ÉTICA Y PSIQUIATRÍA

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Por Joaquín García-Huidobro

Universidad de Valparaíso

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I

La ética es uno de los personajes destacados de la última década. Mientras en los años 60 y 70 no se hablaba más que de política, sociología y otros temas relacionados con la transformación de las estructuras sociales, a partir de mediados de los 80 empezaron a aparecer numerosos libros sobre cuestiones morales y, lo que es más sorprendente, a ser leídos y discutidos. Las Escuelas de Administración de Empresas incorporaron cursos de ética empresarial y hoy son muchas las publicaciones que tratan de la ética y la economía. Por otra parte, es un hecho que hoy se habla más que nunca de la existencia o necesidad de una ética para médicos y otros profesionales de la salud. Y esto sucede no por imposición externa. Son los propios centros sanitarios y las facultades de Medicina los que llevan la iniciativa en la materia. Parece ser que los controles externos no bastan: el médico, como el abogado, está en condiciones privilegiadas para dañar impunemente. Esto supone que hoy estamos casi todos de acuerdo en que no podemos o debemos hacer todo lo que se halla al alcance de la mano. Este es un acuerdo importante, pero me temo de que es perfectamente compatible con la convicción de que los comités de ética son muy deseables... siempre que no nos limiten.

Es decir, la necesidad de la ética parece ser una aspiración universalmente sentida, pero al mismo tiempo, cuando llega el momento de tomar una decisión complicada, parece que son otros los criterios que predominan. A veces ni siquiera es necesario violentar ciertos criterios éticos, ya que hoy se encuentran disponibles en el mercado éticas para todos los gustos. Y, oh paradoja, buena parte de los criterios de acción recomendados por los libros de ética serían considerados por los individuos corrientes como bastante inmorales.

Esto tiene una ventaja: la de permitirnos iniciar esta conferencia con algunas preguntas que a más de uno podrían parecerle un tanto inmorales. ¿Tiene sentido hablar de ética profesional?, ¿es que la profesión se debe sujetar a criterios externos? ¿No significa ésto ponerle un límite? Y, si de límite se trata, ¿debe ser éste de carácter ético?, ¿no nos vienen enseñando muchos psiquiatras que las creencias morales no son más que la proyección de otros factores más profundos, que son aquellos de los que se ocupa la Psiquiatría, al menos como la entendieron sus fundadores?

Además, para muchos investigadores y médicos la sola viabilidad técnica parece ser un argumento suficiente a la hora de legitimar determinados procedimientos. Basta que un procedimiento sea técnicamente posible para que pueda o deba realizarse. Quien se opone a esas prácticas, por tanto, estaría actuando como un factor retardatario del progreso científico. Y esta acusación, a pesar de la difusión de la sensibilidad ecológica, sigue siendo particularmente incómoda para quien la recibe.

 

II

La cuestión que nos ocupa es una forma particular de una pregunta más amplia: ¿hay que hacer el bien? ¿Hay que actuar siempre conforme a la razón? Estas parecen ser las preguntas más inmorales de todas, al menos en opinión de un filósofo del que he aprendido mucho. Pero, si le pedimos a nuestros contemporáneos que nos contesten sinceramente, ¿no nos confesarán que el bien es algo aburrido? Así al menos lo piensa uno de los personajes de un relato de Michael Ende, cuando canta una canción aprendida en su infancia:

"Cuando el niñito le arrancó la cabeza a la ranita

se sintió muy animado

ya que sin duda alguna hacer el mal

es más placentero que el estúpido bien".

Alguno podría alabar la sinceridad de este personaje, que canta lo que otros apenas se atreven a pensar. Sin embargo, el individuo en cuestión es un brujo, y la canción se la enseñaron no en el Kindergarten (jardín infantil), sino en un Kinderwüste (desierto infantil), que es el lugar donde los aprendices de brujos comienzan su educación. Hay gente que goza con el mal, pero casualmente esa es la gente mala: de esto los cuentos de niños nos dan muchos ejemplos. El gozar con el mal, diría Platón, es una desgracia que le sucede a la gente pervertida. La educación, dice, consiste en enseñar a gozar y dolerse de aquello que corresponde. Si a mí me gusta el mal y me desagrada el bien, significa que hay en mi interior un cierto grado de desorden, que tendré que corregir. Esto supone una realidad moral objetiva, con cosas que merecen ser buscadas y otras que merecen ser rechazadas. Pero, ¿no es la moral una superestructura, fruto de ciertas relaciones de poder, como piensan los sofistas y Marx? ¿No es una ilusión que pretende mitigar la radicalidad de la lucha de clases, o un invento de los débiles para dominar a los fuertes? ¿No sería entonces algo contrario a la naturaleza? No en vano la mitología griega presenta a los dioses como viviendo por sobre la moral, y hoy son muchos los que vinculan la emancipación humana a la liberación de los viejos tabúes. En pocas líneas estamos resumiendo uno de los debates más apasionantes de la actualidad. De una parte está lo que se ha llamado la "Tradición Central" de Occidente, que -con diversos e importantes matices- afirma la existencia de un orden moral objetivo, la posibilidad de conocerlo y la necesidad de que la educación se oriente según él. De otra parte, están aquellos que lo niegan, por ejemplo las diversas formas de utilitarismo, relativismo y emotivismo, que sitúan la moral fuera de los límites de la razón o la hacen depender, no de los actos mismos, sino de los resultados, convenientes o no, que se obtengan de las diversas conductas.

Negar la existencia de un orden moral objetivo no significa ser un malvado. Hay muchas personas muy correctas que buscan exponer una moral sin tener que caer en justificaciones que les parecen demasiado cercanas a la metafísica o la religión. Así, intentan por ejemplo mantener una moral basándose en procedimientos o, también, en la consideración de que la bondad o maldad de un acto dependen no de la identidad del acto mismo sino de los buenos o malos resultados que provoca (la vieja idea de que el fin justifica los medios).

Hoy no sólo se escribe sobre problemas éticos particulares sino también sobre el fundamento de las normas éticas. Es decir, los autores procuran responder la pregunta: ¿por qué tengo que respetar ciertas normas, ya sean éticas o jurídicas, que yo no he creado, y no puedo, en cambio, actuar como se me dé la gana? Una respuesta habitual en nuestra época es, por ej. la siguiente: es necesario respetar ciertas reglas, porque la mayoría estamos de acuerdo en ellas, o porque de lo contrario la sociedad no funciona.

Sin embargo, las objeciones a ese tipo de argumentos podrían multiplicarse: ¿por qué debo hacer lo que quiere la mayoría? Alguien me podrá decir 'usted debe hacer lo que quiere la mayoría porque la mayoría lo dice', pero no parece una razón muy consistente. Podría mejorarla arguyendo que mi obediencia al dictado de la mayoría es necesaria para el funcionamiento y progreso de la sociedad. Pero, ¿por qué tengo que adaptarme a la evolución de la sociedad?, ¿por qué debo querer que funcione la sociedad?

En esta oportunidad no quiero detenerme en este tipo de argumentos, tomados de la filosofía política, sino más bien explorar algunas razones a partir de la praxis médica misma. Mi intención es apuntar algunas insuficiencias en que incurren quienes exageran la neutralidad ética de la ciencia, en este caso la Medicina, y también quienes pretenden que no existen normas morales de carácter absoluto, sino que el bien y el mal se determinan en función de los resultados. Ambas posturas están conectadas y han ocasionado un amplísimo debate. Aunque no puedo dar ni siquiera un resumen del mismo, confío en que al exponer lo que siga se vea claro que la discusión de los especialistas y los argumentos que emplean no difiere demasiado de las preguntas que nos hacemos los ciudadanos corrientes y las respuestas que intentamos darles. Y puesto que estoy hablando ante un grupo de médicos acerca de cuestiones relacionadas con la Medicina, es razonable que comencemos por un caso.

 

III

Llega a la consulta de uno de ustedes un hombre de mirada penetrante, grandes bigotes y acento extranjero. Ustedes han visto esa cara muchas veces y, aunque no recuerdan dónde, siempre les ha producido una sensación de temor. La duda se aclara cuando les dice que se llama Josef Stalin; que ha venido a verlos de incógnito porque tiene un dolor de cabeza persistente y, como ha oído que la Psiquiatría Biológica uruguaya está muy avanzada, confía en que ustedes sean capaces de curarlo. Por los honorarios no se preocupen, porque está dispuesto incluso a pagar en dólares.

Ustedes le ordenan someterse a unos exámenes y al poco rato descubren que la causa del dolor es una enfermedad grave, un tumor, que, de no mediar una operación, terminará muy pronto con la vida de esa persona. Saben también que, sin juzgar sus intenciones, este señor es responsable de la muerte de innumerables personas y que todo hace colegir que, de mantenerse sano, continuará con su propósito de limpiar la Humanidad de elementos burgueses, antirreformistas y contrarrevolucionarios. Por último, Uds. son conscientes de que existe un analgésico que permitiría quitarle absolutamente el dolor, de modo que podrían dejar que la enfermedad siga su curso hasta que se produzca la muerte, sin mayores sufrimientos.

La tentación es grande. Una actitud utilitarista extrema llevaría a pensar, que el Sr. Stalin ya tiene cierta edad; que tarde o temprano tendrá que morir; que está haciendo mucho mal a la Humanidad, y que probablemente seguirá haciendo daño a personas inocentes. Así, parecería estar más que justificado el omitir la operación aludida, y así prestar una contribución no pequeña a la causa de conseguir un mundo más justo.

Frente a un razonamiento de esta naturaleza, la Tradición Central de occidente se inclinará por decir al médico que su deber es intentar curarlo (o rehusar atenderlo y sugerirle que consulte a otro médico). Tras esta actitud está la idea de que el médico, en cuanto médico, no tiene por obligación el hacer un mundo perfecto, ni siquiera mucho mejor, sino simplemente realizar los actos terapéuticos destinados a curar al paciente. Naturalmente se podría acusar a la Tradición Central de hipocresía, de prescindir de las consecuencias de los actos y proclamar un 'hágase la justicia aunque perezca el mundo'. El problema no es fácil, pero quizá podríamos defender a la tradición ética incluso en el terreno en el que sus adversarios se sientes más cómodos, es decir, el de las consecuencias.

¿Qué pasa si el médico engaña a Stalin y lo deja morir pudiendo intentar curarlo? La primera consecuencia obvia es que Stalin morirá. La segunda, es más sutil, pero no menos importante: se habrá destruido la confianza. Como ha destacado Spaemann, en la base misma de la relación entre médico y paciente está la idea de que los actos del médico no irán dirigidos hacia fines ulteriores que modifiquen el tratamiento haciendo del paciente un mero instrumento. Un mundo en que los pacientes tengan razones fundadas para sospechar que sus médicos -si las circunstancias lo aconsejan- no intentarán sanarlos, dista de ser un mundo justo. En un mundo así, es probable que haya mucho más sufrimiento y muerte que en un mundo en el que se respeta el principio de la confianza, aunque esto signifique dejar vivo a Stalin.

Podría decirse que estamos exagerando, pues sólo se trata de un caso excepcional, de romper el principio una sola vez, para evitar grandes males, y que después seguirá todo como antes. La discusión podría extenderse en exceso, por eso solo voy a apuntar dos cosas. La primera, es que nada asegura que la muerte de Stalin ponga fin a los atropellos. De hecho sabemos que históricamente disminuyeron (por unos años) cuando ella se produjo, pero bien podría haber sido al revés. No habría sido la primera vez en que un dictador cruel es reemplazado por otro peor. La segunda objeción es que si el médico puede destruir la confianza, aunque solo sea una vez, acudiendo a circunstancias excepcionales, y nosotros lo aceptamos, el paciente siempre tendrá la preocupación de si acaso el suyo no será otro caso en el cual el bien de la Humanidad exige un pequeño y excepcional sacrificio de uno de sus miembros.

Detrás de la actitud utilitarista extrema está la idea de que el médico debe desterrar el mal del mundo. Esta idea, aunque suene muy bien, se opone frontalmente a la Tradición Central, para la cual el mal moral es siempre particular y la obligación de hacer el bien está siempre mediada por el juicio de la prudencia, que indica lo que debe hacerse aquí y ahora, atendidas las circunstancias y el papel del sujeto. El traumatólogo repara huesos quebrados y no responde del mal uso que se hace de ese brazo o mano. La cooperación al mal sólo es reprochable si además de material es formal. Es decir, el traumatólogo que sana a un homicida o a un tirano sólo es culpable si lo hace con el explícito propósito de ponerlo en condiciones de asesinar o de seguir orimiendo. No hay, por tanto, una obligación absoluta de evitar todo los males del mundo.

Lo dicho nos lleva a una paradoja interesante. El que, desoyendo a la tradición central, utiliza la Medicina para evitar a la Humanidad los males que ocasiona un paciente, en este caso Stalin, está incurriendo precisamente en el error de Stalin, quien pensó que una actividad particular, en este caso la política, era el medio adecuado para borrar el mal del planeta. Hoy, unas décadas después de Stalin, nosotros somos conscientes de que la política es algo muy modesto, y desconfiamos de quienes prometen hacer demasiado por medios políticos. Con la Medicina sucede algo parecido. En el fondo, si la tradición ética tiene razón, debemos reconocer nuestro límites y darnos cuenta que ya es una contribución bastante grande al bienestar del género humano el que hagamos bien aquella tarea, modesta o no, que tenemos entre manos. Si alguien acusa al médico de ser el causante de la muerte de miles de personas por no haber dejado morir a Stalin, el médico le dirá que él simplemente ha curado a un señor y que si ese señor con posterioridad decide ser un benefactor de los oprimidos o eliminarlos es cuestión que escapa absolutamente a su competencia. Si él fuese responsable, entonces también lo sería el fabricante de la tinta con que se firmaron los decretos de ejecución.

Lo visto es relativamente sencillo. Relativamente digo, porque los casos pueden multiplicarse y complicarse, y la solución no siempre está al alcance de la mano. Pero con la reflexión que hemos hecho podemos saber al menos dos cosas de gran utilidad. Primero, que la Medicina, como todas las actividades humanas, es algo modesto, limitado. En segundo lugar, lo dicho nos hace ver que la Medicina goza de cierta autonomía, es decir, que las acciones terapéuticas no pueden ser juzgadas, por ejemplo, por no haber producido efectos relacionados con el ordenamiento político del mundo. Lo que quiero ilustrar en las páginas que siguen es que esta autonomía no significa que la actividad médica sea éticamente neutra.

 

IV

Aristóteles hace una pregunta que nos puede servir de punto de partida. ¿Quién es mejor médico: el que produce un daño a su paciente a sabiendas o el que lo hace inadvertidamente? La respuesta es clara: el que hace el mal sin querer puede ser muy buena persona pero no es un buen médico porque no sabe suficiente Medicina. En cambio, para dañar adrede a un paciente es necesario saber Medicina. En este sentido, ese individuo es mejor médico aunque sea peor hombre. Con este ejemplo, Aristóteles ilustra la diferencia entre el mundo de la técnica ( poiesis) y el de la praxis, entre el hacer y el obrar. En el campo de la técnica, basta con saber para ser un buen técnico, independientemente de cómo se utilice ese conocimiento. Distinto es en el terreno moral. Aquí no basta con saber: hay que hacer el bien. El que sabe lo bueno y no lo hace no es bueno, es un incontinente.

¿Qué consecuencia tiene todo esto para el campo de la Medicina? Si nos tomamos al pie de la letra la enseñanza aristotélica tendríamos que decir que se puede ser un excelente médico y al mismo tiempo una pésima persona, y en parte es verdad. Pero esto supone que la Medicina es una técnica y sólo una técnica. Y ustedes seguramente no estarán de acuerdo con esa afirmación. Por mi parte, pienso que Aristóteles tampoco pondría hoy ese ejemplo, o -de hacerlo- le introduciría algunos matices. Nos resistimos a pensar que los médicos que en el siglo XX han experimentado con prisioneros en los campos de concentración sean unos buenos médicos, por más que dominen a la perfección todos los tratados de Medicina. Esto muestra que hoy le reconocemos a la Medicina unas características que van más allá de la consideración técnica de que era objeto en tiempo de los griegos (en qué reside la diferencia no es cuestión que podamos tratar aquí). Es sorprendente que sea así, precisamente en una época en que las técnicas médicas se han desarrollado más que nunca. Pero no es casual: el avance de las técnicas nos muestra por contraste la irreductibilidad de la Medicina a la técnica. Hoy la Medicina es mucho más que lo que era en la Atenas del siglo IV a. C.

El caso más interesante, empero, para ver que la Medicina no es axiológicamente neutra está dado por la Psiquiatría. En ella la distinción entre sano y enfermo dista de ser tan nítida como en otras especialidades. Esta distinción responde a una serie de parámetros que distan de ser neutrales. Hasta la más sencilla de las terapeúticas psiquiátricas sería imposible si el médico no tuviese una cierta idea del hombre y una concepción del bien humano. Las acciones terapeúticas buscan superar ciertos estados mentales y alcanzar otros, lo que necesariamente significa valorar, estimar unos como deseables y otros como dignos de ser evitados.

Algunos pueden eludir el problema de las valoraciones diciendo que la distinción entre sano y enfermo está dada por criterios estadísticos, por las convicciones dominantes en la comunidad científica, o por la disfunción que ciertas conductas o cuadros clínicos representan respecto de las expectativas sociales. Así, apoyados en esta base más o menos consensual los médicos podrían realizar tratamientos incluso prescindiendo de la voluntad de sus pacientes.

Naturalmente todos estos factores son importantes y dignos de consideración. El problema reside en que, al otorgarles el estatuto de respuesta única o prioritaria, se cae en problemas de legitimación más graves que aquellos que se pretenden resolver cuando se acude a la neutralidad científica. En efecto, ¿de dónde surge el deber de ser o comportarse como los demás?, ¿por qué tenemos que ser individuos "cómodos" para el sistema social? No basta con decir: porque los libros de Medicina dicen que ésta y aquella son enfermedades y que deben ser tratadas de tal o cual manera. Como se ve, ninguna de estas cuestiones es neutra y ninguna de ellas puede ser resuelta sin mantener implícita o explícitamente una filosofía o, más específicamente, una antropología. No seré yo quien tenga que mostrarles que los libros de Psiquiatría también son, en alguna u otra medida, libros de filosofía, especialmente aquellos que parten recomendando al médico que se atenga a los hechos y no interprete.

En las últimas décadas ha llegado a ser habitual el desenmascarar la raiz ideológica que está detrás del ideal de la ciencia libre de valores. Esta ciencia es imposible sin el apoyo de ideas tan pocos neutras como el dominio ilimitado del hombre sobre la naturaleza, el mito del progreso indefinido o la democracia entendida en términos liberales. Todas estas son ideas importantes, que han sido mantenidas por pensadores muy respetables, pero no pasan de ser una más entre las ideas que comparecen en la historia del pensamiento y no pueden asumirse sin una previa discusión.

 

V

Lo visto nos lleva de nuevo al punto de partida. Si la Medicina, al menos en lo que a la Psiquiatría se refiere, dista de ser neutral, ¿cuáles son las filosofías que están detrás de los distintos modos de ejercer la Medicina? La respuesta es difícil, pero cabe decir que -al menos en Occidente- pueden ser reducidas a dos. De una parte está la Tradición Central, con su idea del hombre como animal racional y social, que se diferencia de los otros animales por su irreductibilidad a la pura materia, que está orientado a un destino trascendente y sometido no sólo a leyes físicas sino también a un orden moral. De otra parte están las diversas filosofías de la emancipación, que conciben al hombre ya como un momento en el conjunto de las relaciones o de los sistemas sociales, ya como un ente autónomo y aislado, en la línea del liberalismo de corte hedonista. Estas filosofías, en cierta medida, coinciden en la negación de la trascendencia, son reduccionistas en lo que a la relación entre espíritu y materia se refiere, y niegan la existencia de un orden moral objetivo.

Los matices son innumerables, pero cabe reconducir las diversas posturas a alguno de esos casos centrales. Pienso que del lado de la Tradición Central, con toda sus limitaciones, militan algunas ventajas dignas de ser consideradas. Entre ellas dos: primero, que nunca ha caído en la ilusión de la neutralidad en el conocimiento y acción humanos. De otra, que permite educar a los jóvenes, curar a los enfermos y ordenar las conductas sociales con una cierta base de legitimación. Quien acepta un orden natural, unos ciertos principios de justicia a los cuales mayores y menores, gobernantes y gobernados, médicos y enfermos, están sujetos, no manipula. Quien niega esa realidad moral inevitablemente terminará por reducir la educación, la curación o el gobierno a la adaptación de los débiles a los intereses de los poderosos. Cómo se conoce este orden y principios morales es una cuestión diferente, no fácil de resolver.

Más de algún psiquiatra pretenderá huir de estos dilemas diciendo: "yo no impongo nada a nadie, sólo me limito a dar a cada uno de mis pacientes lo que me pide". Esto, en cierta medida puede ser razonable y necesario siempre que no se exagere, pues en ese caso se caerá en la postura menos neutral de todas (aparte de que -tomada literalmente- es imposible, porque en muchos casos la enfermedad conlleva el no saber qué pedir, sino sólo presentar un genérico "¡por favor cúreme!").

Comparada con otras ramas de la Medicina, la Psiquiatría es especialmente compleja. Un brazo quebrado o un tumor no son más que eso, se curan y punto. Sin embargo, hay trastornos psicológicos que son el fruto de conductas que implican una autodestrucción del sujeto o una lesión de personas inocentes. En muchos de esos casos, el paciente no quiere una curación de fondo sino sólo una receta para salir del paso sin mayores molestias. Ya lo decía hace siglos Epicuro: no es bueno gozar de cualquier placer, ya que hay algunos que -por destruir las facultades sensoriales- impiden gozar de otros placeres mejores. La Medicina actual, en cierta medida, permite evadirse un tanto de las fronteras trazadas por Epicuro, al quitar los síntomas sin ir a las causas del malestar. En estas materias no resulta fácil establecer el límite. ¿Debe el psiquiatra limitarse a quitar del paciente los síntomas que lo hacen sentirse mal?, ¿o es su misión advertirle que esas manifestaciones dependen de algunas conductas que contrarían el bien humano? En los casos en los que está directamente involucrado el bien de terceros inocentes, parece claro que el médico no puede limitarse a administrar los medicamentos que le permitan disminuir los remordimientos de conciencia a quienes, por ejemplo, se dedican a internar disidentes en campos de concentración o a la explotación de menores (supuesto que tengan algo así como remordimientos). Pero ¿qué sucede en el resto de los casos? Si se acepta el principio socrático de que hacer el mal, cometer una injusticia, es una desgracia principalmente para quien así actúa más que para su víctima, cabría admitir un margen para el consejo, siempre que quede claro que ese ofrecimiento es sólo eso, algo que se toma o se deja, y que está ligado a convicciones morales que, con buenas razones, mantiene el médico (aunque naturalmente no es la consulta el lugar adecuado para entrar en la fundamentación de las mismas).

Los límites no son claros. Baste con saber que, se actúe como se actúe, no se podrá escapar a una cierta valoración. Afortunadamente en la práctica las cosas no son tan complicadas si el médico es una persona que inspira confianza al paciente, y éste se da cuenta de estar ante alguien que busca ayudarlo. En esos casos siempre cabe preguntar: ¿le gustaría que yo le dijese lo que yo querría que me dijeran si estuviera en su caso? El médico que es capaz de respetar la decisión del paciente que dice "no", no debe tener miedo de ir más allá de lo estrictamente técnico cuando el paciente acepta recibir un consejo. Y al dar ese consejo, actuando como un médico bueno, no deja de ser un buen médico.

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