TEORÍA Y CRÍTICA DEL PENSAMIENTO LATINOAMERICANO

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Arturo Andrés Roig

© Arturo Andrés Roig. Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano Edición a cargo de Marisa Muñoz, con la colaboración de Pablo E. Boggia, Enero 2004. La presente edición digital, actualizada por el autor, se basa en la primera edición del libro (México: Fondo de Cultura Económica, 1981) y fue autorizada por el autor para Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez. Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes

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XIV
LA "CONCIENCIA AMERICANA " Y SU "EXPERIENCIA DE RUPTURA "

El problema de la imposibilidad de ejercer con plenitud el a priori antropológico por parte de determinados grupos sociales que sufren formas de dominación tanto internas como externas, como asimismo el de su uso ilegítimo, se encuentra relacionado con una conciencia caracterizable fundamentalmente por un estado emocional que ha sido calificado como sentimiento de "frustración", "decepción", "destierro", "desarraigo", "exilio", "expatriación", "inferioridad", etc. Todos estos sentimientos que tendrían su origen en lo que podríamos denominar una "experiencia de ruptura", determinarían ciertas actitudes asimismo propias de su conducta y llegarían a constituir su propio ser.

Desde el punto de vista de un cierto tipo de ensayo sobre la realidad de nuestro hombre, la temática señalada se conecta directamente con el permanente esfuerzo por encontrar nuestra propia identidad cultural y, en relación con ello, nuestra especificidad frente a otros pueblos, en este caso, mediante la determinación de una forma de originalidad negativa. La "experiencia de ruptura" implica necesariamente el hecho mismo ruptural que la origina. Dentro del tipo de discurso que hemos mencionado, esa implicación ha llevado a la búsqueda de las causas que serían la raíz de aquella especificidad, si bien en otros casos se la ha desconocido, quedándose en el puro nivel de la conciencia, invirtiendo la relación entre conciencia y realidad social, a partir del presupuesto de la prioridad de la primera sobre la segunda.

Frente a toda esta densa problemática es necesario tener en cuenta, como primera dificultad, que la "experiencia de ruptura" es un fenómeno universal, que puede, por eso mismo, ser comprobado, en mayor o menor grado y no ciertamente en un mismo sentido, en las diversas sociedades, cualquiera sea la cultura y la época. Las funciones que hemos denominado de "integración" y de "ruptura", al hablar del problema del concepto, son los modos como se organiza cualquier tipo de discurso que exprese una determina realidad social y su ejercicio está suponiendo la existencia de formas integrativas y rupturales dadas en la facticidad misma en relación con las demandas de los diversos grupos que integran una sociedad dada.

La segunda dificultad ya la hemos anticipado y surge de la total imprecisión y vaguedad de conceptos tales como los de "hombre americano", "hombre europeo", etc., a los que se les atribuye formas diferenciables de conciencia y que son tan indefinidos como lo fue, a principios de siglo, el uso generalizado de nociones tales como las de "raza latina", "raza española", etc.

Otras dificultades se originan del tipo de análisis que se ha generalizado, que no se ha desprendido de presupuestos que derivan de la "psicología de los pueblos", saber social imperante entre nosotros a principios de siglo y vigente aún en muchos aspectos. A ello se ha agregado, a partir de mediados de la presente centuria una versión de aquella "psicología", organizada sobre categorías "ontológicas" de la conciencia. La primera línea ha conducido a diferenciaciones entre la "mentalidad latina" y la "mentalidad sajona", en el intento de encontrar especificidades entre una cultura hispanoamericana y una cultura de la América sajona, que mantienen el presupuesto de que los fenómenos culturales se resuelven en problemas de "mentalidad"; la otra, más reciente, colocándose en un plano que pretende ser más profundo ha tratado de encontrar distinciones, no ya "originales", sino "originarias", en determinados "temples de conciencia" de carácter ontológico. Sobre ellos se ha pretendido establecer lo que diferencia al "hombre occidental", europeo o norteamericano, de nuestro "hombre", en particular respecto al modo como este último se inserta en una "historia mundial", En esta segunda tendencia, la desocialización y deshistorización de la problemática ha alcanzado su expresión más extrema.

Como consecuencia directa de una sistemática elusión de la raíz social de la experiencia de ruptura, surge otra dificultad que deriva de la extrapolación de determinadas formas de conciencia, propias de ciertos individuos integrantes de grupos sociales de élite y su generalización, ya sea al "hombre americano", ya al hombre de determinadas nacionalidades, dentro de las llamadas psicologías y ontologías del "ser nacional".

Por último, debemos señalar como otra dificultad para el análisis de los numerosos ensayos que estamos comentando, la que deriva de su naturaleza ideológica, que ha conducido a plantear el problema de los términos entre los cuales se juega toda ruptura, en un nivel discursivo y no en el nivel real de los mismos. Con esto no se han apartado de los clásicos extremos del pensamiento antiamericanista, tales como los de "naturaleza-historia", "barbarie-civilización", "continente en bruto-continente del espíritu" y tantos otros equivalentes, que han servido y sirven para ocultar las relaciones entre dominadores y dominados, dentro de las formulaciones típicas del discurso opresor .

Frente a todas estas dificultades es necesario determinar claramente los puntos de partida de esta difusa problemática. En primer lugar, es comprobable una experiencia de ruptura, si bien queda por demostrarse su grado de generalidad y su pretendida especificidad y modalidades. Se hace necesario, por lo demás, retrotraer el problema al hecho mismo de la ruptura, en cuanto que los fenómenos de conciencia son posteriores a la realidad social, aun cuando la conciencia posea un papel determinante que no se puede desconocer. Por otra parte, no siempre la experiencia de ruptura ha alcanzado a ser expresada a nivel discursivo y, cuando lo ha sido, ha salido de grupos sociales muy específicamente determinables que han partido del presupuesto de la "universalidad" de su propia experiencia. Por lo demás, los términos entre los cuales se daría la ruptura y que se denuncian en ese nivel, no suelen ser los términos reales del hecho de ruptura, lo cual exige una decodificación llevada a cabo con herramientas conceptuales adecuadas, que debe partir de las formas espontáneas de decodificación, naturales dentro de toda praxis social. De lo dicho se desprende que la experiencia de ruptura no es un fenómeno de carácter unívoco, y que se hace imprescindible reconocer modalidades según sean los sujetos en los cuales se manifiesta.

Y por sobre todo, es necesario distinguir entre una “conciencia de ruptura inocente", propia de quien padece situaciones rupturales, y una "conciencia culposa" que vive esas mismas situaciones pero como sujeto que tiene responsabilidad en el proceso. Las elaboraciones teóricas sobre la experiencia de ruptura han salido, por lo general, de manos de este último sujeto, que en el intento de justificar su propia situación de conciencia ha recurrido a temas como el del "pecado original". La raíz de la experiencia de ruptura que vive este tipo humano, integrante de ciertas élites cultas latinoamericanas, se encuentra en una cierta imposibilidad de ejercer plenamente una autoafirmación de naturaleza ilegítima. Se trata de una conciencia afectada por un sentimiento de frustración, de decepción o de desencuentro, que puede llegar a ser de destierro dentro de su propia patria, que deriva del debilitamiento o de la quiebra de las relaciones de dominación vigentes, como consecuencia de la presencia de un poder emergente social que las ha hecho entrar en crisis o que constituye simplemente una amenaza para las mismas. Por lo demás, y esto tal vez permitiría señalar una cierta especificidad americana del hecho, esa conciencia culposa se juega dentro de sociedades dependientes y es una manifestación propia de ideólogos que pertenecen a una burguesía intermediaria entre las relaciones de poder internas y las externas del capitalismo mundial. Este hecho agudiza la oposición entre el modelo y el antimodelo, esquema sobre el cual se organiza su discurso, al hacer que el primero sea entendido como externo, -la "Civilización", el "Continente del Espíritu" o la "Europa esencial"- y el otro interno, a saber todas las formas de la "barbarie" americana. La identificación con ese modelo externo refuerza, en el ideólogo nativo, su sentimiento de expatriación.

Frente a este tipo humano hay otro, como decíamos, que simplemente padece formas rupturales, y en él es posible hablar de una "conciencia inocente de ruptura", en la medida y grado que no es responsable de aquéllas. Se trata, en unos casos, de la quiebra del "legado" sobre el que un determinado grupo social ha establecido sus formas de cohesión y justificación históricas, ya sea como pueblo, o, simplemente, como masas desplazadas dentro de la larga historia de la formación del proletariado latinoamericano. Así, el hecho de la destrucción violenta de las culturas indígenas, por obra del invasor europeo, creó una conciencia de ruptura en determinadas etnias, aún vigente en nuestros días. Del mismo modo, la pérdida del medio cultural originario, creó una forma de conciencia parecida en el inmigrante, desplazado como excedente de la población campesina y proletaria industrial europea desde fines del siglo XIX. En otros casos, la conciencia de ruptura se habrá de generar, no ya en relación con los "legados" perdidos, sino como efecto de la sustracción del producto del trabajo dentro del sistema de explotación que ha conducido a una quiebra de la relación entre el ser y la tenencia. En todos los casos, se trata, como es fácil pensarlo, de un sujeto que se encuentra imposibilitado de ejercer una autoafirmación de sí mismo como valioso y de entenderse como una natura naturans, es decir, como actor de su hacerse y su gestarse.

Por todo lo dicho, resulta evidente que no es fácil generalizar sobre temas como éste que estamos tratando. El fenómeno de la conciencia de ruptura ha de ser considerado en su desarrollo histórico-social y su determinación exigiría una investigación concreta y particularizada, en relación con las distintas etapas de organización y constitución de las sociedades latinoamericanas. A pesar de esto, podríamos aventurar la hipótesis, ya anticipada, de que habría una forma particular de conciencia y de ruptura, cuya especificidad, tanto para las formas de conciencia “inocente" como "culposa", derivaría de la situación general de dependencia que ha caracterizado el ingreso de América Latina dentro de la historia mundial. Sea como fuere y con la cautela que este tipo de problemas exige, lo que nos interesa en este caso, es que tanto la conciencia de ruptura en cuanto estado de ánimo interiorizado y generalizado, como los hechos rupturales mismos que serían su causa, se relacionan de modo estrecho con el problema del a priori antropológico, y en particular, con el problema de su legitimidad.

Dijimos, en un comienzo, que la experiencia de ruptura es un hecho universal y que aun aquellos países que ofrecen un desarrollo social y cultural autónomo, no están exentos de fenómenos de conciencia de ese tipo. La afirmación de que Europa posee una integración cultural y social tan elevada como para considerarla como una antítesis de la nuestra, no es ajena a esa permanente idealización y deshistorización de Europa en cuanto continente cultural, que ha favorecido su proyección como modelo. Se olvida la permanente presencia del tema del "populacho" en la literatura política europea, cuestión rastreable claramente desde fines del siglo XVIII en adelante y que fue retomada de modo permanente dentro del discurso político latinoamericano. Ya vimos, al hablar del problema de las funciones del concepto en Hegel, cómo es definido ese tipo social, cuya presencia real supone la existencia de un hombre cuya conciencia no ha sido estudiada debidamente. La Revolución Industrial acentuó y generalizó la oposición de clases sociales al extremo de inspirar en un país como Inglaterra, donde el proceso no mostró las graves alteraciones que se dieron en Francia, las patéticas y realistas descripciones que Marx hace en las páginas de El capital, del obrero textil condenado a un trabajo inhumano, hasta morir. La novela romántica francesa de intención social, con su fraternalismo y su igualitarismo sentimentales, señalaba la presencia de ese tipo humano marginado. A este problema, que puede ser ampliamente rastreado, se suma la cuestión de las nacionalidades y etnias oprimidas, tal el caso de polacos, servios o escoceses que, precisamente en la misma etapa romántica, dieron nacimiento al romanticismo nacionalista y libertario de los países marginales. No puede negarse la existencia de una permanente conciencia de ruptura respecto de sus propias tradiciones culturales, en los catalanes y los vascos, particularmente las fracciones de ellos que pasaron a integrar el Estado español, o la de los bretones y los provenzales en Francia, y así en otros Estados europeos que se presentaron siempre como totalmente integrados. Ignorar la existencia de formas rupturales tanto desde el punto de vista social como cultural lleva, como hemos dicho, a una idealización de la cultura europea y, a la vez, a una incorrecta valoración de esas formas entre nosotros.

Una búsqueda de pistas para el señalamiento de especificidades de nuestras formas de conciencia, que tanto ha interesado en algunos sectores, habrá de tener presente la llamada "teoría de la dependencia" constituida a partir de la década de los 60. Ciertamente que los enfoques investigativos que se lleven adelante a partir de ella deberán hacer previamente su balance crítico, no habrán de estar movidos por el intento de encontrar especificidades u originalidades, las que se habrán de poner a la luz, si las hay realmente, por sí solas. Podría afirmarse, sin embargo, que las mismas existen y que todas ellas derivan del hecho de la dependencia y el tipo de relaciones sociales que genera, situación ruptural constante a lo largo de toda la historia de los países hispanoamericanos. La problemática de "dependencia-independencia", que llevó a hablar de la necesidad de una "segunda independencia" inmediatamente después de lograda la primera, ha sido uno de los motores constantes del pensamiento social latinoamericano. La novedad de la llamada "teoría de la dependencia", radica en que por primera vez en nuestro proceso intelectual, el problema fue centrado sobre lo económico y en clara relación con el desarrollo de los imperialismos. Los planteos anteriores del problema de la dependencia, algunos de los cuales se remontan a finales del siglo XVIII, fueron más bien de carácter político y organizados sobre una moral social que acabaría por generar la difundida psicología de los pueblos del siglo XIX y comienzos del presente. Uno de los resultados más relevantes de las investigaciones socioeconómicas llevadas a cabo por la teoría de la dependencia, ha sido el de dar un golpe definitivo a las explicaciones de los hechos sociales y culturales, entendidos exclusivamente como cuestiones de "mentalidad" y ha conducido a reubicar cualquier investigación de formas de conciencia, al margen del ensayo tradicional.

Como consecuencia de lo dicho, los trabajos sobre esta problemática habrán de tener en cuenta las situaciones diversas que muestran las sociedades latinoamericanas, dentro de las formas de periodización que derivan del hecho de la dependencia. Es necesario tener en cuenta, además, que las etapas del proceso de incorporación a la historia mundial, la conquista, la colonización y la recolonización o neocolonialismo, suponen cambios en las relaciones de producción, como asimismo, en la política de población. Esas etapas, que se extienden, la primera durante los siglos XVI-XVII, la segunda en los siglos XVIII-XIX y la tercera, durante los siglos XIX y XX, no se muestran con los mismos caracteres en todo el Continente. Ello se encuentra en relación directa con la estructura que muestran o han mostrado los diversos estamentos sociales, como también con las diferentes etnias, tanto las indígenas, como las que se han incorporado, provenientes del Continente africano y de la Europa misma en las diversas etapas. En relación con todos estos grandes procesos se debería reconstruir el material documental que no puede reducirse, como se ha hecho casi sin excepción hasta ahora, al testimonio escrito proveniente de las élites cultas latinoamericanas que, por lo general, es expresión de una conciencia culposa, en el sentido que hemos dado a este término, Para ello será necesario recurrir a los aportes contemporáneos de lo que podríamos denominar "teoría de la cotidianidad", que parte del presupuesto metodológico básico de que la vida cotidiana no es una realidad unívoca y que por tanto las formas rupturales de conciencia muestran, aun en una investigación sincrónica que se haga respecto de una sociedad dada, diferencias que han de ser tenidas en cuenta necesariamente si no se desea quedar en un nivel abstracto de análisis.

Sin pretender llevar a cabo el estudio que la problemática de lo que hemos denominado globalmente "conciencia de ruptura" exigiría, pondremos de relieve algunos momentos y situaciones en los que el hecho ha sido claramente manifiesto. El enfrentamiento de las altas culturas mesoamericanas con la cultura hispánica en el momento de violencia y acumulación de legados, produjo una expresión escrita a la que bien podríamos denominar "literatura indígena de ruptura", movimiento intelectual paralelo a la llamada "filosofía de la conquista", de la que nos ha hablado Silvio Zavala, manifestación literaria aquélla que, en nuestros días, ha comenzado a ser descubierta de modo sistemático (Zavala, S., 1947, León-Portilla, M., 1958).

Desaparecidos los últimos sabios de esas altas culturas, quemados los archivos en los que se había acumulado la memoria de sus pueblos, sólo quedó el pueblo bajo, oprimido y explotado, que concluyó en esa mudez que luego los escritores europeos o europeizantes atribuyeron a una escasa o nula humanidad. Se trataba de hombres que habían quedado "sin voz" y que eran, por eso mismo, incapaces de historiarla más allá de la débil tradición oral. De allí esa pasividad e indiferencia del indígena ante los procesos políticos y sociales que ya señalaba Bolívar y que consideraba virtud en cuanto que, gracias a ello, las masas indígenas no interferían en la marcha de los intereses del grupo criollo (Bolívar, S., 1815: 87). La conciencia del indígena, desde aquella primera forma que dio nacimiento a una "literatura de ruptura" en manos de los últimos hombres cultos de las civilizaciones americanas destruidas, hasta la simple conciencia del campesino, rotos los lazos con la tradición de su pueblo y sumergido en la violencia de un presente de dominio, se habría de organizar sobre la base de una experiencia de ruptura, manifestada ahora en el simple nivel de la tenencia, cuyos alcances no iban más allá del puñado de maíz de cada día. Los positivistas nos hablarán, más tarde, de los problemas que acarreaba la situación de ruptura en la que se encontraba el indígena, como asimismo de su rechazo de los diversos modos de integración, hechos que incidían fuertemente en la consecución de una forma nacional. El hecho fue denunciado de modo insistente en todos aquellos países de fuerte base social indígena, tal es el caso del Ecuador, que para Belisario Quevedo aparecía carente de organicidad, escindido en "órdenes superpuestos" (Cfr. Roig, 1977c: 93-94). El indigenismo, dejando de lado su aspecto declamatorio y su trasfondo ideológico, ha tenido su origen, entre otras causas, en la necesidad de superar tanto la ruptura social de hecho, como la conciencia de ruptura de las masas del campesinado de origen americano, pretensión que puede considerársela fracasada toda vez que el modelo de unidad sobre el que se pretendió integrar esa población, no surgió, salvo excepciones, de ella misma. El problema lo vio claramente José Carlos Mariátegui en el Perú.

Según dice Hegel, en un texto que ya hemos recordado de sus Lecciones de filosofía de la historia universal, lo mejor que les podía pasar a los negros era que fueran sometidos y trasplantados. De este modo, merced a los horrores de la cacería humana, al traslado en los buques negreros y, por último, a la subasta y sometimiento al trabajo forzado, ese hombre dejaba un Continente, "cerrado al Espíritu" e ingresaba en otro, América, "abierta al Espíritu", si bien no incorporada aún a la historia mundial. La primera experiencia de ruptura que interioriza el negro, lo es respecto de su propia cultura, que por más "primitiva" que fuera, resultaba ser la suya. La segunda será la consecuencia de la pérdida de toda su memoria social originaria, junto con la de su propio lenguaje, que le llevará a vivir la desnuda ruptura del presente esclavo. La generalización de la práctica del filicidio, como asimismo del suicidio, en las poblaciones esclavas negras, fueron expresión de una experiencia desesperanzada de quiebra, que no encontraba otra salida que la autodestrucción. La incorporación del negro al proyecto de liberación de los grupos criollos durante las guerras contra el poder español tuvo como frutos convertirlo, primero, en carne de cañón y luego, en obrero asalariado, siempre dentro de los estratos más bajos y miserables de las sociedades hispanoamericanas (Fanon, F., 1963; 1966; y Zea, L., 1974).

En esta América, que con orgullo fue llamada en algún momento "crisol de razas", surgió bien pronto un hombre que adquirió una fuerza muy particular. Se constituyó asumiendo en su propia conciencia el sentimiento de orgullo metropolitano del europeo conquistador o del descendiente directo de éste, el criollo, más los sentimientos que provenían de la madre india o negra, dentro de un sistema conflictivo de afirmaciones y de rechazos de dos mundos encontrados de valores (Rosemblat, A., 1954; Morner, M., 1969; Ribeiro, D., 1975). La sociedad colonial, en cuya matriz se gestaron todos estos procesos, se cuidó celosamente de diferenciar no sólo el "blanco" del "mestizo", sino que distinguió, además, grados de mestizaje en relación con las diferentes formas de entrecruzamiento racial, que eran entendidas como formas de degeneración. La población era medida sobre la base de un prototipo, respecto del cual los demás tipos resultaban ser inferiores en diverso grado, tanto por su aspecto físico, su nivel cultural, como por el lugar ocupado dentro del sistema de producción que condecía casi inexorablemente con la ralea. De este modo comenzó abriéndose paso, en aquella primitiva sociedad de castas, un nuevo hombre que acabaría por ser nota predominante en la constitución de las sociedades americanas, particularmente visible en las de base indígena y en las zonas de esclavatura negra. El paso de una sociedad de castas, a una sociedad de clases, introduciría cambios en el papel histórico del mestizo, estableciendo diferencias en lo que se refiere a su ubicación y función social. En aquellos países en los que se generó el mito de la europeización de la población y se eliminó físicamente al indígena, se ocultó la presencia del mestizo, que quedó relegado a las regiones más pobres y alejadas del "progreso", incorporado en los estratos más bajos de la sociedad campesina de las zonas fértiles o arrojado a los suburbios miserables de la ciudades.

A pesar de que el mestizaje no es un fenómeno exclusivamente racial sino, fundamentalmente, un hecho cultural que hace que la "conciencia mestiza" esté presente en grupos humanos no necesariamente "mezclados", el racismo de fines de siglo acentuó el primer aspecto. Los positivistas, entre ellos un Carlos Octavio Bunge, un Alcides Arguedas o un Francisco Bulnes, entre tantos, explicarán el mestizaje como una hibridación, estableciendo una equivalencia entre "razas" humanas y especies animales. Con este recurso ocultarán bajo una pretendida cientificidad, la marginación y la explotación de un hombre en el que se había producido la pérdida de lo "castizo". El seudoconcepto de "raza" y la arbitrariedad con el que fue utilizado, hizo desconocer el aspecto cultural, como asimismo oscureció el saber sociológico de la época con el no menos falso concepto de "lucha de razas". El radicalismo de Yrigoyen en la Argentina, el batllismo en el Uruguay o el varguismo brasileño y, en general, los que podríamos denominar "populismos" del Cono Sur, provocaron la unidad en un mismo frente de lucha del antiguo mestizo o mulato, con el inmigrante de origen europeo, mostrando la falsedad de las distinciones raciales. Lo que unió a esos grupos humanos, alianza política que para la burguesía europeizante de entonces constituyó un escándalo, fue su situación de opresión social y junto con ella la conciencia que la acompaña. No había ninguna diferencia entre el hombre blanco, traído para regenerar nuestra América mediante un "lavado de sangre" y el hombre de tez morena sobre el cual se había cargado la acusación de nuestro atraso. La afirmación alberdiana enunciada en Las Bases, en 1852, en la que se decía que cada inmigrante europeo que llegara a nuestras tierras valdría "más que cien libros", quedó reducida a un nuevo enunciado surgido de las luchas del proletariado naciente, según el cual cada proletario vale tanto como otro proletario. Como lo dijo definitivamente José Martí, no hay "lucha de razas", simplemente porque no hay "razas" y las que se pretende mostrar como tales son "razas de librería".

La "conciencia mestiza" no es, como hemos dicho, un fenómeno exclusivo de aquel hombre al que se lo ha diferenciado por su aspecto físico, sino que ha sido compartida por grupos sociales diversos que no son producto de mezclas étnicas (Cfr. Benedetti, M., 1966; y Martínez, J. L., 1972). Hemos hablado, en efecto, de un "estilo mestizo" dentro del arte arquitectónico, que fue obra de indígenas. Por su parte, el criollo, entendiendo por tal, en este caso, al hijo de colonizadores europeos nacido en América, se sentía como una "especie media".

El testimonio de Bolívar es elocuente “... no somos Europeos –decía- no somos Indios, somos una especie media entre los Aborígenes y los Españoles. Americanos por nacimiento y Europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer contra la oposición de los invasores; así, nuestro caso es el más extraordinario y complicado” (Simón Bolívar, 1975: 69). Humboldt ya había señalado este hecho que llevaba al criollo, según él nos cuenta, a una especie de indiferencia tanto respecto de los pueblos vencidos, como de los conquistadores y administradores españoles de las colonias. Se trataba de un hombre que se encontraba en una actitud de ruptura frente a dos tradiciones que sentía cómo ajenas y de las cuales, sin embargo, participaba (Rodó, J. E., 1957: 694-695).

Con este grupo criollo, que es el que condujo la Revolución de Independencia y la capitalizó internamente a su favor, se produjo el nacimiento de las primeras formas de "conciencia culposa de ruptura", la que habrá de mostrar una evolución que se relacionará de modo directo con la de ese mismo grupo como estamento dominador. Dentro de él tendrán lugar asimismo las primeras expresiones teóricas del fenómeno, en cuanto que su actividad política y económica, y la de sus herederos, el patriciado, y más tarde las diversas burguesías, estuvo siempre acompañada de un definido proyecto ideológico. En ellos aquella experiencia no se daba entre un mundo perdido, dejado atrás, y un presente clausurado, sino desde un presente abierto hacia un posible futuro cuyo modelo se iba gestando. Como sujeto dominador se atribuiría a sí mismo "voz" y daría nacimiento, junto con ella, a una historiografía, con la pretensión de ser, en todo momento, la expresión de las demandas sociales de la comunidad toda. No fue sin embargo así. "Las grandiosas y sublimes palabras -dice Francisco Miró Quesada- pronunciadas en nuestros movimientos de independencia sólo tienen un sentido para una minoría, pero quienes las emplean están convencidos de que llenan a todos sus compatriotas”. Se cae en un discurso que es reflejo, según nos dice el mismo Miró Quesada, "ab initio, de una realidad desgarrada, una realidad escindida en dos porciones, una pequeña, luminosa y llena de palabras y otra, inmensa, sombría, silenciosa" (Zea, L., 1968: 193). La fuerza que se habrá de conceder a aquellas "grandiosas y sublimes palabras" estará en relación directa con el modelo que integra el proyecto ideológico, el que dada su "perfección" sólo es posible imponer mediante violencia sobre una realidad, la americana, que funge como antimodelo. La conciencia escindida de este hombre es, por eso mismo, la del dominador que es al mismo tiempo dominado, y que acepta su dúplice situación justificándola con el manto de un "progreso" o de un "desarrollo", según los tiempos. Podríamos decir que vive una experiencia de ruptura, no sólo porque padece hechos rupturales, sino porque se beneficia de ellos y necesita provocarlos. De ahí la culpabilidad, que llevará dentro de los marcos de un discurso violento, a la visión apocalíptica de América, como asimismo, a la doctrina del "pecado original". Hay por debajo de su propia constitución como sujeto, un "mal originario" que le impide lo que él considera el reencuentro consigo mismo y no le permite el ejercicio de su autoafirmación ilegítima.

Este hombre se habrá de considerar "mestizo", ciudadano de dos mundos, uno, el representado por el modelo que ha incorporado en su proyecto ideológico, que por la demás no le es exclusivamente propio, y el otro, la realidad social, que en cuanto remisa a someterse al paradigma, se le presenta como "barbarie". La problemática de la forma, de la que ya hemos hablado, se convierte en este tipo humano en un tema constante y en algunos casos, obsesivo. Lo "mestizo", incorporado como forma de conciencia, aparecerá como algo espurio, metido en el alma de todos los americanos y será lo que debe ser erradicado. De ahí surge un constante rechazo de sí mismo que en la práctica social se resuelve en un rechazo de los otros. Sarmiento, "el gran mestizo", como se le ha llamado, se esforzaba por hacer ver a sus compatriotas que la "barbarie" la tenían metida en la sangre: "He acostumbrado a los americanos a oírse llamar bárbaros”. Los positivistas elaborarán una doctrina de la "barbarie" desde su teoría de las "enfermedades sociales", en términos biologistas y los ontólogos de nuestros días hablarán, como ya lo hemos recordado, de un "pecado original". Todos, en el fondo, expresan una misma vivencia, la de una conciencia escindida y culposa, propia de un dominador que es a la vez dominado.

Si el trasplante de las poblaciones indígenas andinas, los mitmaqkuna o mitimaes, constituyó una forma violenta de desarraigo, mucho mayor ha sido desde el punto de vista cultural, posiblemente, el sufrido por los que fueron traídos a estas tierras desde lejanos continentes, el África o Europa. El caso del inmigrante europeo muestra peculiaridades que condicionan en este tipo humano su experiencia de ruptura. Ella se habrá de jugar entre la cultura originaria que había vivido y que traía consigo y aquello en lo que terminó el mito de "hacerse la América", ilusión que movilizó grandes masas de proletariado urbano y rural de la Europa del siglo XIX y comienzos del presente, hacia nuestras playas. Las utopías sobre el Nuevo Mundo generadas durante el Renacimiento y mantenidas vivas durante los siglos siguientes en la conciencia del hombre europeo, murieron cuando el inmigrante se integró como masa "cosmopolita" en un ambiente hostil y desconocido, que le llevó a dar el paso de lo utópico a lo real. Aun para aquellos inmigrantes que se incorporaron a las viejas oligarquías criollas, modificándolas ciertamente, América no era la realización de un sueño, sino el triunfo del más apto en una lucha que no tenía nada de utópico. El darwinismo social, difundido como ideología de un mundo inhumano en el que el mercantilismo y la explotación llegaron a sus máximos extremos, junto con la represión y la miseria, sería el fin de las utopías y el regreso, por la vía de la añoranza, a una lejana patria embellecida por obra del recuerdo y a la cual se acabaría idealizando. De este modo, el complejo fenómeno de la conciencia utópica, al romperse con la lejana tradición renacentista, generó una nueva utopía, fruto de la confrontación entre aquel mundo de añoranzas e idealizaciones del desdibujado pasado europeo y la desilusión del presente americano. El inmigrante, y posiblemente, con mayor fuerza aún su hijo nacido en estas tierras, invertiría lo utópico, que ya no sería la América encontrada, sino la Europa perdida, hecho que vendría a confirmar algo que no había sido visto dentro de las utopías iniciadas por Tomás Moro o Lord Bacon, que en el fondo, para estas visiones, Europa fue siempre la utopía de sí misma. De todos modos, ya fuera como consecuencia de la quiebra de la imagen de América, ya como resultado de una aparente inversión de la utopía tradicional, el inmigrante y sus hijos se incorporaron a la vida social y política latinoamericana sobre la base de una experiencia de ruptura que habría de generar, en algunos casos, los más absurdos discursos. En otros, por el contrario, lo utópico movilizaría al inmigrante europeo con un sentido universalista que le llevaría a colocar los proyectos de vida, no en una América, ni en una Europa, según fueran los momentos de idealización que se vivieron, sino en la reforma social dentro de los marcos del internacionalismo obrero. Tal fue, en la aurora de nuestros movimientos sociales, la posición del anarquismo y de otros movimientos coetáneos. Las primeras respuestas en las que la utopía comenzaría a perder su halo mítico para reducirse a los límites más cautelosos de lo posible, surgirían de la profusa literatura proletaria de esos años. En el Río de la Plata, la figura de Germán Ave Lallement, cobra en este sentido una importancia que no ha sido suficientemente destacada (López, A., 1971). A partir de escritores y luchadores sociales como éste y tantos otros, la experiencia de ruptura quedaría colocada crudamente en los términos dentro de los cuales se daban las relaciones entre opresores y oprimidos. Ya no se trata de un problema cultural, sino de una cuestión social.

Concluiremos esta compleja problemática de la que hemos tan sólo mostrado algunos aspectos, refiriéndonos al fenómeno que siguiendo un viejo libro de Jules de Gaultier, ha sido llamado "bovarismo". Como otros hechos de los que hemos hablado, es éste una manifestación de la conciencia de ruptura. Se trata de una subordinación del yo real a un yo ficticio, un vivir en sueños lo que se hubiera deseado ser que concluye organizando nuestra vida sobre la base de una mentira de nosotros mismos. Y por cierto, esa realidad ilusoria conduce al rechazo y desprecio de lo nuestro, como lo que se opone a la realización de un mundo de modelos inalcanzables. Algunos escritores que se han preocupado por caracterizar nuestras formas culturales han llegado a pensar que el bovarismo es un hecho que puede ser considerado como característico de toda una sociedad. Antonio Caso ha hablado, en efecto, de un "bovarismo nacional" y en el mismo sentido lo ha hecho Joáo Cruz Costa en sus análisis de la cultura brasileña (Caso, A., 1917: 1971). Sin embargo, difícilmente podría ser considerado el bovarismo como un fenómeno de alcance nacional y, menos aún, continental, por cuanto se trata de un hecho que es propio de determinados grupos sociales y muy particularmente de ciertos intelectuales embarcados en ideologías no siempre compartidas. A ellos se refiere con claridad José Vasconcelos cuando nos habla de "una timidez y mimetismo de especie inferior" que "lleva a nuestros europeizantes y sajonizantes a concebirse bovarísticamente distintos de lo que son" y, frente a los cuales decía, con razón, que "la primera condición de lo que perdura es afirmarse en lo que se es" (Vasconcelos, J., 1934). El mismo Caso desmiente su concepto de "bovarismo nacional" en su Sociología, obra en la que divide la humanidad mexicana en "hombres históricos" y "hombres arqueológicos", es decir, fuera de la historia. Sin entrar a enjuiciar esta distinción, no cabe duda que el campesinado indígena, condenado a la "arqueología", no mostró precisamente formas de bovarismo, menos aún en los años en que Antonio Caso hablaba de "bovarismo nacional", en los que el movimiento zapatista había levantado una de las banderas más auténticas de la Revolución Mexicana. El llamado bovarismo es un fenómeno comprobable entre nosotros, pero que ha caracterizado, de modo particular, a ciertos grupos de élite, ciudadanos, en los que la experiencia de ruptura se ha encontrado condicionada por aquella conciencia culposa de la que hemos hablado (Caso, A., 1954: 134-135).

 

XV
EMPIRICIDAD, CIRCUNSTANCIA Y  ESTRUCTURA AXIOLÓGICA DEL DISCURSO

La exigencia de ponernos para nosotros mismos como valiosos supone, como es obvio, una toma de posición axiológica. Tal actitud se refiere, como ya lo hemos dicho, a un nosotros que reviste los caracteres de un sujeto empírico. Ahora bien, entre lo valorativo y la experiencia hay una relación necesaria en cuanto que ésta es imposible sin el juicio de valor sobre el cual se organiza. No hablamos, por cierto, de la experiencia que el hombre llamado "científico" intenta organizar con objetos que no deberían ni podrían ser "empañados" con lo valorativo. La experiencia de la cual nos ocupamos y que es la que reclaman las ciencias humanas, arranca, como toda experiencia, de un a priori que es su fundamento de posibilidad y que por tanto la constituye como tal. Se trata de un a priori antropológico que es, por eso mismo, fundamentalmente axiológico y muestra la típica aprioridad material que es propia de los valores.

De este modo está dada la posibilidad y, a la vez, la necesidad de fundar una posición axiológica, que tiene su lejano antecedente en aquel "poner" (títhemi) de la filosofía clásica y que retoma Hegel; posibilidad y necesidad de organizar el a priori que surge de la empiricidad del nosotros, cabalmente expresada en el acto de "ponernos", sobre el cual se organiza la experiencia. El a priori antropológico, en cuanto que es histórico, marca los límites y la naturaleza de nuestro horizonte de comprensión, integra la subjetividad en una universalidad objetiva cuyos caracteres coinciden con los de la pretensión de universalidad ínsita en la noción o prenoción del valor y, a su vez, con los de la parcialidad del encuadre histórico inevitable de nuestra subjetividad. Esta, para serIo acabadamente, habrá de ser una subjetividad consciente de esa estructura de lo subjetivo-objetivo y su individualidad sólo es comprensible a partir de la naturaleza social del sujeto.

La realidad se le presenta al hombre, de este modo, no como una naturaleza hecha, una natura naturata, sino como una naturaleza haciéndose, no como una contemplación del mundo, sino como un ir haciéndose su propio mundo y a sí mismo, es decir, un ir creando los propios códigos desde los cuales ese mundo puede ser comprendido dentro de determinados horizontes de universalidad.

Esto plantea el problema de los modos de prioridad del valor en relación con el sujeto que organiza sobre él su propia experiencia. Respecto de la vida cotidiana, es decir, de las respuestas inmediatas y concretas dadas frente a cada momento del acontecer vital, lo axiológico es puesto y entendido necesariamente como a priori. La experiencia, ya la sabemos, no sería posible sin ese modo de anterioridad. Pero, la empiricidad del sujeto no es la experiencia, sino algo previo tanto a ella como a los universales que la hacen posible, y, en tal sentido la axiológico es un a posteriori mediante el cual cada nosotros histórico se abre a la comprensión del mundo en su proceso de hacerse y gestarse, sea de modo auténtico o inauténtico. Por donde necesariamente hemos de concluir que lo axiológico, que tiene siempre los caracteres de una "toma de posición", se funda en nuestra empiricidad o, por lo menos, debe fundarse en ella en cuanto “propia".

Decimos que por lo menos debe fundarse en ella, porque sucede que nuestro discurso puede estar organizado sobre sistemas axiológicos estructurados desde horizontes de comprensión que no tienen su raíz en un reconocimiento de nuestra propia empiricidad. La alienación no es otra cosa, en uno de sus aspectos, que el aceptar como propios, y renunciando a nuestra autoafirmación, los principios sobre los cuales otro sujeto histórico ha intentado universalizar su experiencia. Se trata de un desconocimiento de la única vía mediante la cual lo sujetivo y lo objetivo se integran en una unidad superior: la afirmación del sujeto como valioso para sí mismo, raíz de la organización de su propio mundo de valores y de la tabla sobre la cual se jerarquiza el mundo y resulta posible la experiencia.

Como es sabido, todo esto se juega entre dos términos discursivos: el de la hipostasiación de los universales, que parte del supuesto de una posible experiencia definitiva y única, y el de la relativización nominalista de ese mismo mundo axiológico, que oscurece toda experiencia posible. Cuando José Martí dejó fundada toda ontología, al afirmar que se debe poner lo absoluto como relativo, venía a sostener la materialidad del a priori histórico, su única raíz, la de un sujeto que se reconoce y se afirma a partir de su connatural diversidad social e histórica, pero que no se hunde en ella, sino que justamente desde ella pretende alcanzar una mirada universal. Materialidad de los valores que no sólo deriva de la afirmación de una moral, llamémosle eudemonística si se quiere, sino también de la historicidad de lo axiológico. Carácter, este último que surge del hecho de la recreación permanente del a priori y, por tanto, de su aprioridad relativa, mas también, de la inescindible comunidad del bien y del valor.

Todo nuestro mundo axiológico se organiza en relación con un sistema de referentes a los que pretendemos aprehenderlos desde principios no sólo universales, sino también absolutos, y que integran, a su manera, ese mismo mundo referencial. Ahora bien, una de las actitudes ante los valores, se caracteriza por el hecho de considerarlos separados o escindidos de los bienes, dentro del contenido del referente o "realidad objetiva". En tal sentido se ha dicho, y éste sería uno de los caracteres del platonismo, que los bienes son los "portadores" de los valores y que gozan de lo absoluto en la medida en que son o no su cumplida realización.

Pero esta manera de entender la relación entre bienes y valores es tan sólo una de las respuestas ante el problema. Se da, de hecho, otra actitud según la cual los valores y bienes se muestran como identificados a tal extremo que, en muchos casos, son enunciados con un mismo término. Para el pensamiento político latinoamericano del siglo XIX, por ejemplo, la palabra "civilización" era usada tanto para significar al valor como al bien y otro tanto sucedía con el término "barbarie", en cuanto antivalor y estado social negativo concreto.

El discurso político, que es en este caso el que nos interesa por cuanto muestra el problema en toda su complejidad, recurre a ambos modos de comprensión según la actitud que el sujeto del discurso adopte respecto de la realidad. El discurso político opresor, en cuanto que es instrumento de lucha ideológica en una etapa de ascenso de un determinado grupo social y por tanto de enfrentamiento con otros grupos, mostrará la tendencia a separar bienes y valores. Esta actitud, en una segunda etapa, de consolidación, será remplazada por la tendencia opuesta, según la cual no hay distinción entre el valor y el bien. En un primer momento, los valores son absolutos y los bienes relativos; en un segundo momento, lo absoluto comprende tanto lo uno como lo otro. En el primero, la distinción sirve para justificar la violencia inicial necesaria; en el segundo, funda la posibilidad de declarar el fin de la historia.

Ahora bien, la raíz de la afirmación de que el bien es lo que imperfectamente realiza un valor y en tal sentido es su portador deficitario, como el origen de la afirmación de que ambos se identifican, se encuentra en la relación del sujeto empírico con la realidad social en cuyo seno se lleva a cabo su "ponerse", es decir, su hacerse y su gestarse.

De hecho no hay para el hombre ni valores ni bienes absolutos. Ya en el Parménides platónico quedaron planteadas las dificultades que encierra una "ciencia en sí de lo en sí", un saber de lo absoluto por parte de un sujeto que, consciente de su relatividad, descubre que sólo puede instalarse en una "ciencia en mí de lo en mí". La carencia de una toma de conciencia histórica llevó a Platón a considerar las dos posiciones como aporéticas y, por tanto, a invalidar en principio a ambas. Sin embargo, una ciencia entendida como "saber en mí de lo en mí" no implica necesariamente la negación de la trascendencia, sino el único modo como lo trascendente se organiza para el hombre y es organizado por el mismo.

La única vía de rescatar en su justo peso la inevitable función de apoyo sobre la que se establece el discurso, que no conduzca a los riesgos del ontologismo, ya sea mediante la absolutización del valor o la absolutización y a la vez identificación en tal sentido del valor y del bien, se encuentra en la afirmación de la relatividad que señalan la segunda fórmula de la que nos habla Platón, quien más allá del platonismo -como sucede con todos los grandes pensadores y los "ismos" que desde ellos se elaboran- dejó sentadas las dificultades no tanto de la segunda tesis como de la primera.

El discurso liberador sólo puede organizarse sobre la comprensión relativa de valores y de bienes, aun cuando la conciencia espontánea tienda a considerar movida, en ocasiones, por impulsos liberadores, la universalidad del valor como manifestación de un modo de ser absoluto. Considerando el problema desde el punto de vista de la empiricidad del sujeto, sucede que no cabe sino afirmar un mismo peso ontológico al valor y al bien, del mismo modo que sucede con el ser y el tener. La tenencia, que es apropiación de bienes, hace al ser concreto del hombre, que funda desde su propia empiricidad su mundo axiológico.

El ponernos para nosotros mismos como valiosos exige una toma de posición axiológica fundada a partir de una empiricidad propia. El problema se juega todo entero entre una propiedad y una impropiedad de aquel acto. Para que lo primero sea posible, es necesario que la naturaleza histórica del a priori antropológico adquiera una determinada plenitud, hecho que sólo es posible en la medida que la conciencia histórica adquiera el sentido de una toma de conciencia, a lo que sólo se tiene acceso dentro del marco de la vida social y por la vida social.

Ese acto de posesión de conciencia se juega constantemente ante una circunstancia concreta, en relación con la cual se manifiesta como un juego de identidad y diferencia. La conciencia histórica es, en efecto, una misma cosa con ese ejercicio de identificación y diferenciación concomitantes. Mas, las respuestas ante las diversas situaciones que vive el sujeto son posibles en la medida en que éste organice su propio desarrollo en cuanto experiencia. Ésta, ya lo hemos dicho, es ontológicamente posterior a la empiricidad que constituye al sujeto en cuanto tal, como la historia en cuanto lo acaecido o sucesión de experiencias, es del mismo modo necesariamente posterior a la historicidad, raíz de toda posible toma de conciencia histórica.

La organización de la experiencia, su acrecentamiento, su mejoramiento, se encuentra sometida a una permanente circunstancialidad, es decir, se presenta siempre como relativa a un lugar y un tiempo, hecho que plantea el problema de la naturaleza de las formas de temporalidad y de espacialidad. Por otra parte, las respuestas dadas ante las diversas circunstancias, son consecuencia y causa no sólo de la identidad del sujeto, sino que son causa creadora de la circunstancia misma. De ahí que no solamente se logra una identificación por el acto de organización de la experiencia en relación con una circunstancia, en el sentido de lo que me rodea o me es externo, sino que en cuanto la experiencia modifica o transforma la circunstancia, el sujeto alcanza su identidad por obra de la circunstancia misma.

El ejercicio de identificación y de diferenciación y su relación con la circunstancia, depende de la comprensión de las formas de temporalidad y espacialidad. La noción de circunstancia supone, como ya hemos anticipado, las de tiempo y espacio, pero también a la vez, las de naturaleza y sociedad y, por eso mismo, los conceptos de temporalidad y espacialidad físicas y de temporalidad y espacialidad sociales, son muchas veces confundidos o reducidos los unos a los otros.

Por otra parte, aquel ejercicio de identificación y de diferenciación no se ejerce solamente respecto de nuestra relación con la circunstancia, sino que surge además del modo como señalamos ese ejercicio en otros, hecho que viene a integrar nuestra propia circunstancia. Puede suceder que respecto de determinadas sociedades o grupos humanos, en los que el dominio de la naturaleza es rudimentario o primitivo, se entienda que priman la temporalidad y espacialidad físicas, sobre la temporalidad y espacialidad sociales y se considere por tanto, que la identificación y diferenciación de esas mismas sociedades sea algo derivado de una circunstancia que es vista como lo externo o lo contrapuesto al hombre. Una sociedad en la que no se ha creado el espacio social agrícola, ni tampoco el espacio social de la ciudad, viviría sumergida, según esta posición, en el espacio físico de la naturaleza, sujeta a la vez a sus formas de temporalidad y sería considerada, por esto mismo, en el típico discurso opresor, como naturaleza y no como historia.

Los tres estadios de la cultura humana elaborados por la antropología y la etnografía del siglo XVIII, los del "salvajismo", la "barbarie" y la "civilización", suponen el paso de una temporalidad y espacialidad naturales, al de una temporalidad y espacialidad sociales y, por esto mismo, se organizan sobre los conceptos de "hombre natural" y "hombre histórico". A la vez, ese proceso avanzaría de un ejercicio de identificación-diferenciación, en el que el hombre sería pasivamente determinado por una circunstancia que le es externa, hacia una identificación-diferenciación sobre la base de una naturaleza transformada, momento en el que el tiempo y el espacio habrían adquirido valor de categorías sociales, primero tímidamente en la etapa de la "barbarie" y luego, abiertamente, al accederse al estadio de la "civilización". En el primer caso, el hombre es un ente que resulta identificado; en la etapa final del proceso, se trataría de un ente que se identifica en su enfrentamiento con una realidad que ha sido transformada en ese esfuerzo mismo de identificación-diferenciación.

Desde el punto de vista de las "historias hipotéticas", tal como las que proponían pensadores como Rousseau, pareciera ser un hecho incontrovertible que la humanidad surgió de un estadio previo de animalidad, extraña por tanto a las formas de temporalidad y espacialidad que derivan de su historicidad. El problema radica en la licitud de tales historias, sobre todo en el momento en el que de la hipótesis se pasó, ya muy ampliamente desde fines del siglo XVIII, a tratar de confirmarla sobre la base de pretendidos datos empíricos. Lo que ha quedado probado es que no hay tal posibilidad por esa vía, ni la hubo, y que no queda otra, filosóficamente, que la que permite un análisis fenomenológico de las figuras de la conciencia.

Esta visión de la historia humana, que creía verse confirmada con la avalancha de datos aportados por viajeros y antropólogos, antes que ser una tarea propiamente científica, respondía a la necesidad de identificación-diferenciación del hombre europeo en relación con el resto de las poblaciones del globo en vías de conquista, acto aquél que se apoyaba en una distinción entre un hombre histórico, capaz de alcanzarlas por cuenta propia y un hombre natural que las padecía.

Aquella categorización entre un hombre que es "identificado" y otro que "se identifica", pensada como etapas dentro de una filosofía de la historia, era a la vez, una distinción establecida dentro de las clases sociales en el seno mismo de la cultura europea que dio nacimiento a esa misma filosofía. La burguesía, en su momento de consolidación, en plena Revolución Industrial, entenderá que el proletariado es un sujeto "identificado" por la circunstancia, mientras que la clase social detentadora del poder político y económico, se consideraba como "identificándose" a sí misma. Con ello se utilizaban las nociones de tiempo y espacio social, con valores distintos, que suponían una diferencia entre sujetos propiamente históricos y sujetos que, aun cuando incorporados a una historia mundial, vivían su cotidianidad dentro de formas de temporalidad semejantes al tiempo de la naturaleza. Los movimientos revolucionarios en los cuales el proletariado industrial tuvo importante papel, los de 1830, 1848 y 1871 en Francia, supusieron, por parte de ese proletariado, una valoración distinta de los propios modos de temporalidad.

De todo lo dicho se concluye que la circunstancialidad propia de la experiencia, es siempre y necesariamente, a la vez, social e histórica, aun en el caso de las denominadas sociedades "primitivas". En ellas es posible señalar aquella conciencia originaria de historicidad, aun cuando no se constituya en lo que hemos denominado una "toma" o "posesión" de la misma. y otro tanto ha de decirse de las clases sociales "inferiores", aun dentro de sociedades que se consideran en estadios culturales desarrollados.

Es necesario, sin embargo, reconocer formas de identificación en las que el hombre actúa de modo pasivo y en que resulta por tanto identificado, pero la causa de este hecho no se encuentra en que sea un "hombre natural", absorbido por una circunstancia extraña y omnipotente, sino que se trata de un hecho cultural. Las formas de alienación, no suponen, en efecto, un "hombre natural", sino una pérdida de historicidad y, en tal sentido, un regreso a la necesidad, siempre dentro del ámbito de la cultura humana. Aunque parezca una paradoja, no hay para el hombre posibilidad alguna de "regreso a la naturaleza", sino como hecho no-natural, es decir, como cultural o histórico.

No hay por tanto, propiamente hablando, una circunstancia externa que determine e identifique radicalmente al hombre desde afuera, sino que siempre, de algún modo, en mayor o menor grado, según sea la relación de aprovechamiento y transformación de la naturaleza, la circunstancia se nos presenta como interna. y lo es en cuanto la circunstancia es percibida como tal desde un a priori que permite la integración de lo subjetivo y lo objetivo en una unidad superior. "Lo que está alrededor" (circum-stare), sólo puede "rodearme" en cuanto que está a la vez "dentro de" (es un in-stare), es decir que depende de un enrejado axiológico, de una codificación que implica una jerarquía y una taxonomía de la realidad, que sólo deja ver lo que entra dentro de lo codificado y según el modo como lo ha sido.

Esta interpretación no supone una reducción del ser al percibir. La trascendencia del mundo es un hecho irrefutable y la conciencia es posterior al mundo, pero la conciencia hace su mundo, en un proceso de conversión de la naturaleza en historia. El mundo es, de ese modo, a priori en sí mismo, pero a posteriori respecto de su codificación. Se trata, para el hombre, de una natura naturans. y del mismo modo tenemos que decir que la conciencia es posterior a lo social y que el paso de la mera conciencia "en sí", a la autoconciencia, o conciencia "para sí", es el paso de lo que sería simplemente "tiempo", a la historia, y sólo es posible para una autoconciencia por obra de otra. Lo social, del mismo modo que lo que hemos llamado antes "mundo", es condición de posibilidad de la conciencia, lo que no impide que lo social sea asimismo para el hombre, también una natura naturans y no una natura naturata imposible de recodificar.

La identidad le viene al hombre, pues, de su inevitable y necesaria inserción espacio-temporal. Ahora bien, la circunstancia entendida, a su vez, como instancia, nos da el alcance de lo que hemos denominado "situacionalidad". El lugar, como tellus, como mera tierra, tiene un tiempo que no es propiamente temporalidad" y sólo cuando es convertido el primero en la segunda, la tierra pasa a ser "geografía", en el sentido originario de este término; deja de ser naturaleza por lo mismo que es codificada o, según la palabra, "graficada" y pasa a integrar la historia. Es decir, que la categoría de lo temporal es realmente definitoria de toda circunstancia y lo que funda toda identificación y diferenciación. Hay, en efecto, modos propios de vivir la temporalidad por parte de los distintos pueblos, culturas o grupos sociales, que no se diferencian como modos ontológicos, sino simplemente como modos históricos del hacerse y del gestarse.

Todo lo cual no supone que la conciencia sea, sin más, libertad enfrentada a una realidad externa como pura necesidad. La conciencia es lucha por pasar de la necesidad a la libertad, necesidad que no está dada únicamente en las cosas, como si la naturaleza fuera lo radicalmente enfrentado a nosotros, sino también en la conciencia misma, por cuanto es posterior ontológicamente al mundo. El paso del "en sí" al "para sí" es el modo como se expresa la emergencia de la conciencia, movimiento que implica la posibilidad permanente del regreso al "en sí", a la reificación y deshistorización tanto de nosotros como de los otros. La lucha del hombre por la humanización se oscurece cuando hacemos de la natura naturans una simple natura naturata, único modo como la conciencia opresora entiende todo hacerse y todo gestarse.

De la circunstancia proviene, pues, la identidad y la diferenciación, pero el principio de la misma se encuentra en la conciencia histórica originaria, que define al hombre como sujeto y su raíz se encuentra en esa empiricidad desde la cual surge y se organiza nuestro universo valorativo. La exigencia de fundar una posición axiológica sobre nuestra empiricidad, con sentido de propiedad, obliga a dar el paso de aquella conciencia originaria, hacia la toma o posesión de la misma.

No estará de más que insistamos en que el acto de ponernos a nosotros mismos como valiosos, no parte de un "yo trascendental" cuya posibilidad le deriva de la improbable constitución de un "sujeto puro", ni su relación con otra autoconciencia puede ser explicada como una "intersubjetividad trascendental". Ese sujeto es, como lo hemos dicho, un nosotros que poco tiene que ver con los derivados que generó el ego cogito de la modernidad europea, aun cuando tenga alguna raíz en éste.

En el nivel discursivo, los valores y los bienes integran el contenido referencial, la "realidad objetiva", aquello sobre lo que se entabla la comunicación. Hemos hablado de un contenido antropológico del referente, ahora debemos decir que tal contenido, sobre el que se organiza en cada caso el saber acerca de lo humano, es inescindible respecto del contenido axiológico de ese mismo referente. Si el contenido antropológico muestra inclusiones y exclusiones, alusiones y elusiones, se debe a que se da como una estructura cuyo principio se encuentra en el juicio de valor. Esa estructura, que se presenta con los caracteres de un código, muestra una tabla contrapuesta de valores y antivalores, una especie de "antilogía", como asimismo una jerarquía organizada sobre los conceptos de lo "superior" y lo "inferior" tanto para unos como para otros. Por último, en la medida en que los valores son impensables sin su relación con los bienes, el contenido axiológico del referente constituye una taxonomía. Cada bien posee un "lugar" que se supone le deriva tanto de su contraposición con los "males" correspondientes, como de su posición respecto de otros bienes, que le son superiores o inferiores. Todo esto constituye el enrejado desde el cual el hombre convierte la realidad, natural y social, en un "mundo", entendida ahora la palabra en el sentido clásico de lo ordenado.

Ahora bien, la conciencia histórica, en cuanto conciencia de identidad, mueve a la enunciación de un discurso que sea expresión de la propia empiricidad. Mas, la expresión "discurso propio" es profundamente ambigua y depende del sujeto que afirma el nosotros, por donde aquel discurso puede ser simplemente la repetición. del discurso opresor, sin modificación de su estructura antilógica, jerárquica y taxonómica; como puede ser, en un segundo caso, la elaboración de un nuevo discurso opresor sobre la base de una permutación de los términos de la antilogía (el antivalor pasa a ser valor), de una inversión de la jerarquía (lo inferior pasa a ser superior) y de una reordenación de la taxonomía (lo que es segundo, pasa a ser primero dentro de la topografía del código).

Un discurso que no sea simplemente un "antidiscurso", es decir, que no sea "un discurso en lugar de", como sería el segundo caso que hemos señalado, sino de verdad un discurso que sea realmente otro y, en tal sentido, contrario, habrá sin duda de reelaborar la estructura axiológica sobre la base de dos principios fundamentales: el primero, que la raíz de esa estructura sobre la cual intentamos ordenar nuestra propia realidad, es la propia empiricidad, consciente de sí misma en cuanto tal, es decir, de la diversidad desde la cual enunciamos nuestro discurso; y el segundo, que con nuestra palabra no hemos codificado para siempre, es decir, que el hombre se encuentra ante una natura naturans, que es lo que le abre la posibilidad hacia una humanización. y por cierto que el motor, tanto del antidiscurso como del discurso contrario, se encuentra en la experiencia de dependencia y dominación, y es por eso que ambos aparecen como "liberadores", aun cuando sólo el segundo pueda ser considerado propiamente como tal.

El problema de la constitución de estas formas discursivas plantea, una vez más, el de la naturaleza social de la circunstancia, como también el de la necesidad de la superación de los circunstancialismos, en cuanto han sido estructurados teóricamente sobre categorías que conducen al desconocimiento de la noción de "instancia".

 

XVI
NECESIDAD y POSIBILIDAD DEL DISCURSO PROPIO

Nos proponemos hablar del problema de la necesidad y posibilidad de un discurso propio, teniendo en cuenta los primeros planteos hechos al respecto en el Río de la Plata. Si bien para abarcar en todos sus ricos desarrollos a aquéllos, deberíamos encarar el estudio de toda una generación intelectual dentro de la que se destacaron numerosos y significativos escritores, centraremos este último capítulo en la figura de Juan Bautista Alberdi. Bien es cierto que un análisis comprensivo, en el sentido que quisiéramos hacer, debería conducimos a prestar una igual atención al Facundo de Sarmiento, libro que puede ser leído como texto filosófico, como lo vio claramente Rodó en su momento (Rodó, J. E., 1957: 841). En ambos escritores es visible, por lo demás, lo que podríamos llamar una "voluntad de discurso propio", que más allá de las críticas que puedan hacerse al intento concreto de alcanzarlo, se mantiene en ellos como impulso constante y actitud plenamente consciente. Debido a ello, no sólo intentaron dar cuerpo y realidad a tal forma discursiva, hecho ricamente alcanzado en Sarmiento, sino que tanto el escritor sanjuanino como Alberdi, esbozaron una teoría de lo discursivo que exige ser rescatada.

Ahora bien, ¿cómo se desenvuelve el hilo de lo que podríamos considerar "discurso propio" en ambos escritores? Una respuesta es la que puede ser intentada a partir del desmontaje de lo que en cada uno de ellos constituye su "universo discursivo". El discurso propio se va desarrollando en ambos sobre la base de un mundo de "discursos referidos", frente a los cuales se dan posiciones de rechazo, explícitas o implícitas, como también actitudes de revaloración, consecuentemente acompañadas de una actitud que podría ser considerada como dialéctica. Hay, en efecto, tanto en Alberdi como en Sarmiento, una aceptación de ciertas formas discursivas que son entendidas como momentos del propio discurso y de las cuales deriva, en parte, justamente, su "propiedad". El estudio de las formas diversas de alusión, como asimismo del modo como se hace presente para nosotros lo eludido, conduce a un análisis del universo discursivo que excede lo meramente textual. El proyecto ideológico, común a ambos escritores como integrantes de un mismo grupo social, habrá de entrar en contradicción con una cierta apertura que rige el universo discursivo en los escritos juveniles de ambos. Aquella contradicción determina de modo evidente la estructura del Facundo, y se encuentra manifestada, si bien de un modo no dramático, en los escritos juveniles de Alberdi. Ya hemos hablado del "paternalismo violento" y del "fraternalismo populista" de uno y de otro, posiciones que si bien muestran matices diferenciales, coinciden en el fondo y son compartidas con los demás integrantes de la primera generación romántica rioplatense. Por encima de todo esto, rige lo que hemos llamado "voluntad de discurso propio", y el grado de "impropiedad" en que puedan haber caído, no disminuye aquella voluntad, sino que la muestra en toda su naturaleza conflictiva, e incluso con una autenticidad de la que han carecido innúmeros intelectuales que creyeron poderse colocar por encima de ellos.

Aquel universo discursivo excede, como es lógico pensarlo, lo literario, y resultaría imposible desmontarlo si no se intenta, a su vez, la reconstrucción de la totalidad discursiva de la sociedad de su época, la que es realizada, en parte, por los mismos escritores. La riqueza con que aparece aquel universo, que incluye formas discursivas "vulgares", y que se apoya en la idea de que existen niveles de saber que van desde lo "precientífico" a lo "científico", confirma en parte el grado de "propiedad" alcanzados en cada caso.

Por último, es importante insistir en el sentido hondamente conflictivo que adquiere la construcción del universo discursivo dentro de la comprensión romántica, en un momento en el que las relaciones humanas típicas de la antigua sociedad feudal, en medio de un crecimiento verdaderamente explosivo, venían a entrar en abierto antagonismo con los proyectos de las preburguesías locales amenazadas. Las respuestas debían ser creativas y a la vez realistas, condiciones ineludibles, sin duda, para poder concretar aquella voluntad de discurso propio de la que hemos hablado.

Estos escritores se plantearon agudamente la necesidad de una "emancipación mental", que no apuntaba tanto a una educación de las masas campesinas -aun cuando esto fuera momento importante dentro del proyecto ideológico- cuanto a la propia emancipación como intelectuales, que hiciera posible un discurso que más allá de una eficacia política, fuera expresión de la propia realidad. No cabe duda que las estrategias dialécticas, de las que hemos hablado, conformaron aquella visión de la realidad, haciendo entrar en conflicto una actitud de apertura, siempre presente en diverso grado y sentido, con las limitaciones que imponía la extracción social de estos escritores. Esa naturaleza conflictual es, sin embargo, una de las mayores riquezas de estos intentos iniciales de discurso propio, y nos muestra en sus inicios rioplatenses, algo que es una constante dentro de cuyos marcos se desarrolla, de modo inevitable, todo ejercicio de tal discurso.

No es casual que la problemática de una "filosofía americana" apareciera, pues, dentro de la búsqueda de un "discurso propio". Mas, tampoco lo es, que el "americanismo literario" acabara por confluir, en particular en Sarmiento, en un quehacer que no era ajeno a aquella filosofía, aun cuando fuera manifestada a través de otros recursos expresivos. Filosofía y literatura surgieron ambas en manos de estos escritores, con un fuerte sentido social y fueron, por lo menos en sus inicios, "filosofía social" y "literatura social". No se desarrollaron, por lo demás, ajenas a un saber histórico y ambas fueron, en sus expresiones más importantes, filosofías de la historia. De ahí que la filosofía, si bien con formas académicas, en el caso de Alberdi, o acompañada de un brillante ropaje literario, como sucedió en el Facundo, estuvo presente en ambos, y en los dos podríamos intentar desentrañar cuáles eran las condiciones que pensaron como necesarias para la elaboración de un discurso propio.

Los principales momentos de todo este rico proceso, dentro del cual prestaremos atención a sus planteos alberdianos, tuvieron lugar entre los años de 1837 y 1845. Son ellos los de la constitución del Salón Literario en Buenos Aires y de la aparición del Facundo en Santiago de Chile. En 1838 se publicó en la capital argentina, el Fragmento preliminar al estudio del derecho de Juan Bautista Alberdi, en el que aparece por primera vez el tema de una "filosofía americana", que sería retomado de modo singularmente preciso en las célebres “Ideas para presidir a la confección del curso de filosofía contemporánea en el Colegio de Humanidades”, escrito dado a conocer en Montevideo en 1840, que estuvo precedido, dos años antes, por la polémica con el profesor Salvador Ruano. En ese entonces, en las páginas de El Iniciador de Montevideo, el uruguayo Andrés Lamas dio a conocer su manifiesto de una "literatura americana", en un texto notablemente paralelo al que Alberdi había incluido en sus páginas del Fragmento.

La "filosofía americana" y el "americanismo literario" surgieron en manos de un grupo joven que integraba una élite culta que había recibido las influencias del historicismo romántico europeo, en sus formulaciones generadas como consecuencia de la Revolución de 1830 en Francia. Su ideario se declaró en sus inicios, "socialista", dentro de marcos que se aproximaban a un cierto socialismo utópico y, a la vez, "nacionalista", con un sentido de "nación" que no aparecía como incompatible con una vocación de unión continental americana. Esta élite tuvo, además, la experiencia, definitoria en todo sentido en el Río de la Plata, de la aparición de un nuevo sujeto histórico, las masas campesinas, que bajo la conducción de sus caudillos, habían despertado un "americanismo" con el cual expresaban, aun cuando de modo difuso y espontáneo, sus propias demandas sociales. No es extraño que Alberdi, el primero en enunciar la necesidad de una "filosofía americana", hablara en términos que tal vez podríamos categorizar como “populistas", como no es ajena la exigencia de un "discurso propio" en algunas posiciones políticas de este tipo, aun a pesar del riesgo de impropiedad, tal como lo hemos visto páginas atrás.

La formulación de una "filosofía" y una "literatura" americanas, fue considerada en los dos documentos iniciales programáticos, el de Alberdi y el de Lamas, ambos de 1838, como una "segunda emancipación" a la que se denominó "independencia inteligente" (Lamas) o "conquista de la inteligencia americana" (Alberdi) (Cfr. Roig, 1979c: 351-362). Esta exigencia no fue indudablemente exclusiva de los románticos rioplatenses, y puede ser señalada en numerosos otros escritores hispanoamericanos de la época y, más aún, tiene antecedentes entre los ilustrados; Ambos textos, que bien pueden ser considerados como el "acta de nacimiento" de los movimientos filosófico y literario rioplatenses, exceden, dado el sentido social que poseen, dichos campos de expresión y resultan ser, en verdad, una especie de programa emancipador que abarca la cultura en todas sus manifestaciones, incluyendo lo social, lo político y lo económico.

Decía Alberdi: “Nuestros padres nos dieron una independencia material; a nosotros nos toca la conquista de una forma de civilización propia: la conquista del genio americano. Dos cadenas nos ataban a la Europa: una material que tronó, otra inteligente que vive aún. Nuestros padres rompieron la una por la espada; nosotros romperemos la otra por el pensamiento. Esta nueva conquista deberá consumar nuestra emancipación. La espada, pues, en esta parte, cumplió su misión. Nuestros padres llenaron la misión más gloriosa que un pueblo tiene que llenar en los días de su vida. Pasó la época homérica de nuestra revolución. El pensamiento es llamado a obrar hoy por el orden necesario de las cosas, si no se quiere hacer de la generación que asoma el pleonasmo de la generación que pasa. Pasó el reinado de la acción: entramos en el del pensamiento. Tendremos héroes, pero saldrán del seno de la filosofía. Una sien de la patria lleva ya los laureles de la guerra; la otra sien pide los laureles del genio. La inteligencia americana quiere también su Bolívar, su San Martín. La filosofía americana, la política americana, el arte americano, la sociabilidad americana, son otros tantos mundos que tenemos que conquistar” (Alberdi,1955, 55-56).

El programa enunciado por Alberdi no podría ser considerado como una propuesta de reducción de toda la problemática americana a la "idea", aun cuando siempre podría señalarse una cierta tendencia idealista en la comprensión de los hechos y fenómenos sociales, que en escritores posteriores acabará por manifestarse con bastante fuerza y conducirá a la equivocada afirmación de que las soluciones habrían de ser fundamentalmente de carácter mental (Cfr. Roig, 1979b: 9-127). No es lo mismo exigir una teoría de la praxis, que afirmar que la praxis se reduce a teoría. En verdad, ambas posiciones se encuentran no claramente definidas, sin que por ello podamos desconocer la importancia que posee la exigencia de una visión teórica de la realidad y, consecuentemente, la necesidad de un discurso que surja de una estructura axiológica tal que lo constituya realmente como palabra nuestra. Este último aspecto es el que justamente subrayará el mismo Alberdi al denunciar las formas imitativas y la necesidad de abandonar un discurso servil y ajeno. Lo que le interesaba al joven Alberdi, en las páginas del Fragmento, no era tanto la necesidad de acabar con la vieja mentalidad hispánica que, según el lugar común de la época, había creado en los pueblos hábitos negativos que impedían el "progreso", sino cómo había de hacerse para construir un discurso que no fuera la repetición del nuevo discurso europeo que aparecía como el andamiaje ideológico sobre el que habría de reconstruirse la "sociabilidad" americana. La "emancipación mental" que pedía en estos textos, se refería a una independencia respecto de la nueva Europa, la industrial, y no de España, la vieja Europa. Esta posición significaba, aunque resulte extraño, un reconocimiento positivo de una sociedad feudal, la rioplatense, en la que se había producido el despertar de la "plebe":

¿Qué nos deja percibir ya [se preguntaba Alberdi] la luz naciente de nuestra inteligencia respecto de la estructura actual de nuestra sociedad? Que sus elementos, mal conocidos hasta hoy, no tienen forma propia y adecuada. Que ya es tiempo de estudiar su naturaleza filosófica, y vestirles de formas originales y americanas. Que la industria, la filosofía, el arte, la política, la lengua, las costumbres, todos los elementos de la civilización, conocidos una vez en su naturaleza absoluta, comiencen a tomar francamente la forma más propia que las condiciones del suelo y de la época le brindan. Depuremos nuestro espíritu de todo color postizo, de todo traje prestado, de toda parodia, de todo servilismo. Gobernémonos, pensemos, escribamos, y procedamos en todo, no a imitación de pueblo ninguno de la tierra, sea cual fuere su rango, sino como lo exige la combinación de las leyes generales del espíritu humano, con las individuales de nuestra condición nacional (Alberdi, 1955: 53).

Como decíamos, el proyecto de una "filosofía americana", no se dirige, en este momento contra lo que el mismo Alberdi llamará, años más tarde, según vimos páginas atrás, un "americanismo indígena y salvaje", sino contra el discurso académico de los ilustrados. Esta posición surge con claridad de la polémica que Alberdi mantuvo en Montevideo, en 1838, con el profesor Salvador Ruano. Era éste un seguidor de los ideólogos franceses, filósofos que habían construido su saber fundamentalmente como una investigación analítica de las ideas. De acuerdo con su posición, la filosofía era para Ruano un saber universal, sin relación alguna con formas históricas, y el hecho de que existiera una filosofía "griega" o "alemana", era para él, según sus propias palabras, cosa "de poca sustancia". Por lo mismo, no tenía sentido plantear la necesidad de una "filosofía de la nacionalidad" y, menos aún, de una "filosofía nacional". La polémica le llevará a Alberdi a negar que la última filosofía de los ilustrados, la ideología, fuera realmente "filosofía":

La ideología, es decir, la ciencia de las ideas, [dice Alberdi a Ruano] no es la filosofía, es decir, la ciencia de la verdad en general, de la razón de ser de todas las cosas, de la vida fenomenal y colectiva de la naturaleza, tanto humana y moral, como natural y física. Que la filosofía del siglo XIX no es la filosofía del siglo XVIII, porque cada siglo teniendo su misión peculiar, es decir, sus ideas, sus cuestiones, sus intereses, sus tareas, sus fines exclusivos y propios, quiere tener también su filosofía peculiar. Porque aun cuando la filosofía es una en todos los tiempos y países, pues que la verdad es una en todos los instantes y en todos los lugares, hay sin embargo momentos y lugares en que la filosofía se ocupa exclusivamente de la indagación de ciertas verdades, que son las que importan a ese momento y a ese lugar, por medio de cierto método, de cierto proceder, que el que conviene a la verdad en investigación: y de ahí es que la filosofía se divide en distintas épocas, en distintos ramos, que la costumbre ha hecho que se llamen filosofías diversas; es así como se llaman filosofía griega, filosofía oriental, filosofía alemana, filosofía escocesa, filosofía francesa, a los distintos ramos, a los distintos momentos de una misma e idéntica filosofía (Alberdi, 1963).

El desencuentro entre Alberdi y Ruano no respondía a discrepancias de superficie, sino de fondo. La ideología, reducida por muchos de sus seguidores a las investigaciones lógico-psicológicas de la escuela, su parte más árida y "académica", sustentaba una forma de conocimiento teóricamente ajena a las formas históricas del saber. Esta reducción, que desconocía las luchas políticas de los ideólogos, favorecía una actitud de descompromiso respecto de lo social, que no carecía de fundamentos teóricos. Alberdi trata de mostrar cómo, aun no habiendo una voluntad de realizar una filosofía comprometida, ni pudiendo fundarla doctrinariamente, el quehacer filosófico no puede ser considerado sin su relación con procesos temporales y locales, que son, ineludiblemente, de carácter social y político. Se trata, por tanto, de hacerse cargo de aquel hecho, y no de ocultarlo mediante el refugio en un pretendido saber puro de las ideas:

La filosofía moral y especulativa de nuestros días y de nuestro país sobre todo, quiere ser adecuada a las necesidades de nuestra época. Que estas necesidades, primero que en indagar si las ideas son sensaciones, si la memoria y la reminiscencia son facultades distintas, consiste en averiguar cuál sea la forma y la base de la asociación que sea menester organizar en Sud-América... (Alberdi, 1963: 114-133).

De ahí que no sea aceptable esta filosofía analítica de los ideólogos, que ignoraba la realidad estructural del sistema de conexiones de una época dada, y que desconectada del todo social se convertía en una "filosofía en sí”. Sin reconocer la ineludible presencia de lo histórico y, además, sin voluntad de comprender sintéticamente la estructura social dentro de la que la filosofía es tan sólo un momento, nuestros ideólogos se presentaban como los academicistas de la época, alienados en su tarea analítica:

La filosofía es para la política, para la moral, para la industria, para la historia, y si no es para todo esto es una ciencia pueril y fastidiosa. Ya pasaron los tiempos de una filosofía en sí, como del arte en sí. Ninguna rama del saber humano tiene hoy su fin en sí, sino en perfección solidaria de todos, en el desarrollo de la gran síntesis social” (Alberdi, 1963: 114-133).

Alberdi venía de este modo a expresar el pensamiento de una fracción de clase que exigía una respuesta teórica de su inserción dentro de lo que él mismo denomina "la gran síntesis social", como también la posesión de un instrumento con el que se pudiera alcanzar una visión orgánica de los diferentes campos de actividad de la sociedad, los diferentes "elementos de la civilización", como los llama. Por lo demás, resulta claro que la polémica con Ruano tiene implícita la denuncia de que hay formas de saber filosófico ocultantes de la realidad y, en tal sentido, ideológicas, como asimismo que la filosofía es, en función de su esencial relación con una praxis social, ideología en el sentido positivo del término (Alberdi, 1963: 114-133).

Es necesario notar que otro de los motivos de rechazo que hay en Alberdi, frente a la filosofía de los ideólogos franceses, tal como era enseñada en el Río de la Plata, se relaciona con la problemática de la filosofía de la historia. Dijimos que los ideólogos habían teorizado una forma de conocimiento que resultaba ajena a las formas históricas del saber. Mas, en los grandes ideólogos, en particular en Destutt de Tracy y en Cabanis, aquella posición no significó un desinterés por una filosofía de la historia, que ellos cultivaron siguiendo la tradición dieciochesca, y en particular, las tesis establecidas por Condorcet. La doctrina del progreso indefinido, aceptada como creencia por toda la generación argentina de 1837, les llegó por la vía de su formulación sansimoniana, y se sabe que el conde de Saint-Simon había continuado en esto las lecciones de Cabanis, amigo personal de Condorcet. La ideología de Ruano, resultaba ser, si nos atenemos a los términos del rechazo, un saber empobrecido, a más de teóricamente débil.

 Dijimos que Alberdi intenta organizar su propio discurso sobre la base del rechazo del "discurso ilustrado" de los ideólogos. Mas, al mismo tiempo entiende que su posición no es totalmente incompatible con lo que podríamos denominar el "discurso de los caudillos". La propuesta de una filosofía americana" venía a encontrar su justificación, de este modo, en una realidad social y política, la expresada por aquel discurso que, años más tarde, cambiará para el mismo Alberdi de signo valorativo. Esta es la “sustancia histórica" que habrá de ser asumida mediante la idea, sustancia o realidad social, que es precisamente la fuente de justificación de la idea misma. Para ver los términos con que es planteado el problema por Alberdi deberemos regresar a las palabras que pronunciara en Buenos Aires, en el Salón Literario, en el año 1837. Allí pedía la elaboración de una filosofía de la historia que permitiera mostrar la presencia de América dentro de la historia mundial, como un momento o aspecto del "progreso indefinido" que impulsa a toda la humanidad. Pero, una presencia con peso propio, que surgiera de nuestros modos de ser, y sobre la base del rechazo de toda forma de paradigmatismo.

 En un texto en el que posiblemente por primera vez se hablaría en el Río de la Plata de "circunstancia" con un nuevo sentido, declaraba:

...nuestra situación quiere ser propia y ha de salir de las circunstancias individuales de nuestro modo de existir juvenil y americano... Cada pueblo debe ser de su edad y de su suelo. Cada pueblo debe ser él mismo: lo natural, lo normal nunca es reprochable. La infancia no es risible con toda su impotencia. .. Continuar la vida principiada en Mayo, no es hacer lo que hacen la Francia y los Estados Unidos, sino lo que nos manda la doble ley de nuestra edad y de nuestro suelo: seguir el desarrollo, es seguir una civilización propia, aunque imperfecta, y no copiar las civilizaciones extranjeras, aunque adelantadas. Cada pueblo debe ser de su edad y de su suelo (Alberdi, 1958, 166-167).

En estos textos no hablaba aún Alberdi de una "filosofía americana", pero sí pedía que la filosofía se constituyera en la doctrina de la acción social, necesaria frente a una época, la pasada, en la que la conducción política se le presentaba como carente de una teoría. De ahí su afirmación, que repetirá luego en el Fragmento, de que la etapa anterior, la de la Independencia, se había caracterizado por ser la de "las armas", mientras que ahora tocaba jugar su papel "al pensamiento". Es indudable que esta caracterización excluyente respondía a un impulso juvenil de carácter generacional, como también que no puede ser tomada al pie de la letra. Lo que nos quiere decir, no es que el momento de las "armas" fuera ciego, sino que estuvo acompañado de un proyecto ideológico que no fue "propio". El fracaso de la política constitucionalista, dentro de la cual la imitación constituyó la regla más generalizada, y la convulsión social subsiguiente a las guerras de la Independencia, eran una prueba. El constitucionalismo "servil" no implicó, pues, carencia de ideas, sino, ausencia de ideas propias. Inversamente, la etapa que declara ser la del "pensamiento", del cual habrán de salir los nuevos "héroes", no excluye las "armas", sino que supone la afirmación de que la fuerza ha comenzado a ser organizada sobre la base de un proyecto ideológico que pretende ser propio, y que ya lo es, aun cuando instintivamente. La tarea consiste, por tanto, en llevar a un plano de conciencia este hecho, en otras palabras, en hacer filosofía.

La oposición "armas-pensamiento" es, a la vez, la del paso de una época de destrucción hacia otra de organización. Se trata del paso de un "antiguo régimen", a uno nuevo. Desde el punto de las ideas filosóficas, Alberdi señalará que la llamada "época de las armas" se constituyó sobre una "filosofía analítica", mientras que la del "pensamiento", se daba junto con una "filosofía sintética", orgánica. Como consecuencia de esto, los guerreros de la Independencia enunciaron principios, tales como los de la libertad del hombre y la soberanía del pueblo, pero no supieron ni pudieron ponerlos en marcha porque partían de una filosofía disociativa, cuyo único método se encontraba en el análisis, de ahí que pueda decirse que en ellos no hubo propiamente "pensamiento". Así, pues, el paso de las "armas" al "pensamiento" se presentaba como el paso de lo analítico-destructivo, a lo sintético-constructivo. Alberdi ponía de manifiesto, de esta manera, la equivalencia que hay entre la teoría y la praxis social, en cuanto que un régimen sólo puede ser destruido como totalidad, de ahí la necesidad del "análisis", y otro, sólo puede ser construido, tratando de alcanzar una nueva totalidad, en otro plano, mediante métodos prácticos y teóricos de unificación dialéctica de los elementos que han quedado descoyuntados por obra de la acción revolucionaria.

Este momento de la "idea" o del "pensamiento" poseía, como ya anticipamos, su justificación o su apoyo en una praxis social llevada adelante por las masas del campesinado y sus caudillos, que habían sabido hacer, en la práctica, lo que debía realizar, según Alberdi, la generación de jóvenes intelectuales: una labor teórica complementaria.

Ya es tiempo, pues, de interrogar a la filosofía la senda que la Nación Argentina tiene designada para caminar al fin común de la Humanidad. Es, pues, del pensamiento, y no de la acción material, que debemos esperar lo que nos falta. La fuerza material rompió las cadenas que nos tenían estacionarios, y nos dio movimiento: que la filosofía nos designe ahora la ruta en que deba operarse este movimiento (Alberdi, 1955: 60).

Estas palabras concluían señalando el papel histórico que jugaba, en ese entonces, la figura política de Juan Manuel de Rosas, en quien Alberdi encontraba anticipadas las raíces de su propio discurso de una "filosofía americana":

Por fortuna de nuestra patria nosotros no somos los primeros en sentir esta exigencia; y no venimos más que a imitar el ejemplo dado ya en la política, por el grande hombre que preside nuestros destinos públicos. Ya esta grande capacidad de intuición, por una habitud virtual del genio, había adivinado la que nuestra razón trabaja hoy por comprender y formular: había ensayado de imprimir a la política una dirección completamente nacional: de suerte que toda nuestra misión viene a reducirse a dar a los otros elementos de nuestra sociabilidad una dirección perfectamente armónica a la que ha obtenido el elemento político en manos de este hombre extraordinario  (Alberdi, 1955: 60).

Esta valoración de Juan Manuel de Rosas, caudillo que gozó de un apoyo popular indiscutible (Sarmiento, D. F. 1977, 204), había sido sostenida, contemporáneamente, por numerosos escritores europeos socialistas. Carlos Rama dice, hablando de Eugene Tandonet, que "siguiendo a su maestro Fourier, que buscó el apoyo del dictador paraguayo Dr. Francia ...admiraba a Juan Manuel de Rosas". Según el mismo Rama, Fourier dedicó su obra al tirano paraguayo, y Tandonet, en 1843, trató de convertir a Juan Manuel de Rosas a las ideas fourieristas (Rama, C., 1977).

La posición de Alberdi venía a exigir una ampliación del sujeto, de aquel "nosotros" del que hemos hablado. Ciertamente que la respuesta, como la hemos visto al hablar de la noción de "pueblo", tal como surge claramente de las páginas del Fragmento, no superaba los marcos de un discurso "populista" y "fraternalista", que si bien no se identificaba totalmente con la formulación de los caudillos, venía a ser equivalente al "populismo" paternalista de éstos. Por otra parte, aquella filosofía de la historia, aun cuando se exigía para ella un punto de partida dado en la propia empiricidad social, y rechazaba de modo expreso todo modelo extranjero, aun el de Francia y los Estados Unidos, no se apartaba del "proyecto civilizatorio" promovido por el colonialismo europeo, en relación con la Revolución Industrial. Este proyecto acabaría por desenraizar, a la larga, el "discurso propio" entonces propuesto por Alberdi. Por alguna razón, el tema de la "filosofía americana" desaparecería de los escritos siguientes, en la segunda etapa de desarrollo del pensamiento alberdiano, y los escritos juveniles en los cuales fue enunciado pasaron al olvido, e inclusive fueron ocultados por su propio autor. Acabó primando el proyecto ideológico de la generación que, lavada del pecado original del "socialismo", concluiría en las formas del discurso violento. El regreso, como lo hemos mostrado, hacia un americanismo congruente con la posición juvenil inicial, se produciría en los años de la vejez, en esa obra, El crimen de la guerra, tantas veces prohibida en su propia patria.

La historiografía oficial, surgida en el Río de la Plata, principalmente en manos de escritores liberales, declaradamente antipopulares y elitistas, se ocuparía asimismo en desfigurar la imagen del Alberdi joven, y en equipararla a la de otros miembros de su generación que se movieron con una actitud de repudio tanto de las masas campesinas, como de sus caudillos. Cané, por ejemplo, hablaba en 1837 -según el testimonio de Rodó- de la dificultad de convertir en fuerza orgánica y autónoma la mole inerte de las multitudes, que la educación colonial y la semibarbarie del desierto habían preparado para la servidumbre o para el ciego desplome de la anarquía". Las palabras citadas suponen una valoración de la figura de Juan Manuel de Rosas y del campesinado que lo apoyaba, completamente distinta. Sobre ella no era posible, como lo pretendía Alberdi, encontrar un punto de apoyo social para la elaboración del discurso de la nueva generación. El mismo Rodó, dentro de la tradición de aquella historiografía, interpretará el pensamiento de la Generación de 1837 sobre el despotismo rosista, de un modo radicalmente opuesto al de Alberdi: " Al gobierno de las ideas –dice- había sucedido el gobierno de la fuerza bruta" (Rodó, J. E., 1950: 675-684), tesis que no sólo implicaba el rechazo de toda valoración de lo popular por parte de los románticos, tal el caso concreto de Alberdi, sino, más aún, la inversión misma de la tesis alberdiana, en cuanto atribuye "ideas" a los ilustrados, y niega todo impulso no sólo en favor de un "pensamiento propio", sino simplemente de todo pensamiento, al populismo caudillista. De este modo, la oposición no era "armas-pensamiento", sino "ideas-fuerza bruta".

Hemos dicho que el proyecto de "discurso propio" del joven Alberdi, se organizó inicialmente por oposición al discurso ilustrado de la generación anterior, a la vez que entendía que era, en el nivel filosófico, expresión del "discurso de los caudillos". Ahora debemos agregar que surgió, asimismo, como oposición al discurso originado en el movimiento del "americanismo literario", dentro del cual le tocó jugar al mismo AIberdi, un relevante papel en el Río de la Plata.

En efecto, los primeros pasos de las diversas líneas de desarrollo de aquel "americanismo", fueron dados por él. Rodó, al hablar de este movimiento dentro de las letras en la parte sur del Continente, dice que "Quien primero se adelantó a expresar en lenguaje literario el sentimiento de la naturaleza: fue Alberdi…"; que "La crítica satírica y de costumbres… fue en la literatura de su tiempo, iniciativa suya" y que, en lo que se refiere al despertar del sentimiento de la historia, su Crónica dramática de la Revolución de Mayo (1839), "debe considerarse… como el primer intento de proceder con cierto auxilio del arte en el estudio y reconstrucción de la pasado". De acuerdo con estos testimonios, Alberdi, con su Memoria descriptiva sobre Tucumán: (1834), con sus publicaciones en el periódico La Moda (1837) y otros, y con la Crónica ya mencionada, habría inaugurado en el Río de la Plata, los tres grandes temas sobre los que se organizaría el "americanismo literario": el paisaje, las costumbres y las tradiciones (Ibidem, 685, 702 y 708).

No persistió Alberdi, a pesar de todo esto, en la búsqueda del "discurso propio" por la vía del "americanismo literario", que fue justamente la elegida por Sarmiento. La explicación de este hecho no puede reducirse a la atribución de una capacidad literaria menos potente y sostenida que la de otros de su generación, y resulta legítimo pensar, como puede comprobarse por la propia evolución de los escritos juveniles de Alberdi, que había captado la interna debilidad de los recursos sobre cuya base se pretendió inicialmente americanizar nuestra literatura.

El programa de los románticos, tanto en Andrés Bello que se anticipó en esto a todos, como en la casi totalidad de los integrantes de la Generación argentina de 1837, había sido, en efecto, en el campo de las letras, el de "americanizarlas", más bien que el de hacer propiamente una "literatura americana", aun cuando ésta fuera la intención que internamente los movía. La respuesta fue, por lo general, la de agregar a los nuevos moldes literarios que imponía la literatura europea del momento, lo que se consideraba como el "color local", de donde se suponía que habría de venirle a la tarea literaria su originalidad. Tal como el mismo Rodó nos lo dice, el "paisajismo" consistía en un traslado de los colores de la naturaleza física; el "costumbrismo" se lo entendía como la expresión pintoresca de los usos, antes que en su crítica, y el sentimiento de la historia se quedaba en una descripción de curiosidades, reduciéndose a un "tradicionalismo". Esto dio lugar a lo que el mismo Rodó ha denominado "el americanismo de paisajes, tradiciones y costumbres" el que, según nos dice, "si bien es incapaz de dar la fórmula de una cultura literaria representaba una parte necesaria, y la más fácilmente original…" Para mayor debilidad de esta respuesta, el aspecto que alcanzó ciertamente desarrollo y permanencia, fue el más "externo" de los tres, el "paisaje". "La nota más intensa de originalidad -nos dice el mismo Rodó- que puede señalarse en los albores de la poesía americana… es sin duda la que procede de la directa comunicación con la naturaleza física”. El fenómeno se extendió, sin embargo, mucho más allá de los inicios de la aventura romántica y llegó a abarcar la totalidad del siglo XIX, a tal extremo que Emilio Carilla ha afirmado que "lo que prevalece de manera casi absoluta entre los románticos es el americanismo de tipo paisajista" (Ibidem, 692-693 y 700; Carrilla, E, 1975: I, 194-195).

Tanto Rodó como otros críticos que le fueron contemporáneos señalaron esa misma debilidad que movió a Alberdi a abandonar el "paisajismo" en favor de un "circunstancialismo", que le impulsó a interesarse por las costumbres, sin caer en lo pintoresco de modo exclusivo, avanzando hacia una crítica de ellas, y que lo encaminó hacia una filosofía de la historia, antes que a una reconstrucción anecdótica del pasado. La capacidad de construcción de la obra literaria, de la cual nació una literatura americana y no simplemente "americanizada", fue la otra vía de superación de los aspectos débiles del americanismo literario. Sin descontar que de alguna manera un Andrés Bello, primero y un Esteban Echeverría, años más tarde, habían transitado este segundo camino con algún éxito, lo cierto es que la superación más plena de lo que tenía de postizo y artificial el americanismo literario rioplatense, se alcanzó en las páginas del Facundo. De esta manera, los primeros intentos felices de alcanzar un discurso propio en el Río de la Plata, surgieron en el momento en el que se tomó conciencia de que la filosofía y la literatura sólo podían ser "americanas" "desde adentro", lo cual implicaba el rechazo de la categoría de lo "exótico" que había contribuido, sin embargo, a despertar aquella misma conciencia. La definición de literatura que Alberdi dio en Montevideo, en 1841, un año después de haber publicado las Ideas, es en tal sentido, terminante. Ella tiene que ser "cristiana, especulativa, democrática y popular, revolucionaria, literatura más de fondo que de forma" (Carilla, E.,1975: 168).

El americanismo literario nació de una interna contradicción, en cuanto que se aprendió a reconocer lo "americano" por influencia de escritores para quienes la nueva naturaleza se manifestaba estéticamente valiosa e interesante por su "exotismo", es decir, por su "externidad" (exotikós) respecto de su propia cultura. "Humboldt y Chateaubriand -dice Rodó- convirtieron, casi simultáneamente, la naturaleza de América en una de las más vivas y originales inspiraciones de cuantas animaron la literatura del luminoso amanecer del pasado siglo”. Tanto en el sabio alemán, como en el escritor francés, el recurso a lo "exótico" resultaba legítimo. Ahora bien, los escritores americanos que aprendieron a ver su propia naturaleza, llevaron a cabo una curiosa inversión que consistió en hacer de lo "exótico", vigente por obra de la literatura europea, no "lo de afuera", sino lo propio, "lo interno". Y del mismo modo, dentro de las formas del americanismo literario ingenuo, se llevó a cabo otra inversión de acuerdo con la cual, era el "paisaje" el que determinaba los estados de ánimo de la nueva conciencia estética, sin caer en cuenta en que el "paisaje" es un estado de ánimo. Con ello se pecaba, otra vez, de "exotismo", no ya por imitación de aquellos escritores en los cuales lo exótico era una actitud normal, plenamente justificable, sino carente de actitud crítica y de escasa capacidad dialéctica.

 Por otra parte, como el paisaje más extraño para el hombre europeo, e incluso el más fascinante y atractivo, fue el de los trópicos, el exotismo concluyó en "tropicalismo", como una de sus formas más generalizadas. El "segundo descubrimiento de América" que llevó a cabo Alejandro de Humboldt, según nos dice Rodó, se produjo en relación con una naturaleza Iujuriosa, "excesiva", de la que parecía brotar de modo desbordante y eterno la vida vegetal y animal, la de los trópicos. El bellísimo libro de Humboldt Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente, en los años de 1799 a 1804, que incluía un "Atlas pintoresco", titulado "Vistas de las cordilleras y monumentos de los pueblos indígenas de América", generalizó e impuso una forma de "descubrimiento" prestado, las más de las veces idílico y fundamentalmente "externo". No es de extrañar que Andrés Bello con su "Alocución a la poesía" (1823) y su poema "La agricultura de la zona tórrida" (1826), y Juan Bautista Alberdi con su Memoria descriptiva sobre Tucumán (1834), abrieran para sus respectivas patrias, la temática del paisaje en relación con una naturaleza tropical o subtropical (Rodó, J. E., 1957: 700). El "americanismo de paisajes, tradiciones y costumbres" llenó todo el siglo XIX, y mantuvo vigente la polémica acerca de la legitimidad de los medios sobre los cuales se pretendía alcanzar la elaboración del discurso propio. La valoración que de él hizo el crítico catalán Antonio Rubió y Lluch, contemporáneo de Rodó, a propósito de la producción literaria de Juan León Mera, expresa de modo claro la debilidad de aquel movimiento literario. El escritor ecuatoriano en su interesante ensayo titulado: “¿Es posible dar un carácter nuevo y original a la poesía sudamericana?", se preguntaba a su vez: “¿Por qué no damos a lo menos a nuestras producciones poéticas un colorido local y aspecto americano. ..?” La respuesta de Rubió fue, a nuestro juicio, terminante:

Lo que no encuentro en ellas [decía hablando de aquellas poesías] es el verdadero carácter indígena, que usted con tanto afán persigue. Si no fuera por las alusiones al sol, a los incas, a ciertas costumbres, a ciertos detalles indumentarios, por los nombres propios y algunas palabras quichuas que usted intercala, costaría distinguirlas de otras composiciones de carácter local histórico que engendró en Europa, antes el idealismo arcádico neoclásico y en tiempos más recientes el romanticismo feudal y trovadoresco… no creo posible que usted pueda llevar el pensamiento de dar carácter propio a la literatura hispanoamericana, más allá de lo que lo lograron Echeverría, Andrés Bello, Gutiérrez González y su eximio paisano Olmedo... (Mera, J. L., 1893: 593).

El abandono del "americanismo literario" en el joven AIberdi, no implicó, tal como anticipamos, el rechazo del "paisaje", las "costumbres" y las "tradiciones", sino la incorporación de estos temas con otro valor y en otro nivel de consideración. El paisaje quedó integrado como un momento secundario dentro de la "circunstancia" que era, para Alberdi, básicamente social; las "costumbres y usos", quedaron incluidos como un aspecto del proyecto ideológico, en relación con la problemática de la "emancipación mental" y, en lo que se refiere al quehacer literario que se ocupaba preferentemente de ellos, acabó entendiéndolo como una especie de "filosofía de la literatura", parte integrante de la "filosofía americana"; el “tradicionalismo literario", por su parte, perdió fuerza y presencia, en cuanto que todas las manifestaciones históricas comenzaron a ser consideradas desde una filosofía de la historia. Este cambio de valoración de los únicos elementos que integraban el "americanismo literario" que alcanzó en el Facundo una fórmula realmente superadora, se organizó en esa obra sobre respuestas equivalentes a las alberdianas, pero sin renunciar al quehacer literario.

El significativo proceso que va desde las manifestaciones ingenuas del "americanismo literario", hasta respuestas que hacían de esa tendencia una línea productiva capaz de servir para la fundamentación y realización del "discurso propio", se llevó a cabo básicamente sobre la crítica y rechazo del "exotismo", manifestados por primera vez tanto en las exposiciones del Salón Literario, como en las páginas del Fragmento preliminar al estudio del derecho.

Es, pues, ya tiempo de comenzar la conquista de una conciencia nacional, por la aplicación de nuestra razón naciente, a todas las fases de nuestra vida nacional. Que cuando, por este medio, hayamos arribado a la conciencia de lo que es nuestro y deba quedar, y de lo que es exótico y deba proscribirse, entonces sí que habremos dado un inmenso paso de emancipación y desarrollo, porque no hay verdadera emancipación mientras se está bajo el dominio del ejemplo extraño, bajo la autoridad de formas exóticas (Alberdi, 1955: 52-53).

Demás está aclarar que el exotismo que aquí se rechaza no se reducía a instituciones o prácticas políticas importadas, sino que incluía asimismo, modos de ver y sentir las cosas nuestras.

En 1840, estando aún Alberdi en el exilio de Montevideo, redactó el famoso prospecto de filosofía que lleva por título Ideas para presidir a la confección del curso de filosofía contemporánea en el Colegio de Humanidades. Aparecido originariamente en las páginas de El Iniciador, recién pudo ser conocido al ser incorporado en 1900 en el tomo XV de los Escritos póstumos (Alberdi, 1900, XV, 601-619). El breve ensayo alberdiano, a pesar de su estilo periodístico y el desarrollo escaso de los numerosos temas que plantea, es uno de los más perdurables documentos dentro de la historia de la filosofía hispanoamericana. De hecho, el texto permaneció desconocido durante todo el siglo XIX. José Enrique Rodó, cuyo Ariel, aparecido en 1900, fue como lo señala Leopoldo Zea “un llamado a la realidad al que medio siglo antes había apuntado Alberdi”, parece no haberlo conocido (Zea, L., 1969, 25). No escapó, sin embargo, al gran sistematizador del "americanismo literario", la significación que le cupo al joven Alberdi como filósofo, dentro de su generación. "En la crítica literaria, AIberdi debe ser considerado -dice- como el colaborador del gran propósito de Echeverría. La idea de emancipación mental que, en la producción poética, inició el autor de La cautiva, él la expresó en la doctrina y el análisis...” (Rodó, J. E., 1957: 668). Años más tarde, antes de 1920, el texto alberdiano será "descubierto" por José Ingenieros, quien lo sacó del olvido en que yacía dentro de la masa de materiales de los Escritos póstumos. Arturo Ardao, comentando este hecho, nos dice que "cuando Ingenieros exhumó ese olvidado escrito de Alberdi, Alejandro Korn encontró en él una entrañable actualidad", hecho que le llevó a declarar que "No se puede dar un programa más perfecto y más adecuado a nuestras necesidades. Este es el programa que todavía tiene que regirnos: buscar dentro de nuestro propio ambiente la solución de nuestros problemas” (Ardao, A., 1963: 63-72).

La lectura que Ingenieros y Korn hicieron del texto alberdiano no superó los marcos de una interpretación positivista. Como reacción contra ellos, Coriolano Alberini, en su artículo "La metafísica de Alberdi", de 1937, intentó reivindicar los aspectos románticos, en particular los relativos a la filosofía de la historia. Frente a la tesis de Ingenieros de los "sansimonianos argentinos", contrapuso la de los "herderianos argentinos", restando importancia a la presencia de los aspectos "socialistas" que muestran los escritos juveniles de Alberdi (Alberini, C., 1966). Por esos mismos años, el filósofo argentino Luis Juan Guerrero identificaba su idea de la filosofía nacional, con la sustentada por Alberdi. Tanto la interpretación de Alberini, como la de Guerrero, subrayaron el historicismo alberdiano (Cfr. Agoglia, 1975: 185).

En la década de los 40, José Gaos, en México, habría de calificar el texto con palabras mucho más entusiastas que las que provocó en Alejandro Korn, como "el programa de toda la que quiera ser filosofía americana y española, en el mismo sentido en que son la filosofía francesa, inglesa, alemana. “...uno de los puntos decisivos, pues, en la historia entera del pensamiento de lengua española". Las opiniones y tesis sostenidas por Gaos concedieron al texto alberdiano una significación mucho más vasta, que sobrepasaba la temática de una "filosofía nacional", dentro de cuyos marcos se había producido la valoración del texto en la Argentina, y que le asignaba, a la vez, un alcance que no había pensado el propio Alberdi. Por lo demás, el circunstancialismo historicista alberdiano, vino a coincidir con el circunstancialismo mexicano, en el que tan importante papel jugó el propio Gaos (Cfr. Ardao, A., 1963: 93-106).

En nuestros días, dos discípulos del maestro español, confirmarán la importancia de las tesis alberdianas. Leopoldo Zea afirmará que en materia de filosofía "Se trata, pura y simplemente, de hacer lo que ya aconsejaba Alberdi, esto es, seleccionar, adaptar, la expresión de la filosofía occidental que mejor convenga a nuestras necesidades, a nuestra realidad. Esto es, aceptar conscientemente, lo que de una manera a veces inconsciente, se ha hecho desde los mismos inicios de nuestra incorporación como americanos a la historia del mundo occidental...” (Zea, L., 1969: 50). Augusto Salazar Bondy, por su parte, creyó encontrar en el texto de Alberdi la anticipación de su propia tesis de que no ha habido una filosofía americana y que la misma, era y ha sido, un proyecto (Salazar Bondy, 1969, 56).

El "americanismo literario" alcanzó su culminación, luego de un variado proceso extendido a lo largo de todo el siglo XIX, con la obra de historia y critica literarias de José Enrique Rodó, a partir del cual comenzó a declinar. La "filosofía americana", o "americanismo filosófico", olvidado o ignorado durante aquel siglo vino, por el contrario, a constituirse por obra del historicismo contemporáneo, en una de las manifestaciones más interesantes de lo que va del siglo actual. El célebre texto alberdiano ha mostrado una vitalidad indiscutible y constituye el documento inicial de una de las más fecundas y prolíficas líneas de desarrollo de nuestro pensamiento.

El propósito de Alberdi en las Ideas, era el de dar a conocer un panorama de filosofía contemporánea, pero, a la vez, el de proponer las bases para la enunciación de una filosofía propia. Parte, en lo que se refiere al primer aspecto, del rechazo de la filosofía alemana, acusada de oscuridad y de espíritu metafísico. Repulsa que ya el mismo Alberdi había expresado en una de las largas notas con las que concluye el Fragmento preliminar, y en algún artículo sobre Kant que dio a conocer en las páginas de El Iniciador, en Montevideo, donde rechazaba el concepto del "arte como finalidad sin fin". La filosofía que se propone enseñar, habrá de ser la francesa, atendiendo que en ella "se encuentran refundidas las consecuencias más importantes de la filosofía de Escocia y Alemania", expresadas de un modo acorde con el espíritu "meridional". Francia es el país que ofrece el modelo del filosofar más adecuado a nuestro temperamento y, a la vez, la síntesis de todo el saber europeo.

Ahora bien, la filosofía francesa muestra diversas líneas de desarrollo que, como es lógico, no todas poseen en un mismo grado aquel espíritu de síntesis, ni son las más adecuadas. "Nosotros nos ocuparemos sólo de la filosofía del siglo XIX -dice- y de esta misma filosofía excluiremos todo aquello que sea menos contemporáneo y menos aplicable a las necesidades sociales de nuestros países”. De las "tres grandes escuelas" vigentes, la "sensualista", o de los ideólogos, y la "mística" o de los tradicionalistas, son rechazadas, la primera por provenir "del siglo pasado", y la segunda, uno de cuyos representantes es Donoso Cortés, por ser inaplicable "en países de democracia". La tercera "gran escuela", la ecléctica, recibe, por el contrario, otro tratamiento. Si bien Victor Cousin es considerado entre los grandes pensadores, junto con un Kant o un Hegel, su figura queda abiertamente desplazada ante la de Teodoro Jouffroy, "el filósofo más contemporáneo", a quien sigue Alberdi en conceptos fundamentales, tales como los de la naturaleza y objeto del saber filosófico. El texto de las Ideas comienza y finaliza con citas del filósofo francés, y "la más alta fórmula de filosofía", la de "los destinos humanos", es la que él ha enunciado. El peso que las tesis de Jouffroy muestran en el primer manifiesto de "filosofía americana" exigiría, para hacer de éste una correcta revaloración, un estudio de los escritos de este filósofo que dentro de la "escuela ecléctica" jugó un papel más bien independiente.

Al lado de las "grandes escuelas" mencionadas, agrega una cuarta, para Alberdi "menos importante y famosa", que incluso no tiene aún nombre propio y que nos propone llamarla, relacionándola con la Revolución de 1830, "escuela de Julio", representada principalmente por Leroux y Lerminier. La polémica de Leroux contra el eclecticismo de Cousin, sabemos que fue ampliamente leída en el Río de la Plata, como también que este escritor, lo mismo que Lerminier, estaba bajo la influencia de Saint-Simon. Eugene Lerminier había sido, por otra parte, ampliamente utilizado por Alberdi en la elaboración de su Fragmento preliminar al estudio del derecho, algunos años antes.

Si entendemos el “socialismo" en los términos con que aparece mencionado y definido por primera vez en el Río de la Plata, en las páginas del periódico La Moda, como "una tendencia hacia la sociabilidad y el humanitarismo" (Rama, C., 1977: XXX), el primer manifiesto de “filosofía americana" es, sin lugar a dudas, un texto socialista. La filosofía resulta entendida como un saber que tiene como objeto fundamental la "sociabilidad", por donde puede inferirse la importancia que la "escuela de Julio" tenía frente a las otras, y explica la presencia, al lado de los escritores de ésta, de pensadores de otro origen pero que se habían ocupado asimismo de lo social. Conforme con este espíritu, Alberdi declara que "la discusión de nuestros estudios" se desarrollará "en el terreno de la filosofía favorita de este siglo", aquella que tiene como objeto "la sociabilidad y la política"; y nos aclara, a continuación, que "tal ha sido la filosofía. ..en manos de Lamennais, Lerminier, Tocqueville y Jouffroy", como lo ha notado, según nos dice, el historiador Damiron. La filosofía será, declara al final del texto, “lo que quieren que sea para la Francia, Jouffroy, Leroux, Camot, Lerminier y los más recientes órganos de la filosofía europea". Digamos, de paso, que en las mismas páginas de El Iniciador, en donde aparecieron las Ideas de Alberdi, había una “Sección sansimoniana", en donde se dieron a conocer traducciones de Pierre Leroux y Eugene Lerminier.

Ahora bien, la "sociabilidad", tema propio de los socialistas románticos europeos, no era ajena al concepto de "nación", por donde la filosofía que se proponía Alberdi era a la vez, como él mismo la denomina, una "filosofía nacional". El "punto de partida y de progreso de todo pueblo" es siempre su "nacionalidad". Dentro de esta problemática aparece justamente el tema del "destino", que era punto central dentro de la filosofía del derecho de Jouffroy, fuente indiscutible, en este aspecto, de Alberdi. De ahí que el ecléctico disidente pudiera aparecer asumido dentro de un pensar "socialista". Otro tanto podemos decir de Tocqueville cuyo célebre ensayo sobre los Estados Unidos se había organizado a partir de un “conocimiento de las teorías sociales", tal como habrá de señalarlo más tarde Sarmiento (Cfr. 1977: 9-10). El hecho de que la problemática de la "sociabilidad" supusiera tanto una descriptiva, como una proyectiva sociales, elaborada esta última sobre la noción de "destino", hace que la filosofía que propone Alberdi sea, como él la denomina también, una "metafísica del pueblo".

Desde estas fuentes se propone Alberdi llevar a cabo el "examen crítico de los publicistas y filósofos sociales europeos" que habían tenido vigencia en particular en la última etapa de la Ilustración y que habían sido leídos y seguidos por los intelectuales y políticos de nuestras guerras de Independencia: Montesquieu, Rousseau, Bentham, Benjamin Constant, dentro de los cuales incorpora a algún romántico, en concreto a Guizot, escritor que se había conquistado fuertes antipatías entre los miembros de la generación rioplatense de 1837. La crítica y rechazo de estos "publicistas" es la misma que, por su parte, hará más tarde Sarmiento (Cfr. 1977: 20 y 110-111).

Junto con la crítica negativa de los "filósofos sociales europeos" consagrados, se produce en Alberdi el rechazo del eclecticismo. Este había pretendido ser el fin de las contradicciones de los sistemas, pero desde un nuevo sistema deducido a priori con los recursos de una especie de psicología trascendental. Ya vimos páginas atrás la crítica que Carlos Vaz Ferreira hacía de esta pretendida dialéctica, actitud que encontramos anticipada en Alberdi. Los sistemas en sí mismos son válidos, siempre y cuando tengamos en cuenta que cada uno de ellos no se genera del otro, sino que la raíz se encuentra en la realidad social de la que son expresión. Y por eso mismo, los sistemas son distintos y hasta contradictorios, hecho que no afecta a la filosofía misma. Por lo demás, de nada nos sirve el traslado de sistemas nacidos para responder a otras necesidades sociales, hecho que nos conduciría a una situación respecto de principios que no son los que han de regir nuestro sistema surgido a posteriori de nuestra propia experiencia.

No ha de resultar extraño por eso que Alberdi afirme, siguiendo la tesis de Jouffroy, no sólo que no existe un texto, o un cuerpo completo de doctrina filosófica, sino que no se ha dado aún con la definición misma de la filosofía, y que esta ciencia "está por nacer". Frente al academicismo imperante en la universidad francesa de la época, no cabe duda que la nueva experiencia sobre la que se pretendía organizar la filosofía, la "sociabilidad", debía despertar la conciencia de que se estaba frente a una nueva época, que venía a poner en crisis toda forma de pensar que no tuviera en cuenta la raíz social e histórica del saber. De este modo, Alberdi no sólo anticipaba una "filosofía americana", sino una nueva filosofía europea, frente a las cuales podía afirmarse que la filosofía no había nacido aún.

Por lo demás, negar la existencia de la filosofía, era momento necesario para plantear un comienzo. Si éste no se había producido, los americanos se encontraban, lo mismo que los europeos, en condiciones semejantes respecto de la constitución de aquel saber.

Alberdi parte de una serie de contraposiciones: ante una "filosofía universal", habla de una "filosofía peculiar”; frente a una "filosofía completa existente", actual, contrapone una "filosofía completa posible"; y ante una "filosofía en sí", nos habla de una "filosofía positiva y real". Para entender este sistema de contraposiciones es necesario tener en cuenta lo que en cada caso se rebate. Cuando habla de "filosofía universal" se refiere, en términos generales, al pensamiento del siglo XVIII, y en particular, a su marcado ahistoricismo; cuando habla de "filosofía completa", lo hace pensando, en un primer momento, en la filosofía de la escuela ecléctica, en la que lo histórico había quedado reducido a una "historia de sistemas". Se trata, pues, del rechazo del historicismo propio del psicologismo romántico generalizado por aquella escuela; cuando nos habla de "filosofía especulativa", está apuntando a la filosofía de los últimos ilustrados, a la que acusa de "ideológica y psicológica". Con ello se lleva a cabo un rechazo del ahistoricismo propio del psicologismo ilustrado de última hora. En resumen, lo que afirma como filosofía propia, posible y a la vez necesaria, y a la que denomina de diversos modos: "filosofía peculiar", "filosofía incompleta" y "filosofía positiva y real", podría ser caracterizado como un declarado antipsicologismo, fuera de origen ilustrado o romántico, y como un historicismo circunstancialista. Se propone un tipo de filosofar, al que podríamos denominar "abierto" ("incompleto"}, que no niega la posibilidad de llegar a ser sistemático ("completo"}, pero que entiende que el sistema no es el punto de partida, sino el de llegada. Al mismo tiempo, y en relación directa con lo dicho, un filosofar del "hombre exterior", que supone una clara contraposición entre lo que podríamos denominar "psicologismo" y "socialismo". La polémica entre los "psicologismos" de la época, entre los espiritualistas románticos de la escuela ecléctica, apoyados en la filosofía escocesa, y los antiguos psicologistas sensualistas de la escuela ideológica, se la da por sobrepasada y terminada. No es el hombre "interior", sino el hombre "externo", el hombre como ser social y, consecuentemente, la "sociabilidad", lo que es objeto propio de una filosofía.

En un segundo momento, Alberdi entiende por "filosofía completa", no la que surge de la dialectización de todos los "sistemas" dados, al modo ecléctico, sino como aquella que habrá de alcanzar "la resolución de todos los problemas de la humanidad". Lo completo no se refiere ahora a "sistemas", sino a "problemas". A esta filosofía se opone la "filosofía contemporánea" que es la que desea hacer y que es, justamente, una "filosofía incompleta", por cuanto sólo trata de resolver "los problemas que interesan por el momento". De este modo, la exigencia de "radicarnos en la incompleta", muestra varios niveles, el primero de ellos, el más importante, supuesto en los dos momentos señalados, es el de que no hay acceso a lo universal, sino desde lo particular, y que aquella "exigencia" es un momento metodológico dentro de una tarea posible; los otros, ya lo hemos dicho, colocados en el plano no de la meramente posible, sino de lo "real y positivo", significan un filosofar abierto, y a la vez un filosofar de la circunstancia propia.

El concepto de "filosofía peculiar" funda la posibilidad de una "filosofía americana". La célebre declaración de las Ideas, que había sido ya anticipada en el Fragmento preliminar, en 1837, habla de una relación entre las "necesidades más imperiosas" de cada época y de cada país, relación de la cual ha de dar razón la filosofía:

No hay, pues, una filosofía universal porque no hay una solución universal de las cuestiones que la constituyen en el fondo. Cada país, cada época, cada filósofo ha tenido su filosofía peculiar, que ha cundido más o menos, que ha durado más o menos, porque cada país, cada época y cada escuela han dado soluciones distintas de los problemas del espíritu humano.

La filosofía de cada época y de cada país ha sido por lo común la razón, el principio, o el sentimiento más dominante y más general que ha gobernado los actos de su vida y de su conducta. Y esa razón ha emanado de las necesidades más imperiosas de cada período y de cada país. Es así como ha existido una filosofía oriental, una filosofía griega, una filosofía romana, una filosofía alemana, una filosofía inglesa, una filosofía francesa y como es necesario que exista una filosofía americana.

Esta declaración, momento central del texto de las Ideas, plantea el problema de la naturaleza de la filosofía desde dos ángulos: es entendida como una suerte de saber espontáneo, semejante a aquella "metafísica habitual" de la que hablaba Hegel, y que anticipa la problemática de los horizontes de comprensión que caracteriza a las llamadas concepciones del mundo y de la vida. Hay, en efecto, ciertos "principios que residen en la conciencia de nuestras sociedades", que "están dados" y "son conocidos", Se trata de un saber que surge naturalmente como "razón" y "sentimiento" de una época y de una sociedad, que si bien es, en un primer momento, una especie de saber "precientífico", se organiza luego como saber de ciencia y determina las modalidades propias u originales de éste. De ahí que Alberdi entienda, como hemos visto páginas atrás, que su propio discurso filosófico no sea incompatible con otras formas discursivas, de otros grupos humanos colocados en estamentos sociales "populares". Ahora bien, para que realmente esos dos momentos sean integrables -y deben serIo necesariamente, si de verdad se desea asegurar aquella "propiedad" del discurso- la "filosofía americana" habrá de respetar dos principios epistemológicos: el primero, tener en cuenta la empiricidad, o "positividad" del propio sujeto; el segundo, organizarse desde ella, como saber "abierto", exigencia que surge necesariamente del primer principio.

El punto de partida de la "filosofía americana" se encuentra pues, en un sujeto que se reconoce a sí mismo como tal.

“Así nosotros, partiendo de las manifestaciones más enérgicas y más evidentes de nuestra constitución externa, escuchando el grito salido del hombre, que por todas partes dice: soy personal, soy idéntico, sensible, activo, inteligente y libre, y debo marchar eternamente en el progreso de estos grandes atributos, trataremos según esta ley de nuestra naturaleza que se nos da a conocer por intuición y por sentimiento de explicar las condiciones más simples de un movimiento social, político, industrial y literario, el más propio para llegar a la satisfacción de las necesidades más generales de estos países en estas materias”.

Se trata claramente de un sujeto que se tiene para sí mismo como valioso, y que en la medida en que se afirma desde su "constitución externa", enuncia su propia sujetividad desde un "nosotros".

De ahí que la "filosofía americana", no es "americana" exclusivamente por la "naturaleza de sus objetos", sino antes bien, por las respuestas que aquel sujeto da frente a esos objetos, o como dice Alberdi, por "la forma de las soluciones". En otras palabras, la "filosofía americana" es, a la vez, "filosofía de América" (en donde el de posee valor objetivo), pero también y, en primer lugar, es "filosofía de el hombre americano" (expresión en la que el de posee valor subjetivo). Doble fuente de originalidad que es claramente percibida por Alberdi a partir de su crítica al "americanismo literario". No se trata de "americanizar la filosofía", sino de "hacer filosofía americana". Frente al "paisajismo", entendido como "tropicalismo", en el sentido negativo del término, el filosofar se le aparece, como lo hemos señalado, como lo que podríamos expresar como un "filosofar sin más", No basta con filosofar sobre, sino que es necesario hacerlo desde; antes que filosofía de objeto americano, es filosofar americano, o tal vez mejor, es un filosofar americanamente (Cfr. Roig, 1973: 537-547).

No se trata tampoco de "aplicar" de modo mecánico la filosofía europea a las circunstancias americanas, como si la filosofía y las circunstancias fueran externas la una respecto de las otras y, a su vez, ambas, en relación con el propio sujeto filosofante. En una frase no muy feliz y a la vez muy comentada y citada, Alberdi afirma que: "Si es posible decirlo, la América practica lo que piensa la Europa”. Nos parece que no se ha destacado de modo suficiente que Alberdi tenía conciencia que se trataba de un modo impropio de hablar, como lo prueba la locución inicial. La afirmación hubiera tenido pleno sentido, en lo que se refiere a la filosofía, si ésta hubiera sido entendida al modo del "americanismo literario" en su línea más débil de expresión, aquella que se proponía "americanizar la literatura". Es cierto que la exigencia de "positividad", que rige todo el pensamiento filosófico-social alberdiano, le conduce en un cierto momento a otra afirmación no menos citada que la anterior: "La abstracción pura, la metafísica en sí, no echará raíces en América", que trata de probarla con el ejemplo de los Estados Unidos, en donde no ha sido "indispensable la anterioridad de un movimiento filosófico, para conseguir un desenvolvimiento político y social". Es evidente que la "filosofía" de la que aquí se habla es, justamente, aquella anterior a esa otra que "está por nacer", dentro de la cual se encuentra la "filosofía americana", a la par de la europea. Esta filosofía, aun cuando "no nacida", posee, sin embargo una forma de anterioridad respecto de la "sociabilidad". No ha nacido como saber científico constituido, pero, de hecho, ha funcionado y funciona en todos los pueblos como saber espontáneo surgido de la razón y el sentimiento de todos ellos.

Esa filosofía se habrá de ocupar, como nos lo dice, de la “organización social", de las "costumbres y usos", de “los hechos de conciencia" y, por último, "de la concepción del camino y de los destinos que la Providencia y que el siglo señalan a nuestros Estados". Estos temas constituyen el objeto del derecho y las finanzas, entendidos como un solo saber, la literatura, la religión, la historia y habrán de ser considerados, dice “en sus leyes más filosóficas y generales, en su razón de conducta y de desarrollo, digámoslo así; y no en su forma más material y positiva. De otro modo no se diría que hacemos un curso de filosofía". La “filosofía americana" no es, pues, una mera aplicación de doctrinas generales elaboradas por otros, y los textos en los que se subraya la "positividad", únicamente señalan el sentido de filosofía social, como la exigía el "socialismo" de Alberdi.

Los planteos alberdianos no escapan a dificultades teóricas, toda vez que no se abandona la necesidad de considerar, en su validez objetiva, "lo bello, lo bueno, lo justo, lo verdadero, lo santo, el alma, Dios". La pretensión de tratarlos desde un ángulo que no sea el de la "metafísica en sí", no es compatible con una cierta aceptación de este tipo de saber, que se mantiene vigente y que, más aún, se considera momento necesario. En el Fragmento había dicho, como vimos, que "la filosofía es una en todos los tiempos y países, pues que la verdad es una en todos los instantes y en todos los lugares". Había afirmado asimismo, la necesidad de conocer todos los elementos de civilización, primero, "en su naturaleza absoluta", para después estudiarlos en sus formas históricas. Ahora bien, si la contradicción está presente y es, más aún, una de las contradicciones que plantea todo historicismo, es necesario destacar que en el mismo Alberdi estaban dadas las posibilidades de superación, las que se encuentran en la noción de sujeto del filosofar, en directa relación con un ejercicio del a priori antropológico.

La "circunstancia" sobre la cual se organiza este historicismo es, por lo demás, social, con una fuerza que no siempre ha mostrado el circunstancialismo posterior. Está dada, según se desprende claramente, por el conjunto de las "necesidades" y "exigencias" que experimenta un determinado grupo humano, en una específica situación histórica y geográfica. La "circunstancia" es, por eso mismo, pensada desde el sujeto circunstanciado, con lo que es, a la vez, "instancia". El típico futurismo y constructivismo de la Generación de 1837, distinto sin duda alguna de los que habían vivido los ilustrados, no podía partir de una actitud determinista radical, que si en algunos momentos parece haber sido insinuado, se encontraba en abierta contradicción con un optimismo renovador. De ahí el fuerte sentido de "instancia" que muestra la "circunstancia", y de ahí también la fuerza que alcanzó el proyecto ideológico elaborado por aquella Generación. Por último, es necesario recordar que ese sujeto, desde el cual se abren las posibilidades de superación de las diversas contradicciones, a pesar de su prioridad, no dejó nunca de ser entendido -dentro de la polémica "socialista" contra el psicologismo- como "hombre exterior". Ello conducía claramente a poner en entredicho la tradicional filosofía de la conciencia.

Podría decirse que el problema del discurso implica, en Alberdi, la cuestión de la "estructura referencial del lenguaje" y, a la vez, la cuestión de la existencia de diversos lenguajes o discursos. Critica la estructura referencial del "discurso literario" y, a la vez, la del "discurso filosófico" vigente en la universidad de su época. ¿Cuál es el referente del primero? El "paisaje, las costumbres, las tradiciones", mostrados como realidades autónomas, generadoras de especificidad y originalidad. ¿Cuál es el del discurso filosófico? El "hombre interior", mostrado sobre la base de una analítica que es ajena totalmente a toda motivación de especificidad y originalidad. Frente a esta filosofía, la de los ideólogos, el americanismo literario inaugurado por los románticos resultaba ser, a pesar de su debilidad, más significativo que el discurso filosófico académico imperante.

La respuesta de Alberdi habrá de concretarse en un intento de elaboración de discurso filosófico que tenga las ventajas que débilmente pretendía alcanzar el discurso literario en sus inicios, es decir, generación de especificidad y originalidad, en contra del discurso filosófico académico, pero que, a su vez, lleve más allá del planteo de aquel americanismo literario ingenuo, tratando de alcanzar una especificidad y una originalidad "internas" y no "exóticas". Esa "interiorización" no había de alcanzarse mediante un regreso a la subjetividad, sino todo lo contrario. El referente del nuevo discurso filosófico era el "hombre exterior" y la "interiorización" consistió en un rescate del sujeto del discurso dentro de los marcos de una comprensión de su naturaleza social. La respuesta de Sarmiento, en su Facundo, habrá de ser, por el contrario, como ya lo hemos dicho, la elaboración de un americanismo literario superador de aquella interna debilidad, pero también mediante un rescate del sujeto en un sentido semejante al alberdiano, es decir, una "interiorización", que no es respuesta subjetiva, sino claramente sujetiva, conforme la distinción que hemos establecido de estos términos.

En ambos se da, pues, una conciencia de empiricidad que conduce desde una originalidad extrínseca, hacia una originalidad de raíz intrínseca. Por otra parte, si bien el proyecto ideológico se organiza en ambos como un universo de valores no concretados aún en bienes, o por lo menos realizados parcial e imperfectamente, el mundo cultural de la población campesina, con su textura axiológica orgánicamente establecida, no dejaba de ser visto y entendido como momento del propio discurso. La empiricidad del sujeto no se reduce a la del propio grupo social, sino que ha de contar con la de otros sujetos, único modo de integrar dentro del universo de los discursos referidos, una totalidad social. La exigencia de una filosofía orgánica, sintética y constructiva, de la que nos habla Alberdi, responde a aquella tendencia. Las relaciones conflictuales que acabarán privilegiando el proyecto ideológico de las preburguesías argentinas habrán de dar la nota de dramaticidad de estos intentos de discurso propio y marcarán los límites históricos del mismo.

Por lo demás, se puede hablar de una cierta plenitud del a priori antropológico, manifestado en aquella "circunstancia" entendida, a la vez, como "instancia". La doctrina de los grados de civilización, surgida de una relativización de la noción misma de "civilización", aun cuando el referido proyecto ideológico mantuviera vivo un modelo de "Civilización", implicaba un paso de un hombre "identificado" hacia un hombre que se "identifica" y, más aún, en el caso del Facundo, un intento de mostrar de qué modo hay un ejercicio de identificación aun en el hombre de la "barbarie". Es decir, que el esquema, en los escritos alberdianos y sarmientinos de los que estamos hablando, no parte de una contraposición entre un "hombre natural", y frente a él, un "hombre histórico", sino de una progresión que va de un "hombre histórico" hacia un "hombre plenamente histórico", es decir, que ha tomado conciencia de la experiencia originaria de historicidad. La exigencia de discurso propio condujo, en este sentido, a una inversión del discurso europeo colonialista. El problema mismo de la decadencia de la civilización, desarrollado por Sarmiento cuando nos habla de la "barbarización de las ciudades", no suponía, en ningún momento, un regreso a la naturaleza, sino simplemente, a un estadio anterior de cultura al que, pese a todo, se le reconocen valores propios.

Tales serían algunos de los aspectos, otros más podrían ser señalados, del modo como la problemática del "discurso propio" se planteó en los albores de nuestra cultura intelectual, y de la forma cómo se dio un "comienzo" del filosofar dentro de ella.

 

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