lenguaje como virtuosos, más para disimular que para expresar sus pensamientos. Entre los parientes varones, la diferencia es de 4,1; entre los parientes femeninos, de 3,8. Nos encontramos aquí palpablemente con el hecho de que los seres parientes se parecen entre sí más desde el punto de vista psicológico que los seres no parientes. Los parientes femeninos son entre sí todavía más semejantes que los parientes varones entre sí. Esto deriva del hecho de que los hombres se alejan relativamente pronto de la familia y se singularizan; la mujer permanece más tiempo en el hogar paterno, a causa ya de su temperamento y de su naturaleza, y perpetúa así el carácter familiar con una fidelidad mucho más grande. El padre y los hijos tienen una diferencia de 4,2, más o menos la misma que existe entre hombres unidos por el simple parentesco. Entre la madre y los hijos esta diferencia media sólo es de 3,5. Esto es debido a que las relaciones entre los hijos y la madre son mucho más estrechas que entre los hijos y el padre, pues los hijos viven, sobre todo, en compañía de su madre. Entre el padre y los hijos varones la diferencia es de 3,1; entre el padre y las hijas, de 4,9 .

El íntimo acercamiento de los hijos y el padre es un hecho primordial: al hijo se le ha considerado siempre como una reencarnación del padre, lo que expresa ese acercamiento con la mayor pertinencia. Entre la madre y los hijos varones la diferencia, de 4,7, es relativamente acusada. Entre la madre y las hijas es de 3, lo que constituye la diferencia más pequeña constatada; las hijas son una repetición de su madre. Los hermanos tienen entre sí una diferencia de 4,7, y las hermanas entre sí de 5,1, lo que parece derivar del individualismo natural y pronunciado que caracteriza a las hijas, «y también de la influencia del matrimonio, que parece turbar el tipo de reacción (en la medida en que el marido pertenece él mismo a un tipo diferente) » (14) ; pues las hermanas entre sí, mientras no están casadas, sólo tienen una diferencia de 3,8; los hermanos entre sí, de 4,8. («La diferencia entre los hermanos no parece, pues, que sea sensiblemente influenciada por el matrimonio».) Los esposos entre sí presentan una diferencia media de 4,7, que es, aproximadamente, la diferencia que existe entre el padre y las hijas o entre la madre y los hijos .

Esta experiencia puede ser empleada con fines judiciales. Se utiliza de forma inversa en las investigaciones criminales, empleando una lista de palabras inductoras a las que se ha mezclado ciertas palabras críticas en relación con los hechos a investigar. [Alguien ajeno a los detalles del crimen no verá nada de particular en las palabras inductoras que los evocan, mientras que el autor del crimen las sentirá en relación con el acto que ha cometido y las proveerá de indudables indicios de complejo.] Un día, en Zurich, fui invitado a intentar una experiencia de este orden; pusieron para ello a mi disposición a cuatro sujetos y me dejaron elegir un episodio adecuado que haría las veces de «crimen». Arranqué de un libro una página que contenía una ilustración que representaba a un pintor sentado en el campo; detrás de él había un campanario; delante, una vaca, a la que pintaba. Escribí en esta ilustración los términos que designaban los objetos más característicos: esto es un pintor, un campanario, una vaca, etc., y luego envié la ilustración al profesor de Derecho que había organizado la prueba, rogándole que la mostrara a uno de los cuatro estudiantes que me servían de sujetos; éste debía fijarla en su memoria, mientras que los otros, naturalmente, no debían saber nada de ella.

Mi tarea consistía en descubrir entre los cuatro estudiantes, que me eran totalmente desconocidos, al que conocía la ilustración. Quiero subrayar, sin embargo, que la ilustración era para el sujeto en cuestión un débil estimulante; no constituía un complejo: el sujeto podía decirse a sí mismo que aquello no le importaba, pues la única emoción que podía sentir emanaba del deseo de no dejarse descubrir. Tuve que examinar a mis sujetos en presencia de una asamblea; procedí a una experiencia de asociaciones con el primero.

Este se quiso hacer el tonto, fingiendo que estaba al corriente, cuando en realidad ignoraba de qué se trataba y dejó pasar las palabras inductoras críticas sin ninguna reacción especial. El segundo estaba muy amable y tranquilo, pero reaccionó inmediatamente a cada una de las palabras críticas: «¡Este es el culpable!», exclamé. ¡Y era él! De este modo se puede, en ciertos casos, señalar al autor de un crimen. Proporcionar la prueba de su culpabilidad es, naturalmente, harina de otro costal, pero a veces se puede aportar de esta manera un indicio que es casi una prueba. Yo he esclarecido por este procedimiento algunos casos reales . Hay casos en que los complejos influyen sobre el lenguaje en alto grado; se constata que ciertas palabras inductoras determinan manifestaciones singulares, idénticas a lo que se llama en filosofía y en lingüística aglutinaciones.

Se dice que hay aglutinación cuando, conteniendo la palabra principal de una frase, por ejemplo, una «U», todas las demás palabras dé la frase son elegidas de modo que contienen igualmente una «U»; el caso es frecuente en las lenguas negras. Cuando expresamos, por ejemplo, la idea: «un país de luz», poniendo el acento en «luz», los negros dirían en su lenguaje algo parecido a «un paús du luz». Todas las palabras secundarias adoptan la vocal de la palabra principal. No ocurre así ya en las lenguas evolucionadas (todavía se encuentra huellas de esto, sin embargo, en turco y en húngaro); no obstante, cuando se expresa un afecto en estas lenguas, la palabra que lo formula con más fuerza tiene aún tendencia a repetirse como una rima. El caso ideal sería el de alguien que al gritar «¡Ay!» repitiera: «¡Ay, ay, ay!» Este es, sin duda, el origen de la rima. Todas las exclamaciones con potencial emocional poseen esta tendencia a la repetición, a la atracción de otros elementos y a la aglutinación.

Cuando se está de humor patético, cuando se habla de forma emocional y afectiva, se tiene tendencia a expresarse por aliteración; tal es el origen de la oratoria y del verso. Cuando se está bajo el influjo de un afecto, se tiene marcada una tendencia a expresarse en verso. Estos datos son muy interesantes y se relacionan con el hecho de que los afectos en el primitivo son inmediatamente ocasión de movimientos rítmicos; el dolor, por ejemplo, es expresado por una elevación rítmica de los brazos. Las manifestaciones afectivas rítmicas en los primitivos, en los negros en particular, adoptan en seguida el carácter de la danza. Entre ellos nace espontáneamente una danza en cuanto ocurre algo que actúa sobre sus afectos. He tenido ocasión de comprobarlo una vez de una manera magnífica. Era la segunda noche que pasábamos en la selva; estábamos sentados en torno al fuego; cerca había un espacio libre, luego venía la hierba del elefante y un poco más allá se perfilaban los árboles sombríos de la selva virgen. Se percibía una multitud de rumores y gritos cuya procedencia no lográbamos averiguar. Fumábamos tranquilamente nuestra pipa y nos complacíamos de nuestra nueva vida de exploradores. De pronto estalló un gran tumulto, una mezcla ridícula de gritos, de silbidos y de murmullos. Nos preguntábamos qué era lo que pasaba cuando el cocinero salió precipitadamente de su choza, gritando que habían penetrado en su antro. Descubrimos entonces un rebaño de hienas; nos precipitamos sobre nuestros fusiles e hicimos fuego rápidamente; pensábamos que habíamos hecho correr ríos de sangre. Al día siguiente por la mañana, sin embargo, no encontramos ni una gota: con la emoción habíamos errado nuestros blancos. Este incidente, como es natural, había excitado mucho a nuestros boys. El que las hienas hubieran penetrado en la choza del cocinero les había alterado tanto que al día siguiente tuvieron que danzar el asesinato del cocinero por las hienas: uno representó al cocinero durmiendo junto al fuego, otro fue una hiena que saltó bruscamente sobre el durmiente y lo estranguló en medio de grandes gritos. Esto fue repetido unas veinte o treinta veces, y los otros boys expresaban una satisfacción evidente ante aquel espectáculo que verdaderamente valía la pena contemplar. Durante dos días no hicieron otra cosa que danzar así. Las emociones de los primitivos son «resumidas» en forma de danzas y de cantos .

He asistido a espectáculos análogos a nuestra llegada a ciertos poblados. Nuestra entrada era anunciada, en todas las ocasiones, por cantos acompañados con una cítara de tres cuerdas: «Tres grandes hombres blancos han venido a nosotros, tienen cigarrillos y cerillas y nos los darán. Es- tamos muy contentos de que hayan venido entre nosotros, etc.» Nuestra llegada también tenía que ser «resumida» en esta forma .

PREGUNTA: Los métodos de asociación, de los que usted nos ha hablado, ¿son todavía utilizados en la práctica o no tienen ya más que un valor histórico?

RESPUESTA: No son empleados ya sino por principiantes del análisis, que carecen de seguridad. Se les utiliza también en la enseñanza, pues constituyen un método incomparable para mostrar la eficacia viva de los complejos. Personalmente no los empleo ya en la práctica; gracias a ellos he adquirido suficiente experiencia para no tener necesidad de quintos de segundo con objeto de constatar ciertas vacilaciones o ciertos trastornos que percibo directamente. Mas para un propósito didáctico el método de las asociaciones conserva todavía su primer valor. Es extremadamente fructífero cuando se trata de establecer la comprensión de los mecanismos psíquicos sobre una base sólida .

 

3 (15)

Ocupémonos ahora de la utilización teórica de las experiencias de asociaciones. Estas experiencias conducen a conclusiones que son de una importancia extrema para el desarrollo ulterior de las nociones fundamentales. Gracias a ellas nos podemos hacer ya una idea de los rasgos esenciales que caracterizan a las neurosis y al modo de acción del inconsciente. El complejo, como hemos visto, es un contenido psíquico de tonalidad afectiva que puede ser bien inconsciente, bien consciente en grados diversos, al ser ciertas palabras inductoras atraídas, captadas por un complejo sin que se sepa claramente de qué manera forman parte de él: sus relaciones con el complejo son relaciones llamadas simbólicas. Sería preferible decir: aluden al complejo, son una alegoría verbal que lo sugiere. Así recordemos el caso del sujeto que participó en una riña a navaja; es poco probable que la palabra «puntiagudo» haya sido una parte integrante de su complejo, el cual, sin embargo, ha sido alcanzado por esta alusión periférica. Si yo hubiera registrado con este mismo sujeto las reacciones determinadas por cien nuevas palabras inductoras, es seguro que, entre éstas, un cierto número habrían alcanzado otra vez su punto débil.

Sucede en estas experiencias como en la vida corriente, en la que nos complacemos a veces en alusiones que, aun siendo indirectas, no por ello dejan de alcanzar el secreto, y en las que empleamos una multitud de expresiones llamadas erróneamente simbólicas y que son propiamente alegóricas; así, por ejemplo, los eufemismos que traducen, sin referirse a ella en apariencia, la idea de robar: «Meterse en el bolsillo», «limpiar», «birlar», etc .

Hay numerosas figuras verbales que han pasado a la condición de proverbios, que aluden así a actividades emocionales de las que se prefiere no hablar directamente. El argot, la jerga, el lenguaje de todos los días, tienen, en este sentido, una imaginación inagotable y forjan sin cesar innumerables perífrasis que constituyen alusiones más o menos directas a complejos. Un complejo, en efecto, a causa de su potencial afectivo, es como una sopa demasiado caliente que no se puede llevar a los labios; nos contentamos con rodearle con palabras, aislándole como podemos, y con hacer alusión a él. Es igualmente esto lo que ocurre en el lenguaje religioso, en particular en cuanto se trata de objetos esotéricos; se les elige designaciones indirectas. Por ejemplo, era usual durante los siglos I y II, después de Jesucristo, no llamar a Cristo directamente por su nombre; se decía simplemente: «el Pez». Los otros secretos de la religión, que se convirtieron más tarde en los sacramentos, tampoco eran entonces designados más que de forma alegórica como misterios, de suerte que el profano no podía, es decir, no debía, comprenderlos. Constituían todavía en esta época contenidos religiosos muy candentes, en particular por el hecho de que eran de lo más peligrosos. Encontramos así todos los sobrenombres posibles e imaginables para las cosas que se quiere disimular. Las designaciones indirectas y alusivas, hechas sólo de asociaciones mediatas, no son, pues, propiamente hablando, símbolos. Para comprenderla bien hay que situar de nuevo a la experiencia de asociaciones en esta fenomenología general del espíritu humano, pues las relaciones mediatas con los complejos muestran la curiosa actividad de éstos. Un complejo, en efecto, es como una especie de imán, un centro cargado de energía atractiva que se anexiona todo lo que se encuentra a su alcance, incluso cosas indiferentes. Cuando, por ejemplo, hemos vivido un episodio notable, conservamos en la memoria ciertos detalles de la localidad, de los olores, etc., que quizá son en sí perfectamente ajenos e indiferentes al sentido del complejo. No por ello dejan de ser englobados por el complejo en la esfera tabú; son también marcados por el signo del tabú y, convocados oportunamente, pueden actuar como estimulantes condicionales del complejo. Por esta razón se dice que el complejo ejerce un efecto atrayente y asimilador. Quienquiera que se encuentre bajo el influjo de un complejo predominante asimila, comprende y concibe los datos nuevos que surgen en su vida en el sentido de este complejo, al que quedan sometidos: en resumen, el sujeto vive momentáneamente en función de su complejo, como si viviera un inmutable prejuicio original .

Los complejos—nuestras experiencias lo muestran claramente—gozan de una autonomía acentuada, es decir, son entidades psíquicas que van y vienen según su capricho; su aparición y su desaparición escapan a nuestra voluntad. Son semejantes a seres independientes que llevasen en el interior de nuestra psique una especie de vida parasitaria. El complejo hace irrupción en la ordenación del yo y permanece allí por su conveniencia; experimentamos las mayores dificultades para desembarazarnos de él. Además, como acabamos de decir, un complejo, en cuanto se manifiesta de forma sensible, altera nuestra conciencia: nos obliga a asimilar, a comprender, quiero decir, a cometer malentendidos, en función de su tonalidad propia; turba nuestra memoria: las respuestas influenciadas por complejos no dejan recuerdos fieles o son olvidadas; el valor de nuestro testimonio se ve comprometido por la acción de los complejos hasta el punto de que éstos nos empujan incluso a mentir sin darnos cuenta, a contradecirnos; pues cuando un complejo reina en nosotros, ya no somos del todo nosotros mismos. La experiencia de asociaciones prueba elocuentemente todo esto .

 

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No podemos con él; el complejo constituye, por así decirlo, una entidad psíquica separada, sustraída en medida más o menos grande al control jerarquizante de la conciencia del yo. De aquí el hecho singular de que los complejos pueden ser provisionalmente conscientes, para desaparecer y hundirse luego eventualmente en el inconsciente, desde nos mantienen bajo su férula, sin que notemos siquiera que sufrimos su influencia; pues cada vez que un complejo manifiesta su presencia desplegando actividad, provoca en la conciencia un efecto típico, representado por el esquema 5. Supongamos que la conciencia tenga determinada fuerza, determinada atención, y que la línea horizontal AA' represente su nivel en el estado de vigilia. Si existe un complejo y comienza a activarse, entra, por así decirlo, procediendo de abajo, en el nivel de la conciencia, según la curva BB . La conciencia, al mismo tiempo, ve ceder su nivel; se constata un «descenso del nivel mental», es decir, una disminución de la intensidad de la conciencia, según la curva AP. Si esto, como lo representa nuestro esquema, se produce de forma intensa hasta un estado en que el complejo ejerce un dominio total sobre el sujeto, la conciencia, durante este lapso de tiempo, se encuentra suspensa, se hace subliminal, recubierta como está por el complejo; es entonces como si no se dispusiera ya de ninguna conciencia normal y como si no existiera más que el afecto. Constatamos, pues, una especie de compensación dinámica entre el complejo y la conciencia. No vemos sólo al complejo erigirse hasta el nivel de la conciencia o superarla; al mismo tiempo asistimos a un abatimiento de la conciencia, que se vuelve soñadora, desatenta, cediendo en cierto modo al complejo la plena intensidad que caracteriza el estado de vela. Este descenso del nivel mental se produce con frecuencia en la vida corriente, sin que se llegue a localizar el complejo que lo ocasiona, pues éste se mantiene imperceptible tanto para el sujeto mismo como para una persona que le observa; sólo la debilitación de la conciencia es perceptible. Se asiste de pronto a una pérdida de intensidad de la conciencia, el sujeto se vuelve distraído, no presta ya correctamente atención y, si se le pregunta qué le pasa, no sabe responder. Los primitivos dicen en estos casos que los ha abandonado un alma, lo que expresa bellamente el hecho de que una parcela de energía de la conciencia ha sido transferida a un complejo subyacente. Ciertos enfermos mentales expresan este fenómeno diciendo: «Me han robado mis pensamientos», como si el complejo, de pronto, aspirara hacia sí lo que ordinariamente se produce en la superficie de la conciencia. La jerga psicológica llama a esto una pérdida de libido, pues ésta ha sido captada por otro centro. La energía, sin embargo, no desaparece sin dejar huellas; va a inervar a un complejo ya existente. De ello puede resultar perturbaciones verbales, estados de excitación, trastornos de la circulación, etc., pues los complejos son una especie de parásitos psíquicos capaces de anidar en tal o cual función. Estas curiosas manifestaciones han suscitado tempranamente intentos de explicaciones: los complejos, es decir, las entidades que presentan las singularidades que hemos destacado, han sido sentidos en el pasado como si fueran kobolds y elfos, seres sin corazón y de alma helada. Los complejos, en efecto, son el origen de la representación de los kobolds, los cuales, hablando propiamente, son fragmentos psicológicos hechos hombres a causa de un mecanismo que debemos precisar. Todo fragmento psicológico tiene en sí, indudablemente, la tendencia a redondear su personalidad. Así, por ejemplo, entre los alienados las voces que éstos escuchan son pensamientos que se les escapan, que se han emancipado del control del yo y que se han hecho audibles. Ahora bien, estas voces—y aquí está lo esencial para nosotros— no se contentan con expresar los pensamientos que las inspiran, sino que pretenden, además, ser la expresión de una personalidad dada, de un yo definido. Tal es la razón de que el enfermo sea indefectiblemente víctima de la convicción de que quienes hablan con esas voces y quienes le persiguen son seres (16) [y es a causa de esta tendencia a la personalización por lo que nuestros complejos han sido aprehendidos en el pasado bajo forma de elfos y de kobolds] .

Los primitivos, en un mismo orden de ideas, consideran que el ambiente está vivo y que, más o menos, todo lo que figura en el mundo circundante está dotado de palabra. Cuando un problema los inquieta, van de noche a la selva y hablan con los árboles, que les prodigan sus respuestas. O, también, hallándose en el bosque, puede ocurrir que un árbol se dirija a un primitivo y le ordene hacer tal o cual sacrificio; el hombre, entonces, debe obedecer.

Igualmente, todos los animales pueden hablar, y todos están dotados de una comprensión profundamente humana; no hay en ello motivo de asombro, pues los elementos del alma del primitivo no se mantienen coherentes en el mismo, sino que se encuentran proyectados en las cosas o los seres del mundo que le rodea, en los que producen eco. También nosotros proyectamos todavía nuestros datos psíquicos en el mundo exterior; nuestro mundo es aún un mundo animista, aunque de forma menos manifiesta y menos evidente para nosotros. Pero si nos fuera dado ver nuestra vida actual o leer libros de la época presente con una perspectiva de dos mil años, veríamos son sorpresa todo lo que nuestra vida contiene de proyecciones. Hoy no las percibimos: tienen la evidencia y la naturalidad de las cosas que no pueden ser de otro modo. Sin embargo, ya se pueden descubrir ciertas proyecciones. Hay, por ejemplo, personas que tienen que hacer un esfuerzo casi sobrehumano para lograr darse cuenta de que otro ser no es ni malo ni vulgar—atributos que le aplican gratuitamente, en función de la proyección de sus malos aspectos personales—, sino que vive según una psicología diferente de la suya propia. O también: siempre hay gente que cree que lo que ellos juzgan bueno es válido para el mundo entero. Todos éstos son rasgos primitivos, que estamos muy lejos de haber superado . Así, los complejos que llevamos en nosotros nos hacen vivir en un mundo de proyecciones que, escapando corrientemente a nuestros sentidos, invalidan de modo considerable el valor de objetividad de los testimonios que éstos nos proporcionan. El campo de influencia de los complejos, sin embargo, no se limita a esta revelación, ya de por sí inquietante. La autonomía singular de los complejos, su facultad de sustraer energía a la conciencia y de apropiársela, de ocupar por un instante el puesto de ésta, de influenciarla y regentarla; todo esto se encuentra de forma sorprendente en un complejo normal, el complejo del yo. Se supone, en general, que los complejos no son normales, mientras son necesidades vitales; el yo, el complejo del yo, es un ejemplo de ello. El yo es un complejo que dispone de energía, que es autónomo y que se siente libre. Imagino que poseo una voluntad libre, que puedo hacer lo que quiero e ir a donde me parezca. Pienso que todo esto es un derecho mío. ¿Qué es este complejo del yo? Es un amontonamiento de contenidos imbricados unos en otros, dotados cada uno de un potencial energético y centrados de forma emocional en torno al precioso yo. Pues el yo tiene un efecto poderosamente atrayente sobre toda clase de representaciones. Puede incluso por sí solo ocupar toda la conciencia. Se accede así a una conciencia de sí exclusiva, mezquina y penosa, que se agota en la preocupación y en la percepción de su comportamiento exterior: se está poseído por el propio yo. Piénsese en un orador tímido que tiene que ganar su cátedra y que prefiere que se lo trague la tierra, etc. Los otros complejos, como hemos visto, tienen poderes análogos.

Pero existe una diferencia primordial entre los complejos en general y el del yo en particular: el yo está dotado de conciencia. De este modo, puede volverse sobre sí mismo y concebirse a sí mismo, mientras que los otros complejos no parecen testimoniar ninguna conciencia. Por otra parte, es muy difícil—por no decir imposible—precisar si los complejos tienen o no conciencia de ellos mismos. Es frecuente que alguien se entregue a una acción que piensa que está realizando conscientemente, cuando en realidad se produce sin que lo sepa. Esto es más frecuente de lo que se suele creer. Es sorprendente ver lo que la gente piensa unos de otros desde el punto de vista de su conciencia recíproca. ¿Qué nos garantiza que, en un complejo ordinario, las relaciones de los contenidos periféricos con su centro no constituyan una especie de conciencia, no se correspondan con las relaciones que existen entre las componentes periféricas del complejo del yo y su propio centro, el yo, relaciones que son precisamente la conciencia? No podemos absoluta- mente ni probar ni invalidar la probabilidad de una conciencia inherente a los complejos; acaso éstos poseen trazas de conciencia. En esta hipótesis, los kobolds serían seres inmorales que, despreciando el interés general y a costa del conjunto, actuarían como individualistas por su cuenta .

Hemos constatado más arriba una compensación dinámica entre la conciencia y los complejos, lo que nos obliga a abordar la cuestión de la energética psíquica. Designo a la energía psíquica, en general, por el término de libido. Mi hipótesis inicial es que, si la psique forma un sistema relativamente cerrado, posee un potencial energético que se mantiene inmutable a través de todas las manifestaciones de la vida; es decir, que si la energía suspende una de sus exteriorizaciones, reaparecerá en otra. Supongamos el caso de alguien que se interesa con pasión por una materia cualquiera. Un buen día todo el interés que tenía por ella se evapora, dejando paso a una fría y razonable indiferencia.

Ahora bien, la energía en un sistema cerrado no podría desaparecer de un punto sin surgir en otro, y debemos preguntarnos a dónde ha pasado la libido, en qué nueva esfera de la persona se ha fijado o en favor de qué necesidad superior ha cambiado de objeto. Efectivamente, en el caso de nuestro ejemplo no dejaremos de observar en nuestro sujeto algo insólito, que denota la presencia de la energía aparentemente desaparecida. Si nuestra mente tiene en cuenta esta regla, podemos constatar una especie de causalidad en el seno de los acontecimientos psíquicos, causalidad que no es una continuidad lógica, sino que presenta el siguiente proceso: hoy, un sujeto tiene un gran interés por tal o cual cosa; este interés, al día siguiente, parece haber desaparecido, pero paralelamente se constatan trastornos abdominales, por ejemplo; éstos cesan de pronto, a su vez, y hace su aparición algo nuevo, pongamos una angustia inmotivada. En el pasado era imposible asignar una continuidad lógica y causal a esta serie de hechos en apariencia heterogéneos.

No se sabía representar lo que una angustia podía tener que ver con tal o cual imaginación, con tal o cual interés, entre los cuales se intercalaba una diarrea, dolores de cabeza, vértigos, un enamoramiento, etc. Estos eslabones heteróclitos, considerados inconmensurables entre sí, no parecía que pudieran formar una cadena continua. Hoy sabemos que son la expresión de las metamorfosis de una misma energía, que sufre saltos de nivel; en general inerva a la conciencia, pero a veces ésta desaparece, desciende algunos escalones y desencadena entonces accidentes tales como palpitaciones cardíacas, dolores abdominales, erupciones cutáneas, para volver en seguida a lo psíquico, a menudo bajo un aspecto inesperado, por ejemplo, el de una idea o un estado emocional obsesivos. Mientras el pensamiento energético era extraño a la psicología, todos estos fenómenos sucesivos aparecían privados de denominador común. Se ignoraba las relaciones de equivalencia que han introducido una unidad fundamental y un encadenamiento en el seno de estas manifestaciones, cuya observación más antigua había quedado sin explicar.

He aquí un ejemplo que ilustra lo que acabamos de decir sobre estas metamorfosis de la energía psíquica y que es particularmente interesante por el hecho de que dos de los más brillantes clínicos alemanes formularon sobre él diagnósticos erróneos. Se trata de una viuda de cincuenta y seis años que cayó repentinamente enferma, presentando estados singulares y desconcertantes, una especie de confusión mental y gritos hidrocefálicos. El reconocimiento no había revelado nada, salvo una extraña afección cutánea que había aparecido seguidamente en la espalda y que presentaba pequeñas nudosidades, lo que había hecho pensar en un tumor maligno. No sé por qué azar fui consultado en este caso, puesto que no habían considerado un posible origen psíquico. Sin embargo, al reconocer a la enferma, constaté que la erupción cutánea era simétrica a ambos lados de la espalda. Luego hice que me trajeran el historial de la enferma, en el que se indicaba el lugar y el día en que había aparecido el primer grito hidrocefálico. «¿Qué pasó entonces— pregunté a la enferma—para que de pronto empezara todo esto?» No lo sabía, no tenía la menor idea; hasta entonces había estado perfectamente bien de salud, y todo aquello había com nzado de modo repentino. Pregunté a los médicos que la habían tratado, los cuales me respondieron que habían investigado concienzudamente, que habían preguntado incluso a los padres y al hijo de la enferma, sin haber des- cubierto nada de particular. Pero, terco como yo lo era (y como lo sigo siendo), le pregunté de nuevo a la enferma: «Reflexione una vez más: era la semana anterior a Navidad, período de fiesta en que se queda uno en familia.» Continuaba negando resueltamente .

—Probablemente hacía usted los preparativos de Navidad .

—No, no los hice .

—¿Por qué? —Porque mi hijo se marchaba .

—¿Por qué se marchaba? —Iba a casarse .

—¿Y tenía que partir? —Sí, en contra de mi deseo .

—¿En qué fecha? —Tal día .

Y fue ese día precisamente cuando sobrevino el primer grito hidrocefálico. Le dije a los médicos: «Sapienti sat; es una histeria»; lo que fue confirmado poco después. Cuando me marchaba, la enferma me alcanzó en la puerta y me dijo: «Doctor, me alegro de su diagnóstico: yo siempre había pensado que era un caso de histeria.» La desaparición de una de sus razones de vivir había sido seguida en la enferma por una acumulación considerable de energía en un lugar determinado e inadecuado de su organismo psíquico, lo que había provocado sus gritos hidrocefálicos, cuya causa no lograban explicarse. La enferma, una viuda, no podía aceptar que su mal era causado por el amor de su hijo hacia otra mujer; algo en ella decía, revolviéndose: mi hijo-amante me abandona y me deja viuda por segunda vez; de aquí sus gritos, pues la enferma no quería confesarse a sí misma su verdadera situación afectiva .

 

5. Teoría de los complejos (17)

Pronto hará treinta años que, siendo privat-docent en la Universidad de Zurich, comencé a profesar la psiquiatría. Daba un curso sobre las psiconeurosis y, en mi entusiasmo juvenil, creía dominar más o menos la materia. Era en aquella época ayudante en la Clínica Psiquiátrica y me ocupaba, por instigación de mi maestro, el profesor Bleuler, de experiencias sobre las asociaciones. La lección inaugural de mi enseñanza había versado sobre un hecho singular: en el curso de la experiencia de asociaciones el tiempo empleado por el sujeto en reaccionar está sometido a oscilaciones de apariencia irracional. Las prolongaciones del tiempo de reacción en el curso de la experiencia, prolongaciones repentinas, singulares e inesperadas me llevaron a descubrir, entre 1902 y 1903, lo que yo bauticé con el nombre de complejo afectivo. El presente estudio pretende dar una visión de conjunto de la teoría de los complejos, elaborada a partir de entonces .

A lo largo de los ocho años de mi actividad docente en la Universidad tuve que convenir que la instrumentación médico-psiquiátrica, con la que se intentaba penetrar la psicología de las neurosis, no procuraba sino apreciaciones muy limitadas sobre la naturaleza del alma enferma. La enfermedad se hacía visible, sí; pero lo que estaba afectado por la enfermedad seguía en las tinieblas. Se presuponía entonces tácitamente una psique normal, de la qué algunos creían conocer más o menos la complexión. Pero cuanto más me esforzaba por penetrar la naturaleza del alma, más dudaba de saber realmente lo que podía ser esta psique normal. Para adquirir una idea general de la naturaleza de lo psíquico era preciso remontarse muy lejos en la historia del desarrollo de la conciencia y había que utilizar la experiencia humana en toda su amplitud para corregir la estrechez del punto de vista personal. Por eso mi último curso en la Universidad trató de la Psicología de los primitivos, con la que, por otra parte, no había tenido todavía personalmente contactos directos. Ciertas dudas relativas a mi competencia me empujaron en 1913 a renunciar a mi enseñanza universitaria, tanto más cuanto que yo deseaba ser libre para realizar todas las iniciativas que proyectaba con objeto de llenar las lagunas de mi experiencia .

Jamás he sido víctima de la ilusión de que las universidades se interesan por la psicología moderna; tampoco había pensado en absoluto en una actividad de docencia pública, excepción hecha de alguna conferencia ocasional pronunciada ante un auditorio cultivado. Ha sido la amistosa sugerencia de  un miembro del cuerpo docente de la Escuela Politécnica Federal lo que me ha dado la idea de reanudar mi actividad profesoral anterior, si bien en un marco distinto .

La psicología y la física modernas tienen la característica común de ser más importantes y más significativas por sus métodos que por sus objetos; su método está más pleno de esperanzas cognoscitivas que el objeto al que se aplica. El de la psicología, la psique, es, en efecto, de una diversidad, de una indeterminación y de una indelimitación tan profundas que los datos que nos llegan de él son necesariamente difíciles, incluso imposibles de interpretar; los hechos establecidos, en cambio, como respuestas a las concepciones, a las consideraciones y a los métodos concomitantes representan, o al menos deberían representar, magnitudes conocidas. La investigación psicológica parte de factores más o menos empíricos, más o menos arbitrarios, y observa a la psique precisamente mediante el registro de las modificaciones de estas magnitudes. Por este hecho lo psíquico aparece bajo el aspecto de una perturbación aportada en un comportamiento probable y previsto por el método empleado. El principio de este procederé es, cum grano salis, el método mismo de las ciencias de la naturaleza .

En estas circunstancias salta a la vista que todo, por así decirlo, depende de los postulados metodológicos; éstos condicionan, fuerzan el resultado al que el objeto propio de la investigación concurre en una cierta medida, mas sin determinarlo totalmente, como lo haría si su influencia se ejerciera, autónoma y sin perturbación. Por ello, hace ya mucho tiempo que en psicología experimental, y particularmente en psicopatología, se ha reconocido que una disposición de experiencia, por favorable que sea, no permite captar inmediatamente el proceso al que se apunta, sino que entre éste y la experiencia se interpone un cierto término medio, un condicionamiento psíquico al que se puede denominar la situación de la experiencia. Esta «situación» psíquica puede en ocasiones poner en cuarentena la experiencia entera, falseando, obnubilando en la mente del sujeto examinado las disposiciones de la experiencia, así como la intención que la ha engendrado. Se dice entonces que hay asimilación, término que designa la actitud de un sujeto que, sometido a la experiencia, se engaña respecto al alcance de ésta: es dominado por una tendencia—al principio insuperable— a ver en ella, por ejemplo, un examen de la inteligencia o un intento de lanzar miradas indiscretas en su intimidad. Semejante actitud, al insinuarse, actúa oscureciendo la operación mental que la experiencia se esfuerza por examinar.

Estas constataciones han sido hechas principalmente con ocasión de experiencias de asociaciones: en el conjunto de la experiencia el objeto primitivo del método, a saber, el establecimiento de la velocidad media de las reacciones y de sus cualidades, queda relegado, como un subproducto relativamente accesorio, por el comportamiento autónomo de la psique y por la asimilación, que perturban de raíz el método y ofrecen resistencia a la investigación emprendida. Es esto lo que me puso en la vía del descubrimiento de los complejos afectivos, cuyos efectos eran registrados hasta entonces siempre como ausencias de reacción .

El descubrimiento de los complejos y de los fenómenos de asimilación que suscitan mostró con claridad sobre qué frágil base estaba edificada la antigua concepción, que se remontaba hasta Condillac, según la cual nos es absolutamente posible estudiar procesos psíquicos aislados. No existen procesos psíquicos aislados, del mismo modo que no existen procesos vitales aislados; en todo caso, todavía no se ha descubierto el medio para aislarlos experimentalmente. Sólo una atención y una concentración adiestradas para este fin en el investigador logran aislar, en apariencia, un proceso que responde a la intención de la experiencia. Pero esta observación dirigida constituye para el investigador una situación de experiencia, análoga a la situación descrita más arriba en relación con el sujeto; en este caso es la conciencia la que asume en el investigador el papel de complejo asimilante, ejercido en el caso del sujeto por complejos de inferioridad más o menos inconscientes .

Estas aclaraciones no ponen en cuarentena el principio y el valor mismo de la experiencia; critican y limitan solamente su alcance. En el dominio de los procesos psicofisiológicos—por ejemplo, percepciones sensoriales o reacciones motrices—predomina el puro mecanismo reflejo; pues siendo la intención experimental con toda evidencia inofensiva, no se produce asimilación; o bien, si se produce, es mínima y no altera seriamente la experiencia.

En la esfera de los procesos psíquicos complicados, en cambio, ningún dispositivo de experiencia garantiza que no nos saldremos del marco de las posibilidades consideradas y bien definidas . La asignación de fines específicos aporta al sujeto una seguridad tranquilizadora que aquí falta; como contrapartida surgen posibilidades indefinidas que desencadenan, a veces desde el principio, una situación de experiencia particular a la que se llama constelación. Esta noción expresa que la situación exterior estimula en el sujeto un proceso psíquico marcado por la aglutinación y la actualización de ciertos contenidos. La expresión «está constelado» indica que el sujeto ha adoptado una posición de expectativa, una actitud preparatoria que presidirá sus reacciones .

La constelación es una operación automática, espontánea, involuntaria, de la que nadie puede defenderse. Los contenidos constelados responden a ciertos complejos que poseen su propia energía específica . Cuando la experiencia en curso es la de asociaciones, los complejos manifiestan en general su presencia por una influencia acusada: perturban las reacciones prolongándolas o, en casos muy raros, provocan, para disimularse, un cierto modo de reacción, perceptible por el hecho de que ésta no corresponde ya al sentido de la palabra inductora. Los sujetos que se prestan a la experiencia y que son cultos y están dotados de una fuerte voluntad pueden, gracias a su habilidad motriz, a su virtuosismo verbal, responder en un breve tiempo a una palabra inductora crítica que atrapan, por así decirlo, al vuelo, esquivando su sentido al deshacerse de ella con rapidez. Pero esta semiprestidigitación sólo triunfa si hay secretos personales de importancia real que deben ser protegidos. El arte de un Talleyrand de disimular los pensamientos con palabras no es patrimonio sino de un pequeño número.

Los sujetos no inteligentes—y entre ellos, en particular, las mujeres— se defienden mediante lo que se llama calificativos de valor, lo que puede llevar con frecuencia a resultados cómicos. Los calificativos de valor expresan, en efecto, matices del sentimiento, como bello, bueno, amable, dulce, gentil, etc.

En la conversación corriente ciertas personas—es bastante frecuente—lo encuentran todo interesante, encantador, bueno, bello, formidable (y en inglés, fine, marvellous, grand, splendid y, sobre todo, fascinating); estas expresiones tienen por misión cubrir y ocultar una ausencia de interés por parte de quien las pronuncia o mantener al objeto así calificado a una respetuosa distancia de su persona. La gran mayoría de los sujetos sometidos a la experiencia no pueden impedir que sus complejos se aferren electivamente a ciertas palabras inductoras, dotándolas de una serie de síntomas de perturbación, en particular de un tiempo de reacción prolongado. Se puede proceder a esta experiencia asociándole medidas de resistencias eléctricas, utilizadas por primera vez para este uso por Veraguth, ya que el fenómeno reflejo, llamado psicogalvánico, proporciona nuevos indicios sobre las reacciones perturbadas por los complejos .

La experiencia de las asociaciones presenta un interés general; realiza, con una gran sencillez, más que cualquier otra experiencia psicológica, la

situación psíquica particular en el diálogo, permitiendo, además, una determinación aproximativa de las proporciones y de las cualidades. La pregunta, en forma de frase, es reemplazada por una palabra inductora vaga, ambigua y, por ello mismo, singularmente sospechosa, y, la respuesta, por la reacción en una sola palabra. Una observación precisa de las perturbaciones de la reacción revela y permite registrar estados de conciencia que el individuo cuida que pasen en silencio en la conversación habitual; se constatan así trasfondos secretos, hechos precisamente de estas disposiciones y de estas constelaciones a las que antes aludía. Lo que se produce en el curso de la experiencia puede tener lugar también en cualquier conversación, en cualquier diálogo. Aquí y allá preexiste una situación particular, una «situación de experiencia», susceptible, en ocasiones, de constelar complejos que «asimilan»—es decir, que falsean y obnubilan en la mente del sujeto acomplejado—el objeto de la conversación o incluso la situación en su conjunto, incluidos los interlocutores en presencia. Por este hecho, la conversación pierde su carácter objetivo y se aparta de su objeto, pues la constelación de complejo crea la confusión en el sujeto interrogado, estorba su intención, embrolla sus pensamientos, incitándole a veces incluso a respuestas de las que luego no logra acordarse. La criminología, como ya hemos dicho, se aprovecha prácticamente de este estado de cosas en el interrogatorio cruzado. En nuestra experiencia, lo que pone al desnudo y localiza las lagunas del recuerdo es la prueba de la repetición: se le pide al sujeto, por ejemplo, después de cien reacciones, que repita la asociación que ha dado a cada una de las palabras inductoras que vuelven a presentársele sucesivamente. Las lagunas y las falsificaciones del recuerdo se concentran con regularidad y por término medio en los dominios asociativos perturbados por los complejos .

Con toda intención no he hablado hasta ahora de la naturaleza de los complejos; he supuesto tácitamente que era conocida, ya que la palabra «complejo », en su sentido psicológico, ha pasado a la lengua alemana y a la lengua inglesa corrientes. Todos sabemos hoy «que tenemos complejos». Pero el que los complejos puedan «tenernos» es una noción que no por estar menos difundida tiene menos importancia teórica .

La unidad de la conciencia—equivalente a la «psique»—y la supremacía de la voluntad, poseídas a priori sin examen, están seriamente puestas en duda por la existencia misma de los complejos. Toda constelación de complejos suscita un estado de conciencia perturbado: la unidad de la conciencia viene a faltar y la intención voluntaria resulta, si no imposible, sí por lo menos seriamente estorbada. También la memoria, como hemos visto, se ve a menudo muy afectada por ellos. Es preciso concluir que el complejo es un factor psíquico que posee, desde un punto de vista energético, una potencialidad que predomina, en algunos momentos, sobre la intención consciente; sin ello, semejantes irrupciones en el orden de la conciencia no serían posibles. De hecho, un complejo activo nos sume durante un tiempo en un estado de no libertad, de pensamientos obsesivos y de acciones forzadas, estado que se relaciona en ciertos aspectos con la noción jurídica de responsabilidad limitada.

¿Qué es, pues, científicamente hablando, un «complejo afectivo»? Es la imagen emocional y vivaz de una situación psíquica detenida, imagen incompatible, además, con la actitud y la atmósfera conscientes habituales; está dotada de una fuerte cohesión interior, de una especie de totalidad propia y, en un grado relativamente elevado, de autonomía: su sumisión a las disposiciones de la conciencia es fugaz y se comporta en consecuencia en el espacio consciente como un corpus alienum, animado de una vida propia. A costa de un esfuerzo de voluntad se puede reprimir, de ordinario, un complejo, tenerle en jaque; pero ningún esfuerzo de voluntad consigue aniquilarlo y reaparece, a la primera ocasión favorable, con su fuerza originaria. Investigaciones experimentales parecen indicar que su curva de actividad o de intensidad es ondulatoria, con una longitud de onda que puede variar desde algunas horas o algunos días hasta algunas semanas. Esta cuestión, tan complicada, no ha sido elucidada todavía .

A los trabajos de la psicopatología francesa, y en particular a los de Pierre Janet, debemos el que hoy conozcamos las vastas posibilidades de escindirse que tiene la conciencia. Janet y Morton Prince han logrado realizar escisiones en cuatro o cinco personalidades diferentes; se constató, en tales ocasiones, que cada una de estas parcelas de personalidad posee una componente de carácter y una memoria propias. Estas parcelas existen juntas, relativamente independientes unas de otras, y pueden en todo momento turnarse mutuamente; es decir, que cada una posee un alto grado de autonomía. Mis constataciones sobre los complejos vienen a completar esta apreciación un tamo alarmante de las posibilidades de desintegración psíquica, pues, en el fondo, no hay ninguna diferencia de principio entre una personalidad parcelaria y un complejo. Tienen en común caracteres esenciales, y la cuestión delicada de la Conciencia parcelaria se plantea en los dos casos .

Las personalidades parcelarias poseen indudablemente una conciencia propia; pero ¿pueden tenerla fragmentos psíquicos tan restringidos como los complejos? Es ésta una cuestión todavía no resuelta que—lo confieso—me ha preocupado a menudo: los complejos, en efecto, se comportan como genios malignos cartesianos; parecen complacerse en travesuras de kobolds, con los que ya los comparamos más arriba; nos ponen en la punta de la lengua justamente la palabra que no había que decir; nos roban el nombre de la persona a la que vamos a presentar; producen una necesidad incoercible de toser en medio del pianissimo más emocionante del concierto; hacen tropezar con su silla estruendosamente al retrasado que quiere pasar desapercibido; son los autores de esas malignidades que F.-Th. Vischer quería imputar a los inocentes objetos; son los personajes que actúan en nuestros sueños, con los que nos enfrentamos en una total impotencia; son los seres élficos caracterizados a la perfección en el folklore danés por la historia del pastor que quería enseñar el «Padrenuestro» a dos elfos: éstos hicieron los mayores esfuerzos por repetir sus palabras con exactitud, pero en la primera frase no lograron impedir el decir: «Padre Nuestro que no estás en los cielos». Plenamente de acuerdo con la concepción teórica, se mostraron ineducables .

Cum maximo salis grano, espero que no me reprocharán esta metaforización de un problema científico. Una descripción de la fenomenología de los complejos, por sobria que sea, no puede prescindir de su impresionante autonomía; cuanto más penetra en la naturaleza profunda—yo casi diría en la biología—, de los complejos, aparece con más evidencia el carácter de alma parcelaria. La psicología onírica muestra con toda claridad la personificación de los complejos, cuando no están oprimidos por el ostracismo de la conciencia, del mismo modo que el folklore describe a los trasgos que arman durante la noche un gran alboroto en la casa. Observamos el mismo fenómeno en ciertas psicosis en que los complejos «hablan en voz alta» y el enfermo los oye como a voces que parecen provenir de personalidades extrañas .

La hipótesis según la cual los complejos son psiques parcelarias escindiólas se ha convertido hoy en una certeza. Su origen, su etiología, es a menudo un choque emocional, un traumatismo o algún incidente análogo, que tiene por efecto el separar un compartimiento de la psique. Una de las causas más frecuentes es el conflicto moral basado, en última instancia, en la imposibilidad aparente de asentir a la totalidad de la naturaleza humana. Esta imposibilidad entraña, por su existencia misma, una escisión inmediata, a espaldas o no de la conciencia. Es incluso, por lo general; una inconsciencia preceptiva notable de los complejos, lo que les confiere, naturalmente, una libertad de acción tanto mayor: su fuerza de asimilación aparece entonces en toda su amplitud, al ayudar la inconsciencia del complejo a asimilarse el yo mismo, lo que crea una modificación momentánea e inconsciente de la personalidad, llamada identificación en el complejo. Esta noción, moderna por completo, llevaba en la Edad Media otro nombre: se llamaba entonces la posesión, término que está lejos de evocar la representación de un estado inofensivo; no hay, sin embargo, ninguna diferencia de principio entre un lapsus linguae corriente, debido a un complejo, y las blasfemias desordenadas de un poseso; no hay más que una diferencia de grado. La historia lingüística presenta numerosas expresiones en apoyo de esta tesis; de una persona afectada por un complejo, y bajo los efectos de su emoción, se dice: «¿Qué es lo que le ha entrado hoy?» «Tiene el diablo en el cuerpo», etc. Ya no se piensa, naturalmente, al oír estas metáforas gastadas, en su sentido originario: no por ello resulta menos fácil reconocer y mostrar, además, que el hombre más primitivo y más ingenuo no «psicologizaba» como nosotros los complejos perturbadores, sino que los sentía como entia per se, es decir, como entidades propias, demoníacas, como demonios. El desarrollo ulterior de la conciencia ha conferido tal intensidad al complejo del yo y a la conciencia personal que los complejos han sido privados, al menos en el uso lingüístico, de su autonomía primitiva. En general, se dice: tengo un complejo. El médico le dice a la enferma histérica, a la que exhorta: sus dolores no son reales; usted se imagina que sufre. El miedo a la infección es aparentemente una invención arbitraria del enfermo y, en todo caso, se trata de persuadirle de que se ha forjado de la nada una idea delirante .

Sin esfuerzo se ve que la concepción moderna corriente considera el problema dando por sentado el hecho de que el complejo ha sido inventado e «imaginado» por el paciente, y que, por consiguiente, no existiría si el enfermo no se tomara el trabajo de darle, de forma en cierto modo intencionada, vida. Se ha establecido, por el contrario, que los complejos—esto está fuera de duda— poseen una autonomía notable, que los dolores sin fundamento orgánico, es decir, considerados imaginarios, son tan dolorosos como los dolores legítimos, y que una fobia patológica no tiene la menor tendencia a desaparecer, aunque el enfermo en persona, su médico y hasta los usos lingüísticos aseguren que no es más que imaginación .

Nos encontramos aquí ante una forma de ver interesante, llamada apotropeica, equivalente a las designaciones eufemísticas de la antigüedad, cuyo ejemplo clásico es Pontoς euceinoς . Las Erinias, diosas de la venganza, eran llamadas por prudencia y propiciación las Euménides, las bienintencionadas; la conciencia moderna, igualmente, concibe todos los factores íntimos de perturbación como dependientes de su actividad propia; en una palabra, se los incorpora; intenta domesticarlos, sin confesarse con franqueza que de esta forma ha recurrido a un eufemismo apotropeico; se siente empujada a ello por la inconsciente esperanza de aniquilar la autonomía de los complejos, desbautizándolos. La conciencia se comporta en esto como un hombre que, al oír un ruido sospechoso en el sótano, sube presuroso al granero para comprobar que allí no hay huella de ladrón y que, por consiguiente, el ruido era pura imaginación. En realidad, este hombre prudente no se ha atrevido a bajar al sótano .

Para empezar es difícil de comprender por qué el miedo incita a la conciencia a hacer entrar los complejos en el marco de su propia actividad. Los complejos parecen de tal insignificancia, de una futilidad tan ridícula, que inspiran vergüenza y disgusto y todo es bueno para ocultarlos. Sin embargo, si fueran en realidad tan fútiles, ¿podrían ser al mismo tiempo tan penosos? Es penoso lo que causa un tormento, un disgusto; esto atestigua ipso jacto una cierta importancia, que no debería considerarse una bagatela. El hombre tiene demasiada tendencia a proclamar irreal, siempre que se puede, todo lo que le molesta. La explosión de la neurosis indica el momento preciso en que los medios mágicos y primitivos del gesto apotropeico y del eufemismo resultan impotentes. A partir de ese momento el complejo se establece en la superficie de la conciencia; no es ya posible evitarlo. Y, al manifestarse, asimila paso a paso a la conciencia del yo, al igual que ésta se esforzaba en el pasado por asimilar al complejo. Su dominio engendra, en definitiva, una disociación neurótica de la personalidad .

En el curso de un desarrollo semejante, un complejo revela su fuerza originaria, capaz, en ocasiones, de suplantar la potencia del complejo del yo. En tales circunstancias se comprende que el yo tenga todos los motivos para someter al complejo a una prudente magia del verbo: es evidente que el yo teme la amenaza alarmante de lo que puede cubrirle y ahogarle. Entre los seres llamados normales, hay un gran número que conservan a skeleton in the cupboard (un esqueleto en el aparador); bajo ningún pretexto se debe aludir a su presencia, pues el temor que ese fantasma al acecho inspira es inmenso. Las personas que intentan mantenerse en el estadio de la irrealización de los complejos invocan las neurosis para intentar probar que los complejos son la marca de las naturalezas enfermizas, de las que (¡gracias a Dios!) ellos no forman parte. ¡Como si fuera un privilegio de los enfermos el contraer enfermedades! La tendencia a incorporarse, a asimilar los complejos, con objeto de vaciarlos de su realidad, bien lejos de probar su nada atestigua su importancia. Es una confesión negativa del temor instintivo acusado por el hombre primitivo en presencia de cosas oscuras, invisibles y que se mueven por sí mismas. Este temor surge en el primitivo con la caída de la noche; igualmente, los complejos, en el hombre civilizado, ensordecidos durante la jornada por el ruido de la vida, alzan su voz durante la noche con más fuerza, impidiendo el sueño o turbándolo con pesadillas. Los complejos son, en efecto, objetos de experiencia interior a los que no se podría encontrar en plena luz, en la calle ni en la plaza pública .

De los complejos dependen el bienestar o el malestar de la vida personal; son los lares y los penates que nos esperan en el hogar familiar, de cuya paz tan peligroso es jactarse demasiado; son el gentle folk que turba nuestras noches.

Mientras estos genios malignos sólo molestan al vecino, no hay peligro en la casa propia, pero en cuanto comienzan a atenazarnos... Hay que ser médica para saber cuántos complejos son parásitos devastadores. Para tener una impresión plena de la realidad de los complejos es preciso haber visto a familias destruidas por ellos, moral y físicamente, en pocos años; es preciso haber contemplado la tragedia sin par y la miseria desesperante que dejan tras sí. La idea de que «se imagina un complejo», de que los complejos son «imaginarios», parece, pues, ociosa y muy poco científica. ¿Se quiere una comparación médica? A los complejos hay que compararlos con infecciones o tumores malignos que brotan sin la menor intervención de la conciencia. Esta comparación, por otra parte, no es completamente satisfactoria, pues los complejos no son, por esencia, de naturaleza malsana; son, propiamente, manifestaciones vitales de la psique, sea ésta diferenciada o primitiva. Esta es la razón de que encontremos sus huellas innegables en todos los pueblos y en todas las épocas. Los monumentos más antiguos de la literatura los contienen. Así, por ejemplo, la epopeya de Gilgamés describe la psicología del complejo de poder con una maestría sin igual; y el libro de Tobías, en el Antiguo Testamento, relata la historia de un complejo erótico y de su curación .

La creencia en los espíritus, universalmente difundida, es una expresión directa de la estructura del inconsciente, estructura basada en complejos. Los complejos son, en efecto, las unidades vivientes de la psique inconsciente, cuya existencia y cuya complexión casi sólo ellos permiten constatar. El inconsciente no sería más que una supervivencia de representaciones difuminadas, «oscurecidas», como en la psicología de Wundt, o una fringe of consciousness, como la llama William James, si no existieran los complejos. Si el inconsciente psicológico ha sido descubierto propiamente por Freud, ello es debido a que éste, en lugar de despreocuparse de él como sus predecesores, se ha aplicado al estudio de los lugares oscuros, de los actos fallidos, a los que con tanta facilidad se suele enmascarar y minimizar con eufemismos. La via regia hacia el inconsciente no es abierta, por lo demás, por los sueños, como él pretende, sino por los complejos, que engendran sueños y síntomas. Y, además, esta vía no tiene nada de regia, pues el camino indicado por los complejos se parece mucho a una senda escabrosa y sinuosa que se pierde a menudo entre la espesura; en lugar de llevar al corazón del inconsciente, la mayoría de las veces lo deja a un lado .

El temor al complejo es un poste indicador falaz; alejándose del inconsciente lleva siempre a la conciencia. Apenas existe individuo que, hallándose en su sano juicio, esté dispuesto a convenir—tan desagradables son los complejos— que las fuerzas instintivas que los alimentan pueden contener algo de provechoso. La conciencia se convence siempre de que los complejos son incongruentes y de que deben ser eliminados. A despecho de la abundancia aplastante de testimonios de toda clase que prueban la universalidad de los complejos, se siente repugnancia a acreditarlos como manifestaciones normales de la vida. El temor al complejo es un prejuicio poderoso, habiendo sobrevivido la aprensión supersticiosa a lo nefasto, sin sufrir daños, al racionalismo del «siglo de las luces». Este temor opone al estudio de los complejos una resistencia esencial que, para ser superada, exige una resuelta decisión .

Temores y resistencias son los hitos indicadores que jalonan la via regia hacia el inconsciente. Ellos expresan, en primer lugar, los prejuicios a los que el inconsciente está sometido. Es natural que de un sentimiento de miedo se deduzca la existencia de un peligro, y de una repulsión la presencia de una cosa repugnante. Es ésta la conclusión del enfermo, la del público y, en definitiva, la del médico; ella explica por qué la primera teoría médica del inconsciente ha sido, con toda lógica, la teoría de la represión de Freud, quien, de la naturaleza de los complejos, infiere un inconsciente constituido en lo esencial por tendencias incompatibles y víctimas de la represión a causa de su inmoralidad. Nada mejor que esta constatación puede probar el empirismo de su autor, que procedió sin dejarse influir por premisas filosóficas. Por otra parte, se había hablado ya durante mucho tiempo del inconsciente antes de Freud. Leibniz había introducido esta noción en filosofía; Kant y Schelling se habían detenido en ella; Carus había erigido sobre ella por primera vez un sistema, cuya influencia se encuentra en la importante obra de E. von Hartmann, La filosofía del inconsciente. La primera doctrina médico-psicológica tiene tan poco que ver con estos primeros jalones como con Nietzsche .

La teoría freudiana es una descripción fiel de experiencias reales, descubiertas a lo largo de la investigación de los complejos. Pero como ésta no puede hacerse sino en forma de diálogo, la elaboración de las concepciones es función no sólo de los complejos de uno de los interlocutores, sino también de los del otro. Todo diálogo que se aventura en estos dominios poblados de angustias y de resistencias aspira a lo esencial; al incitar al sujeto a la integración de su totalidad, obliga también al interlocutor a afirmarse en su integridad, en su totalidad, sin la ayuda de la cual sería vano querer llevar la conversación a esos trasfondos sembrados de asechanzas. Ningún sabio, por objetivo que sea y por desprovisto de prejuicios que esté, se encuentra en condiciones de prescindir de sus propios complejos, pues éstos gozan en él de la misma autonomía que en cualquiera. No puede prescindir de ellos, porque le son inherentes; forman parte de una vez para siempre de su constitución psíquica; ésta, en su determinación, es a priori una limitación, un prejuicio para cada individuo. Su constitución, para un observador determinado, decide sin apelación la concepción psicológica que hará suya. La limitación ineluctable de toda observación psicológica es que no es válida más que si tiene en cuenta la ecuación personal del observador .

La teoría de los complejos, la doctrina freudiana y otras diversas teorías expresan esencialmente una situación psíquica creada por el diálogo entre un observador y cierto número de sujetos observados. El diálogo se mueve en gran parte en la zona de resistencia de los complejos; por eso, la teoría misma está impregnada de su atmósfera: en sus grandes rasgos tiene algo de chocante que pone en resonancia los complejos del público. Las concepciones de la psicología moderna derivan con toda objetividad de la controversia; actúan al mismo tiempo de forma provocadora. Causan en el público reacciones violentas de adhesión o de rechazo; en el campo de la discusión científica provocan debates afectivos, presunciones dogmáticas, susceptibilidades personales, etc .

La psicología moderna—estos hechos lo demuestran—se ha aventurado en la investigación de los complejos en un dominio psíquico tabú, rico de una multitud de temores y de esperanzas. La esfera de los complejos es, propiamente, el foco de las perturbaciones psíquicas; sus conmociones son de tal amplitud que la investigación psicológica futura no puede esperar sino para mucho más adelante entregarse tranquilamente a un sabio y silencioso trabajo, que presupone un cierto consensus científico, un acuerdo tácito sobre  las hipótesis básicas. Ahora bien, la psicología de los complejos está todavía hoy muy lejos de una comprensión general, más aún, a mi parecer, de lo que creen los pesimistas. Pues el poner al descubierto tendencias incompatibles no desvela más que un sector del inconsciente y no precisa más que una parte de la fuente de angustia .

Todos recordamos la tempestad de indignación que se levantó por todas partes cuando los trabajos de Freud comenzaron a difundirse. Estas «reacciones acomplejadas» han obligado al sabio a un aislamiento que le ha valido, así como a su escuela, reproches de dogmatismo. Todos los teóricos de este campo psicológico corren el mismo peligro, pues abordan aquello que no está dominado en el hombre, lo numinoso, para emplear la notable expresión de Otto. La libertad del yo cesa en las proximidades de la esfera de los complejos, potencias psíquicas cuya naturaleza última es todavía desconocida. Cada vez que la investigación logra penetrar un poco más en el tremendum psíquico, se desencadenan siempre en el público reacciones análogas a las de los pacientes invitados, por motivos terapéuticos, a atacar la intocabilidad de sus complejos .

Esta exposición de la teoría de los complejos puede evocar en el oyente no experto la descripción de una demonología primitiva y de una psicología del tabú. Esta singularidad está relacionada con el hecho de que la existencia de complejos, es decir, de fragmentos psíquicos escindidos, es un residuo notable del estado de espíritu primitivo. Dicho estado es de una disociabilidad elevada, que se expresa, por ejemplo, en el hecho de que los primitivos admiten con frecuencia varias almas —en un caso especial, hasta seis—, junto a las cuales también existe una pluralidad de dioses y de espíritus; los primitivos no se contentan como nosotros con hablar de ellos: estas almas, estos espíritus, encarnan casi siempre para ellos experiencias psíquicas de lo más impresionante .

Nosotros utilizamos—subrayémoslo—la idea de «primitivo» en el sentido de «originario», sin hacer alusión al menor juicio de valor. Cuando hablamos de «residuo de un estado primitivo» no queremos decir que este estado debe terminar necesariamente, en plazo más o menos largo. No podemos aducir motivo en favor de su desaparición antes de la extinción de la humanidad. El estado, el residuo de la mentalidad primitiva en nosotros, no se ha modificado mucho, se ha reforzado al menos hasta hoy incluso desde la guerra mundial. Me siento, pues, inclinado a suponer que los complejos autónomos constituyen manifestaciones normales de la vida y que presiden la estructura de la psique inconsciente.

Me he limitado a presentar aquí los hechos fundamentales y esenciales de la teoría de los complejos. Habría que perfeccionar esta incompleta imagen exponiendo los problemas engendrados por el descubrimiento de la existencia de los complejos autónomos. Se trata de tres cuestiones capitales: un problema terapéutico, un problema filosófico y un problema moral; los tres están en discusión .

 

Notas

8 Introducción a la psicología analítica (segunda parte). (Véase para la primera parte, pág. 85.)

9 Todos los elementos psicológicos que tienen una tensión elevada son difíciles de manejar.

10 En este fenómeno se basan los interrogatorios judiciales cruzados, durante los cuales se esfuerzan por confundir a los Individuos sospechosos, olvidando éstos, como en nuestra experiencia, los puntos en los que han mentido, la naturaleza de su fabulación. Los lectores que estén versados en este dominio no dejarán de encontrar este parecido en la práctica judicial y de las constataciones psicológicas poderosamente evocador .

11 «La sembradora», en francés, en el original .

12 Las palabras alemanas Kondolieren (dar el pésame) y gratulieren (felicitar) se prestan al lapsus por su semejanza fonética .

13 6 Tercera conferencia .

14 FÜRST, en Estudios sobre las asociaciones, de C. G. Jung, Barth, Leipzig, 1906. (N. del T.)

15 Cuarta conferencia .

16 Podríamos hacer observaciones análogas a propósito de las visiones y de las alucinaciones de los alienados. Añadamos que esta personificación de los complejos no es necesariamente patológica; es corriente en nuestros sueños. Adiestrándose, nuestros complejos pueden hacerse visibles y audibles en estado de vigilia; el objeto de cierta disciplina del yoga es dividir la conciencia en sus componentes y hacer de cada una una personalidad distinta. Nuestro inconsciente tiene también sus. figuras típicas y personificadas, como, por ejemplo, el anima y el animus. (Véase a este respecto: C. G. JUNG, Dialectique du moi et de l'inconscient, prefacio y adaptación del doctor Roland Cahen, Galllmard, París, 1963.)

17 Lección inaugural pronunciada en la Escuela Politécnica Federal el 5 de mayo de 1934 con el título de Consideraciones generales sobre la teoría de los complejos .

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