RACISMO CULTURAL, MIGRACIÓN Y CIUDADANÍA

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Lucía Alicia Aguerre 

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A modo de introducción: Los límites de la Nación

Hacer referencia a los límites del Estado-Nación en el contexto de una reflexión acerca de migración y ciudadanía significa utilizar de manera deliberada el doble significado del término “límite”, entendiéndolo tanto en el sentido de “frontera” como en el de “limitación”. Estos dos sentidos se coimplican al aplicarse a esta temática, ya que la hipótesis que guía este trabajo es que las fronteras geográfico-políticas y culturales, que constituyen un rasgo esencial del tipo de orden político constituido por el Estado Nación, configuran su propia limitación, en el sentido de defecto, restricción o inadecuación.

El movimiento migratorio actual, que involucra a millones de seres humanos desplazándose a través de fronteras nacionales, llama la atención sobre estos límites, que se traducen en problemáticas que la filosofía práctica debe atender: en primer lugar, cuestiona la coexistencia de, por un lado, un orden normativo de carácter universal, encarnado en el sistema de derechos humanos, y por otro, un orden de soberanía geopolíticamente configurado por diversos Estados nacionales que se valen del concepto de ciudadanía nacional para garantizar derechos exclusivamente a un grupo de seres humanos, y excluir a otros del goce de los mismos. En segundo lugar, abre la discusión acerca de lo que debe entenderse por identidad cultural: el movimiento migratorio desterritorializa la cultura e invita a la reflexión sobre los procesos sociales de producción de valores, costumbres y normas de convivencia, que conducen a concebir a la cultura más como un continuo dinamismo que como una entidad estática.

Ambos problemas remiten a la cuestión de la vigencia del modelo de Estado nacional concebido como un orden político -que ejerce su poder soberano sobre la población distribuída al interior de sus fronteras- identificado con una supuesta nación homogénea. El migrante, en tanto sujeto que traspasa las fronteras, interpela las concepciones de ciudadanía con su presencia y sus consiguientes demandas de participación y garantía de derechos humanos universales, y se enfrenta con un poder coercitivo cuyo objetivo es defender sistemas culturales pretendidamente estáticos que se ven retados por la otredad del extranjero, dejando en evidencia la limitación de estos sistemas para albergar al migrante[i].

El pensamiento filosófico más reciente ha dedicado numerosas páginas a exponer el modo en que estos sistemas culturales –las naciones- obedecen a construcciones estratégicas cuyo fin es la homogeneización de las prácticas simbólicas de las poblaciones. Benedict Anderson, en su obra Comunidades imaginadas, definió la nación como un “artefacto cultural”, fruto de una creación imaginaria, según la cual sus miembros se perciben a sí mismos como parte de una comunidad con valores fraternos, a pesar de no tener una relación personal entre sí. Estas comunidades imaginadas presentan como característica principal la delimitación, representada por las fronteras, en virtud de las cuales el sistema político acota su extensión y se distingue de otras naciones, generando particularidades y abriendo el camino para la pertinencia de los conceptos de pertenencia y no-pertenencia.

 

El filósofo francés Étienne Balibar, en sus reflexiones en torno al tipo de comunidad formada por el Estado nacional, utiliza el concepto de “etnicidad ficticia”[ii] para referirse a la construcción de la Nación en términos de un proceso mediante el cual la población de un Estado nacional, que en pocos casos posee una base étnica natural, se “etnifica” representándose como formando una comunidad natural. La identificación entre Estado y Nación prefigura un aparato estatal que interviene en áreas tales como la educación, la salud pública y las estructuras familiares, subordinando a los individuos a su carácter de ciudadanos del Estado-Nación antes que a cualquier otra consideración. Esta “nacionalización” se produce a través de una red de mecanismos y prácticas centrales para la constitución de la identidad, que se construye sobre la base del campo de valores de la Nación. Esta identidad referida a “lo nacional” relativiza las diferencias entre los ciudadanos de la misma “comunidad” y acentúa la diferencia simbólica entre ella -a través del “nosotros”- y “los extranjeros”. El modo de producir “etnicidad”, de manera tal de “naturalizarla” y ocultar su carácter ficticio, es a través de dos vías que resultan eficaces para arraigar el sentido nacional de modo de asimilarlo a un hecho natural: el lenguaje y la raza.

De este modo, se generan fronteras que actúan desde lo cultural, límites que prefiguran una constitución del sí mismo y del otro como diferenciaciones naturales, inexorables, esenciales. Estas fronteras, que representan mecanismos de inclusión-exclusión, actúan de un modo más tangible a través de las fronteras geopolíticas, aquellas líneas o zonas de separación y de confrontación que dividen a los territorios y establecen un reparto de la población bajo diversas jurisdicciones nacionales. Balibar, en Violencias, identidades y civilidad[iii], propone un tratamiento de las fronteras geográficas que dé cuenta del carácter multívoco de las mismas en relación con el propósito y el significado que asuman históricamente. Según su perspectiva, las fronteras presentan tres rasgos fundamentales: la “sobredeterminación”, la “polisemia” y la “heterogeneidad”. El rasgo de “sobredeterminación” aplicado a las fronteras indica que no se trata simplemente de meros límites entre Estados, sino que cumplen la función de configurar el mundo; su “polisemia” indica que las fronteras existen de distinto modo para individuos de distinta clase: no las cruzan de igual manera un empresario de un país rico en viaje de negocios, para quien la frontera es una “formalidad”, que un joven desempleado de un país pobre, para quien constituye un obstáculo y un espacio en el que vivencia un sentimiento de expulsión multilateral. La “heterogeneidad”, significa la disminución en la tendencia a la confusión entre fronteras de tipo político, cultural o socioeconómico: dichas fronteras ya no se perciben en las fronteras geográficas que delimitan Estados (y aquí se debería agregar sólo), sino que son percibidas en aquellos espacios en los que se ejercen controles sanitarios o de seguridad.

 

Fronteras culturales, delimitaciones del biopoder

En uno de sus textos[iv] dedicados a la problemática de la migración, el filósofo Raúl Fornet- Betancourt señala que una ciudadanía entendida como culturalmente homogénea concibe a los inmigrantes como “invasores” a los que se debe eliminar - a través de restricciones de ingreso, deportaciones o mediante la violación de sus derechos fundamentales - o neutralizar, a través de políticas de asimilación o integración al orden establecido. Esta sutil forma de exclusión constituye también un modo de eliminación, ya que la integración se propone como un abandono de las prácticas que el sujeto asumió hasta el momento, en pos del “progreso”, y como la condición para acceder a la ciudadanía. Al relacionar este accionar sobre la otredad del migrante con el tipo de control que significa la atribución, a todo individuo, de una identidad étnica, de modo de distribuir a la humanidad en diferentes etnicidades que corresponden a diferentes naciones, surgen las nociones de inmunidad, de amenaza al cuerpo político y hace entrada el racismo[v], por lo que considero pertinente enmarcar la problemática en relación con el despliegue de la biopolítica. El término biopolítica, retomado por Michel Foucault entre los años 1974-1980, constituye una de las categorías fundamentales de la filosofía contemporánea y alude al carácter central que cobra lo viviente en el ejercicio del poder y del saber. La biopolítica es considerada por Foucault como una tecnología de poder, es decir, una técnica que determina la conducta de los individuos y los somete a cierto tipo de fines de dominación[vi]. En relación al fenómeno de la migración, resulta sugerente el tratamiento foucaultiano acerca del surgimiento de la población como objeto del biopoder y del racismo como condición de posibilidad de marginación, exclusión o eliminación del Otro –representado en este caso por el migrante- en el contexto de un poder cuyo objetivo es “hacer vivir”.

En las lecciones del año 1975-1976 editadas bajo el título Defender la sociedad, Foucault sostiene que la biopolítica tiene como objeto a la especie humana en tanto cuerpo viviente, con el objetivo de controlar e intervenir en aquellos procesos biológicos tales como nacimientos, decesos, enfermedades, fenómenos colectivos que pueden tener efectos económicos y políticos. Se trata de influir ya no sobre cuerpos individuales particulares –como en el poder disciplinante- , sino sobre la población, dejando atrás como objetivo a la “sociedad” o al “individuo-cuerpo”.

La biopolítica “hace vivir”, realza la vida y controla sus accidentes por lo que cabe preguntarse ¿por qué el Estado biopolítico se apropia del racismo –práctica aniquiladora- como tecnología de poder? La explicación se encuentra, según Foucault, al analizar aquella función de la biopolítica que no se refiere al “hacer vivir”, sino a la contracara de este ejercicio, constituida por la acción de “dejar morir”. La pregunta acerca de cómo es que un poder que consiste en hacer vivir ejerce igualmente el poder de dar la muerte, puede ser respondida a través del racismo como herramienta de eliminación. En palabras de Foucault, “…un poder que tiene como tarea tomar la vida a su cargo necesita mecanismos continuos, reguladores y correctivos. Ya no se trata de hacer jugar la muerte en el campo de la soberanía[vii], sino de distribuir lo viviente en un dominio de valor y de utilidad. Un poder semejante debe calificar, medir, apreciar y jerarquizar, más que manifestarse en su brillo asesino.”[viii] Pero sostengo que es relevante plantear el cuestionamiento acerca de la relación entre biopolítica, vida, muerte y racismo del siguiente modo: si el racismo constituye la estrategia de “dar muerte” en el contexto de la biopolítica –cuyo objetivo central consiste en hacer vivir- ¿cuál es el motivo por el que el biopoder debe “dejar morir” poblaciones con el objeto de “hacer vivir” otras, utilizando el discurso biológico del racismo dada la centralidad de lo viviente para esta técnica de dominación? La respuesta es que la población a la que se aplica el biopoder es la enmarcada por el Estado-Nación, a la cual debe proteger de la alteridad cultural –representada por el migrante- que amenaza la imaginada homogeneidad. Y para ello debe utilizar el único argumento que le cabe a un poder biopolítico: aquel relacionado con lo biológico.

 

De esta manera el migrante entra a formar parte de la lógica del poder de tipo biopolítico, cuyo objetivo consiste en hacer vivir y prolongar la existencia de las poblaciones, valiéndose del racismo para eliminar o dejar morir la extrañeza del migrante, al que considera una amenaza. El único modo a través del cual eliminar la otredad a la narrativa nacional, en una sociedad cuyo objetivo es la prolongación de la vida (útil), es a través de la estigmatización de la alteridad, señalándola como un peligro para la población que se pretende mantener en su homogeneidad. Y como el discurso y accionar del poder biopolítico tiene que ver con la naturalización o biologización de los rasgos de la población, el modo de exterminar una vida –la de la alteridad migrante- es señalándola como una amenaza a la homogeneidad biológico-étnico-cultural que representa la población nacional. Y esa manera es a través de la raza: “La raza, el racismo, son la condición que hace aceptable dar muerte en una sociedad de normalización […]. El racismo es indispensable como condición para poder dar muerte a alguien, para poder dar muerte a los otros. En la medida en que el Estado funciona en la modalidad del biopoder, su función mortífera sólo puede ser asegurada por el racismo.”[ix]

Esto significa que para el biopoder, cuyo objetivo es hacer vivir las poblaciones y para el cual la muerte sería entonces paradojal o “el anti-propósito”, el racismo representa la condición única a través de la cual ejercer el derecho de matar. Para asegurar la vida, para prolongar las existencias, para prolongar la utilidad, se debe aniquilar lo que supuestamente constituya un peligro para la especie que se está resguardando. Foucault lo expresa claramente: “Cuando haya que matar gente, matar poblaciones, matar civilizaciones, ¿cómo será posible hacerlo en caso de funcionar en la modalidad del biopoder? Gracias a los temas del evolucionismo, gracias a un racismo.”[x]

Según la perspectiva asumida aquí, entonces, se podría afirmar que el modelo Estado-Nación constituye el marco privilegiado para el ejercicio de la biopolítica. El Estado, identificado con una nación homogénea, centraliza el racismo al proteger, mediante las fronteras geopolíticas y culturales, la etnicidad compartida por la comunidad que él mismo ha construido a través de aquellas prácticas constitutivas de identidades nacionales. El Estado funciona de este modo como el “protector de la integridad, la superioridad y la pureza de la raza”[xi]. El resultado es un “racismo de Estado”, el racismo contemporáneo, según Foucault.

 

Ahora bien, el racismo que afrenta al migrante no alude de una manera directa a la “diferencia racial”, ni a la existencia de “razas” biológicamente determinadas: los discursos biologicistas acerca de las “razas” han perdido vigencia y están por demás “mal vistos”. Al relacionar el racismo y su funcionalidad a la biopolítica con la figura del migrante en tanto atravesando las fronteras de resguardo de las “comunidades imaginadas” y la amenaza que significa su presencia a la “etnicidad ficticia”, se cae en cuenta del funcionamiento de un racismo de tipo culturalista y diferencialista, que sustituye la noción de “raza” por la de “inmigración”. Se trataría de un “racismo sin razas” cuyo tema dominante no es la diferencia racial de tipo biológica, sino el carácter insoslayable de las diferencias culturales. Nuevamente, la temática es inspirada por el tratamiento de Balibar, específicamente en el capítulo “¿Existe un neorracismo?” publicado en el libro Raza, Nación y Clase, que elaboró en conjunto con Emmanuel Wallerstein. Allí, Balibar observa que “[…] la cultura puede funcionar también como una naturaleza, especialmente como una forma de encerrar a priori a los individuos y a los grupos en una genealogía, una determinación de origen inmutable e intangible”[xii] Esto es un “racismo culturalista”, que se vale de nociones esencialistas de la cultura al señalar en el Otro “concepciones del mundo” y prácticas culturales incompatibles con la de la supuesta cultura homogénea de acogida, y sostiene que los individuos son portadores de una única cultura firmemente determinada. Se denomina también “racismo diferencialista”, ya que enfatiza la nocividad de la desaparición de las fronteras y el peligro de la supresión de las distancias culturales, debido a la conflictividad que traería aparejado un choque entre culturas rígidamente delineadas y a menudo incompatibles.

Es decir que, aunque se trate de un racismo que no aluda a las “razas”, introduce un sentido biologicista en las diferencias culturales, ya que considera como esenciales los rasgos culturales, cancelando cualquier posibilidad de diálogo, al igual que cualquier intento de construcción común, modificación de concepciones, etc.

Lo que se desliza entonces, según este planteo, es que el racismo cultural, que da lugar a la exclusión continua de los migrantes por parte de los Estados, está íntimamente relacionado con determinadas concepciones acerca de lo que es la cultura y de cómo ésta se constituye. Determinado tipo de concepción acerca de la cultura dará por resultado un tipo específico de ciudadanía, más o menos incluyente. Se tratará esto a continuación.

 

Concepciones estáticas o dinámicas de la cultura: los límites a la ciudadanía

El tratamiento de la filósofa Seyla Benhabib en su libro Las reivindicaciones de la cultura resulta adecuado para reflexionar en torno a lo que se fue sugiriendo a través del trabajo, esto es, acerca de las nociones de cultura que subyacen a los prejuicios ante la alteridad, y el modo en que legitiman prácticas discriminatorias y tipos de ciudadanía más o menos incluyentes. La autora propone distinguir dos grandes tipos de enfoques a través de los cuáles se piensa la cultura y se diseñan políticas que la colocan como eje central: por un lado, el enfoque de la “sociología reduccionista de la cultura”, y por otro, el “constructivismo social”[xiii]. Bajo el primer grupo, Benhabib ubica aquellas concepciones que, ya sea guiadas por un espíritu conservador o progresista, suponen que “[…] (a)las culturas son totalidades claramente delineables; (b) que las culturas son congruentes con los grupos poblacionales y que es posible realizar una descripción no controvertida de la cultura de un grupo humano; y (3) que, aún cuando las culturas y los grupos no se corresponden exactamente entre sí, y aún cuando existe más de una cultura dentro de un grupo humano y más de un grupo que puede compartir los mismos rasgos culturales, esto no comporta problemas significativos para la política o las “políticas””[xiv] .

Estos presupuestos conforman lo que se denomina una “concepción estática de la cultura”, que va de la mano de políticas de “preservación”. Para los grupos denominados por Benhabib como “conservadores”, las culturas deben preservarse para mantener segregados a los grupos con el fin de evitar supuestos conflictos aparejados por la hibridación cultural. Llamativamente, ciertos sectores progresistas comparten los mismos presupuestos esencialistas, aunque con fundamentos distintos: plantean el preservacionismo como modo de corregir el daño simbólico ejercido sobre aquellas culturas que son oprimidas.

Si se relacionan estas concepciones con el tipo de ciudadanía que suele recoger sus propuestas y su grado de fecundidad para albergar al migrante en tanto otredad externa, puede afirmarse que ni las narrativas del Estado-Nación, ni tampoco las teorías denominadas “multiculturalistas” dan lugar a una propuesta de ciudadanía que albergue al migrante. En el primer caso, el modelo de ciudadanía resultante excluye e invisibiliza tanto a los otros internos que no se adaptan a la cultura hegemónica como a los otros externos; en el segundo, la cuestión de la pluralidad cultural bajo un mismo Estado pretende ser resuelta –aunque actualmente abundan las críticas a este sistema- pero la cuestión de la alteridad encarnada en el migrante no puede ser atendida. En términos de Benhabib “[…] las políticas de la identidad y las política de la diferencia se ven afectadas por la paradoja de querer preservar la pureza de lo impuro, la inmutabilidad de lo histórico y el carácter fundamental de lo contingente”[xv], por lo que la garantía de los derechos culturales del migrante no forma parte de los objetivos de estos sistemas.

 

Benhabib propone una concepción dinámica de la cultura, a la que denomina “constructivismo social”. La apuesta fuerte de su planteo es la convicción de que “[…] la justicia intercultural entre grupos humanos debería defenderse en nombre de la justicia y la libertad y no de una elusiva preservación de las culturas”[xvi]. Este planteo abre el camino para concebir la justicia cultural más como la garantía efectiva de los derechos culturales de los ciudadanos –y se debería agregar que abriendo el espacio para todo aquel que desee incorporarse como tal- que como una protección a culturas rígidamente delineadas, ya que ante un tipo de política semejante surgiría la problemática acerca de quién o quiénes definen cuáles son “las culturas”, dando espacio para la intromisión de relaciones de dominación normativas.

Esto se relaciona con la crítica de la autora al multiculturalismo de tipo “mosaico”, que emana de su concepción acerca de la constitución de la identidad personal basada en un modelo dialógico y narrativo. Para la autora, los sujetos construyen su identidad a través de múltiples afinidades colectivas y relatos, y no de una manera unívoca y armoniosa dirigida por un único centro cultural, tal como lo entienden los multiculturalistas. Si los individuos constituyen su identidad cultural de esta forma, plagada de controversias en la elaboración continua de símbolos, historias, rituales y herramientas, difícilmente podrían adscribir sin ningún tipo de dificultad a una determinada cultura. Según su perspectiva, suelen ser los observadores externos quienes aplican coherencia y unidad a los grupos culturales, con el objetivo último de comprender y controlar.

La propuesta de una “ciudadanía cultural”, por parte de la filósofa brasileña Marilena Chauí parecería ser una vía de solución para la inclusión permanente de otredades internas y externas a las narrativas nacionales, dando cabida a la participación del migrante en la construcción continua de la cultura y la ciudadanía[xvii]. Este tipo de ciudadanía recoge la concepción dinámica de la cultura al entenderla como “trabajo” y como espacio a través del cual se manifiesten los distintos conflictos que se presentan a interior de las sociedades.

Chauí considera que la cultura nacional siempre ha sido instrumento de dominio de un grupo social. El Estado asume una función de productor de cultura, a través de la elaboración de contenidos culturales que legitimen frente a la sociedad la ideología del grupo dominante. Estos contenidos –estas creaciones- pueden responder a modelos de tipo folklorizante, que aludan a modelos estereotipados o a políticas relacionadas con la cultura populista y la neoliberal. En el caso de la cultura populista, también el Estado se propone como productor de cultura, aunque de una manera solapada, ya que su accionar tiene que ver con una hiper-valorización de “lo popular” como emanación cultural auténtica del pueblo, aunque en la realidad se traten de construcciones que son absorbidas por el Estado y tamizadas por la ideología dominante, para luego ser devueltas a la sociedad para su consumo como si se tratase de una elaboración propia. En el caso del modelo neoliberal, la dominación cultural es ejercida de un modo que ya no ubica al Estado en un lugar de productor de cultura, sino que prácticamente hace desaparecer su injerencia, poniéndose al servicio de la industria cultural y del mercado cultural.

 

Todas estas formas representan modos de dominación cultural, porque tienen como objetivo anular el desarrollo de las culturas como espacio en el que se manifiesten los conflictos, los diálogos, las creaciones de la sociedad. Si el Estado es considerado como productor de cultura, y no como producto de la cultura, no pueden ser modificados, alterados y discutidos aquellos aspectos de su conformación que no cumplan eficazmente los objetivos por los cuáles fueron instaurados.

La propuesta de una “ciudadanía cultural”, entiende la cultura de una manera amplia y dinámica como la “[…] elaboración colectiva y socialmente diferenciada de símbolos, valores, ideas, objetos, prácticas y comportamientos a través de las cuales una sociedad, internamente dividida y bajo la hegemonía de una clase social, define para sí misma las relaciones con el espacio, el tiempo, la naturaleza y los seres humanos”[xviii]; que desde una perspectiva política se presenta como un derecho de los ciudadanos, sin privilegios ni exclusiones; que desde un punto de vista conceptual es vista como trabajo, es decir, como un proceso de creación; y que tiene en cuenta a los sujetos sociales en tanto sujetos históricos, esto es, en tanto situados en determinadas condiciones históricas y materiales.

Es así que la “ciudadanía cultural” encierra un doble sentido del término cultura: por un lado, la cultura debe ser entendida como un derecho de los ciudadanos, y por otro, como consecuencia de la concepción anterior, la cultura debe ser entendida, en tanto resultado del ejercicio de este derecho, como trabajo de creación de los sujetos culturales. En tanto derecho de los ciudadanos, el Estado debe garantizar el derecho de acceso a las obras culturales, el derecho de producirlas, y el derecho de participar en las decisiones sobre política cultural. En tanto se garanticen estos derechos, el resultado será una construcción cultural fruto de la libre creación de todos los ciudadanos, resultando un proceso de creación dinámico y plural.

De esta manera, el Estado podrá ser concebido como producto de la cultura, y no como productor de cultura, dando espacio a su constante resignificación con el fin de superar las limitaciones de los modelos de Estado-Nación y dar respuesta a la presencia e interpelación del migrante.

 

Conclusiones

El recorrido a través de las problemáticas que suscita el análisis de la figura del migrante frente a una configuración geopolítica determinada por el entramado de estados nacionales quiso dar cuenta del carácter obsoleto de las concepciones de cultura que estos modelos sostienen. Los límites y fronteras que se diseñan para configurar los Estados-nacionales limitan su funcionamiento, al tornarlos inadecuados para responder a las resonantes demandas de inclusión.

El funcionamiento del tipo de biopolítica que ha sido expuesto y la defensa de la cultura nacional por parte de los Estados actúan de manera conjunta, en defensa de una uniformidad que el pensamiento filosófico actual desenmascara en tanto construcción ficticia e imaginada. Con esto no se intenta sostener que el resultado de las prácticas nacionalizantes no sea efectivo –ciertas normas culturales del Estado-Nación al que se pertenece son altamente constitutivas de la identidad- pero sí remarcar su carácter de “construcción”, para comenzar a desmitificar las creencias en torno a su naturalidad. Al realizar este giro, cualquier tipo de concepción rígida acerca de la cultura debería desvanecerse, ya que quedaría evidenciado el carácter constructo de las normas, valores y símbolos, y por sobre todo, las relaciones de poder implicadas en su diseño. El migrante sólo puede ser concebido como amenaza cuando se considera que la Nación está conformada por un corpus homogéneo o rígidamente subdividido. Pero si se considera a la cultura como un conjunto de prácticas y valores fluyentes, plagadas de controversias, mutables, procesuales y dialógicas, pierde sentido todo proyecto de preservación.

La siguiente definición de interculturalidad de Fornet-Betancourt aporta una concepción de la cultura en tanto construcción social continua e inacabada, sin más tendencias teleológicas que el diálogo como constitutivo de sí misma: "Interculturalidad quiere designar aquella postura o disposición por la que el ser humano se capacita para… y se habitúa a vivir ‘sus' referencias identitarias en relación con los llamados ‘otros', es decir, compartiéndolas en convivencia con ellos"[xix]. En esta concepción no cabe el establecimiento de límites para resguardar culturas rígidamente delineadas, sino que es la “convivencia” y el intercambio –en igualdad de condiciones- lo que permite una constitución de la identidad a través de la relación con los Otros.

El “racismo cultural”, en tanto naturaliza diferencias históricamente determinadas, funciona como el modo a través del cual los órdenes políticos pretenden controlar la población sobre la cual ejercen soberanía. Pero el avance hacia formas transnacionales de existencia, la movilidad territorial y la comunicación global deberían conducir hacia modelos donde prime la actitud intercultural. A modo de esbozo, e intentando no caer en planteos utópicos o hasta ingenuos, se podría deslizar que la rigidez en lo referente a las políticas culturales y las concepciones sobre la cultura obedecen, en gran medida, a cierto temor muy humano a la pérdida de sentido que -sólo a primera vista-, podría significar la aceptación de que no basta con una cultura (la propia) para leer e interpretar el mundo, como planteara Fornet-Betancourt. El reconocimiento de esta realidad, empero, no debería implicar la caída en un escepticismo en el que pareciera no haber nada sólido de lo cual sostenerse; no debería implicar una pérdida de sentido, sino por el contrario, un encuentro con el sentido, al avizorar la posibilidad de “traducción” de la propia tradición a los términos de otra tradición, indefinidamente. Las culturas son construcciones dinámicas y traducibles, y en esa posibilidad de traducción se debe encontrar la permanencia que aquiete inquietudes y abra el camino hacia la convivencia intercultural.


Fuentes:

[i] Hay que recalcar la inversión que significa ubicar el problema ya no, como suele hacerse, en las migraciones, sino en los sistemas políticos que no consiguen responder a sus demandas: Raúl Fornet Betancourt, en un texto que será mencionado a lo largo del trabajo, “La inmigración como condición del humano en el contexto de la globalización neoliberal”, llama sagazmente la atención sobre la confusión que significa señalar la migración como un problema a resolver, cuando “[…] la inmigración, los inmigrantes no son un problema. Si hay un “problema” en la inmigración como dimensión de nuestra realidad humana, ese problema estaría más bien en la manera cómo respondemos o nos comportamos ante ella los que formamos parte de las sociedades “receptoras y, con nosotros, nuestras instituciones.” (p. 247).

[ii] Balibar, É., “La forma nación: historia e ideología”, en Balibar, E., Wallerstein, I., Raza, nación y clase, Iepala, Madrid, 1988, p. 149.

[iii] Balibar, É., “¿Qué es una frontera?” en Violencias, identidades y civilidad, Gedisa, Barcelona, 2005 pp. 77-86.

[iv] Se hace referencia a Fornet-Betancourt, Raúl, “La inmigración como condición del humano en el contexto de la globalización neoliberal”, en Migración e interculturalidad. Desafíos teológicos y filosóficos.

[v] En la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia (Conferencia de Durban), la situación de los migrantes ocupó un lugar central. La Declaración, en el apartado 16 reza: “Reconocemos que la xenofobia contra los no nacionales, en particular los migrantes, los refugiados y los solicitantes de asilo, constituye una de las principales fuentes del racismo contemporáneo, y que las violaciones de los derechos humanos cometidas contra los miembros de esos grupos se producen ampliamente en el contexto de prácticas discriminatorias, xenófobas y racistas”.

[vi] En Tecnologías del yo, Foucault distingue cuatro tipos principales de “tecnologías”: tecnologías de producción, tecnologías de sistemas de signos, tecnologías de poder y tecnologías del yo, cada una de las cuales implica un cierto tipo de modificación y aprendizaje de los individuos.

[vii] El racismo surge, según el tratamiento foucaultiano, como práctica característica del tipo de poder de la biopolítica, cuando se pasa del poder como disciplinamiento de los cuerpos al poder como regularización de la vida; del poder de hacer morir y dejar vivir al poder de hacer vivir y dejar morir; y cuando al discurso de la lucha de razas, que inicialmente tenía en un sentido relacionado a la lucha de clases, se lo tergiversa hacia una lucha con sentido biológico.

[viii] Foucault, M., Historia de la sexualidad, Madrid, Siglo XXI, 1987, p. 174.

[ix] Foucault, M, Defender la sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 231.

[x] Idem, p. 232.

[xi] Idem, p. 80.

[xii] Balibar, É., “¿Existe un neorracismo?” en Balibar, E., Wallerstein, I., Raza, nación y clase, Iepala, Madrid, 1988, p. 38.

[xiii] Benhabib, “Introducción: sobre el uso y abuso de la cultura”, en Las reivindicaciones de la cultura. Igualdad y diversidad en la era global, Katz, Buenos Aires, p. 27.

[xiv] Ibídem.

[xv] Benhabib, p. 37.

[xvi] Ibídem, p. 33.

[xvii] La incorporación del pensamiento de esta autora está inspirada por los trabajos de la Dra. Alcira Bonilla sobre migración y ciudadanía.

[xviii] Marilena Chauí, Cidadanía cultural. O direito à cultura, p. 72 (traducción de la autora de este trabajo).

[xix] Fornet-Betancourt, R. Crítica intercultural de la filosofía latinoamericana actual, Madrid, Trotta, 2004, p. 14.

 

Bibliografía:

Anderson, Benedict, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, Fondo de Cultura Económica, México, 1993.

Balibar, Étienne, “¿Qué es una frontera?” en Violencias, identidades y civilidad, Gedisa, Barcelona, 2005.

Balibar, Étienne, “¿Existe el neorracismo?” y “La forma nación: historia e ideología”, en Balibar, E., Wallerstein, I., Raza, nación y clase, Iepala, Madrid, 1988. pp. 31-48 y pp. 135-168.

Benhabib, Seyla, “Introducción: sobre el uso y abuso de la cultura”, en Las reivindicaciones de la cultura. Igualdad y diversidad en la era global, Katz, Buenos Aires, 2006.

Chauí, Marilena, Cidadanía cultural. O direito à cultura, Fundación Perseu Abramo, San Pablo, 2006.

Fornet-Betancourt, Raúl, “La inmigración como condición del humano en el contexto de la globalización neoliberal”, en Migración e interculturalidad. Desafíos teológicos y filosóficos, Aachen, Wissenschaftsverlag Mainz in Aachen, 2005.

Foucault, M., Defender la sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2006. 

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