EL CREPÚSCULO DEL ESTADO-NACIÓN

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Una interpretación histórica en el contexto de la globalización 

 

Ariel Français
Doctor en Derecho y Diplomado del Instituto de Estudios Políticos de París y Profesor Invitado de la Universidad de la Habana

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El crepúsculo del Estado-nación no constituye solamente un tema de importancia científica para todos los que se interesen por la función del Estado en el mundo contemporáneo, sino también es una cuestión fundamental para la gobernabilidad del mundo de mañana.

Al tratar este tema, recordaremos inicialmente los orígenes del Estado-nación, lo cual nos permitirá caracterizar la crisis que éste atraviesa. Analizaremos también el proceso de globalización, para entender mejor el contexto en que se da esta crisis, y esbozaremos un análisis del nuevo orden planetario que se está configurando ante nosotros. Finalmente, para concluir nuestro trabajo, intentaremos identificar los desafíos que se presentan a las generaciones futuras.

 

Indice

Los orígenes del Estado-nación
La crisis del Estado-nación

El proceso de globalización

El nuevo orden planetario

Desafíos para las futuras generaciones

Bibliografía


Los
orígenes del Estado-nación

El Estado-nación constituye un modo de organización de la sociedad relativamente reciente en la historia de la humanidad. El surgimiento del Estado moderno puede situarse a raíz del Renacimiento, mientras que la conformación del concepto de nación, a pesar de formarse paulatinamente a lo largo de la época contemporánea, sólo se consolida a finales del siglo XVIII. El Estado-nación, propiamente dicho, surgió a principios del siglo XIX y alcanzó su apogeo en el curso del siglo XX. Sin embargo, a pesar de que este concepto tiene una acepción muy amplia y que abarca en el acervo cotidiano cualquier modo de organización estatal, muchos Estados de hoy no se clasifican como Estados-naciones. En una época en la que el Estado-nación está enfrentado a un proceso de debilitamiento, es necesario recordar los orígenes del concepto para comprender los procesos evolutivos en curso.

El Estado-nación se ha conformado en el transcurso de un proceso histórico que se inició en la alta Edad Media y desembocó a mediados del siglo XX, en el modo de organización de la colectividad nacional que conocemos en la actualidad. Para llegar al concepto y a las instituciones que sustentan este modo de organización fue necesario, en primer lugar, disociar las funciones que cumple el Estado, de las personas que ejercen el poder. Con la conformación del Estado moderno, se llegó progresivamente a la conciencia de que el orden político transcendía a las personas de los gobernantes. Así nació el Estado moderno, un Estado que no confunde las instituciones que lo conforman, con las personas que ocupan el poder, y que asume un conjunto de funciones en beneficio de la colectividad.

Paralelamente, fue conformándose el concepto de nación, entendido como la colectividad forjada por la Historia y determinada a compartir un futuro común, la cual es soberana y constituye la única fuente de legitimidad política. Esta conceptualización dio vida al Estado-nación a finales del siglo XVIII y fue el fruto del movimiento de ideas que se desencadenó con el Renacimiento y culminó en el Siglo de las Luces. Con ello se inició un proceso de estructuración institucional de las comunidades nacionales que se propagaría por toda Europa y el continente americano en el transcurso del siglo XIX, y se ampliaría a escala mundial en este siglo, con el acceso a la independencia de las antiguas colonias.

Con las ideas y los conceptos establecidos en el Siglo de las Luces y propagados por la Revolución Francesa, quedaron definidos todos los principios a partir de los cuales se edificarían los Estados-naciones durante los dos siglos siguientes: la percepción de la nación como la colectividad que reúne a todos los que comparten el mismo pasado y una visión común de su futuro; la definición de la nación como la colectividad regida por las mismas leyes y dirigida por el mismo gobierno; la afirmación de que la nación es soberana y única detentora de legitimidad política; y la afirmación de que la ley debe ser la expresión de la voluntad general y no puede existir gobierno legítimo fuera de las leyes de cada nación.

El Estado-nación, sin embargo, no fue solamente el fruto del movimiento de las ideas y la concientización de los pueblos --del Renacimiento hasta el Siglo de las Luces--, sino también el resultado de las luchas por el poder y de las confrontaciones sociales --desde la alta Edad Media hasta nuestros días--, de las cuales el propio Estado fue tanto objeto, como instrumento.

De la alianza entre la monarquía y la burguesía --nueva fuerza ascendente a finales de la Edad Media--, resultaron la eliminación del feudalismo y el nacimiento del Estado moderno en las sociedades más avanzadas de la Europa occidental. La burguesía, a su vez, tomó el poder y se separó de la Corona --como en las Provincias Unidas de Holanda, en el siglo XVII, o Estados Unidos tras la guerra de independencia--, controló la monarquía por la vía parlamentaria --en Inglaterra, a partir del siglo XVII--, o la derribó --en Francia con el estallido de la Revolución, a finales del siglo XVIII.

Desde el punto de vista socioeconómico, y retrospectivamente, la Revolución Francesa, con su cortejo de consecuencias a lo largo del siglo XIX, constituye una etapa clave en la historia del mundo contemporáneo, pues marca el acceso al poder de las burguesías nacionales y la reestructuración del Estado en función de los objetivos de aquella clase. Se puede afirmar que al concluir el siglo XIX, casi todas las burguesías nacionales controlaban el aparato del Estado, y que éste había sido reorganizado con el fin de responder a sus aspiraciones y a su proyecto económico. Con la revolución industrial, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, este proyecto se ajustó a las características del nuevo contexto técnico-económico. Ya no se trataba entonces de producir e intercambiar mercancías, basándose en procesos artesanales o semi-industriales, sino de producir en gran escala, a partir de tecnologías nuevas, que requieren una fuerte acumulación de capital, la explotación de nuevas fuentes de energía y la movilización de una mano de obra abundante, aportada por el mundo rural. Se configuraron de este modo las industrias nacionales, al abrigo de dispositivos proteccionistas, así como espacios abiertos a las ambiciones y a las rivalidades comerciales, lo que traerá como consecuencia la creación de los imperios coloniales.

El siglo XIX, por lo tanto, se caracterizó por la hegemonía absoluta de la burguesía en los planos político, económico y social, a pesar de lo cual se generaron revueltas de la clase obrera y reacciones políticas en el ámbito de la sociedad. A principios del siglo XX y confrontado por las protestas sociales de amplias capas de la sociedad y el desafío de la Revolución Rusa, el Estado burgués represivo del siglo pasado tuvo que transformarse paulatinamente en Estado mediador y garante del bienestar en los llamados países de economía liberal, al mismo tiempo que la clase media asumía un protagonismo creciente en la vida política. En los llamados Estados socialistas se implantaron, paralelamente, nuevas formas de administración de la economía y de distribución de los bienes e ingresos. Bajo el impulso del partido único y del Estado, se generó una sociedad sin clases, enmarcada, sin embargo, por los aparatos del partido y del Estado.

Durante todo el proceso de su conformación y hasta el tercer cuarto del siglo XX, el Estado asumió un protagonismo creciente en la gestión de la economía y en la promoción del desarrollo. Entre los siglos XVI y XVIII, los Estados europeos de la costa atlántica desempeñaron un papel determinante en la conquista de nuevos territorios y en la promoción de vastos intercambios comerciales con el llamado Nuevo Continente y el Extremo Oriente. A partir del siglo XIX, con la revolución industrial, la función del Estado cambió: en Europa occidental asumió un papel decisivo en la modificación de los marcos legal e institucional y en la estructuración de nuevos espacios comerciales. Contrario a muchas ideas prevalecientes, la transformación del capitalismo mercantil en capitalismo industrial no modificó esencialmente el papel del Estado en relación con la economía, sino que sus formas de intervención fueron adaptándose a los nuevos requerimientos del proceso de acumulación.

Con la Revolución Rusa y la gran depresión económica de los años treinta, aparecieron nuevas dimensiones: al desafío planteado por la aparición de un modelo socioeconómico alternativo en la Unión Soviética se añadió, para los países de economía liberal, la necesidad de hallar respuestas a la grave crisis económica que azotó al sistema capitalista. Se indujeron así iniciativas como la del New Deal en Estados Unidos y el desarrollo del keynesianismo en la esfera de las políticas económicas. Dichos procesos convergieron, en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, en una intervención creciente del Estado en las economías nacionales, lo cual revistió la forma de un control directo del proceso de inversión y de reparto de bienes en las llamadas economías socialistas, y de una gestión indirecta en el proceso de crecimiento y desarrollo económico en las economías llamadas liberales.

El análisis de este proceso permite afirmar que el Estado siempre intervino en la esfera económica, aunque esta intervención revistió formas sensiblemente diferentes según las épocas y los sistemas económicos. Dichos procesos convergieron, en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, en una intervención creciente del Estado en la economía que, sin revestir modalidades idénticas, buscó garantizar niveles de protección social y de acceso al bienestar significativamente mayores a los que el mundo había alcanzado en épocas anteriores. Se puede por lo tanto afirmar que el Estado de Bienestar en el mundo occidental y el Estado Tutelar en el llamado campo socialista lograron alcanzar un papel decisivo en la organización de la sociedad, en la promoción del desarrollo y en el arbitraje de los conflictos sociales; funciones todas desafiadas en la actualidad, como lo veremos a continuación.

La
crisis del Estado-nación

La crisis del Estado-nación, a la cual asistimos hoy, es un fenómeno relativamente reciente cuya aceleración aumenta a medida que las condiciones que la provocaron se agudizan . En la raíz de este fenómeno se hallan las perturbaciones que afectaron al mundo a partir de los años setenta y las relaciones de fuerzas que fueron conformandose en las esferas del poder y de la ideologia. El primer factor de crisis fue el choque petrolero de principios de los setenta que, en la realidad, ocultó un conjunto de transformaciones aun mas profundas de la economía mundial. Estas transformaciones desencadenaron un proceso de paralización del Estado de Bienestar en el mundo occidental mientras que la internacionalización del capital comenzaba a afectar en su raíz el asentamiento histórico del Estado-nacion. El segundo factor de crisis fue el desplome del llamado campo socialista ,en sus dimensiones política, económica y militar, la cual resulto de la incapacidad de sus dirigentes para instrumentar respuestas a las crecientes contradicciones de las respectivas economías. Estas perturbaciones fueron socavando las funciones que el Estado Tutelar había logrado asumir en aquellas sociedades mientras que se desagregaban las superestructuras plurinacionales impuestas por el poder soviético. El tercer factor de crisis fue la inmensa ofensiva ideológica contra el Estado que desencadenaron los medios políticos, académicos y de prensa más apegados al capitalismo avanzado. Esta ofensiva, que impugna el papel del Estado en todas sus dimensiones, socava los fundamentos políticos, sociales y culturales del Estado-nacion.

La crisis petrolera de 1973 desencadenó desequilibrios comerciales y financieros, un proceso acumulativo de reestructuración de los sistemas energéticos y de los aparatos productivos, una ola de políticas deflacionarias y la explosión del desempleo. Para amortiguar el impacto del aumento del precio del petróleo y reducir su dependencia energética a largo plazo, los países consumidores tuvieron que adoptar políticas de ahorro de energía en gran escala y de sustitución del petróleo con la promoción de fuentes de energía nuevas y alternativas que todavía se implementan. A corto plazo, sin embargo, la respuesta inmediata a la crisis petrolera --más allá de las reestructuraciones y las inversiones requeridas para disminuir la dependencia energética a largo plazo--, fue el desencadenamiento en gran escala de políticas deflacionarias con el objetivo de limitar el desequilibrio de las cuentas externas y frenar la inflación. Por otro lado, la acumulación de petrodólares generada por la crisis indujo otros desequilibrios en la esfera financiera, pues alimentó la contratación de deudas en los países en vías de industrialización. El endeudamiento consecuente afectaría dramáticamente al mundo en desarrollo en la década de los ochenta.

Sin embargo, la crisis del petróleo enmascaró un proceso más profundo: el agotamiento del modo de crecimiento y acumulación prevaleciente hasta entonces en las economías del mundo occidental. Entre los hechos más significativos y menos analizados de principios de aquella época, figura la saturación de los mercados de consumo de los países occidentales, reflejada en la disminución tendencial del ritmo de crecimiento en la producción de bienes de consumo. El crecimiento experimentado por el mundo occidental tras la Segunda Guerra Mundial, impulsado por el acceso del gran público al automóvil y a los artículos electrodomésticos , entró en crisis a principio de los setenta, cuando la progresión de la demanda alcanzó un nivel muy próximo al ritmo de remplazo.

A partir de los años setenta, por lo tanto, se observó un estancamiento del modo de crecimiento y consumo que se había configurado en los países occidentales al salir de la Segunda Guerra Mundial, y que era resultado de la revolución industrial que venía desarrollándose desde principios del siglo XIX. La relativa saturación de los mercados y la desaparición de las condiciones que habían permitido la expansión continua del consumo y la producción en esos mercados --energía abundante y barata, tecnologías dominadas y amortizadas, y una distribución del ingreso generadora de demanda--, obstaculizaron la continuidad del crecimiento. Por el contrario, la necesidad de proceder a importantes inversiones, tanto para superar la crisis petrolera, como para promover nuevos productos y tecnologías, pesaría cada día más sobre la distribución del ingreso y la remuneración respectiva del capital y del trabajo.

Todo ello generó una inmensa presión sobre los ingresos, en forma de ahorro forzado --directo o indirecto-- para que se produjera un nuevo ciclo de acumulación. También generó entre los grupos industriales y financieros la necesidad de expandir las fronteras del consumo más allá de los mercados occidentales y de restructurarse a escala mundial para aprovechar al máximo las ventajas de localización. Asistimos, por lo tanto, a la desaparición de las condiciones que, en el plano económico, habían permitido el florecimiento del Estado de Bienestar, y a una reestructuración del capital a escala mundial generadora de un nuevo orden planetario. Asistimos, igualmente, a la desaparición de las condiciones que, en el plano político, habían permitido arbitrar los conflictos sociales, y a una redistribución del poder a escala planetaria, mas halla del marco nacional.

Las consecuencias que han tenido las transformaciones en curso sobre el Estado – tal como conformado desde finales de los sesenta-- son múltiples, y afectan directamente su papel de promotor y garante del bienestar. En primer lugar, su capacidad para planificar y promover el desarrollo es afectada por la imprevisibilidad del entorno económico. Las políticas económicas y sociales se reducen a procesos de ajuste y gestión a muy corto plazo, condicionados por la búsqueda de equilibrios financieros y contables. En segundo lugar, el Estado también ha perdido su función de promotor del crecimiento y el empleo, pues ya no puede regular la demanda y la inversión. La imposibilidad de aplicar esquemas keynesianos, tanto a causa del agotamiento del modelo de consumo, como por la tendencia creciente de las empresas a privilegiar las inversiones en tecnología y capital, ahorrando mano de obra, impide cualquier tentativa de regulación de la actividad económica y por restablecer el pleno empleo. En tercer lugar, el Estado ha perdido también sus funciones de redistribución de los ingresos y moderador de las tensiones sociales, por estar obligado a recortar los gastos públicos y desmantelar los sistemas sociales. Los desequilibrios económicos y financieros surgidos en los años setenta y la acentuación del contexto deflacionario en que se ha movido la economía mundial a finales del siglo XX, pesan cada día más sobre la capacidad tributaria de los Estados, lo que resulta en un círculo vicioso de la deuda, del saneamiento financiero y de los recortes sociales. Como consecuencia de este triple proceso, se puede afirmar que el Estado de Bienestar ha entrado en estado de crisis, al no poder mas asumir sus funciones de promotor del desarrollo, regulador de la actividad económica y mediador de las tensiones sociales, al mismo tiempo que el Estado-nación se vuelve obsoleto al no servir mas de soporte para la expansión de un capital en fase de internacionalización acelerada ni de marco institucional para la elaboración de los compromisos sociopoliticos. La crisis del Estado de Bienestar y la crisis del Estado-nacion son así dos caras de un mismo proceso, donde el Estado no puede mas, asumir sus funciones socioeconómicas mientras que se encuentra marginalizado en el contexto de la mundializacion del capital.

Sin embargo, la crisis del Estado-nación no se circunscribe a la forma que logro alcanzar en el mundo occidental, con el Estado de Bienestar, pues, al mismo tiempo, se produce el desplome del Estado Tutelar, que habían conformado los países del llamado campo socialista. El desplome del Estado Tutelar no es ni el fruto de un accidente histórico, ni la prueba de una presunta supremacía de los modelos liberales. Es el resultado de un largo estado de asfixia de las economías de aquellos países y de la incapacidad de sus dirigentes para transformar sociedades y economías movilizadas, en sistemas pluralistas y flexibles, lo cual culminaría en 1990 con la implosión del campo socialista. Las causas de la asfixia de las economías de tipo soviético deben ser buscadas en la propia atrofia de aquellos sistemas, que nunca consiguieron superar las limitaciones que presidieron su formación.

Al analizar el modelo soviético en sus dimensiones económicas, predomina, sobre todo, el tema de la movilización, el cual explica la conformación y los modos de funcionamiento de este tipo de economía. En la base del proceso radicaba, en particular, el imperativo de movilizar la economía para garantizar la supervivencia de la revolución soviética, lo cual llevó a los líderes del joven proceso revolucionario y, más tarde, a los dirigentes del Estado soviético, a adoptar un sistema de economía de guerra, derivado del propio sistema que Rusia había implantado durante la Primera Guerra Mundial e inspirado por experiencias similares, en particular, la alemana. Cabe resaltar que la cuestión de la propiedad de los medios de producción no reviste gran relevancia para explicar tanto el comportamiento como los resultados de este tipo de economía, a pesar de todos los debates y prejuicios ideológicos que siempre acompañaron este tema. Analizadas desde el punto de vista económico, tanto las nacionalizaciones como las colectivizaciones fueron sólo herramientas dentro de un proceso más abarcador de movilización de la economía dirigido a cumplir determinadas metas de producción, con cuotas de comercialización pre-establecidas, pero sin sanción económica ni medición de su adecuación en relación con el consumo final.

La conformación de este tipo de economía, que poco tiene que ver con la finalidad del socialismo, fue generando, a lo largo de su historia, toda clase de desajustes, caracterizados por la inversión de la competencia hacia los segmentos superiores de la cadena productiva y la generalización de penurias en bienes y mano de obra en todo el sistema económico. Para garantizar los objetivos del desarrollo y controlar, al mismo tiempo, los desequilibrios generados por el propio modo de funcionamiento de la economía, se implantaron, en el transcurso de los años, sistemas de regulación y control tales como la planificación, la priorización, la negociación y la intimidación que, sin resolver la cuestión de la eficiencia económica ni satisfacer la aspiración creciente de la población al consumo de masas, favorecieron el desarrollo del clientelismo y la corrupción.

Confrontado con la presión cada vez mayor de la carrera tecnológica y armamentista durante el período de la Guerra Fría, el sistema soviético se encontró, en la década de los años ochenta, frente a imperativos de inversión desproporcionados con las capacidades y la eficiencia de su economía, los cuales, junto a una demanda interna constantemente insatisfecha, llevaron a la economía al borde de la asfixia. Analizada bajo este ángulo, la perestroika constituyó la última y la más ambiciosa de las tentativas de reforma emprendidas en la Unión Soviética para superar sus contradicciones económicas. Su fracaso, provocado por las incidencias políticas y sociales del propio proceso, llevó, a principios de los años noventa, al desplome del Estado Tutelar.

El desplome del Estado Tutelar tuvo inmensas consecuencias en los planos interno y externo. En lo interno, y al igual que en el Estado de Bienestar en el mundo occidental, se desagregaron los sistemas y mecanismos que tenían como fin promover el desarrollo, regular el crecimiento y el empleo, y garantizar tanto el acceso a los servicios básicos como la protección social. En el plano exterior se desintegró el sistema de alianzas y de cooperación que asociaba a los países del llamado campo socialista, y quedó afectado hasta el propio sistema federativo soviético, lo cual abrió un inmenso espacio a la penetración del capital extranjero como consecuencia de la desaparición de las fronteras políticas, económicas y militares que separaban esta parte del mundo de la otra. La desaparición misma del modelo soviético, como la del campo socialista, crearon también un desequilibrio en los procesos que habían llevado a que países del sistema capitalista mitigaran sus excesos con políticas sociales, en el preciso momento en el cual el Estado de Bienestar, en el mundo occidental, ya se revelaba incapaz de continuar asumiendo su papel. Y es precisamente en ese contexto de crisis del Estado de Bienestar en Occidente, y del Estado Tutelar en el Este, cuando se intensifica la ofensiva neoliberal impulsada por los sectores más extrovertidos del capital mundializado.

La gran ofensiva neoliberal, a la cual hemos asistido desde el principio de los años ochenta, tiene raíces más lejanas. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, en un ambiente eminentemente favorable al protagonismo económico y social del Estado, aparecen las primeras resistencias al papel asumido por éste, en la forma de una contraofensiva ideológica dirigida contra el Estado y destinada a magnificar las virtudes del mercado. Esta corriente, que se estructuró en torno a ciertas universidades y que fue financiada por poderosas fundaciones vinculadas a intereses económicos norteamericanos, daría vida a la llamada escuela neoliberal. Su proyecto podría resumirse como la eliminación del Estado en sus dimensiones económicas y sociales, y la liberación total de las llamadas fuerzas del mercado.

No obstante, habría que esperar unos treinta y cinco años para que los partidarios de dicha escuela asumieran un papel protagónico y la ideología sustentada por dicha corriente penetrara significativamente en los círculos del poder político y las técno-estructuras que los rodean. Desde este punto de vista, la llegada al poder del presidente Reagan en Estados Unidos y de la primera ministra Thatcher en el Reino Unido, marca una etapa decisiva, con el desencadenamiento de una serie de políticas y medidas que irían materializando el proyecto neoliberal. A partir de aquellos momentos se instrumentan las políticas de desregulación y desreglamentación inspiradas por los círculos neoliberales, así como las políticas de privatización y de reducción del gasto público, incluidos los llamados programas de ajuste estructural, cuyo propósito es tanto restablecer la solvencia externa de los países endeudados, como desmantelar las políticas y los instrumentos de intervención del Estado.

Sin embargo, el proyecto neoliberal no tiene dimensiones meramente internas, sino internacionales --o globales, para utilizar la propia fraseología de los promotores del nuevo orden mundial. El objetivo implícito del proyecto neoliberal es la creación de un inmenso espacio sin fronteras a escala planetaria, donde podrán circular sin trabas las mercancías y el capital, incluyendo la mano de obra cuando --y sólo cuando-- tal movimiento se revele oportuno. Este proyecto, que hoy casi ha llegado a su estado de maduración, comenzó a formarse a finales de los años cuarenta con los acuerdos del GATT y la puesta en marcha de las negociaciones comerciales dirigidas a desmantelar las barreras aduaneras. Estas negociaciones culminaron en abril de 1994 con los acuerdos de Marrakech, fase final de la última ronda de negociaciones, conocida como la Ronda Uruguay. Asimismo, el campo de las negociaciones fue ampliándose durante estos años bajo el supuesto indiscutido de que la liberalización del intercambio sería un factor de progreso, mientras las medidas proteccionistas constituían un factor de retroceso. Se desmantelaron así, progresivamente, las barreras aduanales y los obstáculos no tarifarios. Se incluyeron posteriormente los servicios, con el desmantelamiento de los monopolios públicos y la desprotección de renglones enteros de las economías, fenómeno que abarcó sectores tan estratégicos o sensibles como las telecomunicaciones y la producción cultural. También, y al margen de cualquier espacio de negociación o debate público, se liberalizaron los movimientos de capital, lo cual privó a las autoridades monetarias de la facultad de controlar tales movimientos, y permitió conformar un inmenso espacio financiero planetario en el que se mueven hoy los fondos especulativos. Para completar este proceso, se iniciaron también negociaciones en el seno de la OCDE para liberalizar las inversiones extranjeras y garantizarlas contra el riesgo político a través del llamado Acuerdo Multilateral de Inversiones (AMI), el cual no llegó hasta hoy a ser adoptado debido a las oposiciónes que suscitó en diversos sectores. Todo este proceso, que podríamos caracterizar como una sucesión de abandonos deliberados de soberanía en áreas claves de la regulación económica, preparó, respaldó y estructuró la internacionalización del capital y la reestructuración de la economía a escala mundial, a las cuales asistimos hoy.

El proceso de globalización

El proceso de globalización, tal como lo estamos presenciando, encubre una serie de cambios radicales en las esferas económica, social y cultural.

En la primera, asistimos desde los años setenta a una transformación radical del concepto de espacio económico, inducida por el capital internacional, su relocalización a escala planetaria y la reinstrumentación de las relaciones entre actores económicos y entre unidades de producción. La división que aún prevalecía hasta el siglo XIX entre el mundo occidental --mercantil y en vías de industrialización--, y el mundo de las civilizaciones estancadas y de los pueblos indígenas, fue sustituida a principios del siglo siguiente por una oposición Norte – Sur : entre países ricos e industrializados, por una parte, y países pobres y subdesarrollados, por la otra, prevaleciente aún hoy. Las relaciones de dominación y de dependencia que se establecieron entre aquellos grandes espacios --a los cuales se asimilaron los conceptos de centro y periferia-- permanecen groseramente válidas como mecanismo explicativo. Sin embargo, aquella imagen se ha vuelto más compleja en la segunda mitad del siglo XX a partir de la conformación de espacios económicos integrados --o en proceso de integración-- en torno a las grandes metrópolis económicas del Norte, en las cuales se administra hoy la mayor parte de la actividad económica y de la riqueza acumulada. Dichos espacios-que se caracterizan por un alto nivel de intercambios internos y significativas relaciones comerciales, así como por importantes flujos de inversiones internas y recíprocas-, se estructuran hoy alrededor de los tres polos de la llamada tríada, constituida por Estados Unidos, la Unión Europea y Japón.

No obstante, esta visión groseramente representativa de los mercados y de los intercambios en el ámbito de los espacios macro-económicos no capta la realidad aún más compleja de la organización de la producción y del movimiento del capital al nivel planetario. El proceso de mundialización del capital, que se inició en los setenta y se aceleró a partir de los ochenta, encubre en realidad tres fenómenos: la penetración de los grandes mercados existentes y de los llamados emergentes por la vía de la inversión extranjera directa; la relocalización de amplios segmentos de la cadena productiva en países con bajo costo de mano de obra y débil organización sindical, por la vía de las transferencias de capitales; y, finalmente, la conformación de un vasto mercado financiero a escala planetaria, articulado en torno a una docena de plazas financieras con proyección mundial.

Analizado desde este ángulo, una de las principales consecuencias de la transnacionalización de la producción y la liberalización de los flujos financieros ha sido la desvinculacion de la actividad productiva con los territorios nacionales e, incluso, con las zonas de intercambio comercial y de integración económica conformadas por determinados países. En efecto, si se exceptúan las actividades con fuertes limitaciones de reubicación o con potencial limitado de expansión comercial, la mayoría de los grupos industriales y financieros tienden hoy a organizarse a escala planetaria, creando redes globales de producción y de intercambio que rebasan o se superponen a los espacios nacionales. Sin embargo, dichas redes se estructuran actualmente en torno a centros de mando de nivel planetario con sede en un número limitado de grandes metrópolis norteamericanas, europeas y asiáticas --aunque también en un número limitado de metrópolis del hemisferio Sur--, suministradoras de servicios estratégicos y financieros, y funcionando como nodos en la red global conformada por los grandes grupos industriales y financieros.

Como resultado de esta transnacionalización de la economía, se ha constituido hoy una red global de intercambios económicos y financieros que, a semejanza de la Web, trasciende las fronteras nacionales, se estructura en torno a un número limitado de nodos metropolitanos estratégicos, y sobre la cual los Estados no ejercen más que un control marginal. Pero también se ha reconfigurado el espacio social, siguiendo las líneas de fractura diseñadas por el proceso de transnacionalización, el cual, más allá de la redistribución de las actividades económicas a escala planetaria, redistribuye también la riqueza y el poder, según nuevos parámetros socioeconómicos.

La universalización de la brecha social constituye, como lo veremos seguidamente, el segundo cambio de gran envergadura inducido por el proceso de globalización. Si hasta hace poco tiempo se podía dividir el planeta en mundo desarrollado y mundo subdesarrollado, en Norte globalmente rico y Sur masivamente pobre, en centro dominador y periferia explotada, ya resulta imposible --como en la esfera económica-- emplear los mismos conceptos, por demasiado simplistas e incapaces de representar la realidad social. Si esta dicotomía permanece groseramente válida en el ámbito de los macro-espacios, reflejando los desniveles de acumulación a escala mundial, el proceso mismo de transnacionalización del capital está incidiendo profundamente en la distribución de la riqueza a escala planetaria y en las relaciones de fuerza dentro de cada sociedad.

Así, con la relocalización del capital y las actividades productivas a escala planetaria, se están produciendo cambios en las esferas del empleo y la relación capital-trabajo que afectan profundamente la estratificación social de los países y de los espacios involucrados. Mientras ciertas zonas declinan en términos de actividad económica y de empleo, otras emergen como resultado de las relocalizaciones industriales y de los movimientos de capital. De este modo, nuevas áreas deprimidas y nuevas zonas de prosperidad se constituyen, como resultado de dichos movimientos. La evolución a la cual asistimos no sería tan grave si no ocurriése en un contexto de precarización del empleo y de la protección social en los países industrializados, y de competencia por los más bajos niveles de remuneración y protección social en los países subdesarrollados. Al mismo tiempo, no se ha conseguido promover el desarrollo de inmensos espacios geográficos y de numerosos países y territorios, donde siguen concentrándose una gran parte de la miseria y donde se sitúan también los principales focos de emigración hacia las zonas de mayor desarrollo.

Mientras la regresión y la precarización sociales afectan cada día más a los países industrializados y mientras el mundo subdesarrollado continúa concentrando la gran masa de los miserables, se conforman también islotes de riqueza sobre el telón de la pobreza, como consecuencia de la relocalización del capital y la concentración de los ingresos en determinadas áreas del planeta. Se materializan así procesos de ascensión social en las zonas beneficiadas, con la conformación de capas privilegiadas y la aparición de una neoburguesía. Sin embargo, la relativa ascensión social que se puede observar en ciertas zonas del mundo --como resultado del proceso de relocalización-- no deja de ser limitada y precaria, y no compensa el masivo retroceso social que se observa en los países de antigua industrialización --como consecuencia de las políticas deflacionarias y de la reestructuración del capital--, ni la eliminación acelerada de las clases medias en los nuevos países industrializados debido a las políticas de ajuste estructural impuestas por las instituciones financieras internacionales.

Globalmente, la persistencia de la miseria en amplias partes del mundo y el retroceso generalizado de la clase media y de la clase obrera en todos los países, contrastan con la concentración creciente de riqueza y de poder que se está desarrollando al otro extremo de la pirámide social. Todo ello conlleva una acentuación brutal de las desigualdades y una universalización de la brecha social, tanto en los países industrializados como en los subdesarrollados. La convivencia cada día más conflictiva entre marginalizados y privilegiados, particularmente aguda en el medio urbano --donde estas dos categorías se cruzan cotidianamente--, se presenta ya, quizás, como un reto, sino el mayor de los retos del Tercer Milenio. De hecho, como resultado de la transnacionalización de la actividad económica y de la concentración de las funciones de mando en las grandes metrópolis, se está conformando actualmente, a escala planetaria, un modelo social con características universales, donde una minoría de privilegiados deberá coexistir con un número creciente de marginados.

La tercera, y no menos impresionante, característica del proceso de globalización es la exacerbación de la crisis de la identidad. La desarticulación de las economías nacionales y el retroceso de los mecanismos de protección social que respaldaban la solidaridad nacional socavan la legitimidad del Estado en el mismo momento en que la ofensiva ideológica neoliberal ataca sus fundamentos socio-políticos. Mientras tanto, las referencias culturales de los pueblos --y sus sistemas de valores-- son agredidos por la penetración cultural del modelo dominante y los valores asociados a este modelo.

Se observa, por un lado, un retroceso del Estado --tanto en efectividad como en legitimidad-- en su misión de responder a las inquietudes y a las aspiraciones de los ciudadanos: por una parte, como ya se subrayó, el Estado se revela incapaz de solucionar los llamados problemas globales, pues no logra asumir su papel económico y social, y por la otra, diminuye el compromiso de los ciudadanos en relación con el Estado, que no consigue ya responder a sus aspiraciones de seguridad y bienestar, cuando no cae en el extremo de servir a grupos e intereses ajenos a la nación.

Todo esto socava a su vez las bases del contrato sobre el cual se había conformado el Estado-nación, contrato político y social mediante el cual cada individuo cedía al Estado parte de sus derechos para poder ejercerlos colectivamente como ciudadano en beneficio del interés general. Asistimos, por lo tanto, a un retroceso de la legitimidad del Estado, que se traduce en una pérdida de credibilidad de las instituciones políticas y de la legitimidad de la "clase" política, y cuyas consecuencias son gravísimas para la solución de los problemas políticos y sociales a los cuales se enfrentan los países hoy.

Así se explican el resurgimiento de los peculiarismos provincianos o regionales, la búsqueda cuasi instintiva de las raíces culturales y de solidaridad en el ámbito de otras colectividades --locales o asociativas--, el surgimiento o resurgimiento de movimientos autonomistas y sus formas extremas, como el terrorismo y las guerras civiles en varias partes del mundo.

El retroceso del Estado y el compromiso ciudadano no serían tan graves si al mismo tiempo los valores y las referencias culturales que sirven de cemento a la cohesión de cada pueblo no fuesen agredidos por un modelo cultural globalizado, producto de los modos de vida que promueven el capitalismo mundializado y el sistema de valores que lo respalda. Este modelo cultural, promovido por el capitalismo y su principal centro de impulsión --los grandes grupos norteamericanos con proyección transnacional--, agrede hoy, no solamente a las sociedades del mundo occidental, sino también a las del mundo subdesarrollado, y las enfrenta a valores y modelos que destruyen la identidad cultural de cada pueblo, les impone una cultura uniforme y mercantil que glorifica la violencia y el individualismo, y atenta contra los valores de solidaridad y los principios éticos que respaldan la mayoría de las culturas, incluyendo sus dimensiones morales y religiosas.

Así se explica la explosión del integrismo en el mundo islámico, iniciada en Irán, a finales de los setenta, y extendida ahora a varios continentes, incluidos el europeo. El integrismo es el resultado de un rechazo instintivo y violento al modelo de vida promovido por el Occidente, con sus dimensiones consumistas e individualistas, y percibido como una agresión cultural y ética en sociedades pobres, impregnadas de misticismo.

Así se explica también --en otro contexto y con formas diferentes-- la resistencia que oponen al modelo norteamericano, naciones que conservan todavía una fuerte identidad cultural --Francia en Europa, Japón en Asia, Cuba en América Latina-- y que las lleva a confrontaciones agudas con los intereses y los centros de poder con sede en Estados Unidos.

Como resultado del proceso analizado, se ha exacerbado hoy la crisis de identidad, entendida ésta como la crisis vivida por cada pueblo e, incluso, por cada comunidad unida por valores y referencias comunes, frente a las agresiones del modelo cultural dominante, en el contexto de un retroceso del Estado y del compromiso ciudadano. La exacerbación de la crisis de la identidad provoca dos tipos de reacciones por parte de las comunidades agredidas: la primera es el rechazo, frecuentemente violento, de los valores y referencias culturales promovidos y respaldados por el capitalismo mundializado, y la segunda, corolario de la primera, es un retorno a los valores y referencias tradicionales de las comunidades agredidas o el enclaustramiento en ellos, con frecuentes derivaciones xenófobas.

Así se explica hoy tanto la expansión del integrismo musulmán frente a la penetración de un sistema de valores que niega o destruye la espiritualidad, como la proliferación, en el otro extremo, de la xenofobia y los conflictos étnicos, tanto en países supuestamente civilizados, como en sociedades menos avanzadas. Todo ello tiene como consecuencia una desgregación tanto de la nación --como entidad unida por un pasado y un destino comunes-- como del Estado --en sus formas tanto unitarias como federales o confederadas--, y a una proliferación de los conflictos étnicos y religiosos que caracterizarán sin duda el mundo del Tercer Milenio.

El
nuevo orden planetario

Mientras declina el Estado-nación y retroceden los Estados soberanos que constituían la comunidad internacional, toma forma, paulatinamente, un nuevo orden planetario. La creación del nuevo orden, que aún permanece inadvertido al ciudadano común, tiene como corolario la propia descomposición del Estado y es promovida por las fuerzas económicas y sociales emergentes que vienen estructurando el mundo a finales del siglo XX. El nuevo orden planetario, tal como lo analizaremos de inmediato, es ante todo la proyección de nuevos campos de fuerza que no pueden ser comparados ni en naturaleza ni en amplitud con los que modelaron el mundo pasado. Nuevas entidades con vocación o proyección mundial vienen expandiéndose por encima de las fronteras, burlándose de las legislaciones nacionales o apoyándose en los propios aparatos estatales, reorientados para nuevos fines. Sin embargo, la nueva economía mundial y los campos de fuerza que están configurándose no son socialmente neutros. Detrás de los actores económicos y de la maquinaria que los sustenta se perfila una nueva oligarquía planetaria, caracterizada por una visión compartida de sus intereses y el manejo de determinados instrumentos sobre los cuales se asienta su poder. Intentaremos ahora caracterizar a estos nuevos actores, los grupos sociales que se benefician de ellos y los instrumentos que respaldan su poder.

La irrupción de los actores globales constituye, sin duda, uno de los acontecimientos más revolucionarios en la esfera de las relaciones internacionales de finales del siglo XX. Por primera vez en la historia de la humanidad surgen entidades que piensan y actúan en términos globales, es decir, a escala planetaria, fuera de cualquier atadura territorial.

Hasta hace pocos años, no se concebía ni se instrumentaba el poder, político o económico, fuera de un espacio territorial. El territorio constituía la base a partir de la cual tanto los Estados como las empresas asentaban y articulaban sus fuerzas. Y las relaciones internacionales trataban exclusivamente de las relaciones entre Estados, sea bilateral o multilateralmente, inclusive en sus dimensiones económicas.

Con la mundialización del capital, la transnacionalización de las grandes empresas, los progresos en el transporte y las innovaciones en el campo de la informática y las comunicaciones, se está constituyendo en la actualidad un espacio económico único, donde las fronteras físicas y administrativas tienden a disolverse. El proceso de transnacionalización de las grandes empresas, que se inició después de la Segunda Guerra Mundial con la expansión del capital norteamericano y se aceleró, a partir de los setenta, con el desarrollo de las inversiones extranjeras directas, europeas y japonesas, está teniendo como consecuencia la constitución de un espacio único de competencia donde un número cada vez más reducido de grupos gigantescos tratarán de dominar los mercados y, a través de ellos, afirmar su poder económico y social.

Como lo analizamos anteriormente, los factores que propiciaron dicha expansión fueron el agotamiento del modo de crecimiento que había beneficiado al mundo occidental hasta la década de los setenta y la consecuente búsqueda, por parte de las empresas, de una ampliación de las fronteras del consumo y la adopción de modalidades de acumulación basadas en una nueva relación entre el capital y el trabajo. Este proceso fue promovido y respaldado, como lo subrayamos, por las políticas neoliberales diseñadas por ciertos círculos después de la Segunda Guerra Mundial, y que condujeron a una liberalización creciente de los movimientos de mercancías, servicios y capitales, asociada a una privatización sistemática de las economías y a un retroceso orquestado del papel del Estado.

Como resultado de este proceso se está conformando actualmente una economía oligopólica global, sustentada por inmensos grupos industriales y financieros cuasi monopólicos, detentores de tecnologías de punta o protegidas, quienes tienden, a través de alianzas y absorciones, a reforzar su dominación en sus respectivos campos de excelencia. Por lo tanto, se están constituyendo a escala planetaria varios campos de fuerza económicos ampliamente desterritorializados, los cuales se superponen a las relaciones interestatales y entrechocan con estas últimas.

Sería, sin embargo, prematuro anunciar el fin del Estado-nación y su sustitución por un Estado al servicio de las transnacionales, debido a que un número aún significativo de Estados con fuerte identidad nacional intentarán probablemente preservar su espacio de actuación y decisión, manteniendo o adaptando sus mecanismos de control y regulación.

No obstante, el escenario más probable es el del debilitamiento de muchos Estados, obligados a conceder ventajas fiscales, laborales y de otra índole cada vez mayores a los grupos transnacionales, y el de una convergencia creciente entre los intereses de dichos grupos y los de las capas dirigentes de sus Estados matrices, lo cual constituye un reflejo, a su vez, de las prevalecientes relaciones de dominación del mundo industrializado sobre el mundo subdesarrollado. Por lo tanto, el escenario más probable es el alineamiento creciente de los aparatos estatales de los países industrializados con los objetivos y ambiciones de los grupos transnacionales --como ya se puede observar en el caso de Estados Unidos, Japón y Europa occidental-- así como una subordinación cada vez más acentuada de los países subdesarrollados a los intereses de dichos grupos.

Sería un error, sin embargo, limitar la esfera de los actores globales al grupo de las transnacionales. Mientras su presencia y poder se imponen a escala planetaria, en otras áreas emergen nuevas fuerzas con objetivos y características muy distintos.

Por un lado, nuevas organizaciones de carácter no gubernamental, con una visión y objetivos planetarios, conforman hoy lo que calificaríamos de ONG globales. Las características y las ambiciones de dichas ONG son, por supuesto, muy diferentes de las que caracterizan a las transnacionales, pues han surgido como respuesta a los grandes desafíos que enfrenta nuestro mundo a finales del segundo milenio en áreas como el medio ambiente, las emergencias complejas y los derechos humanos, para mencionar apenas las de mayor peso. El poder de las ONG globales deriva de su fuerza como proyección organizada de aspiraciones universales y de su capacidad de movilización de los individuos y de la opinión pública. Aunque disponen de recursos que en algunas son relativamente elevados, lo esencial de su poder radica en la movilización de fuerzas morales y aspiraciones universales que, sin actuar directamente sobre la esfera económica, crean obstáculos a la expansión incontrolada de las transnacionales.

En el extremo opuesto, organizaciones de carácter no gubernamental con proyecciones y ambiciones también planetarias, conforman lo que calificaríamos de redes globales, algunas con propósitos criminales y otras de carácter místico.

Entre las redes globales con propósitos criminales se encuentran las del tráfico de drogas y de armas --muchas veces vinculadas--, las del tráfico de las personas --que incluyen a inmigrantes y otras formas modernas de esclavitud--, y todas aquellas involucradas en tráficos ilícitos, como el de los órganos humanos, por ejemplo. Dichas redes, que se relacionan con el crimen organizado y cuya finalidad es lucrativa, pueden revestir, cuando alcanzan cierto grado de organización y de recursos, la forma de transnacionales virtuales. Muchas mantienen vínculos casi orgánicos con las transnacionales, por el canal de las finanzas, el comercio y la inversión, como lo ilustra la cuestión del lavado de dinero.

Entre las redes globales con propósitos místicos se encuentran, con frecuencia creciente, las sectas religiosas. La proliferación y la expansión de dichas sectas a escala mundial, aunque no constituye un fenómeno nuevo, llama hoy la atención. Si sus propósitos son supuestamente confesionales, la organización y modos de operar de muchas se basan en la manipulación de los espíritus o en la intimidación. Utilizan, por lo tanto, la fuerza del misticismo y de los recursos de sus adeptos, sirviendo a los intereses del círculo de sus dirigentes y hasta desarrollan proyectos con características que rondan la megalomanía y el crimen, como lo ilustró, recientemente, el caso de la secta Verdad Suprema en el Japón.

Finalmente, en la frontera entre la criminalidad y el misticismo se hallan los grupos armados y las organizaciones terroristas internacionales, que derivan su fuerza tanto de la fe en una causa y del rechazo al consumismo occidental y a sus símbolos culturales, como de la revuelta provocada y alimentada por la miseria. Si el propósito de dichos grupos es derribar por la violencia a los que perciben como opresores, y al modelo consumista propagado por las transnacionales y respaldado por la potencia norteamericana, sus métodos se asemejan a los de las redes criminales, con las cuales mantienen vínculos casi orgánicos.

Si la presencia y el peso de todos estos actores sobresale hoy a escala mundial, y marginaliza cada día más el papel del Estado como sujeto y actor de la escena internacional, sin embargo, poco se ha dicho o escrito sobre los nuevos dueños del poder, a los que calificaríamos como la nueva oligarquía planetaria. De hecho, una de las principales cuestiones planteadas por el llamado proceso de globalización, si no la principal y la menos percibida, es la redistribución del poder a escala global, más allá de los Estados y las respectivas sociedades, en lo que actualmente constituye el sistema mundial.

Una lectura socio-política del proceso de globalización que intentára profundizar más allá de sus fundamentos económicos y de sus manifestaciones culturales, mostraría que, en el fondo, lo que está sucediendo es la concentración creciente del poder en manos de ciertos grupos que, sin formar una clase social en el sentido que le daba Marx, constituyen una capa privilegiada y multifacética, aglutinada por intereses comunes y una visión convergente del universo, y portadora, por lo tanto, de una nueva ideología. Estos grupos no se sustentan en los medios de poder que respaldaron el ascenso de la burguesía mercantil, primero, y de la burguesía industrial, después, es decir la acumulación de capital y, a través de esta, el control del aparato del Estado.

El poder de la nueva oligarquía planetaria no se asienta sobre el capital, ni siquiera sobre las finanzas, sino sobre el control, el procesamiento y la manipulación de la información, que constituye actualmente, como lo analizaremos más adelante, el instrumento por excelencia del poder en su nueva configuración. Acceder a la información crítica, a su procesamiento estratégico y a su manipulación social supone, como primer requerimiento, haber tenido acceso a la educación superior, particularmente en aquellas escuelas y universidades con alto grado de selectividad social. También supone el apoyo y la complicidad de los grupos ya asentados en el poder, lo que, de entrada, limita ese acceso a una ínfima parte de la humanidad. Sin embargo, este mismo proceso de selección-cooptación no garantiza el acceso a posiciones privilegiadas ni al poder, donde se concentra, precisamente, la información estratégica. Requiere, como paso siguiente, la eliminación de los competidores, un proceso respaldado por el individualismo promovido por el núcleo norteamericano de la oligarquía planetaria y que redunda, en escala mundial, en un darwinismo social que justifica su legitimidad con la idea de que los ganadores son necesariamente los mejores y que los perdedores no merecen acceder a altas remuneraciones y a puestos de mando.

Bajo este manto ideológico, consonante con el proyecto neoliberal y con la expansión de las transnacionales, se constituyen hoy nuevas capas privilegiadas, detentoras del poder real, que se concentran en los puestos de mando de los sectores más estratégicos del nuevo orden planetario. Estos puestos permiten el control de la actividad de los grandes grupos oligopólicos, incluyendo los que directa o indirectamente influyen en las decisiones estratégicas, como, en particular, los mandatarios del capital financiero. En consonancia o en articulación con esos grupos, están los bancos, fondos y otras instituciones financieras, con sus respectivas cúpulas dirigentes. Y en respaldo e integración con las dos precedentes esferas, se encuentran las industrias de la prensa y las comunicaciones, y la recreativa y sus sustentos telemáticos, que dominan hoy los sistemas de control y manipulación de las mentes. Las oficinas de asesoramiento estratégico, que actúan en las esferas del derecho, el fisco y las finanzas, y los grupos de presión funcionales y estructurados, constituyen otras tantas agrupaciones estrechamente entrelazadas con las primeras.

Paralelamente con el mundo de los negocios, está la esfera del gobierno, con sus diferentes ramificaciones nacionales e internacionales. En esta esfera sólo ciertas posiciones dan acceso al poder y a remuneraciones virtualmente altas, a través de los puentes que se han tendido entre los altos cargos públicos y los puestos de mando del sector privado. El acceso a dichos cargos es severamente filtrado y sus funciones están estrechamente vinculadas al funcionamiento del capitalismo mundializado. Dichos cargos se localizan en las instituciones públicas más involucradas en el proceso de globalización, en particular, los ministerios de Finanzas y los Bancos Centrales, a escala nacional, y las instituciones de Bretton Woods y la recién creada Organización Mundial del Comercio, en la esfera internacional.

Finalmente, en simbiosis con los dos últimos conglomerados, están las funciones de intermediación entre los nuevos dueños del poder y la población en general. Esas funciones son hoy asumidas por la esfera política: dirigentes y mandatarios que, cada día más, desempeñan un papel de intermediación entre las exigencias del orden neoliberal y las reivindicaciones sociales, entre los intereses de la nueva oligarquía y los de las otras capas sociales, perdiendo, por lo tanto, su función de expresión organizada de las aspiraciones colectivas y de catalizadores de los compromisos sociales.

Al mismo tiempo, y con un protagonismo probablemente superior al de la esfera política, está el mundo de los medios masivos de difusión, constituido por los periodistas estrellas, los promotores de espectáculos y otros actores del universo de las diversiones, quienes cumplen a través de la televisión y de otros soportes, funciones de intermediación de carácter anestésico mediante la manipulación de la opinión pública y el control de los espíritus, a lo cual contribuyen diariamente.

Sería superfluo señalar que al poder al que acceden los beneficiarios del nuevo orden planetario, se añaden niveles elevadísimos de recursos, no solamente en términos de remuneraciones declaradas, sino también en cuanto a ventajas en especie, que se materializan en propiedades, yates y otras gratificaciones, y que contribuyen a la ampliación de la brecha social en proporciones ya alarmantes. Todo ello redunda en un aumento de la corrupción generalizada, como lo ilustra, desde hace algunos años, la multiplicación de los escándalos por malversación o abuso de bienes sociales en la mayoría de los países del mundo occidental.

El nuevo orden planetario sería políticamente insostenible para la oligarquía al mando, si no tuviese hoy los instrumentos que le permiten asentar su poder. Estos son, esencialmente, de tres tipos: el control de la información, el control de las sociedades y el control de los conflictos civiles.

Si bien es cierto, por un lado, que el desarrollo acelerado de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación han permitido un crecimiento exponencial de la información, y virtualmente del conocimiento, no se puede afirmar, sin embargo, como lo propagan ciertas corrientes, que se ha revolucionado el acceso a la información y hasta democratizado el uso que de ella se hace. Si en teoría la telemática ofrece perspectivas ilimitadas de acceso a la información, la realidad es --desde el punto de vista social y político-- muy diferente.

De hecho, sólo acceden a las redes de información --y a la red global que constituye Internet-- los países con infraestructuras de telecomunicaciones desarrolladas, lo que de entrada excluye a la inmensa mayoría de los países subdesarrollados. En el seno mismo de los países industrializados, sólo una fracción reducida de la población tiene por ahora acceso a dichas redes. Suponiendo que se produzca un amplio desarrollo de las nuevas herramientas telemáticas, nada garantiza que la densificación de los sistemas informáticos y de comunicaciones redunde en un mejor acceso de la población a la información. De hecho, lo importante en la información no es su abundancia, sino su relevancia y su criticidad, lo que ningún sistema podrá garantizar nunca. La información relevante y crítica no sale de los bien resguardados círculos del poder. Aunque éstos fuesen penetrados, sería aún necesario saber interpretar la información, lo que implica, necesariamente, formar parte de aquellos círculos habituados a manejarla.

Finalmente, si Marx hubiera analizado la estratificación social del mundo a finales de este siglo probablemente hubiera identificado el control de la información como el instrumento de la dominación. El capital, que constituyó por muchos siglos la base del poder de una burguesía ahora en vías de desaparición, quedó diluido en una nebulosa de formaciones jurídico-financieras, en las que ya no se puede relacionar capital con propiedad, ni identificar la propiedad de los medios de producción con su manejo y control, trátese de grupos productivos, comerciales o financieros, vinculados por una multitud de participaciones y de acuerdos estratégicos, operando cada vez más a escala global. Para todas estas entidades, la variable clave es la información. Ocurre de igual forma en los aparatos estatales y en los organismos internacionales, en los cuales la producción, el acceso, el manejo y la interpretación de la información, forman parte de las herramientas del poder, particularmente en aquellos sectores donde dicha información reviste dimensiones estratégicas.

La faceta opuesta de la información es su proyección y su manipulación, tanto bajo la forma de mensajes como bajo el manto de las imágenes. De hecho, el control de la opinión pública y de los individuos se ejerce hoy a través de dispositivos mediáticos cuya sofisticación y cobertura no dejan de crecer. Son incorporadas las tecnologías más avanzadas en la esfera de la informática y de las telecomunicaciones y se preparan ya la fusión en gran escala del teléfono con la computadora y el televisor. Paralelamente, las industrias de la información y de la distracción, controladas por inmensos grupos mayoritariamente norteamericanos, promueven el individualismo y el consumismo, que contribuyen a consolidar el poder de las transnacionales y el de la nueva oligarquía. Los valores y los comportamientos propagados hoy por la prensa, la televisión, las producciones cinematográficas, los grandes espectáculos y los multimedia reflejan de forma creciente los objetivos y la ideología de la nueva oligarquía, en un proceso que se agrava en la misma medida en que se expande la fusión-concentración de los grandes grupos mediáticos.

Al control de las mentes se añaden las herramientas de la represión y de la fuerza instrumentada, heredadas del Estado tradicional, a las cuales se va agregando la sofisticación tecnológica y lo que se pudiera calificar como ciencias del control social. Las llamadas prerogativas regaliennes (término francés en la historia del derecho que calificaba aquellas prerrogativas básicas del Estado monárquico) siguen presentes en las áreas de la policía, de la justicia y de la defensa, hasta con los mismos símbolos y la parafernalia que las caracterizaban en el pasado, y es probablemente en esta esfera que las funciones del Estado sean todavía las menos afectadas. No obstante, también, en esta área, las funciones del Estado son desafiadas, cada día más, tanto por organizaciones criminales o competidoras --como las mafias, las redes de traficantes o grupos armados con objetivos antagónicos--, como por el propio proceso de privatización promovido por el neoliberalismo, que redunda hoy en la constitución de milicias privadas, ejércitos mercenarios y hasta prisiones privadas.

El Estado, desafiado en sus funciones históricas más básicas -- las de asegurar el orden, aplicar las leyes y defender el territorio--, sigue asumiendo en esta área su papel básico, pero adaptándolo a las exigencias del nuevo orden mundial, a los objetivos de la oligarquía emergente y a las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías. Desde esta perspectiva, el control de la sociedad y de las revueltas sociales --individuales y colectivas—ya no se ejerce a través de la simple represión, sino de mecanismos sofisticados que van desde la identificación genética hasta el procesamiento informático de la vida privada y el control de las personas mediante sistemas electrónicos, a pesar de las resistencias ciudadanas, que todavía se manifiestan para poner coto legalmente a tales procesos.

Frente a la opresión que resulta, en varios grados y formas, de la exclusión social, del desempleo, de la miseria y otras formas de agresión económicas y sociales, los sistemas de control toleran hasta cierto punto las revueltas individuales, pero impiden las colectivas. El caso de la sociedad norteamericana es el más ilustrativo: el sistema incentiva la búsqueda de la huida individual, promueve la apología de la violencia y el darwinismo social, tolera el consumo de drogas y la proliferación de las sectas, mientras reprime a la pequeña delincuencia, encarcela a millones de individuos e impide cualquier resistencia o enfrentamiento al sistema social mediante el control combinado de la información pública y de los instrumentos de represión.

Sin embargo, los instrumentos del control social no permiten resolver los conflictos civiles que se han multiplicado como resultado de la desintegración de varios Estados, de la regresión de otros o del resurgimiento de las exigencias de autonomía en el ámbito de muchas comunidades. En esta esfera se ha impuesto de manera casi natural, la reconversión de las fuerzas armadas en instrumentos de regulación y control de los conflictos civiles, como lo ha ilustrado en los años recientes la multiplicación de las llamadas intervenciones humanitarias --sea bajo mandatos multilaterales, sea de forma unilateral-- y de las intervenciones de carácter cuasi policial, en condiciones muchas veces controversiales.

También le han sido asignadas a las fuerzas armadas nuevas misiones de orden para-policial en áreas como la lucha contra el narcotráfico o contra el terrorismo, una orientación claramente perceptible en el caso de las fuerzas armadas norteamericanas.

Desde este punto de vista, la reorganización de muchos ejércitos nacionales y de alianzas y organizaciones militares --como la OTAN, en particular -, refleja no solamente el fin de la guerra fría y la necesidad de redefinir las misiones de las fuerzas armadas, sino también las presiones de los grupos militar-industriales para preservar sus intereses y el imperativo para las nuevas fuerzas emergentes, y en particular, para la oligarquía planetaria, de asegurar un mínimo de orden en los diferentes continentes frente a la proliferación de los conflictos étnicos y las agresiones de otra índole.

Merece señalar, a este respecto, la prepotencia absoluta de los Estados Unidos en esta esfera. Combinada con el dominio de los medios de información y comunicación --y de otros instrumentos del control social--, refleja el papel protagónico de los actores y de los intereses transnacionales con base en el sub-continente norteamericano, el cual refleja, a su vez, el liderazgo en esta esfera del núcleo norteamericano de la oligarquía planetaria, a pesar de las divergencias y de los conflictos de intereses que pudieran existir con sectores periféricos de dicha oligarquía en los planos económico, comercial y financiero.

Desafíos para las futuras generaciones

El tercer milenio será, sin duda, un período de enormes desafíos para las generaciones futuras. Los desequilibrios que han ido conformándose a lo largo de este siglo alcanzarán, según toda probabilidad, sus puntos culminantes en el siglo XXI, como fue pronosticado en el estudio realizado por el MIT para el Club de Roma y ha sido anunciado por los disturbios y las calamidades que ya azotan al planeta. El crecimiento exponencial de la población, y su envejecimiento ya previsible, plantean problemas considerables tanto para la satisfacción de sus necesidades básicas como para la preservación del medio ambiente. Las perturbaciones que van afectando el medio natural, como el cambio climático, la destrucción de la capa de ozono y la desertificación, ya provocan desastres naturales, violentos o silenciosos, en varias áreas del planeta. El agotamiento progresivo de los recursos naturales --incluyendo los más vitales, como el agua--, ya enfrenta a la humanidad con el desafío de su propia supervivencia. Mientras tanto, la miseria y la exclusión se propagan en todos los continentes, y la brecha social no cesa de ampliarse, con la concentración creciente de la riqueza en las manos de unos pocos y la expulsión de la clase media hacia los grupos marginados. En cuanto a la tecnología, de la cual se esperaban milagros, contribuye, por el contrario, a la marginalización de la gran mayoría de la humanidad y a la concentración de los ingresos y del poder en favor de una minoría de privilegiados.

Si el futuro de la humanidad depende básicamente de la sustentabilidad de su proceso de desarrollo y de su relación con el medio natural, su supervivencia exige, no obstante, respuestas adecuadas a los problemas sistémicos a los cuales se enfrenta. Todo ello representa un inmenso desafío a la gobernabilidad a escala global, en el preciso momento en el cual el Estado declina, dejando un gran vacío, tanto como marco organizado de la vida en sociedad como de proyección y soporte de las aspiraciones individuales y colectivas. Analizado bajo sus tres principales componentes, el problema de la gobernabilidad plantea los temas de la regulación global, del derecho a la identidad y a la participación ciudadana.

Ninguno de los desafíos globales a los que se enfrenta hoy la humanidad tiene soluciones simples y aisladas. Las razones son de dos órdenes: en primer lugar, porque se trata de problemas sistémicos y, en segundo lugar, porque son todos transfronterizos.

En años recientes, muchos autores han insistido en lo vanidoso de querer entender e, incluso, resolver los problemas a los cuales la humanidad debe dar respuesta con análisis de causalidades directas y con recetas lineales. Se habla mucho de pluri-disciplinaridad, enfoques holísticos y análisis sistémicos, pero muy pocos los practican. En el mundo real, la inmensa mayoría de quienes toman decisiones políticas aplican soluciones directas en las propias esferas de su campo de entendimiento y de actuación, sin tener en cuenta las múltiples interacciones y retroacciones que puedan existir entre un problema y su solución.

A este obstáculo se añade un segundo: la imposibilidad de resolver cualquiera de los referidos problemas a escala nacional, trátese del SIDA, el narcotráfico, la contaminación ambiental, las migraciones, la especulación monetaria o cualquier otro fenómeno con dimensiones globales. Sin embargo, la comunidad internacional ha venido buscando respuestas en la última década, con las recomendaciones surgidas de grandes conferencias internacionales y la adopción de convenciones marco en áreas como las medioambientales, del desarrollo social o de la alimentación, entre otras. Estos eventos han confiado a las Naciones Unidas y a su sistema de organizaciones el mandato de implementarlas, pero con muy pocos recursos y sin la autoridad que pudiera transformar aquellas intenciones en normas y programas que se impongan a todos.

En la esfera de la economía y de las finanzas, la situación es todavía peor. Poco o nada se ha hecho para controlar el proceso de relocalización del capital productivo a escala del planeta, para controlar la circulación del capital financiero y la especulación monetaria, para definir normas y reglas que civilicen el uso del capital humano, y para que se implementen políticas que apunten hacia un crecimiento menos depredatorio, un menor derroche de los recursos naturales y la promoción de la persona humana como sujeto activo de toda sociedad.

Los esfuerzos de las instituciones financieras internacionales y de los foros de coordinación de las políticas económicas y financieras, por el contrario, sólo han apoyado y amplificado las políticas neoliberales surgidas en los años ochenta, con su secuela de desreglamentaciones, privatizaciones, recortes sociales y de plantillas, acelerando así el desmantelamiento del Estado y dejando al mundo abierto a la expansión depredatoria de las grandes transnacionales. Ha llegado, por lo tanto, el momento en que la reconstrucción del Estado a escala global, es decir, mundial, se impone como una necesidad vital.

Reconstruir el Estado a escala global, pensar implícitamente en un gobierno mundial, no deja de ser un gigantesco desafío. En primer lugar, porque tal reto plantea problemas de estructuración y de funcionamiento que en sí mismos --y en tal escala-- son considerables. Pero también, antes que todo, porque dicho reto plantea un problema de legitimidad, que precede a toda construcción jurídica. Como ya hemos recordado, el surgimiento del Estado-nación fue fruto de un largo proceso histórico, y sólo ganó legitimidad cuando los propios ciudadanos se reconocieron en él, a pesar de las luchas internas y de los conflictos sociales que sacudieron y acompañaron su formación. En el contexto de la crisis en que hoy vive el planeta, sólo se puede imaginar un grado similar de legitimidad frente a un gran peligro para la humanidad y frente a amenazas que llevarían a la mayoría de los ciudadanos del planeta a pensar, o esperar, una forma de organización del mundo que garantice la seguridad y la justicia para todos.

Este momento no ha llegado todavía, pero podría llegar en las primeras décadas del Tercer Milenio ante la inminencia del peligro. Y si ese fuera el caso, es muy probable que tal Estado sea confederado, debido no solamente al hecho de que la humanidad está todavía muy lejos de la homogeneidad que supondría un Estado unitario de tipo no autoritario, sino también, porque la reivindicación de la identidad propia se impone hoy más que nunca a todos, como lo analizaremos más adelante.

Llegar a una confederación mundial supondría también un acto fundador o, tal vez, una sucesión de acuerdos y compromisos que llevarían a su constitución. Se puede, en este sentido, imaginar un escenario donde las organizaciones internacionales --Naciones Unidas, en particular-- pudiesen, en el contexto de una sucesión de acuerdos y de consensos, evolucionar, paulatinamente, hacia una forma más estructurada de gobierno mundial.

Quedarían, sin embargo, por precisar los campos de competencia de tal Estado confederado, los cuales habrían de incluir los llamados problemas globales --como la preservación del medio ambiente o la lucha contra la criminalidad transfronteriza, por ejemplo--, así como la prevención y la mediación de los conflictos civiles, cuestiones que ya forman parte del campo de actuación de las referidas organizaciones. A diferencia de las estructuras confederadas, no incluiría la defensa ni las relaciones internacionales, pues hasta ahora no existe evidencia de formas de vida inteligentes en el resto del universo, ni fundamentos para que tales funciones se instituyan a escala del planeta. Sin embargo, una estructura de este tipo no estaría completa si no incluyese las funciones claves del Estado-nación, tanto en sus dimensiones económicas como sociales, que hicieron de éste el promotor del desarrollo, el regulador de la actividad económica y el mediador de los conflictos sociales. Pensar y reconstruir el Estado a escala mundial y con forma confederada sería, por lo tanto, el paso necesario para regular la economía a escala global y garantizar la justicia social a nivel del planeta.

Una evolución tal debería, no obstante, respetar e integrar una de las revindicaciones más críticas del mundo contemporáneo: la del derecho a la identidad. Como lo hemos analizado, esa reivindicación deriva directamente del proceso de globalización. A medida que el Estado-nación ha venido perdiendo su papel tradicional y sus funciones socioeconómicas, y que el contrato social que respaldaba su legitimidad perdió fuerza, ha surgido el problema de la identificación del ciudadano con su propio Estado y una situación de desamparo como consecuencia de la confrontación de los individuos con el mundo globalizado. Al mismo tiempo, el individuo ha perdido sus raíces culturales y los mecanismos de solidaridad que garantizaban su seguridad.

Quedan todavía hoy, y quedarán probablemente mañana, Estados-naciones con fuerte identidad cultural y fuerte integración sociopolítica. Pero la tendencia y la norma son, sin embargo, la desintegración del Estado-nación, como la presenciamos actualmente en todos los continentes. Esta desintegración resulta tanto del cuestionamiento del contrato fundador, como del desmantelamiento de sus diversas funciones. De ella surge la inmensa aspiración de los individuos y los pueblos a reencontrar sus raíces culturales y a reconstruir los mecanismos de solidaridad que se habían delegado al propio Estado, lo cual desencadena, a su vez, procesos caóticos y muchas veces dramáticos, como lo ilustran los conflictos étnicos, religiosos o simplemente de identidad.

En otras palabras: a medida que el Estado-nación pierde su funcionalidad y su legitimidad –lo cual provoca que los problemas globales sean tratados en el ámbito mundial, en un marco institucional que todavía queda por definir--, se impone como un reto apremiante la necesidad de crear nuevamente espacios de solidaridad y de identificación intranacionales o transfronterizos. Tales espacios existen, pero fueron reprimidos en el transcurso de la formación de los Estados-naciones, dejando comunidades atrofiadas, despojadas de su identidad y de su capacidad organizativa. El resurgimiento de los conflictos que llamaríamos de identidad, resulta, por lo tanto, del renacimiento de las aspiraciones comunitarias frente a un mundo globalizado y a Estados-naciones cuestionados y despojados de gran parte de sus funciones. Este fenómeno no afecta aún a los Estados con fuerte identidad cultural, pero socava las bases de los Estados pluriétnicos y de las naciones artificiales, como lo ilustra, en gran escala, la multiplicación de los conflictos étnicos en el continente africano y los que estallaron en la desaparecida Unión Soviética y en la ex Yugoslavia.

Así pues, resulta necesario tomar en consideración la reivindicación de la identidad y reconocer el derecho a la identidad, implícito en la Carta de las Naciones Unidas, la cual reconoce el derecho de los pueblos a decidir por sí mismos. Este reconocimiento significaría la desaparición de muchos Estados tal y como se formaron en el transcurso de la historia contemporánea --en particular, los Estados artificiales heredados del colonialismo, que se superponen a las comunidades y a las culturas en el continente africano--, y el acceso a la autonomía --o al estatuto de Estado autónomo-- de todos los pueblos que aspiran a auto-gobernarse, incluyendo los pueblos indígenas.

El resultado de este proceso sería la concesión de un estatuto de Estado autónomo a todos los pueblos que lo deseen y, en fin, la transformación de cada pueblo en nación, sin consideración de tamaño, creencia o tradiciones. Consistiría, en definitiva, en eliminar la dicotomía pueblo-nación, reconociendo a cada comunidad unida por lazos culturales y tradiciones antiguas, el derecho de organizarse y de administrar de forma autónoma las funciones que no se delegarían a la confederación mundial: la educación, la cultura, los servicios sociales básicos, la seguridad de los ciudadanos y la administración de la justicia.

Quedaría una cuestión compleja por resolver: la vinculación del pueblo con su tierra --o de la comunidad autónoma con el espacio que ésta administra -- , una cuestión que tiene raíces lejanas, pero aun más complicada por los fenómenos migratorios que tienden, a escala global, a desarticular los lazos de las comunidades humanas con sus territorios. El reconocimiento del derecho a la identidad y, más aún, el derecho de cada pueblo a acceder a la autonomía, exigiría que se constituyeran nuevos Estados autónomos, con sus respectivos territorios y gobiernos. Este reconocimiento debería tener, como corolario, el principio del respeto a los derechos de las minorías, sin el cual la nueva arquitectura política y constitucional sería insostenible. La violencia a la cual asistimos hoy --tanto en ciertos Estados en vías de implosión (los de la ex–Yugoslavia), como dentro de muchos Estados receptores de inmigrantes, con el desarrollo del racismo y de la intolerancia--, ilustra la dificultad y la importancia de tal reto.

Mientras que la solución de las cuestiones globales quedaría en manos de una autoridad confederada, y mientras que se concedería a cada pueblo el derecho de constituirse en entidad autónoma -- siempre que respetara los derechos de las minorías -- sería también necesario promover y garantizar la participación ciudadana. Analizado en términos constitucionales, el principal problema sería el de asegurar la democracia a todos los niveles de gobierno y de administración, garantizando a cada ciudadano una participación efectiva en las decisiones políticas. El reto en esta esfera no sería tanto el de inventar nuevas formas de democracia, sino garantizar una armonía entre las aspiraciones globales y las de la comunidad, asegurar modos de participación efectiva en la vida política y proteger los derechos de las minorías, todo ello a niveles y a una escala sin precedentes en la historia de la humanidad.

Garantizar la satisfacción de las aspiraciones colectivas, a escala planetaria, requeriría, en primer lugar, un consenso sobre los principios a partir de los cuales se formularían las leyes y se designarían los responsables políticos. En un mundo donde ciertos pueblos representan una fracción considerable de la humanidad, y otros una ínfima minoría, no sería aceptable que la adopción de las leyes o la designación de los dirigentes se hiciera siguiendo el principio de la proporcionalidad (ice. número de voces o de representantes proporcional a la población de cada pueblo). Ello consagraría la supremacía de los grandes pueblos y acarrearía, de cierto modo, formas de dominación inaceptables para los pueblos minoritarios. A la inversa, el principio vigente según el cual cada Estado tiene el mismo peso en las instancias internacionales, y se concede la misma voz a grandes y a micro Estados --y hasta a Estados ficticios o folklóricos--, no es tampoco satisfactorio a escala universal, si se piensa en términos de aspiraciones globales y de equilibrio entre las expectativas de los diferentes pueblos. La solución deberá ser encontrada en un punto intermedio, mediante fórmulas de consenso, mayorías calificadas y minorías con derecho al veto que permitan, en su conjunto, la expresión de las aspiraciones de las mayorías sin oprimir a la minoría, y donde los Estados constituyentes conserven su personalidad y su función de canalización de las aspiraciones de cada pueblo.

En segundo lugar, para que el proyecto de confederación sea viable, y la asamblea de los pueblos --que lógicamente conformaría su órgano principal-- no se transforme en un cuerpo ingobernable, habría probablemente que limitar el derecho a voz deliberativa a aquellos Estados con real representatividad. Paralelamente, y con el propósito de proteger los derechos de las minorías no representadas --tanto en el ámbito confederado, como en el de cada Estado constituyente--, habría que inscribir en los textos constitucionales las garantías necesarias. Todo indica que materializar este proyecto no será fácil, y dependerá del grado de consenso al que se pueda aspirar en el transcurso de las décadas venideras.

En la esfera no institucional, sino de las fuerzas políticas, y de un entorno social que permita una expresión real de las aspiraciones individuales y colectivas, habrá sin duda que fomentar nuevos modos de participación ciudadana, sobre todo a escala global, donde la complejidad de dicha participación revestirá dimensiones no comparables a las que pudieron existir --en el otro extremo y en otra época-- para los ciudadanos de Atenas. El reto en esta esfera será de dos ordenes: constituir contrapesos a la influencia de las transnacionales y reconstruir la democracia sobre bases saneadas. Debido al peso y la influencia que han ganado las transnacionales, a la constitución en su seno y su entorno de una nueva capa dirigente y privilegiada y, finalmente, a la sofisticación cada vez mayor de las herramientas del poder, la constitución de contrapesos a escala global se impone como el camino más creíble para reconstituir espacios ciudadanos. En el mundo de hoy, el ciudadano aislado y limitado a su horizonte nacional carece de las condiciones que le permitirían evaluar las nuevas relaciones de fuerza o formular respuestas capaces de transformar dichas relaciones. Sólo una movilización colectiva y transfronteriza puede crear las condiciones para una respuesta global a cada uno de los retos que enfrenta hoy la humanidad. Sólo organizaciones globales, con agendas universales, pueden constituir contrapesos que impongan la negociación y abran el camino a soluciones alternativas.

La influencia de los Estados es cada día más limitada en lo que concierne a los asuntos globales, pues tienen que conciliar exigencias contradictorias y reflejar de manera creciente los intereses de las grandes transnacionales y de la nueva oligarquía planetaria. Las organizaciones internacionales, por su parte, reflejan las contradicciones y los conflictos de intereses de los Estados que las conforman. En ese sentido, las ofensivas lanzadas y el trabajo realizado por ciertas ONG globales --como Greenpeace, en lo que respecta a la protección del medio ambiente --, indican el camino a seguir. Actualmente se constituye una multitud de organizaciones con vocación global, aunque con diferentes niveles de peso e influencia, las cuales crean canales de expresión ciudadana en los más diversos sectores. Los movimientos y las protestas de los últimos tiempos contra las políticas neoliberales, y cuya proyección rebasa ya las fronteras--como ha sucedido frente a reuniones internacionales como las de la OMC, hasta de manera espectacular con el fracaso de la conferencia de Seattle--expresan las reacciones ciudadanas en esta área. Llama la atención, sin embargo, la debilidad del sindicalismo internacional frente al proceso de marginalización de la fuerza de trabajo, lo cual refleja el retroceso del movimiento sindical en el ámbito nacional y la precarización del trabajo que presenciamos hoy. No obstante, aparecen otros movimientos que asumen un liderazgo en el área laboral, como los que se enfrentan a los abusos a los niños y a las mujeres.

En muchas áreas se observa, pues, un proceso de reconquista del espacio ciudadano, con la formación de contrapesos a escala global. Sin embargo, dicha reconquista sería frágil e incompleta si no se reconstruyese la democracia sobre bases saneadas. En esta esfera, será necesario, sin duda, transformar la vida política para trasladarla del mundo del espectáculo y de los escándalos, al mundo del debate y de la responsabilidad. Como hemos mencionado, el mundo ha atravesado en estos últimos años un proceso de extrema mediatización de la política, transformada en producto comercial para la televisión, la prensa y las publicaciones, mientras los medios se utilizan para manipular a la opinión pública. El " monicagate", entre muchos otros casos, ilustra, claramente, esta tendencia. Paralelamente, los aparatos y los partidos políticos se han transformado, de canales de la expresión ciudadana que eran antes, en máquinas de la conquista del poder, y aún peor, en empresas proveedoras de empleos, con la profesionalización de los mandatos públicos a la que hemos llegado hoy. A la mediatización de la vida política y a la profesionalización del trabajo político se añaden la pérdida de visión y de capacidad analítica del mundo político y su creciente compromiso con el mundo de los negocios.

El desplome del socialismo real y la ofensiva del neoliberalismo han traído como consecuencia una crisis de las ideologías que ha incidido en toda la vida política. La incapacidad del propio mundo político para descifrar la nueva realidad, y, en particular, para identificar los retos fundamentales del mundo de mañana, ha imposibilitado hasta la fecha cualquier formulación de proyectos alternativos que no sean los de la gestión día a día de la crisis económica y financiera.

Pero, más grave que todo es la convivencia y la ósmosis creciente entre el mundo político, la alta administración y el mundo de los negocios, que han creado el humus en el cual se han multiplicado las malversaciones, la corrupción, el abuso de mandatos públicos y el de bienes sociales. La proliferación de los escándalos y de los enjuiciamientos judiciales en las referidas áreas ilustra abundantemente esta tendencia. Todo esto ha redundado en una desafección creciente del ciudadano hacia la política, que va del simple desinterés al disgusto, provocando su alejamiento de la vida política y el creciente abstencionismo en las elecciones, y reforzando la tendencia a la profesionalización y la corrupción del mundo político. Es, por lo tanto, vital, sanear la vida política, comenzando por la reanimación de la reflexión política y de la participación ciudadana, procesos ambos que sólo pueden darse en un marco global, en el cual el ciudadano y el Estado se habrán reconciliado con el propósito de enfrentar los desafíos del Tercer Milenio y de construir un mundo mejor.

 

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