CARL GUSTAV JUNG - LOS COMPLEJOS Y EL INCONSCIENTE        Parte II

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Libro segundo: Los complejos

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3. Funciones y estructuras del consciente y del inconsciente

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La psicología no es magia negra; es una ciencia: la ciencia de la conciencia y de sus datos; es, también, la ciencia del inconsciente, pero sólo en segundo lugar, pues el inconsciente no es directamente asequible, precisamente porque es inconsciente. Es cierto que hay personas que no temen afirmar: «El inconsciente carece de secretos para mí; le conozco como a la palma de mi mano.» Yo les respondo: «Usted quizá ha recorrido todo su consciente, pero su inconsciente lo desconoce completamente, pues el inconsciente es en verdad inconsciente; es, precisamente, aquello de lo que no estamos informados.» No olvidemos este preámbulo; pues el término de «inconsciente» se utiliza con despreocupación, hablando, por ejemplo, de datos inconscientes, de ideas, imágenes, fantasías inconscientes, etc. Es ésta una deplorable costumbre verbal. Cada corporación, como sabemos, tiene sus abreviaturas, su jerga. No se me reproche, pues, si llego a hablarles de una representación imaginativa inconsciente. Con todo rigor habría que decir una representación imaginativa que ha sido inconsciente; pues el inconsciente deposita en las playas de la conciencia una multitud de aportaciones, y cuando se les llama «inconscientes», no se hace sino designar su origen. Todo aquello de lo que somos conscientes es, naturalmente, asociado al yo por intermedio de la conciencia. El inconsciente, en cambio, no nos es directamente asequible; es preciso recurrir a métodos especiales que transfieren a la conciencia los contenidos inconscientes. La psique inconsciente es de una naturaleza enteramente desconocida; sus productos son expresados siempre por la conciencia en términos de conciencia, esto es todo lo que podemos hacer; no podemos pasar de aquí y debemos tener siempre presentes estas circunstancias en nuestra mente como último criterio de nuestro juicio, cuando tratemos de inferir, de la calidad particular de los productos del inconsciente, la naturaleza de aquello de lo que deben haber salido .

Cuando nos preguntamos por la naturaleza de la conciencia, el hecho— maravilla entre maravillas— que más profundamente nos impresiona es que apenas se produce un acontecimiento en el cosmos, se crea simultáneamente y se desarrolla paralelamente una imagen de él en nosotros, convirtiéndose así en consciente .

La conciencia no es continua. Es cierto que se habla de la continuidad de la conciencia, pero, en realidad, esta continuidad no existe y la impresión que nos la hace sentir es consecuencia del recuerdo. La conciencia es intermitente, discontinua. Si se suman las fases conscientes de una vida humana obtendremos la mitad o los dos tercios de su duración total; el resto está formado de vida inconsciente: durante la noche estamos entregados al sueño, y durante la jornada son numerosas también las horas en las que no se es consciente más que a medias o en una tercera parte. En el fondo son pocos los momentos en los que se es realmente consciente, en los que la conciencia alcanza un cierto nivel y una cierta intensidad. Lo que se manifiesta en los sueños no es más que un despreciable residuo de conciencia; en los sueños tenemos un papel esencialmente pasivo: los sufrimos .

El inconsciente, en cambio, es un estado constante, duradero, que, en su esencia, se perpetúa semejante a sí mismo; su continuidad es estable, cosa que no se puede pretender del consciente. A veces la actividad consciente cae en cierto modo por debajo de cero y desaparece en el inconsciente, donde continúa bajo forma de actividad inconsciente. Cuando nuestra conciencia presenta su nivel habitual o incluso cuando alcanza una agudeza particular, el inconsciente no por ello deja de proseguir su actividad, es decir, su sueño perpetuo. Mientras escuchamos, hablamos o leemos, nuestro inconsciente continúa funcionando, aunque no percibamos nada. Con la ayuda de métodos apropiados se puede demostrar que el inconsciente teje perpetuamente un vasto sueño que, imperturbable, sigue su camino por debajo de la conciencia, emergiendo a veces durante la noche en un sueño o causando durante la jornada singulares y pequeñas perturbaciones. Ciertas personas, dotadas de una poderosa intuición y de la facultad de percibir sus procesos interiores, o al menos de presentirlos, cuentan que pueden también observar fragmentos de tal sueño en estado de vigilia, bajo forma de ideas repentinas, de imaginaciones, ínfimas parcelas que no consienten que se las restablezca en su conjunto continuo; se puede mostrar que estas briznas se revelan durante la vida diurna por síntomas, perturbaciones del lenguaje, actos fallidos y que todas estas perturbaciones tienen entre sí secretas relaciones, a manera de raíces subterráneas entrelazadas. No siendo los contenidos del inconsciente como los del consciente inmediatamente asequibles, necesitamos dividirlos en tres clases:

1. Contenidos inconscientes asequibles .

2. Contenidos inconscientes mediatamente asequibles .

3. Contenidos inconscientes inasequibles .

1. Los contenidos inconscientes asequibles están hechos de elementos de los que podríamos tener también conciencia, aunque, en general, no la tengamos. Así, por ejemplo, no tenemos de un modo claro conciencia de la posición de nuestro cuerpo en el espacio, de ciertos gestos o de ciertas expresiones de nuestro rostro, etc., sin que, no obstante, nada nos lo impida (ciertas personas, sin embargo, experimentan más dificultades para ello que otras) .

Hay también una multitud de cosas que efectuamos inconscientemente. Si yo le pregunto, por ejemplo, a cuántas personas se ha encontrado usted por la calle hoy o a cuántas ha evitado, usted no es capaz de darme una respuesta, pues no ha prestado atención y no puede acordarse de ello. De todos es conocido el caso de la persona que saca su reloj de bolsillo, lo mira y se lo vuelve a guardar. Si un momento después, se le pregunta la hora, tiene que volver a mirar el reloj, pues todos aquellos gestos los ha hecho sin darse cuenta y no ha adquirido un conocimiento consciente del tiempo transcurrido. La orientación en el tiempo, sin embargo, revela una continuidad inconsciente; a menudo tenemos un sentido preciso del tiempo transcurrido, incluso durmiendo y sin ayuda de ningún medio consciente. Gracias a la hipnosis se puede hacer, por ejemplo, la experiencia siguiente: se sugiere a la persona hipnotizada que cuente los segundos a partir de un momento dado; el sujeto, despierto, los cuenta sin percatarse de ello; si se le hace dormir durante ciertos intervalos y se le pregunta luego cuántos segundos han transcurrido, es capaz de responder el número exacto .

Además, está también la masa de objetos y de acontecimientos de nuestra vida que han caído normalmente en el olvido, de los que no tenemos conciencia en un momento dado, pero que nos son asequibles en todomomento por poco que concentremos sobre ellos nuestra atención .

2. Los contenidos inconscientes mediatamente asequibles son ya más coriáceos. Sin duda, a todo el mundo le ha ocurrido alguna vez, por ejemplo, conocer el nombre de una persona y no poderlo recordar; como suele decirse, se le tiene «en la punta de la lengua», sin lograr, no obstante, pronunciarlo: de momento es inasequible. Con la ayuda de pequeños recursos se consigue cazar al fin el nombre huidizo. O bien se hace un nudo en el pañuelo para recordar al verlo que se ha olvidado tal o cual cosa, lo que constituye ya un recuerdo mediato.

Hechos análogos pueden producirse también espontáneamente. He aquí un ejemplo: un psicólogo se pasea por el campo y pasa ante una granja. Continúa su paseo, pero, de pronto, se siente asaltado por recuerdos de infancia tan intensos que se imponen a su atención; sorprendido, se pregunta:

«¿Por qué me he ido de pronto a pensamientos de esa época? ¿Cuándo empezó esto?» Remontando el curso de sus pensamientos acude a su mente que los recuerdos infantiles comenzaron a surgir en él aproximadamente unos cinco minutos antes, al pasar por delante de la granja. Vuelve, pues, sobre sus pasos para buscar el posible motivo de sus reminiscencias. Al acercarse de nuevo a la granja percibe un olor muy especial, el de un criadero de ocas, olor que estaba asociado a sus primeros años y del que había conservado el recuerdo. Al pasar la primera vez lo había respirado sin darse cuenta; pero el olor no dejó por ello de actuar sobre su inconsciente, que empezó a elaborar recuerdos de sus primeros años. Se trataba, pues, de un contenido mediatamente asequible .

3. Pasemos a los contenidos inconscientes inasequibles. Pueden existir en número indeterminado, pues ignoramos la amplitud que puede alcanzar el inconsciente, así como la posible riqueza de sus contenidos. Sabemos que ciertos vestigios, de los que podríamos, a decir verdad, acordarnos, son inconscientes en nosotros, tales como las reminiscencias de la vida infantil, pues recordamos, sí, una multitud de incidentes de nuestra vida de niños, pero también olvidamos mucho: hasta la edad de cinco o seis años—y para ciertas personas hasta la edad de diez e incluso de quince años— la infancia está cubierta por una densa oscuridad .

Hay sujetos, como, por ejemplo, Spitteler, capaces de acordarse de sueños que se remontan a su segundo año; sin embargo, incluso cuando los recuerdos de la infancia se remontan a edades muy tempranas, los largos tramos de existencia vivida que se intercalan entre ellos han naufragado sin dejar rastros. La conciencia infantil, considerada retrospectivamente, se parece a un archipiélago de imágenes aisladas que emergen de las aguas .

Hay, también, en el hombre síntomas neuróticos que indican la presencia de contenidos inconscientes y que el sujeto no puede precisar ni definir .

Hay incluso estados en los que se es presa de sensaciones, de humores, de una tonalidad muy determinada, pero difíciles de describir, pues hunden sus raíces en las esferas que están fuera del alcance de la conciencia .

Hay en el inconsciente, además, acontecimientos totalmente inaccesibles en un momento dado, por la buena razón de que no han sido nunca todavía conscientes: las ideas creadoras, por ejemplo, que brotan en nuestro espíritu de forma inesperada y que, previamente, no estaban todavía adscritas de modo alguno a nuestro consciente; carecíamos de relaciones con ellas y por ello dormitaban encerradas en la ganga del inconsciente, como siguen haciéndolo sus hermanas .

Citemos también percepciones más sutiles todavía, los presentimientos y las intuiciones: poco antes de que estallara la guerra de 1914, numerosas personas tuvieron presentimientos singulares, estados afectivos que las dejaban atónitas, al no existir todavía la realidad a la que había que adscribirlos .

La conciencia es, por naturaleza, una especie de capa superficial, de epidermis flotante sobre el inconsciente, que se extiende en las profundidades, como un vasto océano de una continuidad perfecta. Kant lo había presentido: para él, el inconsciente es el dominio de las representaciones oscuras que constituyen  la mitad de un mundo. Si juntamos el consciente y el inconsciente, abarcamos casi todo el dominio de la psicología. La conciencia se caracteriza por una cierta estrechez; se habla de la estrechez de la conciencia, por alusión al hecho de que no puede abarcar simultáneamente sino un pequeño número de representaciones. He encontrado un caso que ilustra perfectamente este hecho: a una paciente que sufría una neurosis obsesiva se le había metido en la cabeza que tenía que interpretar al piano dos melodías a la vez y se martirizaba con este ejercicio hasta que le daba un síncope. Este caso demuestra lo poco capaces que somos de mantener a la par dos representaciones en la conciencia .

La conciencia es una especie de órgano de percepción y de orientación dirigido, en primer lugar, hacia el mundo ambiente. Está localizada en los hemisferios cerebrales, de los que es una de las funciones, mientras que el resto de la psique, según toda probabilidad, no está localizado en los hemisferios cerebrales, sino en algún otro lugar. Lo mejor para persuadirse de ello es hablar con primitivos. Tuve una vez una conversación con un jefe de indios pueblos, cuya confianza me había ganado diciéndole que yo era también de una tribu dedicada a la cría de ganado, pero que no vivía en el continente americano. Me habló con toda franqueza de las particularidades de los americanos y me dijo cosas muy interesantes, válidas también para los europeos. He aquí el punto culminante de nuestra conversación: —Los americanos están locos .

—Pero, ¿por qué? —¡Dicen que piensan con la cabeza! —¿Y no es así? — ¡Claro que no: se piensa con el corazón! Para este hombre la conciencia intensa está formada de la intensidad del sentimiento, o, en términos científicos, llama psique a lo que afecta al corazón. Los miembros de ciertas tribus negras primitivas pretenden que el pensamiento tiene su asiento en el vientre; son tan primitivos e inconscientes que sólo la actividad psíquica que les afecta a las entrañas llega hasta su conciencia y es considerada como expresión de la psique. Así, cuando algo les estomaga, «les muele el hígado» o les crea ciertos trastornos funcionales del abdomen, lo perciben y concluyen de ello que es ahí, en el abdomen, donde está localizada la psique. Esto está también en el origen de ciertos sistemas hindúes de meditación, muy curiosos, que presentan una serie de escalones que comienzan en la región de la vesícula (las primerísimas manifestaciones psíquicas han sido percibidas en relación con trastornos de la vesícula) y que culminan en la cabeza, tras haber franqueado las etapas del estómago, del corazón y del cuello. Para nosotros, la conciencia está localizada en el cerebro. Pero la conciencia no es toda la psique; la psique es todo el cuerpo y cuyo centro, filogenéticamente, no estaba en la cabeza, sino en el vientre, en su amasijo de ganglios. Estos últimos constituyen sin duda la base original de la entidad psíquica, mientras que los hemisferios cerebrales han contribuido esencialmente a la elaboración de la conciencia, cuya localización indica ya que constituye una función perceptiva, un órgano de percepción. En efecto, todos los nervios sensoriales principales terminan en el cerebro, donde son registradas y agrupadas las comunicaciones enviadas por la superficie sensorial. Por consiguiente, es históricamente comprensible que la psicología en tanto que ciencia, cuyos comienzos se remontan a los siglos xvii y xviii, haya comenzado por interesarse por las percepciones de los sentidos y que los psicólogos hayan empezado por hacer derivar la conciencia de los sentidos, como si aquélla no consistiera sino en datos sensoriales. Toda la psicología científica, en sus comienzos, está basada en las sensaciones, y vemos que esto perdura hasta en pleno siglo xix; la concepción central que de ello resulta, a saber, la primacía de los sentidos y de la conciencia, continúa hasta cierto punto dominando aún en nuestros días; por ejemplo, en la obra de Freud, cuya teoría hace derivar el inconsciente del consciente. De hecho, las cosas se presentan de forma esencialmente diferente; siendo las funciones psíquicas originarias estrechamente solidarias del sistema nervioso simpático, yo diría más bien que el elemento primero es, evidentemente, el inconsciente, del que poco a poco se desprende la conciencia .

¿Qué es la conciencia? Ser consciente es percibir y reconocer el mundo exterior, así como al propio ser en sus relaciones con este mundo exterior. No es éste el lugar para hablar del mundo exterior, ya que el objeto propio de la psicología es el hombre. Verse en las relaciones con el mundo exterior significa reconocerse a sí mismo en su ambiente. ¿Qué es este «sí mismo»? Es, ante todo, el centro de la conciencia, el yo. Cuando un objeto no es susceptible de ser asociado al yo, cuando no existe un puente que una el objeto con el yo, el objeto es inconsciente; es decir, que para aquél es como si no existiera. Por consiguiente, se puede definir la conciencia como una relación psíquica con un hecho central llamado el yo. ¿Qué es el yo? El yo es una magnitud infinitamente compleja, algo como una condensación y un amontonamiento de datos y de sensaciones; en él figura, en primer lugar, la percepción de la posición que ocupa el cuerpo en el espacio, las de frío, calor, hambre, etcétera, y luego la percepción de estados afectivos (¿estoy excitado o tranquilo?, ¿me es agradable o desagradable tal cosa?, etc.); el yo implica, además, una masa enorme de recuerdos: si mañana yo me despertara sin recuerdos, no sabría quién soy. Necesito disponer de un tesoro, de un fondo de recuerdos, que son como relaciones o notas que informan sobre lo que fue. No podría haber conciencia sin todo esto. Sin embargo, el elemento esencial parece ser el estado afectivo: cuando estamos dominados por un afecto es cuando tomamos conciencia de nosotros mismos con mayor agudeza, cuando nos percibimos a nosotros mismos con mayor intensidad. Por ello no es improbable pensar que la conciencia originaria surgió durante un afecto; un golpe en la cara, por ejemplo, podría ser el origen de las primeras reflexiones del individuo sobre sí mismo .

Hay gran número de seres que no son sino parcialmente conscientes; incluso entre los europeos, muy civilizados, se encuentra un número importante de sujetos anormalmente inconscientes, para los que una gran parte de la vida transcurre de forma inconsciente. Saben lo que les pasa, pero sólo imperfectamente se representan lo que hacen y lo que dicen. Son incapaces de percatarse del alcance de sus acciones; ¿qué es, en definitiva, lo que les hace conscientes? Si sobreviene un hecho inesperado o chocan con alguna costumbre o con algún hábito firmemente establecido, y si esta colisión provoca fatales consecuencias, la luz se hará en su espíritu, iluminando los motivos de su acción, haciéndoles sobresaltarse y convertirse en conscientes.

Muchos sujetos no llegan a ser conscientes sino de esta forma, pues el yo sólo es intensamente consciente en el curso de momentos afectivos de esta naturaleza. Del mismo modo los animales sacan enseñanzas, sobre todo de los estados afectivos; cuando, por ejemplo, un animal ha comido algo bueno o cuando ha recibido un golpe, queda en él una impresión que le deja huella y que crea, amalgamándose con las otras experiencias de la misma naturaleza, una cierta continuidad. Por esta razón es preciso considerar que también los animales, en cierto sentido, tienen un yo. Como se ve, este yo previo es una condición sine qua non de toda conciencia. Dentro de esta relación es importante ser egoísta o egocéntrico, al objeto de la toma de conciencia de sí mismo. El egoísmo, hasta un cierto grado, es una pura necesidad. Sin este poderoso impulso fundamental no podríamos mantener nuestra conciencia y volveríamos a caer en un estado crepuscular. Difícilmente nos hacemos una idea de ello, pero observen a un primitivo y constatarán que, si no es animado por algún acontecimiento, nada se produce en él; permanece sentado durante horas en una inercia total; si le preguntamos en qué piensa, se ofende, pues pensar es a sus ojos el privilegio de los locos. No hay, pues, motivos para suponer que en él se agite un pensamiento; sin embargo, su estado está asimismo muy lejos de ser un estado de reposo absoluto; el inconsciente ejerce en él una actividad vivaz, de la que pueden brotar ideas repentinas e interesantes, pues el primitivo es un maestro en el «arte» de dejar hablar a su inconsciente y de prestarle una fina atención .

La conciencia, órgano de orientación, utiliza ciertas funciones para orientarse en el espacio exterior, en su ambiente. (Tiene a su cargo, además, la orientación en el espacio interior; volveremos sobre esto.) En el espacio exterior figuran objetos que son manifiestamente diferentes de nosotros mismos. Para percibir este mundo de objetos y para orientarnos en él, utilizamos sobre todo las impresiones sensoriales. No hablaré en lo que sigue de las impresiones sensoriales tomadas una a una; las reúno bajo la rúbrica de «la sensación», que las engloba a todas .

La sensación nos indica, por ejemplo, si el espacio en el que nos encontramos está vacío o si figura en él algún objeto, si el objeto está en estado de reposo o si se mueve. La sensación, en tanto que función psíquica, es por esencia irracional.

¿Por qué? Lo vamos a comprender. Si deseamos percibir una sensación en forma todo lo espontánea y pura que sea posible, debemos prescindir de toda previsión respecto a lo que vamos a percibir, pues, en general, esta previsión perjudicaría ya a la sensación futura. Si desearnos experimentar una sensación y nada más que una sensación, debemos excluir todo lo que sea susceptible de perturbar su percepción. Debemos ser todo ojos y oídos, pero no hacer nada ni tolerar tampoco la menor intromisión: guardémonos, por ejemplo, de reflexionar sobre el origen de la excitación sensorial. No debemos saber nada sobre él; de no ser así, nuestra percepción sería de antemano sofisticada, desfigurada, incluso reprimida. Cuando, por ejemplo, un espectáculo cautiva nuestra atención, nos olvidamos de escuchar y a la inversa. La sensación, para ser pura y viva, no debe incluir ningún juicio, ni ser influenciada o dirigida; debe ser irracional .

Una segunda función nos dice, una vez que la sensación ha constatado la presencia de un objeto en el espacio en el que nos encontramos, lo que este objeto es. Este acto, esta función de conocimiento es, en un plano primitivo, lo que se llama el pensamiento. Éste es una función racional: juzga, excluye; es su tarea primordial; a él le corresponde precisar lo que una cosa es. Debe aprehender su especificidad, diferenciarla de lo que no es, cosa que es una función racional .

Una vez que hemos constatado la presencia de un objeto en nuestra proximidad y que nos hemos enterado de que es esto o aquello, nuestras informaciones se limitan todavía a la impresión sentida en el momento presente. Ahora bien, este dato actual, instantáneo, tiene un pasado y un futuro. Ha sido y devendrá. Representa, pues, en ese instante, una fase de un proceso de metamorfosis, pues a la larga nada es, todo se transforma. Por consiguiente, la cosa cuya existencia actual hemos constatado posee rasgos que denotan el pasado y hacen presentir el futuro. Estos rasgos, sin embargo, no están incorporados a la forma actual; sólo prestan a ésta una atmósfera que flota y la rodea. Sin duda, también aquí los sentidos pueden sernos de alguna utilidad, y el pensamiento, asimismo, puede realizar ciertas constataciones; pero, además, tenemos el dominio de las suposiciones, de los presentimientos, de las «impresiones vagas», como las llamamos. Tenemos cierto olfato para el origen de las cosas y presentimos su evolución, su devenir futuro: esta es la esfera de la intuición. La intuición es una función que, normalmente, se emplea poco, tanto más cuanto se vive una vida regular, entre cuatro paredes, forzada a un trabajo rutinario. Pero si uno se ocupa de la bolsa o vive en el África central, emplea sus hunches (6) con toda naturalidad. No podemos, por ejemplo, prever si a la vuelta de un matorral nos vamos a encontrar con un tigre o un rinoceronte, pero sí podemos tener un hunch que quizá nos salve la vida. La gente que vive expuesta a las condiciones naturales hacen un gran uso de la intuición; también la utilizan todos aquellos que arriesgan algo en un dominio desconocido, que son pioneros de una u otra forma: los inventores, los jueces, etcétera. En cuanto uno se encuentra en presencia de condiciones nuevas, todavía vírgenes de valores y de conceptos establecidos, se depende de esta facultad de intuición .

Tras haber constatado las cosas en su objetividad, no debemos perder de vista que no son únicas en el universo; también nosotros estamos incluidos en él. Entre la cosa y yo o entre mí mismo y la cosa hay relaciones, lazos; de una u otra forma yo soy afectado por todos los objetos, agradables o desagradables, interesantes o repugnantes, deseados u odiados por mí: esta es la esfera del sentimiento. El sentimiento me dicta el valor que un objeto tiene para mí. Es una función racional que formula un juicio preciso, mientras que la intuición, percepción espontánea de posibilidades vagas, es una función irracional .

Provistos de estas cuatro funciones de orientación que nos dicen si una cosa existe, qué es, de dónde procede y hacia dónde tiende, y, en fin, lo que ella representa para nosotros, estamos ya orientados en nuestro espacio psíquico.

De este modo se encuentran también precisadas las necesidades de nuestra orientación. En general, podemos utilizar estas cuatro funciones como queramos: quiero mirar, observar, oír (sensación); quiero saber lo que es tal cosa (pensamiento), qué valor tiene para mí (sentimiento), etc. Pero también sabemos por experiencia que estas mismas funciones son susceptibles de ejercerse automáticamente; por ejemplo, cuando una sensación irrumpe en nuestra pasividad al margen de todo deseo por parte nuestra o incluso imponiéndosenos en contra de nuestra voluntad. Si resuena fuera un cañonazo, no hay nada que me haya preparado para oírlo y, sin embargo, la detonación me ensordece: la percibo involuntariamente .

Todas estas funciones no se ejercen sólo en la conciencia, sino también en el inconsciente. Si resuena una detonación mientras duermo, puedo, quizá, percibirla y amalgamarla con un sueño. Soy, entonces, enteramente pasivo; de la misma manera, relaciones y juicios intelectuales o sentimentales pueden formarse en el inconsciente y desarrollarse involuntariamente durante el sueño. Nuestras cuatro funciones primordiales no son, pues, únicamente patrimonio del consciente; son en sí mismas funciones psíquicas, susceptibles de ejercerse sin la participación de la conciencia .

Estas funciones están dotadas cada una de energía específica; les es inherente una tensión energética que preside su actividad; existe, evidentemente, un gran margen de variaciones individuales. El caso ideal sería aquel en que las cuatro funciones estuvieran dotadas de los mismos recursos energéticos; se ejercerían entonces las cuatro en igual proporción. Grados de actividad muy diferentes en ellas pueden ser el origen de perturbaciones. Así, no debemos ni podemos contentarnos con constatar simplemente que una cosa existe; nos es preciso también enterarnos de lo que es, sentir el valor que tiene para nosotros, olfatear, inducir de dónde procede y hacia qué tiende. Si una de estas funciones no es empleada, se desarrolla y se pierde en el inconsciente; provoca entonces una activación poco natural de éste, pues la evolución humana ha llegado a un estadio en el que estas funciones pueden y deben ejercerse en la conciencia. En la mayoría de las personas, una de las funciones es ejercida, desarrollada y diferenciada con predilección, en detrimento de las otras, que vegetan en una inconsciencia más o menos vasta, lo que provoca en estos sujetos una unilateralidad singular. Subrayemos, por otra parte, que no es posible hacer simultáneamente a todas las funciones conscientes en alto grado ni diferenciarlas todas a la vez. En general, solemos dar la preferencia a una de las funciones; probablemente porque nuestras aptitudes, nuestra diferenciación cerebral o la energía de que disponemos no bastan para proveer igualmente a las cuatro funciones a la vez. De ello resultan diferenciaciones singulares y específicas de la psique humana .

La energía propia, inherente a una de las funciones en ejercicio, puede ser decuplicada, por lo que llamamos la atención y la voluntad. La atención no constituye más que un aspecto de la voluntad. Podemos aumentar la energía específica de una función por un acto de voluntad, que nos permite dirigirla, hacerla exclusiva, adecuando ciertos registros suyos a expensas de algunas de las restantes. Así, en un concierto nos concentramos y somos todo oídos. El yo está dotado de un poder, de una fuerza creadora, conquista tardía de la humanidad, que llamamos voluntad. Al nivel primitivo, la voluntad no existe todavía; el yo no está hecho sino de instintos, de impulsos y de reacciones; de la voluntad no ha aparecido todavía la menor traza. También en los animales se encuentra una multitud de instintos, pero una cantidad mínima de voluntad. He aquí un ejemplo, observado por mí mismo, de la debilidad de la voluntad en los primitivos. Durante algún tiempo estuve en África Oriental entre una tribu muy primitiva. Era buena gente, que no querían sino ayudarme .

Cierta vez tenía que mandar unas cartas y necesité un mensajero. Fui a ver al jefe y le rogué que me mandara uno. Poco después un joven indígena se presentó a mí y me dijo que era el mensajero que había pedido. Había que recorrer aproximadamente una distancia de ciento veinte kilómetros hasta el término del ferrocarril de Uganda, donde se encontraban los blancos más próximos. Tendí al mensajero las cartas formando un paquete y le dije: «Lleva estas cartas a la estación de los hombres blancos de tal lugar.» El mensajero, por toda respuesta, me miró con ojos extraviados y vacíos y ni siquiera tendió la mano hacia el paquete. «Toma estas cartas y vete», repetí. El mensajero me había comprendido, sin duda, pero no lograba reaccionar ante aquella invitación singular. Pensé, primeramente, que no le interesaba. Vino entonces un negro somalí que me cogió las cartas de la mano y me dijo: «Te portas de una manera torpe y tonta; te voy a mostrar cómo hay que hacer.» Cogió un látigo y avanzó amenazador hacia el hombre, diciéndole: «Estas son las cartas, tú eres el mensajero, y éste es el bastón (el bastón tenía una ranura por la que se introducía las cartas; era el 'bastón del mensajero', con el que las llevaban): tienes que cogerlas.» Y le pegó en los costados con el bastón, le sacudió y le maldijo a él y a sus antepasados hasta la séptima generación.

«Tienes que correr de esta forma», gritó el negro somalí remedándole mediante una danza lo que el indígena tenía que hacer. El hombre, poco a poco, se despertó, sus ojos se iluminaron y esbozó una ancha sonrisa: había comprendido. Partió como una bala de cañón y recorrió los ciento veinte kilómetros hasta la estación en una sola etapa. ¿Qué había pasado? El primitivo no es capaz de querer: tiene que reunir sus energías; había sido necesario que a nuestro hombre le pusieran en condiciones de sentirse mensajero; de ahí la razón de ser y la necesidad de esta ceremonia: había despertado en él el estado de ánimo que le había convertido en correo; desde ese momento tenía las cartas del hombre blanco en la mano, las llevaba hacia su destino y todos los indígenas que encontraba en su camino se decían: «Sí, es el correo, es el mensajero.» Esto hacía de él el hombre importante del momento, le confería una dignidad a la que no habría llegado si antes, con la ayuda de los latigazos, no le hubieran puesto en el estado de ánimo de un mensajero. Se trataba de un caso de sugestión; los indígenas, para emprender algo, necesitan, en cierto modo, ser debidamente hipnotizados. Este ejemplo demuestra que falta la relación entre la palabra y la acción, que la función de la voluntad no está educada en ellos y que no actúan sino bajo el influjo de los humores y los afectos. Al comienzo de mi estancia en África me sorprendía la brutalidad con que eran tratados los indígenas, pues el látigo era moneda corriente; al principio me pareció superfluo, pero tuve que convencerme de que era necesario; desde entonces llevé continuamente conmigo un látigo de piel de rinoceronte. Aprendí a simular sentimientos que no tenía, a gritar a voz en cuello y a dejarme llevar por la cólera. Todo esto es preciso para suplir la voluntad deficiente de los indígenas. Esta concepción la confirman innumerables ritos que sólo ella permite comprender. Los indígenas, antes de partir para la caza, ejecutan danzas, imitan la caza, cuya búsqueda emprenden; realizan el indispensable «rito de entrada» para crear en ellos el humor, el estado de ánimo, la emoción necesarios para la acción a efectuar, para concentrar la energía difusa, su interés en la acción a realizar, es decir, para despertar la voluntad; el retorno de la caza da lugar, a su vez, a ceremonias complicadas y análogas que persiguen el objeto inverso del restablecimiento del humor pacífico y cotidiano. Cuando los dinkas del Nilo Blanco, por ejemplo, matan un hipopótamo, le abren el vientre y uno de ellos penetra en su cuerpo, se arrodilla ante la columna vertebral y le dirige al alma del hipopótamo, que consideran está en la médula espinal, la siguiente plegaria: «Querido y buen hipopótamo: perdónanos por haberte matado. No ha sido por maldad, sino porque apreciamos tu carne. No les digas a tus hermanos y a tus hermanas que te han matado, diles que amas a los hombres.

También nosotros te amamos y te comemos gustosos. Si tú te enfadaras, les dirías a tus hermanos y hermanas que se alejaran, y nosotros no tendríamos ya carne.» Después de pronunciar esta plegaria vienen las danzas del «rito de salida», cuyo objeto es liberar a los cazadores de los apetitos y de la atmósfera sanguinaria de la caza y restablecer en ellos la atonía de «todos los días». Se asiste a un espectáculo no menos singular y revelador cuando los guerreros han combatido y cuando uno de ellos ha hecho una víctima (lo que es, por otra parte, muy raro, pues allí las luchas son, en general, poco sangrientas). El que ha matado regresa como vencedor, como guerrero valeroso. ¿Cómo le honran los demás? Sus congéneres se apoderan de él, le aprisionan y le someten durante dos meses a un régimen vegetariano, a fin de que pierda la costumbre de hacer derramar la sangre .

Entre nosotros, el yo está dotado de una energía disponible, gracias a la cual podemos influir sobre el curso natural de los acontecimientos. Podemos, como ya hemos dicho, querer mirar, pensar, prever; podemos incluso querer experimentar tal o cual sentimiento. La voluntad es una gran maga que, además, añade a sus encantos la paradoja de sentirse y de aspirar a ser libre.

Experimentamos el sentimiento de libertad, incluso cuando se puede probar la existencia de causas precisas que, con toda necesidad, debían entrañar tal o cual consecuencia, que, precisamente, hemos realizado: a pesar de ello, el sentimiento de libertad es, no obstante, muy vivo en nosotros. Sabemos, por otra parte, que no existe nada que no tenga su causa, lo que nos obliga a pensar que la voluntad también debe depender de algunas determinantes.

¿Entonces? Si la voluntad está marcada por esa libertad soberana que la caracteriza, ello se debe a que es una parcela de esa oscura fuerza creadora que yace en nosotros, que nos conforma, que edifica nuestro ser, que reacciona frente a nuestro cuerpo, que mantiene o destruye su estructura y que crea vías nuevas. Esta energía aflora, en cierto modo, en el seno de la voluntad y hasta en la esfera de la conciencia humana, aportando consigo ese sentimiento absoluto y soberano de imperecedera libertad que no se deja alterar o restringir por ninguna filosofía. Podemos invocar todos los sistemas filosóficos que queramos: el sentimiento de libertad se mantiene siempre presente en el corazón del hombre, indestructible, riéndose de los sistemas, constituyendo un dato quizá singular, pero, en todo caso, original de la naturaleza .

 

 

Intentemos resumir en un esquema los conocimientos que acabamos de adquirir sobre la conciencia .

En este dibujo esquemático el yo, cruzado por una línea AA', aparece fraccionado en dos partes. La parte inferior de este yo existe sin que yo me dé cuenta de ella, no me es consciente ©; en ella hay cosas que desconozco de un modo radical. Nos vemos obligados a suponer que partes integrantes de nuestra totalidad psíquica de ser viviente, de nuestro sí mismo, llevan una existencia oscura e inconsciente. Estas partes ocupan el puesto situado bajo la línea AA'. El círculo más central representa al yo, en torno al cual se puede hacer figurar sus cuatro funciones primordiales en un orden que, naturalmente, varía de forma individual. Este esquema constituye sólo una estructura, la trama sobre la que se aplican las diferentes envolturas personales con que el yo se rodea. Si conocemos superficialmente a una persona cuyas funciones responden a la disposición que aquí hemos representado, creemos primero que estamos tratando a un ser sensorial, sensitivo; poco después descubrimos que esa persona no se detiene en la apariencia sensorial, manifiesta, de las cosas, sino que reflexiona sobre su naturaleza.

Luego, poco a poco, comprobamos en ella la existencia de la intuición y, por fin, del sentimiento. En ese caso no podría ser de otro modo. Sin embargo, la necesidad singular que hace suceder una función racional a una función irracional no está suficientemente expresada en el esquema anterior. La pondrá más de relieve otro esquema, que deriva, naturalmente, de que la conciencia es la instancia que preside nuestra orientación. Ahora bien, si queremos orientarnos en la superficie de la tierra, tendremos que conocer los cuatro puntos cardinales; «por tanto, no es forzar las analogías el situar en la esfera psíquica las funciones que nos revelan los cuatro aspectos fundamentales de las cosas en las cuatro esquinas de nuestro horizonte espiritual» .

Debemos observar que estas funciones presentan entre sí ciertas incompatibilidades, hecho que se tiene presente en el esquema, contraponiéndolas entre sí. La sensación y la intuición ofrecen el ejemplo más claro.

 

 

Percibiremos su oposición observando con atención la forma en que un ser sensorial, por un lado, y un ser intuitivo, por otro, examinan las cosas. Sus disposiciones fundamentales se revelan en su forma de ver. El que ve las cosas como son las aprehende, las aferra, en cierto modo, entre sus ejes ópticos: es el ser sensorial. El intuitivo, por su parte, engloba, envuelve las cosas con su mirada, que irradia y resplandece, los ojos de Goethe son un ejemplo notable de esto). Podemos concluir de ello que el intuitivo, en el fondo, no ve las cosas; no percibe más que su atmósfera; mira más allá del objeto, no se preocupa de observarlo, constituyendo para él un dato sin mucha importancia. Lo que está curioso de conocer es el clima de las cosas, su origen y su destino. Por eso se fija en su conjunto, buscando aclaraciones sobre su naturaleza particular y sobre su vida específica, sobre la forma en que este conjunto se desliza en la corriente de los acontecimientos, en la trama del devenir. Por consiguiente, podemos constatar desde el primer momento si una persona pertenece o no al tipo intuitivo, según que su mirada emita o no esa singular aureola, esa especie de irradiación que tantea los objetos, que trata de penetrar el misterio de su intrincación y que falta totalmente en el tipo sensorial. Y ello es así, pues, si deseamos ver las cosas como son, no debemos mirar lo que las rodea, no debemos concentrarnos en sus circunstancias. Es preciso que fijemos las cosas y que las desvinculemos, en la medida en que podamos, de todo lo que resulta de su recíproca intrincación. Una incompatibilidad análoga existe entre el pensamiento y el sentimiento. Si deseamos pensar —y pensar acertadamente, según la sana lógica— no debemos dejarnos llevar al mismo tiempo por el sentimiento, pues la lógica del corazón puede arrastrar fácilmente a nuestro pensamiento fuera de sus propios caminos. Si reflexionamos sobre la biología de la rana, no debemos dejarnos llevar hasta decir: «¡Oh, qué bello animal!» En este caso debemos excluir de nuestras reflexiones al sentimiento. Por eso los objetos sometidos al pensamiento deben estar situados momentáneamente al margen de los valores, cualesquiera que sean los que pueden constituir por sí mismos. Saber si algo tiene o no para mí valor no entra en una categoría del pensamiento, sino en la del sentimiento. El sentimiento inquiere el valor que una cosa tiene para el sujeto, verificación que el pensamiento—función, en cierto modo, neutral en este debate y que obstruiría el campo limitado de la conciencia—no podría sino estorbar. En resumen, tanto para el pensamiento como para el sentimiento la función contraria debe ser excluida. Del mismo modo, como hemos visto, la intuición y la sensación se excluyen entre sí.

Estas cuatro funciones se oponen, pues, dos a dos. En este esquema el sujeto figura en el centro; es el yo, que debemos representarnos dotado de la energía específica llamada voluntad; cada función en particular está dotada también de una parte de energía que le es propia; la distribución de la energía acarrea las variaciones individuales que hemos mencionado más arriba .

Estos desarrollos no constituyen, naturalmente, sino esquemas, con cuya ayuda no se podría explicar todo, pero que tienen su utilidad como tablas de orientación en el laberinto de los hechos psicológicos. Pues estas diferencias juegan un gran papel en la psicología práctica. No piensen que yo me paso el tiempo clasificando a las personas en tal o cual categoría y diciendo: «Es un intuitivo» o «Es del tipo pensador e intelectual». Con frecuencia son otros quienes me preguntan: «¿A qué tipo pertenece tal persona?» Las más de las veces me veo precisado a contestarles que no he reflexionado sobre ello, lo que es cierto. Resulta bastante estéril poner etiquetas a las personas y comprimirlas en categorías. No obstante, si nos encontramos en presencia de numerosos documentos humanos, hacen falta principios críticos que permitan introducir en ellos un orden. Esto es particularmente importante cuando los seres en cuestión son personas de psiquismo turbado o confuso, o también cuando hay que explicarle una persona a otra. Por ejemplo, si tenemos que explicar cómo es una mujer a su marido o un marido a su mujer, es de una gran ayuda el disponer de criterios objetivos. De no ser así, nos quedaremos siempre en frases como: «El dice que......ella dice que..... . etcétera.» Pasemos ahora a otro campo, al de la orientación en el espacio interior.

Entiendo por ello la orientación en el seno de los acontecimientos psíquicos que se producen realmente en nosotros, en el corazón de nuestro yo, como si la esfera central en nuestro esquema estuviera hueca y fuese el campo de incidentes significativos, de los que debemos formarnos una idea. Si la línea AA' (esquema I) representa el umbral de la conciencia, tenemos en (B) la parte consciente "del yo y en © su parte inconsciente, el mundo de la sombra. En © el yo es oscuro y apenas si distinguimos algo en él; somos un enigma para nosotros mismos. Conocemos la parte de nuestro yo representada por (B), pero no conocemos la representada por © . Así se explica que descubramos siempre algo nuevo en nosotros mismos. Casi cada año surge en nosotros algo que no habíamos sospechado hasta entonces. Aunque siempre pensamos que hemos acabado con estos descubrimientos, no obstante seguimos descubriendo que somos también tal o cual cosa, haciendo incluso a veces constataciones asombrosas.

Esto demuestra perfectamente que siempre hay una parte de nuestra personalidad que es inconsciente, que está en vías de formación; estamos eternamente inacabados, crecemos y cambiamos. La personalidad futura que seremos está ya en nosotros, pero todavía oculta en la sombra. El yo, en cierto sentido, es como una rendija móvil que se desplaza sobre un film, progresivamente.

Las potencialidades futuras del yo dependen de su sombra presente. Sabemos lo que hemos sido, pero ignoramos lo que seremos .

Pero dejemos ahora a un lado la sombra, la parte © del yo, y concentrémonos en el inventario de los elementos discernibles de nuestra vida inferior. Nos encontramos, en primer lugar, con el recuerdo y la memoria, que brotan indudablemente del interior. Están hechos de cosas que hemos almacenado y que, desde el interior, vuelven a desfilar ante nuestro espíritu, nos ocupan, nos torturan o nos encantan. La función de la memoria nos liga con las cosas que han desaparecido de nuestra conciencia, que se han convertido en subliminales, que han sido rechazadas o desechadas. Lo que llamamos memoria es una facultad de reproducción de los contenidos inconscientes. Es la primera función que podemos distinguir claramente en las relaciones que existen entre nuestra conciencia y los contenidos que no están presentes en ella actualmente. Los contenidos de la esfera interior del yo no se agotan señalando la presencia de la memoria y de la masa de los recuerdos, aunque, vista desde la conciencia, nuestra esfera interior tenga una apariencia bastante pobre. La estrechez de la conciencia no nos permite tampoco sino algunas representaciones simultáneas, que parten, asimismo, de algunos recuerdos simultáneos: hay motivos, al parecer, para que nos sintamos siempre impresionados por el vacío, por la indigencia, de este reino interior que llevamos en nosotros. Pero si observamos y registramos durante un cierto lapso de tiempo la cantidad de recuerdos que afloran a la conciencia, para abandonarla inmediatamente después, constataremos que este espacio interior contiene riquezas mucho más considerables que las que imaginábamos al principio. Sin embargo, son raros los que hacen esta experiencia; y cuando el hombre conserva de la vida interior sólo su primera impresión de pobreza, ésta constituye una de las causas de la excesiva subestimación que afecta comúnmente a las cosas del alma. Normalmente no podemos representarnos en un instante la totalidad de nuestro ser psíquico, ni siquiera la totalidad de nuestros recuerdos. Una representación global de esta naturaleza supone un estado de suprema tensión, como el que se produce a veces durante un accidente. El profesor Heim cuenta cómo, en un accidente de montaña, toda su vida pasó ante sus ojos en el espacio de unas fracciones de segundo. Es como si, en esos momentos de indescriptible tensión, la conciencia adquiriera una extensión explosiva, de suerte que su haz luminoso, adquiriendo de pronto una amplitud inusitada, abarcara un número inmenso de recuerdos y de representaciones (hipermnesia). En circunstancias habituales, nada semejante ocurre: el cuadro que se ofrece a nuestra memoria, tanto espontánea como voluntaria, es pobre; como por un ojo de buey contemplamos algunos de nuestros recuerdos, pero no la totalidad, no la plenitud de las imágenes de que estuvo formada nuestra vida.

Si fuéramos capaces de esta memoria, lo psíquico se nos aparecería bajo una luz distinta y gozaría de una estima muy diferente. San Agustín, en sus Confesiones, ha escrito un capítulo revelador sobre la memoria .

La vida interior incluye, junto a los recuerdos, otros elementos; fijémonos ahora—en un orden de interioridad creciente—en lo que yo llamo las contribuciones subjetivas de las funciones: no es posible hacer, pensar, sentir o querer una cosa sin que se mezcle inmediatamente algo subjetivo .

Supongamos que estamos contemplando un objeto perfectamente objetivo, digamos una locomotora; afirmamos que el objeto de nuestra percepción es una locomotora. Esta representación, en sí, es ya el fruto de una síntesis de sensaciones y también de imágenes, la cual integra, bajo la mirada del pensamiento, múltiples rasgos en una unidad. En efecto, junto a esta representación objetiva se insinúan incidencias subjetivas, que se deslizan al margen o en el seno de la representación central y que, al embrollar y volver confuso el trabajo de síntesis, hacen que se diga, por ejemplo: «Me parece que... etc.», en lugar de: «Hay...». Una significación subsidiaria se introduce de improviso; se tiene la sensación de algo que se añade y supera el dato puramente objetivo. He aquí un ejemplo: un estudiante que necesita dinero envía un telegrama a su padre: «Querido papá, mándame dinero.» El padre, al recibir el telegrama, se encoleriza; de regreso en su casa, arroja el telegrama sobre la mesa diciéndole a su mujer: «Mira el pillastre de tu hijo; me envía un telegrama: 'Querido papá, mándame dinero'; ¡si al menos hubiera puesto: Queridísimo papá, etc...!». He aquí otro ejemplo: cuando conocemos a una persona a la que no habíamos visto nunca, pensamos de ella espontáneamente ciertas cosas que no siempre conviene decir, pues son a menudo erróneas o falsas: están formadas por reacciones manifiestamente subjetivas. Las contribuciones subjetivas se abren paso, pues, en forma de prejuicios, de prevenciones, de «subjetivismos» más o menos manifiestos, más o menos sabiamente disfrazados. Cuando reflexionamos sobre un tema, pensamos marginalmente—como en sordina ó como un acompañamiento, en razón inversa a nuestra concentración—, en toda una serie de cosas diversas; sentimos incluso impresiones dispares que no tienen nada que ver con nuestra preocupación central. Esto es cierto también en el curso de la actividad del sentimiento, de la sensación, de la intuición. Pase lo que pase en el espíritu, cada vez que una función consciente se aplica a su objeto, encontramos regularmente estas contribuciones subjetivas, especies de subproductos desposeídos y atesorados. Esas contribuciones responden a una disposición latente para reaccionar de una cierta manera, disposición que, a menudo, no es muy afortunada. Todos sabemos que estas cosas ocurren en nosotros, pero nadie admite gustosamente ser sujeto de semejantes fenómenos. Se prefiere dejarlos en la sombra, lo que permite pretender que se es totalmente inocente, honrado y recto, y que «sólo se desea mucho que...».

Conocemos estas frases. De hecho, no es cierto. Tenemos toda clase de reacciones subjetivas, pero no es decoroso admitirlas. Estas contribuciones subjetivas forman una buena parte de nuestras relaciones con nuestro mundo interior, relaciones que, por ello mismo se convierten en decididamente penosas. No nos gusta mirar a la parte de sombra de nosotros mismos; son numerosos los miembros de nuestra sociedad civilizada que, en cierto modo, se han desembarazado de su sombra y que la han perdido; a partir de este momento, son como seres de dos dimensiones, privados de la tercera: el espesor, la corporalidad, el cuerpo. El cuerpo es para el hombre un amigo dudoso; a menudo produce lo que no nos gusta; nos mantenemos en guardia respecto a él, pues hay demasiadas cosas en el cuerpo que no pueden ser mencionadas. El cuerpo nos sirve a menudo psicológicamente para personificar nuestra sombra .

Del interior nos vienen igualmente los afectos. No constituyen una función voluntaria, sino acontecimientos interiores cuyo campo somos nosotros. Es singular constatar que siempre imaginamos que los afectos son de procedencia exterior y extraña; pero esto no es más que un espejismo. Cuando una persona nos dice algo desagradable—que acaso no lo es, pero que nos lo parece—, nos domina la cólera, acceso que emana indudablemente de nosotros mismos; pues un afecto es una reacción involuntaria de naturaleza espontánea. Esto es lo que expresa el lenguaje mediante frases como, «Dejarse llevar por la cólera», «las lágrimas le suben a los ojos», «la tristeza le embarga», «la angustia le cierra la garganta», «la melancolía le abruma», etc., o, aún, en un grado más intenso, por: «Está poseído por el demonio». Estas  expresiones muestran cómo el sentido común concibe estos estados: se le aparecen como estados pasivos que sufrimos y a los que, una vez bajo su influjo, nos vemos entregados. Se trata de una liberación, de un desencadenamiento de energía que escapa a nuestro control. Los afectos determinan inervaciones corporales, tensan los músculos, excitan ciertas glándulas, etc. Cuando nos dejamos llevar por la cólera, hasta que la sangre no se nos sube a la cabeza no hay peligro. El «demonio» no entra en danza hasta que no se produce una vasodilatación, hasta que no sentimos que nuestro rostro se enciende. Pues ello, resultado del afecto naciente, refuerza a su vez tal afecto y hace perder realmente la cabeza y el dominio de sí mismo Los afectos alteran la conciencia; nos convierten en objetos suyos y nos empujan a un comportamiento insensato; no es, momentáneamente, el yo el dueño de la plaza, sino, en cierto modo, otro ser, una entidad diferente del yo, lo que explica que algunas personas manifiesten durante un afecto un carácter radicalmente opuesto al que se les conoce de ordinario .

 

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Lo expuesto hasta aquí sobre las funciones nos ha conducido hasta un auténtico avispero. No podía ser de otro modo, pues las cuestiones relativas a las funciones psicológicas constituyen un dominio complejo, en particular a causa de las siguientes circunstancias: como ya he dicho más arriba, estamos todos marcados por el sello de cierta unilateralidad; determinadas funciones están en nosotros especialmente desarrolladas y diferenciadas, son particularmente relevantes, particularmente activas y productivas, mientras que otras no superan el estadio embrionario de su desarrollo, al tener el hombre el temible privilegio de alejarse de sí mismo y de abandonar en barbecho una parte de su ser. Ello es cierto para todos, pero en proporciones diferentes y esencialmente individuales. Si dispusiéramos todos del mismo equipo funcional, si viviéramos todos simultáneamente en el mismo registro de nuestro ser, sería fácil comprenderse. Las dificultades que tienen los hombres en sus relaciones recíprocas, los malentendidos que nacen en el curso del trato entre humanos, prueban que ello no es así. Cada cual vive de forma más o menos exclusiva gracias a su función dominante, que no es la de su vecino.

Las personas que tienen el espíritu bien formado prefieren pensar sobre las cosas y adaptarse a la vida mediante el pensamiento; otras, cuyo sentimiento es la función mayor, tienen un contacto social fácil y un gran sentido de los valores; se las arreglan de maravilla para crear y vivir situaciones en las que el sentimiento puede desplegar todos sus matices; y otras, que, teniendo un sentido agudo de la observación, recurrirán sobre todo a sus sensaciones, etc.

Así, la facultad de pensar, por ejemplo, puede estar muy bien desarrollada en un sujeto, mientras que su capacidad de sentimiento se mantiene rudimentaria. Pero aclaremos bien lo que hay que entender por ello. El sentimiento puede ser muy vivaz en nuestro sujeto; éste se aventurará quizá a pretender con completa buena fe que posee una gran fuerza y un gran calor de sentimiento; pues su sentimiento, en ocasiones, se desborda y le persuade de que tiene un temperamento esencialmente sentimental. Lo que quiero decir cuando adelanto que su sentimiento periclita, es que no está diferenciado, que no está elaborado en función de adaptación, que tiene bajo su influjo a nuestro sujeto, el cual, por momentos, es dominado por sus emociones. Es interesante, desde este punto de vista, estudiar la vida privada de los profesores. Si deseamos informarnos sobre la forma en que los intelectuales se comportan en su hogar y en su intimidad, no tenemos más que preguntárselo a sus mujeres; tendrán mucho que contarnos. El sentimentalismo germánico (Gemütlichkeit), por ejemplo, no es la expresión de un sentimiento profundamente cultivado y diferenciado, sino más bien de un sentimiento mal evolucionado y que se desahoga según la tendencia de su inferioridad. En un orden de ideas análogo, ocurre lo mismo con la «claridad latina», que confiere una realidad clara y concreta a las cosas, realidad que en sí no es de una claridad tan cristalina. Un pensamiento realmente profundo tiene siempre algo de paradójico, lo que a los espíritus mediocremente dotados les parece oscuro y contradictorio. Si, desde un punto de vista psicológico, el pensamiento francés parece menos desarrollado que el pensamiento alemán, inversamente el sentimiento francés está mucho más diferenciado que el sentimiento alemán. La nación alemana se caracteriza por el hecho de que su función del sentimiento es inferior y poco diferenciada. Si se le dice esto a un alemán, se sentirá ofendido; yo también me ofendería. El alemán tiene mucho apego a su Gemütlichkeit: una habitación llena de humo en la que todos están animados por una viva simpatía hacia todos, eso es el «gemütlich». Y sin complicaciones: una sola tonalidad del sentimiento y basta. El sentimiento francés, por su parte —piénsese en cualquier vaudeville—, exige una sabia mezcla de lo dulce y de lo amargo, mientras que el alemán se complace toda una velada bien en lo dulce, bien en lo amargo.

No le digan a un alemán: «encantado de conocerle», porque les creerá. Si un alemán les vende un par de calcetines, no esperará sólo ser pagado, sino también ser amado. Un filósofo inglés ha dicho: «Un espíritu superior no es nunca totalmente claro». Esto es cierto; y, del mismo modo, un sentimiento superior no es nunca totalmente claro. No gozaremos de un sentimiento desbordante más que si está ligeramente manchado de duda; y un pensamiento que no contiene una ligera contradicción no es completamente convincente. Se ha llamado oscuro al viejo Heráclito porque pensaba mediante paradojas, lo que era entonces una innovación del último modernismo.

Desde cierto punto de vista, todavía ocurre así; el espíritu de China, por ejemplo, nos parece muy paradójico, pues ignoramos todavía el manejo de la paradoja, forma- da de pensamientos contrastados. Nosotros pensarnos siempre esto o aquello, pero muy raramente sabemos tener en cuenta de un modo real lo uno y lo otro; por eso los espíritus entrechocan en cuanto se aborda la latitud de las funciones psicológicas. Hagamos algunas precisiones más .

El intelectual está dominado por sus sentimientos cuando éstos se manifiestan; cuando experimenta un sentimiento, ningún argumento o razonamiento serían eficaces contra él. Sólo la emoción y las conmociones que siente pueden ayudarle a liberarse de su encantamiento. En un ser del tipo sentimiento, ocurre lo contrario: éste, en general, apenas deja intervenir a su pensamiento; pero en cuanto se declara una neurosis y sus pensamientos empiezan a turbarle, surgen éstos de forma impulsiva y no consigue librarse de ellos; puede tratarse de una persona muy agradable, pero con convicciones e ideas extraordinarias, siendo su pensamiento de un tipo inferior; no sabe razonar, su espíritu no es maleable, y se queda enredado en pensamientos de los que no logra deshacerse. Los tipos intuitivos y sensoriales presentan también sus particularidades. El intuitivo se siente siempre importunado por lo real; faltándole el sentido de lo real, se encuentra la mayoría de las veces en los antípodas de las posibilidades concretas de la vida. Es el hombre que siembra un campo y que, antes de que el grano esté maduro, se va a otro: abandona tras sí los campos trabajados, corriendo siempre tras nuevas esperanzas, dejando así escapar las cosechas de la vida .

El tipo sensorial, por su parte, se mantiene en contacto con las cosas, dentro de la realidad dada. Para él, una cosa es cierta cuando es real. Para un intuitivo, por el contrario, lo real es precisamente lo que no es, lo que debería ser. Cuando un sensorial no siente una realidad dada y estable, cuando no se encuentra entre cuatro paredes, se pone enfermo; al contrario del intuitivo que, cuando se siente cogido en una situación concreta, sólo piensa en la forma de salir de ella, de huir lo antes posible con objeto de ser de nuevo libre para acoger nuevas posibilidades .

La función inferior, en general, no posee las cualidades de una función consciente diferenciada, que puede ser manejada por la intención y la voluntad. Así, si nuestra función principal es realmente el pensamiento, podemos dirigirla y controlarla; no somos sus esclavos: podemos decidir pensar en otra cosa e incluso pensar lo contrario. El ser que pertenece al «tipo sentimiento» ignora esta flexibilidad; no puede desembarazarse del pensamiento, está poseído por él, fascinado, tiene miedo de él. Del mismo modo, para el intelectual, su sentimiento es de una calidad arcaica y le inspira temor; podría ser su víctima, al igual que los hombres antiguos eran víctimas de los suyos. Esta es la razón por la que el primitivo es de una cortesía tan extraordinaria; es muy cuidadoso de no molestar los sentimientos de su prójimo, ya que esto podría ser muy peligroso. Muchas de nuestras costumbres se explican por esta cortesía arcaica. No se debe, por ejemplo, estrechar la mano a alguien conservando la izquierda en el bolsillo o la espalda: debe ser bien visible que no se disimula un puñal. El saludo oriental, que consiste en inclinarse tras haber extendido las manos vueltas hacia arriba, significa lo mismo: que no se tiene nada en las manos. Prosternarse a los pies de otra persona equivale a demostrarle que se está sin defensa, a su merced.

Del mismo modo, los primitivos recurren entre ellos a gestos cuyo simbolismo revela por qué y hasta qué punto se temen unos a otros. De modo análogo, nosotros tememos nuestras funciones inferiores. Consideremos un tipo intelectual; tiene un terrible miedo a enamorarse; juzgaremos sus temores insensatos y, sin embargo, probablemente tiene razón, pues el enamorarse podría llevarle a hacer locuras; por otra parte, hay las máximas probabilidades de que caiga en las redes de alguna coqueta o de que ponga los ojos en una mujer que no le convenga, pues su sentimiento no reacciona más que ante un tipo de mujeres fatales, en el fondo primitivas. Esta es la razón por la que muchos intelectuales tienen tendencia a casarse por debajo de su nivel; se enamoran de una campesina o de su criada, víctimas de sentimientos arcaicos cuyas trampas ignoran. Así, pues, tienen razón en desconfiar de sus sentimientos, que pueden llevarles a cometer tonterías. En su intelecto, son fuertes, inatacables y capaces de mantenerse firmes por sus propios medios; pero en el campo de sus sentimientos, son influenciables, inestables, y lo comprenden. No intenten jamás forzar el sentimiento de un intelectual; lo controla con mano de hierro, pues lo siente peligroso. Esto es válido, por lo demás, para todas las funciones inferiores, siempre asociadas en nosotros a la faceta arcaica de nuestra personalidad. En nuestras funciones inferiores, todos somos primitivos; en nuestra función diferenciada, somos civilizados, nos creemos dueños de una voluntad libre; ahora bien, una función inferior está completamente desprovista de ella; constituye un punto débil, una herida abierta a todo lo que apremia por entrar .

Muchos de mis lectores se sienten ofuscados por el hecho de que yo llame al sentimiento una función racional; en particular, todos aquellos para quienes el sentimiento es el auxiliar de una función irracional, sensación o intuición, que desempeña el papel de función principal. Pues tanto el pensamiento como el sentimiento pueden ser la función auxiliar de una función irracional principal.

[Ahora bien, una función principal es como el ocular predilecto de toda nuestra vida mental, ocular que, presidiendo la percepción de todas nuestras visiones, tanto exteriores como interiores, somete a los rayos que lo atraviesan a las leyes de su propia refracción. Es decir, que el pensamiento o el sentimiento, percibidos a través del ocular de una función irracional, saldrán de él adornados de irracionalismo, para aparecer bajo esta luz en nuestra instrospección]. Estas personas a las que aludimos experimentan, pues, su sentimiento como algo irracional. Inversamente, cuando es una función racional la que preside nuestra vida mental, las funciones irracionales tienen un sello de razón; su irracionalismo esencial palidece al penetrar hasta el centro elaborador de nuestras concepciones y se impregna de los únicos elementos racionales que allí se admiten. Así se explican esas conversaciones en las que dos personas que hablan del sentimiento, por ejemplo, hacen que este término, por el juego de sus disposiciones naturales, signifique cosas muy diferentes. Para ciertos psicólogos, «el sentimiento no es más que un pensamiento inacabado», mientras que, por el contrario, es preciso concederle una existencia propia; pues el sentimiento es algo real, una función en sí; esto es lo que confirma el sentido común al concederle una designación propia, honor que no concede más que a los datos reales. Sólo los psicólogos inventan palabras para cosas que no existen .

El pensador profundo tiene a su sentimiento bajo el control de su pensamiento y no le deja fundir sino sentimientos racionales, que serán cultivados, estimados, mientras que los sentimientos irracionales serán puestos en la picota, rechazados desde sus primeros vagidos, es decir, repelidos al inconsciente. No jugarán papel alguno en su reflexión y permanecerán proscritos de la contemplación racional del mundo. Todas estas circunstancias, que no hemos podido sino esbozar aquí, envuelven al problema de las funciones psicológicas en contradicciones y oscuridades aparentes. Por eso es necesario establecer con precisión definiciones conceptuales de estas funciones; esto es lo que he intentado hacer en mi obra Tipos psicológicos. Como este tema nos llevaría demasiado lejos, me remito a este libro; aquí no quería sino aludir a él. Deseo ahora responder a algunas preguntas que se me han hecho a raíz de mi anterior exposición .

PREGUNTA: Un oyente encuentra dificultades para enlazar los términossentimiento y racional, puesto que este último no se refiere aparentemente más que al pensamiento .

RESPUESTA: Naturalmente, la expresión «racional» se refiere, en primer lugar, al pensamiento, pero también el sentimiento establece juicios. Juzgamos también con nuestro sentimiento, que tiene su lógica particular. Los juicios que el sentimiento hace no son el resultado de un movimiento interior absolutamente consecuente. Nos comportamos según los juicios de nuestro sentimiento y somos capaces de fundarlos .

PREGUNTA: ¿Tienen los juicios del sentimiento un valor tan imperioso, evidentemente en su esfera, como los juicios lógicos? RESPUESTA: No debemos mezclar pensamiento y sentimiento. Debemos distinguir la lógica del sentimiento de la del intelecto. En caso contrario, nos veremos abocados a un pensamiento que no tiene más que las apariencias de la lógica, y que, servidor del sentimiento, está truncado, mientras que nos complacemos en creerle soberano; o, inversamente, tenemos un sentimiento impuro, falsificado por un intelectualismo que no ha dejado sus armas. Los juicios del sentimiento no deben ser aplicados sino a su objeto; no están en su puesto más que en el dominio sentimental; [es decir, en el dominio en que el sentimiento puede y debe darse libre curso. Están, por el contrario, perfectamente desplazados en una cuestión que depende de la inteligencia y del razonamiento, y en la que el sujeto no tiene que intervenir sino en la búsqueda de lo verdadero, no en el interés del yo]. Un juicio emitido por el sentimiento goza en sí de la misma evidencia, de la misma validez que un juicio intelectual y lógico. Piénsese en todos los juicios sentimentales que existen y que tienen fuerza de ley. No son puramente subjetivos, sino que reposan sobre toda una escala de valores. Tenemos, por ejemplo, criterios estéticos y morales, que valen durante algunos siglos, como la noción de lo bello, las nociones de lo bueno y del bien, que son, quizá, un poco más duraderas, pero que siempre acaban también, en el trascurso de los siglos, por ser rehechas y adaptadas a las circunstancias y a las nuevas exigencias. Lo mismo sucede por otra parte, con verdades y constataciones intelectuales que, lejos de ser eternas, se modifican al paso de los siglos, unas veces de un modo rápido, otras insensiblemente, según su estabilidad y los cambios del espíritu; las hay que se remontan a dos o tres milenios, y otras que datan de fecha reciente. Nuestras leyes de la naturaleza, las constataciones de nuestras ciencias, a las que suele tenerse por fundamento más sólido, están sujetas a las modificaciones más presurosas.

Basta que se produzca un hecho nuevo, mantenido hasta entonces en la sombra, para que todo el edificio de la pretendida verdad fundamental se derrumbe como un castillo de naipes .

PREGUNTA: Otro oyente plantea una cuestión particularmente espinosa: la de la definición precisa de las funciones irracionales, sensación e intuición .

RESPUESTA: Es un capítulo delicado. La palabra alemana que expresa la sensación, die Empfindung, es, en el uso corriente de la lengua, un término desafortunado. En Goethe y en Schiller se encuentra todavía una confusión constante, que les hace emplear indistintamente, como intercambiables, sensación (die Empfindung) y sentimiento (das Gefühl). No ocurre así en las lenguas inglesa y francesa. El inglés distingue muy exactamente entre «sensation» y «feeling», y el francés entre «sensation» y «sentiment». Sólo un inglés muy poco letrado podría confundir e identificar estas dos nociones; la lengua culta está al abrigo de ello, mientras que esta confusión es corriente en alemán. Es interesante para la psicología de los pueblos el que la lengua alemana presente una distinción insuficiente de estos dos datos; pues las funciones menos diferenciadas tienen, en efecto, a causa de su inconsciencia relativa, tendencia a identificarse, a fundirse una en la otra. En el inconsciente todo figura, por así decirlo, codo con codo, fundiéndose cada cosa, indiferenciada, en el todo. Es ésta una de las particularidades que distinguen al inconsciente del consciente y que los oponen: en el inconsciente no hay discriminación absoluta, ni separación, ni siquiera respecto al consciente, lo que permite a estas dos esferas de nuestra alma compenetrarse mutuamente siendo el inconsciente la matriz donde la conciencia bebe sus posibilidades de combinaciones siempre renovadas. Sin duda, es por esta contaminación general por lo que se produce en la conciencia alemana la confusión del sentimiento y de la sensación. Además, otra confusión, la del sentimiento y la intuición, es todavía en nuestros días muy frecuente en alemán. Durante mucho tiempo no ha existido término científico para expresar la intuición, y por eso se recurrió a la palabra latina. En inglés es peor todavía; no se dispone sino de la palabra «intuition», que se emplea también en el lenguaje corriente y que, por este hecho, pierde muchas de sus virtudes para designar una noción científica. La noción de sensación en alemán (die Empfindung) está ligada, por un lado, a la de presentimiento, a la de intuición, y, por otro, a la de sentimiento. Se utilizan los términos de Empfinden (sensación) y de Gefühl (sentimiento) indiferentemente para estos tres órdenes de datos psicológicos, como si se tratara de la misma cosa. Esto se debe a que estas tres funciones se confunden en una común y relativa inconsciencia. En semejante caso, se puede pretender con una absoluta certeza que nos encontramos en presencia de un tipo intelectual. Por eso el alemán es, en el fondo, como ya hemos dicho, el pensador por excelencia. En francés, por el contrario, esta confusión de términos no existe, al estar el francés en un cierto sentido más diferenciado que el alemán. Su cultura es, para empezar, mucho más antigua; la heredó directamente del patrimonio cultural antiguo, aunque sólo sea por la lengua.

Por consiguiente, posee una diferenciación de su función de sentimiento que falta a los alemanes incluso en la lengua. Las lenguas francesa e inglesa, como ya hemos dicho, distinguen netamente el sentimiento de la sensación. No empleo el término de sensación en la acepción de una sensación única o de una percepción sensorial única; entiendo por sensación lo que la psicología francesa, con Pierre Janet, ha llamado la función de lo real, la percepción de la realidad de las cosas, la suma de los datos exteriores que nos son comunicados por la actividad de nuestros sentidos. Esta es la mejor definición que puedo dar de ella. En otros términos, el ser sensorial se pone al unísono de la realidad de las cosas tal como ella es, quedando excluido todo lo que no es esta realidad percibida. Naturalmente, se añaden funciones auxiliares, conscientes o inconscientes; en el ser irracional serán principalmente funciones racionales—las del sentimiento o e! pensamiento— las que aportarán su concurso. En este caso, en cambio, la intuición se ve rechazada .

La intuición, naturalmente, en tanto que función irracional, no es para el intelecto fácil de definir. En mis Tipos psicológicos la he llamado «una percepción por vía inconsciente», siendo una de sus particularidades la de que no se podría precisar dónde y cómo nace; parece que puede transitar múltiples vías y, gracias a su intervención, permite ver, por así decir, lo que pasa «a la vuelta de la esquina». Me detengo aquí, y confieso que no sé, en el fondo, cómo opera la intuición; no sé lo que ha sucedido cuando un hombre sabe de pronto una cosa que, por definición, no debería saber; no sé cómo ha llegado a este conocimiento, pero sé que es real y que puede servir de base para su acción. Los sueños premonitorios, la telepatía y todos los hechos de este orden son intuiciones. He constatado estos fenómenos abundantemente, y estoy convencido de que existen; se encuentran entre los primitivos y en todas partes, con tal de que se preste atención a las percepciones que nos llegan a través de las capas subliminales de nuestro ser. La intuición es una función muy natural, perfectamente normal y necesaria; se ocupa de lo que no podemos sentir ni pensar, porque carece de realidad, como el pasado, que ya no la tiene, y el futuro, que no existe por mucho que lo pensemos.

Debemos estar reconocidos al cielo por poseer una función que proporciona cierta luz sobre lo que está «más allá de las cosas». Naturalmente, los médicos, que se encuentran a menudo ante circunstancias enigmáticas, tienen una gran necesidad de la intuición. Más de un buen diagnóstico es obra de esta misteriosa función. Con frecuencia se puede demostrar, en particular en tipos francamente intuitivos, que se produjeron ciertas impresiones sensoriales aunque se mantuvieron subliminales; es decir, que no se hicieron conscientes, sin que dejaran por ello de suscitar, mediante él rodeo de algunas asociaciones mediatas, una determinada intuición. He aquí un ejemplo: yo tenía una enferma que, desde hacía algún tiempo, venía a mi consulta; la recibí una bella mañana en la casita de mi jardín, que tiene en sus cuatro costados puertas y ventanas; como éstas estaban todas abiertas, era imposibe percibir el menor olor en aquel lugar. Me disponía a entablar la conversación y a preguntarle lo que había soñado, cuando ella me dijo de improviso: —Esta mañana ha recibido usted, antes de mí, a un hombre .

—¿Cómo lo sabe?—le pregunté sorprendido .

—¡He tenido de pronto esa impresión! Mi mirada cayó entonces sobre un cenicero que contenía todavía varias colillas de cigarrillos. Por otra parte, era aún muy temprano, y resultaba improbable que una dama hubiera venido a mi consulta tan de mañana. Además, mi paciente sabía que yo no fumaba cigarrillos. Así, pues, de este conjunto de hechos tenues, ella había concluido que no se podía tratar sino de un visitante masculino, y esta conclusión inconsciente se había abierto paso en ella, sin que se percatara, hasta su esfera consciente. Así es como, a partir de percepciones subliminales, surgen a menudo lo que llamamos intuiciones. Ello no debe sorprendernos, pues el tipo intuitivo se consagra, con la más rigu- rosa consecuencia, a suplantar en él la realidad de las cosas tal como ellas son. Para él, la verdad que importa es su atmósfera, su clima. Por eso el intuitivo se siente incómodo, «desgraciado como las piedras», cuando se encuentra dentro de una situación real; una situación ya completa, desprovista de virtualidades nuevas, es para él como una verdadera prisión; incapaz de sufrirla, siente la necesidad inmediata de forzar la red que le encierra. Tales son los intuitivos que mariposean perpetuamente en el mundo, sin soportar la realidad de las cosas y huyéndola.

Este comportamiento puede llevar sus ramificaciones muy lejos, tan lejos que un intuitivo puede llegar, por ejemplo, a perder la sensación de su

corporeidad, la sensación que tiene de su cuerpo. Yo he conocido el caso de una dama intuitiva que tuvo esta experiencia. Al regresar un buen día a su casa, descubre inopinadamente, durante el camino, la posibilidad y la existencia de un nuevo problema; fascinada por ello, se sienta en un banco, a pesar de que la temperatura es de cinco grados bajo cero; sumida en sus reflexiones, que prosigue sin preocuparse de la temperatura ambiente, contrae un serio enfriamiento, que la hace guardar cama durante varias semanas. He aquí otro ejemplo: una mujer intuitiva (que gozaba, por otra parte, de un excelente equilibrio psíquico) se vio asaltada durante una consulta por un montón de problemas complejos y de cuestiones inauditas.

Yo le pregunté: «¿De dónde saca usted todo ese amasijo?» Este punto constituía para mí, ante todo, un perfecto enigma. Poco a poco tuve la intuición (¡también en mí se trataba de una intuición!) de que había debajo algo de tipo corporal. Le pregunté si había desayunado. «No»: había olvidado por completo hacerlo; simplemente, tenía hambre. Hice que le trajeran una taza de té y un poco de pan, y los problemas se esfumaron como habían venido. El hambre contenida había sido el origen de aquella perturbación.

Los intuitivos pueden ser ciegos para la realidad de las cosas hasta un grado increíble. He conocido también el caso de una paciente que, de pronto dejó de percibir el ruido de sus pasos contra el suelo. Se sintió tan asustada por ello que inició inmediatamente un tratamiento. Todavía podríamos hablar largamente sobre las nociones de intuición y de sensación, pero creo que lo que antecede bastará para comprender el sentido de ambas .

Tras haber respondido a las cuestiones planteadas, que nos han hecho volver atrás, prosigamos ya nuestra exposición. Hemos hablado hasta ahora de las cuatro funciones que contribuyen a la orientación de la conciencia y nos hemos enfrentado con el tema de la orientación en el espacio psicológico interior. He citado ya tres elementos que ayudan a esta orientación:

I. La memoria, es decir, la suma de recuerdos y la facultad de reproducir materiales anteriormente registrados .

II. Las contribuciones subjetivas de las funciones. No supongo que hayan ustedes captado de un modo completo esta cuestión, que forma parte de las más difíciles de toda la psicología. Las contribuciones subjetivas están, por otra parte, dentro de la dependencia de cierto tabú. Cuando conversamos con nosotros mismos o con un interlocutor, nos cuidamos siempre de pensar y decir precisamente lo que decimos y de callar lo que, quizá, podemos pensar al margen y que sería capaz de contrarrestar peligrosamente nuestra intención. Es preciso confesar que siempre hay en nosotros pensamientos subsidiarios, satélites más o menos claramente percibidos por nuestro pensamiento intencional, que va acompañado también por toda una serie de sentimientos, de intuiciones, de percepciones; en resumen, de múltiples contribuciones subjetivas, a las que, en general, nos esforzamos por reducir al silencio .

III. Los afectos. Decía al final de la exposición anterior que los afectos, en tanto que descargas explosivas de energía, poseen un singular carácter de autonomía, gracias al cual determinan alteraciones profundas de la conciencia. Los afectos son potencias autónomas con la misma razón, por ejemplo, que los espíritus malignos de los primitivos. Los afectos nos hacen sufrir una especie de atentado; algo que parece venir del exterior nos alcanza repentinamente, nos asalta, nos subyuga. Esta es la razón por la que los afectos, entre los primitivos, están personificados. Un cierto número de dioses antiguos no son sino los afectos encarnados; piénsese en Marte, en Venus, en Eris, en Eros, etc. Las personificaciones de esta naturaleza son multitud. Hay también temperamentos deificados, caracteres emocionales convertidos en dioses. Basta pensar en las expresiones que todavía hoy se emplean a base de jovial, de dionisíaco, etc. Deriva todo ello de la autonomía, que es el atributo de los afectos y que, en cierto modo, invita a personificarlos. La antigüedad, para expresar el «flechazo», no sabía sino invocar los «dardos del dios Amor». O bien, para la cólera, era Eris quien arrojaba la manzana de la discordia entre los hombres. Esta es la forma en que los primitivos sienten los afectos, que sólo tienen significado para aquellos a quienes les afectan. Ellos suponen que el sujeto víctima de un afecto está poseído por un espíritu, cuando, por ejemplo, un rey negro estornuda, todos los cortesanos se prosternan durante cinco minutos, pues ha penetrado un alma nueva en él. Del mismo modo los espíritus a los que se hace responsables de las enfermedades son personificados y tratados como humanos; se les da alimento y se. les prescribe morada, en la que no se desespera de llegar a encerrarlos .

Llegamos ahora a un cuarto elemento. Los afectos, como acabo de decir, constituyen como explosiones súbitas. La vida psíquica presenta otras particularidades que no son ya explosiones, sino la irrupción en la conciencia y su invasión por parte de contenidos inusitados. Es como si algo nos cayera en el cerebro a través de la caja craneana. Por eso yo prefiero a la denominación de «pensamiento súbito y que no se sabe de dónde nos viene» (Einfall), la de irrupción del inconsciente. Surgen contenidos inconscientes y se revelan de pronto en la conciencia, como relámpagos en un cielo sereno; se trata, en general, de una especie de fantasías o de fragmentos de fantasías que se agregan a la conciencia con fragor afectivo o, más concretamente, sin este fragor; pueden concretarse en forma de una impresión repentina, de una opinión, de un prejuicio, de una ilusión o incluso de alucinaciones que se encuentran igualmente bajo la latitud de lo normal. En general, solemos esforzarnos por callar estos acontecimientos, pues se les siente como algo incongruente, de lo que no gusta hablar. No fue pequeño mi asombro cuando, al llegar a conocer un poco más profundamente a los hombres, comprobé cuan frecuentes son estas extrañas experiencias. Son numerosas las personas que han tenido al menos una época en el curso de su existencia, durante la cual cosas singulares de esta especie hicieron irrupción en su conciencia, inspirándoles una profunda angustia y una aprensión que, unidas a la sensación de incongruencia, son los residuos de un antiguo tabú. Los primitivos tienen un temor tan sagrado de los espíritus que es ya sacrilegio pronunciar su nombre. Más adelante tendremos ocasión de hablar de los complejos, que son también magnitudes autónomas y que están, asimismo, bajo el influjo de un tabú. Cuando alguien, como sabemos, siente algo muy desagradable, no le gusta hablar de ello; sería faltar al buen tono el extenderse en sociedad sobre las propias dificultades psíquicas; esta tendencia, entre los ingleses, es todavía más acentuada que en otras partes; para ellos poseer un alma sería una equivocación mundana, y mayor todavía el ponerlo de relieve; una conversación sobre temas filosóficos que hagan alusión a su existencia cae dentro del mismo tabú mundano. Estas circunstancias exigen entre los primitivos una observancia todavía más intransigente que entre los civilizados, y la pena de muerte castiga a veces la infracción del silencio que debe rodearlas. Entre nosotros, la prohibición de hablar de ciertas cosas, que en sí mismas acaso no serían penosas pero que están bajo una reserva contra la que no se debe atentar, representa una supervivencia de este orden de hechos. Nos vemos, pues, impedidos de hablar de las cosas más interesantes, porque están incluidas en dominios prohibidos. La mayor prudencia y la cortesía más refinada son puestas en juego en cuanto se trata de estas cuestiones; como prueba de ello me basta la deferencia extraordinaria que testimonian los primitivos en relación con todo lo que se relaciona con los espíritus .

Por medio de estas cuatro categorías de hechos psicológicos hemos recorrido casi todos los datos que importaba citar aquí. Intentemos resumir lo que hemos dicho en un esquema que venga a completar el esquema 1. El campo de nuestra visión psicológica lo podemos representar, si les parece, por este esquema 3, que es como un vasto espacio, algunas de cuyas parcelas se encuentran iluminadas y junto a las cuales hay todavía un mundo de oscuridad, el mundo interior oscuro, del que no tenemos una imagen clara y del que no captamos jamás sino fragmentos. Es un poco como si en esta sala yo viera tan pronto a esta señora como a aquella otra, pero sin ver jamás a todo el auditorio. Tendría, pues, la impresión, en un momento dado, de que no hay aquí nadie más que esta señora, o que la primera ha sido reemplazada por la segunda, a la que vería a su tiempo. Así ocurre en nuestro espacio interior. En realidad, tenemos, además, cierta presciencia global del conjunto, no por ello menos recubierta por una sombra profunda. Al parecer, el haz luminoso de nuestra conciencia es limitado, y esta limitación nos incapacita para aprehender normalmente más de un estado psíquico a la vez; ello es particularmente cierto cuando estamos bajo el influjo de un afecto que capta toda nuestra atención y todos nuestros pensamientos, y durante el cual no podríamos pensar en otra cosa. Si estamos violentamente irritados, no podemos vivir sino nuestra cólera y no lograremos, mientras dure ésta, apartar de nuestro espíritu fascinado los pensamientos que ella nos inspira . Toda la parte inferior del diámetro AA' es el mundo oscuro. Tenemos que situar, ante todo, en éste, como en su periferia, las irrupciones del inconsciente, a las que se puede comparar con exclamaciones que vinieran, por ejemplo, a interrumpir ahora el hilo de mi conferencia. Luego, ya más próximos al yo, vienen los afectos; después, todavía más próximas, las contribuciones subjetivas de las funciones, que están al alcance del yo, que no poseen ya autonomía (lo que las diferencia de los afectos) y a las que se puede, en cierta medida, acomodar según se quiera; puedo, por ejemplo, decir: «¡Buenos días, mi querido señor: encantado de conocerle!», sin que ello me impida pensar para mí: «¡Que el diablo se lo lleve!».

 

 

Este último pensamiento es puesto a un lado, se mantiene secreto gracias a un imperceptible esfuerzo de voluntad, al no ejercer las contribuciones subjetivas sobre el yo el influjo que caracteriza a los afectos y a las irrupciones del inconsciente. Si fuera un afecto el que me inspirara ese: «¡Que se pudra por ahí!», no podría ya, a menos de no ser un virtuoso de la represión, impedirme el proferir esta imprecación, a no ser al precio de un gran esfuerzo .

En fin, en proximidad inmediata del yo hemos representado los recuerdos. En su zona, nuestra actividad intencional es, en cierta medida, soberana; pero en cierta medida sólo, pues los recuerdos también pueden comportarse de forma espontánea, emergiendo de improviso, sin- que se sepa cómo ni por qué, provocando nuestra alegría o nuestra tristeza, llegando incluso a veces a la obsesión. Esta última se produce cuando las capas inferiores de nuestra psique son la sede de una especie de impulso volcánico que impone a la conciencia determinados materiales. Las inspiraciones creadoras emergen también a menudo así del mundo psíquico oscuro, cuyos contenidos inconscientes se abren paso y acaban por penetrar en la conciencia, donde determinan al mismo tiempo los afectos. Con frecuencia ignoramos qué es lo que intenta emerger y sólo constatamos que ese algo crea un afecto, que es lo que nuestra naturaleza sabe acoger, sobre todo. Nos ponemos de mal humor

o nos sentimos irritados: «¿Qué te pasa?» «Nada, ¡estoy furioso!» Esto es algo de todos los días. Los afectos perturban de este modo el juego de las contribuciones subjetivas de las funciones; no logro concentrarme, digo tonterías o lo contrario de lo que quisiera decir, felicito en lugar de presentar mi condolencia, meto la pata continuamente en sociedad, por el solo motivo de que estoy en desacuerdo profundo conmigo mismo .

He dicho más arriba que la parte del yo que está a la luz, la vertiente de la conciencia, detenta el privilegio de la voluntad; el yo consciente es capaz de querer y de disponer, hasta cierto grado—el de su diferenciación—, de las funciones de la conciencia; éstas son comparables a cuatro cuerpos de ejército a los que se dirige a cualquier sitio. Pero lo que figura por debajo del diámetro AA' no se deja conducir con esta docilidad. Lo emocional es reacio a las órdenes del yo, y su dominación, siempre discutida y jamás muy eficaz, exige inmensos esfuerzos. Las facultades de mando aquí están invertidas, y el yo es un poco como el inválido de una comedia de Nestroy en la que se produce la siguiente escena: se ve sólo a un comandante; fuera, detrás de los decorados, resuena una detonación y se oye al inválido gritar: «¡Mi comandante, he hecho un prisionero!» «¡Tráelo aquí!», y el inválido responde: «¡No me deja!» Frente a nuestras emociones somos como el inválido con su prisionero; nos reducen a una pasividad de hombre sufrido, son ellas quienes actúan. La voluntad no tiene eficacia sobre las capas profundas de la psique sino en una débil medida; en general, su alcance eficaz no va más allá del recuerdo.

La misma memoria, como hemos visto, es sólo hasta cierto punto una función voluntaria y controlada. Con mucha frecuencia nos juega malas pasadas; se parece a un caballo viciado al que no se puede domar y a menudo se resiste de la manera más embarazosa. Cuando busco un recuerdo que se me escapa obstinadamente, sería en vano empeñarse, pues el recuerdo buscado, a pesar de todos mis esfuerzos, no se presentará a mi espíritu.

Dependemos de un buen funcionamiento de nuestra memoria; no podemos querer absolutamente acordarnos de algo; cuando un recuerdo es refractario, lo mejor es no pararse demasiado en ello; quizá nos vendrá a la mente durante la noche o al día siguiente, cuando no pensamos en él y le dejamos en paz .

Ello es más cierto todavía respecto a las contribuciones subjetivas que escapan al control personal y que una tercera persona nota quizá mejor que nosotros mismos. Se producen en nosotros sin que podamos refrenarlas. «No podemos asignar fronteras a los pensamientos», no podemos impedir que pensemos una tontería, no podemos evitar que una futilidad ridícula invada nuestra mente; cuando sería de rigor precisamente una gran seriedad, nos domina una risa loca. Ello explica por qué los banquetes de entierro, tradicionales en ciertas regiones, degeneran con frecuencia en francachelas bien regadas, de una alegría desbordante, por el simple motivo de que el inconsciente, compensador, reacciona de forma acusada en estas ocasiones de tristeza y, con la ayuda del vino, ganados por el contagio, no logramos reprimir sus efectos .

Si pasamos, por último, a los afectos y a las irrupciones del inconsciente, se constata que, en sus zonas, la voluntad no tiene nada que decir. Podemos, todo lo más, negar la existencia de un afecto y pretender, contra toda evidencia, «que no hay nadie en la casa». Para reprimir un afecto no tenemos otro recurso que borrarnos, dándonos en cierto modo a la huida ante su proximidad .

Tenemos que distinguir dos grandes clases de seres humanos que se comportan de formas radicalmente diferentes respecto al mundo exterior y al mundo interior. Los seres de una se mantienen en ø (esquema 3, pág. 144), tienen su centro ligeramente desplazado hacia arriba; en cuanto surge una dificultad sufren la tentación de buscar su salvaguardia y su salvación en el mundo exterior; huyen, en cierto modo, fuera de sí mismos y cuentan, a quien quiera oírlos, como para preservarse de ella, la desgracia que les abruma. Es el hombre extravertido, que comunica con una sinceridad sorprendente las dificultades con que tropieza. Se podría pensar que no las toma en serio, elaborándolas como afectos y llamando, por así decirlo, a todas las puertas para participar sus miserias, con la esperanza de desembarazarse, en uno u otro quizá, de ese fardo que le es esencialmente personal .

Los seres de la otra clase se comportan según un mecanismo contrario, también normal; estando el centro de su personalidad ligeramente desplazado hacia abajo, en øø (esquema 3), cuando surge en su camino una asechanza, la fascinación que ejerce sobre ellos su mundo interior es tal que con ocasión de esta detención momentánea en la marcha de su vida—y en virtud del reflujo de las energías que, retiradas del mundo exterior, van a animar su mundo interior—sufren, en cierto modo sin saberlo, una atracción que les abstrae del ambiente real y que, exagerada, les expondría a ser tragados por un mundo imaginario. Es el tipo introvertido cuya tendencia, a pesar de sus esfuerzos, es huir a un mundo de recuerdos y de afectos desenfrenados. Es, evidentemente, otra forma de abordar las dificultades de la existencia: se sucumbe a su fascinación íntima, el sujeto se entierra con sus afectos para renacer cuando éstos han cesado. Pero este tipo corre el riesgo de que la bomba en la que se encierra estalle un día; el individuo sospecha entonces que todo el mundo está al corriente de sus desventuras, que «los gorriones le pían sobre los tejados». Una persona, por ejemplo, que sufre dificultades crecientes, se retira del círculo de sus amigos, se hunde en lo más profundo de sí mismo, alquila una casa solitaria; evita, si llega el caso, hablar con los demás inquilinos. Un buen día esta persona tiene la sensación desagradable de que pasa algo que no puede precisar. Llega a pensar que funcionan radios, que se tienden hilos para transmitir comunicaciones sobre él; otro día, al oír a los vecinos de arriba charlar y ver que se callan al acercarse él, piensa: «Por lo menos esto es sospechoso.» Y así continúa durante algún tiempo hasta que, al fin, oye en una ocasión que hacen una observación que, a sus ojos, implica el conocimiento de sus secretos divulgados.

La bomba está a punto de estallar. El sujeto es presa de una gran excitación acompañada de gritos desordenados, se arranca las ropas del cuerpo y confiesa a los cuatro vientos todo lo que —según él—ha pasado y qué clase de ser abominable es. Entonces se dice que esta persona está loca y le encierran en un manicomio .

En otra representación (esquema 4) la zona oscura representa la conciencia, el mundo consciente tal como lo percibimos y en el que nos orientamos gracias a la sensación, al pensamiento, a la intuición y al sentimiento. La zona blanca 5, que sirve de transición entre la zona oscura y la más clara, representa el umbral que da paso al yo desde el mundo exterior hasta el mundo interior Mientras el mundo exterior y consciente capta toda nuestra atención, no observamos gran cosa en esta zona intermedia. Pero en cuanto la concentración de la conciencia disminuye, los recuerdos, las contribuciones subjetivas, los afectos y las irrupciones aparecen en su superficie, procedentes de un centro oscuro al que el término de inconsciente sólo tiene la pretensión de aludir .

Así, en el primitivo se puede observar claramente que la caída de la noche revoluciona su concepción de las cosas. Durante el día toda su capacidad de atención está vuelta hacia el mundo exterior y concreto. Pero cuando sobreviene la oscuridad todo se vuelve mágico y lleno de espíritus, pues la puesta del sol supone para el primitivo la extinción de la conciencia diurna; en cuanto falta la luz, reaparece el mundo interior, que para el primitivo es tan real y concreto como el mundo exterior. Contenidos que proceden del inconsciente psíquico caen en el sector consciente del mundo interior individual y suscitan en él ciertos efectos cuya procedencia absolutamente íntima escapa al primitivo, por lo que atribuye su causa al único mundo que él conoce: el mundo exterior. En otras palabras, los espíritus son para él realidades, seres como ustedes y como yo. Es cierto que no se les puede ver, pero no por ello son menos reales a sus ojos y dejan de necesitar alimentos. Y cuando un blanco le replica al primitivo que los espíritus no han probado los alimentos que les ofreció, éste le responde que los espíritus se mantienen de un alimento invisible aspirando los olores. Esto recuerda mucho a la representación antigua de los dioses, según la cual éstos se complacían con el olor de los alimentos y se mantenían con él. En el primitivo, pues, el interior está proyectado en el exterior y aparece siempre durante la noche.

 

1. Sensación

2. Pensamiento

3. Intuición

4. Sentimiento

5. El Yo, la voluntad

6. Recuerdos

7. Contribuciones subjetivas

8. Afectos

9. Irrupciones

10. Inconsciente personal

11. Inconsciente colectivo

 

Ya no es así para nosotros, pues todo esto se nos ha vuelto oscuro y la periodicidad diurna-nocturna se ha difuminado; por la noche somos lo mismo que fuimos durante el día; como máximo, quizá nos reímos de la noche; pero el sentimiento de que el mundo oscuro es diferente del mundo soleado se nos ha vuelto totalmente extraño; en efecto, nosotros no proyectamos ya con la misma ingenuidad nuestros datos interiores en el mundo exterior. Ello no significa que estos datos no están ya en nosotros; ellos mismos nos fuerzan a observarlos, a erigirlos como ciencia, como ciencia psicológica. Ahora hablamos de psique, de inconsciente, de irrupciones y de afectos, etc., nociones que circunscriben para nosotros el dominio legítimo de una realidad psíquica inconsciente. Por otra parte, es aún bastante frecuente entre nosotros que estas realidades interiores sean proyectadas al exterior.

Estas proyecciones entregan nuestra alma al saqueo: aquello que en realidad vive en nosotros ve cómo se le confiere una existencia exterior.

 

Notas

5 Primera conferencia de una serie pronunciada en Basilea, en la Société de Psychologle, en 1934, reunidas luego con el titulo de Introduction d la psychologie analytique. El texto está tomado de las notas taquigráficas de un oyente, notas que fueron revisadas luego por el propio Jung; el doctor Roland Cahen, que cuidó su primera edición, hizo de él una adaptación, con algunas modificaciones de detalle y varias «amplificaciones», con objeto de dar a la forma «oral» de las conferencias un tono y un aire más propios para la impresión, aunque sin quitarle su viveza y su espontaneidad. Las frases interpoladas por el doctor Cañen van entre corchetes. Asimismo en el texto se Incluyen algunas interpolaciones complementarlas de las conferencias que Jung pronunció en Londres, en el Institute of Medical Psychology, en 1935 .

6 «I've got a hunch» («Yo tengo una impresión, una idea»): locución empleada en el slang americano para designar la intuición, término que falta en su vocabulario

7 Segunda conferencia .

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