LA FORMACIÓN SOCIAL DE LAS CATEGORÍAS MENTALES

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Emile Durkheim

Introducción a la Sociología –UBA–

Cátedra Di Tella

CAPÍTULO II (texto completo)

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La conclusión general del libro que se va a leer es que la religión es algo eminentemente social. Las representaciones religiosas son representaciones colectivas que expresan realidades colectivas; los ritos son maneras de actuar que no surgen sino en el seno de grupos reunidos, y que están destinados a suscitar, a mantener o rehacer ciertas situaciones mentales de ese grupo. Pero entonces, si las categorías son de origen religioso, tienen por ello que participar de la naturaleza común de todos los hechos religiosos: deben ser también cosas sociales, productos del pensamiento colectivo. Todo lo menos -ya que, dado el estado actual de nuestros conocimientos sobre estos campos, hay que guardarse de toda tesis radical y exclusivista- es legítimo suponer que son ricos elementos sociales.

Esto se puede, ya desde ahora, entrever para ciertas categorías. Que alguien intente por ejemplo, imaginar lo que sería la noción de tiempo haciendo abstracción de los procedimientos mediante los cuales lo dividimos, medimos, expresamos por medio de signos objetivos; un tiempo que no fuera una sucesión de años, meses, semanas, días, horas. Sería algo casi impensable. No podemos concebir el tiempo si no es a condición de diferenciar en su interior momentos distintos. Ahora bien, ¿cuál es el origen de esta diferenciación? A no dudar, los estados de conciencia que ya hayamos experimentado pueden reproducirse en nosotros siguiendo el mismo orden en el que anteriormente se han desarrollado; y de este modo parte de nuestro pasado se nos vuelve a hacer presente, distinguiéndose con todo, de manera espontánea, de ese presente. Mas con lo importante que es esta distinción, cara a nuestra experiencia individual, falta que sea suficiente para forjar la noción o categoría de tiempo. No consiste ésta simplemente en una rememoración, parcial o íntegra, de nuestra vida pasada. Es un marco abstracto e impersonal que envuelve no sólo nuestra existencia individual, sino la de la humanidad. Es como un cuadro ilimitado en el que se despliega bajo los ojos del espíritu toda duración y pueden ser situados todos los acontecimientos posibles en relación a puntos de fijos y determinados. No es mi tiempo el que está así organizado; es el tiempo tal como es pensado de manera objetiva para todos los hombres de una misma civilización. Esto por si solo, ya basta para intuir que una organización tal ha de ser colectiva. Y, en efecto, la observación establece que estos puntos de referencia indispensables en base a los cuales son clasificadas en el tiempo todas las cosas son tomados de la vida social. Las divisiones en días, semanas, meses, años, etc., corresponden a la periodicidad de los ritos, fiestas y ceremonias públicas. Un calendario da cuenta del ritmo de la actividad colectiva al mismo tiempo que tiene por función asegurar su regularidad.

Lo mismo pasa con el espacio. Tal como ha demostrado Hamelin el espacio no es ese medio vago e indeterminado que Kant había imaginado: pura y absolutamente homogéneo no rendiría ningún servicio y sería inaprehensible por el pensamiento. La representación espacial consiste esencialmente en una primera coordinación que se introduce en los datos de la experiencia sensible. Pero esta coordinación sería imposible si las partes del espacio se equivalieran cualitativamente, si fueran realmente sustituibles las unas por las otras. Para poder disponer espacialmente de las cosas hay que poderlas situar diferencialmente: poner las unas a la derecha, las otras a la izquierda, éstas arriba, aquéllas abajo, al Norte, al Sur, al Este o al Oeste, etc., etc., lo mismo que para poder disponer temporalmente de los estados de la conciencia hay que poderlos localizar en fechas determinadas. Es tanto como decir que el espacio dejaría de ser lo que es si, lo mismo que el tiempo, no estuviera dividido y diferenciado. ¿Pero de dónde vienen estas divisiones que le son esenciales? Por sí mismo, el espacio no tiene ni derecha ni izquierda, ni arriba ni abajo, ni Norte ni Sur, etc. Todas estas distinciones provienen evidentemente del hecho de que han sido atribuidos valores diferentes a las diferentes partes del espacio. Y como todos los hombres de una misma civilización se representan el espacio de una misma manera, es necesario evidentemente que estos valores afectivos y las distinciones que de ellos dimanan les sean igualmente comunes; lo que implica casi necesariamente que sean de origen social. Hay casos, por otro lado, en los que este carácter social se hace manifiesto. Hay sociedades, en Australia y en América del Norte, en las que el espacio es concebido bajo la forma de un círculo inmenso porque su mismo asentamiento tiene una forma circular, y el círculo espacial es dividido exactamente como el círculo tribal, a imagen de este último. Se distinguen tantas zonas como clanes en la tribu y es el lugar ocupado por los clanes en el interior de la población lo que determina la orientación de las zonas. Cada zona se define por el totem del clan al que está asignada. Entre los Zuñi, por ejemplo, el pueblo comprende siete distritos; cada uno de estos distritos está constituido por un grupo de clanes unificados en otros tiempos: según toda probabilidad, eran primitivamente un clan único que posteriormente se ha subdividido. Pues bien, el espacio comprende igualmente siete zonas y cada uno de estos siete distritos del mundo está en relación íntima con un distrito del pueblo, es decir, con un grupo de clanes. "De este modo, dice Cushing, se supone que una división está en relación con el Norte; otra representa el Oeste; otra el Sur, etc." Cada distrito del pueblo tiene un color característico que lo representa; cada zona tiene el suyo que es exactamente el del distrito correspondiente. A lo largo de la historia, el número de clanes fundamentalmente ha variado; el número de zonas espaciales ha variado de la misma manera. De este modo, la organización social ha sido el modelo de la organización espacial, que es como un calco de la primera. El mismo caso se da en la distinción de la derecha y la izquierda que, lejos de estar implicada en la naturaleza del hombre en general, es muy probable que sea el producto de representaciones religiosas y por lo tanto colectivas.

Más tarde se encontrarán pruebas análogas relativas a las nociones de género, fuerza, personalidad, eficacia. Uno se puede incluso preguntar si la misma noción de contradicción no depende de condiciones sociales. El dominio que ha ejercido sobre el pensamiento ha variado en función de los tiempos y las sociedades, lo que tiende a hacerlo creer así. El principio de identidad domina hoy en día el pensamiento científico; pero hay vastos sistemas de representaciones que, jugando en la historia de las ideas un papel considerable, lo han desconocido con frecuencia: tal es el caso de las mitologías, desde las más burdas hasta las más sabias. En ellas se trata sin interrupción de seres que tienen simultáneamente atributos de lo más contradictorios, que a la vez son uno y múltiples, materiales y espirituales, que pueden subdividirse hasta el infinito sin perder nada de lo que les es constitutivo; en mitología, constituye un axioma el que la parte vale tanto como el todo. Estos cambios que a lo largo de la historia ha sufrido la regla que parece gobernar nuestra lógica en la actualidad prueban que, lejos de estar inscrita eternamente en la constitución mental del hombre, depende, al menos en parte, de factores históricos y por lo tanto sociales. No sabemos con exactitud cuáles son éstos, pero podemos presumir que existen.

El problema del conocimiento se plantea en términos nuevos una vez admitida esta hipótesis.

Con harta frecuencia, los teóricos que han intentado explicar la religión en términos racionales, la han concebido preferentemente como un sistema de ideas que responden a un objeto determinado. Se ha concebido este objeto de diferentes maneras; la naturaleza, el infinito, lo inconocible, el ideal, etc.; pero poco importan estas diferencias. En todos los casos se consideraba como el elemento esencial de la religión las representaciones, las creencias. Por lo que se refiere a los ritos, bajo este punto de vista sólo aparecían como una traducción externa, contingente y material de esos estados internos que, sí solos, se creía que estaban dotados de un valor intrínseco. Hasta tal punto está extendida esta concepción que la mayor parte de las veces los debates alrededor de la religión dan vueltas alrededor del tema de saber si se puede o no conciliar con la ciencia, es decir si al lado del conocimiento científico existe un espacio para una forma diferente de pensamiento que sería específicamente religiosa.

Pero los creyentes, los hombres que, al vivir la vida religiosa, tienen la experiencia a de lo que la constituye, objetan que esta manera de concebirla no responde a su experiencia cotidiana. Sienten, en efecto, que la verdadera función de la religión no es hacernos pensar, enriquecer nuestro conocimiento, agregar a las representaciones que obtenemos de la ciencia representaciones que tienen otro origen y otras características, sino hacernos actuar, ayudarnos a vivir. El fiel que ha comulgado con su dios no es tan solo un hombre que ve nuevas verdades que ignora el que no cree; es un hombre que puede más. Siente en sí una fuerza mayor para soportar las dificultades de la existencia o para vencerlas. Se siente como elevado por encima de las miserias humanas porque se siente levado por encima de su condición de hombre; se siente a salvo del mal, con independencia de cuál sea la forma en que lo conciba. El primer artículo de cualquier fe es la creencia en la salvación por la fe. Ahora bien, no se ve de qué manera una simple idea sería capaz de tener tal eficacia. En efecto, una idea no es más que un elemento de no­sotros mismos  ¿cómo podría conferirnos poderes superiores a los que tenemos por culpa de nuestra naturaleza? Por muy rica que sea en virtudes afectivas no podría agregar nada a nuestra vitalidad natural; pues, sólo puede poner en funcionamiento las fuerzas emotivas que están en nosotros, no crearlas ni acrecentarlas. Del hecho de que con­cibamos un objeto como digno de ser amado y buscado, no se sigue que nos sintamos más fuertes, sino que es preciso que de tal objeto surjan energías superiores a las que están a nuestra  disposición y además que estemos en posesión de algún medio para ha­cerlas penetrar en nosotros y fundirlas con nuestra vida interior. Ahora bien, para esto no basta con que las pensemos, sino que es indispensable que nos situemos en su esfera de acción, que nos volvamos del lado por donde podamos mejor sentir su influencia, en una palabra, es preciso que actuemos y repitamos los actos que así son necesarios todas las veces que proceda para renovar sus efectos. Se entrevé cómo, desde este punto de vista, ese conjunto de actos regularmente repetidos que constituye el culto vuelve a adquirir toda su importancia. De hecho, quienquiera que haya practicado realmente una religión sabe bien que es el culto el que suscita esas impresiones de alegría, de paz interior, de serenidad, de entusiasmo que, para el fiel, constituyen algo así como la prueba experimental de sus creencias. El culto no es simplemente un sistema de signos por medio de los que la fe se traduce hacia afuera, sino el conjunto de medios gracias a los cuales se crea y recrea periódicamente. Ya consista en manipulaciones materiales o en operaciones mentales, es siempre él el que es eficaz.

La realidad que las mitologías han presentado en tantas formas diferentes, pero que constituye la causa objetiva, universal y eterna de esas sensaciones sui generis de que está hecha la experiencia religiosa, es la sociedad. Hemos mostrado cuáles son las fuerzas morales que pone en acción y cómo despierta ese sentimiento de apoyo, de salvaguardia, de dependencia tutelar que vincula al fiel a su culto. Ella es quien le eleva por encima de sí mismo: incluso es ella quien le da su ser. Pues lo que crea al hombre es ese conjunto de bienes intelectuales que constituyen la civilización, y ésta es obra de la sociedad. Y así se explica el papel preponderante del culto en todas las religiones, en cualquiera de ellas. Es porque la sociedad no puede dejar sentir su influencia si no está en acto, y no está en acto más que si los individuos que la componen se encuentran reunidos y actúan en común. Es por medio de la acción común como adquiere conciencia de sí misma y se hace presente. Es ante todo una cooperación activa. Las ideas y los sentimientos colectivos sólo son posibles gracias a los movimientos externos que los simbolizan, tal como hemos demostrado. Así pues, es la acción la que domina la vida religiosa por la sola razón de que la sociedad constituye su fuente originaria.

Pero si bien, a través de las mitologías y teologías, se ve aparecer claramente la realidad, es indudable que ésta sólo aparece agrandada, transformada, idealizada. Desde este punto de vista, las religiones más primitivas no se diferencian de las más recientes y refinadas. Hemos visto, por ejemplo, cómo los Arunta sitúan en el origen de los tiempos una sociedad mítica cuya organización reproduce exactamente la que existe aún en la actualidad; consta de los mismos clanes y las mismas fratrías, está sometida a la misma reglamentación matrimonial, practica los mismos ritos. Pero los personajes que la componen son seres ideales, dotados de poderes y virtudes que no puede pretender el hombre común. Su naturaleza no es sólo más elevada, sino diferente pues a la vez es animal y humana. Los poderes malévolos sufren una metamorfosis análoga: el mal aparece como sublimado e idealizado.

Hemos visto que si la vida colectiva, al alcanzar un cierto grado de intensidad, da lu­gar al pensamiento religioso, es porque determina un estado de efervescencia que cam­bia las condiciones de la actividad psíquica. Las energías vitales resultan sobreexcita­das, las pasiones avivadas, las sensaciones fortalecidas; incluso hay algunas que sólo se dan en tales momentos. El hombre no se reconoce a sí mismo; se siente como trans­formado y, a consecuencia de ello, transforma el medio que lo rodea. Con el fin de expli­car esas impresiones tan particulares que siente, presta a las cosas con las que está más directamente en contacto propiedades de las que carecen, poderes excepcionales, virtu­des que no poseen los objetos de la experiencia común. (La idea de tomarme el trabajo de transcribir todo el texto es para que puedas acceder al material de estudio de manera gratuita, hacé el esfuerzo y seguí la cadena: topbirra@yahoo.com.ar) En una palabra, sobreañade al mundo real en que se desarrolla su vida profana otro que, en un determinado sentido, no existe más que en su pensamiento, pero al que, en comparación  al primero, atribuye una especie de dignidad más elevada. Se trata, pues, en base a este doble titulo, de un mun­do ideal.

Hay algo eterno en la religión que está destinado a sobrevivir a todos los símbolos particulares con los que sucesivamente se ha recubierto el pensamiento religioso. No puede haber sociedad que no sienta la necesidad de conservar y reafirmar, a intervalos regulares, los sentimientos e ideas colectivos que le proporcionan su unidad y personalidad. Pues bien, no se puede conseguir esta reconstrucción moral más que por medio de reuniones, asambleas, congregaciones en las que los individuos, estrechamente unidos, reafirmen en común sus comunes sentimientos; de ahí, la existencia de ceremonias que, por su objeto, por los resultados a que llegan, por los procedimientos que emplean, no difieren en naturaleza de las ceremonias propiamente religiosas. ¿Qué diferencia esencial existe entre una reunión de cristianos celebrando las principales efemérides de la vida de Cristo, o de judíos festejando la huida de Egipto o la promulgación del Decálogo, y una reunión de ciudadanos conmemorando el establecimiento de una nueva constitución moral o algún gran acontecimiento de la vida nacional?

Si en la actualidad nos resulta quizá difícil imaginar en qué podrán consistir esas fiestas y ceremonias del porvenir, es porque atravesamos una fase de transición y mediocridad moral. Las grandes cosas del pasado, aquellas que entusiasmaban a nuestros padres, no levantan en nosotros el mismo ardor, va porque son de uso común hasta el punto de hacérsenos inconscientes, ya porque han dejado de responder a nuestras aspiraciones actuales; y con todo, todavía no ha surgido nada que las sustituya. Ya no podemos apasionarnos por los principios en cuyo nombre el cristianismo pedía a los amos que trataran con humanidad a sus esclavos, y, por otro lado, la idea que nos proporciona de la igualdad y la fraternidad humanas nos parece en la actualidad que brinda un juego excesivo a desigualdades injustas. Su piedad por los humildes nos parece demasiado platónica; desearíamos otra que fuera más eficaz, pero todavía no vemos con claridad en qué debe consistir ni cómo se podrá traducir en hechos. En una palabra, los antiguos dioses envejecen o mueren, y todavía no han nacido otros. Es esto lo que ha hecho vano el intento de Comte de organizar una religión a partir de viejos recuerdos históricos artificialmente despertados: un culto que tenga vida sólo puede surgir de la misma vida, y no de un pasado muerto. Pero esta situación de incertidumbre y de confusa agitación no puede durar eternamente. Llegará un día en que nuestras sociedades volverán a conocer horas de efervescencia creadora en cuyo curso surgirán nuevos ideales, aparecerán nuevas formulaciones que servirán, durante algún tiempo, de guía a la humanidad; y una vez vividas tales horas, los hombres sentirán espontáneamente la necesidad de revivirlas mentalmente de tiempo en tiempo, es decir, de conservar su recuerdo por medio de fiestas que revitalicen periódicamente sus frutos. Hemos visto ya como la Revolución instituyó todo un ciclo de fiestas con el fin de conservar en un estado de perpetua juventud los principios que la inspiraban. Si la institución decayó pronto fue porque la fe revolucionaria fue de corta duración; fue porque la decepción y el desaliento siguieron con rapidez al primer momento de entusiasmo. Pero a pesar de que la obra fracasara, nos permite imaginar lo que pudiera haber sido en otras condiciones; y todo hace pensar que ha de ser antes o después retomada. No hay ningún evangelio que sea inmortal y no existe razón alguna para creer que la humanidad sea ya incapaz de concebir uno nuevo. Por lo que se refiere al tema de cuáles serán los símbolos en que se expresará la nueva fe, si se parecerán o no a los del pasado, si serán más adecuados a la realidad que habrán de intentar traducir, es algo que está más allá de las facultades humanas de previsión y que, además, no afecta al fondo de las cosas.

Hemos dicho que en la religión hay algo eterno; es el culto, la fe. Pero los hombres no podrían celebrar ceremonias para las que no vieran una razón de ser, ni aceptar una fe que no comprendieran de alguna manera. Para expandirla o simplemente para mantenerla hay que justificarla, es decir, hacer su teoría. Una teoría de este tipo está, sin duda, obligada a apoyarse en diferentes ciencias, a partir del momento en que éstas existen; ciencias sociales, en primer lugar, porque la fe religiosa hunde sus raíces en la sociedad; psicología, porque la sociedad es una síntesis de conciencias humanas; ciencias de la naturaleza, por último, porque el hombre y la naturaleza están en función del universo y no se pueden abstraer de él sino artificialmente. Pero por muy importantes que sean las aportaciones de las ciencias constituidas, no podrían bastar, pues la fe es, ante todo, un impulso a la acción y la ciencia, por mucho que se desarrolle, permanece siempre distanciada de la acción. La ciencia es fragmentaria, incompleta; sólo avanza con lentitud y nunca está acabada; la vida no puede esperar. Las teorías que están destinadas a hacer vivir, a hacer actuar, se encuentran, pues, en la obligación de ir por delante de la ciencia y completarla prematuramente. No son posibles a no ser que las exigencias de la práctica y las necesidades vitales, tales como las sentimos sin concebirlas con claridad, empujen al pensamiento hacia delante, más allá de lo que la ciencia nos permita afirmar. Así, las religiones, incluso las más racionales y laicas, no pueden ni podrán jamás prescindir de un tipo muy particular de especulación que, aun teniendo el mismo objeto que la ciencia, no puede, con todo, ser propiamente científica; en ésta las intuiciones oscuras de la sensación y el sentimiento ocupan con frecuencia el espacio de los razonamientos lógicos. Por un lado, esta especulación se asemeja, pues, a la que encontramos en las religiones del pasado, pero, por otro lado, se diferencia de ésta. Aún asignándose el derecho de ir más allá de la ciencia, debe empezar por conocerla y por inspirarse en ella. A partir del momento en que la autoridad de la ciencia está establecida, hay que tenerla en cuenta; se puede ir más allá bajo la presión de la necesidad, pero hay que partir de ella. Nada se puede afirmar que ella niegue, nada negar que ella afirme, nada establecer que no se apoye, directa o indirectamente, en principios tomados de ella. A partir de ese momento, la fe no disfruta ya de la misma hegemonía que en otros tiempos sobre el sistema de representaciones que se pueden seguir llamando religiosas. Frente a ella, se erige un poder rival que, nacido de ella, la somete a su crítica y su control. Y todo hace prever que ese control se hará cada vez más amplio y eficaz sin que sea posible establecer un límite a su influencia futura. 

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