DECADENCIA Y CAÍDA DEL IMPERIO FREUDIANO

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Hans J. Eynseck

El doctor Hans J. Eysenck, nacido en 1916, es profesor de Psicología en la Universidad de Londres, y director del Departamento Psicológico en el Instituto de Psiquiatría (Maudsley and Bethlem Royal Hospitals). Es uno de los más conocidos psicólogos de la actualidad y también de los más polémicos. Su documentación y, sobre todo, la originalidad de sus ideas, le ha ganado la honrosa enemistad de quienes viven y se nutren de unas ideas llamadas «nuevas» desde hace un siglo.

Además de numerosos artículos en revistas técnicas, Eysenck ha escrito también varios libros, entre ellos Dimensión de la personalidad, Descripción y medida de la personalidad, La psicología de la política, Usos y abusos de la pornografía, La dinámica de la ansiedad y la histeria, Conozca su propio coeficiente de inteligencia, y Hechos y ficciones de la Psicología. Como psicólogo se enfrenta a la mitología de Freud y sus adláteres en Decadencia y caída del Imperio Freudiano. Son muy interesantes también sus incursiones en el campo de la Etnología, habiendo causado un gran impacto, su obra Raza, Inteligencia y Educación.

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Indice

Prólogo

Capítulo I. Freud, el hombre

Capítulo II El psicoanálisis como método de tratamiento

Capítulo III. El tratamiento psicoanalítico y sus alternativas

Capítulo IV- Freud y el desarrollo del niño

Capítulo V. La interpretación de los sueños y la psicopatología de la vida cotidiana

Capítulo VI- El estudio experimental de los conceptos freudianos

Capítulo VII. psico-charla y pseudo-historia

Capítulo VIII- Descanse en paz: una evaluación

Agradecimientos

Bibliografía 

 

 

Este es un libro sobre Sigmund Freud y el psicoanálisis. Hay muchos libros de esos, y el lector puede justamente exigir saber por qué a él o a ella se le pide que pague su buen dinero para comprar uno nuevo, y gaste un tiempo precioso leyéndolo. La respuesta es muy simple. La mayoría de los libros sobre este tema han sido escritos por psicoanalistas, o, por lo menos, por seguidores del movimiento freudiano; son, por lo tanto, acríticos, hacen caso omiso de teorías al­ternativas, y han sido escritos más como armas para una guerra de propaganda que como evaluaciones objetivas del psicoanálisis. Hay, por supuesto, excepciones a esta regla, y algunas de las más notables de ellas se mencionan en la bibliografía al final de este libro. Nuevos libros importan­tes corno los de Sulloway, Ellenberger, Thorntorn, Rillaer, Roazen, Frornkin, Timpanaro, Gruenbaum, Kline y otros, son densos y altamente técnicos; son de un gran valor para el profesional estudioso, pero no pueden ser recomendados a los lectores no profesionales que traten de saber qué ha descubierto la investigación moderna sobre la verdad o la falsedad de las doctrinas freudianas. Pero en beneficio de los lectores que deseen comprobar por sí mismos, me he referido en el texto a los principales autores históricos que se han ocupado cuidadosamente de la evidencia y han hecho cumplido detalle de lo que efectivamente sucedió, con referencia especial a acontecimientos fácticos, así como a publicaciones y a otras pruebas disponibles.

Este libro, pues, se basa inevitablemente en los conocimientos de las personas antes mencionadas, y en los muchos otros cuyos trabajos han sido consultados. No obstante, constituye algo especial al reunir material que cubre una amplia gama de asuntos dentro del campo general del psicoanálisis: la interpretación de los sueños, la psicopatología de la vida diaria, los efectos de la psicoterapia psicoanalítica, la psico-historia y la antropología freudianas, el estudio experimental de los conceptos freudianos, y muchos más. He tratado de hacerlo de una manera no técnica, para hacer el libro accesible a los lectores que tengan sólo un conocimiento somero del psicoanálisis freudiano y no posean unos fundamentos profesionales de psicología o antropología.

Hubiera sido más fácil escribir un libro cinco veces mayor y lleno de argot técnico, pero he comprobado que era una experiencia saludable tratar de reducir esta riqueza de material a los confines de un libro corto y no técnico. El esfuerzo requerido para llevarlo a cabo ha liberado a mi mente de muchos prejuicios, y estoy agradecido a los muchos expertos cuyas obras he consultado, por haberme ayudado a aclarar enigmas y paradojas que me habían creado numerosas dificultades antaño.

He dado muchas conferencias sobre los diversos temas contemplados en este libro, y todos han sido invariablemente presentadas como «polémicas». Paralelamente, no dudo de que los críticos llamarán a este libro «polémico», pero es un tipo de evaluación con el que no puedo estar de acuerdo. He tratado de trabajar con hechos constatados, y añadir tan pocos comentarios e interpretaciones como me ha sido posible. Las conclusiones pueden ser «polémicas» por no concordar con aserciones previas que fueron hechas sin el beneficio de la investigación más reciente, pero ello no las convierte en litigiosas. Simplemente significa que nuestro conocimiento ha progresado, que nuestra comprensión ha avanzado, y que recientemente han sido descubiertos hechos que arrojan una luz nueva sobre Freud y el psicoanálisis.

Una buena parte de esta nueva evidencia es altamente crítica a propósito de afirmaciones hechas por Freud y sus seguidores, y, tal como sugiere el título de este libro, el resultado inevitable ha sido una decadencia de la influencia de la teoría freudiana, y de la estima en que se tenía al psicoanálisis. Que tal decadencia se ha producido puede ser difícilmente puesto en duda por quienquiera que esté familiarizado con el presente clima de opinión entre los psiquiatras (doctores cualificados y especializados en el estudio médico de los desordenes mentales) y los psicólogos (graduados en el estudio científico de la conducta humana), así como entre los filósofos, antropólogos e historiadores, en los Estados Unidos y en el Reino Unido. Esta desilusión no ha avanzado tanto, hasta el momento, en Sudamérica, Francia y unos pocos países más, que continúan firmemente apegados a conceptos y teorías pasados de moda. No obstante, incluso ahí están empezado a aparecer las dudas, y gradualmente irán siguiendo a Norteamérica e Inglaterra.

 

Al ocuparme de la obra de Freud, lo he hecho exclusivamente desde el punto de vista científico. A muchos, esto les podrá parecer demasiado estricto. Tal vez afirmen que la contribución de Freud ha sido más a la hermenéutica -la interpretación y significado de los sucesos mentales- que el estudio científico de la conducta humana. Otros insistirán en la importancia social y literaria de la obra de Freud, o le considerarán un profeta e innovador, un hombre que cambió nuestras costumbres sexuales y sociales y que, como Moisés, nos condujo a un nuevo mundo.

Puede decirse que Freud encaje, tal vez, en todos estos diferentes papeles, pero yo no estoy cualificado para ocuparme de ello. Para juzgar la importancia de los profetas, los innovadores, o las figuras literarias, se requiere un profundo conocimiento de la Historia, la Sociología o la Literatura y la Crítica Literaria. Yo no puedo pretender poseerlo, y por consiguiente no voy a tratar de tales aspectos de las aportaciones de Freud.

Tengo, no obstante, algo que decir sobre la objeción de que Freud debería ser considerado no como un científico de la especie ordinaria sino más bien como el originador y figura principal del movimiento hermenéutico. Tal argumento hubiera sido rechazado de plano por el mismo Freud, quien dijo lo siguiente:

Desde el punto de vista de la ciencia debemos necesariamente hacer uso de nuestros poderes críticos en ese sentido, y no tener reparos en rechazar y negar. Es inadmisible declarar que la ciencia es un campo de la actividad intelectual humana, y que la religión y la filosofía son otros campos por lo menos tan valiosos, y que la ciencia no tiene que interferir en las otras dos, y que todas tienen igual derecho a reclamar ser consideradas como verdaderas, y que cada uno es libre de escoger de dónde extraerá sus convicciones y en qué situará sus creencias. Tal actitud es considerada particularmente respetable, tolerante, liberal y exenta de estrechos prejuicios. Desafortunadamente, esto no es defendible: conlleva todas las cualidades perniciosas de una WeItanschauung anticientífica, y en la práctica viene a ser la misma cosa. El hecho desnudo es que la verdad no puede ser tolerante y no puede admitir compromisos o limitaciones; que la investigación científica considera como propio todo el campo de la actividad humana, y debe adoptar una actitud crítica y sin compromisos hacia cualquier otro poder que trata de usurpar una parte de sus dominios.

No puedo por menos que estar de acuerdo con estos sentimientos. Muestran, igual que otros muchos párrafos escritos por Freud, que él se proponía ser un científico en el sentido tradicional; sus seguidores que ahora desean de la importancia de la ciencia y reivindican para él un lugar situado entre la filosofía y la religión, le hacen un flaco favor. Freud, como Marx, a menudo se lamentó de la falta de comprensión mostrada por sus seguidores y, otra vez como Marx, que aseguraba que él «no era marxista», afirmó que él «no era freudiano». Freud habría considerado estas tentativas de negarle la consideración de científico y derivarle hacia el cul-de-sac hermenéutico, como una traición. Yo he preferido juzgar a Freud por sus propios criterios confesados, y ocuparme de su trabajo como una contribución a la ciencia.

Al hacerlo así, quiero dejar un punto bien claro. Al ocuparme en juzgar a Freud como un científico, y al psicoanálisis como una contribución a la ciencia, ni siento ningún deseo de denigrar al arte, la religión ni ninguna otra de las formas de la experiencia humana. Siempre he considerado el arte como algo de la máxima importancia, y no puedo imaginar una vida sin poesía, música, teatro o pintura. Paralelamente, reconozco que para muchos la religión es de suma importancia, y mucho más relevante para sus vidas que la ciencia o el arte. Pero reconocer esto no es decir que la ciencia es lo mismo que el arte y la religión; las tres tienen sus funciones en la vida, y nada se gana fingiendo que no hay diferencias entre ellas.

 

La verdad que el poeta escribe no es la verdad que el científico reconoce, y la identificación poética de la verdad con la belleza está, en esencia, desprovista de significado. Puede haber muchas conexiones entre esta verdad poética y la hermenéutica, pero para el científico la verdad es la aserción de generalizaciones demostrables de validez universal, sujetas a pruebas y experimentos. Esto queda muy lejos de la verdad poética, o la verdad de la música, la pintura y el teatro. De la primera es de la que se ocupaba Freud, y es por tales criterios por los que él debe ser juzgado.

Permítaseme ilustrar la diferencia entre la verdad poética y la verdad científica. Cuando Keats escribe sobre el Ruiseñor, Tennyson sobre el Aguila, Poe sobre el Cuervo, no están intentando duplicar el trabajo del zoólogo. En cada caso el poeta se ocupa de «la emoción recordada en tranquilidad»; es decir, de una reacción personal, emocional, ante ciertas experiencias. Introspectivamente, sin duda, esas experiencias son reflejadas verdaderamente, pero esta es una verdad individual, no universal; una verdad poética, no científica.

Esta distinción es aplicable a una creencia, compartida por muchos, de que los escritores saben más acerca de la naturaleza humana que los psicólogos, y que Shakespeare, Goethe o Proust eran mejores psicólogos de Wundt, Watson o Skinner. De nuevo tropezamos aquí con la división entre verdad individual y verdad universal. Cuando Elizabeth Barrett Browning nos dice que «la tristeza sin esperanza es desapasionada», ¿es ello conciliable con la experiencia del psiquiatra sobre pacientes depresivos?. Cuando Shakespeare dice que la bebida «provoca y desmotiva» la lascivia -provoca el deseo pero impide su realización-, ¿es esto, de hecho, cierto?. El psicólogo haría preguntas embarazosas, por ejemplo: ¿esto es así en función de la cantidad de alcohol consumida, o del tipo de alcohol, o su concentración, o acaso es debido a la mezcla de las bebidas?», etcétera. O llevaría a cabo experimentos para demostrar que una bebida placebo (no alcohólica), consumida en condiciones en que el sujeto cree que ha bebido alcohol, tiene prácticamente el mismo efecto que el alcohol en sí mismo, alternativamente, podría demostrar que los efectos del alcohol dependen mucho de las circunstancias sociales: ¿fue consumido en una tertulia, o por un bebedor solitario?. Podría demostrar que los extrovertidos y los introvertidos reaccionan de ma­nera completamente diferente ante la bebida. Las palabras de Shakespeare contienen una verdad, pero sólo una verdad parcial.

¿En qué sentido podemos decir que Otelo es el protagonista universal de la persona celosa, Falstaff del timador, o Romeo del amante?. Todos ellos son individuos que contienen su verdad individual, pero es una verdad que no generaliza. Una vez leído esté libro, preguntaros a vosotros mismos a quién iríais a pedir consejo si tuvierais que tratar con un niño difícil, o con un enurético, o con un lavador de manos obsesivo-compulsivo... ¿a Shakesperare, Goethe, Proust, o al conductista que prácticamente garantizaría la curación en unos pocos meses?. Hacer la pregunta equivale a responderla. Esta clase de problemas prácticos no son asuntos del poeta, de la misma manera que la descripción poética de las emociones o el bosquejo de un carácter individual notable no son asuntos del psicólogo. Los creyentes en la hermenéutica tratan, en vano, de colmar esta brecha, pero la brecha existe.

Para el científico, dos visiones de la verdad son particularmente importantes. La primera de ellas es el criticismo informado y constructivo. Nada es más valioso para el científico practicante que ver sus teorías y puntos de vista debatidos y criticados por sus pares. Si las críticas son infundadas, sabe que sus teorías sobrevivirán. Si están bien fundamentadas, entonces sabe que deberá cambiar sus teorías, o incluso abandonarlas. La crítica es la sangre vital de la ciencia, pero el psicoanalista, y en particular el mismo Freud, se han opuesto siempre a cualquier forma de crítica. La reacción más corriente ha consistido en acusar al crítico de « resistencias » psicodinámicas, procedentes de complejos de Edipo no resueltos y de otras causas similares; pero esto no es una buena réplica. Sean cuales fueren los motivos del crítico, los puntos que él suscita deben ser juzgados en términos de su relevancia fáctica y de su consistencia lógica. El uso del argumentum ad hominem como réplica a la crítica es el último recurso de los que no pueden responder con hechos a las críticas, y no es tomado en serio en los debates científicos.

 

Recíprocamente, la misma arma ha sido usada para criticar al mismo Freud. Así, algunos críticos han sugerido que el psicoanálisis es una especie de teoría esencialmente judía y que al elaborarlo Freud lo extrajo de su origen y educación judíos. No puedo juzgar si este argumento es verdadero o no, pero es esencialmente irrelevante. Las teorías de Freud deben ser comprobadas mediante la observación y el experimento, y su verdad o falsedad determinada objetivamente; su trasfondo judío no influencia esta comprobación en absoluto. Históricamente y biográficamente el trasfondo de Freud puede tener su interés, pero desde el punto de vista de la verdad, no lo tiene. El caso puede ser diferente en lo que se refiere a la enfermedad neurótica del mismo Freud, y su trasfondo en sus relaciones con su padre y su madre. Es cierto que él basó su teoría del conflicto de Edipo en sus propias experiencias infantiles, y esto es importante y relevante para enjuiciar su teoría. Como voy a demostrar, la contribución de Freud está ligada a su personalidad de una manera especial, y esta relación requiere ser discutida, aun cuando en última instancia la verdad de sus teorías no dependa de sus orígenes.

El mismo argumento se aplica a recientes publicaciones que sugieren que Freud alteró conscientemente sus teorías, no porque fueran falsas, sino porque podían provocar hostilidad. Este es el meollo del libro de J. M. Masson, titulado «Freud: El ataque a la Verdad». Masson tuvo acceso a los archivos de Freud y basándose en la correspondencia de éste con Fliess arguyó que Freud, conscientemente, suprimió lo que le constaba era cierto sobre las agresiones sexuales a los niños, falseando deliberadamente sus propios documentos clínicos y los testimonios de sus pacientes, inventando, en cambio, las nociones de las "fantasías sexuales” traumáticas y los impulsos edípicos. Según Masson, Freud inició así su «inclinación al abandono del mundo real que... se encuentra en la raíz de la actual esterilidad del psicoanálisis y de la psiquiatría en todo el mundo».

Masson puede tener razón, pero ciertamente el argumento no es lo bastante fuerte para demostrar este punto, y en cualquier caso los motivos de Freud no tienen realmente nada que ver con la verdad o falsedad de sus teorías. La teoría original de la « seducción » no es más verdadera que la última teoría de la «fantasía». Ambas deben ser juzgadas en términos de hechos conocidos, estudios empíricos y experimentos, no en términos hipotéticos por parte de Freud.

La segunda gran arma en el argumentarium del hombre de ciencia es la presentación de hipótesis alternativas. Es en verdad muy raro que la ciencia se enfrente a una situación en la que haya una explicación obvia a un fenómeno dado; generalmente hay varias explicaciones posibles, y el experimentador debe designar pruebas empíricas para decidir entre ellas. Los experimentos cruciales pueden ser raros en la historia de la ciencia, pero la permanente tentativa de decidir entre teorías alternativas es un elemento esencial en el progreso científico. Aquí, también, los psicoanalistas y particularmente el mismo Freud, han sido siempre hostiles y negativos en su actitud. En vez de agradecer las hipótesis alternativas, tales como las asociadas con Pavlov y las doctrinas de los reflejos condicionados, simplemente han rehusado reconocer la existencia de tales hipótesis, sin discutirlas nunca seriamente ni presentar pruebas que permitieran decidir qué teoría pudiera explicar mejor los hechos. A pesar de la limitada extensión de este libro he tratado de indicar, cuando lo he considerado relevante, la existencia de teorías alternativas a la freudiana, aduciendo pruebas que puedan sugerir qué teoría sería más adecuada en relación a los hechos establecidos. No obstante, la continua hostilidad de los freudianos a toda clase de crítica, por bien documentada que estuviere, y a la formación y existencia de teorías alternativas, por bien fundadas que fueren, no habla demasiado bien del espíritu científico de Freud y sus seguidores. Para cualquier juicio sobre el psicoanálisis como disciplina científica, estos puntos deben constituir una fuerte prueba contra su aceptación.

Hay un argumento contra el status científico del psicoanálisis, aducido a menudo por filósofos de la ciencia como Karl Popper, que creo se equivoca y no debería ser tomado en serio. Popper proponía distinguir entre ciencia y pseudo-ciencia en términos de su criterio de «falseabilidad»; en otras palabras, la ciencia es definida en términos de su capacidad para formular hipótesis compro­bables que pueden ser falsificadas por los experimentos o la observación. Popper cita como ejemplos de pseudociencias el psicoanálisis, el marxismo y la astrología, y argumenta que ninguna de ellas ha podido presentar hipótesis comprobables. Hay, ciertamente, muchas dificultades en presentar buenas pruebas de las teorías en cuestión, pero no son mayores que las que se podrían usar para encontrar experimentos que demostraran la exactitud de la teoría de la relatividad de Einstein. Nadie que esté familiarizado con el psi­coanálisis, el marxismo o la astrología puede poner en duda de que los tres hacen aserciones y predicciones que pueden ser experimentalmente comprobadas, y yo demostraré, en posteriores capítulos que, por lo que se refiere al psicoanálisis, por lo menos, la objeción de Popper no sirve. También demostraré que cuando las teorías freudianas son sometidas a tests experimentales o de observación, los resultados no las corroboran; no pasan el examen. Claramente, pues, esas teorías son falseables, y si tal fuera, en verdad, el crite­rio adecuado para discernir entre una ciencia y una pseudociencia, entonces el psicoanálisis, indudablemente, debiera ser considerado una ciencia. Modernos filósofos de la ciencia, como Adolf Gruenbaum, han aludido a la irrelevancia del criterio de Popper con respecto al psicoanálisis, y han sugerido que las insuficiencias lógicas de la teoría de Freud y su incapacidad para generar el respaldo de los hechos, son razones mucho más convincentes para considerar el psicoanálisis como una pseudo-ciencia más que como una ciencia.

 

Las críticas hechas a Freud se extienden, por supuesto, y en términos aún más severos, a sus muchos discípulos, como Jung y Adler, que se separaron de él y se «instalaron» por su cuenta. La mayoría de ellos, de hecho, abandonó la pretensión freudiana del rigor científico y el  determinismo y se acogió, como Jung, a un franco misticismo. En este libro, empero, me he concentrado principalmente en Freud y sus enseñanzas.

Una advertencia debe formularse a este respecto. Se ha dicho, a veces, que las teorías freudianas no requieren pruebas científicas de la clase ordinaria, porque encuentran su corroboración «en el sofá». Como Gruenbaum ha demostrado, este argumento es inaceptable, para los que lo propugnan permanece insoluble el problema de decidir entre muy diferentes teorías, todas las cuales pretenden ser corroboradas de ese modo. ¿Cómo, sin experimentos adecuadamente controlados, podríamos escoger entre las diversas teorías «dinámicas» que se nos ofrecen?. ¿Debemos, acaso, fiarnos de una especie de subasta holandesa, o de una elección tipo «bufete» de lo que a nosotros nos guste?. Esto constituiría el abandono completo de toda la ciencia, y la simple existencia de tantas teorías diferentes hace aún más importante hallar métodos de comprobación de la verdad de las mismas de acuerdo con criterios propiamente científicos.

¿Cuál es, esencialmente el contenido de la contribución de Freud?. Para decirlo en pocas palabras, se admite en general que el psicoanálisis presenta tres aspectos. En primer lugar, es una teoría general de la psicología. Pretende ocuparse de cuestiones de motivación, personalidad, desarrollo infantil, memoria y otros aspectos importantes de la conducta humana. Se sostiene a menudo (y no sin buenas razones para ello) que el psicoanálisis se ocupa de asuntos que son importantes e interesantes, pero de una manera no científica, mientras que la psicología académica trata de manera científica materias que la mayoría de la gente considera esotéricas y desprovistas de interés. Esto no es completamente cierto; la psicología académica también estudia la personalidad, las motivaciones, la memoria y otros temas similares, pero indudablemente lo hace de una manera menos «interesante» que Freud.

En segundo lugar, el psicoanálisis es un método de terapéutica y tratamiento. En verdad, así es como se originó, cuando Freud colaboró con un amigo, Josef Bretier, para curar a una paciente supuestamente histérica, Anna O. Como veremos después, Anna O no era, de hecho, un paciente psiquiátrico; sufría una grave enfermedad física, y la supuesta «cura» no fue tal cura en absoluto. No obstante, es como sistema de terapéutica y tratamiento como el psicoanálisis se ha dado tan ampliamente a conocer, y como este sistema depende muchísimo de la teoría general de la psicología abrazada por los seguidores de Freud, el éxito o el fracaso de este método de tratamiento es extremadamente importante, tanto desde un punto de vista teórico como práctico.

En tercer lugar, el psicoanálisis debe ser considerado como un método de encuesta e investigación. El mismo Freud, en un principio entusiasta sobre las posibilidades de sus métodos de tratamiento, se fue volviendo más y más escéptico, y finalmente consideró que él sería recordado más como el iniciador de un método de investigación de los procesos mentales que como un gran terapeuta, Este método de investigación es el de la libre asociación, en el que se empieza por una palabra, o un concepto, o una escena, que puede proceder de un sueño, o de un determinado lapsus de la lengua o la pluma, o de cualquier otra fuente. El paciente o sujeto empieza, así, con una cadena de asociaciones que, según Freud, conducen invariablemente a áreas de interés e incumbencia, y frecuentemente a un material inconsciente vital para la comprensión de la motivación del sujeto, y crucial para la inauguración de un método de terapia apropiado. En realidad, como veremos el método fue iniciado por Sir Francis Galton, que reconoció sus poderes mucho antes que Freud; ciertamente, el método tiene algo de positivo pero es tremendamente débil el punto de vista científico, por razones que serán expuestas después.

La psicología presentada por Freud ha sido a menudo comparada a un sistema hidráulico, conduciendo energía de una a otra parte de la psique, como la hidráulica distribuye el agua. Esta analogía más bien victoriana es seguida sin desmayo por Freud, aunque ciertamente no esté de acuerdo con lo que sabemos acerca del modo de operar de la mente humana. Freud creía que cuando una idea es susceptible de provocar la excitación del sistema nervioso más allá de lo tolerable, esa energía es redistribuida de manera que los elementos amenazantes no pueden entrar en la conciencia, y permanecen en lo inconsciente. Esta energía puede ser sexual o auto-preservativa (en la primera versión), o pueden adoptar, ya una forma amable, ya una forma agresiva o destructiva (en la segunda versión). El inconsciente en cuestión es una construcción mental altamente especulativa de Freud, no en el sentido de que esta teoría lo originó -al contrario, procesos inconscientes han sido reconocidos por filósofos y psicólogos desde hace más de dos mil años (mencionaremos muchos de tales precursores después)- sino a causa de la peculiar versión del inconsciente que propone Freud. Él le atribuye poderes y tendencias que posteriormente la investigación ha sido incapaz de detectar, y por supuesto su propia teoría ha cambiado mucho en el transcurso de los años, de una manera tan compleja que sería difícil llegar a un acuerdo sobre la naturaleza precisa del inconsciente de Freud.

 

Todo el sistema psíquico trata de preservar su equilibrio ante esta distribución de energía, y ante las amenazas generadas desde dentro y desde fuera, defendiéndose de diversas maneras. Tales defensas han llegado a ser ampliamente conocidas, y sus nombres son casi autoexplicativos. Son «sublimación», «proyección», «regresión», «racionalización», etc. Freud creía que esas defensas eran utilizadas no sólo por los neuróticos o psicóticos ante acontecimientos traumatizantes que el ego era incapaz de soportar, sino también por personas normales cuando se enfrentaban con dificultades emocionales. Para ello, una estructura interna se desarrolla mientras el niño crece, constituida por el id (la fuente biológica de energía), el ego (la parte del sistema que lo relaciona con la realidad) y el super-ego (la parte que comprende la consciencia y el autocontrol).

La psicología freudiana también propone ciertas etapas que el niño atraviesa en su desarrollo hacia la madurez; de ello hablaremos con detalle más adelante. Ellas son todas «sexuales» por naturaleza (el vocablo es puesto entre comillas porque Freud a menudo lo usa con un significado que es mucho más amplio de lo que es costumbre en el lenguaje ordinario) y se relacionan sucesivamente con la boca, el ano y los genitales. Si tal desarrollo no se efectúa de una manera adecuada, entonces el adulto exhibirá una conducta neurótica o psicótica; esto es particularmente probable que suceda cuando las defensas que se utilizaron en la temprana juventud para contener peligrosos elementos psíquicos se rompen.

Un rasgo particular del desarrollo del joven muchacho es que se enamora de su madre, y desea dormir con ella; el padre es contemplado como un enemigo; un enemigo poderoso que puede frustrar e incluso castrar al niño. Este es el famoso complejo de Edipo, sobre el cual tendremos mucho que decir más adelante. Según Freud, la futura salud mental del niño depende de la manera con que afronta esta situación.

La terapia freudiana se dedica a hacer salir a la superficie material reprimido e inconsciente para convertirlo en consciente. El terapeuta, usando el método de la libre asociación, desarrolla una relación especial con el paciente, conocida como transferencia, que, en esencia, implica un apego del paciente hacia el analista, que será empleado para efectuar la curación; en cierto modo se parece a los lazos entre el niño y el padre. Que esto conduzca realmente a una curación es, por supuesto, una cuestión crucial de la que deberemos ocuparnos más adelante; ahora existe prácticamente la unánime creencia entre los expertos de que el psicoanálisis no produce, de hecho, tales curaciones.

Tales son los elementos básicos del psicoanálisis, super-simplificados, pero que, no obstante, delinean el campo de acción que este libro trata de abarcar. La mayoría de lectores ya estarán familiarizados con muchos aspectos de la teoría, así como con diversos detalles relevantes que se irán dando en varios capítulos de este libro. No voy a referirme, excepto en casos muy ocasionales, a los numerosos discípulos que se rebelaron contra Freud y crearon sus propias teorías. Uno de los más prominentes, naturalmente, fue Jung, pero la lista de otras figuras, ligeramente menos conocidas, como Melanie Klein, Wilhelm Stekel, Alfred Adler y muchos otros, es demasiado-larga para ser citada aquí. Su existencia (¡se ha calculado que en Nueva York, en este momento, hay, aproximadamente, cien diferentes escuelas de psicoanálisis, todas enzarzadas en una guerra encarnizada!) subraya la principal debilidad del credo freudiano; ser enteramente subjetivo en su método de prueba, no poder aconsejar ninguna manera de decidir entre teorías alternativas. En todo caso, este libro se ocupa de la teoría freudiana, no de sus discípulos rebeldes, y se concentrará en la propia contribución de Freud.

  

CAPITULO PRIMERO 

FREUD, EL HOMBRE 

La duda no es un estado agradable, sino, ciertamente, absurdo. 

Voltaire

Este libro trata del psicoanálisis, la teoría psicológica creada por Sigmund Freud hace casi un siglo. El creyó que ponía los cimientos para una ciencia de la psicología, y también pretendió haber creado un método para el tratamiento de pacientes mentalmente enfermos que era el único que podía proporcionarles una curación permanente. Este libro considera el status actual de las teorías de Freud, en general, y evalúa sus pretensiones referentes al rango científico de tales teorías, y el valor de sus métodos terapeúticos, en particular. Para ello, debemos empezar con un capítulo sobre Freud, el hombre: esa extraña, contradictoria y un tanto misteriosa personalidad tras la teoría y la práctica del psicoanálisis.

Por muchos motivos esto sorprenderá a los hombres de ciencia, considerándolo un extraño principio para un libro de esta clase. Al discutir la mecánica de los quanta no empezamos, normalmente, con una descripción de la personalidad de Planck; ni tampoco, por lo general, nos ocupamos de las vidas de Newton y Einstein al hablar de la teoría de la relatividad. Pero en el caso de Freud es imposible lograr una visión exacta de la obra de su vida sin ocuparnos del hombre en sí mismo. Después de todo, una gran parte de su teoría se deriva de sus propios análisis de su personalidad neurótica; su examen de la interpretación de los sueños se basa, a menudo, en análisis de sus propios sueños, y sus ideas sobre el tratamiento se derivan extensamente de sus intentos de psicoanalizarse a sí mismo y curar sus propias neurosis. El mismo Freud, según se ha dicho, es el único hombre que ha sido capaz de imprimir sus propias neurosis en el mundo, y remodelar a la Humanidad según su propia imagen. Esto es ciertamente una hazaña; que ello merezca ser considerado algo científico es otra cuestión, de la que nos ocuparemos en los capítulos sucesivos.

Ciertamente, para muchos científicos el psicoanálisis es más una obra de arte que una obra de ciencia. En el arte, la visión del artista es de una importancia total; es subjetivo y, al revés de la ciencia, no es acumulativo. Nuestra ciencia es netamente superior a la de Newton, pero nuestro teatro es enormemente inferior al de Shakespeare e incluso al de los antiguos griegos. Nuestra poesía puede difícilmente compararse con la de Milton, Wordsworth o Shelley, pero en cambio nuestras matemáticas son bastamente superiores a las de Gauss o de cualquiera de los viejos gigantes.

Así como el poeta y el dramaturgo plasmaban sus pensamientos buceando en sus propias vías, también Freud arrancó percepciones de sus propias experiencias, sus trastornos emocionales y sus reacciones neuróticas. El psicoanálisis como una forma de arte puede ser aceptable; el psicoanálisis como una ciencia ha evocado siempre las protestas de los científicos y los filósofos de la ciencia.

El mismo Freud, por supuesto, conocía bien este hecho, y proclamaba que él no era un científico, sino un conquistador (1). El conflicto estaba profundamente arraigado en su mente, y a menudo expresó opiniones contradictorias sobre el nivel científico del psicoanálisis y de su obra en general. De esas dudas nos ocuparemos más adelante; aquí nos limitaremos a observar que en muchos aspectos importantes, e incluso fundamentales, el psicoanálisis se desvía de los principios de la ciencia ortodoxa. «Tanto peor para la ciencia ortodoxa », han exclamado muchos. «¿ Qué hay de tan sagrado en la ciencia para rechazar los maravillosos descubrimientos del sabio y del profeta?». Tal actitud, en efecto, es adoptada a menudo por los mismos psicoanalistas, deseosos de interpretar el término «ciencia» para poder incluir en él al psicoanálisis. El mismo Freud no hubiera estado de acuerdo en ello. El quería que el psicoanálisis fuera aceptado como una ciencia en el sentido ortodoxo, y hubiera considerado tales esfuerzos como reinterpretaciones no autorizadas de sus puntos de vista. Tal manera de contemplar la obra de su vida es incompatible con sus propias ideas. Para él, el psicoanálisis era una ciencia, o no era nada. Volveremos a esta cuestión en el último capítulo; limitémonos a consignar aquí que en este libro investigaremos la pretensión del psicoanálisis de ser una ciencia, empleando el término en su sentido ortodoxo, es decir, como Naturwissenschaft, y no como Geisteswissenschaft.

Freud nació el 6 de mayo de 1856, en la pequeña ciudad de Freiberg, en Austria, a unas ciento cincuenta millas al nordeste de Viena, en territorio actualmente cedido a Checoslovaquia. Su madre era la tercera esposa de un comerciante en paños, y él era el primer hijo de su madre, pero su padre había tenido dos hijos mayores en su primer matrimonio. Su madre era veinte años más joven que su marido, y tuvo siete hijos más, ninguno de los cuales pudo compararse a Sigmund que fue siempre su «indiscutible mimado». Esta preferencia materna hizo creer a Freud que su posterior confianza en sí mismo ante la hostilidad de los demás se debió al hecho de ser el favorito de su madre. La familia era judía, aunque no ortodoxa.

 

Cuando Freud tenía cuatro años de edad, el negocio de su padre empezó a ir mal, y la familia finalmente se estableció en Viena, donde Freud asistió al colegio Sperl Gymnasium; allí fue un buen alumno siendo el primero de la clase durante siete años. Destacó particularmente en idiomas, aprendiendo latín y griego y siendo capaz de leer con facilidad en inglés y francés; más tarde estudiaría español e italiano. Sus mayores aficiones eran la literatura y la filosofía, pero finalmente decidió estudiar medicina, y a los diecisiete anos ingresó en la Universidad de Viena. Se graduó después de ocho años de estudios, habiéndose ocupado también, superficialmente, de química y zoología, y finalmente se estableció para ocuparse de investigación en el laboratorio fisiológico de Ernst Brbecke donde estudió durante seis años, publicando diversos folletos de naturaleza técnica. Obligado a trabajar para vivir, se licenció por fin y, en 1882, ingresó en el Hospital General de Viena donde, en calidad de ayudante médico, prosiguió sus investigaciones y publicó alguna cosa sobre la anatomía del cerebro. De hecho, su interés por la neurología continuó hasta la edad de cuarenta y un años, publicando monografías sobre la afasia y la apatía cerebral en los niños.

A la edad de veintinueve años fue nombrado Privatdozent (profesor) en Neuropatología; también se le concedió una beca viajera que le permitió estudiar durante cinco meses con Charcot en París. Charcot era famoso por sus estudios sobre la hipnosis, y fue debido a su relación con él como Freud se interesó más por las materias psicológicas que por las fisiológicas. A su regreso de París contrajo matrimonio y se inició en la práctica privada de la medicina, buscando obtener fama como científico mediante el estudio de la conducta neurótica de sus pacientes, y tratando de elaborar una teoría que tuviera en cuenta los desórdenes neuróticos, y que le permitiera así efectuar las curaciones que habían sido buscadas en vano por muchos de sus predecesores. Era extremadamente ambicioso; cuando aún era un estudiante escribió a su prometida acerca de sus «futuros biógrafos«. Una temprana tentativa de ganar la fama le llevó a investigar los usos potenciales de la cocaína; estaba particularmente interesado en su capacidad para reducir el dolor y proporcionar una alegría duradera. Descubrió que la droga le ayudaba a superar épocas periódicas de depresión y apatía que frecuentemente interferían su trabajo y parecían abrumarle. No se apercibió de las propiedades adictivas de la droga e, indiscriminadamente, aconsejó su uso a familiares y amigos y también, en un folleto que escribió sobre sus propiedades, a todo el mundo. La cocaína debía desempeñar un papel vital en su desarrollo, como veremos más adelante.

Siguiendo a Charcot, Freud utilizó la hipnosis en sus pacientes privados, pero no quedó satisfecho con ella. En cambio, se fue interesando en un nuevo método de tratamiento que había sido inventado por su amigo Josef Breuer, que había desarrollado la «terapéutica parlante», una nueva técnica para el tratamiento de la histeria, uno de los mayores desórdenes neuróticos de la época. En esa enfermedad, las parálisis y otros percances físicos aparecen sin ninguna base orgánica aparente; este desorden parece estar muy ligado a la cultura, pues ha desaparecido casi por completo en los tiempos modernos (cuando uno de mis estudiantes de filosofía quiso investigar la capacidad de los histéricos de formar reflejos condicionados, no pudo, durante, un período de años, encontrar más que un número muy limitado de pacientes que mostraran siquiera signos rudimentarios de ese desorden clásico). Breuer tenía una paciente llamada Bertha Pappenheim, una joven de buena familia y con talento, cuyo caso fue luego homologado bajo el pseudónimo de «Anna O. ». Freud la relajó bajo los efectos de la hipnosis y la animó a que hablara sobre cualquier cosa que se le ocurriera, la aparente fuente de todas las «terapias parlantes ». Después de mucho tiempo la muchacha tuvo una fuerte reacción emocional al relatar un doloroso incidente que ella había aparentemente reprimido en su subconsciente; a consecuencia de esta catarsis (2), sus síntomas desaparecieron. (Como después veremos, este relato, publicado conjuntamente por Freud y Breuer en «Estudios sobre la Histeria», estaba profundamente equivocado. La muchacha sufría una grave enfermedad física, y no, en absoluto, una neurosis, y no fue en modo alguno «curada» por el método de la catarsis que se le administró. Los hechos, como en muchos otros casos publicados por Freud, eran muy diferentes de lo que él dijo).

En cualquier caso, la mujer de Breuer se sintió celosa de la atracción que sobrevino entre Breuer y Bertha, de manera que Breuer interrumpió el tratamiento, llevando a su mujer a Venecia para una segunda luna de miel. Freud, no obstante, continuó trabajando con este método, sustituyendo la hipnosis con la técnica de la libre asociación, es decir, tomando como punto de partida acontecimientos de los sueños de sus pacientes, y estimulándoles a que dijeran lo primero que acudiera a sus mentes al pensar en cosas particulares de los sueños. Este método de la libre asociación había sido elaborado por Sir Francis Galton, el célebre polígrafo inglés y uno de los fundadores de la Escuela de Psicología de Londres. Galton, como Jung cuarenta años más tarde, redactó una lista de cien palabras e hizo que sus clientes, después de oír cada una de ellas, dijeran la primera palabra que les viniera a la mente, anotando el tiempo empleado en sus reacciones. Quedó muy impresionado por el significado de esas asociaciones. Tal como él dijo:

Exponen los fundamentos de los pensamientos de un hombre con curiosa precisión, y exhiben su anatomía mental con más viveza y verdad de lo que él se atrevería, probablemente, a decir en público... tal vez la impresión más fuerte que me causaron estos experimentos se refiere a la multiplicidad del trabajo hecho por la mente en un estado de semi inconsciencia y la razón válida que dan para creer en la existencia de estratos aún más profundos de operaciones mentales, profundamente sumergidas bajo el nivel de la conciencia, que deben ser responsables de tales fenómenos que no podrían, de otro modo, ser explicados.

He aquí otra cita de Galton, referente a sus experimentos con asociaciones de palabras:

...(los resultados) me dieron una visión interesante e inesperada del número de operaciones de la mente y de las oscuras profundidades en que se desarrollaron, de todo lo cual a penas me había dado cuenta antes. La impresión general que me han causado es la que muchos de nosotros habremos sentido cuando nuestra casa se halla en reparaciones, y por primera vez nos damos cuenta del complejo sistema de cloacas, y tubos de agua y gas, calderas, hilos de timbre y demás, y que de todo ello depende nuestra comodidad, pero que generalmente no podemos ver, y cuya existencia, mientras todo funciona bien, nunca nos ha preocupado.

 

C. T. Blacker, que fue Secretario General de la Sociedad Eugenésica y escribió un libro sobre Galton, comentó: «Creo que es un hecho notable que Galton, un hombre tímido, que tenía serias inhibiciones acerca de las materias sexuales, pudiera llegar a una conclusión de este tipo mediante la aplicación a sí mismo de un sistema de investigación que él mismo había inventado. Su realización atestigua su candor y su fuerza de voluntad. Pues él superó en sí mismo las resistencias cuya anulación es precisamente tarea del analista». En palabras del propio Galton, la tarea que él se impuso a sí mismo era «una labor sumamente repugnante y laboriosa, y sólo mediante un vigoroso autocontrol pude llegar a los resultados que yo mismo había programado». Los trabajos posteriores de Jung y Freud ciertamente amplificaron las conclusiones de Galton, pero, en realidad, no se distanciaron de ellas en ningún punto relevante.

Galton publicó sus observaciones en «Cerebro», y como Sigmund Freud se suscribió a esa revista, es casi seguro que debía estar familiarizado con los trabajos de Galton. No obstante, él nunca se refirió a la obra de Galton ni tampoco reconoció que éste tuviera prioridad en la sugerencia de la existencia de los procesos mentales inconscientes. Esto era típico de Freud, que era muy circunspecto en reconocer las contribuciones hechas por sus predecesores, por muy directamente que se relacionaran con su propio trabajo. Más adelante encontraremos muchos otros ejemplos a este respecto.

Acosado por muchos síntomas neuróticos, Freud llevó a cabo un prolongado auto-análisis; esto, junto con sus experiencias con los pacientes, le condujo a prestar atención a los acontecimientos de la infancia, y a poner un énfasis particular en la importancia de los primeros desarrollos sexuales en la formación de las neurosis y en el desarrollo de la personalidad. Freud analizó sus propios sueños y comprobó los detalles fundamentales con su madre; creyó haber encontrado residuos de emociones reprimidos de su primera infancia, tanto de sentimientos destructivos y hostiles hacia su padre como de intenso afecto hacia su madre. Así nació el complejo de Edipo.

En 1900 publicó su primera obra importante sobre el psicoanálisis, «La Interpretación de los Sueños». Continuó publicando, atrajo una banda de seguidores devotos que luego se convirtieron en la Sociedad Psicoanalítica de Viena, y alcanzó el rango de profesor. Presidió a sus seguidores de una manera muy dictatorial, excluyendo a todos los que no estaban de acuerdo en todo con él hasta el más mínimo detalle. El más famoso de los «exiliados» fue probablemente C. G. Jung. El mismo Freud era vagamente consciente de esta tendencia suya cuando, en 1911, escribió lo siguiente en una de sus cartas: «Siempre ha sido uno de mis principios el ser tolerante y no ejercer la autoridad, pero en la práctica esto no siempre resulta tan fácil. Es como los coches y los peatones. Cuando empecé a conducir en coche me irrité tanto por la falta de cuidado de los peatones como antes, cuando era peatón, me indignaba por la imprudencia de los conductores ». Desde entonces el psicoanálisis ha continuado siendo un culto, hostil a todos los forasteros, rehusando totalmente cualquier tipo de críticas, por bien fundadas que estuvieren e insistiendo en ritos iniciáticos que requerían varios años de análisis previo llevado a cabo por miembros del círculo.

No tendría mucho sentido relatar aquí otros acontecimientos de la vida de Freud. Los que se refieren a puntos discutidos en posteriores capítulos serán descritos en los lugares apropiados. Hay muchas biografías a disposición del público pero por desgracia la mayoría, si no la totalidad, están escritas por hagiógrafos; adoradores del héroe que no pueden ver nada malo en su líder, y para los cuales cualquier forma de crítica es un sacrilegio. Incluso los hechos objetivos son a menudo mal interpretados y mal presentados, y poco crédito puede concederse a esos escritos.

 

Algo parecido ¡ay!, puede decirse acerca de los escritos del mismo Freud. No era lo que podría llamarse un testimonio veraz; ya hemos observado que le costaba mucho reconocer la prioridad en los demás, por muy obvia que tal prioridad resultara para el historiador. Estaba dispuesto a crear una mitología centrada en sí mismo y en sus logros; se contemplaba a sí mismo como el viejo héroe, batallando contra un entorno hostil, y emergiendo finalmente como vencedor a pesar de la persecución padecida. Ayudado por sus seguidores consiguió impresionar al mundo con su descripción totalmente falsa de sí mismo y de sus batallas, pero cualquiera que esté familiarizado con las circunstancias históricas observará la diferencia entre la versión de los hechos dada por Freud y los hechos en sí mismos. Al leer e interpretar los escritos de Freud y de sus seguidores, será útil seguir ciertas reglas. Mencionaremos tales reglas acto seguido, y también daremos ejemplos para ilustrar la necesidad de las mismas.

La primera regla, y es una muy importante para quien desee comprender lo que hay de verdad en el psicoanálisis y en Freud, es la siguiente: No creáis nada de lo que leáis sobre Freud o el psicoanálisis, especialmente cuando ha sido escrito por Freud o por otros psicoanalistas, sin cotejarlo con la evidencia pertinente. En otras palabras, lo que se asegura es a menudo incorrecto, e incluso puede ser lo contrario de lo que realmente ocurrió. Consideremos por un momento lo que Sulloway ha llamado «el mito del héroe en el movimiento psicoanalítico ». Observa que «pocas figuras científicas, si es que hay alguna, están tan veladas por la leyenda como Freud ». Tal como él afirma, el relato tradicional de las proezas de Freud ha adquirido sus proporciones mitológicas a expensas del contexto histórico. De hecho, considera tal divorcio entre lo que realmente sucedió como un requisito previo para los buenos mitos, que invariablemente tratan de negar a la historia. Virtualmente, todas las principales leyendas y los falsos conceptos de la erudición freudiana han surgido de la tendencia a crear el «mito del héroe».

Los lectores pueden preguntarse por qué deberían creer a Sulloway (o incluso a quien esto escribe) más que a Freud. En última instancia la respuesta debe ser, por supuesto, que el lector debe remitirse a los datos originales. Afortunadamente esto es mucho más fácil cuando historiadores del movimiento freudiano, como Sulloway, aportaron los documentos pertinentes. Si algo dicho en estas páginas parece improbable, el lector tiene la opción de remitirse a las fuentes originales sobre las que yo he basado mi demostración. Ahora nos estamos ocupando del mito del héroe, y la documentación requerida se da en su totalidad en el libro de Sulloway.

Hay dos facetas que caracterizan el mito del héroe en la historia psicoanalítica. La primera es el énfasis sobre el aislamiento intelectual de Freud durante sus años cruciales de descubrimientos, y la exageración de la hostil recepción que se dio a sus teorías por parte de un público no preparado para tales revelaciones. La segunda es el énfasis sobre la «absoluta originalidad» de Freud como hombre de ciencia, abonando en su cuenta descubrimientos hechos realmente por sus predecesores, contemporáneos y seguidores. Como dice Sulloway:

Tales mitos sobre Freud, el héroe psicoanalítico, están lejos de ser únicamente un subproducto casual de su altamente carismática personalidad o de acontecimientos de su vida. Tampoco son tales mitos azarosas distorsiones de hechos biográficos. Más bien, toda la historia de la vida de Freud tiende a ser un modelo arquetípico compartido por casi todos los mitos del héroe, y su biografía ha sido a menudo remodelada para hacerla encajar en tal modelo arquetípico cuando sugestivos detalles biográficos lo han permitido.

¿Cuáles son las características principales del tradicional mito del héroe?. Esto corrientemente implica un peligroso viaje que tiene tres motivos comunes: aislamiento, iniciación y retorno. La llamada inicial a la aventura es a menudo precipitada por una circunstancia «fortuita»; en el caso de Freud, el notable caso de Anna O. Puede producirse un rechazo temporal a la llamada -Freud no volvió a ocuparse de ese sujeto durante seis años; en tal caso, su posterior iniciación podría ser iniciada por una figura protectora- por ejemplo Charcot, que fue la causa de que Freud retornara al sujeto. Luego, el héroe afronta una sucesión de pruebas difíciles; puede ser desviado por mujeres que actúan como tentadoras, de manera que él cometa equivocaciones (tal equivocación pudo ser la teoría freudiana de la seducción; por ejemplo, la noción de que los niños que desarrollan neurosis habían sido siempre sexualmente seducidos, una teoría que le impidió por algún tiempo descubrir la sexualidad infantil y el complejo de Edipo). En esa etapa, un ayudante secreto acude en socorro del héroe (en el caso de Freud su amigo Fliess, que le ayudó en el curso de su valiente auto-análisis).

 

La etapa siguiente del viaje del héroe es la más peligrosa, cuando afronta oscuras resistencias internas, y revivifica poderes olvidados tiempo ha. Sulloway compara la historia del heroico auto-análisis de Freud con los episodios igualmente heroicos de Eneas descendiendo al Averno para enterarse de su destino, o del liderazgo de Moisés sobre los hebreos durante el éxodo de Egipto. Un bien conocido psicoanalista, Kurt Eissler, ilustra la manera en que se ha hecho este auto-análisis para que encaje con el modelo heroico:

El heroísmo -uno se inclina a describirlo así- que era necesario para llevar a cabo tal empresa no ha sido aún suficientemente apreciado. Pero quienquiera que haya experimentado un análisis personal sabrá cuán fuerte es el impulso de huir de la percepción clara hacia lo inconsciente y lo reprimido... El auto-análisis de Freud ocupará un día un lugar preeminente en la historia de las ideas, como el hecho de que ocurrió y continuará siendo, posiblemente para siempre, un problema que es confuso para el psicólogo.

Después del aislamiento y de la iniciación, tenemos el retorno; el héroe arquetípico, después de haber pasado su iniciación, emerge como una persona que posee el poder de dispensar grandes beneficios a sus contemporáneos. No obstante, el camino del héroe no es fácil; debe afrontar la oposición a su nueva visión por gentes que no pueden comprender su mensaje. Finalmente, tras una larga lucha, el héroe es aceptado como un guru y recibe su adecuada recompensa y fama.

Sulloway ha analizado con detalle la acogida que la contribución original de Freud recibió en los periódicos científicos y la crítica en general. Ernest Jones, biógrafo oficial de Freud, nos dice que los descubrimientos más creativos de aquél fueron «simplemente ignorados», que, dieciocho meses después de su publicación «La Interpretación de los Sueños » no había sido mencionada por ninguna revista científica, y que sólo cinco críticas de esta obra clásica aparecieron más tarde, tres de ellas completamente desfavorables. Concluye que «raramente un libro tan importante ha producido un eco tan escaso». Jones añade que mientras «La Interpretación de los Sueños» fue calificada de fantástica y ridícula, los «Tres ensayos sobre la Teoría de la Sexualidad», en los cuales Freud cuestiona la inocencia sexual de la infancia, fueron considerados sorprendentemente malvados. «Freud era un hombre con una mente maligna y obscena... ese ataque a la prístina inocencia de la infancia era intolerable».

El mismo Freud, en su «Autobiografía», trató de dar una impresión parecida. «Durante más de diez años posteriores a mi separación de Breuer no tuve seguidores. Estuve completamente aislado. En Viena las gentes se apartaban de mí; en el extranjero nadie me hacía caso. Mi «Interpretación de los Sueños», publicada en 1900, fue apenas mencionada en las revistas técnicas ». Y nos confiesa: « Yo era uno de esos hombres que turban el sueño del mundo No podía pretender gozar de objetividad y tolerancia».

 

Todo esto está en la línea del bello mito de la iniciación del héroe al comienzo de su viaje, pero una mirada a los verdaderos hechos históricos mostrará que la recepción inicial de las teorías de Freud fue muy diferente de esta apreciación original. La «Interpretación de los Sueños» fue inicialmente analizada en, por lo menos, once revistas periódicas y publicaciones sobre estos temas, incluyendo siete en el campo de la filosofía y teología, psicología, neuropsiquiatría, investigación psíquica y antropología criminal. Esas críticas fueron presentaciones individualizadas, no sólo noticias de rutina y, todas juntas representaban más de siete mil quinientas palabras. Aparecieron aproximadamente un año después de su publicación, lo que es probablemente más rápido de lo ordinario. Acerca del ensayo « Sobre los Sueños », se han hallado diecinueve críticas, todas ellas aparecidas en periódicos médicos y psiquiátricos, con un total de unas nueve mil quinientas palabras y a un intervalo-promedio de tiempo de ocho meses. Tal como Bry y Rifkin, que llevaron, a cabo la investigación sobre las que se basan estos hallazgos, hicieron notar:

«Resulta que los libros de Freud sobre los sueños fueron amplia y rápidamente comentados en revistas conocidas, que incluían a las más importantes en sus respectivos campos. Además, los editores de las biografías internacionales anuales en psicología y filosofía seleccionaron los libros de Freud sobre los sueños para su inclusión... más o menos a finales de 1901; el aporte de Freud fue propuesto a la atención de círculos generalmente informados sobre Medicina, Psiquiatría y Psicología a escala internacional... Algunas de las críticas son profundamente competentes, varias son escritas por autores de investigación capital sobre el tema, y todas son respetuosas. El criticismo negativo sólo aparece después de una recesión sumaria del contenido principal de los libros».

Así pues, los dos libros de Freud sobre los sueños fueron objeto, por lo menos, de treinta comentarios separados totalizando unas diecisiete mil palabras; nótese el contraste entre los hechos y lo que se ha dicho sobre este período por Freud, Jones y los biógrafos de Freud en general. Tampoco sería cierto decir que todos estos comentarios fueron enteramente hostiles a la nueva teoría de Freud sobre los sueños. El primero en aparecer describió su libro diciendo que «haría época», y el psiquiatra Paul Naecke, que gozaba de reputación internacional en la materia y había comentado muchos libros en el mundo médico de habla alemana dijo que «La Interpretación de los Sueños» era «lo más profundo que el sueño de la psicología ha producido hasta ahora... en su totalidad la obra está forjada cono un todo unificado y está pensada en profundidad con verdadero genio».

Es interesante la reseña escrita por el psicólogo William Stern, que Jones ha descrito, junto con varios otros, como «casi tan devastadora como lo habría sido el silencio total». He aquí lo que dijo realmente Stern:

Lo que me parece más válido de todo el empeño (del autor) en no confinarse en el tema de la explicación de los sueños, en la esfera de la imaginación, el papel de las asociaciones, la actividad de la fantasía y las relaciones somáticas, sino en aludir a los múltiples hilos, tan poco conocidos, que llevan al mundo más nuclear de los afectos y que tal vez harán comprensible la formación y selección del material de la imaginación. En otros aspectos, también, el libro contiene muchos detalles de valor altamente estimulante, finas observaciones y puntos de vista teóricos; pero por encima de todo (contiene) material extraordinariamente rico de sueños muy exactamente relatados, que deberán ser bienvenidos para quien desee trabajar en este campo.

¿Devastador?. ¿Y qué decir de los «Tres ensayos sobre la Teoría de la Sexualidad»?. También ella fue bien recibida por el mundo científico, y provocó por lo menos diez reseñas las cuales, no sin críticas, ciertamente, aprobaron la contribución de Freud. Consideremos lo que dije Paul Naecke:

El crítico no conoce ninguna otra obra que trate importantes problemas sexuales de una manera tan breve, ingeniosa y brillante. Para el lector, e incluso para el experto, se abren horizontes enteramente nuevos, y maestros y padres reciben nuevas doctrinas para comprender la sexualidad de los niños... admitámoslo, el autor ciertamente generaliza demasiado sus tesis... de la misma manera que cada uno ama especialmente a sus propios hijos, también ama el autor sus teorías. Si no podemos seguirle en este y en otros muchos casos, ello substrae muy poco del valor del conjunto... el lector sólo puede formar una idea correcta de la enorme riqueza del contenido. POCAS PUBLICACIONES VALEN TANTO SU DINERO COMO ESTA. (Enfatizado por Naecke).

 

Y otro bien conocido sexólogo concluyó que ninguna otra obra publicada en 1905 había igualado la profundidad de Freud en el problema de la sexualidad humana.

Sulloway hace observar que es de un significado histórico particularmente importante que «ningún comentarista criticó a Freud por su teoría sobre la vida sexual infantil, aun cuando algunos, a este respecto, disintieran de algunas afirmaciones específicas sobre las zonas erogenéticas bucales y anales». De hecho, como dijo Ellenberger: «Nada está más lejos de la realidad que la creencia corriente de que Freud fue el primero en proponer nuevas teorías sexuales en una época en que todo lo sexual era tabú. En Viena, donde Sacher-Masoch, Krafft-Ebing y Weiningen eran ampliamente leídos, las ideas de Freud acerca del sexo difícilmente podían ser consideradas chocantes por nadie».

Hay más evidencia que demuestra que lo que Freud y sus biógrafos dijeron acerca del desarrollo del psicoanálisis y el destino personal del héroe contradecía los hechos tal como ocurrieron, pero los lectores interesados en esto deben referirse a Sulloway, Ellenberger y otros autores mencionados en mi lista de referencias. Lo que se ha dicho debería ser suficiente para demostrar que las afirmaciones hechas por Freud y sus seguidores no pueden ser tomadas como hechos cabales. La intención obvia es el desarrollo de una mitología que presente a Freud como el héroe tradicional, y no se permite que ningún hecho obstaculice a este mito. Y esa mitología no se ha ocupado solamente de esos primeros tiempos, sino que se ha extendido en muchas otras direcciones. Esto nos lleva a la segunda regla que debe seguir el lector interesado en un relato veraz del psicoanálisis. No creer nada dicho por Freud y sus discípulos sobre el éxito del tratamiento psicoanalítico. Como ejemplo, tomemos el caso de Anna O. quien, según el mito, fue completamente curada de su histeria por Breuer, y cuya historia es presentada como un caso clásico de histeria.

Anna era una muchacha de veintiún años cuando Breuer fue requerido para que la atendiera. Había contraído una enfermedad mientras cuidaba a su padre enfermo, y en opinión de Breuer el trauma emocional conectado con su enfermedad y eventual fallecimiento fue la causa que precipitó sus síntomas. Breuer la trató con la nueva «terapia parlante», que sería adoptada más tarde por Freud. Él y Freud aseguraron que los síntomas que afligían a Anna habían sido «permanentemente eliminados» por el tratamiento catártico, pero las notas del caso se hallaron recientemente en el Sanatorio Bellevue, en la ciudad suiza de Kreuzlingen. Las notas en cuestión contenían la prueba definitiva de que los síntomas que Breuer aseguraba haber eliminado continuaban presentes mucho tiempo después de que Breuer hubiera cesado de ocuparse de ella. Los síntomas habían comenzado con una «tos histérica», pero pronto empezaron a producirse contracciones musculares, parálisis, desmayos, anestesias, peculiaridades de la visión y muy extrañas alteraciones del habla. Nada de esto fue curado por Breuer, sino que continuó mucho tiempo después de que él hubiera dejado de tratarla.

Además, Anna no padecía histeria en absoluto, sino que estaba aquejada de una seria enfermedad física, llamada «meningitis tuberculosa». Thornton relata enteramente la historia:

La enfermedad sufrida por el padre de Bertha (el verdadero nombre de Anna era Bertha Pappenheim) era un absceso sub-pleurítico, una complicación común de la tuberculosis pulmonar, entonces muy extendida en Viena. Ayudando en los cuidados al enfermo y pasando muchas horas a la cabecera de su cama, Bertha estaba expuesta a la infección. Además, ya en 1881 su padre había sufrido una operación, probablemente incisión del absceso e inserción de una sonda; esta intervención le fue practicada a domicilio por un cirujano vienés. El cambio de ropas y la evacuación de las secreciones purulentas ciertamente originaría la diseminación de los organismos infecciosos. La muerte del padre a pesar de todos los cuidados indicaría la existencia de una virulenta corriente del organismo invasor.

El detallado relato de Thornton debería ser consultado y tenido en cuenta, así como el hecho de que el tratamiento de Breuer fue totalmente ineficaz, sin relación alguna con la enfermedad propiamente dicha, y basado en un diagnóstico erróneo. Así, todas las pretensiones de Freud y sus discípulos sobre el caso parten de una concepción falsa, y además Thornton deja claro que Freud conocía, al menos, alguno de estos hechos. Lo mismo puede decirse de sus seguidores; de hecho fue Jung quien, antes que nadie, observó que el supuesto éxito del tratamiento no había sido un éxito en absoluto. Esta historia debería volvernos muy cautelosos antes de aceptar los pretendidos éxitos curativos de Freud y sus discípulos. Encontraremos más adelante otros ejemplos de esta tendencia a apuntarse éxitos donde realmente no existieron; el caso del Hombre Lobo es un ejemplo obvio que será tratado con algún detalle en un posterior capítulo. Otra vez nos topamos con el mito del héroe, superando obstáculos imposibles y alcanzando el éxito; desgraciadamente, muchos de los éxitos en los casos de Freud eran imaginarios. Los lectores interesados en los hechos deberían acudir a las cuidadosas reconstrucciones históricas de escritores como Sulloway, Thornton, Ellenberger y otros que desenterraron los detalles de estos casos; los hechos son completamente diferentes de las historias contadas por Freud.

 

Una tercera regla general que debiera ser seguida por quien estudiara la contribución de Freud es esta: No aceptar pretensiones de originalidad, sino examinar la obra de los predecesores de Freud. Ya hemos hecho observar, en relación con el descubrimiento por Galton del método de la libre asociación, que a Freud no le gustaba que sus «descubrimientos» ya hubieran sido descubiertos antes por otros. De manera parecida, utilizó sin referencias los importantes trabajos del psiquiatra francés Pierre Janet sobre la ansiedad; esta especie de anticipación, también, ha sido ampliamente documentada por Ellenberger. Pero tal vez el ejemplo más claro y obvio lo constituye la doctrina del inconsciente. Los apólogos de Freud lo presentan como si éste hubiera sido el primero en penetrar en los negros abismos del inconsciente, el héroe solitario enfrentándose a graves peligros en su búsqueda de la verdad. Desgraciadamente, nada está más lejos de los hechos. Como ha demostrado Whyte en su libro «El Inconsciente antes de Freud», éste tuvo centenares de predecesores que postularon la existencia de una mente inconsciente, y escribieron sobre ello con abundancia de detalles. De hecho, hubiera sido muy difícil encontrar algún psicólogo que no hubiera postulado alguna forma de inconsciente en su tratamiento de la mente. Todos ellos discrepaban en la naturaleza precisa de la mente inconsciente de la que hablaban, pero Freud, en su versión, se acercó mucho a la de E. von Hartmann, cuya «Filosofía del Inconsciente», publicada en 1868, trataba de la presentación de un relato de procesos mentales inconscientes. Como aclara Whythe:

Hacia 1870 el inconsciente no era un tópico reservado a los profesionales; ya estaba de moda que hablaran de ello los que querían exhibir su cultura. El escritor alemán von Spielhagen, en una novela escrita hacia 1890 describió el ambiente de un salón berlinés en los años 1870, cuando dos temas dominaban la conversación: Wagner y von Hartmann, la música y la Filosofía del inconsciente, Tristán y el instinto.

La «Filosofía del Inconsciente» es un voluminoso libro, de mil cien páginas en su traducción al inglés; da una excelente visión de los predecesores de von Hartmann, incluyendo una discusión sobre las ideas contenidas en los Vedas hindúes, y los escritores Leibniz, Hume, Kant, Fichte, Hamann, Herder, Schelling, Schubert, Richter, Hegel, Schopenhauer, Herbart, Fechner, Carus, Wundt y muchos otros. Como dice Whyte, «hacia 1870 Europa estaba madura para abandonar la visión cartesiana del conocimiento, pero no preparada para aceptar que la psicología tomara su relevo». Whyte afirma que Freud no había leído a von Hartmann, pero esto es improbable, y en cualquier caso se sabe que había en su biblioteca un libro que explicaba con todo detalle las ideas expresadas por von Hartmann.

Unas cuantas citas de psiquiatras ortodoxos de Inglaterra podrán dar una idea de hasta qué punto la importancia de lo inconsciente había sido aceptada mucho antes de que Freud apareciera en escena. He aquí una cita de Laycock, publicada en 1860: « No hay un hecho general tan bien corroborado por la experiencia de la Humanidad ni tan universalmente aceptado como guía en los asuntos de la vida, como la vida y la acción del inconsciente». Y Maudsley expresó la idea de la escuela inglesa de Psiquiatría en su «Fisiología y Patología de la mente», publicada en 1867, con las siguientes palabras: «La parte más importante de la acción mental, el proceso mental del que depende el pensamiento, es la actividad mental inconsciente ». Podrían encontrarse muchos más ejemplos en los escritos de W. B. Carpenter, J. C. Brodie y D. H. Tuke.

Una última cita bastará. Procede de Wilhelm Wundt, el padre de la psicología experimental, y notable introinspeccionista, alguien difícil de imaginar como interesado en el inconsciente. He aquí lo que dijo: «Nuestra mente está tan afortunadamente equipada que nos proporciona las bases más importantes para nuestros pensamientos sin poseer el menor conocimiento sobre su forma de elaboración. Sólo los resultados llegan a ser conscientes. Esta mente inconsciente es para nosotros como un ser desconocido que crea y produce para nosotros, y finalmente nos deja sus frutos maduros».

Es evidente que no puede discutirse el hecho de que muchos filósofos, psicólogos e incluso fisiólogos profesionales postularon una mente inconsciente mucho antes que Freud, y la noción de que él inventó «el inconsciente» es simplemente absurda. En relación con estas teorías del inconsciente, el famoso psicólogo alemán H. Ebbinghaus, que fue el único en introducir el estudio experimental de la memoria en este campo, se quejó: «Lo que es nuevo en estas teorías no es verdad, y lo que es verdad no es nuevo ». Este es el epitafio perfecto, no sólo de las teorías de Freud sobre el inconsciente, sino de toda su obra, y tendremos ocasión de volver sobre ello muchas veces. La actividad inconsciente ciertamente existe, pero el inconsciente freudiano popularizado como un drama de moralidad medieval por figuras mitológicas tales como el ego, el id y el super-ego, el censor, Eros y Zánatos, e imbuidos por una variedad de complejos, entre ellos los de Edipo y de Electra, es demasiado absurdo para marcar el status científico.

 

Ocupémonos ahora de nuestra cuarta sugerencia a los lectores de Freud. Es esta: Ser cautelosos en aceptar la supuesta evidencia sobre la pertinencia de las teorías freudianas; la evidencia demuestra, a menudo, exactamente lo contrario. Más adelante encontraremos más pruebas de apoyo de esta tesis, pero queremos adelantar un ejemplo para ilustrar lo que queremos decir. Este ejemplo está tomado de la teoría freudiana de los sueños, según la cual los sueños son siempre expresión de unos deseos; deseos relativos a represiones infantiles. Como mostraremos en el capítulo dedicado a la interpretación de los sueños, Freud da en su libro muchos ejemplos de la manera en que interpretaba los sueños, pero, sorprendentemente, ninguno de ellos tiene nada que ver con represiones infantiles. Esto es ampliamente reconocido por los mismos psicoanalistas. He aquí lo que dijo sobre el particular uno de los más ardientes seguidores de Freud, Richard M. Jones, en «La Nueva Psicología del Sueño»: «He llevado a cabo un análisis profundo de «La Interpretación de los Sueños» y puedo afirmar que no hay en ellos ni un solo ejemplo de cumplimiento del deseo que tenga nada que ver con el criterio de referencia de un deseo infantil reprimido. Cada ejemplo propone un deseo, pero cada deseo es, ya una reflexión totalmente consciente, ya un deseo reprimido de origen post-infantil». Volveremos a este punto más adelante.

Tomemos un ejemplo de un bien conocido psicoanalista americano, para ilustrar las dificultades que entraña la correcta interpretación de los sueños según la teoría freudiana. He aquí el sueño: Una joven soñó que un hombre estaba intentando montar un caballo marrón muy vivaracho. Hizo tres tentativas sin éxito; a la cuarta logró sentarse en la silla de montar y empezó a cabalgar. En el simbolismo general de Freud, montar a caballo representa a menudo el coito. Pero el analista basó su interpretación en la asociación del sujeto. El caballo simbolizaba al soñador, cuya lengua materna era la inglesa; y en su infancia le habían dado un apodo, la palabra francesa cheval, y su padre le había dicho que significaba «caballo». El analista observó que su cliente era morena, menuda y vivaracha, como el caballo del sueño. El hombre que intentaba montar el caballo era uno de los más íntimos amigos de la soñadora. Ella admitió que al flirtear con él había llegado tan lejos, que en tres ocasiones él había intentado aprovecharse de la situación, pero que siempre sus sentimientos morales se habían impuesto en el último instante, y se había salvado. Las inhibiciones no son tan fuertes en los sueños como en la vida; en su sueño ocurrió una cuarta tentativa que terminó con la realización del deseo. En este caso, la interpretación de las asociaciones respalda la interpretación simbólica del sueño.

Un psicoanalista francés, Roland Dalbiez, que escribió un libro muy bien conceptuado, «El Método Psicoanalítico y la Doctrina de Freud», afirma que:

En toda la literatura del psicoanálisis que he podido examinar, no conozco un caso más altamente ilustrativo... Si se rechaza la teoría psicoanalítica, se hace necesario afirmar que no hay causalidad de ninguna clase entre la vida en sueño y la vida despierta, sino tan sólo coincidencias fortuitas. Entre el apodo de cheval dado a la soñadora en su juventud y las tres tentativas sin éxito llevadas a cabo por su amigo para seducirla, por una parte, y las tres tentativas falladas hechas por ese hombre para montar al caballo en el sueño, por la otra, no hay ningún lazo de dependencia: esto es precisamente lo que los que rehúsan aceptar la interpretación psicoanalítica están obligados a mantener.

Muchos lectores de interpretaciones de sueños como este se han llegado a convencer de que están de acuerdo con las teorías freudianas, pero ciertamente esto no es así. En la teoría freudiana los deseos en cuestión son inconscientes, pero difícilmente puede pretenderse que una mujer que está a punto de ser seducida tres veces es inconsciente acerca de sus deseos de consumar el coito con el hombre en cuestión. Además, el deseo implicado no es un deseo infantil, sino uno real y bien presente. En otras palabras, la interpretación del sueño no debe nada a la teoría freudiana de la interpretación de los sueños, sino que más bien la contradice. El deseo implicado en el sueño es perfectamente consciente y presente, y esto va totalmente en contra de la hipótesis de Freud. Así nos encontramos ante la rara pero a menudo repetida situación de que los hechos que se nos proponen como prueba de la exactitud de las teorías freudianas sirven, de hecho, para invalidarlas.

Tampoco es cierto decir que los críticos del psicoanálisis se verían forzados a negar todo lazo de dependencia entre el sueño y la realidad. El simbolismo, tal como demostraremos en el capítulo sobre los sueños, ha sido empleado durante miles de años, y a menudo usado en la interpretación de los sueños. La interpretación del sueño basada en el sentido común y su simbolismo parece ser mucho más correcta que la freudiana, que presupone inexistentes deseos infantiles inconscientes. Más adelante nos ocuparemos de este problema con mayor detalle; aquí el ejemplo ha sido citado meramente para ilustrar una estratagema frecuentemente utilizada por Freud y sus seguidores para intoxicar al lector y hacerle creer que un caso particular corrobora los puntos de vista de Freud, cuando en realidad los desmiente. La interpretación de un sueño es aceptada porque tiene sentido basándose en el sentido común y así se impide al lector que piense profundamente sobre la verdadera relevancia del sueño con respecto a la teoría freudiana, que es mucho más compleja y retorcida que lo que una interpretación rectilínea podría sugerir.

 

Ahora llegamos al último consejo propuesto a los lectores que deseen evaluar la teoría psicoanalítica y la personalidad de su creador. Helo aquí: Al estudiar la historia de una vida, no olvidarse de lo que es obvio. Ilustraremos la importancia de este consejo con referencia a la historia de la vida de Freud, y trataremos de explicar la gran paradoja que nos presenta. Esta paradoja es el súbito e inesperado cambio que ocurrió en Freud a principios de la década de los años 1890. A finales de los años ochenta, Freud era un lector de la Universidad, un asesor honorario del Instituto para las Enfermedades Infantiles, y director de su Departamento de Neurología. Había ya publicado bastante sobre temas referentes a neurología y era un notable neuroanatomista cuya capacidad técnica había sido reconocida. Estaba felizmente casado y tenía una familia -que constantemente aumentaba- que mantener, y se dedicaba lucrativamente a la práctica privada de la Medicina, especializado en enfermedades del sistema nervioso. Era un miembro noconformista de la burguesía, un conservador y un ortodoxo. Todo esto cambió bruscamente a principios de los años noventa.

Este cambio se aprecia muy claramente en su filosofía general; donde previamente había sido extremadamente convencional y victoriano en sus actitudes ante el problema sexual, ahora abogaba por el total abandono de toda moral sexual convencional. Su estilo de escribir cambió, tal como se aprecia en sus publicaciones. Hasta el cambio, sus contribuciones científicas habían sido lúcidas, concisas y conformes con el estado del conocimiento tal como existía en aquella época, pero entonces su estilo se volvió extraordinariamente especulativo y teórico, forzado e ingenioso.

Ernest Jones, el biógrafo oficial de Freud, también nos dice que durante este período (aproximadamente entre 1892 y 1900) Freud experimentó un marcado cambio de personalidad y sufrió de una «muy considerable psiconeurosis, caracterizada por cambios de humor desde una profunda euforia hasta una tremenda depresión y estados crepusculares de consciencia». Durante el mismo período desarrolló inexplicados síntomas de irregularidad cardíaca y aceleración de los movimientos del corazón. Padeció un extraño mal llamado «neurosis de reflejo nasal», y concibió un violento odio hacia su viejo amigo y colega Breuer, mientras al mismo tiempo experimentaba una intensa admiración y devoción hacia otro amigo, Wilhelm Fliess. Y el cambio mayor que ocurrió fue que, cuanto más el impulso sexual se convertía en la piedra angular de su teoría general, menos lo practicaba, de manera que al final del siglo había terminado virtualmente de mantener relaciones sexuales con su mujer.

Otros síntomas de cambio de personalidad, que aparecieron hacia esa época fueron la convicción mesiánica de una misión, la aceptación del mito del héroe (ya mencionado), y la general tendencia dictatorial a gobernar a sus seguidores y expulsarles si expresaban la menor o más ligera duda acerca de la verdad absoluta de sus teorías. Esto, también, difiere totalmente de la conducta del primitivo Freud, que no mostraba ninguno de esos raros e inaceptables rasgos de carácter.

Thornton, basándose en la correspondencia de Freud con Fliess, ha formulado una hipótesis muy clara que explicaría todos esos súbitos cambios en términos de una adicción que Freud desarrolló por la cocaína. Freud había trabajado con la cocaína, la había usado para combatir sus frecuentes jaquecas, y había recomendado entusiásticamente su uso a todos los que quisieran controlar sus estados mentales. Fliess había elaborado una teoría más bien absurda acerca de la cocaína que, según él, era capaz de aliviar drásticamente los dolores de cabeza y otros males mediante la aplicación nasal. Lo que sucede en realidad es que la aplicación de la droga a las membranas mucosas, tales como las del interior de la nariz, resulta una absorción extremadamente rápida, de manera que la droga se incorpora muy pronto a la corriente sanguínea y llega al cerebro con rapidez y prácticamente sin alteración. No cabe duda sobre el hecho de que Freud fue inducido por Fliess a usar cocaína con objeto de curar sus cefaleas y mejorar su «neurosis de reflejo nasal». He aquí lo que dice Ernest Jones sobre ello: Luego, como si hubiera alguna relación en su trato con un rinólogo, Freud sufrió mucho de una infección nasal durante esos años. De hecho, ambos la padecieron (es decir, Freud y Fliess) y un interés poco común fue tomado por ambas partes acerca del estado de las respectivas narices, órganos que, después de todo, habían llamado en primer lugar la atención de Fliess en los procesos sexuales. Fliess operó dos veces a Freud, probablemente por cauterización de los huesos espirales; la segunda vez fue en el verano de 1895. La cocaína, en la que Fliess tenía una gran fe, fue constantemente recetada.

 

Desafortunadamente, como es natural, este uso de la cocaína fijó un círculo vicioso causando una verdadera patología nasal y empeorando lo que se suponía debía curar, como indica Thornton, «tal patología es concomitante con el uso crónico regular de la cocaína. Necrosis de las membranas, aparición de costras, ulceración y frecuentes hemorragias con las infecciones resultantes, son las invariables secuelas de su uso... La infección de los tejidos ulcerados produce serias infecciones sinoidales, que Freud padeció en la segunda parte de la década». Esta, pues, era la razón del «interés poco común» por las respectivas narices que tanto divertía a Jones en su relato sobre Freud y Fliess. «Ambos hombres habían empezado a sufrir los efectos de la cocaína en el cerebro. De aquí procede la calidad progresivamente extraña de las teorías de los dos conforme transcurría el tiempo».

Hay evidencia directa de esta teoría en los escritos del mismo Freud. Así en « La Interpretación de los Sueños » menciona su preocupación por su propio estado de salud cuando escribe sobre sus pacientes. He aquí lo que escribe: «Hacía un uso frecuente de la cocaína en esa época para aliviar ciertas dolorosas molestias nasales, y había oído unos días antes que una de mis pacientes que había seguido mi ejemplo había contraído una extendida necrosis de la membrana mucosa nasal». Thornton comenta: «El uso de la cocaína por Freud no tenía por objeto únicamente el alivio de un ataque ocasional de migraña. Quedó cogido en la trampa de un círculo vicioso de tomar cocaína para reducir dolores nasales que habían sido realmente causados por la misma droga, los cuales aumentaban con mayor intensidad aun cuando sus efectos desaparecían. El resultado fue el uso casi continuo de la cocaína».

¿Puede esto considerarse como un caso probado?. La evidencia es sumamente circunstancial, pero cualquier lector del detallado y cuidadoso análisis de Thornton encontrará esa evidencia realmente fuerte. Nuevas pruebas adicionales y concluyentes pueden hallarse en la correspondencia de Freud con Fliess, pero la familia de Freud negó a Thornton y a otros investigadores académicos la posibilidad de examinar ese material. Lo que está fuera de toda duda es que los extraños cambios que experimentó Freud corresponden muy precisamente a la clase de cambios, tanto físicos como psicológicos, que se han observado muchas veces en pacientes que sufren adicción de cocaína. Es posible, pues, que estemos equivocados (como Freud y Breuer lo estaban en el caso de Anna O.) al atribuir síntomas de conducta a causas psicológicas y a neurosis; en ambos casos ha debido haber una causa física. Los médicos ortodoxos a menudo omiten las enfermedades psicológicas y las atribuyen a causas físicas, los psicoanalistas incurren en errores similares en la dirección opuesta. Sólo una investigación detallada libre de nociones preconcebidas puede decirnos en cada caso concreto las verdaderas causas del mal.

Hemos dicho ya lo suficiente sobre Freud el hombre, y sobre los peligros de tomar demasiado en serio cualquier cosa que él y sus discípulos hayan dicho. El lector puede ahora sentirse preocupado y desorientado en determinadas cuestiones. ¿Cómo es posible que Freud pudiera ilustrar sus teorías sobre los sueños y el inconsciente en « La Interpretación de los Sueños », usando exclusivamente como ejemplos sueños que se apartaban completamente de su teoría?. ¿Cómo puede ser que muchos de los críticos que él consideraba abiertamente hostiles dejaran de ver lo obvio?. ¿Cómo es que psicoanalistas que ahora han observado ese defecto todavía proclaman que « La Interpretación de los Sueños » es una obra genial?. Hay muchas de estas preguntas que surgen del material aquí analizado; la principal respuesta deberá ser, seguramente, que la teoría de Freud no es científica en el sentido ordinario de la expresión, y que ha sido añadida como un elemento de propaganda, completamente aparte de los hechos del caso, más que en términos de prueba de una teoría científica.

Este esfuerzo propagandístico ha adoptado una forma extraordinaria. Las críticas, por fundadas que fueran, nunca fueron contestadas en términos científicos; los autores de las mismas fueron acusados de ser hostiles al psicoanálisis; hostilidad producida por deseos infantiles y sentimientos neuróticos reprimidos. Tal clase de argumentum ad hominem es contrario a la Ciencia y no puede ser tomado en serio. Sean cuales fueren los motivos de un crítico, el hombre de ciencia debe contestar a las partes racionales de la crítica. Esto no lo han hecho nunca los psicoanalistas; tampoco han considerado hipótesis alternativas a la freudiana, tal como documentaremos en sucesivos capítulos. Tales no son características de la Ciencia, sino de la Religión y la Política. El héroe mitológico de Freud se aparta completamente del papel del hombre de ciencia serio y adopta el del profeta religioso o del líder político. Sólo, pues, en tales términos podemos comprender los hechos analizados en este capítulo. Una comprensión de Freud, el hombre, es necesaria antes de que podamos comprender el psicoanálisis como movimiento. En todo arte, hay una estrecha relación entre el artista y la obra que produjo. No así en la Ciencia. El cálculo diferencial hubiera sido inventado incluso sin Newton, y de hecho Leibniz lo inventó al mismo tiempo, y de manera totalmente independiente. La Ciencia es objetiva y ampliamente independiente de la personalidad; el Arte y el psicoanálisis son subjetivos, e íntimamente relacionados con la personalidad del artista. Como veremos detalladamente más adelante, el movimiento psicoanalítico no es científico en el sentido ordinario de la palabra, y todas las rarezas mencionadas en este capítulo surgen de este simple hecho.

 

CAPITULO SEGUNDO

EL PSICOANÁLISIS COMO MÉTODO DE TRATAMIENTO 

El único patrón por el que puede regirse la verdad son sus resultados prácticos.

Mao-Tse-Tung

Para el lego, el psicoanálisis es conocido sobre todo como un método de tratamiento de desórdenes mentales, neuróticos y posiblemente psicóticos. Ciertamente Freud elaboró la teoría y métodos del psicoanálisis, en un principio, para tratar pacientes, y reclamó amplios títulos para tales métodos. El primero de ellos era que el psicoanálisis curaría los desórdenes de los enfermos mentales; el segundo que sólo el psicoanálisis era capaz de ello. Su teoría de la neurosis y la psicosis esencialmente afirma que las quejas con las que el paciente se presenta ante el psiquiatra o el psicólogo son meramente síntomas de otra enfermedad, profunda y subyacente; a menos de qué esa enfermedad sea curada, no hay esperanza para el paciente. Si tratamos de eliminar los síntomas, bien se presentarán de nuevo, bien tendremos una sustitución de síntomas, por ejemplo, la emergencia de otro síntoma, tan molesto como el original, o más aún. De ahí el desdén de Freud por lo que él llamó «curas sintomáticas», un desdén compartido por sus modernos sucesores.

Freud creía que la «enfermedad«, que subyacía bajo los síntomas mostrados por el paciente era debida a la represión de pensamientos y sentimientos que estaban en conflicto con la moralidad y actitud consciente del mismo; los síntomas eran la erupción de esos pensamientos y deseos reprimidos e inconscientes. La única manera de curar al paciente era darle «percepción interior», mediante la interpretación de sus sueños y de sus lapsus linguae, de sus fallos de memoria y sus actos inadecuados todo lo cual, habiendo sido causado por elementos reprimidos, podía ser utilizado para llegar a su origen. Una vez conseguida esa «percepción», y por ello Freud entendía no sólo acuerdo cognitivo con el terapeuta sino también aceptación del nexo causal, los síntomas se desvanecerían y el paciente estaría curado. Sin tal percepción, algún otro tratamiento podría tener éxito suprimiendo los síntomas por algún tiempo, pero la enfermedad permanecería.

Este modelo, tomado desde el punto de vista médico sobre la enfermedad, era muy atractivo para los doctores. Están acostumbrados a oír -y a decir- que uno no debe tratar directamente la fiebre, porque no es más que un síntoma. Lo que debe hacerse es atacar la enfermedad que causa la fiebre, porque ésta desaparecerá una vez la enfermedad haya sido eliminada. Por supuesto, incluso en medicina general la distinción entre enfermedad y síntoma no es siempre clara: ¿una pierna rota es un síntoma, o una enfermedad?. Freud y sus seguidores nunca dudaron sobre la aplicabilidad del modelo médico a los desarreglos mentales, pero, como vamos a ver, su visión no es obviamente cierta, y se han propuesto puntos de vista alternativos.

En años posteriores Freud se fue volviendo claramente pesimista sobre la posibilidad de usar el psicoanálisis como método de tratamiento; poco antes de su muerte declaró que él sería recordado como pionero de un nuevo método para investigar la actividad mental, más que como un terapeuta, y, como veremos, muy graves dudas han ido surgiendo sobre la eficacia del psicoanálisis como método de tratamiento. No obstante, la mayor parte de sus seguidores, debiendo ganarse la vida como psicoterapeutas, han rehusado seguirle en sus conclusiones pesimistas y todavía abogan por la eficacia del psicoanálisis como método curativo. Pocos psicoanalistas aconsejarían hoy su utilización para el tratamiento de psicosis tales como la esquizofrenia y la psicosis maníaco-depresiva. Aquí hay un acuerdo casi universal en que el psicoanálisis tiene poco que ofrecer; donde más se insiste en la utilidad del psicoanálisis es en relación con los desórdenes neuróticos, tales como los estados de ansiedad, desórdenes fóbicos, neurosis obsesionales y compulsivas, histeria y demás. Está claro que los pacientes no pasarían muchos años bajo tratamiento, pagando honorarios exorbitantes, a menos de estar convencidos de que el psicoanálisis puede mejorar su estado o, de hecho, curar sus males. Los psicoanalistas han animado siempre esas esperanzas y continúan pretendiendo tener éxito en el tratamiento de los desórdenes neuróticos, una pretensión que nunca ha sido demostrada como auténtica.

Esta es una acusación severa, y será objeto de este capítulo y del próximo discutir los hechos con detalle y justificar nuestra conclusión. Antes de ello, empero, consideremos brevemente por qué la cuestión es tan importante. Lo es por dos razones. En primer lugar, si fuera realmente verdad el que el psicoanálisis como método de tratamiento no puede hacer lo que se supone hace, entonces ciertamente el interés del público decaería considerablemente. Los gobiernos dejarían de conceder recursos al tratamiento psicoanalítico y a la formación de psicoanalistas. La consideración pública del psicoanalista como un «curandero» de éxito se evaporaría, y sus puntos de vista sobre muchos otros temas serían, tal vez, recibidos con menos entusiasmo una vez quedara claro que no podía tener éxito ni siquiera en su primera obligación: curar a sus pacientes. Otra consecuencia importante consistiría en que buscaríamos otros métodos de tratamiento y ya no nos veríamos obligados a relegar las sedicentes «curas sintomáticas» al olvido, simplemente porque Freud defendió una teoría que sugería que tales métodos no podían dar resultado. Estas consecuencias prácticas son importantes, y considerando el gran número de pacientes que padecen desórdenes neuróticos (aproximadamente una persona de cada seis presenta serios síntomas neuróticos y necesita tratamiento) no puede negligirse el grado de infelicidad y miseria que sería eliminada mediante un tratamiento que tuviera éxito. Mantener falsas esperanzas y hacer gastar grandes sumas de dinero en un tratamiento inútil, y perder el tiempo a los pacientes, a veces cuatro o más años de visita diaria al psicoanalista, es algo que no puede ser tomado a la ligera.

 

Desde el punto de vista científico, hay otras consecuencias teóricas del fracaso del tratamiento pisicoanalítico que son todavía más importantes. Según la teoría, el tratamiento debería tener éxito; si el tratamiento no resulta, ello sugiere muy fuertemente que la teoría misma no es correcta. Este argumento ha sido a menudo rechazado por los psicoanalistas, que creen que el tratamiento es, hasta cierto punto, independiente de la teoría, y que la teoría puede ser correcta, incluso a pesar de que la terapia no resulte. Lógicamente, eso es posible; puede haber razones, desconocidas para Freud, que hagan fracasar su tratamiento, aun cuando la teoría sea, de hecho, correcta. No obstante, tal contingencia no parece demasiado probable, sobre todo porque tales obstáculos no han sido específicamente sugeridos por los psicoanalistas, ni tampoco parecen haber llevado a cabo investigaciones para descubrir tales obstáculos. Ciertamente, en un principio, Freud consideró el supuesto éxito de su terapia como el más poderoso argumento en favor de su teoría. El fracaso de la terapia debiera, por consiguiente, haberle alertado sobre posibles errores en teoría, pero no fue así.

En todo caso, aún más impresionante que el fracaso de la terapia freudiana es el éxito de los métodos alternativos, que son analizados en el capítulo siguiente. Tales métodos se basan en lo que Freud descalificó como «tratamiento sintomático» y, según su teoría debían fracasar o, si tenían éxito a la corta, a la larga se encontrarían con una recaída en el síntoma o con alguna especie de sustitución de síntoma. El hecho de que tales espantosas consecuencias no se produzcan es, como mostraremos, un golpe verdaderamente mortal para toda la teoría freudiana. Freud fue muy claro en su predicción de que basándose en su teoría tales consecuencias se producirían: las consecuencias, de hecho, no se producen, y es, por consiguiente, difícil no argumentar que la teoría era incorrecta. Este es uno de los pocos casos en los que Freud hizo una predicción muy clara sobre la base de su teoría, y ciertamente tenía razón al hacerlo: está claro que la teoría exige las consecuencias que él vaticinó, y el fracaso de tales consecuencias, o el hecho de que no ocurrieran, debe dañar seriamente a la teoría. Es, a veces, posible, salvar a una teoría de las consecuencias de una predicción errónea, bien haciendo ligeros retoques en la misma, bien aludiendo a ciertos factores que fueron causa de que la predicción fallara; nada de esto ha sido intentado por los freudianos, y es difícil ver cómo hubiera podido efectuarse tal salvamento.

Yo afirmo, pues, que el estudio de los efectos de la psicoterapia psicoanalítica es de una importancia capital en una evaluación de la obra de Freud. No es absolutamente concluyente; la terapia puede no funcionar, aunque la teoría sea correcta. En lo que concierne a las formulaciones teóricas, es precisa mucha cautela para no llegar a conclusiones prematuras y posiblemente injustificadas. Desde el punto de vista práctico, no obstante, no puede haber dudas sobre que si la terapia no funciona, entonces no es correcto que la gente continúe siendo persuadida de que debe someterse a tratamiento, gastarse su dinero en ello y además perder una considerable cantidad de tiempo.

Es una característica curiosa del psicoanálisis que hasta hace relativamente poco tiempo, poco se hizo para demostrar su efectividad. Ya desde el principio el mismo Freud se opuso a la práctica médica corriente de instituir pruebas clínicas para aseverar la eficacia de un nuevo método de terapéutica, y sus seguidores. han adoptado sumisamente el mismo proceder. Él arguyó que las comparaciones estadísticas entre grupos de pacientes tratados con psicoanálisis y otros tratados sin él darían resultados falsos, porque nunca ha habido dos pacientes iguales. Esto es perfectamente cierto, pero también lo es cuando consideramos las pruebas clínicas para demostrar la eficacia de un determinado específico. Esto no le ha impedido el progreso de la Medicina mediante el uso de pruebas clínicas, y la mayor parte, si no la totalidad de nuestros conocimientos en farmacología se basan en el hecho demostrable de que las diferencias individuales irán siendo menos significativas si se observan grupos suficientemente numerosos, y los efectos de los medicamentos. o de otro tratamiento, aparecerán en un promedio. Si el psicoanálisis ayuda a algunos, a la mayoría, o a todos los pacientes, en el grupo experimental, mientras que la ausencia de psicoanálisis deja a los pacientes del grupo controlado sin mejora alguna, entonces ciertamente deberá aparecer un gran promedio de éxito del grupo experimental sobre el grupo de control, como resultado de la prueba.

Esto es lo que dijo realmente Freud:

Partidarios del análisis nos han aconsejado compensar una colección de fracasos mediante una enumeración estadística de nuestros éxitos. Tampoco he hecho caso de tal sugerencia. Argumento que las estadísticas no tendrían ningún valor si las unidades cotejadas no fueran iguales y los casos que han sido tratados no fueran equivalentes en muchos aspectos. Además, el período de tiempo que pudiera tenerse en cuenta sería corto para ser posible juzgar sobre la permanencia de las curaciones; y en muchos casos sería imposible aseverar resultado alguno. Habría personas que habrían guardado en secreto tanto su enfermedad como su tratamiento, y cuya curación, en consecuencia, debería ser también mantenida en secreto. La razón más fuerte contra ello, empero, radica en el reconocimiento del hecho de que en asuntos de terapia, la humanidad es irracional en grado sumo, de manera que no se vislumbra la posibilidad de influenciarla mediante argumentos razonables.

 

A esto puede responderse que la humanidad está muy bien dispuesta a prestar atención a relatos bien documentados de terapia coronadas por el éxito; la gente puede ser irracional, pero no tanto como para preferir teorías presentadas sin pruebas a teorías que llevan consigo una corroboración experimental bien expuesta.

Si debiéramos tomar en serio el pesimismo de Freud, nos daríamos cuenta de que tal pesimismo no debería limitarse al tratamiento psicoanalítico. El argumento se aplicaría igualmente a cualquier forma de tratamiento psicológico, y también a los efectos de los medicamentos en los desarreglos psicológicos o médicos. Esto, realmente, no es así, como la historia de la psiquiatría claramente demuestra. Para los que están de acuerdo con Freud, la única conclusión a la que se puede llegar es que el psicoanálisis es un tratamiento de valor no demostrado (aún más, de valor indemostrable), y esto debiera impulsar a los analistas, en él futuro, a dejar de ofrecerlo como una forma de terapia para desarreglos psicológicos, e incluso de insistir en que es el único tratamiento adecuado. Sólo auténticas pruebas clínicas, utilizando un grupo de control no tratado y comparando sus progresos con los hechos por un grupo experimental tratado con psicoanálisis, puede resolver los problemas de establecer una efectividad.

Freud, en cambio, se apoyó en historias de casos individuales, sugiriendo que el hecho de una mejora o una curación después de que el paciente se hubiera sometido al psicoanálisis debiera ser una prueba suficiente para sus tesis.

Hay tres razones principales para no aceptar este argumento. En primer lugar, los pacientes neuróticos y psicóticos tienen altibajos, esto es bien sabido; pueden mostrar aparentes mejorías espontáneas por un período de semanas, meses e incluso años; luego pueden, súbitamente, empeorar otra vez, sólo para renovar el ciclo, de nuevo, después de un cierto tiempo. Lo más frecuente es que acudan al psiquiatra cuando se encuentran en un punto particularmente bajo del ciclo, y mientras es posible que sus esfuerzos terapéuticos mejoren su estado, también lo es que lo que suceda es que el paciente se encuentre en el punto de una mejoría que hubiera ocurrido de todos modos, es decir, que iniciara la subida en el punto del altibajo. Esto se conoce a veces con el nombre de fenómeno «Hola-Adiós»; el terapeuta dice hola cuando el paciente acude a él con su problema, y dice adiós cuando ha mejorado; pretender que la mejoría es debida a los esfuerzos del terapeuta es un típico argumento post hoc ergopropter hoc, que carece de significación lógica. ¡Porque. el hecho B siga al hecho A no puede argüirse que A ha sido la causa de B!. Necesitaría-nos una razón más fuerte que esta para demostrar la eficacia de un método de terapia.

Esta es la razón por la cual necesitamos un grupo de control (sin tratamiento) para compararlo con nuestro grupo experimental (con tratamiento). Todos nuestros pacientes pueden haber mejorado, pero tal vez habrían mejorado en cualquier caso, incluso sin nuestro tratamiento. Podemos comprobar esta posibilidad sólo disponiendo de un grupo de control de pacientes que no reciben el tratamiento; si no experimentan mejoría y el grupo experimental sí, entonces tendremos, por lo menos, razones para creer que nuestro tratamiento ha sido eficaz. Si el grupo de control mejora tanto y tan rápidamente como el grupo experimental, entonces no tenemos razón alguna para creer que nuestro tratamiento ha surtido efecto alguno. Como veremos, tal parece ser el hecho por lo que concierne al psicoanálisis.

El segundo punto relevante, y a menudo negligido, es la necesidad de un seguimiento. El fenómeno «Hola-Adiós» sugiere que el terapeuta debe dar de alta a un paciente que esté en el punto álgido de un altibajo, cuando lo más probable es que se produzca un bajón; a menos que sigamos las huellas de la mejoría del paciente durante un período de años, no es probable que sepamos si nuestro tratamiento, ha tenido, de hecho, un efecto terapéutico a largo plazo. Es posible, evidentemente, que haya acelerado algo la llegada del punto alto del altibajo, pero entonces no hubiera impedido el siguiente bajón; en otras palabras, no se habría producido una curación, Como veremos, en el caso del tratamiento del Hombre-Lobo por Freud, esta posibilidad nunca pareció habérsele ocurrido, y él presentó como éxitos casos que habrían sido claros fracasos. Los seguimientos son una necesidad absoluta para la evaluación de cualquier clase de tratamiento.

 

La tercera dificultad, que surge de la poco inteligente proposición de que un médico debe ser quien decida en cada caso si el tratamiento ha sido un éxito o no, es que el médico tiene poderosos motivos para declarar que su tratamiento ha sido un éxito. Él, igual que el paciente, ha hecho tal inversión en el tratamiento que puede hacer que se persuada a sí mismo de mirar los resultados con gafas de color de rosa. Un testimonio sin pruebas, aportado por el paciente o el terapeuta no puede ser considerado como válido. Necesitaríamos algunos criterios objetivos para que resultara razonablemente claro que una mejoría real, notable y significativa se ha realizado en la condición del paciente. Esto no lo ofrecen nunca los psicoanalistas, que se basan tenazmente en su propia evaluación de la supuesta mejoría de los pacientes. Tal objetividad no es científicamente aceptable.

Una razón que aducen a veces los psicoanalistas para no llevar a cabo una prueba clínica, con un grupo experimental y uno de control, y un seguimiento a largo plazo, es la dificultad de tal realización. No hay duda de que ello implica dificultades, y de ellas nos vamos a ocupar; no obstante, es necesario hacer, en este punto, una observación. En la Ciencia, cuando alguien pretende haber realizado algo -haber inventado una nueva curación, por ejemplo- el cargo de la prueba le incumbe a él. Ciertamente, es mucho más difícil para el hombre de ciencia demostrar su teoría que inventarla; esa clase de dificultades son inherentes al proceso científico, y no están confinadas al psicoanálisis. Una de las deducciones extraídas de la teoría heliocéntrica de Copérnico fue que la paralaje astral sería perceptible, es decir, que las posiciones relativas de las estrellas parecerían diferentes en diciembre que en junio, porque la Tierra se había movido alrededor del Sol. Tal prueba era extremadamente difícil a causa de las inmensas distancias implicadas; los cambios en los ángulos de observación eran tan pequeños que pasaron doscientos cincuenta años antes de poder ser observados. Tal clase de dificultades es corriente, y deben ser superadas antes de que una teoría sea aceptada. Los psicoanalistas suelen burlarse de las tentativas de someter el tratamiento psicoanalítico a prueba médica, mencionando estas dificultades; no obstante, mientras no se hagan pruebas coronadas por el éxito, los psicoanalistas no tienen derecho a tener pretensión alguna. El hecho de que, hasta ahora, hayan conseguido soslayar esta obligación da una triste impresión sobre su responsabilidad como hombres de ciencia y como médicos.

¿Cuáles son los problemas que pueden impedir llevar a cabo una prueba clínica significativa?. Para la mayor parte de la gente sería sencillo reunir un amplio grupo de pacientes, dividirlos al azar en un grupo experimental y un grupo de control, administrar psicoanálisis al grupo experimental, y no dar tratamiento alguno, o un tratamiento placebo (3) al grupo de control y estudiar los efectos al cabo de unos cuantos años. De las dificultades que puedan surgir, la más importante es, tal vez, la cuestión del criterio aceptado para la mejoría o la curación. El paciente, por lo general, presenta ciertos síntomas claramente definidos; así, por ejemplo, puede tener severas fobias, sufrir ataques de ansiedad, episodios depresivos, quejarse de obsesiones o acciones compulsivas, o tener parálisis histérica de un miembro. Ciertamente podemos medir el grado en que los síntomas han mejorado o han desaparecido tras la terapia, y para la mayoría de la gente esto constituiría un efecto muy real y deseable del tratamiento. El psicoanalista diría que esto no basta, y que tal vez no hemos conseguido erradicar la «enfermedad» subyacente, sino únicamente los síntomas. Para muchos psicólogos, que tienen otras opiniones sobre la naturaleza de las neurosis, la abolición de los síntomas sería ampliamente suficiente; no querrían nada más, mientras los síntomas no reaparecieran u otros síntomas emergieran en su lugar.

En la naturaleza de las cosas, estas cuestiones no pueden ser resueltas sin enfrentarse con el problema de la teoría del desorden neurótico subyacente, y hasta ahora no parece haberse llegado a ningún punto de acuerdo. Lo que puede, tal vez decirse, para acercar en lo posible a ambas partes, es que la abolición de los síntomas es una condición necesaria pero tal vez no suficiente para una curación completa. La investigación se ha ocupado sobre todo de la supresión de los síntomas como condición necesaria para una curación, dejando de lado la posibilidad de que pueda quedar algún complejo subyacente. Mientras no se produzcan una renovación de los síntomas, o una sustitución de los mismos, el debate, probablemente es, sobre todo, académico, y de escaso interés práctico; es dudoso, además que sea de un gran interés científico, porque en tal circunstancia no hay manera alguna de demostrar la existencia de ese supuesto «complejo». Pero los psicoanalistas discreparán, y dejarán esta cuestión particular sin resolver. El punto crucial es, de hecho, si el psicoanálisis consigue abolir los «síntomas». Y la palabra es puesta entre comillas porque para muchos psicólogos la manifestación de las neurosis no es realmente un síntoma de ninguna enfermedad subyacente; tal como veremos, ¡el síntoma es la enfermedad!.

 

Si podemos, pues, superar la dificultad del criterio, lo que deberemos hacer a continuación es considerar la realización de los grupos, el experimental y el de control. Los psicoanalistas aseguran que su tratamiento sólo es adecuado para un pequeño porcentaje de pacientes neuróticos; son muy cuidadosos en sus criterios de selección. Preferentemente, un paciente debiera ser joven, bien educado, no demasiado seriamente enfermo, y razonablemente rico... en otras palabras, los sujetos que son preferidos como pacientes son los que más se beneficiarán del tratamiento. Es importante recordar siempre esto, pues desde el punto de vista social el psicoanálisis sería ampliamente inútil como técnica terapéutica porque una gran mayoría de la gente sería incapaz, según opinión de los propios psicoanalistas, de beneficiarse de él. Ciertamente, muy pocos pacientes son tratados con psicoanálisis en la actualidad; la mayor parte de los psicoanálisis que se hacen son análisis de ensayo, por analistas practicantes en registros psiquiátricos y otros que aspiran llegar a ser psiquiatras o psicoanalistas.

La seriedad del problema de la selección es subrayada por el hecho de que en un estudio típico, el 64 por ciento de los pacientes sometidos a análisis ha recibido una educación postgraduada (comparado con un 2 o un 3 por ciento, como máximo, de la población general), el 72 por ciento ocupan empleos profesionales y académicos, y aproximadamente la mitad de los casos están «agrupados en trabajos relacionados con la psiquiatría y el psicoanálisis». Además, el muy elevado porcentaje de rechace de pacientes por los psicoanalistas se compone del número desmesuradamente elevado de pacientes (aproximadamente la mitad) que terminan su tratamiento prematuramente. Con razón o sin ella, los psicoanalistas parecen creer que su método es adecuado para una pequeña fracción de los casos de desarreglo psicológico, y los escogidos generalmente poseen los mejores recursos mentales y económicos para conseguir curarse. De manera que incluso si el psicoanalista fuera una fuente importante de salud mental, sería menos alcanzable para los menos favorecidos.

Otra dificultad la constituye el grupo de control. Si se les niega el tratamiento, ¿no es probable que busquen ayuda en cualquier otro sitio, ya acudiendo a un médico general o a un sacerdote, ya discutiendo sus problemas con amigos o miembros de la familia, buscando, así, una especie de terapia, aun cuando no de una clase médicamente reconocida?. La práctica de la confesión usada en la Religión Católica tiene bien conocidas propiedades terapeúticas y es, ciertamente, una especie de psicoterapia; ¿cómo podemos impedir a miembros de nuestro grupo de control que utilicen tales facilidades, como muy posiblemente harán?.

Otro problema que puede surgir es el siguiente. El psicoanálisis puede tener éxito porque las teorías de Freud son correctas; puede también salir bien por contener ciertos elementos, sin ninguna relación con las teorías de Freud, que son benéficos para los pacientes neuróticos, tales como una atención simpática por parte del analista, una oportunidad para el paciente de discutir sus problemas, un buen consejo dado por el analista, etc. A esto lo llaman partes «no específicas» de la psicoterapia; no específicas porque no se derivan de una teoría particular sobre neurosis o tratamiento sino que son comunes a toda clase de tratamientos psiquiátricos y no se reducen a un tipo particular de terapia. ¿Cómo podemos distinguir entre efectos producidos por causas específicas y no específicas?. La respuesta parece ser: administrando un tipo de tratamiento placebo a los miembros del grupo de control, es decir, dándoles una clase de tratamiento relativamente inocuo, que prescinda de todas las partes teóricamente relevantes e importantes del tratamiento derivadas de la teoría psicoanalítica. El tratamiento placebo es considerado como absolutamente esencial en las pruebas clínicas de específicos, porque una sustancia inocua administrada como un placebo en condiciones en que el paciente espera algún efecto, da generalmente efectos muy fuertes, debido a la sugestionabilidad del enfermo. De hecho, a veces los efectos del placebo son tan fuertes como los mismos efectos de la medicina, sugiriendo que ésta no produce un efecto específico en la enfermedad en cualquier caso.

 

Mucho de esto puede ser cierto en ensayos de tratamiento para psicoterapia y, por consiguiente, un grupo de control placebo es realmente esencial si la prueba debe ser tomada muy seriamente. Pero es difícil designar un tratamiento que cumpla las funciones del placebo de no contener ninguna de las partes específicas del tratamiento experimental, pero que sea al mismo tiempo aceptable como inocuo para los pacientes implicados. No es imposible idear tales tratamientos placebo, pero obviamente precisan mucha reflexión y experiencia.

Hay muchas otras dificultades, pero sólo nos ocuparemos de la que es a menudo sugerida como extremadamente importante por los psicoanalistas. El problema implicado es ético: ¿cómo podemos realmente justificar la ocultación de un tratamiento acertado a los pacientes del grupo de control, por nuestra simple curiosidad científica?. Esta pregunta, naturalmente, asume que el tratamiento va a tener éxito, cuando lo que realmente tratamos de hacer es comprobar si lo tiene o no lo tiene. La suposición de que el tratamiento es acertado simplemente porque ha sido muy usado no es poco común en Medicina. Hasta hace muy poco la eficacia de las unidades de cuidados intensivos para ciertos propósitos era indiscutible, pero luego algunos críticos empezaron a poner en duda la utilidad del sistema y sugirieron que el cuidado ordinario en el domicilio del paciente podía ser igual de eficaz. Las pruebas clínicas tuvieron la feroz oposición de los partidarios del sistema de unidades de cuidados intensivos, basándose en que negárselo a los pacientes del grupo de control pondría sus vidas en peligro. Eventualmente, el experimento se hizo, y se descubrió que las unidades de cuidados intensivos no eran ciertamente mejores, sino, más bien, ligeramente peores, por lo que se refiere a salvar vidas, que el tratamiento ordinario en el domicilio del paciente. Una vez que un particular método de tratamiento ha sido hallado eficaz por las pruebas clínicas, puede ser contrario a la ética negárselo a los pacientes; mientras sea cuestionable si produce efecto alguno o incluso si produce efectos negativos, es decir, que haga empeorar al enfermo, como se ha sugerido del psicoanálisis, no puede haber ningún problema ético. De hecho, lo que puede decirse es que es antiético NO someter un nuevo método de tratamiento a pruebas médicas adecuadas, porque si no se hace así, ineficaces y posiblemente peligrosas clases de tratamiento pueden ser infligidas a los enfermos. Además el uso generalizado de tales métodos puede impedir la emergencia de nuevos y mejores métodos, y la puesta en marcha de investigaciones que lleven al descubrimiento de tales métodos.

Antes de volver a una consideración de las pruebas clínicas que han sido llevadas a cabo en años recientes para establecer los éxitos y fracasos relativos de la psicoterapia y el psicoanálisis, será interesante ocuparnos de un típico caso histórico aducido por Freud en apoyo de su pretensión de que el psicoanálisis es una técnica de éxito exclusivo para tratar a pacientes mentales. Debe observarse, no obstante, que Freud informó, de hecho, sobre muy pocos casos, y generalmente, sin dar suficientes detalles que permitieran llegar a conclusión alguna sobre su éxito. Informaciones vitales son a menudo ocultadas, basándose en motivos de confidencialidad, y no hay nunca un seguimiento que permita ver si el enfermo obtuvo, o no, un beneficio duradero del análisis. La historia del Hombre Lobo es, aquí, de un interés particular, porque es habitualmente citada como uno de los más notables éxitos de Freud, y él mismo así lo creía. Sesenta años después de su tratamiento por Freud, el Hombre Lobo fue interrogado durante un largo período de tiempo por un psicólogo y periodista austríaco, Karin Obholzer, y el libro que resultó de esas entrevistas es de un interés absorbente para quien desee juzgar por sí mismo las pretensiones de Freud. Debe recordarse que Freud publicó sólo seis historias de casos extensos, y no analizó él mismo más que cuatro de los casos en cuestión.

El Hombre Lobo derivó su nombre de un sueño extensamente analizado por Freud:

Soñé que era de noche y que estaba acostado en mi cama. Mi cama estaba instalada con las patas hacia la ventana; enfrente de la ventana había una hilera de viejos nogales. Sé que era invierno cuando tuve ese sueño, y era de noche. Subitámente la ventana se abrió por sí sola, y me quedé horrorizado al ver unos cuantos lobos blancos que estaban sentados encima del gran nogal enfrente de mi ventana. Había seis o siete de ellos. Los lobos eran completamente blancos, y parecían más zorros o perros pastores, pues tenían largas colas como los zorros y sus orejas enhiestas como los perros cuando escuchan algo atentamente. Atemorizado de ser comido por los lobos, chillé y me desperté.

 

El paciente tuvo ese sueño a la edad de cuatro años, y de él dedujo Freud la causa de su neurosis. Según Freud, el sueño ha sido inspirado por una experiencia de la primera infancia, que fue la base para los temores de castración del paciente; a la edad de dieciocho meses, había caído enfermo de malaria y durmió en la alcoba de sus padres en vez de en la de su nodriza, como de costumbre. Una tarde, «él contempló un coito a tergo, tres veces repetido», en el que pudo ver «los genitales de su madre así como el órgano de su padre». En la interpretación que Freud hace del sueño en esta escena, los lobos blancos representan la ropa interior de los padres.

Según Freud, esta escena originaria produjo un deterioro en las relaciones del paciente con su padre. El se identificó con su madre, la mujer cuyo estado «castrado» observó a tan temprana época de desarrollo. No obstante, el paciente reprimió sus inclinaciones homosexuales, y esta compleja condición se manifestó con el mal funcionamiento de la zona anal. «El órgano con el cual su identificación con las mujeres, su pasiva actitud homosexual. hacia los hombres podía expresarse por sí mismo era la zona anal. Los desarreglos en el funcionamiento de esa zona habían adquirido una significación de impulsos femeninos de ternura, y los retuvieron también durante su posterior enfermedad». Se supuso también que esto era la causa de las largas y continuadas «dificultades intestinales» del paciente, que impedían las evacuaciones espontáneas durante períodos de meses, en ocasiones. Fueron relacionados por Freud con las dificultades y problemas que el paciente tenía con el dinero:

En nuestro paciente, en ocasión de su posterior enfermedad, esas relaciones (con el dinero) fueron perturbadas hasta un grado particularmente severo y tal factor no fue el menor de los elementos en su falta de independencia y en su incapacidad para enfrentarse con la vida. Había llegado a ser muy rico gracias a legados de su padre y su tío; era obvio que concedía una gran importancia a ser considerado rico, y podía sentirse muy ofendido si era infravaluado en ese respecto. Pero no tenía ni idea de cuánto poseía, ni cuáles eran sus gastos, ni de cuánto dinero le quedaba.

El segundo problema que vio Freud fue la perturbada relación del Hombre Lobo con las mujeres; el Hombre Lobo se sentía atraído por las criadas y se enamoraba obsesivamente cuando veía a una mujer en cierta posición (la adoptada por su madre en la escena capital antes descrita). En conjunto, Freud concluyó que el Hombre Lobo sufría de neurosis obsesiva, y fue tratado por ese desarreglo así como por otros rasgos depresivos descritos en el libro de Freud. Después de cuatro años de análisis, y de un re-análisis llevado a cabo algún tiempo después a causa de un recrudecimiento de los síntomas, el Hombre Lobo fue dado de alta por Freud como curado. Pero poco tiempo después sintió la necesidad de un nuevo análisis y fue tratado por Ruth Mack Brunswick, durante cinco meses la primera vez, y luego, después de dos años, irregularmente durante varios más. Para los psicoanalistas, el tratamiento y su resultado están considerados como relevantes e impresionantes éxitos del psicoanálisis.

¿Qué tenía que decir el mismo Hombre Lobo sobre ello?.

Obholzer comienza la serie de conversaciones con el Hombre Lobo, citándole: «Usted sabe, me siento tan mal, he tenido tan terribles depresiones últimamente... Usted pensará probablemente que el psicoanálisis no me hizo ningún bien». Esto no suena como un gran éxito para la terapeútica adoptada, y leyendo el libro con detalle se ve muy claramente que en efecto el tratamiento de Freud no hizo nada por la salud mental del enfermo o sus síntomas; ambas continuaron con sus altibajos durante esos sesenta años, después de haber sido dado por «curado» por Freud, como si no le hubiera tratado en absoluto. Este caso ilustra perfectamente la necesidad de hacer un seguimiento a largo plazo: no se puede pretender el éxito a menos que quede demostrado que los síntomas, no sólo han desaparecido, sino que continúan ausentes después de un largo período de tiempo. Es bien sabido que Freud acusó a los terapeutas que usaban otros métodos de tratamiento de provocar recaídas, y declaró que su método era el único que, al eliminar los complejos subyacentes, no estaba sujeto a tales recaídas. Pero el caso del que él se sentía particularmente orgulloso y citaba repetidamente como ejemplo del valor terapeútico del psicoanálisis, fue gratificado con repetidas reapariciones de los síntomas originales, con muy serias recaídas y, en general, con una continuación del mal del que Freud declaró a su paciente como «curado».

 

En el caso de «Anna O. » otro gran éxito fue reivindicado por Freud y sus seguidores, pero como ha hecho observar H. F. Ellenberger en su libro « El Descubrimiento del Incons­ciente», esto es una visión completamente errónea del asun­to. Jung, que conocía bien los hechos, ha sido citado como manifestando que ese famoso caso, «del que tanto se ha hablado como ejemplo de brillante éxito terapeútico, no fue, en realidad, nada de eso... No hubo curación en absoluto en el sentido en que se presentó originariamente. «Ciertamen­te, como ya se ha dicho antes, Anna O. no sufría de ninguna neurosis, sino de meningitis tuberculosa; la interpretación de esa enfermedad muy real en términos psicológicos, y la pretensión de haberla curado es un absurdo que ilustra la irresponsabilidad que puede llegar a cubrirse con el nombre de psicoterapia. Thornton, en su libro «Freud y la Cocaína», dedica muchas páginas a este caso y deja perfectamente cla­ro que Freud dio una versión completamente falsa de este asunto, y que ocultó el hecho de que la chica no había sido curada por el método «catártico»... un hecho que él conocía bien. Este simple hecho hace pensar; los historiales de casos, aun cuando insuficientes para demostrar una teoría, pueden ilustrar la aplicación de un método de tratamiento.

Pero cuando el autor, de manera completamente consciente engaña al lector sobre hechos vitales del caso, tales como el resultado final, ¿cómo pueden tomarse en serio tales historiales de casos?... y, sobre todo, ¿cómo puede créersele otra vez?.

El grado excesivo de especulación que Freud introdujo en la tarea de interpretar los sueños, palabras y actos de los pacientes queda claramente revelado en su estudio de un magistrado alemán, Daniel Paul Schreber. Esto tiene su interés, no sólo a causa de la fama que alcanzó al sugerir la homosexualidad como rasgo causal en la paranoia, sino también porque muestra cuán fácilmente Freud negligió sus propios preceptos. Para la comprensión de los síntomas y enfermedades de los pacientes, precisaba el análisis detallado y la interpretación de los sueños y otros hechos, en la línea de la libre asociación; no obstante, en este caso, ni siquiera llegó a ver al enfermo y se basó exclusivamente en las memorias escritas por el mismo. Schreber, un hombre de gran inteligencia y capacidad, pasó diez años en instituciones frenopáticas a consecuencia de una grave enfermedad mental. Después de curarse publicó una larga narración de sus desvaríos, pero omitió datos sobre su familia, su infancia, y la historia de su vida antes de su internamiento... todo lo que uno hubiera considerado como esencial desde el punto de vista de una interpretación psicoanalítica. El mismo relato de la enfermedad no mencionaba su desarrollo cronológico sino que se limitaba a mencionar la forma final que adoptó. Más decepcionante aún es el hecho de que los editores censuraron la parte de los escritos de Schreber que hubiera sido la más importante desde el punto de vista psicoanalítico.

No obstante, muchas ideas ilusorias permanecen en estos escritos. Así Schreber explica cómo conversaba con el sol, los árboles y los pájaros; cómo le hablaba Dios en alemán antiguo; cómo casi todos los órganos de su cuerpo habían sido cambiados; cómo iba a llegar el fin del mundo, y cómo Dios le había escogido a él para salvar a la Humanidad. Freud se concentró en dos ilusiones particulares que le parecieron fundamentales: la creencia de Schreber de que él se hallaba en el proceso de ser cambiado de hombre a mujer, y su queja de haber sufrido ataques homosexuales de parte del neurólogo Flechsig, que le había tratado en primer lugar.

Apoyándose en una base tan precaria, Freud asumió que una homosexualidad reprimida era la causa de la enfermedad paranoica de Schreber y esto lo aplicó a todas las enfermedades paranoicas, declarando que eran debidas a una homosexualidad reprimida. Según Freud, el papel del objeto del amor homosexual que era la causa, fue interpretado primero por el padre de Schreber, luego por Flechsig, y finalmente por Dios, o el sol. Freud sostuvo que los orígenes de esta condición, se remontaban a un conflicto de Edipo en la infancia, en la cual Schreber, por miedo a la castración, había sufrido una fijación de sumisión sexual a su padre. Este deseo inconsciente fue ocultado por el adulto Schreber mediante una serie de mecanismos psicoanalíticos de defensa. Esto trajo como consecuencia la conversión en lo opuesto: odio; y luego en la proyección y desplazamiento del odio, lo que le llevó a la creencia de que los demás le odiaban. Así tenemos una cadena de complejos de los que los psicoanalistas llaman proyecciones. El paciente niega la frase «Le amo» y la sustituye por «No le amo», «Le odio», «Porque él me odia y me persigue».

 

Hay críticos que han hecho observar que la desviación sexual de Schreber, era transexualidad más que homosexualidad y que su enfermedad mental era esquizofrenia, no paranoia. Lo que me interesa en este caso, no es tanto un diagnóstico alternativo o una explicación de la conducta y la enfermedad de Schreber, sino más bien hacer notar cómo Freud construía grandiosos esquemas y teorías sobre bases fácticas tan pequeñas y poco fiables... ¿cómo podían tomarse como hechos las vagas memorias de un esquizofrénico, enmendadas por un editor que suprimió muchos hechos importantes, y no remitirse a las etapas de la enfermedad que había precedido a la crisis?. Y aún más, ¿cómo podría comprobarse una teoría de clase tan compleja?: Los hombres de ciencia tienen derecho a especular y a formular nuevas teorías, pero en el caso de Freud la relación de los hechos con la especulación es irracionalmente pequeña, y el caso de Schreber ilustra mejor que nada él abismo entre los hechos y la teoría.

Cuando se examinan de cerca los otros casos tratados por Freud no se presentan mejor, pero no me ocuparé de detalles que son descritos en otros libros por competentes historiadores médicos y psiquiátricos, tales como Thornton. No obstante, en el capítulo 4 examinaremos con más detalle otro caso, el del pequeño Hans, que se supone haber establecido la práctica psicoanalítica de la terapia infantil. Por el momento, nos limitaremos a concluir que incluso si en casos individuales pudiera establecerse el valor de un tratamiento determinado, los pocos casos extensamente presentados por Freud deben ser considerados no como relevantes éxitos, sino más bien como fracasos terapéuticos y probablemente diagnósticos. ¡Si esto es lo mejor que se puede aducir en pro del tratamiento psicoanalítico, nos preguntamos qué diría un observador experimental y crítico.

Hay una posibilidad, empero, que aún no hemos mencionado, pero que es muy pertinente para una evaluación de la psicoterapia freudiana. Si la teoría fuera verdadera entonces parecería deducirse que la percepción parcial o completa obtenida por el paciente sería inmediatamente seguida por la desaparición de los síntomas, y ciertamente los psicoanalistas a menudo aseguran que esto es así. El mismo Freud pronto se dio cuenta de que no existía tal correspondencia. Había, ciertamente, una pequeña correlación entre la memoria (y frecuentemente el empeoramiento) de la condición del enfermo y las sedicentes «percepciones» provocadas por la terapia psicoanalítica. Freud no pareció preocuparse demasiado por esto y trató de argüir que tal vez esta falta de relación no era demasiado importante. No obstante, desde el punto de vista de la evaluación del proceso terapéutico, suprime la última posibilidad por la cual el tratamiento del paciente individual podría demostrar la eficacia de una teoría determinada mediante un tipo particular de tratamiento. Una congruencia espectacular entre la percepción y la recuperación debe servir como sólida indicación de lo correcto de una teoría; su ausencia casi completa debe arrojar serias dudas sobre la misma.

Antes de ocuparnos, en el próximo capítulo de las pruebas clínicas que se han llevado a cabo sobre la psicoterapia en general, y el psicoanálisis en particular, será útil comentar un argumento que es aducido a menudo por los psicoanalistas para justificar sus procedimientos. Ellos dicen que el método posiblemente no elimine los síntomas, pero permite al paciente vivir más felizmente con sus síntomas. Además, aseguran que el análisis «le convierte en una persona mejor», aunque en qué sentido es, de hecho, «mejor», se deja sin definir, y por consiguiente es imposible evaluarlo. Estas pretensiones pueden referirse, o no, a cierta clase de mejoría real del enfermo, pero tampoco hay de ello ninguna prueba seria; de hecho, no existe evidencia de que los psicoanalistas hayan tratado de aducir pruebas experimentales o circunstanciales que apoyen sus afirmaciones. Como en el caso de los síntomas, todo lo que hay es una barrera de pretensiones no demostradas sobre las maravillas que el psicoanalista puede realizar, pero ni una sola prueba de que realmente hace lo que pretende hacer.

Podría aducirse que si no hubiera alternativas para el psicoanálisis y la psicoterapia, el bien que hace tendría más peso que el dinero y el tiempo empleado en él; incluso aunque el enfermo no resulte curado pueden, con todo, derivarse algún consuelo y otros beneficios del tratamiento. No obstante, hay métodos alternativos de tratamiento, mucho más cortos y demostradamente más exitosos, que pueden ser usados para suprimir los síntomas y mejorar las condiciones del paciente; de ellos hablaremos en los próximos capítulos. En estas circunstancias, pues, los alegatos alternativos por parte de los psicoanalistas no son aceptables; no consiguen salvar al psicoanálisis de la acusación de que es inefectivo.

 

Un problema generalmente omitido por los psicoanalistas, pero que cada vez es más importante, es que el psicoanálisis puede tener efectos negativos muy pronunciados; es decir, que provocan en el enfermo un empeoramiento, más que una mejoría. Hans Strupp y sus colegas, en un libro titulado «Psicoterapia para bien o para mal: el problema de los efectos negativos » discute el problema en profundidad y revelan que hay considerable evidencia de que el psicoanálisis puede producir efectos negativos y que la mayoría de analistas y psicoterapeutas son muy conscientes de este hecho. Se sugiere que tal vez la aparente falta de efectividad del psicoanálisis es debida al hecho de que produce fuertes efectos positivos, pero también negativos, que se compensan entre sí. Si esto fuera cierto, no sería, en verdad, un buen anuncio propagandístico para el psicoanálisis como método de tratamiento; muy pocos pacientes estarían de acuerdo en tomar una píldora que pudiera hacerles sentirse mucho mejor ¡o mucho peor!. (Debe tenerse en cuenta que Strupp ha sido siempre un decidido abogado de la psicoterapia y no puede ser considerado, en modo alguno, como un crítico hostil; para los que creen que todo criticismo es sólo un asunto de resistencia psicológica a la verdad revelada, este puede ser un importante punto de información).

¿Cómo es posible que un tratamiento ideado para suprimir temores y ansiedades y aliviar la depresión y los complejos que se suponen subyacer tales síntomas, pueda, por el contrario, hacer que los enfermos se sientan más ansiosos y deprimidos?. La respuesta es compleja, pero probablemente se relaciona con la personalidad del terapeuta y sus modales. En el siguiente capítulo hablaremos de una teoría alternativa a la freudiana, que demuestra que se puedan curar pacientes neuróticos mediante ciertos métodos que tienden a la reducción directa de la ansiedad, la tensión y las preocupaciones. Se ha demostrado empíricamente que un terapeuta simpático, amistoso y optimista, dispuesto a ayudar y aconsejar al enfermo, probablemente conseguirá reducir sus ansiedades y preparar, así, el camino para un tratamiento coronado por el éxito. Tales pruebas demostrarán también que personalidades diferentes y opuestas -crueles, obsesivas, pesimistas, faltas de interés o de calor- cuyo interés se basa en la interpretación freudiana de los sueños y la conducta, más que aconsejar y ayudar tienen muchas probabilidades de aumentar las ansiedades del paciente hasta límites catastróficos. De modo que1a formación que reciben los psicoanalistas, y la clase de papel que se les enseña a adoptar se oponen al éxito terapéutico y probablemente tendrán efectos negativos en sus pacientes.

Los hechos sobre los efectos negativos del psicoanáli­sis están bien documentados, pero para los lectores no técni­cos verdaderos casos de historiales serán más impresionan­tes y más fáciles de leer. Dos libros se han escrito desde el punto de vista del paciente, describiendo la conducta de los psicoanalistas y sus efectos sobre los pacientes. El primero de estos relatos, titulado simplemente «Crisis», lo escribió un notable psicólogo experimental, Stuart Sutherland, quien narra la historia de su crisis nerviosa y sus desastro­sas aventuras con varios psicoanalistas. Sutherland es no sólo un experimentado y muy leído psicólogo, sino que tam­bién escribe extremadamente bien; su detallada exposición de lo que le sucedió en esos encuentros dará al lector que no

ha sido psicoanalizado una idea de los terribles efectos de la típica actitud psicoanalítica hacia los enfermos que pueden ser llevados a extremos de ansiedad y depresión por sus preocupaciones neuróticas, que no son en absoluto aliviadas por la actitud fría e interpretativa del terapeuta. El relato es horripilante, pero saludable; ilustra con brillantes detalles los rígidos hechos científicos apuntados en los precedentes párrafos.

 

Otro interesante relato dedicado enteramente a encuentros con cinco psiquiatras es «Si las Esperanzas fueran Engaños», por Catherine York, un pseudónimo que esconde la identidad de una bien conocida actriz. El libro contiene la descripción verdadera de los esfuerzos de una mujer para curarse de su enfermedad mental con la ayuda de la psiquiatría. Muestra la agonía y la confusión experimentada por quien entra en el mundo del psicoanálisis con una ignorancia casi total de sus implicaciones. El título del libro, por cierto, está tomado de un poema de Arthur Hugh Clough; la cita completa es: «Si las esperanzas fueran engaños, los temores serían embusteros ». El lector queda sorprendido por la semejanza de las experiencias de la señora York y de Stuart Sutherland en sus encuentros con los psicoanalistas. Entre los factores comunes se encuentran la aparente falta de simpatía por parte del analista, su frialdad, y su ausencia de simples sentimientos humanos. No importa en este contexto si tales actitudes son asumidas siguiendo reglas freudianas, o si son naturales; el efecto del psicoanálisis y de la psicoterapia, no debiéramos nunca olvidar que el supuesto «tratamiento» puede, de hecho, aumentar seriamente los sufrimientos del enfermo. Esto es una fría advertencia para quien ya esté debilitado por las ansiedades y sentimientos depresivos que le inciten a ir al analista; las esperanzas con que los pacientes entran en el estudio del analista son muy parecidos a los engaños, pero sus temores no serán ciertamente embusteros. Que sea ético permitir a practicantes de la Medicina infligir tales sufrimientos a enfermos desesperados es una cuestión cuya respuesta dejaré al lector.

Los lectores que consideran la psicoterapia freudiana como un benigno, bienintencionado y bondadoso tío que ayuda a sus pacientes en sus dificultades, calma sus temores y es generalmente comprensivo, deberían considerar un caso particular relatado por el mismo Freud, concretamente el de «Dora». La enferma, cuyo nombre real era Ida Bauer, era una brillante y atractiva mujer que acudió a Freud a la edad de dieciocho años, por sufrir desmayos, con convulsiones y delirios, catarros, pérdidas ocasionales de la voz, dificultades de respiración, y una pierna a rastras. Los síntomas sugieren un síndrome orgánico, y, en efecto, Dora había crecido junto a un padre tuberculoso que había contraído la sífilis antes de engendrarla, y tanto el padre como la hija manifestaban virtualmente idénticas molestias asmáticas. Freud se mostró de acuerdo con Dora cuando ella le pidió que tomara en consideración la base sifilítica de sus problemas. El le explicó que cada neurosis encuentra una «anuencia somática» en alguna condición subyacente, y afirmó que, según su experiencia clínica la sífilis de un padre es, por lo regular, «un factor muy relevante en la etiología de la contribución neuropática de los hijos». A pesar de tal presumible origen orgánico de sus molestias, consideró a Dora como otra mujer sin voluntad, que exhibía «una conducta intolerable» y un taedium vitae que probablemente no era del todo genuino. Sin un adecuado examen, Freud diagnosticó que Dora era una neurótica tan pronto como le describió sus síntomas, y el aspecto orgánico de la tos de Dora, según él, era sólo su «estrato más bajo», actuando como «el grano de arena alrededor del cual una ostra forma su perla». En consecuencia, no se preocupó de los síntomas orgánicos o de las indicaciones de la enferma, sino que procedió en la suposición de que la única esperanza de curación radicaba en deshacer las evasiones de la paciente. Según parece, Freud ni siquiera se molestó en someter a Dora a un rutinario examen físico, sino que la sometió a una extraordinaria campaña de hostigamiento mental.

Como observó Janet Malcolm en su libro sobre «El Psicoanálisis, la Profesión Imposible», «Freud trató a Dora como un adversario mortal. La acorraló a gritos, le puso trampas, la empujó hasta los rincones del estudio, la bombardeó con sus interpretaciones, no le dio cuartel, fue tan intratable, a su manera, como cualquier miembro del siniestro círculo familiar de la enferma, fue demasiado lejos y finalmente la echó». (Dora huyó de los análisis a los tres meses). Como ejemplo, consideraremos la reacción de Freud cuando Dora le dijo que recientemente había sufrido un ataque de apendicitis. Él lo negó bruscamente y perentoriamente decidió que la apendicitis había sido, en realidad, una preñez histérica que expresaba sus inconscientes fantasías sexuales. Consideró que sus síntomas asmáticos estaban relacionados con la idéntica condición de su padre, pero sólo en el sentido de que ella debió haberle oído jadear en un acto de copulación. Sus toses, según Freud, no eran más que una tímida canción de amor femenina. Como dice Frederick Crews en un ensayo sobre «El Sistema de Conocimiento de Freud»: «En la sensual mente de Freud, las vaporosas especulaciones eróticas eran de mayor interés diagnóstico que los signos manifiestos de enfermedad mayor». Y continúa diciendo:

En este novelesco caso, Freud, que adopta el papel del infalible detective Dupin, de Poe, es tremendamente severo con Dora. Una de las quejas de la enferma, evidentemente justificada, era que su galanteador padre estaba animando tácitamente al padre de su amante para que se insinuase a ella... una situación en la que la parte menos culpable era ciertamente la sorprendida y asustada muchacha. Pero Freud se empeñó en demostrar que los problemas de Dora eran causados principalmente por su propia mente. Cuando se enteró, por ejemplo, de que años atrás ella se había asqueado al ser sexualmente agredida por ese «hombre, todavía joven y poseedor», él concluyó: «En esa escena... la conducta de esa muchacha de catorce años ya fue entera y totalmente histérica. Yo consideraría una persona incuestionablemente histérica aquella que ante una situación de excitación sexual experimenta sentimientos que fueran preponderantemente o exclusivamente desagradables; y pensaría lo mismo tanto si esa persona fuera capaz o no (sic) de presentar síntomas somáticos».

 

Freud estaba convencido de que las mujeres con problemas neuróticos eran casi ciertamente masturbadoras, y que no se podía conseguir progreso alguno hasta que se había conseguido una confesión en tal sentido. Aceptando como axiomática la ley de Fliess de que la enuresis periódica es causada por la masturbación, obligó a Dora a admitir que en su infancia se había hecho sus necesidades en la cama hasta pasados los diez años, y sugirió que su catarro, también, «aludía primariamente a la masturbación», y asimismo sus molestias estomacales.

Otro ejemplo de la necesidad obsesiva de Freud de encontrar una explicación sexual para cualquier motivación de la conducta ocurrió cuando él observó que su manía de arrastrar la pierna debía indicar la preocupación de que su preñez imaginaria (imaginada sólo por Freud bajo la enérgica protesta de Dora) era un «paso en falso». Muchos otros absurdos pueden encontrarse en el relato del caso hecho por Freud, donde claramente atribuye a Dora interpretaciones que concuerdan mejor con los complejos del propio Freud. Esos son sólo unos pocos ejemplos de la manera en que Freud trató a Dora. El lector puede imaginar cómo una tal conducta por parte del analista afectaría a una chica emocionalmente inestable de dieciocho años, creciendo en un extraño círculo familiar, sin ayuda por parte de su padre, y perseguida por un hombre libidinoso y agresivo que era amigo de su padre. En vez de encontrar la esperada ayuda y simpatía, halló un adversario hostil y testarudo cuya única finalidad parecía ser humillarla y atribuirle motivos y conductas que le eran totalmente ajenos. Si esto es un prototipo de la fórmula freudiana, entonces no puede sorprender que a menudo sólo sirva para empeorar al enfermo, más que para mejorarle.

En conclusión, observamos que la existencia de teorías y métodos alternativos de tratamiento es muy importante para una evaluación del psicoanálisis, tanto en cuanto a la teoría como al método de tratamiento. En la Ciencia, una mala teoría es mejor incluso que una ausencia de teoría. Se puede mejorar una mala teoría, pero si no se tiene ninguna teoría en absoluto, uno está perdido en una ciénaga de hechos inconexos. Algo parecido ocurre con el tratamiento; cualquier clase de tratamiento es probablemente mejor que ningún tratamiento en absoluto, porque por lo menos crea una esperanza en el enfermo, le hace ver que se está haciendo algo por él, y le hace creer en la posibilidad de una curación. Cuando tenemos teorías y tratamientos alternativos, no obstante, disponemos de un método mucho más poderoso para la evaluación de ambos. Una teoría puede ser cotejada con otra, y pueden llevarse a cabo experimentos para ver cuál es corroborada por los resultados. De manera parecida, la existencia de tratamientos alternativos posibilita comparar unos con otros, y ver hasta qué punto uno es superior. Es por esta razón por lo que en los próximos capítulos estudiaremos teorías alternativas a la freudiana, y examinaremos brevemente el tipo de tratamiento que sugieren. En una evaluación del psicoanálisis, tales comparaciones son vitales. Aumentan nuestro conocimiento y nos permiten formarnos un juicio más seguro sobre el valor del psicoanálisis del que sería posible en ausencia de tales alternativas.

 

Notas

(1). En español, en el texto original (N. del T.).

(2). Catarsis significa, etimológicamente, «purga» (N. del T.).

(3). Placebo: Supuesto tratamiento o medicina, sin valor terapéutico alguno, que se administra a veces a los enfermos, para producir efecto psicológico (N. del T.).

 

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