EL CANTO RURAL ARGENTINO

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Alfredo Canedo

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A fines del siglo XVII aparece en el escenario criollo el payador, tipo de cantor de cuartetas improvisadas y de chascarrillos a flor de piel ante otro de la misma chispa. Aunque con reducido vocabulario por carencia de lecturas sentíase vate del contrapunto en torneos de ingenio, ágiles y multiformes de letras, en ocasiones monótonas, burlonas y pesadas, algo arcaicas, fértiles en metáforas y neologismos; y toda importancia en las cuerdas de su vihuela el repertorio de implacable fondo pampeano con urdidas versificaciones de amores no correspondidos, de pulperías con venta continuada de vino y aguardiante, de heroicidades e injusticias de hacendados con el gaucho sin más bienes que el horizonte.

En la monótona llanura enigmática pero a la vez prometedora, al payador asistía el sentimiento criollo en versos patrióticos con ritmo melódico; pues entonces, ¿cómo catalogarlo?, ¿un poeta o músico? En cualquiera de esos espacios, un romántico, porque sentía la necesidad de representar, desde su dialecto, la música y la poesía en verdadero estimulante y remedio para la languidez Aun así, se le tuvo por rudo versificador arcaico sin donaires y gracia, cuando su fortuna haber vaticinado en forma métrica los destinos del criollo de las pampas. No obstante esas reservas, sus versos, si bien algo desaliñados, con rara facilidad y sin ornamentos de palabras brotaban de su mente memoriosa de leyendas, y tan íntimos al hombre de campo habituado a largas conversaciones con el paisaje. A esa condición, Juan María Gutiérrez en largos párrafos apuntó ‘La literatura de Mayo’ que por la música de la guitarra del payador los versos octosílabos breves eran “la forma de la literatura pampeana” curiosamente agradable a los gauchos y paisanos analfabetos.

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El uruguayo Alejandro Magariño Cervantes en ‘Ensayos sobre Hispanoamérica’ vino a parar que en las aldeas y serranías castellanas de la España de los siglos XVI y XVII el trovero cantaba a motivos amorosos, pastoriles y guerreros, y que, siglos más tarde, el payador de la pampa rioplatense hubo de recitarlos en tonadillas y voces apropiadas a su condición, oído y sentimientos. Lo característico en ese proceso fue la entrada del dialecto criollo en los repertorios de este payador, no tanto por modelo de lengua castellana (mirado desde la óptica académica) cuanto por genuina expresión gauchesca. Y en tal sentido, no faltó José Hernández en ‘Carta-prólogo a la Ida’ con que estaban en la música y vocalización del iletrado cantor rural las primeras y más dignas muestras de la identidad lingüística hispanoamericana:

 

Su único maestro es la espléndida naturaleza que en variados y majestuosos panoramas se extiende delante de sus ojos. Canta porque hay en él impulso moral, algo métrico, de ritmo que domina su organización.

 

Ese mismo dato, aunque desde otras constancias, sostuvo Juan Alfonso Carrizo en ‘Antecedentes hispanomedievales de la poesía tradicional argentina’ con cancioneros del uruguayo Bartolomé Hidalgo, payador en tiempos de la Independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata, cautelosamente adaptados al oído y sentimientos criollos, si bien menos dramáticos y estrambóticos como escasos de giros rebuscados y alardes literarios tan en boga en las trovas españolas de por entonces.

No faltaban voces en pro de uno u otro sentido.

Para el indigenista argentino Manuel López Ossornio, autor del interesante ensayo ‘Lo gauchesco’, debía de buscarse el antepasado del cancionero pastoril criollo no en los cancioneros de la España medieval sino en el de araucanos, quechuas y posiblemente también mapuches. En cambio, Eduardo Gutiérrez diciendo en ‘Dramas policiales: Santos Vega’ que tonos y voces del cantor de la llanura eran:

 

… copia feliz y sagaz modelador en el coplero español.

 

Por su parte, Ricardo Rojas, quien de seguro más ha estudiado al cancionero campero, no retasea en vincular las trovas criollas a las endechas de los nómades del Medio Oriente (tal cual Sarmiento confirmara en ‘Facundo’), empero, dejando a salvo las trovas criollas de Estanislao del Campo, Hilario Ascasubi y Eduardo Gutiérrez con notable semejanza al romancero español, a veces honrado y otras grotesco. En ‘Poesía lírica de nuestros campos’ dio más detalle:

 

…las manifestaciones de la lengua popular tanto en España como en el Río de la Plata, y que tiene de grande nuestra poesía gauchesca que se trata precisamente de una floración silvestre y espontánea.

 

Tesis entre hispana y criolla de Rojas por la crítica erudita renegada con la exclusividad del cancionero rioplatense a las palabras y los sentimientos del payador rural. Tal el caso, los documentos y manuscritos sobre la vida campesina durante el siglo XIX que Jorge M. Furt recopila en ‘Lo gauchesco en la literatura argentina de Ricardo Rojas’ con el cancionero rural remontado al peculiar sentimiento del payador:

 

…el yerro ante la evidencia de la literatura posterior pero muy cercana, consiste en creer, como Rojas lo hace, que la payada es una derivación anónima del cancionero hispano, y no una creación personal, culta o semiculta, que responde a una influencia del momento y del medio criollo.

 

Podrá asistirle seguramente una razón dogmática y hasta revisionista sobrecargada de nacionalismo o americanismo; pero, aun así, no ha de negarse, ni siquiera ponerse en duda, que lo meritorio de Rojas haber echado luz sobre el origen de las payadas criollas en algo o mucho semejantes al de medievales rapsodas alejandrinas u octosílabas españolas.

También Leopoldo Lugones ha merecido un lugar destacado por sus conjeturas en la ascendencia del canto en las pampas rioplatenses. Con amplitud de juicio, preservó en ‘El payador’ que en el recitado campero andaba así como resabios del cancionero hispano igualmente las elegías y los hexámetro de Virgilio, y que en la guitarra del payador sones de precarios instrumentos de caminantes por la geografía latina:

 

“El gaucho cantor es el mismo bardo, el vate, el trovador de la Edad Media, que se mueve en la misma escena, entre la lucha de las ciudades y el feudalismo de los campos, entre la vida que se va y la vida que se acerca”.

 

No suficiente con ese linaje ‘virgiliano’, Lugones ponderó que voces castizas por el payador hayan sido trasladadas al dialecto criollo, no sin la malquerencia de algunos de sus colegas rioplatenses encolumnados en la corriente de la literatura hispana:

 

“…la mayor parte de nuestros pretendidos barbarismos, es, pues, castellana o castiza; lo cual no es óbice para reconocer la peculiaridad de la pronunciación y el valor distinto de las voces, que son comunes a todo el continente”. (‘Ibidem’)

 

Como al pasar, aquellos exégetas no sólo consumían de autores criollo lecturas en historias de la vida rural, también en ensayos de españoles. Razón de que no les faltaban en sus bibliotecas los escritos de Marcelino Menéndez y Pelayo, Miguel de Unamuno y Juan Valera para afianzar sus propias convicciones en el origen del canto rural.

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Temas y voces del payador habían de correr libremente en grado y forma por la literatura hispanoamericana como preferente catálogo del sentimiento bucólico en la iletrada llanura rioplatense. Por eso, sería antihistórico afirmar que la lengua del cancionero (entre tierna y dramática, persuasiva y deslumbradora) no estaba formada, cuando lo improcedente es tomarla de planta cultivada en viveros en espera de ser trasplantada a los jardines de la literatura, ni escritas por maduras sino por la vida del parlante que las madura; motivo de que tiempo después había de hallársela en versos del poeta culto, como la costumbre jurídica en la ley escrita. Por eso, a este cantor de letanías y salmodias, Bruno Javovella en ‘Las especies literarias en verso’ llamó con cierto placer:

 

“…cantor con tanto de solaz, como noticia profética, idealizadora y didáctica. En un medio social sin escritura, sin presión social (por regir un tipo de comunidad rala) el payador era letrado, el maestro, el periodista, el consejero y el predicador”.

 

Prueba de eso, ‘Payadas argentinas en el siglo XIX’, (edición 1929 de la Facultad de Letras de La Plata) con versos del payador Gorosita Heredia, cuales por historias de pasiones y vidas camperas pero también de formación social y política animaban en época de la Organización Nacional reuniones de paisanos y milicios en los fortines de frontera contra el indio. Asimismo, los de Juan Gualberto Godoy en ‘Un poeta español: Juan Gualberto Godoy’ de Manuel G. Lugones con fácil repercusión popular en las praderas de la pampa y en las tertulias ciudadanas. En el prólogo, Godoy recuerda de sus andanzas por los pagos bonaerenses del Tuyú el recitado del payador con estrofas del ditirámbico poema ‘Aniceto el Gallo’ de Hilario Ascasubi, llamándole la atención su vocabulario de estrecha correspondencia con los sentimientos del criollo. Lo mismo con Adalberto A. Clifton Goldney cuando en ‘Fortines del desierto’ de Juan Mario Raone, dice que a solicitud del comandante del Ejército apostado en Bahía Blanca el payador recitaba versos de ‘El poeta y el soldado’ de Eduardo Gutiérrez, y por momentos los de ‘Canción patriótica’ de Manuel Belgrano, sobrino del general, mientras al son de su guitarra soldados y ‘chinas’ de la zona bailaban entre ponchos y pañuelos desplegados en el aire.

Versos únicamente concebibles con música campera a fin de que por la sociedad pastoril sean recitados en canciones; y a los cuales el payador les dio con acordes rudimentarios un fermento poderoso de gesta popular y al mismo tiempo revolucionario en la escritura. Sobre esta misma cuestión, Juan B. Alberdi en ‘El espíritu de la música y la capacidad de todo mundo’ prueba largamente la perfecta articulación de los versos del payador con el tono musical de la guitarra, y que todo lo hecho por los jesuitas en la enseñanza de ese instrumento al nativo americano no fue en vano. Fuente en que Ricardo Rojas más tarde en ‘Historia de la literatura argentina’, T. III. hubo de servirse para relacionar las emociones del payador con la música:

 

“Su guitarra es el cordaje de sus más finas emociones; su romance el registro de sus más altos sentimientos”.

 

Y el modo de atestiguar las observaciones de aquellos hombres de letras con saberse por publicaciones de Augusto Raúl Cortazar y José García Murillo en que las sextetas de seis u ocho sílabas, las quintillas y redondillas del recitado rioplatense estaban en sones de la guitarra en perfecta armonía con climas y vientos de la espléndida pampa, majestuosamente extendida ante los ojos del payador. 

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