CONCEPTOS SOCIOLÓGICOS BÁSICOS         Capítulo I - Texto completo

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Torcuato S. Di Tella

Introducción a la Sociología –UBA–

Cátedra Di Tella

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“En el comienzo, era lo social”: esto es lo que dice Durkheim en los textos reprodu­cidos más adelante. Al decirlo, le está respondiendo a Rousseau que creía en el hombre bueno y libre, previo a la sociedad, previo a la caída por la propiedad privada que establece un Contrato para gobernarse; o a un Hobbes que cree en el hombre libre  y malo, agresivo, que en un momento de lucidez depone su independencia en una autoridad despótica, un Leviatán, con tal de que imponga orden; o  a un Kant, que cree que el hombre viene de nacimiento con algunas ideas a priori como las de espacio, de tiempo, o de justicia. No, todo eso es resultado de la sociedad, que precede por supuesto a cada individuo, y que coexiste con la especie. El individuo está metido en un magma, la sociedad, que lo moldea, lo influye, a menudo lo ataca, pero también lo defiende, le da se­guridad y respuestas a sus ansiedades. La sociedad, colectivamente, sin proponérselo, crea una serie de "cosas", que en algún sentido son inmateriales pero actúan tan con­tundentemente como si fueran de acero. Se trata de las normas, las creencias, las opi­niones morales, las costumbres, el derecho, la religión. Algunas de estas "cosas" son más fluidas, difíciles de asir o de definir, otras están codificadas y sistematizadas, y tienen representantes encargados de imponerlas y administrarlas: principalmente, Es­tado e Iglesia. En general estas "cosas" no están ni codificadas ni sistematizadas, ni han sido creadas expresamente por nadie. Cumplen, de todos modos, una función en la sociedad, sirven para algo, aunque a menudo la manera en que cumplen ese servicio no es obvia ni explícita: puede tratarse de una función latente, no manifiesta. Así, por ejemplo, una concentración política multitudinaria puede tener la función manifiesta de celebrar una fecha, o reafirmar una determinación colectiva. Latentemente, en cambio, puede significar una señal a los opositores de que ahí existe un potencial de violencia, que se desataría si él líder se lo sugiere. Si el líder efectivamente estimula a una acción violenta, entonces ésa es una función manifiesta, explícita, de la concentración. Pero en el caso más común de que tal apelación no exista, y todo transcurra en paz, la presencia de un número muy grande de gente en las calles tiene implicaciones de diverso tipo, que consciente o inconscientemente son percibidas por el resto de la sociedad. Es como sa­car un cuchillo "para cortar un palito", pero de paso demostrar que se lo tiene. O andar en un auto muy caro, manifiestamente porque es cómodo y tiene un motor poderoso, la­ para reafirmar el propio status social. O bien como actuar en un movimiento cultural, con el fin explícito de promover sus ideales, latentemente para compañerismo, o promoción y ascenso social. Como se puede ver por los es importante que la función latente no sea reconocida, especialmente en público, y aun en privado y en lo íntimo, por los actores sociales. Es algo así como lo inconsciente en el individuo, en su mayor parte reprimido pero no por eso menos central e importante en explicitar su comportamiento

Cuando se enfatizan demasiado los roles protectivos, integradores, orientadores, que cumple la sociedad para los individuos, se pierden algo de vista los serios conflictos que dividen a menudo a las sociedades. Los sociólogos y sobre todo antropólogos que insistieron más en el rol integrador y protector de la sociedad y la cultura -o sea el conjunto  unto de valores, normas, costumbres, reglamentaciones- se basaron mucho en sociedades en pequeña escala, por ejemplo tribus primitivas en islas del Pacífico, donde la lucha contra una naturaleza muy dura es omnipresente. En esos casos se impone la solidaridad de todos, cualquiera sea el tipo de trabajo, su desempeño de responsabilidades o de autoridad, su acceso a recursos y privilegios. Algunos han llegado a afirmar, incluso, que si una determinada característica o "cosa" social existe, es porque cumple alguna función útil a toda la sociedad, aún cuando el que la provee la cobre caro, por así decir. Las implicaciones conservadoras de este enfoque son obvias, especialmente cuando se lo aplica a sociedades de mayor tamaño que las utópicas islas del Pacífico o pequeñas aldeas campesinas algo mitificadas.

Normalmente se considera que un enfoque radicalmente opuesto a éste es el del marxismo, y en parte efectivamente lo es. Marx señala el irreductible conflicto de clases, en cualquier sociedad en que ellas existan, conflicto que sólo puede terminar con la eliminación de uno de los contendientes. Gran parte de los aspectos de lo social antes señalados -costumbres, moral, religión, derecho, propiedad, gobierno- son vistos como parte de una superestructura, básicamente dependiente de la más material y sólida estructura o infraestructura, o sea, lo económico, lo técnico productivo, lo geográfico, las clases sociales. La superestructura refleja los intereses de las clases dominantes, y por lo tanto mal puede pensarse que cumple funciones protectoras para aquellos que en la visión marxista están siendo explotados. Sin embargo, un análisis más pormenorizado del pensamiento marxista revela más facetas en él que las que a menudo se tienen en cuenta.

Efectivamente, Marx plantea una sucesión de modos de producción, cada uno de ellos dominado por una determinada clase social, pero la transición de unos a otros sólo se da cuando maduran ciertas circunstancias. Cada modo de producción es la combinación de las fuerzas de producción (el aspecto material, estructural, de la sociedad) y de ciertas relaciones de producción (superestructurales) que rigen legal y políticamente al sistema de dominación existente, legitimando los privilegios mediante las ideologías o la religión y sancionando su transgresión mediante el poder del Estado. En la época de oro de un modo de producción éste está sólidamente establecido porque hay una adecuación entre fuerzas y relaciones de producción. El grado de desarrollo de las fuerzas productivas es tal que las relaciones que representan y legitiman el sistema de dominación existente le vienen como anillo al dedo. La gente, por lo tanto, no protesta, o no protesta en suficiente número y fuerza como para voltear el sistema. Este, explotativo y todo como sea, está en alguna medida cumpliendo funciones para el conjunto de la sociedad, puesto que asegura su sobrevivencia en la lucha con la naturaleza, y no están dadas las condiciones para sustituirlo. Esto no es sólo por la debilidad de sus potenciales enemigos, sino también porque está de alguna manera sirviendo ciertas necesidades mínimas de la sociedad, aunque se cobre, como se dijo antes, un precio alto. Llega un momento, en cambio, en la concepción marxista, en que el mayor crecimiento económico y productivo empieza a verse constreñido por las relaciones de producción. Los privilegios del sistema de dominación existente ya no van acompañados por servicios o funciones desempeñados para el conjunto social. Al convertirse la superestructura y las relaciones de producción en disfuncionales se inaugura un período revolucionario: ahora los que protestan, los que se rebelan, son cada vez más y más fuertes. Los grupos dominantes están perdidos, porque ya no prestan servicios útiles al resto de la sociedad.

Ahora bien ¿qué pasa, desde esta perspectiva, después de la revolución que termina con las clases sociales? Pues, precisamente, que no hay más clases, y al cabo de un período transitorio relativamente corto se llega a una sociedad sin conflictos básicos, incluso, como se verá luego, sin división jerárquica del trabajo. Ahí sí que la superestructura, lo cultural, las costumbres, el derecho, serán funcionales, útiles para todos, se tratará de una sociedad plenamente integrada. Hasta la religión y el Estado cumplirían esas funciones si existieran, pero en la escatología marxista ninguna de esas dos instituciones sobreviviría a la revolución más que por un breve lapso. En otras palabras, la sociedad no necesitaría de esas muletas para resolver sus problemas existenciales o para hacer respetar los derechos de todos.

Dejando de lado esta utopía, que obviamente no se ha dado aún en ningún lado del mundo, es preciso considerar las sociedades en que el régimen capitalista ha sido abolido, y reemplazado por otro sin propiedad privada de medios de producción, pero con división jerárquica del trabajo y un Estado muy poderoso. ¿Cómo interpretar ese tipo de sociedades? Muchos análisis autocalificados de marxistas -y por cierto los que provienen del sector gobernante en esos países- adoptan para esas sociedades un análisis digno del más cerrado funcionalismo. Aunque subsisten apreciables desigualdades sociales -nadie niega esto- se trataría de diferencias que se complementan, base de solidaridad, no de conflicto. O, en todo caso, como decía Mao Tse Tung, de contradicciones no antagónicas. Por otra parte, aunque la antigua religión parece estar en vías de desaparición, hay una nueva creencia que la reemplaza o intenta hacerlo con diversa suerte según los casos. Pero esa nueva religión ya no representaría los intereses de las clases privilegiadas sino que cumpliría funciones de orientación para toda la sociedad. Y lo mismo el Estado, que no garantizaría la dominación, sino que velaría por el orden y la ley. Estamos acá en un universo mental totalmente durkheimiano: la división del trabajo ya no sería la base del conflicto, sino de la cooperación.

Por cierto que este enfoque "marxista" de las sociedades de tipo soviético se ha convertido en un pensamiento conservador, para su sociedad, al igual que lo que antes asignábamos al funcionalismo en general. Sin embargo, conservador o no, en el socialismo o el capitalismo, el enfoque funcionalista refleja una parte de la realidad. En alguna medida, una sociedad es un todo que conjuntamente sobrevive, lucha contra la naturale­za y otros medios hostiles, y por lo tanto genera solidaridad, a pesar de los abusos. Pero ése es sólo un lado de la moneda. De un lado dice: Solidaridad del conjunto, o de la gran mayoría de la sociedad, del médico con el ingeniero, del gerente con el técnico y el obrero. Del otro lado está escrito: Conflicto entre clases, o entre sectores, a veces violento, pero generalmente incapaz de resolverse con la victoria definitiva de uno de los contendientes. Por lo tanto, necesidad de arreglar una convivencia conflictiva, una coexistencia del antagonismo de clases con un mínimo de solidaridad nacional.

En otras palabras, perdido el componente escatológico o milenarista del marxismo, o sea su creencia en la sociedad sin conflictos (o sin conflictos sociales básicos, realmente antagónicos) se vuelve más vigente la problemática durkheimiana acerca de la solidaridad mínima que toda sociedad necesita e impone a la vez. Por otra parte, la función de instituciones o experiencias protectivas como la familia, la amistad, los llamados grupos primarios, cara a cara, se vuelve más evidente. Incluso la necesidad de convicciones, de creencias, de fe, de normas compartidas y no permanentemente discutidas, se torna más digna de atención. La ruptura de ese mundo de convicciones, que crea lo que Durkheim llama anomia, pasa a ser una variable importante en cualquier sociedad, sea socialista o capitalista. Perdida la fe en la Ciudad de Dios, se vuelve más razonable procurar refugio en su pequeño círculo, buscar raíces, cultivar lo seguro: todo aquello que los sociólogos y antropólogos han llamado comunidad como opuesto a sociedad, vínculos primarios versus secundarios, status más bien que contrato. Esto, tanto bajo el capitalismo como bajo el socialismo.

Por cierto que las demandas de lo pequeño, lo íntimo, lo familiar, están en tensión con las exigencias de la sociedad más amplia, la producción industrial, la política en gran escala. (La idea de tomarme el trabajo de transcribir todo el texto es para que puedas acceder al material de estudio de manera gratuita, hacé el esfuerzo y seguí la cadena: topbirra@yahoo.com.ar) Tensión con la que hay que coexistir, pues no admite soluciones unilaterales. Es una de las temáticas que todo sociólogo debe tener en cuenta, y que aparecerá y reaparecerá a lo largo de este volumen. Por otra parte, los conflictos entre clases o entre sectores también están en la base de cualquier sociedad, y son el pan de cada día de la política y de la economía. A ellos se hará referencia constantemente, y los temas seleccionados para esta antología tratan, particularmente, de reflejar esa problemática. Las diversas instituciones políticas o sociales -democracia o dictadura, socialismo o capitalismo, elitismo o participación masiva, Estado nacional autónomo o dependencia- sólo pueden construirse sobre ese piso fundamental de conflictos, transables, arbitrables, sustituibles a veces unos por otros, pero no eliminables del todo.

Como, según ya se dijo, el enfoque es aquí histórico, se comienza por ver el enfoque de Marx acerca de las primeras etapas del capitalismo y la formación de un proletariado en escala mundial. Su perspectiva europea se contrasta luego con un estudio concreto en nuestra área, el de la formación de una clase obrera, en parte forzada y en parte libre, en la actividad minera andina de la época colonial. La formación de un proletariado es, por supuesto, la contrapartida de la formación de un empresariado capitalista. Sobre este tema el análisis más centradamente estructuralista, económico, de Marx, se complementa con la hipótesis de Weber acerca del rol de ciertas ideas -el protestantismo extremista, de tipo calvinista- en la génesis de actitudes favorables al cálculo meticuloso de lo económico y a la acumulación de capital como contrapuesta al consumo ostentoso necesarias para los cuadros dirigentes de la industrialización, sobre todo en sus primeras etapas. Se ha querido a menudo contraponer este análisis weberiano al marxista y en realidad en buena parte Weber quería con este estudio demostrar el rol autónomo de las variables que Marx llamaba superestructurales. Sin embargo, los dos enfoques no son excluyentes. Aparte de que sea cierta la hipótesis weberiana, su comprobación no invalidaría la tesis marxista acerca de la causación, en última instancia, de lo superestructural. por lo estructural. Efectivamente, lo que la teoría marxista sí exige, cuando se verifica el rol causal de un factor como la religión, es rastrear sus orígenes, que en principio deberían estar ligados a algún conjunto de factores estructurales, o sea, clasistas, económicos, materiales. Este rastreo puede no siempre ser realizable en la práctica, pero en principio queda como una orientación para las investigaciones. Lo contrario sería aceptar la generación espontánea de las ideologías, o su origen en otras ideas o elementos culturales y religiosos, lo que es aceptable en el enfoque weberiano, pero un poco menos convincente para gran parte de los investigadores y profesionales de las ciencias sociales hoy día, aún de aquellos que en otras cosas no comparten los postulados marxistas.

Por otra parte, en este tema del capitalismo, tenemos un primer ejemplo de la diferencia de perspectiva que se tiene desde las zonas centrales o desde una región periférica. Efectivamente, tanto Marx como Weber estaban investigando un hecho ya ocurrido en la zona en que vivían: el capitalismo estaba desarrollado y consolidado entre ellos. En América Latina y el Tercer Mundo, en cambio, la estructuración de un sistema capitalista, con todos los aspectos productivos, tecnológicos y sociales que ello implica, está aún en veremos. Lo que visto desde Europa es la expansión del capitalismo a las áreas periféricas, como resultado de su madurez, es para nosotros el nacimiento, o consolidación aún dudosa, de un incipiente modo de producción. La realidad es una sola, las visiones y sus análisis son dos, o más. Toda la problemática del desarrollo de ese sistema productivo, que está muy asociada a la del nacionalismo, es por lo tanto inevitablemente valorada según de qué lado se la mire.

A veces se considera que ya que el capitalismo está en estas regiones implantado muy débilmente, ello da ocasión para sustituirlo con más facilidad. El capitalismo tercermundista o periférico sería el eslabón más débil de la cadena, lo que explicaría las revoluciones socialistas, que se dan en esa parte del mundo más bien que en la central y desarrollada. Sin embargo, es cada vez más claro, incluso desde perspectivas marxistas, que esos regímenes revolucionarios, más que socialistas en el sentido que Marx le daba a la palabra, son sustitutos del capitalismo para realizar la acumulación de capital y la industrialización, dirigida por el Estado pero no por las clases obreras de esos países. Se trataría de un modo de producción particular, llámesele estatista, capitalista de Estado, o colectivista burocrático. Para algunos de estos teóricos existiría una bifurcación en la secuencia originalmente planteada por Marx, que iba desde el modo de producción antiguo al feudal, al capitalista y al socialista. El modo de producción colectivista burocrático sería una via alternativa al capitalista, igualmente marcado por la existencia de clases dominantes y plusvalía, y por lo tanto diferente de lo que puede entenderse como sociedad socialista. Ya Marx había hablado de una alternativa al feudalismo (o al modo antiguo, esclavista, de producción), a saber, el modo asiático. Otros investigadores siguen buscando secuencias alternativas, incluso redescubriendo en los propios escritos de Marx nuevos modos de producción, tratando de evitar la identificación entre marxismo y creencia en un proceso histórico unilineal. Todo esto implica una renovación en los análisis que provienen de ese sector teórico, y como tal es altamente positivo. Sin embargo, se retiene en muchos casos un excesivo apego al estudio de grandes procesos históricos, englobadores de toda una civilización o cultura (o un modo de producción) en vez de disgregar aún más el conjunto de procesos históricos en sus componentes. Lo que ocurre es que mientras se mantiene el análisis macrosocial, de grandes tendencias históricas (aunque ya no unidireccionales) es más fácil llegar a conclusiones ideológicas relativamente simples. En cambio, si se enfrenta el hecho de que el devenir histórico es resultado de una confusísima interrelación de causas y de efectos, difícil de integrar en grandes tendencias, la conclusión puede ser pesimista acerca de los destinos de la humanidad. En alguna medida, implica estar más sólos en el mundo, abandonados de la mano no sólo de la Providencia Divina sino también del Materialismo Histórico. Lo que sin duda es lamentable, pero a lo mejor no hay más remedio que adecuarse a esa realidad.

La interconexión entre teoría sociológica y procesos históricos, estudiados en cierto detalle, no necesariamente como indicadores de grandes tendencias macrosociales, está en la base de la selección de textos para esta antología. En la Segunda parte se ven diversos aspectos del ciclo de la independencia, formativo de nuestras comunes nacionalidades, y de las luchas sociales que lo acompañaron. Se toman elementos teóricos de Weber, como el de la relación carismática, y de Hobsbawm, sobre la masa urbana preindustrial, y se analizan formas de liderazgo caudillista que implican la movilización social de sus seguidores.

En la Tercera parte el concepto de clases sociales se considera centralmente, sobre todo en la perspectiva marxista, examinándose además el significado de lo que es una sociedad socialista, o sociedad sin clases. En la Cuarta parte se hace una mención de otras teorías sobre estratificación social, y de fenómenos políticos más recientes, que a menudo han sido englobados bajo el nombre de populismo. Ahí también se da la combinación entre elites dirigentes y masas movilizadas, aunque entra con mayor fuerza el elemento de organización autónoma de ese componente político. Finalmente, en la Quinta parte, toma la atención principal el tema de la democracia, y del equilibrio de poderes que está en su base. Por un lado, entre burocracia, parlamento y presidencia, nueva trilogía que de hecho Max Weber pone en lugar de la más clásica de ejecutivo, legislativo y judicial. Por otro, equilibrio entre demandas sectoriales de los diversos intereses y clases sociales, que deben ser compatibilizados por el gobierno en un arbitraje continuo, tanto más difícil cuanto más intenso es ese tironeo sectorial, o más limitados los recursos a distribuir. Un capítulo final intenta integrar en alguna medida los diversos aportes que van formando un edificio en construcción, el de la teoría sociológica. 

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