INTRODUCCIÓN HISTÓRICA A LA FILOSOFÍA DEL ESTADO: Desde Platón a Spinoza

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Luisa Ferrer

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En el conocido texto de Bertolt Brecht[1] sobre los pececillos y los tiburones, incluido en sus Historias de almanaque, se plantea de un modo irónico el gran problema (aún sin visos de solución a corto plazo) del Estado, esto es, si la “Ley de la selva” no sigue vigente en las sociedades y estados modernos de forma más o menos encubierta, y nociones tales como derecho, justicia y democracia (los auténticos “valores” del sistema) no son sino meras palabras ocultadoras de una dominación más sutil, pero  no menos salvaje.

Si con Aristóteles aceptamos que el hombre es un “animal político” y con Marx que la conciencia del hombre es de origen social, habrá que aceptar casi irremisiblemente que las primitivas sociedades humanas evolucionaron inevitablemente en estados[2] entendidos éstos como la síntesis de cuatro elementos: 1) la población; 2) el poder político (las instituciones políticas y sus órganos); 3) el orden jurídico estatal y 4) el territorio nacional.

Para algunos autores, no es posible hablar propiamente de Estado hasta la modernidad, es decir, desde la adopción política del término por Maquiavelo en el siglo XV, pero nosotros vamos a defender que el Estado nace con entidad propia con la polis griega y la civitas romana que compartían las características de ser soberanas, poseer gobierno propio, ejército, moneda, tribunales y órganos políticos autónomos.

Definimos Estado, entonces, como el cuerpo político de una nación (o varias) organizada, sometida a un gobierno –corporación a través de la cual el  Estado expresa su voluntad jurídica y administrativa– y a unas leyes comunes. En un estado pueden coincidir varias naciones y viceversa, una nación puede pertenecer a varios estados. Entendemos “nación” etimológicamente como la relación común de origen y nacimiento de un grupo de hombres destinados a vida común por la unidad de un territorio, origen, costumbres, tradiciones y lengua, con conciencia de tal comunidad y sometidos, normalmente, a un mismo gobierno. Mientras que el Estado tiene fundamento jurídico, la nación no lo tiene.

Acotados los principales términos de nuestra discusión, procederemos a dar un repaso por los principales hitos filosóficos de la concepción de Estado.   

 

A. EL MUNDO ANTIGUO

 

Platón (427-347 a.C.)  

Con el triunfo de la democracia y el esplendor económico y cultural se crea en Atenas, alrededor del siglo V a.C., una situación inédita de preponderancia política y filosófica sobre el resto de Grecia, que le acarrea una serie de nuevos problemas: la democracia (igualdad política y social entre gobierno y pueblo), la libertad (libertad personal, pero sólo ante la ley) y la ley, ya no de origen divino thesmoi sino humano nomoi, único fundamento de la democracia, frente al afán de poder individual.

Es el tiempo de la sofística y su rechazo de la legitimación religiosa tradicional del poder a través de la explicación del conflicto entre la physis, por un lado, y el nomos, por otro. Mientras que en el ámbito del nomos, la ley es pura convención arbitraria y provisional, en el ámbito de la physis o naturaleza, la ley tiene carácter absoluto, permanente y universal.[3] La ley humana no sólo se refiere a la ley civil sino también a la ley moral. Su escepticismo, su relativismo, sus doctrinas acerca del “argumento del sí”/ ”argumento del no”, su defensa del derecho natural del más fuerte (Calicles), su concepción de la justicia como beneficio del más fuerte (Trasímaco), etc. convirtieron a los filósofos Sócrates, Platón y Aristóteles en sus grandes detractores.

Creemos que es, precisamente, este enfrentamiento el hecho fundacional del problema del estado y la naturaleza de la obligación política. El enfrentamiento entre el paradigma legitimista (eje paz-justicia-razón), según el cual el poder se justifica únicamente por el objetivo último ético-educativo de la sociedad civil, la consecución de un estado justo, y la tradición realista (eje lucha-poder-voluntad), según la cual el poder se autolegitima como tal y posee su lógica interna enteramente autónoma y específica. Son las posiciones de la sofística y su convencionalismo naturalista, de esta parte, y Platón y su reacción legitimista-racionalista, de aquella. La Política de Aristóteles se encuentra a medio camino, por primera vez en la historia entre ambos enfoques.[4]

Según nos confirma Platón en su Carta VII, sufre su amor a lo público y su deseo de reconocer “donde se encuentra la justicia en lo político y en lo privado, el motor de su filosofía”[5]. Así dedica la mayor parte de su obra, en volumen, a la política: junto a diálogos como el Gorgias, El Político y el Timeo, los extensos tratados (de diez libros cada uno), Las Leyes y La Republica. Este último es, quizás el más significativo.

Como anécdota y justificación baste decir que el subtítulo de esta obra es “De la Justicia” y debería haber sido sustituido por el de “Del Estado”, puesto que ocupa “sólo” el primer libro, pero su redacción le supuso más de veinte años de aventura intelectual. El filósofo ateniense no fue el primero en tratar el tema del mejor Estado[6], pero sí en llevarlo al plano reflexivo de la construcción utópica.

Platón presenta su arquetipo como un remedio, una medicina, aplicable a los regímenes políticos vigentes, a la democracia ateniense. Es un esforzado intento de conjugar el modelo real-posible con el ideal de sociedad justa. Su propuesta es la de un sistema racional que, basado en los principios de especialización cooperante y competencia leal, permita satisfacer las exigencias individuales y las colectivas. La fuerza pública, por ejemplo, el gobierno, deberá corresponder a los mejores, pero éstos no son una casta hereditaria de gobernantes basada en la cuna o el dominio económico de clase[7] sino en la aptitud natural, como en el resto de los oficios, y una larga preparación que seleccionará de forma abierta a los gobernantes entre los que, sorprendentemente para la época, podrán verse incluidas las mujeres.

Aptitud natural y educación. El modelo de Platón es un modelo ilustrado. Los gobernantes están al servicio del pueblo. Para asegurar su dedicación se les preserva de propiedad privada y de familia.

Acaso la fuerza de sus pretensiones radique en la amarga experiencia sufrida con la injusta condena y muerte de Sócrates. El estado justo debe garantizar la erradicación de la injusticia, aunque con ello se cercene la libertad individual. Pero no debemos olvidar que Platón trata de superar la funcionalidad histórica del estado basado en un contractualismo sesgado  en beneficio de los poderosos, mediante un modelo ontológico-racional en el que se reconcilien Ética y Política.

A este respecto los sofistas también habían establecido que un estado injusto era funcional, si y sólo si, mantenía la apariencia  de justo. Se basaban en un doble análisis: primero, la historia, que demuestra que las tiranías manifiestas no duran tanto como las benefactoras y prudentes en su legislación, y, segundo, la natural según la que, dada la desigualdad entre los hombres, un orden social serio no puede basarse en la igualdad –justicia– porque no sería funcional. Partiendo de este planteamiento, la originalidad de Platón consiste en afirmar una alternativa frente al modelo neo-natural difundido por la sofística del predominio del más fuerte (la ley de la selva encubierta), atendiendo al modelo aristocrático-ilustrado, por considerarlo el más indicado frente a otros (democracia, oligarquía, tiranía) para garantizar si no la identificación, al menos, la congruencia del principio moral y del principio político: los mejores al poder para servir al resto. A Platón no se le escapa que el poder corrompe. Por ello propone que los gobernantes carecerán de apetencias personales de poder si además de estar preparados intelectualmente, les son vedados propiedad individual y familia.

Moral y Política se implican. Así, una ciudad justa descansará sobre las virtudes cardinales, prudencia, valor y templanza de cada una de sus clases: gobernantes, guardianes o guerreros y artesanos y labradores respectivamente. La justicia será el desarrollo armónico de las funciones que cada uno tenga establecidas. El mismo esquema vale para cada individuo particular, pues de su naturaleza tripartita se deduce la de la ciudad compuesta, en definitiva, por individuos.

Antes de concluir con esta brevísima alusión a la obra política de Platón, es obligatorio mencionar que el modelo platónico de estado justo se fundamenta en su Teoría de las Ideas. En efecto, es esta teoría ontológica la que le presta consistencia al modelo politíco-moral. Su aceptación implica un camino largo y complicado, el proceso dialéctico que tiene como meta ascensional la idea del bien. ¿A quién mejor que a hombres aleccionados en la contemplación de las ideas, es decir, sabios, podríamos entregar con más confianza el gobierno del estado?. Ni siquiera se harán necesarias las leyes, tanto porque ya existe una constitución que habrá que preservar, cuanto porque ellos sabrán resolver los casos particulares que la conservación de la justicia les demande. Las leyes, en su generalidad, se vuelven inevitablemente injustas, por eso la ciencia del legislador es la única capaz de “aplicar a los ciudadanos, en cada caso, una justicia perfecta, llena de razón y de ciencia, y conseguir así, no solamente preservarlos, sino también, en la medida de lo posible, hacerlos mejores”. Pero Platón, en ningún caso olvida que se trata de un constructo racional de carácter verosímil.

Muchos autores han criticado abiertamente el modelo propuesto por Platón basándose, sobre todo, en su incapacidad para entender la democracia. Entre ellos Popper en La Sociedad abierta y sus enemigos. Sin embargo, hemos de señalar que dichas críticas son, a su vez criticables, como la incomprensible teoría de Popper sobre Platón, llena de errores de lectura y anacronismos conceptuales. Nos inclinamos hacia el estudio que Rodríguez Adrados hace de Platón en La democracia ateniense. En ella, el autor nos sugiere que atendamos al hombre al que se refiere el filósofo. Es en ”su pasión educadora, su eliminación del egoísmo, su intento de crear un tipo humano que sienta solidaridad y amor por sus semejantes” donde se convierte Platón en el primer sistematizador del pensamiento político, el primer potenciador de una auténtica democracia. Según Alfred Whitehead, toda la filosofía occidental es una glosa o una crítica de Platón. Así podemos recorrerlo en el desarrollo de la filosofía política desde Tomás Moro, Kant, Rousseau, Hegel, Marx, hasta sus actuales representantes John Rawls, Otto Apel, o Habermas.

Si le prestamos un poco de atención a los nombres recién mencionados no será difícil concluir que mientras que en la Edad Media Ockham y Marsilio de Padua se orientan hacia la tendencia realista en filosofía política y así ocurrirá durante el renacimiento hasta el siglo XVII, –de  Maquiavelo a Hobbes–, en el siglo XVIII, en cambio asistimos al auge de la apuesta por un orden natural, justo y racional, prolongado por Locke, Rousseau y Kant durante la Ilustración y parte del XIX. Durante el siglo XX, a partir de la disolución de los planteamientos idealistas y románticos, por un lado, y el descrédito de las utopías socialistas por otro, ha sido hegemónica la concepción de la política como lucha y poder.  

 

Aristóteles (384-322 a.C.)

En Aristóteles, al igual que en Platón, el estado se legitima mediante argumentación racional ontológicamente fundamentada, es decir, se apela a un orden anterior –en el sentido de prioritario– que se descubre mediante la razón: es un orden ontológico que proporciona las razones  últimas de lo que hay. El Estado es “anterior” a los individuos que existen sólo como partes del todo, y aislados no son más que una abstracción incognoscible de la que no cabe ciencia. Para Aristóteles, el estado surgió por causa de las necesidades de la vida, pero ahora existe para posibilitar la vida buena. La ciudad, la polis, el estado es algo “natural”, y el hombre sólo lo es, como miembro suyo (Política, Libro I). La polis además, es condición de la vida moral humana; sólo en la polis puede alcanzarse el bien de los individuos, esto es, su felicidad (Ética a Nicomaco, Libro I). Esta concepción aristotélica es recogida por la filosofía medieval.

No debemos pensar que Aristóteles defiende un totalitarismo político: el Estado no es un fin en sí mismo. El fin del Estado es la felicidad y la perfección moral de los ciudadanos. Con todo, su propuesta no es utópica al modo platónico sino bastante pragmática. En general, Aristóteles critica la política idealista de su maestro: ni la Política –ni  la Ética– pueden ser ciencias exactas, sino empíricas (como lo demuestra el hecho de su trabajo como recopilador de constituciones políticas diversas mantenidas en activo por sus contemporáneos).

Aristóteles se mantiene fiel al esquema de la ciudad-estado, considerando absurdo el ideal único universalista o el imperialismo de Alejandro. Recoge la  clasificación sofista de tipos de gobiernos y sus desviaciones respectivamente monarquía-tirania, aris­tocracia-oligarquía y democracia-demagogia.[8]

En las tres primeras, los gobernantes lo hacen en vistas al bien común, no en provecho particular. El estagirita no otorga primacía a ninguna de ellas y se muestra muy realista al tener en cuenta diversas consideraciones de tipo geográfico, económico o psicológico de los pueblos para que éstos se inclinen por un sistema u otro.

Su pragmatismo le lleva a inclinarse por una política basada en la clase media y gobernada por los “mejores”. Punto éste que coincide con su ética, la virtud consiste también en el término medio adaptado a las circunstancias, la naturaleza concreta de cada hombre y las exigencias de la prudencia.   

 

B. EL MUNDO MEDIEVAL

En la Edad Media la disputa sobre la naturaleza del Estado versó sobre todo en torno a la supremacía de del Estado sobre la Iglesia o viceversa, entendiéndose el primero como una comunidad temporal e histórica y la segunda como una comunidad espiritual inserta en la Historia pero que la trasciende.

De este modo, la legitimación medieval del estado, tanto en su versión cristiana como musulmana, incluía las razones reveladas (narrativa sagrada, dogmática) y las razones ontológicas. En ese sentido, es una vuelta atrás: los grandes imperios previos al desarrollo de los estados griego y latino también apelaban a sistemas religiosos revelados para su justificación racional. Sin embargo, sólo una legitimación de ese tipo es una legitimación sin fisuras. Así, el mundo medieval escapó a la crítica mientras pudo sostener su cosmovisión (y es que la perfección aunque fuese en el ámbito teórico, es difícilmente compatible con la realidad política cotidiana: la teoría del pecado original y el libre albedrío para explicar la maldad del mundo ofrecían ciertas limitaciones inevitables..). Por ello, al final de la Edad Media se impuso el nominalismo (Ockham)  y el voluntarismo (Escoto), y de ellos surgió como reacción el realismo político más crudo: la autolegitimación del poder de Maquiavelo.  

 

Agustín de Hipona (354-430)   

Agustín se siente obligado a dar ánimos: la Iglesia se había hecho una con el Estado y el Estado se hundía, ¿correrán la misma suerte los creyentes? No olvidemos que Roma cae en el 470, y que el año 426 es el la conclusión de la gran obra del obispo de Hipona: La ciudad de Dios. En ella se explica el sentido de la Historia, desde la creación hasta el juicio final. No hay por qué pensar que se acerca el fin del mundo. El Imperio romano no es nada definitivo y último. Las “dos ciudades” subsisten desde los tiempos de Caín y Abel y no se separarán hasta que triunfe la ciudad de Dios al final de los tiempos. Coincide San Agustín con la visión cristiana afirmando la inferioridad del Estado respecto de la Iglesia y así la verá también Tomás de Aquino.

  

Tomás de Aquino (1225-1274)

Tomás de Aquino es quien mejor recoge el espíritu de la filosofía aristotélica en torno al estado y con ello, la concepción greco-romana y su influencia sobre el pensamiento medieval. En Sobre el gobierno de los príncipes, el llamado Doctor de la Iglesia afirma que sólo en el Estado, reflejo de la Iglesia, y gracias al gobierno del rey es posible que los hombres se mantengan unidos en la búsqueda del bien común. Para explicarlo utiliza la metáfora organicista: ”igual que el cuerpo humano es regido por un órgano principal –ya sea el corazón o la cabeza – es necesario que la multitud sea gobernada por alguien que la dirija”.  El Estado, una comunidad que representa los intereses temporales, debe ser guiado por los fines espirituales de la Iglesia. Tomás no acepta la teoría agustinista según la cual la sociedad es consecuencia del pecado, de tal manera que si no hubiera habido pecado original, el hombre no necesitaría del estado ni de la autoridad pública, sino que es aristotélico al considerar que el hombre es naturalmente sociable y que la sociedad es necesaria para mejorar la vida humana. Pero, al contrario que Aristóteles, no pone el fin del hombre en lo terrenal sino en lo sobrenatural. De este modo la Iglesia está por encima del estado y toda ley natural sobre la ley humana.

A finales de la Edad Media, el triunfo del nominalismo y sus concepciones (crítica de las principales nociones de la metafísica escolástica, principio de economía –“la navaja de Ockham”–, un nuevo orden de primacías, entre ellas, la del individuo frente a lo universal, la voluntad sobre el intelecto, la intuición sobre la abstracción, lo experimentable sobre lo teórico, etc., derivan en un enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado, del que este último saldrá victorioso. Es Guillermo de Ockham el que dirige este importante giro conceptual que abocará en el comienzo de la Edad Moderna. Al franciscano le interesaba la separación del poder del Estado, defendiendo su concepción laica frente a la Iglesia. El Papa depende de su Iglesia, carece de poder frente al Estado y no es infalible.

Con este breve apunte queremos hacer notar que el siglo XIV –o toda la Edad Media– no es una época decadente, sino un activo periodo en el que se rompe con la tradición griega para conectar con la modernidad. Los nuevos enfoques surgirán del crisol renacentista: los humanistas Tomás Moro y Erasmo de Rotterdam frente al pragmatismo de Maquiavelo y su Príncipe. 

  

C. EL RENACIMIENTO

Las ideas políticas renacentistas nacen en un mundo en ebullición: con la formación de monarquías nacionales y la expansión de las ideas de la Reforma.

Sigue siendo la monarquía el tipo de gobierno preferido y, más aún, la defensa del absolutismo. Por otro lado, la teoría política se seculariza, pero sin llegar a perder del todo su dependencia de la idea del origen divino del poder. En ese marco de inscriben obras como la Utopía y El Príncipe.  

 

Tomás Moro (1478-1535)

Cuando Moro publica su obra más conocida, Utopía, en 1516, el género no es nuevo, siglos antes, Platón lo había iniciado con su República, pero a partir de esta revitalización del asunto del Estado y su justificación, otros autores aportan nuevas ideas a la discusión y así son publicadas: El Príncipe en 1533, La Ciudad del Sol en 1623 por Campanella o La nueva Atlántida en 1627 por Bacon.

Utopía comienza con la pregunta –vigente hoy– del sentido que tiene la participación del filósofo, del intelectual, en las tareas del gobierno y queda centrada en la exposición de una ciudad ideal, un Estado ideal, igualitario, en el que nadie posee nada en propiedad y donde los magistrados son elegidos por el pueblo. El trabajo es el principio igualitario, pero no un fin en sí mismo, sólo se trabaja seis horas, lo cual permitirá dedicar más tiempo al ocio y a la actividad intelectual. La mujer es considerada igual que el hombre. Las leyes son pocas y efectivas, no están en beneficio de unos pocos, sino de todos. El papel de las instituciones es preponderante. Además, Moro se caracteriza por su antimilitarismo y su pacifismo. Por otra parte, en su Utopía hay libertad de culto, además cualquier  religión puede  ser revisada.

Este panorama no cae en la ingenuidad, a Moro no se le escapa que la perfección humana es imposible. Por eso, parecen algunas de sus páginas ocultar cierta ironía.[9] Con todo, no debemos escatimarle la virtud auténtica de su propuesta: la firme creencia en que la felicidad humana viene determinada por unas estructuras sociales que permitan el desarrollo personal. Como dijo Quevedo (1637) de la obra de Moro: “Si los que gobiernan le obedecen y los que obedecen se gobiernan por él, ni a aquellos será carga, ni a éstos cuidado”.  

 

 Maquiavelo (1469-1530)

Con Maquiavelo se rompe el supuesto básico de que la sociabilidad es el fundamento de la sociedad civil, siendo reemplazada por el poder que es el aglutinante real de la sociedad. A Maquiavelo ya no le interesa cuál es el mejor gobierno ni qué es lo legítimo, sino únicamente la técnica política para conservar el poder y mantener el orden. Como se decía en la época, “la fortuna condiciona los acontecimientos” pero es el político quien puede vencerla a base de su “virtud” –sagacidad y capacidad de resolución–. El príncipe “sólo deberá considerar el resultado” y si triunfa “todos los medios serán juzgados como honorables”. Así, Maquiavelo ve la política como un arte de calcular, un juego de decisiones particulares. Francis Bacon dijo de él que debíamos agradecerle, al menos “el que diga decididamente y sin disimulo lo que los hombres acostumbran a hacer, no lo que deben hacer”. Cosa de la que él era consciente cuando en los Discorsi escribe: “y verdaderamente si la virtud que entonces reinaba y el vicio que ahora reina no fueran más claros que el sol, andaría al hablar más comedido, temiendo incurrir en el engaño de que yo acuso a algunos. Pero siendo la cosa tan manifiesta que todo el mundo la ve, tendré el valor de decir abiertamente lo que yo veo de aquellos y de estos tiempos, a fin de que los jóvenes puedan evitarlos..”. En efecto, él señala como principio clave de la acción política la clara conciencia de la naturaleza humana y su maldad. Así, un tratado de política que quiera ser riguroso deberá ser “realista”, esto es, partir de lo que las cosas realmente son, han sido y serán siempre y no de lo que deberían ser, pues la política debe basarse en lo que la naturaleza humana es inevitablemente  maldad, volubilidad, ingratitud, ambición, envidia. La política como el reino de las apariencias.

Con todo, la obra de Maquiavelo –como   ya ocurriera con la de Marsilio de Padua– representa la exigencia de la rigurosa y definitiva separación del Estado y de la Iglesia a la cual se niega toda soberanía temporal, para cedérsela al Estado. Así, el Estado es desvinculado, por una parte, de su fundamento divino y es definitivamente instalado en la temporalidad y en la historia.   

 

D. EL BARROCO RACIONALISTA

 

Hobbes (1588-1679)

Thomas Hobbes aborda el problema del Estado convencido de que era él el primero que lo trataba científicamente, (ni Maquiavelo, ni Moro habían he­cho verdadera filosofía civil), empleando su método de composición genética. Imbuido de modernidad racionalista y siguiendo los pasos de Galileo, Harvey o Descartes, es de los que piensa que el método hace a la ciencia. Según el suyo, puede explicarse cómo se genera algo a partir de sus componentes. En filosofía política afirma que el Estado es algo creado por el hombre, “artificial”, una máquina. Es cierto que es Hobbes el que abre la vía contractualista al insistir en el carácter pactado de la sociedad, del convenio nacen Justicia y Legalidad, inexistentes en el estado natural.

Así, escribe en la “Introducción" a su célebre y discutido Leviatán: “Mediante el Arte se crea ese gran Leviatán que se llama república o Estado, y que no es sino un hombre artificial, aunque de estatura y fuerza superiores a las del natural, para cuya defensa y protección fue pensado. Allí la soberanía es un alma artificial que da fuerza y movimiento al cuerpo entero; los magistrados, y otros funcionarios de la judicatura y ejecución, son las articulaciones...

Es preciso tratar de hacer una “descomposición” racional de la sociedad inglesa de su tiempo, descompuesta por el caos, para “recomponer” después una sociedad en orden. No olvidemos que sus obras más polémicas y de mayor altura intelectual son De Cive, publicada en 1642, el año del inicio de la revolución puritana, y Leviatán, ya mencionada y que se publicó en 1651, concluida la guerra civil (1649-1648), y durante el mandato de la República (1649-1660). De este modo, el pensamiento político de Hobbes se presenta como una alternativa filosófica a la revolución inglesa: se hace necesaria la defensa de una autoridad absoluta, de la que emana la ley, que por ser necesariamente justa, nadie pueda estar, en conciencia, obligado a desobedecer. Hobbes sigue llamando a las leyes, “leyes de la naturaleza”, pero la garantía de su cumplimiento es exterior al pacto, reside en el soberano, depositario único de la coercitividad  efectiva.

El subtítulo del Leviatán indica las tres partes a considerar en el Estado: la materia o los hombres, la forma o el contrato social, y el poder o el soberano absoluto. (Siguiendo su método, Hobbes primero estudiará los componentes de la sociedad -momento analítico de “descomposición”- y después la sociedad recompuesta en el Estado -momento resolutivo de “composición”).

El Estado de Naturaleza: se trata de una situación hipotética (no creía que se hubiera dado de un modo generalizado) en la que no existiera ni Estado, ni autoridad común. En ella:

1)     todos los hombres son iguales, y no tienen necesidad de estar juntos -Hobbes defiende el igualitarismo y la no-sociabilidad del hombre- ;

2)      todos gozan del mismo derecho natural, según el cual “todo hombre tiene derecho a todo, sin limitación alguna de usar su propio poder, como se quiera, para preservar la propia naturaleza”;

3)     movidos por la competición, la desconfianza y la gloria viven en permanente situación de guerra de todos contra todos;

4)     en consecuencia, no hay ni seguridad, ni industria, ni cultivo de los campos (situación pre-cultural) y

5)     no existe aún “injusticia”, ya que no hay ley.

De las causas, generación y definición de un Estado

(Fragmentos)  

La causa final, propósito o designio que hacen que los hombres los cuales aman por naturaleza la libertad y el dominio sobre los demás se impongan a sí mismos esas restricciones de las que vemos están rodeados los que viven en Estados, es el  procurar su propia conservación y, consecuentemente, una vida más grata. Es decir, que lo que pretenden es salir de esa insufrible situación de guerra que es el necesario resultado de las pasiones naturales de los hombres cuando no hay un poder visible que los mantenga atemorizados y que, con la amenaza del castigo, los obligue a cumplir sus convenios y a observar las leyes de la naturaleza.

Porque las leyes de la naturaleza, como la justicia, la equidad, la modestia, la misericordia y, en suma, el hacer con los demás lo que quisiéramos que se hiciese con nosotros, son en sí mismas, y cuando no hay terror a algún poder que obligue a observarlas, contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inclinan a la parcialidad, al orgullo, a la venganza, y demás. Y los convenios, cuando no hay temor a la espada, son sólo palabras que no tienen fuerza suficiente para dar a un hombre la menor seguridad. Por lo tanto, aun contando con las leyes de naturaleza que cada uno observa cuando tiene voluntad de observarlas y cuando puede hacerlo sin riesgo,  si  no hay  un poder  instituido,  o  ese poder no es suficientemente fuerte para garantizar nuestra seguridad, cada hombre habrá de depender, y podrá hacerlo legítimamente, de su propia fuerza e ingenio para protegerse de los otros hombres. En todos los lugares en que los hombres han vivido bajo un sistema de pequeños grupos familiares, el robo y el expolio mutuos han sido su comercio; y lejos de considerar esta práctica como algo contrario a la ley de la naturaleza, cuanto mayor era la ganancia obtenida de su pillaje, mayor era su honor. Entonces, los hombres no observaban otras leyes naturales que no fueran las leyes del honor, es decir, abstenerse de la crueldad. dejando que los hombres conservaran sus vidas y los instrumentos de trabajo...

El único modo de erigir un poder común que pueda defenderlos de la invasión de extraños y de las injurias entre ellos mismos, dándoles seguridad que les permita alimentarse con el fruto de su trabajo y con los productos de la tierra y llevar así una vida satisfecha, es el de conferir todo su poder y toda su fuerza individuales a un solo hombre o a una asamblea de hombres que, mediante una pluralidad de votos, puedan reducir las voluntades de los súbditos a una sola voluntad. O, lo que es lo mismo, nombrar a un solo individuo, o a una asamblea de individuos, que representen a todos, y responsabilizarse cada uno como autor de todo aquello que haga o promueva quien ostente esa representación en asuntos que afecten la paz y la seguridad comunes; y, consecuentemente, someter sus voluntades a la voluntad de ese representante, y sus juicios respectivos, a su juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una verdadera unidad de todos en una y la misma persona, unidad a la que se llega mediante un acuerdo de cada hombre con cada hombre, como si cada uno estuviera diciendo al otro: Autorizo y concedo el derecho de gobernarme a mí mismo, dando esa autoridad a este hombre o a esta asamblea de hombres, con la condición de que tú también le concedas tu propio derecho de igual manera, y les des esa autoridad en todas sus acciones. Una vez hecho esto, una multitud así unida en una persona es lo que llamamos ESTADO, en latín CIVITAS. De este modo se genera ese gran LEVIATÁN, o mejor, para hablar con mayor reverencia, ese dios mortal a quien debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y seguridad. Pues es gracias a esta autoridad que les es dada por cada hombre que forma parte del Estado, como llega a poseer y a ejercer tanto poder y tanta fuerza; y por el miedo que ese poder y esa fuerza producen, puede hacer que las voluntades de todos se dirijan a logra la paz interna y la ayuda mutua contra los enemigos de fuera. Y es en él en quien radica la esencia del Estado, al que podemos definir así: una persona de cuyos actos, por mutuo acuerdo entre la multitud, cada componente de ésta se hace responsable, a fin de que dicha persona pueda utilizar los medios y la fuerza particular de cada uno como mejor le parezca, para lograr la paz y la seguridad de todos.

Esta persona del Estado está encarnada en lo que se llama el SOBERANO, de quien se dice que posee un poder soberano; y cada uno de los demás es su SÚBDITO.

Ese poder soberano puede alcanzarse de dos maneras: una, por fuerza natural, como cuando un hombre hace que sus hijos se sometan a su gobierno, pudiendo destruirlos si rehúsan hacerlo, o sometiendo a sus enemigos por la fuerza de las armas, y obligándolos a que acaten su voluntad, concediéndoles la vida con esa condición. La otra es cuando  los  hombres  acuerdan entre  ellos mismos someterse voluntariamente a algún hombre o a una asamblea de hombres, confiando en que serán protegidos por ellos frente a todos los demás. A esta segunda modalidad puede dársele el nombre de Estado político, o Estado por institución; y a la primera, el de Estado por adquisición.

  HOBBES:  Leviatán.  La materia,  forma  y poder  de un Estado eclesiástico y civil, capitulo XVII.

 

Luego, en su estado natural, el hombre es un “lobo para el hombre” (‘homo homini lupus’) o lo que es lo mismo, si el poder está repartido por igual, sobreviven el caos y la guerra. Con el fin de evitarlo, se ha de construir la sociedad, y con ella, permitir a los individuos que subsistan sin temor y con seguridad, aunque ello suponga que cada uno ceda una parte de lo que apetece. Esto es posible gracias a la razón y a su dictado, las “leyes de la naturaleza”. Según la primera, el hombre “debe buscar la paz y seguirla”, por la segunda, “renunciar al derecho natural y a la libertad en favor de la paz”, por la tercera, “respetar los pactos establecidos”, etc. Así hasta 19 leyes.

Esto, en Hobbes, quiere decir que los hombres no pueden alcanzar el derecho a nada si no se desprenden de la libertad de perjudicar a otros. Así, el primer paso que deben dar es el de renunciar. Pero ello no basta: hay que dar otro paso,  el de “transferir” los derechos propios. Y cuando se produce una transferencia de derechos, se materializa un “contrato”. De este modo, la sociedad se funda en un CONTRATO SOCIAL: un acuerdo mutuo de no aniquilarse mutuamente. Este contrato no puede seguir si no es garantizado por un poder externo, un soberano, un hombre o una asamblea de hombres, que concentre todo el poder y pueda reducir todas las voluntades a una sola. Ahora bien, las asambleas, lejos de asegurar la paz, la perturban por cuanto en su seno siguen manifestándose los intereses particulares. Por ello, sólo la monarquía absoluta -o el poder encarnado en una persona- hace viable el contrato social. El poder no puede estar dividido. Hobbes se adhiere resueltamente al autoritarismo unipersonal y “estatal”. Pero este poder no tiene nada que ver ni con la divinidad (origen o derecho divino del poder) ni con la arbitrariedad. El regente no lo es ni por gracia, ni por fuerza sino porque representa los derechos individuales transferidos voluntariamente. El regente debe tener, sin duda, un poder absoluto pero no para imponer su voluntad personal, sino para hacer respetar el contrato social. El soberano es la personificación ejecutiva -no simbólica- del derecho natural de los hombres a su “autopreservación”. Así, desde el contrato social nace el Estado. En palabras de Hobbes: “Es una verdadera unidad de todos los hombres en una e idéntica persona, hecha por pacto de cada hombre con cada hombre, como si todo hombre debiera decir a todo hombre: “Autorizo y abandono el derecho a gobernarme a mí mismo a este hombre, o a esta Asamblea, con la condición de que tú abandones tu derecho...” Hecho esto, la multitud así unida en una persona se llama ‘República’, en latín ‘Civitas’. Esta es la generación de ese gran Leviatán..., de ese Dios Mortal, a quien debemos nuestra paz y nuestra defensa” (Leviatán II, 17).   

Como Maquiavelo, si el desafortunado Hobbes lo que quiso fue agradar a su rey (Carlos II de Francia) con su defensa del Absolutismo, no lo consiguió, pues algunos pensaban que más bien abogaba por la dictadura personal del puritano inglés Oliverio Cromwell. (A ningún rey le hubiera gustado que le pusieran en duda el origen divino de su poder). Sin embargo, lo cierto es que el politólogo racionalista pretende justificar la monarquía absoluta y negar la conveniencia del reparto de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial). En su concepción del pacto éste se realiza exclusivamente entre los súbditos -ya no ciudadanos- y no entre éstos y el soberano, lo que supone una cesión irrevocable de derechos: en ningún caso podría acusarse al rey de haber roto pacto alguno, ni retirársele el poder.

Con todo, no podemos negar el valor de la teoría hobbesiana, cristaliza el nominalismo inglés del XIV (si sólo hay individuos y no universales, no puede hablarse de la naturaleza social del hombre), y desde ella, el origen de la sociedad sólo puede buscarse en el acuerdo hecho, pactado, entre los hombres individuales. El Estado es, a partir de ahora, posterior a los individuos que lo construyen; por tanto no hay más realidad que la de los hombres particulares, el Estado se considera mera abstracción, cuya meta es la protección de la libertad y/o seguridad - dependiendo de los autores - de los individuos.

 

Spinoza (1632-1677)

La percepción personal que tuvieran los ciudadanos europeos que vivieron durante el siglo XVII no tuvo que ser, precisamente, ni tranquila ni feliz. El perseguido, por motivos ideológicos y religiosos, Baruch de Spinoza le confiesa por carta a su amigo Oldenburg que el panorama no le mueve a risa, sino a “la filosofía con tal de observar mejor la naturaleza humana”. Como ocurriera con Platón, la reocupación política es el origen del filosofar. Son sus principales tratados: el Teológico-político y el Etica “more” geométrico.

El Tratado teológico-político apareció en Holanda en 1670. Su subtítulo rezaba como una auténtica declaración a favor de la salvaguarda de la religión y del Estado. Sin embargo, los receptores –calvinistas holandeses– creyeron ver en él un peligro para ambos, y no pararon hasta ver prohibida la obra en 1674. Gracias a Boyle esta imagen pervivió durante todo el XVIII (y aún hoy): “el libro es detestable y pernicioso, fruto del más celebrado ateísmo etc.”

Durante el XVII, también la política holandesa, proverbialmente liberal, estaba condicionada por las disidencias religiosas. Éste fue, quizás, el motivo por el que muchos intelectuales llegaron a convencerse de que era indispensable que el poder civil controlara al eclesiástico y que fuera la razón, la única intérprete válida de la Biblia.[10] Éste es el clima en que Spinoza decide escribir su obra. Los motivos: sentirse personalmente acusado de ateo –por los judíos, por los católicos españoles y por los calvinistas holandeses– y sintonizar con quienes veían en peligro la libertad a causa de la intolerancia de los calvinistas.

Desde las primeras líneas asocia religión y política, o mejor, falsa religión y falsa política, a las que da el nombre de superstición y monarquía. “El miedo hace a los hombres supersticiosos. Desde antiguo, los reyes han favorecido ese sentimiento, creándose una aureola de divinidad para dominar mejor a la masa. Lejos de practicar la caridad, se dejan arrastrar por la avaricia y la ambición. Apoyan sus ideas en la Escritura y persiguen como herejes a los que no las comparten. No sólo discuten la autoridad civil, sino que intentan arrebatarla” (Prefacio al Tratado Teológico-político).

La actitud a tomar no le ofrece la menor duda: defender la libertad frente a la intolerancia. Lo hace en las dos partes del tratado: 1) señalando los principales  prejuicios sobre la religión y, 2) los prejuicios también acerca del derecho de las supremas potestades. Cuatro años después, en 1679, muere Spinoza en el olvido. Tendrán que pasar diez años para que aparezca la edición inglesa y hasta 1878 (!) –dos siglos después– no llega a España.

Analizar la obra en profundidad cae fuera de este artículo, de modo que nos limitaremos a señalar sus principales, y más originales, fundamentos.

La sociedad y el estado son necesarios. La religión –cristianismo, judaísmo– es un hecho histórico y debe ser analizado en sus fuentes primitivas, los textos del Antiguo Testamento. Ello le lleva a elaborar un método general de hermenéutica bíblica propio. La intención es científica. Hay que saber qué queremos decir con profecía, ley, milagro, Dios, hombres, salvación, etc. Sólo después podremos emitir un juicio sobre estos conceptos.

El Dios de la Biblia es un Dios antropomórfico. La religión del Antiguo Testamento ha sido construida al servicio de una política nacionalista, legalista y centrada en la obediencia. El Nuevo Testamento centrado originalmente en el amor y la justicia se ha desvirtuado en la Historia. El afán por la especulación ha originado las sectas, el afán de mando ha convertido a la Iglesia en un Estado cristiano que se enfrenta al Estado. Con Spinoza los judíos son enfrentados a su xenofobia y los cristianos con su desmesurada ambición. Su método es precursor de las historias de la humanidad al estilo Herder o Hegel. Sus inspiradores, Maimónides, y Hobbes. Su mayor mérito, el haber construido un método general válido con el que obtener resultados todavía hoy aceptables. n

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

·        ARISTÓTELES (1997): Política. Edt. Alianza. Madrid.

·        BENGTSON, H. (1986): Historia de Grecia. Edt. Gredos. Madrid.

·        FERRATER MORA, J. (1971): Diccionario de Filosofía. Edt. Ariel. Barcelona.

·        GRUBE, G. (1973): La evolución de la teoría de las ideas. Edt. Gredos. Madrid.

·        HOBBES, T. (1989): Leviatán. Edt. Alianza. Madrid.

·        JÄGER, W. (1981): Paideia. Edt. FCE. México.

·        MAQUIAVELO, N. (1981): El Príncipe. Edt. Alianza. Madrid.

·        MAQUIAVELO, N. (1996): Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Edt. Alianza. Madrid.

·        MARTINEZ MARZOA, F. (1994): Historia de la Filosofía. Edt. Istmo. Madrid.

·        MORO, T. (1985): Utopía. Edt. Orbis. Barcelona.

·        PLATÓN (1997): Diálogos. Edt. Alianza. Madrid.

·        PLATÓN (1997): La República. Edt. Alianza. Madrid.

·        POPPER, K. (1967): La sociedad abierta y sus enemigos. Edt. Paidós. Buenos Aires.

·        RODRIGUEZ ADRADOS, F. (1975): La democracia ateniense. Edt. Alianza. Madrid.

·        RUBIO CARRACEDO, J. (1999): Paradigmas de la Política. Del Estado justo al Estado legítimo (Platón, Marx, Rawls, Nozick). Edt. Anthropos. Barcelona.

·        SPINOZA, B. (1980): Etica. Edt. Alianza. Madrid.

·        SPINOZA, B. (1986): Tratado teológico-político. Edt. Alianza. Madrid.

·        TEJEDOR, C. (1994): Historia de la Filosofía en su marco cultural. Edt. S.M. Madrid.

 

Fragmento de Historias de Almanaque

 

“Si los tiburones fueran hombres -preguntó al señor K. la hija pequeña de su patrona-,  ¿se portarían mejor con los pececitos?

- Claro que sí –respondió  el señor K.– . Si los tiburones fueran hombres, harían construir en el mar cajas  enormes para los pececitos, con toda clase de alimentos en su interior, tanto plantas como materias animales. Se preocuparían de que las cajas tuviesen siempre agua fresca y adoptarían todo tipo de medidas sanitarias. Si, por ejemplo, un pececito se lastimase una aleta, enseguida se la vendarían de modo que el pececito no se les muriera prematuramente a los tiburones. Para que los pececitos no se pusieran tristes, habría de cuando en cuando grandes fiestas acuáticas, pues los pececitos alegres tienen mejor sabor que los tristes. También habría escuelas en el interior de las cajas. En esas escuelas se enseñaría a los pececitos a entrar en las fauces de los tiburones. Pues necesitarían tener nociones de geografía para mejor localizar a los grandes tiburones que andan por ahí holgazaneando. Lo principal sería, naturalmente, la formación moral de los pececitos. Se les enseñaría que no hay nada más grande ni más hermoso para un pececito que sacrificarse con alegría; también se les enseñaría a tener fe en los tiburones, y a creerles cuando les dijesen que ellos ya se ocupan de forjarles un hermoso porvenir. Se les daría a entender que ese porvenir, que se les auguraba, sólo estaría asegurado si aprendían a obedecer. Los pececillos deberían guardarse bien de las bajas pasiones, así como de cualquier inclinación materialista, egoísta o marxista. Si algún pececillo mostrase semejantes tendencias, sus compañeros deberían comunicarlo inmediatamente a los tiburones.

Si los tiburones fueran hombres, se harían naturalmente la guerra entre sí para conquistar cajas y pececillos ajenos. Además, cada tiburón obligaría a sus propios pececillos a combatir en esas guerras. Cada tiburón enseñaría a sus pececillos que entre ellos y los pececillos de otros tiburones existe una enorme diferencia. Si bien todos los pececillos son mudos –proclamarían-, lo cierto es que callan en idiomas muy distintos y por eso logran entenderse. A cada pececillo que matase en una guerra a algunos pececillos enemigos de ésos que callan en otros idiomas, se le concedería una medalla y se le otorgaría además el título de héroe. Si los tiburones fueran hombres, tendrían también su arte. Habría hermosos cuadros en los que se representarían los dientes de los tiburones en colores maravillosos, y sus fauces como puros jardines de recreo en los que da gusto retozar.

Los teatros del fondo del mar mostrarían a heroicos pececillos entrando entusiasmados en las fauces de los tiburones y la música sería tan bella que a sus sones arrullados por los pensamientos más deliciosos, como en un ensueño, los pececillos se precipitarían en tropel, precedidos por la banda, dentro de esas fauces. Habría, así mismo, una religión, si los tiburones fueran hombres. Esa religión enseñaría que la verdadera vida comienza para los pececitos en el estómago de los tiburones. Además, si los tiburones fueran hombres, los pececillos dejarían de ser todos iguales corno lo son ahora. Algunos ocuparían ciertos cargos, lo que los colocaría por encima de los demás. A aquellos pececillos que fueran un poco más grandes se les permitiría incluso tragarse a los más pequeños. Los tiburones verían esta práctica con agrado, pues les proporcionaría mayores bocados. Los pececillos más gordos, que serían los que ocupasen ciertos puestos, se encargarían de mantener el orden entre los demás pececillos, y se harían maestros y oficiales, ingenieros en la construcción de cajas, etc. En una palabra: habría por fin en el mar una cultura si los tiburones fueran hombres.”

 

(B. Brecht, Historias de almanaque. Madrid. Alianza, 1979. pp. 133 ss.)

 

 

NOTAS

[1] Véase Anexo I.

[2] Según Habermas: “El Estado surge para impedir la desintegración social.... para mantener la identidad de la sociedad, normativamente determinada. De ahí procede su legitimación”.

[3] “Justicia sería no violar ninguna ley del Estado  del cual uno es ciudadano. El hombre, por lo tanto, podría servirse de la justicia con gran ventaja, si delante de testigos, tuviese en cuenta las leyes, y cuando no hay testigos, los preceptos naturales. Pues mientras que los de la ley son artificiales, los de la naturaleza son necesarios. Los de la ley convencionales y no naturales; los de la naturaleza naturales y no convencionales. Violando, por lo tanto, las leyes, hasta tanto no se deje descubrir por los que las han convenido, puede uno pasar sin vergüenza ni penas; pero si se deja descubrir; no. En cambio, si uno violenta más allá de lo posible una norma verdaderamente natural, aunque se oculte a todos los hombres, no por ello el mal será menor; y  aunque todos le vean, no será mayor, pues el hombre no es dañado por la apariencia, sino por la realidad”. (Antifonte, s. V a.C.)

[4] En este sentido véase un mejor desarrollo en Rubio Carracedo (1999)

[5] Platón, Obras completas. Ed. Aguilar.

[6] Herodoto, Faleas de Calcedón, Hipódamo de Mileto, autores jonios de los primeros tratados normativo-constructivos acerca del Estado.

[7] Popper mal entendió este pasaje y afirmó el carácter hereditario de las castas en La sociedad abierta y sus enemigos.

[8] «Ahora bien: puesto que "constitución” significa  lo mismo que “gobierno" y el gobierno es el supremo poder del Estado, y éste debe constar o bien de un solo gobernante, o de unos pocos o de la masa de los ciudadanos, en los casos en que el gobernante, los pocos que gobiernen o los muchos lo hagan con la mira puesta en los intereses comunes, estas constituciones deben necesariamente ser justas, mientras que aquellas que orienten su administración con la mira pues­ta en el interés privado de uno, de pocos o de muchos son desviaciones. Porque, o bien no hemos de decir que aquellos que son parte del Estado sean ciudada­nos, o bien los que son parte del Estado deben participar de las ventajas de la comunidad».

»Nuestra manera habitual de designar el gobierno de uno solo que tiende al bien común es "realeza o monarquía"; para el gobierno formado por más de uno, aunque solamente sean unos pocos, usamos el nombre de "aristocracia", sea porque los que gobiernan sean los mejores, sea porque ellos gobiernen con la mira puesta en lo que es mejor para su Estado y para sus miembros, mientras que, cuando es la multitud la que gobierna el Estado con la mira puesta en el bien común, se denomina con un nombre común a todas las formas de gobier­no, el de "gobierno constitucional". (...) Las desviaciones de las constituciones mencionadas son: la tiranía que corresponde a la monarquía; la oligarquía, que corresponde a la aristocracia, y la democracia, que corresponde al gobierno constitucional; la tiranía, en efecto, es una monarquía que gobierna en favor del monarca; la oligarquía, un gobierno que mira a los intereses de los ricos; la democracia, un gobierno orientado a los intereses de los pobres; y ninguna de estas formas gobierna con la mira puesta en el provecho de la comunidad» (Política, Libro I)

 [9] En ese mismo sentido el Gargantua y Pantagruel de Rabelais, donde se hace una particular descripción de otra utopía de sesgo político.

[10] En esta línea, las ideas de Hobbes recibieron buena acogida. Así el De Cive, publicado en París en 1642, llegó a Holanda en 1647 y el Leviatán, publicado en Londres en 1651, fue traducido al holandés en 1667.

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