GÉNERO Y ESPACIO (1)           Segregación social vs. segregación espacial 

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V Congreso Español de Sociología - Granada, 1995. GRUPO 6. SOCIOLOGÍA URBANA. Sesión 2ª. Usos del espacio y diferencias de género.

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El tema que nos ocupa se presta fácilmente a confusiones, aunque no tanto de tipo científico como ideológico. Si uno se ubica en una posición de militancia explícita feminista, el discurso es sencillo: es relativamente fácil encontrar factores de segregación sexual en el uso del espacio, entendido éste en un sentido amplio. Lo habitual, en estos casos, es hablar en términos categóricos de espacio público/espacio privado, de espacio de producción/ espacio de reproducción; desarrollar una exquisita teoría sobre las estrategias de expropiación masculina del espacio. Algunas reflexiones metafísicas sobre espacio femenino y espacio masculino, sobre una hipotética producción femenina del espacio más vinculada a la Naturaleza, frente a una producción masculina vinculada al orden productivista, al capitalismo y la explotación insensata de los recursos naturales, pueden permitir rematar brillantemente la exposición, y la militancia que la lee o escucha se queda satisfecha, con las pilas cargadas, por haber visto denunciada, una vez más, la marginación de las mujeres.

El problema estriba en ejercer simple y llanamente una sociología que, partiendo de presupuestos ideológicos no tanto feministas, como antisexistas, intenta comprender cómo funciona la sociedad y cómo podemos organizar de mejor manera nuestra convivencia. Y creo que hay que distinguir entre el tipo de sesiones propagandísticas, de esas que sirven precisamente para cargar las pilas, y la reflexión científica y desprejuiciada.

En este sentido, y a riesgo de no practicar lo políticamente correcto -aunque espero que sí lo científicamente adecuado-, expondré mi hipótesis de partida, según la cual las posibles correlaciones entre género y usos del espacio apenas son significativas en las sociedades democráticas, alfabetizadas y de fuerte desarrollo económico en las que debe desenvolverse nuestra reflexión. Sin pretender con ello, en cualquier caso, negar el interés de su estudio.

Creo que debemos partir de la delimitación de algunos conceptos, para evitar la confusión, demasiado habitual sobre todo en los técnicos, entre espacio y espacio social.

El concepto de espacio social es una mera abstracción que designa el lugar que, en un modelo interpretativo de la realidad social, ocupa un sujeto o un grupo. Desarrollado por la Sociología de Grupos a partir del interaccionismo simbólico, hoy lo utilizamos también en el análisis estructural de la sociedad, hablando del espacio social que ocupan las mujeres, los viejos o los inmigrantes. Es un concepto que tiene que ver con los roles que el individuo o el grupo analizado representa, y al que recurrimos, en general, cuando no nos salen las cuentas con los modelos estructural-funcionalistas.

Por el contrario, el concepto de espacio, que puede ser urbano, o rural, de ocio, o genérico, hace referencia a un lugar físico ubicado en la realidad material, y es éste tipo de espacio el que creo que nos ocupa en estas jornadas.

El espacio social es una analogía, que los sociólogos tomamos de la realidad material para comprender y explicar con mayor eficacia la realidad social.

Pero del mismo modo que es peligroso pasar de la analogía organicista al organicismo, el trasladar miméticamente las estructuras de diferenciación y segregación social al espacio físico, como demasiado a menudo se hace, es muy arriesgado, especialmente cuando hablamos de sociedades desarrolladas y democráticas, en las que conviven de hecho una baja segregación espacial con una intensa segregación social. Puede aceptarse en el marco de la confrontación ideológica, pero en ciencia social es un mero idealismo, equivalente, para hacernos una más clara idea, a la mera identificación entre democracia formal y democracia real.

Quiero decir: si, como se pretende desde posturas ideológicas supuestamente radicales, identificamos indefectiblemente el espacio social al espacio físico, la conclusión en un desarrollo lógico ha de ser la opuesta a la pretendida. Pues, si no hay segregación espacial, habríamos de concluir que no hay segregación social, y sin embargo no es así.

Tomemos un ejemplo muy extremo, pero muy claro: supongamos que uno de esos gitanos que se han hecho ricos tratando con el ganado, o con lo que sea, y que van con su Mercedes y su Motorola, mediante sus contactos económicos consiguiese el aval de los socios necesarios para entrar en uno de esos clubs de la más rancia burguesía. Bajo riesgo de un escándalo de alcance nacional -aireado y amplificado por los medios de comunicación, tan pendientes de lo políticamente correcto- ninguno de esos clubs se negaría a hacer socio a nuestro protagonista, siempre que cumpliese las condiciones de acceso. Compartirían su espacio de ocio, un espacio altamente simbólico, con el adherido. Pero lo más probable es que este ejemplo nunca llegue a hacerse realidad, porque el gitano de marras sabe bien que, aunque tenga abierto el espacio físico, estaría cerrada la interacción social, se mantendría la segregación social. Mientras que por el contrario, y este es el fondo de la cuestión, un jornalero del PER siempre estará imposibilitado de acceder a ese espacio simbólico del poder, porque su capacidad económica, derivada de posición en el mercado, se lo impide. Ahí está la estrecha correlación entre segregación espacial y segregación social.

Creo que puede entenderse así mi afirmación de que no es el género, sino la clase, la categoría que determina, en nuestras sociedades, la correlación entre espacio y espacio social.

Naturalmente, esa baja diferenciación sexual del espacio que he atribuído de partida a las sociedades avanzadas no se ha dado siempre, sino que es un fenómeno histórico, adscrito a cierto tipo de sociedades, que no podemos encontrar ni siquiera en todas las sociedades actualmente existentes. Aunque yo no me atrevería a decir, como llegan a hacer algunos autores -y sobre todo autoras-, que la evolución de las ciudades haya sido determinada por la segregación sexual, sí que es cierto que incluso en la forma histórica de las ciudades podemos hallar trazas de la diferenciación y la dominación intersexual.

Quienes creemos que el sexismo tiene también carácter histórico, podemos pensar que, en las sociedades primitivas, no habría una clara diferenciación sexual ni en los roles ni, por tanto, en el uso de los espacios físicos. De entre los miles de pueblos primitivos que los antropólogos han estudiado, los hay con papeles diferenciados, con papeles indiferenciados o con papeles inversos a los actuales entre los sexos: la variabilidad social es extraordinaria. Hay incluso ejemplos históricos de pueblos, como una tribu afgana que subsistía todavía en 1900, en los que las mujeres iban a la caza mientras los hombres cuidaban del hogar.

Una de las interpretaciones más habituales desde esta perspectiva lleva precisamente a asignar una primera división del trabajo entre mujeres y hombres en la atribución de la caza a los hombres (no limitados en su movilidad por embarazos, lactancias ni menstruaciones), y de la agricultura a las mujeres (tanto por razones físicas de cercanía al poblado, como proyecciones mágicas de su potencial fecundador). Ello incluso habría dado lugar a la aparición de diversas formas de matriarcado. Pero los antropólogos actuales más serios son bastante escépticos respecto de la supuesta existencia de un primitivo paraíso ginecocrático. Marvin Harris atribuye las bases de la diferenciación y dominación sexual al surgimiento de la guerra, y a la vista de cómo seguimos siendo los humanos no es un despropósito pensar que el conflicto intergrupal con violencia debió aparecer muy tempranamente. Por lo tanto, la diferenciación de roles y la atribución diferenciada del espacio (tanto social como material) entre los sexos, es ciertamente un fenómeno histórico, pero con muchos milenios de antigüedad.

Centrándonos en las sociedades con historia, podemos tomar, como por otra parte viene siendo habitual en este tipo de análisis, la ciudad islámica como paradigma del tipo de urbanismo sexista. De esta ciudad, ampliamente representada en los núcleos originarios de muchas ciudades españolas, ha dicho Chueca Goitia que "su carácter privado, hermético y sagrado le presta una nota que podemos expresar con la palabra 'secreto'. La ciudad islámica es una ciudad 'secreta', una ciudad que no se ve, que no se exhibe, que no tiene rostro, como si sobre ella cayera el velo protector que oculta las facciones de la mujer". Efectivamente, es una ciudad que no tiene calles propiamente dichas, donde todo se constituye de dentro a fuera, perdiendo todo valor estructural el espacio público, la calle. En la calle está la vida pública, la lucha por el poder, el riesgo, y a ella sólo pueden salir las mujeres ocultas tras el velo y preferentemente vigiladas por sus dueños y señores(2).

Sin embargo, no parece justo aplicar a la ciudad islámica el mero calificativo de sexista, si tenemos en cuenta que es precisamente en las grandes ciudades de la antigüedad clásica, greco-romana, base de la civilización occidental, donde hallamos la máxima expresión de la segregación sexual del espacio. Las supuestas democracias clásicas eran democráticas en un sentido muy limitado, pues la participación estaba reservada a los hombres, y aún de estos únicamente a los denominados ciudadanos libres, que eran una minoría. Aunque hay referencias, a menudo míticas, sobre una supuesta situación de matriarcado generalizado entre los pueblos que vivían en las islas del Egeo, antes de que fueran invadidas por los indoeuropeos (Plutarco decía que en esas islas patria se decía matria, pero es griego ya romanizado, esto es muy tardío, por lo que su única documentación pudieron ser los mitos), la realidad históricamente documentada (siendo conscientes, por supuesto, de que la Historia, al menos hasta mediados del siglo XX, la hemos escrito los hombres) nos dice que en Atenas la mujer no tenía ningún status, apenas cuenta en la familia y no representa nada en la sociedad. El gran reformador Pericles, algunas de cuyas leyes nos vendrían hoy muy bien para corregir ciertos defectos políticos de nuestras democracias, afirmaba sin embargo que la mejor mujer es aquella de la cual menos se habla, en bien o en mal. El verdadero alcance y la significación social de esta afirmación lo percibimos si tenemos en cuenta que la máxima ambición de un ciudadano ateniense era, precisamente, que se hablase mucho y bien de sus discursos, su vida y su obra. La propuesta de Platón, en su modelo ideal-comunista de organización social, de implantar una comunidad de mujeres y una procreación reglamentada por la selección, es también altamente significativa, aunque no es menos cierto que Platón llega también a la conclusión de que la mujer debe intervenir en la vida pública.

Aquí tenemos, por tanto, tal vez la más antigua, de entre las sociedades históricas, diferenciación sexual en el uso del espacio. Y aquí sí hay una fuerte correlación entre espacio social y espacio físico: el ágora es el espacio de los hombres, a quienes está reservado el ecclesiasterón (la sala para asambleas públicas), el bouleutérion (sala para asambleas municipales), el prytaneion (donde se reunía la cámara municipal), y la stoa, que es el espacio público por excelencia para la vida de relación y el comercio; mientras que el hogar es el espacio impuesto a la mujer.

Para quienes den por buena la existencia, previa a las invasiones indoeuropeas, de una situación de matriarcado, podrían ser argumentos suficientes la existencia, al parecer, de protestas por parte de las mujeres frente a esta situación, y sobre todo la existencia de sectas y escuelas filosóficas en las que no se aceptaba una diferenciación de roles entre los sexos. Prueba de lo primero es el siguiente texto de Menandro, un autor teatral del siglo III a.C, que es la perfecta expresión del dominio sexista del espacio: "Una mujer libre -dice- ha de verse encerrada por las puertas de la calle. La guerra, la política y los discursos públicos corresponden a los hombres; a las mujeres corresponde cuidar el hogar, quedarse en casa y recibir y atender a su esposo". Y prueba de lo segundo, es decir de la existencia de intentos de reforma social del status de la mujer a través de escuelas filosóficas y sectas, es la escuela de los Pitagóricos(3), en la que se distinguía únicamente entre hermanos y hermanas. Hay por tanto ciertos rastros de feminismo en la cultura griega, aunque únicamente expresados por los hombres, que bien pudieran tener alguna conexión con ese supuesto matriarcado previo, y que sobre todo nos permiten ver que de esa segregación social y espacial eran conscientes los hombres, y que era además sentida como tal por las mujeres, al menos por algunas mujeres.

En Roma hay también una clara distinción entre el espacio de la comunidad, el espacio de la civitas, de la ciudadanía, del que durante siglos estuvieron excluídas las mujeres, y el imperium, el espacio familiar, al que la mujer es reducida y en el que el pater familias tiene derecho de vida y muerte sobre la esposa, los hijos y los esclavos. Si tenemos en cuenta que también entre los etruscos se ha hablado de la existencia de diversas formas de matriarcado, que se habrían conservado incluso entre los plebeyos romanos, puede ser explicable esta dura sumisión de la mujer en las leyes de los patricios como un intento del sexo vencedor de impedir cualquier asomo de rebelión femenina.

No obstante, en los últimos siglos del Imperio Romano la situación de la mujer cambió sustancialmente, saliendo de sus casas hasta los espacios públicos de la producción y de la decisión política. Algunos atribuyen estos cambios a la influencia del cristianismo, como primer sistema de creencias que intentaría igualar efectivamente a hombres y mujeres. Es probable, pero es más probable que influyesen en ello los elevados grados de urbanización alcanzados en Roma, que incluían fenómenos como la extensión de la educación. De hecho únicamente en las ciudades encontramos mujeres que ejercen no sólo el poder político sino también oficios supuestamente 'masculinos' como los de médico, abogado, escritor, o incluso la banca (de la que se ocupaba Terencia, la esposa de Cicerón). El que la participación de la mujer en el espacio de la civitas era creciente lo pone de manifiesto el hecho de que se sucediesen los conflictos de competencia intersexual. Prueba de ello es lo ocurrido en el siglo I a.C., cuando tras la muerte de Caya Afrania, una famosa mujer abogada, el Senado romano prohibió a las mujeres que litigasen, por el miedo de los hombres a la competencia femenina. El argumento utilizado, la agresión de la abogada Calpurnia a un juez, enfadada por perder un juicio, todavía se utilizó en el siglo XVIII, conocido entonces como la razón de Calpurnia, para mantener a las mujeres alejadas de los tribunales.

Pero, en cualquier caso, en términos generales los espacios siguen bien diferenciados, como se pone de manifiesto en una de las primeras luchas propiamente feministas de la Historia, protagonizada por las 1.400 mujeres que se opusieron a pagar impuestos alegando que no cabía imposición sin representación, y argumentando que precisamente los espacios de hombres y mujeres estaban diferenciados: "Las mujeres están apartadas de la vida política, de los honores, de los cargos. Las guerras civiles no las han favorecido jamás. ¿Para qué pues pagar?", dicen los historiadores que les dijo Honoria a Octavio y Marco Antonio (de hecho, las mujeres quedaron exoneradas de la contribución de guerra). Tal vez hoy, y lo digo entre paréntesis, el ejemplo de Honoria debiera ser seguido por otras mujeres que ejerzen el liderazgo político y social, y cuya obligación (en la medida en que sean conscientes, como lo eran ya las matronas ciudadanas romanas, de que es la guerra lo que llevó a la sumisión de las mujeres) debiera ser la lucha contra el militarismo bajo todas sus formas.

En las ciudades medievales, en una situación que se extiende hasta los primeros siglos de la Modernidad, seguirá siendo la guerra la que marcará la base de la segregación. Es la guerra la que genera las situaciones de dominio y poder, y la guerra es cosa de hombres. Pero espacialmente, y en ello sí es posible que el cristianismo tenga más influencia de lo que a primera vista pudiera parecer(4), no hay una marcada segregación: los espacios públicos esenciales en la ciudad medieval, la iglesia (especialmente la catedral, que es tanto un espacio religioso como un espacio de relación social, incluso de fiesta) y el mercado, son compartidos por hombres y mujeres (aunque también es cierto que en algunas iglesias se delimitan espacios para cada sexo); los espacios productivos recogen una división del trabajo muy primitiva: el espacio de la mujer es el huerto, las tareas agrícolas y la casa, y el espacio del hombre es el taller artesano y el campo abierto de la caza y la guerra. Aunque, especialmente en las ciudades, hay espacios productivos compartidos cda vez más extensos: ya en el siglo XIII algunos gremios franceses e ingleses admitían en sus corporaciones a las mujeres, con la condición de ser solteras o viudas; tenían los mismos derechos que los hombres dentro del gremio. En las ciudades los talleres estaban normalmente en las casas, y todos los miembros de la familia contribuían a los distintos aspectos del proceso de producción. En la naciente industria textil, los niños realizaban el cardado y el peinado, las hijas mayores y las madres hilaban, y los padres tejían. Su influencia en el hogar, como consecuencia de su importancia en el proceso productivo, era notable. De hecho sólo en las grandes familias patricias de las primeras ciudades burguesas aparecen las mujeres recluídas en sus casas, atendiendo a los hijos, a las ceremonias religiosas y a la vida social.

Reaparecen incluso, en esta época, espacios vedados al otro sexo, como existieron en la antigüedad, en términos de simetría, como son los conventos. Los cuales permitieron, aunque fuese muy lentamente, la formación intelectual de las mujeres, primero de las nobles y luego de las burguesas.

Por otro lado, se extendieron por doquier numerosas sectas heréticas, de cuya influencia real y efectiva poco se sabe (aunque algunas, como la de los cátaros, estaban muy implantadas tanto en las ciudades como en los campos), las cuales predicaban la absoluta igualdad de derechos entre hombres y mujeres.

No hay por tanto, a mi modo de ver, en la Edad Media, incluso en el Renacimiento, una correlación tan estrecha como la que encontrábamos en la ciudad griega o islámica entre el espacio social, en el que la segregación es notable y fácilmente demostrable (en el conocimiento, en el poder político), y el espacio físico.

La ciudad barroca, y luego especialmente la ciudad del capitalismo naciente de la Ilustración, marcarán a mi juicio la apoteosis de la indiferenciación del espacio (y hablamos aquí ya claramente de espacio urbano), en contraste con una fuerte diferenciación social. Hombres y mujeres comparten campos, bosques, talleres artesanos, jardines, mercados, teatros, iglesias, salones... pero el poder en cada uno de esos ámbitos sigue cerrado más que nunca a las mujeres.

Y es a la vez la ciudad barroca la que preludia una era esencialmente distinta, la ciudad industrial y capitalista, en la que la delimitación de los espacios se hará de forma radical, tanto en términos de género como de clase. Mumford ha escrito que con la capital barroca "la ciudad deja de ser un medio para conseguir la libertad y la seguridad, y pasa a ser más bien un medio para consolidar el poder político. La época de las ciudades libres (...) cedió el lugar a una era de ciudades absolutas". Y efectivamente, tanto la Reforma protestante como la Contrareforma católica terminarán instaurando el imperio de la ley, el orden y la uniformidad, así como la represión en la vida cotidiana, elementos necesarios para el desarrollo del capitalismo.

Ello, que se tradujo sin embargo en el reconocimiento legal de algunos de los muchos derechos (tanto sociales como espaciales) que las mujeres habían venido conquistando a lo largo de la Edad Media y el Renacimiento, supuso en el fondo un recrudecimiento del segregacionismo sexista, retirando de forma radical a la mujer del espacio público. Todas las formas de puritanismo que se generalizan a partir del siglo XVII, sean protestantes o católicas, conducen a la reclusión de las mujeres en términos muy similares a los que encontrábamos en la ciudad islámica.

El capitalismo industrial saca de los talleres familiares, de los campos colectivamente cultivados por los hombres y mujeres de la familia, a los hombres, para llevarlos a las minas y las fábricas (que precisan en las primeras épocas la mera fuerza bruta, como se precisaba en la guerra(5)), y deja a las mujeres encerradas en el hogar. Alvin Toffler ha hecho una curiosa interpretación de la que él llama la gran división sexual, que creo bastante acertada porque explica en términos materialistas y ecológicos lo que podemos denominar también la gran segregación espacial entre los sexos que se produce en el capitalismo, y que en aquéllos países en los que éste se fundió con una permanencia de la moral implantada por la Contrareforma, como España, llegó a alcanzar niveles de paroxismo.

El capitalismo industrial, además de traer el trabajo desde el campo y el hogar a la fábrica, introdujo un nivel mucho más elevado de interdependencia. Se precisaba ahora un esfuerzo colectivo, una división estricta del trabajo, la coordinación e integración de muchas habilidades distintas. Apunta Toffler que, a partir de ese momento, "cada hogar subsistió como una unidad descentralizada, dedicada a la reproducción biológica, la educación de los hijos y la transmisión cultural", dando lugar a una nueva división del trabajo entre los sexos: el hombre asumió la responsabilidad de las nuevas formas, históricamente más avanzadas, de trabajo, mientras la mujer quedó en casa ocupándose de las formas de trabajo más primitivas. El hogar familiar era el espacio de producción y reproducción de la fuerza de trabajo, pero este proceso no podía hacerse (al menos todavía) según los nuevos métodos de producción. Es un momento, además, en que la economía monetaria se impone, y la población trabajadora, arrojada a las ciudades, debe adquirir fuera de su hogar todo aquello que precisa para la supervivencia; mercancías estas que sólo podían pagarse con el salario que el hombre traía de la fábrica. Y si sólo el trabajo que se vende a personas ajenas a la unidad familiar tiene un valor de cambio, la consecuencia es que el trabajo realizado por la mujer dentro de la unidad familiar se desvaloriza. De esta forma, con esta división, según Toffler el hombre entró en el futuro, y la mujer fue arrojada al pasado.

No creo necesario que nos extendamos mucho en las características, suficientemente conocidas, de ese capitalismo industrial en el que la correlación entre segregación social y segregación espacial se hace especialmente intensa. En cualquier caso, la Historia es un proceso dialéctico, y nuevamente en términos de contradicción, será en el marco del capitalismo y de las revoluciones burguesas donde se crearán las condiciones materiales, y el caldo de cultivo ideológico, que conducen a la liberación de la mujer de todo tido de segregaciones. Las nuevas necesidades materiales del capitalismo (como ha intentado demostrar Harris al menos para el caso de la sociedad americana) y el desarrollo de la Democracia han sido condiciones necesarias para que se pusiese en marcha el proceso de ocupación por las mujer de su mitad del mundo.

El esbozo de desarrollo histórico que he planteado, sin duda excesivamente esquemático, no tiene otro interés que el de fundamentar esa convicción de la que hablaba inicialmente, y según la cual no existe una clara y automática correlación, en lo que al género se refiere, entre espacio social y espacio urbano.

De hecho, es evidente que en las sociedades actuales democráticas no puede hablarse ya de una segregación espacial: hombres y mujeres comparten por igual toda clase de espacios. Es justamente en el ámbito de lo privado, que es donde los cambios siempre son más lentos, donde mayoritariamente siguen delimitados algunos espacios; y no es que en este ámbito, en el hogar, haya espacios vedados a la mujer, sino que por el contrario hay espacios como la cocina, el cuarto de la lavadora o el rincón de la plancha, de los que los hombres se autosegregan (en la medida, por supuesto, en que se lo permiten las mujeres).

Si en el ámbito de lo público quedan aparentes reductos de espacios digamos que típicamente masculinos, ello se debe en mi opinión no tanto a una limitación del acceso a las mujeres como a una actitud inteligente por parte de estas, que a pesar de tener abierto el acceso evitan de forma mayoritaria acudir, como todavía hacen los hombres, a campos de fútbol o cuarteles. Afortunadamente, las mujeres siguen (salvo excepciones que lamentablemente son cada vez más numerosas) evitando la guerra, todas las formas de guerra incluído el fútbol.

Todo ello no quiere decir, sin embargo, que la permeabilidad del espacio social sea proporcional a esa indiferenciación del espacio físico, especialmente del espacio urbano. El espacio del poder sigue intentando cerrar sus puertas al acceso de las mujeres, tanto en la política como en la economía o la educación. Así, mientras las jóvenes ocupan en la Universidad su mitad del mundo (incluso un poquito más, pues las mujeres son en realidad un poquito más de la mitad del mundo, y en Universidad el porcentaje es incluso un poquitín más alto), sin embargo ocupan porcentajes inferiores de las plazas de profesorado, aún más bajos para los puestos en el conjunto de los órganos de gobierno de la Universidad, todavía menores porcentajes en las Juntas de Gobierno, y no suele haber ninguna mujer en los equipos rectorales. Del mismo modo, las mujeres ocupan en proporciones similares a los hombres el espacio más sagrado de nuestro sistema político: el espacio del voto. Pero el porcentaje de mujeres que ocupan asiento en los Parlamentos (muy parecido en los regionales que en el nacional) está en torno a un 15 %, porcentaje que se reduce entre los de cargos de relevancia política de la administración, y a porcentajes simbólicos en el caso de las alcaldías -pese a la apariencia que ofrecen algunas operaciones de marketing en las últimas elecciones-.

Todo esto me parece mucho más importante, del mismo modo que me parece más importante la diferenciación espacio-temporal que la meramente espacial. Hemos estudiados en Extremadura que las tienen por término medio 4 horas libres al día, siendo casi un 60 % las que tienen cantidades de tiempo libre inferiores a las 4 horas, y habiendo incluso un 8% que prácticamente no tienen un minuto de tiempo para ellas mismas, ¿en qué medida pueden utilizar unos espacios, por ejemplo de ocio, que objetivamente no les están vedados?

Naturalmente podríamos hablar largo y tendido, en el ámbito urbanístico, de cómo los parques son más utilizados por las mujeres (que siguen siendo quien mayoritariamente se ocupan de los niños) que por los hombres, y cosas así. Desde la Ecología Humana, se han hecho numerosos estudios empíricos midiendo cuánta gente, de qué edad, sexo o color de piel pasa por una determinada esquina a una determinada hora. Por esos estudios podemos saber que los jóvenes prefieren espacios a los que la mirada de los adultos llegue con dificultad, que los ancianos prefieren lugares soleados (por razones bastante obvias), que las parejas buscan lugares discretos o que las mujeres prefieren espacios abiertos y con elevada densidad humana. Es decir, aprendemos cosas que en la mayor parte de los casos ya sabíamos por sentido común.

Pero, sinceramente, no pienso que estas cuestiones tengan la menor importancia. Me parece mucho más importante la marginación de la mujer en profesiones fuertemente corporativas, como las que se ocupan precisamente del diseño de los espacios públicos, que la diferenciación espacial cada vez menos perceptible en esos espacios. Y ello conduce a plantearnos una cuestión, en apariencia vanal, pero que de todas las formas no es ociosa. ¿Por qué es, o puede ser, importante la relación entre género y espacio, entre género y ciudad?.

A priori, y desde posiciones no sexistas, esa relación sería innecesaria. Se supone que queremos hacer ciudad para personas, la mitad de las cuales tienen respecto de las otras unas pocas diferencias físicas que, entre otras cosas, aseguran la atracción entre ambas y la reproducción de la especie, pero que tienen idéntico cerebro racional y los mismos sentidos para moverse en el espacio y el tiempo.

Sin embargo, a mí sí me parece importante buscar una relación entre ambas cuestiones, para forzar una mayor participación de las mujeres (ni más ni menos de la que les corresponde) en la construcción de la ciudad. Y ello porque pienso que sus aportaciones podrían mejorar sustancialmente, en la medida en que no imiten a los hombres, el diseño urbano, dulcificándolo y acercándolo a la naturaleza.

No se trata, por supuesto, de exaltar ninguna forma de ecofeminismo, de ese feminismo existencialista que insiste en la radical diferencia de las mujeres con los machos, y en su mayor proximidad específica con la naturaleza. No se trata de que la mujer haya de encarnar, como antaño el proletariado, la fracción salvadora de la humanidad, en base a trasnochados tópicos sobre su supuesta naturalidad, o a mitos como los de la intuición femenina o su supuesta preferencia por el irracionalismo. Como señala en un reciente libro Luc Ferry, "afirmar que la mujer es más 'natural' que el hombre es en cierto modo negar la libertad, y con ello su pertenencia plena y total a la humanidad", pues lo que caracteriza a la humanidad es precisamente la capacidad de liberarse de la determinación de la Naturaleza. Lo contrario es aceptar un determinismo biológico cuyas consecuencias padecerían todas las mujeres si se lo hubiesen de tomar en serio. Así ocurre con el tipo de críticas que se hacen al urbanismo actual, como las del Colectivo de Mujeres Urbanistas, que pretende que el planeamiento se adapte a ese "grupo mayoritario de población silenciosa que son tanto las mujeres como todos aquellos que dependen normalmente de su atención directa: ancianos y niños", así como a "sus necesidades espaciales específicas, tanto de las relacionadas con las tareas tradicionales como de las que emergen".

Pero la experiencia acumulada de la mujer con lo privado, con cotidiano, con las necesidades humanas primarias, sí que puede servir para que el diseño del espacio urbano responda en mayor medida a esas necesidades de los usuarios y usuarias, antes que a las necesidades megalómanas del poder. Y esto es importante tanto en las áreas del diseño como en las de la decisión política.

Quiero creer que las mujeres pueden introducir en la gestión una nueva actitud, que lleve a decidir la construcción de un espacio de uso público no en términos de mera respuesta de intereses a una demanda, ni mucho menos en términos de voluntad de permanencia histórica, sino en términos de utilidad práctica para quienes necesitan y van a usar ese espacio. Y, por lo mismo, quiero creer que las mujeres han de introducir en la gestión y el diseño urbanístico criterios más democrático y solidarios que los que se derivan de la mera lucha por el poder político o económico, que son las causas básicas de la especulación. Pero no -hay que insistir en ello- porque las mujeres encarnen una supuesta naturaleza esencialmente distinta de la de los hombres, sino porque las mujeres culturalmente determinadas de hoy, de las actuales generaciones vivas, pueden aportar algunos valores, no más naturales, ni siquiera privativos de la mujer -porque forman también parte del patrimonio de la humanidad civilizada-, pero que el poder despótico, la guerra o el capitalismo salvaje han impedido que fuesen de aplicación fuera del hogar. Valores como la austeridad, la economía de medios, la solidaridad, la equidistribución, o simplemente la ternura. Me gustaría empezar a ver plazas públicas diseñadas con ternura, paseos solidarios que unan los barrios marginales con los centros nobles, espacios verdes equidistribuídos, obras públicas realizadas con austeridad...

Mas pretender, como se está haciendo, que de la participación de las mujeres en el diseño urbanístico ha de derivarse la desaparición de pasadizos y otros espacios de riesgo es, en el mejor de los casos, pura ideología. La inseguridad ciudadana (tal vez el concepto sea femenino porque afecta mucho más a las mujeres) no tiene nada que ver con el diseño urbano, sino con las estructuras sociales de desigualdad en los ingresos y en la educación. La reivindicación de la participación de la mujer en el diseño urbano debe hacerse -además de por las razones históricas y coyunturales que ya he apuntado- sobre la base de su condición de técnicas en la materia, tan abundantes ya como los hombres, y de su condición de ciudadanas de una democracia.

Por ello no es posible terminar sin insistir una vez más en mi apreciación inicial de que donde se da una más fuerte correlación entre la segregación social y la segregación espacial es en la categoría de la clase, antes que en la del género. Y, en estos términos creo que la lucha de las mujeres por la conquista del espacio social que les corresponde, una vez conquistado el espacio urbano, sólo podrá tener éxito en la medida en que simultáneamente se superen las desigualdes, tanto espaciales como sociales, tanto de clase como de status adscrito. Difícilmente puede haber igualdad entre sexos, ni en el espacio físico ni en el espacio social, si ello no implica auténtica igualdad entre las personas.

 

NOTAS

1. Esta comunicación no está basada en investigaciones empíricas sobre el tema. Cierta experiencia en planeamiento urbanístico, un estudio sobre la situación de la mujer en Extremadura (Mujeres en Extremadura, Dirección General de la Mujer, Mérida, 1993), algunas conferencias sobre mujer y publicidad o sobre malos tratos, y un estudio en marcha sobre el cambio de actitudes masculino (hoy ya publicado como El hombre perplejo, Dirección General de la Mujer, Mérida, 1995), debieron animar, a las organizadoras de las I Jornadas sobre Mujer, Urbanismo y Vida Local organizadas por la Federación de Municipios y Provincias y la Asamblea de Extremadura, a encomendarme en 1994 una conferencia sobre Género y uso del espacio, que me mantuvo endiabladamente ocupado durante varias semanas. A las reflexiones y lecturas realizadas para la preparación de la conferencia he podido añadir con posterioridad alguna reseña (concretamente el artículo Las mujeres no tenemos plan, del denominado Colectivo de Mujeres Urbanistas, en el nº 107 de la revista Alfoz, editada por la Comunidad de Madrid). Debo advertir por tanto que es exclusivamente de tales materiales de los que he partido para elaborar mi comunicación, que se plantea además como reflexión tentativa, sin pretensión sistemática alguna.

2. Ahora bien, está por hacer una interpretación en profundidad del uso del espacio en la ciudad islámica, porque hay elementos contradictorios. De hecho, es en el espacio privado, dentro del hogar, allí donde se desenvuelve la vida de las mujeres, donde se expresa todo el esplendor material que una familia puede alcanzar. Por otro lado, no hay que olvidar que el integrismo es un fenómeno social relativamente reciente, más moderno incluso que la Contrareforma católica. No quiero ir más allá de plantear la cuestión, tremendamente delicada, pero apetece realmente profundizar en estos aspectos.

3. Desarrollada a partir del siglo V a.c. Una sacerdotisa de esta secta sería maestra de Sócrates.

4. Hay un edicto de Inocencio IV, en 1251, que ordena que a las asambleas locales de laicos sean llamadas todas las personas mayores de catorce años, hombres y mujeres, solteras, viudas y casadas.

5. No es casual que, durante mucho tiempo, se hablase de los trabajadores en términos militaristas. Había ejércitos de trabajadores, brigadas de obreros, y los empresarios fueron durante mucho tiempo capitanes de la Industria.

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