EL MARXISMO REALMENTE EXISTENTE

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FREDRIC JAMESON
Traducción del inglés por Esther Pérez 

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A la memoria de Bill Pomerance

 

El fin del Estado soviético ha sido ocasión para celebraciones a propósito de «la muerte del marxismo» por parte de quienes no son demasiado escrupulosos a la hora de distinguir entre el marxismo como modo de pensamiento y análisis, el socialismo como objetivo y visión políticos y societales, y el comunismo como movimiento histórico. Es obvio que aquel acontecimiento ha dejado su huella en esas tres dimensiones, y también se puede conceder que la desaparición del poder estatal vinculado con una idea determinada probablemente ejerza un efecto adverso sobre el prestigio intelectual de esta última. No fue casual que la matrícula en los cursos de francés descendiera abruptamente cuando el general De Gaulle renunció a la presidencia en 1970; pero resulta presumible que se requiera un argumento un poco más sólido para vincular ese giro de la moda intelectual con un deterioro más objetivo de la validez de la lengua francesa.

En todo caso, la izquierda de Occidente, en especial la marxista, enfrentaba dificultades desde mucho antes de la caída del muro y la disolución de la URSS, debido a tres tipos de críticas: en primer lugar, un distanciamiento de las tradiciones políticas del marxismo-leninismo que databa al menos de la secesión maoísta a fines de los 50; en segundo término, un «postmarxismo» filosófico surgido a fines de los 60, en el cual un nuevo feminismo emergente une sus fuerzas a una diversidad de postestructuralismos para estigmatizar temas marxianos tan clásicos como totalidad y totalización, telos, referente, producción y otros; y, por último, una derecha intelectual que surgió gradualmente en el curso de los 80 y que sobre la base de la disolución del comunismo de la Europa Oriental afirma la bancarrota del socialismo y con ella la primacía definitiva del mercado.

Lo más paradójico es la manera como unos notables sentimientos de duelo -que junto a ese conocido estado de ánimo que se denomina «deseo autocumplido» y que me siento tentado a denominar en este caso «pesar autocumplido»- hicieron presa hasta de los menos sospechosos de albergarlos y se expandieron tanto entre los que querían sacar todo el partido posib1"e de su hostilidad hacia un comunismo fantasmático como entre los que siempre afirmaron que la Unión Soviética no tenía nada que ver con lo que se imaginaban como un socialismo genuino. Era como si, a pesar de todas las declaraciones encaminadas a desmentirlo, en lo profundo de sus corazones aún creyeran que la Unión Soviética era capaz de evolucionar hasta llegar a ese genuino socialismo (al mirar hacia atrás se aprecia que el último momento en que ello hubiera sido posible fue el abortado experimento jrushoviano). Se trata de un pesar autocumplido diferente del que vio en la existencia y la estructura de los partidos comunistas (en particular los occidentales) un instrumento político defectuoso sin el que, no obstante, seríamos más pobres (y, en el mejor de los casos, capaces de evolucionar con más rapidez hacia el clásico sistema bipartidista de los Estados liberales de Occidente).

En este contexto tampoco se le suele conceder mucha atención a las diversas situaciones nacionales. El fin del socialismo (porque insensiblemente nos hemos deslizado hasta aceptar esa versión) parece siempre excluir a China: quizá el hecho de que cuente aún con la tasa de crecimiento económico más alta del planeta haya conducido a los occidentales a imaginar (incorrectamente) que ya es capitalista. Los informados expresan de manera patética su dolor por la desaparición de la Alemania Oriental, la cual por un momento pareció brindar una oportunidad de que se produjera un experimento socialista radicalmente distinto. En lo tocante a Cuba, sólo se puede sentir rabia ante los intentos de erosión y destrucción sistemáticas de uno de los proyectos revolucionarios más exitosos y creativos; pero lo cierto es que no ha terminado, y si bien Cuba muestra, por una parte, los dilemas cada vez más graves que enfrenta el «socialismo en un solo país» en el marco del nuevo sistema global, o incluso la imposibilidad de autonomía de un área nacional o regional (socialista o no), también plantea, de revés, la cuestión de la socialdemocracia, o de la economía mixta, al hacer que nos preguntemos qué nombre debe aplicarse a algo que se supone que ha dejado de ser socialista sin que ello signifique que haya llegado a ser otra cosa que se pueda clasificar como capitalista desde un punto de vista estructural (la dimensión política y la cualificación de la democracia parlamentaria resultan engañosas en este caso). Sin embargo, la nueva doxa del mercado cancela ahora la tarea sustantiva de teorizar sobre la posibilidad de una «economía mixta», ya que se considera a esta última, de modo negativo, como la tenaz sobrevivencia de viejas formas de intromisión gubernamental y no como una forma específica y positiva de organización económica por derecho propio. Pero esto excluye la posibilidad de la socialdemocracia en tanto solución original como algo más que la función de administrar el capital en interés de todas sus fracciones (Aronowitz). En todo caso, en los últimos años ningún gobierno socialdemócrata que no haya capitulado ante las doctrinas de la responsabilidad fiscal y la austeridad presupuestaria ha llegado al poder.

 

No obstante, aquellos que se identifican como una izquierda más pura o auténtica que los partidos socialistas deberían también encontrar algún tiempo para llorar por el fin de la socialdemocracia. Ésta cumple una función histórica, y sus victorias deberían alegramos por razones que trascienden los logros de algunos países escandinavos o el alivio que experimenta la mayoría de las personas cuando, tras prolongados gobiernos de corte más conservador, los partidos socialdemócratas acceden al poder (aunque tampoco éstas sean razones de poco peso). El programa socialdemócrata tiene un valor pedagógico que resulta de sus propias insuficiencias, cuando se las percibe como estructuralmente necesarias e inevitables en el marco del sistema: ellas muestran lo que el sistema es incapaz de lograr y confirman el principio de la totalidad, al que me referiré después. Cierto que ese efecto de educación política se ve considerablemente disminuido cuando la socialdemocracia capitula por su propia voluntad; aunque ello debiera ser la demostración de que las personalidades y los movimientos comprometidos y «liberales» -para no hablar de los «socialistas»- no pueden satisfacer ni las demandas mínimas de justicia económica en el marco del mercado.

Lo cierto es que el derrumbe de los Estados-Partidos de la Europa Oriental (que confirma el temprano juicio de Wallerstein de que eran antisistémicos y no el núcleo constitutivo de un nuevo orden mundial) se ha visto acompañado por lo que Christopher Hillllama «la experiencia de la derrota». Vale la pena señalar que este estado de ánimo se ha generalizado mucho más allá que la desesperación que se ha hecho presente en otros momentos de palpable y absoluto «fin de la historia»; y también hay que distinguirlo del sorprendente espectáculo del oportunismo de muchos intelectuales de izquierda, para los cuales la cuestión aparentemente se reducía a si el socialismo funcionaba o no, como si fuera un auto, de modo que su preocupación fundamental es con qué remplazarlo si no anda (¿la ecología?, ¿la religión?, ¿la investigación académica de viejo cuño?). Todos aquellos que pensaban que la dialéctica es una lección de paciencia histórica, así como los pocos que siguen siendo idealistas utópicos y que aún conservan la convicción de que lo no realizado es mejor que lo real o incluso que lo posible, se habrán sentido demasiado sorprendidos como para deprimirse ante el tumulto de intelectuales marxistas que corrieron en busca de la puerta de salida; y, sin duda, asombrados de su credulidad por haber pensado que los intelectuales de izquierda eran, ante todo, de izquierda, y después intelectuales.

Pero el marxismo siempre se ha diferenciado de otras formas de radicalismo y populismo por su ausencia de antintelectualismo; de ahí que sea necesario aclarar que la situación del intelectual resulta siempre difícil y problemática cuando no existen movimientos de masas (la izquierda estadunidense ha tenido que enfrentar esta situación con más frecuencia que la de otras partes del mundo), y que el oportunismo de la izquierda al que me refería se explica mejor por la atmósfera reinante de gratificaciones inmediatas que genera la sociedad actual. Las demandas que este hecho alimenta resultan difíciles de congeniar con una de las peculiaridades fundamentales de la historia humana, a saber, que el tiempo humano, el tiempo individual, no está sincronizado con el tiempo socioeconómico, ni, en particular, con los ritmos o ciclos -las llamadas ondas de Kondratiev- del modo de producción capitalista, con la brevedad de las oportunidades que ofrece a la praxis colectiva y con sus períodos incomprensibles e inhumanos de fatalidad y miseria insuperable. No hay que creer en la alternancia mecánica de períodos progresistas y reaccionarios (aun cuando los ciclos del mercado justifiquen hasta cierto punto esa alternancia) para comprender que, siendo como somos organismos biológicos de vida limitada, no ocupamos un lugar privilegiado, en tanto individuos biológicos, para ser testigos de la dinámica fundamental de la historia, ya que sólo logramos atisbar este o aquel momento incompleto, que nos apresuramos a traducir a los tan humanos términos de éxito o fracaso. Pero ni la sabiduría estoica ni los recordatorios sobre la necesidad de una perspectiva de más largo plazo resultan respuestas realmente satisfactorias a este peculiar dilema existencial y epistemológico, comparable al planteado por la ciencia ficción, que enfrentarían seres que carecieran de órganos para percibir o identificar el cosmos que habitan. Quizá sólo el reconocimiento de esta inconmensurabilidad radical entre la existencia humana y la dinámica de la historia y la producción colectivas sea capaz de generar una nueva ética, mediante la cual podamos deducir la totalidad ausente que nos convierte en objetos de burla, sin renunciar al frágil valor de nuestra experiencia personal; y capaz también de generar nuevas formas de actitud política, nuevos tipos de percepción política y de paciencia política; y nuevos métodos para descodificar la época y para leer en ella los estremecimientos imperceptibles de un futuro inconcebible.

 

Hay que tener en cuenta que no fue sólo Wallerstein quien tuvo razón al presagiar la incapacidad de los movimientos bolchevique y estalinista para convertirse en un enclave del que surgiera un sistema global totalmente nuevo; fue también Marx (el Marx de los Grundrisse, tal vez, más que el de las páginas más triunfalistas de El capital) quien insistiera incansablemente en la importancia del mercado mundial como el horizonte último del capitalismo, y, por tanto, en el principio no ya de que la revolución socialista sería cuestión de una alta productividad y de un avanzado desarrollo, y no de una modernización rudimentaria, sino de que esa revolución tendría que ser mundial. El fin de la autonomía nacional en el sistema mundial del capitalismo tardío parece excluir de manera mucho más radical los experimentos sociales episódicos que el período moderno (en medio del cual, después de todo, sobrevivieron durante un tiempo considerable). No hay dudas de que la autonomía y la autarquía nacionales se han hecho muy impopulares en estos tiempos, y de que los medios de comunicación, que tienden a asociarlas con el difunto Kim Il Sung y su  doctrina su-che, las desacreditan con toda energía. Esto quizá pueda resultar consolador para países como la India o Brasil, que están empeñados en abandonar su autonomía nacional; pero 1)0 debemos renunciar al intento de imaginar las consecuencias que podrían derivarse de intentar una desconexión del mercado mundial y el tipo de política que ello requeriría. Porque también se nos plantea la pregunta de qué es lo que asegura una integración tan implacable al nuevo mercado mundial, y la respuesta a esta pregunta, más allá del desarrollo de la dependencia con respecto a las importaciones y la destrucción de la producción local, pasa hoy día por el terreno cultural, como veremos posteriormente. Es claro que esta ansiedad por integrarse al mercado mundial se perpetúa en los circuitos de información mundiales y los espacios de entretenimiento destinados a la exportación (realizados en lo fundamental por Hollywood y la televisión estadunidense), los cuales no sólo refuerzan estilos consumistas internacionales sino que, más importante aún, traban la formación de culturas autónomas y alternativas basadas en valores o principios diferentes (o, como en el caso de los países socialistas, erosionan las posibilidades de que surja dicha cultura autónoma).

Todo ello hace que la cultura (y la teoría de la reificación de la mercancía) ocupe hoy un espacio político mucho más central que en cualquier otro momento previo del capitalismo; por otra parte, al tiempo que sugiere una redistribución relativa de la importancia de la ideología en el seno de otras prácticas culturales más influyentes, confirma la idea de Stuart Hall de que la «lucha discursiva) es el modo fundamental de legitimación y deslegitimación de las ideologías en nuestros tiempos. La saturación de una cultura consumista ha ido de la mano con la sistemática des legitimación de consignas y conceptos que van desde la nacionalización y el bienestar social hasta los derechos económicos y el propio socialismo, que antes fueran considerados no sólo posibles, sino también deseables, y que hoy una razón cínica omnipresente tiene universalmente por quiméricos. Sea causa o efecto, esta deslegitimación del propio lenguaje y de los conceptos vinculados al socialismo (y su remplazo por una retórica del mercado autocomplaciente hasta la náusea) ha desempeñado un papel fundamental en el actual «fin de la historia).

 

Pero la experiencia de derrota, que incluye todas esas cosas aunque las trasciende, tiene más que ver aún con la sensación universal de impotencia que desde fines de los 60 ha llegado a infiltrarse en un rango inmenso de estratos sociales en todo el planeta; se trata de una profunda convicción en la imposibilidad de que ocurra un real cambio sistémico en nuestras sociedades. A menudo esto se expresa como imposibilidad para identificar agencias de cambio, sean del tipo que sean, y asume la forma de una sensación de inmutabilidad permanente, y no humana o poshumana, de nuestras instituciones, inconmensurablemente complejas (a pesar de su incesante metamorfosis) que a menudo son imaginadas en términos de la tecnología avanzada correspondiente a la etapa tardía del capitalismo. El resultado es una creencia instintiva en la futilidad de todas las formas de acción o praxis, y un desaliento milenarista que puede ayudar a entender la apasionada conversión a una variedad de soluciones sustitutivas o alternativas, en particular al fundamentalismo religioso y al nacionalismo, aunque también a todo un conjunto de apasionados involucramientos en iniciativas y acciones locales (y políticas sectoriales), junto a la aceptación de lo inevitable implicado en la euforia histérica que inspiran las visiones de un pluralismo delirante del capitalismo tardío con su supuesta aceptación de la diferencia social y el «multiculturalismo». Lo que me parece importante subrayar aquí es la brecha que existe entre la tecnología y la economía (de la misma forma que los marxistas de todos los rincones insisten en señalar la distancia existente entre lo político y lo económico o lo social). La tecnología es algo así como la identificación cultural o el código preferido de la tercera etapa del capitalismo: en otras palabras, es el modo preferido de autorrepresentación del capitalismo tardío, la manera como quisiera que lo pensáramos. Y este modo de presentación garantiza el espejismo de la autonomización y el sentimiento de impotencia que he descrito, de la misma forma como la mecánica, pasada de moda, ya no tiene nada que decir sobre los automotores organizados en tomo a programas de computación. Sin embargo, resulta crucial distinguir entre esta apariencia tecnológica, que es también, por supuesto, un fenómeno cultural, y la estructura socioeconómica del capitalismo tardío, que aún se corresponde con los análisis de Marx.

Al afirmar lo anterior, no obstante, adelanto lo más sustancial de este ensayo, que analizará la relevancia que conserva el marxismo en nuestra actual situación y que, al hacerlo, por necesidad tendrá que abordar los siguientes tópicos: 1) ¿Qué es exactamente el marxismo, si aceptamos que la descripción que hacen de él los medios de comunicación y los diversos fanáticos de derecha es totalmente errónea? 2) Resuelto lo anterior, ¿qué es el socialismo, y qué puede ser (o puede pensarse que sea) en el futuro? 3) ¿Cuál puede ser la relación de ambos con ese concepto tradicional, objeto de suprema estigmatización, llamado revolución? 4) ¿Qué fue el comunismo y qué le ocurrió? S) Y, por último, y como conclusión lógica de todo lo anterior, ¿qué es el capitalismo tardío y qué implica el marxismo para cualquier nueva política que previsiblemente pueda acompañarlo? ¿Qué nuevas tareas teóricas le plantea el capitalismo tardío al nuevo marxismo, al marxismo de esta tercera etapa, el que ha empezado a surgir con ella?

 

I

¿Qué es el marxismo? O si se prefiere, ¿qué no es el marxismo? No es, sobre todo, una filosofía del siglo XIX, como algunos (desde Foucault hasta Kolakowski) han sugerido, aunque sin dudas surgió de la filosofía del siglo XIX (si bien con la misma facilidad pudiera argüirse que la dialéctica es un proyecto inconcluso, que anticipa modos de pensamiento y realidad que aún no han cobrado existencia en nuestros días).

En parte esta respuesta puede justificarse afirmando que, en ese sentido, el marxismo no es una filosofía; se designa a sí mismo, con su pesantez característica, como una «unidad de teoría y práctica» (y si los lectores supieran en qué consiste esa unidad, les resultaría claro que comparte esa peculiar estructura con el freudismo). Pero quizá resulte más sencillo decir que la mejor manera de concebirlo es como una problemática: en otras palabras, no se puede identificar con posiciones específicas (sean de carácter político, económico o filosófico), sino por su adhesión a un conjunto específico de problemas cuyas formulaciones se encuentran siempre en movimiento y están sujetas a una readecuación y una reestructuración históricas, junto a su objeto de estudio (el capitalismo). Por tanto, resulta fácil afirmar que lo productivo de la problemática marxiana es su capacidad de generar nuevos problemas (como observaremos que ha hecho en su reciente encuentro con el capitalismo tardío); y que los diversos dogmatismos históricamente asociados al marxismo no tienen su base en un defecto capital del campo del problema, aunque es obvio que los marxistas no se han librado mejor que cualquier otro de los efectos de la reificación intelectual y que, por ejemplo, han pensado insistentemente que base-superestructura era una solución y un concepto más que un problema y un dilema, al igual que han asumido que algo llamado «materialismo» era una posición filosófica u ontológica más que un signo general para una operación que podríamos caracterizar como desidealización, operación tanto interminable en el sentido freudiano clásico como irrealizable sobre una base permanente y durante un tiempo considerable (dado que el idealismo es la asunción más confortable para el pensamiento humano cotidiano).

La problemática inicial del marxismo se desarrolló en torno a las especificidades -las peculiaridades estructurales e históricas- de la producción de valor en el capitalismo industrial; tomó como su espacio conceptual central el fenómeno de la plusvalía, que ofrecía la señalada ventaja de poder multiplicarse transcodificado. Ello quiere decir que el problema de la plusvafía podía traducirse a un número de problemas y áreas aparentemente diferenciados que correspondían a lenguajes y disciplinas especializados, muchos de los cuales no existían aún en su actual forma académica. Por ejemplo, se podía producir un acercamiento a la plusvalía a través del fenómeno de la producción de mercancías, lo que conducía hacia la sicología social de la mercancía y del consumismo (al que Marx denominó «fetichismo de la mercancía»). También podían rastrearse sus vínculos con el área de la teoría del dinero (los bancos, la inflación, la especulación, los mercados de acciones, para no hablar de lo que Simmel llama la «filosofía del dinero»). Se transforma, mediante la más sorprendente mutación mitológica, en la presencia viva y actuante de las clases sociales. Vive una vida segunda, o vida entre sombras, que se esconde bajo las formas legales y las categorías jurídicas (y en particular bajo las diversas formas históricas, tradicionales y modernas de las relaciones de propiedad). Su existencia misma pone en evidencia los dilemas centrales de la historiografía moderna (como el relato de su propio surgimiento y sus varios destinos).

La mayoría de las veces se ha pensado -y, por tanto, podríamos tener algún interés en resistimos a ese tipo de pensamiento o en posponer lo- a la plus valía como un asunto económico, lo que, en lo relativo al marxismo, ha adoptado la forma de investigación de la crisis y de la tasa decreciente de ganancia, así como de las implicaciones y consecuencias del mecanismo fundamental de la acumulación de capital (también pertenece a esta línea de investigación el análisis de la economía de los socialismos posibles o factibles). Por último, el concepto parecería autorizar -pero también requerir- muchas teorías de la ideología y la cultura, y adoptar como su horizonte último el mercado mundial (como límite más externo de su tendencia estructural a la acumulación), incluida la dinámica del imperialismo y sus equivalentes posteriores (el neocolonialismo, el hiperimperialismo, el sistema mundial). La transmutación del concepto de plus valía a los lenguajes de disciplinas tan diferentes y a tan diversos campos de especialización constituye la problemática del marxismo como un espacio conceptual articulado (cuyo mapa puede trazarse), y también puede explicar la variabilidad de numerosas ideologías y programas o estrategias políticos específicamente marxistas.

 

No es de extrañar que las crisis del paradigma marxiano se hayan presentado puntualmente en aquellos momentos en que su objeto de estudio fundamental -el capitalismo como sistema- ha parecido cambiar sus características o sufrir mutaciones imprevistas e impredecibles. Como la vieja articulación de la problemática ya no se corresponde con la nueva configuración de realidades, surge una fuerte tentación de llegar a la conclusión de que el propio paradigma -para utilizar el término, tan de moda, que Kuhn utiliza para las ciencias- ha sido superado (lo que implicaría que hay que diseñar uno nuevo, o que hay que adoptar otro que ya se haya conformado).

Eso fue lo que sucedió en 1898, cuando en La presuposición del socialismo y las tareas de la democracia social Eduard Bernstein propuso «revisar» radicalmente el marxismo a la luz de su supuesta incapacidad para hacer justicia a la complejidad de las clases sociales modernas y al poder de adaptación del capitalismo contemporáneo. Bernstein recomendaba abandonar la dialéctica de origen hegeliano junto con el concepto mismo de revolución, así como reorganizar de manera consecuente con ello la política de la Segunda Internacional en tomo a la democracia de masas y el proceso electoral. Son precisamente estos rasgos del primer «posmarxismo» los que reaparecieron en la década de 1970, cuando versiones más sofisticadas de aquel diagnóstico y aquellas recomendaciones comenzaron a reaparecer en número aún mayor (ningún pronunciamiento aislado señala esta reaparición cíclica del posmarxismo tan dramáticamente como el de Bernstein, pero el libro de 1977 de Hindess y Hirst sobre El capital puede considerarse una primera golondrina, mientras que Hegemonía y estrategia socialista, de Laclau y Mouffe, publicado en 1985, es ya toda una bandada que cruza el cielo).

El énfasis de estos diversos posmarxismos (sea que intenten aún atenerse a la tradición o que llamen a su total liquidación) varía de acuerdo con la manera como se imaginan el destino del objeto que era la vocación del marxismo analizar en primer lugar, a saber, el capitalismo. Por ejemplo, pueden argumentar que el capitalismo clásico ya no existe y que ha cedido su lugar a este o aquel «postcapitalismo» (la idea de Daniel Bell de una «sociedad postindustrial» es una de las versiones más influyentes de esta estrategia) en el cual los rasgos enumerados por Marx -y más particularmente la dinámica de clases sociales antagónicas y la primacía de lo económico (o de la «base» o «infraestructura»)- ya no existen (el postcapitalismo de Bell está esencialmente organizado en tomo al saber científico y es dirigido por «filósofos-reyes» científicos). O se puede tratar de defender la idea de que todavía existe algo parecido al capitalismo, pero que se ha hecho más benigno y que por una u otra razón (un consumo

más general de mercancías, la alfabetización masiva, una conciencia clara de su propio interés) se ha tomado más receptivo a la voluntad popular y a las necesidades colectivas; de modo que ya no sería necesario plantear cambios sistémicos radicales, para no hablar de revoluciones. Ésta es, o es posible suponer que sea, la posición de los diversos movimientos socialdemócratas que han sobrevivido.

Por último, puede mantenerse que el capitalismo sí sigue existiendo pero que su capacidad para producir riqueza y mejorar las condiciones de vida de las personas se ha subestimado de modo significativo (sobre todo por parte de los marxistas). Incluso se afirma que el capitalismo es hoy el único camino viable hacia la modernización y la mejoría o aun hacia la riqueza universal. Por supuesto, ésta es la retórica de los dueños del mercado, y en los últimos años parece haberse impuesto a las dos posiciones anteriores (aun cuando las tres están vinculadas y no son excluyentes una de las otras).

Mucho más plausible es la versión que se opone a esta última, propuesta de modo más completo por Robert Kurz en libros como Ko//aps der Modernisierung (Frankfurt, 1992), a saber, que lo que ha desaparecido en el capitalismo tardío es precisamente la capacidad para producir nueva plusvalía, en otras palabras, la capacidad de modernización en el sentido clásico de industrialización e inversión. Ello significaría que el capitalismo puede haber triunfado, pero que el resultado de su triunfo estaría cada vez más marcado por una vertiginosa especulación monetaria, de un lado, y, del otro, por nuevas formas de «producción de miseria», mediante el desempleo estructural y la condena de vastas zonas del tercer mundo a una improductividad permanente. Si ello fuera así, presumiblemente esta situación también requeriría algún tipo de posmarxismo, pero de un tipo radicalmente diferente del que se deduciría de la visión más optimista del capitalismo antes bosquejada.

 

No obstante, antes de analizar la significación histórica de los diversos posmarxismos, viene a cuento comentar las visiones del capitalismo sobre las cuales se basan, que presuponen alguna mutación de la estructura básica que describiera Marx. Sin dudas la más fácil de rebatir es la idea de Bell de que la dependencia de los negocios modernos con respecto a la ciencia y la tecnología ha desplazado a la antigua dinámica capitalista de la ganancia y la competencia, a la luz de los numerosos debates o escándalos contemporáneos en tomo a la explotación comercial de los productos científicos -por ejemplo, las patentes de bosques tropicales o las diversas medicinas para tratar el sida-, y también a la luz de la búsqueda cada vez mas desesperada por parte de los científicos de fondos de investigación relativamente «desinteresados»,

Por el contrario, se puede demostrar con facilidad que ninguna empresa de negocios del mundo actual (sea cual sea su naturaleza o complejidad) puede eliminar el motivo de la ganancia ni siquiera de manera parcial; de hecho, somos testigos de su generalización global en la reorganización de áreas hasta ahora relativamente libres de las presiones más intensas para que se posmodernizaran, áreas que van desde las maneras arcaicas de edición de libros hasta la agricultura de pueblos pequeños, donde las maneras de proceder tradicionales se extirpan de modo violento y los potentes monopolios lo reorganizan todo sobre una base puramente formal (es decir, en términos de las ganancias o de la recuperación de las inversiones) sin tener en cuenta el contenido de la actividad. Este proceso tiene lugar en los enclaves relativamente más subdesarrollados de los países desarrollados (a menudo culturales o agrícolas) y acompaña a la penetración de capitales en zonas no previamente mercantilizadas del resto del mundo.

De modo que resulta erróneo suponer que la dinámica históricamente original del capitalismo haya sufrido una mutación o una reestructuración producto de su desarrollo; y es claro que la tendencia actual a maximizar las ganancias -o, en otras palabras, a acumular capital como tal (es decir, no como motivación personal, sino como un rasgo estructural del sistema, de su necesidad de expandirse}- está acompañada por otros rasgos igualmente familiares del pasado reciénte de la humanidad: las vicisitudes del ciclo económico, las fluctuaciones del mercado de trabajo, que incluye el desempleo generalizado y la fuga de capitales, y la destructividad implícita en la velocidad creciente del remplazo industrial y tecnológico, aunque ahora se produzcan a una escala planetaria que hace que esos rasgos preexistentes parezcan no tener precedentes.

En lo concerniente a la democracia, y además de los inve~ terados fracasos y capitulaciones de la socialdemocracia a los que ya me he referido, basta observar el servilismo cada vez más sistémico de todos los gobiernos a las ortodoxias del mundo de los negocios (por ejemplo, a la necesidad de equilibrar el presupuesto, o, en general, a las políticas del FMI) para llegar rápidamente a la conclusión de que el sistema no tolera ninguna demanda colectiva que pueda interferir en sus operaciones (y esto no quiere decir que opere de manera eficiente). Después de la desaparición de la Unión Soviética es mucho más difícil que nunca que se admitan intentos episódicos que muestren indicios de querer trazar un rumbo nacional autónomo o modificar las prioridades de la política económica de un gobierno en un sentido que pueda dañar los intereses de los negocios: el golpe militar contra Allende es la respuesta paradigmática a las veleidades cada vez más débiles del populismo o la independencia nacional.

 

En lo tocante al mercado, está claro que su retórica es una ideología que moviliza las creencias con la vista puesta en la acción y los resultados políticos. Es igualmente posible creer en un futuro apocalíptico en el cual el mercado fracasará ruidosamente en la tarea de mejorar las vidas de dos tercios de los habitantes del planeta; pero lo más curioso es que los apologistas del mercado también presentan este futuro (¡por el precio de uno solo!). A veces les gusta señalar las partes del mundo (África, los países más pobres de la Europa Oriental) que nunca lograrán sentir el efecto modernizador y benéfico de unas adecuadas condiciones de mercado. Lo que omiten es el papel que desempeña el nuevo sistema mundial en esta desesperada pauperización de toda la población a escala global.

Tomo entonces como un axioma la idea de que el capitalismo no ha sufrido cambios fundamentales en nuestros días, igual que ya resulta claro que no los sufrió en tiempos de Bernstein. Pero debería quedar igualmente claro que la resonancia del revisionismo de Bernstein, igual que el poder de persuasión de toda una gama de posmarxismos contemporáneos, tampoco es un epifenómeno, sino una realidad cultural e ideológica que exige una explicación histórica: de hecho, en la medida en que todas esas posiciones implican centralmente una quiebra de las capacidades de análisis de un marxismo antiguo a la luz de los nuevos acontecimientos, sería mejor si dicha explicación fuera marxiana y constituyera una vindicación también en ese sentido.

Al pasar hemos mencionado uno de los rasgos fundamentales que Marx le atribuyó al capitalismo, a saber, que el capital tiene que expandirse sin cesar, que nunca puede sentarse a disfrutar de sus logros: la acumulación de capital tiene que ampliarse, la tasa de productividad debe aumentar constantemente, con todas las secuelas ya conocidas de transformación perpetua, destrucción y construcción a gran escala, y otras semejantes (<<todo lo sólido...»). Además, también se presupone que el capitalismo es contradictorio y que una y otra vez cae en la trampa de la ley de la tasa descendiente de ganancia en forma de disminución de la recuperación, estancamiento, rachas de especulación improductiva y otras. Como esos efectos se derivan en buena medida de la superproducción y de la saturación de los mercados disponibles, Ernest Mandel ha sugerido (en El capitalismo tardío) no sólo que el capital tiende a salvar sus dificultades mediante la irmovación tecnológica, que vuelve a abrir dichos mercados a mercancías de tipo totalmente nuevo, sino también que el sistema en su conjunto ha tenido que rejuvenecerse por la misma vía en diferentes momentos de crisis durante sus trescientos años de existencia. Por otra parte, analizando un período un tanto mayor, Giovarmi Arrighi (en The Long Twentieth Century) ha detectado la presencia de una fase de especulación y capital financiero muy similar a la que se aprecia hoy en el primer mundo hacia el final de cada uno de los ciclos de expansión del sistema mundial (español-genovés, holandés, inglés y ahora estadounidense). Según Mandel, la introducción de tipos radicalmente nuevos de tecnología es lo que rescata al capitalismo de sus crisis cíclicas, pero también lo que, además de producir un desplazamiento de su centro de gravedad, causa una ampliación convulsiva del sistema en su conjunto y la extensión de su lógica y su hegemonía sobre vastas áreas del planeta.

No parece accidental que estas monumentales transmutaciones sistémicas se correspondan fielmente con el surgimiento de los momentos de posmarxismo ya mencionados. La época de Bernstein era la del imperialismo (la fase monopolista que describiera Lenin), en la cual, junto a las nuevas tecnologías de la electricidad y el motor de combustión interna y los nuevos modos de organización del trust y el cartel, el sistema de mercado se proyectaba más allá de los estados-naciones «avanzados» hacia una repartición del mundo, relativamente sistémica, en colonias y esferas de influencia europeas y estadounidenses. Las extraordinarias mutaciones (que conocen los estudiantes de diversas disciplinas de las ciencias humanas) de la cultura y la conciencia -el surgimiento del modernismo en todas las artes, precedido por esos precursores gemelos que fueron el naturalismo y el simbolismo; el descubrimiento del sicoanálisis, cuyo eco fue una variedad de nuevas y antes desconocidas formas de pensamiento en las ciencias; el vitalismo y el maquinismo en filosofía; la apoteosis de la ciudad clásica; nuevos y alarmantes tipos de política de masas-, todas esas irmovaciones surgidas a fines del siglo XIX, cuyos vínculos últimos con las modificaciones infraestructurales ya hemos visto que pueden demostrarse, parecían proponer y exigir modificaciones en un marxismo esencialmente decimonónico (el de la Segunda Internacional).

 

El momento del primer posmarxismo es, por tanto, el momento moderno o del modernismo en general (si seguimos el esquema de acuerdo con el cual un primer período nacionalcapitalista, que comenzara con la Revolución Francesa, se denomina el momento del «realismo» o la secularización; mientras que el período más reciente del capitalismo, esto es, la reestructuración del capitalismo en la era nuclear y cibernética, se conoce generalmente como el momento «posmoderno»). Hoy se puede entender el revisionismo de Bernstein como una respuesta a cambios de contenido vinculados con la monumental transición entre la primera y la segunda etapas (interna-nacional y moderna o imperialista, respectivamente): yeso aunque el análisis de Bernstein acerca de la creciente prosperidad de la clase obrera, la aparición de numerosas fracciones de clases con pocas probabilidades de identificarse directamente con aquélla y el desplazamiento del énfasis de objetivos socioeconómicos a objetivos políticos (ampliación de la democracia), sólo registrara los efectos del nuevo sistema imperialista (ya desplegado hacia 1885). (De hecho, el imperialismo sólo llegó años después a los debates de la Segunda Internacional, casi en la época de la Primera Guerra Mundial, con el concepto de Kautsky de (<ultraimperialismo» :... la unión de todos los rivales imperialistas contra todo «Otro»-, que en la actualidad se nos revela como extraordinariamente profético de nuestra situación.)

En otras palabras, el primer posmarxismo sacó conclusiones plausibles sobre la inadecuación de la problemática marxiana tradicional sobre la base de condiciones sociales internas, sin prestar atención a la ampliación del marco internacional o global, la cual era en sí misma un factor de la modificación de esas condiciones. (Los aportes de Lenin sobre la corrupción y la complicidad del proletariado del primer mundo, sobornado por la prosperidad interna fruto del imperialismo, resultan una fuerte corrección a la estrechez del análisis anterior.) .

Pero el precedente que constituye el revisionismo de Bernstein nos permite comprender mejor nuestros propios posmarxismos contemporáneos, los cuales comienzan a surgir de manera análoga en el momento mismo en el que una etapa del capitalismo (ahora la etapa imperialista) comienza a dar paso a otra, lo que supone nuevas tecnologías y también una escala mundial inmensamente ampliada. De hecho, el comienzo de la era nuclear y la introducción de la tecnología cibernética y de la información en todos los niveles de la vida social, desde la cotidianidad hasta la organización de la industria y la guerra, coinciden con el fin del antiguo sistema colonial y con una descolonización a escala mundial que ha adoptado la forma de un sistema de inmensas empresas transnacionales, en su mayoría vinculadas a los tres centros del nuevo sistema mundial (los Estados Unidos, Japón y Europa Occidental). La expansión en esta tercera época, o época posmoderna del capitalismo, por tanto, no ha adoptado la forma de exploración geográfica y reclamos territoriales, sino la de colonización más intensiva de las antiguas áreas del capitalismo y la postmodernización de las nuevas, la de saturación de mercancías y una notable simultaneidad informacional postgeográfica y postespacial que teje una red mucho más espesa y abarcadora que cualquiera que pudiera imaginarse en las viejas rutas señalizadas que conformaban los cables y los diarios, o incluso el avión y la radio.

 

Desde esta perspectiva resulta posible plantear que así como el revisionismo de Bernstein era síntoma y consecuencia de cambios sociales frutos de la organización del imperialismo clásico -o, en otras palabras, un reflejo del modernismo y la modernización mismos-, también los posmarxismos contemporáneos han encontrado su justificación en las extraordinarias modificaciones de la realidad social que han tenido lugar en el capitalismo tardío: desde la «democratización» producida por el surgimiento de todo tipo de «nuevos movimientos sociales» y posiciones de los sujetos en un espacio mediático enormemente ampliado (para no lIamarle «esfera pública» en el sentido clásico), hasta una reestructuración a escala mundial de la producción industrial. reestructuración que ha paralizado. a los movimientos obreros a escala nacional y problematizado el concepto mismo de lo local (vivir la vida entera en un lugar, con un trabajo o profesión, en un contexto urbano e institucional relativamente estable). Son los cambios en este nivel los que han llevado a los posmarxismos a insistir de diversas maneras en la irrelevancia de un concepto estable de clase social, en la ineficacia de la antigua política partidaria y en lo erróneo del concepto clásico de revolución entendida como «toma del poder»; en la superación de conceptos relativos a la producción en la era del consumo de masas y en la desintegración teórica de las teorías del valor a la luz de los bits informáticos. Dejo a un lado las polémicas filosóficas más abstrusas en torno al concepto supuestamente desacreditado y «hegeliano» de contradicción, en un mundo de meras diferencias superficiales, o sobre la estigmatización de la idea de te/os como concepción burguesa de progreso (conceptos ambos inapropiados en momentos en que se produce el fin de la historia y en un mundo donde la temporalidad densa y todas las ideas de futuro parecen extintas); también excluyo las polémicas que combaten los conceptos de ideología y falsa conciencia (y también, con más tacto, el inconsciente freudiano) en medio de un flujo deleuziano habitado por todo tipo de sujetos descentrados.

Es obvio que cada uno de estos importantes temas tiene algo significativo que decimos acerca de los cambios ocurridos en la vida social actual, si se examinan como síntomas conceptuales y no como rasgos de una nueva doxa posmoderna. Pero también debería resultar obvio que, como sucedió con la visión crítica de Bernstein, el precio que se ha pagado por este punto de vista fresco y contemporáneo ha sido la totalidad misma del marco global. cuyos desplazamientos constituyen las coordenadas invisibles, pero actuantes, en cuyo marco pueden evaluarse los fenómenos empíricos locales. Porque sólo en el seno de la estructura de la tercera fase, del nuevo sistema mundial del capitalismo, es que el surgimiento de los nuevos fenómenos internos -existenciales o empírico-sociales- pueden entenderse: yeso es más evidente hoy día, en un sistema mundial muy ampliado, que en época de Bernstein, cuando aún se podía analizar al capitalismo externa y extrínsecamente, como algo ubicado fuera de la experiencia nacional. Hoy está más claro que nunca que el capitalismo tardío se define al mismo tiempo por su dinámica global y por sus efectos internos: de hecho, la primera parece imponer ahora un retorno a los segundos, como ocurre cuando hablamos de la manera como un «Tercer Mundo interno» y un proceso de colonización interna parecen erosionar al propio primer mundo. En este sentido, la perspectiva del Marx teórico del mercado mundial (especialmente en los Grundrisse) no sólo supera a los posmarxismos actuales, sino que resulta esencial para el análisis de las etapas más tempranas del capitalismo.

Pero lo que propongo es una visión dialéctica de las continuidades del capitalismo, por oposición a una sobrestimación de sus rupturas y discontinuidades, porque es la continuidad de la estructura más profunda la que impone las diferencias experienciales generadas en la medida en que dicha estructura se amplía en medio de convulsiones con cada nueva fase.

 

II

Ahora quisiera referirme brevemente al socialismo (<<a la muerte de...»), distinguiéndolo del comunismo soviético como desarrollo histórico. Hay que decir que el socialismo es un ideal político, social e imaginativo (que tendría que ser reinventado si alguna vez desapareciera); que es un programa futuro que constituye también una visión utópica y el espacio para una alternativa radical y sistémica al actual sistema social. Los sucesos incidentales generalmente considerados «socialistas» en sentido genérico, parecen ir y venir con ritmos predecibles, de forma que resulta sólo aparentemente paradójico que en el mismo momento en que el «modelo soviético» se mostraba totalmente desacreditado, el público estadounidense pareciera a punto de reconsiderar seriamente, por primera vez en un período de cuarenta años, la posibilidad de servicios médicos algo más socializados. En cuanto a las nacionalizaciones, víctimas desde hace ya tiempo de «la lucha discursiva» y consigna que hasta los socialistas más ortodoxos han evadido pronunciar en público, no puede descartarse su reaparición en medio de todo tipo de situaciones y contextos inesperados (aunque parece posible que sean gobiernos de derecha o controlados por la esfera de los negocios los que asuman que algunas nacionalizaciones estratégicas resultan útiles para disminuir sus propios costos). Sea como fuere, la denuncia que los retóricos del mercado hacen de la intervención gubernamental resulta ridícula dado el prestigio omnipresente del modelo japonés, en el que dicha intervención es tan prominente que parece sugerir que el. sistema pudiera caracterizarse en su totalidad como capitalismo administrado por el Estado. Por el momento, después del período Reagan/Thatcher, durante el cual los negocios privados celebraron orgías sólo comparables a las de la época de oro del siglo anterior, parece haber un reflujo hacia un recuestionamiento acerca de las responsabilidades sociales mínimas que el Estado debe asumir en una sociedad industrial avanzada; en este aspecto la tradición europea continental, en particular la alemana, de estado del bienestar, que

se remonta a la época de Bismarck, fue ocultada por las polémicas de la Guerra Fría, pero ahora de nuevo parece volverse visible como opuesta a las privatizaciones auspiciadas por el capital angloestadounidense.

Al mismo tiempo, y a pesar de las ideas experimentales de la administración Clinton en lo relativo a la inversión privada en industrias y tecnología ecológicas, parecería aún más obvio que sólo el Estado puede lograr la reforma ecológica, y que el mercado resulta estructural mente inadecuado para llevar a cabo los inmensos cambios que se requieren no sólo en el control y la limitación de las tecnologías industriales existentes sino también en la revolución de la vida diaria y los hábitos de consumo que tales limitaciones requerirían para su motivación y su cumplimiento. En ocasiones se ha considerado que la ecología y el socialismo, como objetivos políticos, parecen estar en tensión, en especial cuando el último ha asumido una retórica de modernización y una actitud prometeica en relación con la conquista de la naturaleza (que en cierto sentido se remonta al propio Marx). No obstante, una enorme cantidad de socialistas desilusionados parecen haber transferido su práctica política a la esfera ecológica, de modo que, en los países avanzados, durante un tiempo los movimientos verdes parecieron remplazar a los diversos movimientos políticos de izquierda como vehículos principales de la oposición. De cualquier forma, lo que se hace necesario afirmar aquí es que los objetivos políticos de la ecología dependen de la existencia de gobiernos socialistas: este es un argumento lógico que nada tiene que ver con el abuso de la naturaleza y la ecología por parte de los gobiernos comunistas de la Europa Oriental, que actuaron despiadada y desesperadamente en la búsqueda de una rápida modernización. Por el contrario, se puede determinar a priori que las modificaciones eco lógicas resultan tan costosas, requieren un volumen tal de tecnología y una puesta en práctica y monitoreo tan exhaustivos, que sólo se pueden alcanzar si las asume un gobierno fuerte y decidido (quizás un gobierno mundial).

 

Por otra parte, también hay que entender que el proyecto de lo que irónicamente se ha denominado «transición al capitalismo» en la Europa Oriental, es coherente con la «des regulación» occidental, que resulta particularmente hostil a cualquier forma de seguridad social y que dicta un desmantelamiento sistemático de las desgarradas redes de seguridad aún existentes. Pero esto es lo que generalmente no ha estado a la vista de los ciudadanos de los países socialistas: al considerar propaganda las pocas verdades que sus gobiernos sí les decían sobre Occidente, sin dudas creyeron que teníamos un equivalente de las redes de seguridad con que contaban, de sus servicios médicos y sociales y sus sistemas de educación pública, y que de alguna manera mágica nos las habíamos ingeniado para añadirle a todo eso los bienes, aparatos, tiendas, supermercados y establecimientos de videos que codiciaban: parece que no tenían claro que la condición para tener estos últimos -los bienes- era la sistemática renuncia a los primeros, esto es, los servicios sociales. Este equívoco fundamental, que le dio su resonancia tragicómica a la estampida este-europea en dirección al mercado, también omitió todo sentido de la diferencia entre el simple acceso a las mercancías y los delirios del consumismo, que es como una especie de adicción colectiva con enormes consecuencias culturales, sociales e individuales, que sólo puede compararse, en tanto mecanismo de la conducta, con la adicción a las drogas, al sexo y a la violencia (que, por otra parte, tienden a acompañarla). Nada humano puede sernos ajeno. por supuesto; y quizá era importante desde un punto de vista histórico, y necesario para la sociedad humana, pasar por la experiencia del consumismo como modo de vida, aunque sólo sea para que después, de manera más conciente, pueda optar.por algo radicalmente diferente para remplazarlo.

Debe quedar claro que los rasgos antes enumerados -las nacionalizaciones, las intervenciones estatales de diversos tipos- no bastan para definir el proyecto socialista. Pero en momentos en los que hasta el estado del bienestar está siendo atacado por la retórica del mercado del nuevo orden mundial, y en que se alienta a las personas a odiar las grandes maquinarias estatales y a fantasear soluciones privadas a los problemas sociales, los socialistas deberían unir sus fuerzas a las de los liberales (en el sentido estadounidense, centrista, del término) para defender un gobierno potente y para planificar su lucha discursiva contra tales ataques. El estado del bienestar fue un logro; sus contradicciones internas son las del propio capitalismo y no una falla intrínseca a la preocupación social y colectiva; de cualquier modo, allí donde se esté intentando desmantelarlo, será importante que la izquierda asuma y articule las insatisfacciones de la gente común por la pérdida de esos logros y de aquella red de seguridad, y no que ceda a los dictados de los retóricos del mercado. El gobierno fuerte debería ser una consigna positiva; hay que rescatar a la burocracia de sus estereotipos y hay que reivindicarla por el compromiso de clase que ha asumido y el servicio que ha desempeñado en ciertos momentos de la sociedad burguesa (al mismo tiempo que se les recuerda a las personas que, en todo caso, las mayores burocracias son las de "las grandes compañías). Por último, resulta crucial disminuir el uso de analogías privadas o personales -los ingresos y el presupuesto mensuales de las personas, «gastar por encima de lo que gana», y otras- a la hora de entender las deudas y presupuestos nacionales. El problema del pago de los intereses de una enorme deuda nacional es un problema del sistema monetario mundial en su conjunto, y debe ser pensado y analizado como tal.

 

Pero ésas son sólo las estrategias reactivas necesarias para la actual lucha discursiva y para el restablecimiento de un clima en el cual pueda proyectarse una visión propiamente socialista: muchas de estas propuestas aparentemente izquierdistas o socialdemócratas -por ejemplo, la de un salario mínimo anual- pueden perfectamente adaptarse a los propósitos de una derecha bonapartista o incluso fascista. Razón de más, entonces, para subrayar la otra carencia de una estrategia meramente reactiva, a saber, la incapacidad para nombrar la alternativa, para nombrar la solución, que es de similares dimensiones a la incapacidad para «nombrar al sistema». Lo que marca la diferencia entre la revolución y un reformismo que atempera los síntomas, no es sólo la sistematicidad de las soluciones socialistas ni la interrelación de todas las medidas propuestas en el marco de un proyecto más vasto: es también la caracterización de tales medidas como socialismo lo que necesariamente traza las fronteras entre un movimiento de izquierda genuino y una política de centro izquierda o reformista de bienestar.

En un libro imprescindible sobre la izquierda estadounidense (Ambiguous Legacy), James Weinstein demuestra que por diferentes que hayan sido unas de las otras, por desvinculadas que hayan estado, las tres manifestaciones cimeras de dicha izquierda en los tiempos modernos --el Partido Socialista de Eugene Debs previo a la Primera Guerra Mundial, el Partido Comunista de los Estados Unidos de los 30 y la Nueva Izquierda de los 60- compartieron un error: la convicción de que no se podía utilizar la palabra «socialista» al hablar con los estadounidenses, y que incluso aquellos objetivos que atraían el apoyo generalizado de los votantes debían ser disfrazados de esencialmente liberales o reformistas para no alienar a las masas del país. Esto implicaba que aun si se alcanzaban y eran objeto de una popularidad colectiva, tales logros individuales siempre corrían el riesgo de ser confiscados por movimientos centristas; y de hecho, como mostró Jules Feiffer en una famosa tira cómica, la función principal de la izquierda estadounidense ha consistido en generar nuevas ideas para nutrir la imaginación y el arsenal político de un moderado movimiento ecléctico (casi siempre el Partido Demócrata) cuya bancarrota a menudo sigue rápidamente a la desaparición de su secreta fuente de inspiración. Pero las medidas socialdemócratas o de bienestar no pueden contribuir políticamente al desarrollo del socialismo a menos que se las denomine de esa manera: el socialismo es un proyecto total cuyos diversos componentes deben registrarse alegóricamente como emanaciones y encarnaciones de su espíritu central, al mismo tiempo que se justifican por derecho propio debido a que resultan adecuados localmente. El proyecto colectivo opera siempre en los dos niveles del microcosmos y el macrocosmos, de lo individual y empírico con su quemante urgencia y del espacio nacional o internacional donde la sombrilla totalizadora de la estrategia del partido o la alianza pone en perspectiva lo micropolítico.

Sin embargo, la frontera entre lo crítico o reactivo y lo positivo o utópico, es decir, lo orientado hacia la construcción, cruza tanto el nivel micropolítico como el macropolítico: la lucha discursiva, la desacreditación del hegemónico modelo de mercado resultan inútiles a menos que vengan acompañadas de una visión profética del futuro, de la alternativa social radical, lo que hoy resulta obviamente más complicado por la pérdida de prestigio que han sufrido las imágenes «modernas» o «modernistas» del socialismo o el comunismo (así como por el surgimiento en nuestros días, en los huecos dejados por las mismas, de toda una gama de sustitutos micropolíticos y anarquistas).

 

No hay duda de que el socialismo siempre ha significado la protección de los seres humanos desde el nacimiento hasta la muerte: es la red de seguridad por antonomasia, que posibilita el inicio de la libertad existencial de todos al proporcionar un tiempo humano seguro mediante la satisfacción de las necesidades prácticas y materiales; el inicio de una verdadera individualidad, al posibilitarles a las personas vivir sin las paralizantes angustias de la autopreservación (ohne Angst leben, como caracterizara a la música Adorno, quien desarrolló más este tema desde un punto de vista filosófico) y a las mucho menos identificadas pero igualmente paralizantes ansiedades derivadas de nuestra impotente pero visceral preocupación por los demás (la mayoría de las personas malgasta su vida, como dijera Oscar Wilde en El alma del hombre bajo el socialismo, «en un altruismo insano y exagerado» porque se ve «forzada a malgastarla de esa forma»). Éste es el sentido en el cual el socialismo equivale a una vida material garantizada: el derecho a la educación y la salud gratis, el derecho a una jubilación, el derecho a la comunidad y la asociación, para no hablar de la democracia de base en su sentido más amplio (el de Marx en sus conferencias sobre la Comuna de París); el derecho al trabajo, que no es nada despreciable a la luz de la perspectiva social y política del presente, en la cual se puede ya prever que el desempleo estructural, masivo y permanente es un requerimiento de la automatización del capitalismo tardío; y, por último, el derecho a la cultura y a un «tiempo libre» que no esté colonizado por la estereotipificación y la normativización formales de la actual «cultura de masas» comercial.

Esta visión, a su vez, resulta desgarrada y deformada ideológicamente por la existencia de dos polos aparentemente incompatibles: de un lado, el interés existencial o individual (las alienaciones privadas del capitalismo tardío, las cicatrices en la subjetividad individual); y de otro, un comunitarismo cuyo punto de vista esencialmente colectivo está siendo actualmente confiscado por ideólogos liberales o incluso derechistas. El escandaloso «derecho a la fuerza» propuesto por Lafargue, por un lado, las utopías de la agricultura en pequeña escala o incluso las comunidades tribales estadounidenses, por el otro: tales son algunos de los términos temáticos en los cuales se conflictúa la posibilidad de la izquierda de imaginar el socialismo.

En este sentido resulta muy claro que la ansiedad que genera la utopía toma la forma de aprensiones sobre la represión: que el socialismo conllevará renunciamientos, que la abstinencia de mercancías es sólo una imagen que apunta a un puritanismo más generalizado y a una frustración sistémica y voluntaria del deseo (del cual Marx nos indicó que el capitalismo era un estimulador y una inmensa maquinaria para producir nuevos e impredecibles deseos de todos tipos). Éste es el punto donde las reflexiones de Marcuse se tornan indispensables, dado que por primera vez después de Platón planteó la cuestión de los deseos falsos y los deseos verdaderos, de la felicidad y la gratificación falsas y las verdaderas. Resulta significativo que el rechazo a Marcuse adopte una forma política y antintelectual (¿quién es el filósofo-rey con la facultad de distinguir entre lo verdadero y lo falso en estos asuntos, etcétera?). Las paradojas de lo sincrónico nos permiten entender, pero sólo desde la exterioridad, cuán difícil debe ser renunciar a los deseos y adicciones compensatorios que hemos desarrollado para hacer más vivible el presente. El dilema no se resolverá con debates sobre la naturaleza humana, sino mediante una decisión y una voluntad colectivas de vivir de manera diferente: la libertad necesariamente implicada en dicha opción colectiva sólo podrá respetarse a sí misma si reconoce inmediatamente las libertades individuales para sumarse o separarse, es decir, para rechazar temperamentalmente las creencias de la mayoría. Mientras tanto, la debilidad y la fortaleza del marxismo residen en que su insistencia en lo económico (en su sentido más amplio y flexible) se ve contradicha por consideraciones y preocupaciones esencialmente políticas. De hecho, tiendo a pensar que la fuerza de la actual retórica del libre mercado tiene su base en la utilización de la imagen del mercado como una fantasía política simbólica y no como un programa específicamente económico.

 

Este temor particular respecto del socialismo -el temor libidinal, la ansiedad acerca de la represión- se desarrolla, lógicamente, hasta llegar a constituirse en una preocupación más abiertamente política acerca del poder como tal. Bakunin no fue el primero en asociar el socialismo con la tiranía política y la dictadura (este reproche ya lo habían formulado los socialistas utópicos), ni fue Wittvogel el último en hacerlo, aunque su libro Oriental Despotism, en el cual comparaba a Stalin con los dioses-emperadores de las primeras civilizaciones asentadas en las márgenes de los ríos, dejó una profunda huella en la propaganda derechista. Probablemente no baste con señalar que el gobierno y el Estado -sea cual fuere la forma política- controlan por definición el monopolio de la fuerza. Pero el reproche no parece en especial coherente con la idea asimismo actual de la derecha de que la democracia verdadera es ingobernable y de que las demandas despertadas por el socialismo implicarían muy probablemente una detención de la maquinaria social. A esa incoherencia puede añadirse otra, de carácter histórico: el consenso virtualmente unánime que despierta la doctrina de que el socialismo equivale al Estado absoluto, como resultado del derrumbe de esa estructura estatal y ese orden político específicos.

Sin embargo, lo que sucede más a menudo, especialmente en las condiciones de un clima de mercado y de la momentánea hegemonía de la retórica del mercado, es que las visiones del socialismo y la utopía tengan que abrirse paso en medio del conflicto ideológico que existe entre una sociedad que tiene su base en el mando, por un lado, y una sociedad muy individualista, o atomizada, descentrada, de la «mano invisible», por el otro. Hasta Robert Heilbroner, en su libro Marxism: For and Against, que es anterior a 1989, habla en favor de la vitalidad de esa visión alternativa en términos de la opción colectiva y de la priorización de un modo de vida relativamente fundamentalista que, como los estereotipos actuales del llamado fundamentalismo islámico, intente desconectarse del mercado mundial por la vía de una especie de puritanismo ético y de una renuncia libidinal. Es una visión que muestra simpatía con las posibilidades de una opción colectiva, y también sobre el precio que hay que pagar por el logro de una vida social de tipo diferente; sin embargo, al mismo tiempo, se alimenta de profundos miedos y ansiedades inconscientes en relación con la propia utopía, y confirma el sentimiento de que en nuestros días cualquier proyección de visiones socialistas tiene que lidiar no sólo con el diagnóstico de las patologías del capitalismo tardío, sino también con el miedo a la utopía.

En cuanto a la estigmatización de la planificación como la imagen de la «sociedad de mando», libidinalmente cargada con imágenes del estalinismo y con estereotipos más profundos de «despotismo oriental» que se remontan a la historia antigua (los adversarios estatistas de los antiguos hebreos y griegos), podría comenzarse con los planteos contemporáneos de socialismo que intentan formular el gran proyecto colectivo en términos individualistas, como un vasto experimento social calculado para auspiciar el desarrollo de las energías individuales y el entusiasmo de un individualismo verdaderamente moderno: como una liberación de los individuos por parte del colectivo y un ensayo de nuevas posibilidades políticas, y no como una regresión social ominosa a un pasado preindividualista y represivo. En este sentido, por ejemplo, la gran revolución cultural soviética prestalinista pudiera mencionarse como una potente fuerza ideológica para oponerse a esas ansiedades.

 

Pero la defensa de Heilbroner sigue siendo útil en la medida en que subraya la naturaleza de la «utopía» como un sistema social alternativo y no como el fin de todos los sistemas sociales; y en que enfatiza la necesidad estructural de cualquier sistema social o modo de producción de incluir mecanismos que, para decirlo de alguna manera, inmunicen al sistema de relaciones existentes contra las novedades destructivas o radicalmente transformadoras (así, por ejemplo, una determinada antropología -coincidentemente antimarxista- asumió la tarea de demostrar la manera como las pequeñas sociedades tribales evitan y excluyen estructuralmente la acumulación de riquezas y el nacimiento del poder como tal y de lo que con el tiempo constituiría el Estado).

En especial, en este ensayo presupongo la incompatibilidad sistémica entre el mercado y el socialismo, que quedó demostrada por el poder de destrucción del mercado en la Europa Oriental, no sólo por la desintegración de las relaciones sociales después del derrumbe del Estado comunista, sino también por la corrupción superestructural que produjeron las fantasías de consumo y la cultura de masas occidental que precedieron y prepararon el derrumbe. Hoy las críticas de Polanyi sobre los efectos catastróficos del mercado pueden generalizarse de modo que incluyan la devastación que producen el consumismo y los hábitos culturales y sociales engendrados por la mercantilización, lo cual, sin duda, presupone la necesidad que tiene todo sistema socialista de generar una cultura que de algún modo neutralice esas influencias, pero que lo haga de manera vital y positiva, como opción colectiva y no como régimen de censura y desconexión. Al mismo tiempo, se debe subrayar que la violencia y la represión físicas que se aprecian en la historia de los socialismos realmente ya no existentes (y en especial de los Estados comunistas) fue siempre la respuesta ante las amenazas reales provenientes del exterior, la hostilidad y la violencia de la derecha y la subversión interna y externa (vívida ilustración de la cual es aún el bloqueo de los Estados Unidos contra Cuba).

Desde el punto de vista filosófico, lo que habría que decir contra los planteamientos de la derecha es que la «libertad de opción» de bienes de consumo (que, por otra parte, es muy exagerada por los devotos de una distribución «flexible» y «posfordista») de ninguna manera equivale a la libertad de los seres humanos para controlar su propio destino y para desempeñar un papel activo en la conformación de su vida colectiva, esto es, para arrancar su futuro colectivo de las garras de las necesidades ciegas de la historia y sus determinismos. Rendirse a los famosos «mecanismos del mercado» de «la mano invisible» equivale, en este sentido, a renunciar a los desafíos de la libertad humana, nunca a realizar un admirable ejercicio de capacidades humanas (todo el asunto, sin embargo, se hace trivial cuando se comprueba que el logro de un mercado libre así idealizado e ideal nunca ha existido en la historia y es muy poco probable que llegue a existir).

 

Pero todo lo anterior adquiere un carácter un tanto diferente cuando se plantea en los términos teológicos o metafísicos de un pecado original a la Niebuhr o de una hybris como la que Edmund Burke le atribuía al proyecto jacobino: en ese caso se sienta en el banquillo de los acusados a la naturaleza humana misma, así como a la índole perversa de lo utópico. Es un lenguaje que parece haber prendido en la Europa Oriental, donde algunos intelectuales postsocialistas le han imputado el poder de destrucción de lo político -desde el bolchevismo hasta Stalin- a los males derivados de la voluntad utópica de transformar la sociedad; desgraciadamente, la decisión de dejar de desear esas transformaciones equivale solamente a pasar el poder de decisión a otros (hoy día, por lo general, a un extranjero). En lo que toca a las convicciones sobre la índole pecadora de la naturaleza humana, y aunque pueda parecer un hecho demostrable empíricamente que los animales humanos son naturalmente agresivos y violentos y que nada bueno puede venir de ellos, no estaría mal recordar que eso también es una ideología (especialmente moralizante y religiosa, por cierto). El hecho de que la cooperación y el logro de un ethos colectivo sean en el mejor de los casos conquistas frágiles, sujetas al mismo tiempo a las tentaciones del consumo privado y a la avaricia y las desestabilizaciones de una Realpolitik cínica, no puede despojárselas del mérito de haber existido de cuando en cuando.

     Mientras tanto, la sabiduría trasnochada de una desilusión a la François Fouret se expresa en el ethos de la ley y el orden de lo que me siento tentado a llamar un neoconfucianismo caracterizado por el «respeto» incluso a las autoridades menos atractivas y la preferencia del más despreciable estado de violencia por sobre las formas más humanamente comprensibles del caos y la revuelta.

No es sólo que sea siempre la derecha la que desate la violencia, desencadenando la infinita reacción en cadena de la respuesta violenta, que ha formado parte tan prominente de la historia reciente; es importante tener en cuenta al menos la posibilidad de que las pasiones destructivas de los grandes movimientos de derecha, desde el fascismo hasta el nacionalismo y más allá, los fanatismos étnicos y fundamentalistas, sean en esencia sustitutivos y no deseos primarios: que nazcan de la rabia y de la más amarga desilusión ante el descalabro de las aspiraciones utópicas y de la convicción subsiguiente y profundamente sentida de que un orden social más genuinamente cooperativo resulta fundamental imposible. En otras palabras, como sustitutos, reflejan una situación en la cual, sea cual fuere la razón, la revolución misma parece haber fracasado. Éste es entonces el momento de abordar ese tópico en relación con los anteriores, pero específico.

 

III

Porque la crítica del concepto mismo de revolución es la piedra de toque de los posmarxismos más recientes (como lo fuera en tiempos de Bernstein), y ello por razones tanto teóricas como políticas. Voy a asumir, quizá injustamente, que son las razones políticas las que más a menudo motivan los debates en tomo a la cuestión: los que giran en torno a los conceptos de totalidad y telos, de sujeto centrado y descentrado, en tomo a la historia y el relato, el escepticismo y el relativismo o la «creencia» política y el compromiso, en torno al presente perpetuo nietzscheano y la posibilidad de imaginar alternativas radicales (en el entendido de que las motivaciones más viscerales e ideológicas de tales opciones filosóficas no excluyen la necesidad de refutarlas también sobre una base puramente filosófica). Creo que el concepto de revolución tiene dos implicaciones algo diferentes y que vale la pena preservar ambas, especialmente en las circunstancias actuales. La primera implicación tiene que ver con la naturaleza del cambio social, que sostengo que es necesariamente sistémico; la otra, con la manera como hay que concebir la toma colectiva de decisiones.

Pero este tipo de debate no puede comenzar a tomar impulso hasta que no desenredemos las cuestiones conceptuales de la madeja de representaciones e imágenes que tan a menudo las envuelven. Ello no sólo implica la indeseada «persistencia de visión» de viejas representaciones estereotipadas de revoluciones que tuvieron lugar en las etapas tempranas de la modernización, para no hablar de las que ocurrieron durante la transición del feudalismo al capitalismo. Lo que no quiere decir que las historias de dichas revoluciones, desde la gran Revolución Francesa o su predecesora, la Inglesa (o incluso desde los hussitas o las guerras campesinas, o desde el levantamiento de Espartaco), hasta las revoluciones China y Cubana no nos puedan proporcionar importantes lecciones históricas y dialécticas, además de que nos ofrecen narrativas

emocionantes, de mucho más interés que los libros de historia de la mayoría de los países, para no hablar de sus novelas. Ni tampoco se trata de la obvia afirmación de que la transformación social radical en las condiciones de una modernización más completa (para no hablar de la postmodernización) necesariamente planteará problemas muy diferentes y generará una actividad colectiva de carácter muy distinto. En realidad, ten{'r.:JS que ocupamos de esas imágenes por los modos como limitan la imaginación política y fomentan un razonamiento ilegítimo que desacredita el concepto de revolución sobre la base, por ejemplo, de que la ciudad posmoderna, o

más bien el desparramamiento comunicacional de la posciudad, ha hecho que ::'1 agencia de las turbamultas callejeras resulte inoperable para la intervención política estratégica y revolucionaria. Sin embargo, de hecho es la imagen misma de la turbamulta la que es ideológica. Se remonta, por lo menos, a los grandes «días» revolucionarios de la Revolución Francesa, y fue virtualmente ensayada como pesadilla por todos los grandes novelistas burgueses del siglo subsiguiente, desde Manzoni hasta Zola, desde Dickens hasta Dreiser, en cuyas obras el lector puede sentir a veces que las ansiedades en tomo a la propiedad y las violaciones físicas de la intimidad se explotan y exageran con propósitos puramente políticos, a fin de mostrar que ocurren cosas monstruosas cuando se relaja o debilita el control social. Pero, dada esta situación, parece especialmente importante que cualquier reflexión seria sobre el concepto de revolución se desembarace de imágenes ideológicas tan perniciosas.

 

De hecho, aquí también observamos lo que ya se apuntaba antes: la persistencia de ansiedades políticas -mejor aún, la persistencia del motivo del poder- en tales argumentos. Incluso cuando no se lo estigmatiza (por ejemplo, en los análisis más filosóficos, como los elaborados de forma supremamente sutil por Laclau y Mouffe y, siguiendo sus pasos, por la mayoría de los llamados pos marxistas), el fondo de las disputas en torno al término resulta ser que se concibe la revolución como violenta, como asunto de lucha armada, de derrocamiento por la fuerza, de entrechocar de armas que blanden personas sedientas de sangre. Esta concepción explica a su vez el atractivo de lo que podemos llamar el trotskismo demótico; esto es, la insistencia en añadir el requisito de la «lucha armada» a cualquier prescripción socialista que esté en el orden del día, lo que parecería tanto confundir efecto con causa como poner la carreta de la salvación antes que sus bueyes. Esta afirmación tiene que ser refutada desde la perspectiva contraria: el otro lado recurrirá a la fuerza cuando el sistema se vea amenazado de modos básicos o fundamentales, de manera que la posibilidad de la violencia se convierte en algo así como la prueba de la autenticidad de un movimiento revolucionario visto de forma retroactiva por el búho de Minerva de Hegel o el ángel de la historia de Benjamin (de hecho son el mismo ser con forma diferente). Ello implica algo parecido a las paradojas de la predestinación y la elección en teología: la opción por la violencia es el signo externo y siempre viene después, no se puede contar con ella por adelantado, como trata de hacer la socialdemocracia al trazarse un curso calculado para no ofender a nadie. Pero si el curso escogido llega a pasar por un genuino cambio sistémico, necesariamente se produce una resistencia, virtualmente por definición, pero no porque quienes lo planificaron lo hayan deseado. De manera que vemos operar aquí un peculiar principio de Heisenberg para la esfera político-económica (como ocurre en la crítica, mencionada anteriormente, que hizo Weistein de las estrategias de la izquierda estadounidense): parecería que somos incapaces de entender el cambio diacrónico excepto a través de nuestros lentes sistémicos y sincrónicos; la historia siempre ha sucedido ya; las realidades de clase, que sólo se detectan retrospectivamente, no admiten las reconsideraciones.

La aspiración a pensar la revolución (o a «refutarla») implica entonces necesariamente dos temas: el de sistema y el de las clases (y Marx fue el teórico que los combinó).

El argumento sistémico, a saber, que todo en la sociedad está, en última instancia, vinculado a todo lo demás, y que a largo plazo resulta imposible lograr ni reformas mínimas sin antes cambiarlo todo, se ha desarrollado usualmente en el terreno de la filosofía en tomo al muy estigmatizado concepto de totalidad. Los intelectuales de orientación filosófica hace largo tiempo fallecidos, para los cuales los conceptos de sistema y de totalidad eran conquistas y armas fundamentales en el propósito de combatir las trivialidades del empirismo y el positivismo, así como la degradación de lo racional en aras de lo comercial y de las reificaciones pragmáticas, se habrían asombrado ante la reciente transmutación de esas mismas actitudes y opiniones positivistas muy poco filosóficas en formas heroicas de resistencia a la metafísica y a la tiranía de la utopía, en resumen, al Estado. «Libremos la batalla contra la totalidad» parece una consigna un tanto fuera de lugar cuando se trata de los sistemas intelectuales (como el marxismo) para los cuales la representación de la totalidad social es en sí misma fundamentalmente problemática: el imperativo de totalizar y de lograr una representación de la totalidad por la vía del dilema mismo de la representación, es un proceso que parece menos plausiblemente caracterizado como totalitario que la estructura partidaria específica y la política de masas que tales críticos tienen también en mente.

 

De cualquier forma, en el contexto actual quizá bastaría con insistir en que el concepto de totalidad o de sistema se debe derivar de experiencias prácticas, sociales y políticas que a menudo no se analizan en ese sentido. Porque el concepto de sistema social emerge, sobre todo, de la incompatibilidad entre varios tipos de motivos o valores sociales, y en particular entre una lógica orientada a la ganancia y una voluntad para la cooperación. Cada una tiende a excluir a la otra, y ello hace que incluso la «economía mixta» más cuidadosamente controlada resulte muy problemática. Lo contrario también es cierto, o sea, el inmenso fervor moral y colectivo que tiene que movilizarse a fin de lograr no sólo un cambio social fundamental, sino la construcción social de nuevas formas de producción colectivas. Esa pasión moral y política -singularmente difícil de sostener bajo cualquier circunstancia y que se corresponde con lo que he llamado el ideal del socialismo, por contraposición a las tareas locales e inmediatas de éste- es en sí misma profundamente incompatible con el motivo de la ganancia y los demás valores con él asociados. Estas incompatibilidades básicas son las que sugieren en primer lugar que un sistema, una totalidad o un modo de producción son cosas relativamente unificadas y homogéneas que no pueden coexistir por largo tiempo con sistemas o modos de naturaleza diferente. El concepto de revolución tiene que ver entonces con esa lectura específica de la historia: derivado del concepto mismo de sistema, designa el proceso, imposible de teorizar por adelantado, mediante el cual un sistema (o «modo de producción») termina por remplazar a otro.

Pero es quizá la estructura misma de este concepto lo que dificulta su representación y sigue generando las imágenes superadas de la «toma del pode/')) revolucionaria "que ya hemos criticado, al tiempo que instituye una nueva oposición binaria o aporía, a saber, la antítesis de la vía democrática y electoral al poder (hay que añadir que hoy en día nadie parece creer en esta última más que en la primera). Pero hay ejemplos diferentes, los cuales muestran el aspecto que puede adoptar una revolución que trascienda dicha oposición: de inmediato viene a la mente el Chile de Allende, y ya va siendo hora de rescatar ese experimento histórico del pathos de derrota y ansiedades libidinales instintivas causadas por la represión. También es hora de considerar en serio el planteamiento posmarxista acerca de la falsedad de la concepción de instante o momento (sea «revolucionario» o de cualquier otra naturaleza), pero también de criticar su omisié:1 de la idea de «proceso» para adoptar la de una especie de flujo nietzscheano e infinito de tiempo heterogéneo. Las victorias electorales de la izquierda no son ni vacíos ejercicios socialdemócratas ni ocasiones en las cuales el poder pasa de unas manos a otras de forma definitiva: más bien constituyen señales del gradual despliegue de las demandas democráticas, esto es, reclamos cada vez más radicales de que se instituya un gobierno que esté en simpatía con esas demandas, gobierno que, obediente a su mismo desarrollo, se radicalice a su vez para que no ceda a los atractivos del orden. En este sentido, el proceso revolucionario es una nueva dispensación legal en la que los grupos populares reprimidos emergen lentamente del silencio de su subalternidad y se atreven a hablar en voz alta, acto que puede ir, como sucedió en el Chile revolucionario de Allende, desde proponer nuevos tipos de leyes hasta realizar tomas de tierras; la democracia significa necesariamente ese tipo de pronunciamiento público que puede también identificarse con la forma más verdadera de la producción de nuevas necesidades (por oposición al consumismo). Resulta claro, entonces, que es un proceso enormemente desordenado que amenaza con desbordar todo control y que genera el tipo de temores políticos que ya hemos comentado (y de los cuales la suerte del régimen de Allende es una sangrienta ilustración). Pero es un proceso totalmente coherente con la democracia (por oposición a las instituciones republicanas) en cuyos términos pueden reinterpretarse todas las grandes revoluciones.

 

Por mas cuestionables que puedan ser hoy día para la izquierda tales nociones de sistematicidad, vale la pena observar que desde hace tiempo son verdades aceptadas por la derecha, que tiene la vista clavada en la llamada «transición al capitalismo». Porque los propagandistas del mercado han insistido una y otra vez en la incompatibilidad del sistema de mercado con rasgos residuales o emergentes de otros sistemas socioeconómicos divergentes. No es necesario referirse a las agonías de la «desregulación» en los antiguos países socialistas: basta con recordar la presión sostenida que los Estados Unidos han ejercido -sobre Canadá para que se deshaga de la medicina socializada; sobre Japón y Francia para que eliminen los subsidios a los granjeros; sobre Europa en general para que desaparezca la «injusta competencia» de las estructuras de bienestar social gubernamentales; sobre casi todo el mundo para que se destierre la protección a las formas nacionales de producción cultural- para que nos representemos vívidamente la vía “más pura” que por necesidad busca un sistema de mercado a fin de eliminar todo lo que no sea él mismo, con el objetivo de continuar funcionando. No hay duda de que esas demandas, que en la práctica han sido auspiciadas en todo el mundo por la política exterior de los Estados Unidos, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, antes de llegar a su paroxismo en la era de Reagan y del TLC/GATT, persuasivamente infieren la misma concepción, en lo esencial sistémica, de una sociedad o modo de producción que se asocia normalmente con conceptos tan ideológicamente distintos de ellas como revolución y totalización.

Quizá todo ello hable meramente de la naturaleza utópica de la retórica del mercado al uso. Sin duda, ello es el caso si sólo significa que el mercado, tal como lo pintan en la actualidad los medios conservadores y los medios de comunicación, nunca existió y nunca existirá. Por otro lado, las consecuencias de lo sistemático son muy reales, y suelo recordar' el cuento de Joel Chandler Harris sobre el paciente que tuvo que enfrentar las más sorprendentes dificultades para que le extrajeran una muela que le dolía. El barbero trató, el herrero trató: finalmente un dentista emprendedor de nuevo tipo, provisto de toda clase de novedosos equipos, se las arregló para echar garra a la muela culpable, la cual, sin embargo, tenía raíces que la sujetaban a la mandíbula, a la espina dorsal, a las costillas, a la pelvis, a la tibia y, por fin, al dedo gordo del pie; de modo que cuando se las ingenió para extraer la pieza, con ella salió todo el esqueleto y hubo que mandar al paciente de vuelta a su casa en una funda. Algún conocimiento previo de la anatomía social puede ayudamos a evitar este destino desgraciado (que, en realidad, siempre he pensado que puede servir como alegoría de la desregulación reaganiana).

 

La otra implicación del concepto de revolución puede examinarse con más rapidez, ya que se trata simplemente de que se toma al conjunto del proceso revolucionario como la imagen condensada de la recuperación, por parte del colectivo social, de la posibilidad misma de praxis, de toma colectiva de decisiones, de autoformación y de la opción por una relación con la naturaleza. En este sentido, la revolución es el momento en el cual el colectivo vuelve a tomar en sus manos una soberanía popular (que, en verdad, puede no haber gozado nunca ni ejercido en la realidad histórica), en que las personas recuperan la capacidad para cambiar su propio destino y, en consecuencia, para adquirir algún control sobre la historia colectiva. Pero, al mismo tiempo, decirlo de esta manera representa comprender por qué en nuestros días el concepto de revolución enfrenta dificultades, porque -como ya se ha observado- ha habido pocos momentos en la historia social moderna en que la gente en general se haya sentido más impotente, pocos momentos en los cuales la complejidad del orden social haya parecido tan monumental e inaccesible, y en los cuales la sociedad existente, al mismo tiempo que se ve arrastrada por un cambio cada vez más rápido, haya parecido estar dotada de tan maciza permanencia.

De hecho, se ha planteado que este salto cuántico en la sistematicidad ocurrido en la época pos moderna o del capitalismo tardío -intensificación signada de alguna forma por la ciencia y la tecnología y que se imputa a los procesos cibernéticos-, es precisamente lo que ha hecho que la escala de la agencia humana, sea individual o colectiva, resulte irrisoria; no obstante, parecería más prudente mantener el rasgo de la escala y poner entre corchetes el tema de la tecnología. Porque también es plausible que tal confusión y los sentimientos de inermidad que inspira (con la consiguiente parálisis de la acción, apatía de los involucrados, cinismo de líderes y seguidores) sean ellos mismos una función de la expansión convulsiva del sistema, y que nos enfrenten ahora a nuevas medidas y cantidades a las que nadie se ha ajustado aún, y a nuevos procesos geográficos (y temporales, en la medida en que hoy por hoy el tiempo es espacial y tenemos que contar con la nueva simultaneidad informacional en nuestras categorías de grado y de intervalo) para los cuales aún no hemos desarrollado órganos específicos.

Uno de los resultados más sorprendentes de la nueva escala en la cual se ha proyectado el sistema es lo inadecuado de las categorías previas de agencia y, en particular, la percepción de que el concepto de clases sociales ha sido superado o, incluso, de que las clases en el sentido antiguo (marxiano) han dejado de ser relevantes, si no es que han desaparecido completamente. Esta percepción nutre los diferentes niveles de la teoría y de la sociología empírica y exige una respuesta más compleja, en la cual resulta más fácil (aunque no especialmente gratificante) desprenderse de lo empírico. Es esperable que la globalización, que ha conllevado la crisis de la producción nacional y, por consiguiente, de las instituciones de una fuerza laboral nacional decreciente, traiga aparejadas formas de producción internacionales con sus correspondientes relaciones de clases, pero en una escala que nos resulta aún tan inimaginable que sus formas no se pueden deducir por adelantado y sus posibilidades políticas todavía no se pueden predecir, para no hablar de calcularlas. Es necesario insistir tanto en la inevitabilidad de este nuevo proceso de formación global de clases como en los dilemas de representación a los cuales nos enfrenta en la actualidad: no se trata sólo de que el tempo geológico de tal formación de clases les resulte imperceptible a organismos condenados a un tiempo humano (como ya he dicho, existimos simultáneamente en ambas dimensiones temporales inconmensurables, que no se comunican la una con la otra); se trata también de que los esquematismos con los cuales podemos comenzar a trazar el mapa de esta realidad inaccesible (comparable a los problemas planteados por el tránsito de un segmento del espacio celeste limitado y perceptual a cosmologías tan inmensas que escapan a nuestras categorías mentales) aún no han sido determinados.

 

De hecho, nuevas categorías de representación (o bien categorías de representación desacreditadas que puedan ser renovadas o transformadas) -en particular todo lo que gira en tomo al problema de la alegoría y que implica formas multidimensionales de significación inconsciente- pueden servir para documentar este reclamo y para poner de manifiesto las presiones que ahora se ejercen sobre lo que antes eran imágenes de sentido común para representar las realidades mayores. No obstante, en un momento en el que la esfera internacional de los negocios se reorganiza y desarrolla nuevas relaciones que traspasan las antiguas fronteras nacionales, y mientras que las tecnologías de contacto, intercambio y creación de redes comienzan a imponer su propia inevitabilidad, con todo tipo de consecuencias inesperadas, resultaría muy sorprendente que los asalariados de las diferentes zonas nacionales de la economía mundial fueran incapaces de desarrollar formas nuevas y originales de reafirmar sus propios intereses. Y sin embargo, invocar de esta manera el futuro (aun cuando en este caso no ofrezca asidero para un optimismo torpe y primitivo) no es razonable en medio de una situación en la cual la posmodernidad significa también un aprisionamiento en el sistema de un presente temporal del que parecen excluidas las categorias narrativas del cambio. Mientras tanto, el deterioro de la fuerza de trabajo industrial nacional ha dado lugar al surgimiento de masas de desempleados, que ahora han venido a parecer agentes más plausibles de la acción política (o «sujetos de la historia») y cuya nueva dinámica se registra en el surgimiento de la nueva categoría radical de marginalidad. No obstante, todo el saber acumulado acerca de la organización política se adquirió a partir del trabajo asalariado y de las ventajas especiales que ofrece, que ya no existen en la situación de los desempleados (excepto en casos tan especiales como los de los ocupantes ilegales de edificios o los habitantes de bidonvi/les o asentamientos de carpas).

Se supone tan a menudo que la cuestión de las clases es la objeción práctica central que se le plantea hoy al marxismo, que vale la pena añadir algunos comentarios. El primero sería recordar que la supuesta incompatibilidad entre una política de clase y las prioridades de los «nuevos movimientos sociales» refleja una perspectiva muy estadounidense, en la medida en que la raza (y, hoy por hoy, el género) siempre han parecido tener en la experiencia del país una dimensión mayor que la clase, en la cual el sectarismo y la fragmentación tendencial e inevitable de los movimientos políticos mayores también han sido un impulso tan estadounidense como el fundamentalismo religioso y el antintelectualismo, para no hablar de la violencia y el pastel de manzana. Habría que añadir también que pocos marxistas de los tiempos más recientes han creído alguna vez que los trabajadores de plantas industriales puedan llegar a constituir una mayoría numérica de la población de las sociedades modernas avanzadas y diferenciadas: ésa es la razón de que la política de izquierda en el siglo xx haya tomado una y otra vez la forma de política de alianzas (con independencia de cuán torpes hayan sido esos programas o cuán fraudulentos hayan resultado en la práctica los regímenes que han manifestado representar dichas alianzas). La teorización de Gramsci sigue siendo la más útil; lo que no excluye, en el seno de los marxismos del periodo moderno, cierta propensión general a un obrerismo cuyo presupuesto tácito (expresado por Sartre y Brecht, por ejemplo) reside en el sentimiento de que en los que trabajan con máquinas son distintas que en otras clases la comprensión del mundo y la relación con la acción y la praxis.


Pero todo lo anterior equivale a considerar la «clase» como la insignia de conjuntos de individuos que se agrupan en una esquina del salón frente a otros conjuntos de individuos que llevan insignias con las palabras «raza» o «género» (o quizá «amigos de la tierra»). Lo que hay que defender es la diferencia de status conceptual entre la idea de clase social y las de raza o género: y ello implica algo que trasciende el hecho evidente -que a menudo se enarbola en su contra- de que la categoría de clase es universalizante y constituye una forma de abstracción capaz de trascender la individualidad y la particularidad de manera más exitosa y productiva (siempre que se persiga como secuela de esa trascendencia la abolición misma de la categoría). En este sentido, a menudo se considera que clase es una categoría «ontológica», como materia o materialismo, lo que implica y perpetúa el error de sustancia y sustancialidad (de la verdad, la presencia y otras). De hecho, la «verdad» del concepto de clase (para hablar como los hegelianos) radica más bien en las operaciones a las cuales da lugar: el análisis de clase, como la desmitificación materialista, sigue siendo válido e indispensable, incluso en ausencia de la posibilidad de una «filosofía» u ontología de las clases.

Sin embargo, resultaría igualmente importante mostrar cómo lo que a veces de modo muy simplificado se denomina «conciencia de clase» posee una conflictividad interna tan alta como categorías del tipo de raza y género: la conciencia de clase gira sobre todo en tomo a la subalternidad, esto es, en tomo a la experiencia de inferioridad. Esto significa que las «clases inferiores» tienen dentro de sus cabezas convicciones inconscientes sobre la superioridad de las expresiones y valores hegemónicos o de las clases dominantes, los cuales, al mismo tiempo, transgreden y repudian de formas rituales (social y políticamente inefectivas). Pocos países están tan saturados de un no disimulado contenido de clase como los Estados Unidos, debido a la ausencia en este país de un nivel aristocrático intermedio o residual (cuya dinámica pudiera, como ocurre en Europa, yuxtaponerse a las oposiciones de las clases modernas y hasta cierto punto disfrazarlas, desplazarlas o incluso desmontarlas): en los Estados Unidos todos los puntos de contacto entre las clases, como, por ejemplo, los deportes, son el espacio de antagonismos de clases abiertos y violentos, que saturan las demás relaciones de género, raza y etnicidad, cuyo contenido se confiere simbólicamente a la dinámica de las clases y se expresa a través de un aparato de clase, cuando no son en sí mismas el vehículo para la expresión de la dinámica de las clases como tal. No obstante, son precisamente esas oposiciones binarias internalizadas (porque las relaciones de clases son binarias y tienden a reorganizar también en formas binarias a las demás relaciones simbólicas colectivas como raza y etnicidad) las que deberían convertir a tales fenómenos en espacios privilegiados para detectar las identidades múltiples y las diferencias y diferenciaciones internas. También habría que anotar que todo lo que a este respecto pueda decirse acerca de la subalternidad vale para la conciencia misma de la clase dominante o hegemónica, que lleva en sí los temores y ansiedades provocados por la presencia internalizada de las clases oprimidas y expresa simbólicamente lo que pudiera denominarse una «incorporación» de aquellos peligros y hostilidades clasistas que son parte de la propia estructura de la conciencia de la clase dominante como respuesta a ellos.

 

Finalmente, se debe subrayar que las asignaciones de clase operan de acuerdo con una dinámica formal y no una dinámica de contenido: es de acuerdo con un sistema binario que los fenómenos se asimilan al juego fundamental de los antagonisI\1os de clase. Para tomar un ejemplo clásico, la lucha electo~1 entre Kermedy y Nixon a principios de los 60, se codificó bastante en términos de clase; no obstante, paradójicamente, fue a Kermedy, la figura liberal, a quien las masas estadounidenses, conciente o inconscientemente, percibían como miembro de la clase alta, debido a su riqueza y a su educación de Harvard, mientras que Nixon, quien obviamente sufría las inferioridades y los «estigmas» de un origen de clase pequeño burgués, fue percibido de inmediato como un representante de las clases inferiores. No obstante, otras oposiciones, extraídas de todos tos niveles de la experien~ia social, fueron recodificadas de manera muy similar: así, en el período moderno, la oposición entre cultura de masas y arte culto adquiere en los Estados Unidos un obvio simbolismo de clase, a pesar de la postura de oposición y antiburguesa del «arte culto» en Europa; mientras que con la llegada de la naciente posmodernidad y de su teoría; es la teoría la que queda codificada como extranjera y, por tanto, como perteneciente a las clases altas, mientras que la literatura «verdaderamente» creativa -que incluye tanto a la «literatura de creación» como a la cultura de la televisión comercial- se identifica con un ethos populista.

Por tanto, la clase es al mismo tiempo una realidad social actuante y un componente activo del imaginario social, en el seno del cual, en las condiciones de la globalización posterior a la Guerra Fría, puede vérsele actualmente servir de base a nuestros diversos mapas (casi todos inconscientes o implícitos) del sistema mundial. Como fenómeno dicotómico (hay sólo dos clases fundamentales en cada modo de producción), tiene la capacidad de absorber y refractar las connotaciones y oposiciones de género (así como las raciales); al mismo tiempo, se ve velada y complejizada por la supervivencia de viejas imágenes y actitudes clasistas residual es, por componentes aristocráticos o (más raramente) campesinos que distorsionan y enriquecen el cuadro, de forma tal que es posible codificar a Europa y a Japón como aristocráticos frente a unos Estados Unidos plebeyos, mientras que al tercer mundo se le suma la Europa Oriental para conformar un área generalmente subalterna (en la cual la distinción entre la clase obrera y el campesinado se oblitera ante conceptos como «subdesarrollado», que no expresan la plusvalía que se ha transferido del tercer al primer mundo en el curso de la historia). En cuanto se cambia la mirada del sistema mundial a un sistema regional-Europa o el Medio Oriente, por ejemplo-, de repente el mapa de las clases se rearticula de maneras nuevas, y se vuelve a rearticular cuando se enfoca un Estado-nación con sus internas oposiciones de clases. Sin embargo, lo importante no es que todos esos mapas de las clases son arbitrarios y de alguna manera subjetivos, sino que son redes alegóricas inevitables a través de las cuales leemos el mundo, y también que son sistemas estructurales en los que todos los elementos o componentes esenciales se determinan entre sí y deben ser leídos y definidos unos en relación con los demás. Por supuesto, éste fue notablemente el caso de la oposición dicotómica original, cuyo surgimiento histórico en el capitalismo se ha demostrado que supone un proceso constante por el cual una clase obrera se hace conciente de sí frente a la represión que ejercen los negocios, mientras que también la clase dominante se ve forzada a autodefinirse y organizarse cada vez más, debido a las demandas y amenazas del movimiento obrero. Todo ello significa que cada una de las clases en oposición carga, por necesidad, con la otra en su cabeza y se ve conflictuada y desgarrada por un cuerpo extraño que no puede exorcizar.

 

Por tanto, las categorías de clase no son todas ejemplos de lo «propio», en el sentido que Derrida le confiere al término, o de lo autónomo y lo puro, operaciones autosuficientes y de orígenes definidos por las llamadas afiliaciones de clase: nada es más complejamente alegórico que el juego de las connotaciones de clases a todo lo ancho y largo del campo social, especialmente hoy día; y sería un gran error del marxismo abandonar este rico campo de análisis, virtualmente virgen, sobre la base de que las categorías de clases están algo pasadas de moda y que hay que renunciar por adelantado a todo vestigio del estalinismo antes de reaparecer respetable y elegantemente en el campo del debate intelectual del nuevo sistema mundial.

Pero si podemos acostumbrarnos a pensar en una clase como una categoría (y no como una propiedad empírica, semejante a un certificado de nacimiento o una declaración de propiedades), entonces quizá resulta más natural pensar que la clase siempre es contingente y está corporeizada, que siempre, por necesidad, tendrá que realizarse y especificarse a sí misma por medio de las categorías de género y de raza. Es este sentimiento creciente de la necesidad de comprender estas categorías como una triangulación, lo que explica la suerte reciente de términos y conceptos como «articulación», los cuales no proporcionan recetas instantáneas para la construcción de alianzas, pero al menos imponen el requerimiento de realizar un circuito completo a la hora de cualquier análisis local y la necesidad de asegurarse de que no se omite ninguna de las categorías de las cuales puede afirmarse que cuando se olvida una, ella no olvida al analista. Pero en los Estados Unidos la categoría de clase es la que más probabilidades tiene de ser olvidada: de modo que ha efectuado su propio «retorno de lo reprimido» en las maneras como los diversos nuevos movimientos sociales, a sus modos diferentes, han enfrentado dificultades al actuar en el seno de las realidades invisibles y subterráneas del conflicto de las clases. Quizá resulte apropiado concluir esta sección señalando que clase es también la categoría analítica que más dificulta obviar la comprensión de lo social como entidad sistémica que sólo puede cambiar de modo sistémico y radical.

 

IV

En lo tocante al comunismo, lo que hay que afirmar es que los acontecimientos recientes (los cuales implicaron el derrumbe de tantos de los regímenes que llevaban ese nombre) no se deben a su fracaso, sino a su éxito, al menos en lo concerniente a la modernización. Los economistas de izquierda no son los únicos que han cantado las alabanzas del marxismo-leninismo (aquí habrá quedado en evidencia que lo distingo claramente del marxismo) como un vehículo para la modernización: incluso es posible encontrar editores de The Economist que saludaron a los Estados unipartidistas como vías útiles hacia la rápida industrialización de las sociedades subdesarrolladas (especialmente en África). Esto hace que resulte más divertido escuchar a los historiadores revisionistas más reaccionarios de nuestros días lamentar las cimas de productividad que Rusia podría haber alcanzado de modo más pacífico si los liberales se hubieran mantenido en el poder; para no hablar de cuando se les ve apuntar a la prosperidad actual de Taiwan como prueba de la superioridad de la economía de Chiang-Kai-Shek sobre la de sus rivales del Continente. El hecho es que Stalin modernizó a la Unión Soviética, a un costo terrible, al transformar una sociedad campesina en un estado industrial con una población alfabetizada y una notable superestructura científica. Por tanto, el estalinismo fue un éxito y cumplió su misión histórica, tanto en lo social como en lo económico, y resulta ocioso especular si podría haberse alcanzado lo mismo de manera más normal, pacífica y evolutiva. Porque el dato importante sigue siendo que el comunismo soviético era una estrategia de modernización que (a diferencia, por ejemplo, del capitalismo de estado japonés) utilizó una variante de los métodos e instituciones socialistas. Su uso de esas instituciones, su despliegue de una retórica y de valores socialistas, de hecho sus orígenes mismos -una revolución muy diferente y sin duda protosocialista- dieron por resultado el desarrollo de algunos aspectos de un mundo de vida socialista como subproducto, y también el hecho de que durante un largo período ese mundo llegó a representar la corporeización de las esperanzas y valores socialistas para el resto del planeta. Pero hoy resulta deseable, en especial allí donde el modernismo se completó o donde ya no aparece en la agenda, insistir en las diferencias radicales entre el socialismo, que Marx y Engels confiaban en desarrollar al término del capitalismo, como fruto de un régimen de una alta productividad industrial, y la heroica y sangrienta, emocionante y horrible saga de la modernización forzada de ese específico país del tercer mundo.

De cualquier modo, es más bien el derrumbe de ese sistema el que ahora hay que explicar: y hay que explicarlo precisamente en términos de su éxito (más bien que en términos de sus fallas y debilidades ocultas), de modo que ilustre el continuado poder de análisis de la teoría de Marx cuando se aplica a una situación que a menudo se ha utilizado para desacreditarla. De nuevo, la explicación más satisfactoria de lo sucedido en la Unión Soviética hay que buscarla en la prodigiosa expansión del sistema capitalista, en la «escalada» de su alcance mundial hacia un tipo nuevo y más intensivo de relacionalidad internacional. Esta explicación no funciona demasiado en términos de la competencia entre los dos «sistemas», aunque sin dudas arroja luz sobre el entusiasmo con que los líderes soviéticos del «período de estancamiento» buscaron maneras de vincularse de modo cada vez más estrecho al nuevo sistema mundial, en parte para obtener cuantiosos préstamos encaminados a consumir cada vez más los atractivos productos (esencialmente de tecnología de punta y equipos de comunicación e informática) de Occidente.

 

Por otra parte, creo que la competencia en los gastos de defensa y la táctica mediante la cual la administración de Reagan llevó a la Unión Soviética a destinar a la esfera militar fondos cada vez más cuantiosos y superiores a las capacidades del país -a lo que se atribuye con mayor frecuencia el derrumbe soviético-, también deben entenderse como otra forma típica del consumo a la 'manera occidental, que alentó al estado soviético a salirse del refugio de su propio sistema en un esfuerzo errado (aunque perfectamente comprensible) por emular los productos de los cuales no tenía necesidad económica o sistémica (a diferencia de los estadounidenses, cuya prosperidad de posguerra ha dependido en buena medida precisamente de ese gasto militar-estatal). Por supuesto, a menudo la estrategia contrarrevolucionaria ha supuesto justamente tales amenazas sistemáticas a largo plazo, que colocan a las revoluciones democráticas en un estado de sitio que incluye a su vez un crecimiento de la vigilancia y la actividad policial y el clásico desarrollo del Terror, lo cual puede apreciarse por lo menos desde la Revolución Francesa. Pero la ubicación específica de este esfuerzo particular, en el parteaguas entre la producción moderna y la pos moderna, determinó la existencia de una especie de cooptación, una transferencia de valores y hábitos de consumo que resultaron inusual mente destructivos para las instituciones revolucionarias que aún subsistían. Lo anterior sugiere que todo el proceso tiene una significativa dimensión cultural, a la que volveremos después.

Pero la interrelación sistémica es un camino de dos vías, y son muchas las imágenes cibernéticas a las que se expone quien se conecta a una red externa. Yo, por mi parte, prefiero imágenes extraídas del mundo de las altas presiones: por la vía de la Deuda y del desarrollo de la coexistencia comercial, la Unión Soviética, hasta entonces aislada en su propia área de presión específica como si se tratara de un domo geodésico de carácter ideológico y socioeconómico que la cubriera, comenzó de manera imprudente a abrir las entradas de aire sin ponerse el traje espacial y a permitirse a sí misma y permitirles a sus instituciones someterse a las presiones infinitamente más intensas del mundo exterior. El resultado puede compararse a lo que las meras presiones producidas por la onda expansiva hicieron con las frágiles estructuras que estaban en la vecindad inmediata del estallido de la primera bomba atómica, o a los efectos grotescos y deformantes que produce el peso enorme de la presión del agua en el fondo del mar sobre los organismos no preparados que evolucionaron para vivir en una atmósfera aérea. Estas imágenes no deben entenderse tanto en términos de una caracterización del impacto puntual del capitalismo tardío sobre esta o aquella forma individual, sino en términos de una vulnerabilidad sistémica: la exposición a una dinámica totalmente distinta y, por así decirlo, a un conjunto absolutamente diferente de leyes físicas y naturales.

 

El fenómeno de la deuda nacional y los imperativos dominantes de eficiencia y productividad sirven como ejemplos de esas incompatibilidades sistémicas. La deuda, qué duda cabe, adopta dos formas, una de las cuales, vista desde el exterior, se refleja en la catástrofe de los países del tercer mundo; la otra, más interna, parece girar en torno al presupuesto nacional. Por supuesto, las políticas vinculadas a esta última se ven complicadas por un Imaginario que solicita la asimilación de las prioridades gubernamentales a la manera como los individuos administran sus ingresos privados; éste es un asunto sumamente sicoanalítico cuyas analogías no se ajustan demasiado a un pensamiento racional sobre la deuda nacional misma, acerca de la cual Heilbroner ha tratado de explicar que «pagarla» constituiría un desastre y que resulta erróneo y una mala política pensar el asunto en esos términos. Lo que parece dirimirse en esas arcanas discusiones es, en esencia, el crédito de un estado-nación dado, esto es, la manera como otras naciones calculan su viabilidad económica. Es obvio que ésta es una consideración muy importante en lo que a obtener créditos externos o inversiones de capital extranjero se refiere, pero valores más antiguos como la autarquía (y no sólo sus versiones estalinistas) tendían en primer lugar, precisamente, a evitar ese tipo de dependencia financiera. En repetidas ocasiones se ha dicho que una autonomía nacional de ese tipo ya no es posible; sin duda, resulta obvio que no es posible conservar la autonomía cuando se ansía, por un lado, formar parte del sistema transnacional tal como funciona hoy día; y se supone que Cuba y Corea del Norte demuestran la inviabilidad de tratar de andar solas. Pero si, por el contrario, imagináramos que la autonomía, o, dicho con otras palabras, la resistencia a diversas normas restrictivas de la práctica económica del capitalismo tardío, bajo ciertas circunstancias pudiera ser motivo de orgullo nacional, se echa mano entonces a una retórica muy conveniente

que denuncia al nacionalismo como una bárbara fantasía colectiva y como fuente de violencia sin frenos (en este punto, los fenómenos de lo nacional y de lo étnico se identifican y se funden inextricablemente). Sea como fuere, la pérdida de autonomía nacional, sea o no deliberada, produce el efecto inmediato de someter al estado-nación a la regulación financiera externa, mientras que la Deuda no desaparece junto con los regímenes comunistas que comenzaron a acumularla.

La eficiencia es otra de esas normas internacionales que pueden no haber sido particularmente relevantes para países que operaban a partir de otros principios: la denuncia de la ineficiencia -fábricas arcaicas, una tecnología pesada y anticuada, métodos de producción derrochadores- es, por supuesto, un argumento favorito cuando se trata de darle palos al (hoy difunto) burro soviético, y tiene la ventaja de implicar una lección histórica mucho más simple que la enunciada aquí, a saber, que los soviéticos «perdieron» porque su producción era de mala calidad y no podía compararse con la nuestra (y, como conclusión ideológica secundaria, porque et socialismo es en sí mismo fundamentalmente ineficiente). Pero acabamos de demostrar que tales comparaciones o competencias no eran de ningún modo relevantes como tales y en sí mismas, y que se activaron sólo en el momento en que los soviéticos decidieron unirse al mercado mundial. (Como he sugerido antes, la guerra, sea la de Hitler contra Stalin o la de los estadounidenses durante la Guerra Fría, impone su propio tipo de competencia forzosa; la carrera de los gastos de defensa puede entenderse, por tanto, como una manera de forzar a los rusos a unirse al sistema mundial.)

 

Pero en principio la eficiencia no es un absoluto, sino una prioridad que muy bien puede, en algunos casos, ocupar un segundo plano, mientras que otras consideraciones no menos racionales pasan a ocupar un primer lugar. De hecho, Sweezy y Magdoff demostraron hace varios años, tanto en lo tocante a la Revolución China como a la Cubana, que en la construcción del socialismo la producción industrial también puede ser pensada como una forma de pedagogía colectiva, no meramente como la reducación de los campesinos mediante la práctica, cuyas mentalidades se tienen que modificar por las complejidades acrecidas de la maquinaria, sino también como la educación política de los obreros fabriles en formas de autogobierno y autogestión. Resulta posible imaginar que para una revolución social en curso (una vez que ha superado los más urgentes problemas del hambre y la miseria) ésos puedan ser en ocasiones valores más importantes que una concepción de eficiencia cuya función esencial es la promoción de comparaciones entre los niveles de diversos tipos de producción nacional e internacional, y cuya relevancia, por tanto, se encuentra en última instancia en el asunto mismo de la productividad.

Pero la productividad, como Marx nos enseñara hace tiempo en El capital, no es un absoluto intemporal en relación con el cual pueda evaluarse misteriosamente y de una vez por todas el proceso individual de trabajo: la productividad es un fruto del mercado unificado, que permite entonces que una norma de comparación empiece a funcionar entre las diversas firmas, con lo que, en última instancia, se expulsa del mercado a las que resultan incapaces de mantener el ritmo de los nuevos métodos. Es en este sentido que una fábrica de zapatos que funciona de modo perfectamente satisfactorio en una aldea y una provincia aisladas, cuyas necesidades justifican su presencia allí, se paraliza de súbito convertida en un anacronismo virtualmente inlaborable cuando, al ser absorbida por un sistema más unificado, tiene que satisfacer las normas de la metrópoli. Éste es el sentido en el cual, en una escala comparativa, una mayor productividad significa no sólo maquinaria más nueva, sino además una tecnología también más nueva que pueda competir con normas que no se establecen localmente; sin embargo, el asunto consiste, precisamente, en que la productividad es un concepto comparativo y no absoluto y que sólo tiene sentido a través del espacio, en el cual diferentes formas de productividad entran en contacto en el mercado y pueden, por tanto, ser comparadas. En esos contactos entre fábricas o regiones aisladas, lo más importante son las fronteras del contexto, y su apertura puede resultar desastrosa para las operaciones más modestas aunque no menos exitosas que queden del lado equivocado de las nuevas fronteras. Todo ello fue precisamente lo que sucedió en la Unión Soviética y sus estados clientes cuando adoptaron el proyecto de lanzarse al mercado mundial capitalista y uncir su suerte al emergente sistema mundial del capitalismo tardío tal y como éste surgiera en estos últimos veinte años.

Quizá resultaría necesario tener también en cuenta la posibilidad de que este periodo de estancamiento, en el cual la corrupción económica y el deterioro moral de los liderazgos iba de la mano con la pérdida de la voluntad o la ambición política, el cinismo y un sentimiento generalizado de impotencia, no se haya limitado a la Unión Soviética de la época de Brezhnev, sino que haya tenido una dimensión mundial. Lo que Hisham Sharabi describe como «neopatriarcado» (en su libro homónimo) en el mundo árabe, por ejemplo, parece estrictamente comparable, como lo son, por supuesto, los excesos más occidentales y de mejor tono de los regímenes de Reagan y Thatcher. Sería erróneo pensar ese estancamiento universal (que se vio acompañado por cantidades pasmosas de riqueza descoordinadas e improductivas) en términos de un ciclo en virtud del cual a la politicidad de los 60 siguió un nuevo período de especulación desenfrenada, que presumiblemente será remplazado por este o aquel retorno de la responsabilidad gubernamental y la intervención estatal.

 

En cualquier caso, el estancamiento parece haber coincidido con el surgimiento de la Deuda -posiblemente como su verdadera razón de ser- en la medida en que los bancos del primer mundo comenzaron a prestarles generosamente sus excedentes, imposibles de invertir, al segundo y e! tercer mundos a inicios de los 70; y también con la invención de la palabra «desregulación» y la estrategia de su aplicación alrededor de 1976. Pero, desde un punto de vista histórico, la cuestión fundamental sobre tal periodización gira en tomo al tema de la modernización y cuál puede ser su condición bajo la égida de lo que ha llegado a conocerse comúnmente como pos modernidad.

En la obra pavorosa e implacablemente argumentada de Robert Kurz que mencioné antes, el autor sugiere que vinculamos modernización y lo moderno (o la «modernidad») de manera más inextricable de lo que solíamos hacerlo, y que por ende sacamos la conclusión última de que es la modernización misma ~sto es, la industrialización, la construcción de nuevas fábricas, el establecimiento de nuevos niveles de productividad- lo que ha terminado, y que sea cual fuere el sentido de la posmodernidad, no supone ya la modernización o la producción en ninguna medida apreciable.

El libro de Kurz nos pide que imaginemos la extraordinaria movilidad de lo que han llegado a ser volúmenes incomparables de capital que chapotean en el planeta, como el agua en una vasija, a velocidades que se acercan a la simultaneidad. Sin embargo, sus puntos de contacto con la superficie están gobernados por las tasas de recuperación vigentes, que a su vez se ajustan a la industria de alta tecnología o posmodernidad postindustrial: las leyes más básicas del capital -de hecho, su definición- que excluyen las inversiones en las formas de productividad antiguas, puramente modernas, que asociamos con la anticuada era industrial. No sólo son sus tasas de ganancia muy inferiores a las que se obtienen en las áreas de alta tecnología, sino que las velocidades de las nuevas transferencias internacionales le facilitan al capital móvil escapar a las aguas estancadas de las viejas fábricas y teletransportarse hacia dimensiones más atractivas. Pero fueron precisamente esas viejas formas de productividad modernas las que los países subdesarrollados (e incluso las partes de los países desarrollados o avanzados ahora subdesarrolIadas a contrapelo de su voluntad) necesitaban para «desarrollarse» y «modernizarse», para dotarse de una infraestructura diversificada que les proporcionara una cierta autonomía industrial. El capital internacional ya no aguardará por ellos, ni por ninguna «modernización» en el sentido clásico. Por tanto, la coyuntura resulta sumamente desfavorable, para no mencionar su carácter contradictorio: para la gran mayoría de los países del tercer mundo y del otrora segundo mundo, el reloj sigue marcando la hora de la modernización y cada vez de manera más perentoria y urgente; mientras que al capital, que se mueve con rapidez de un medio de bajos salarios a otro, sólo le resultan atractivas la tecnología cibernética y las oportunidades de inversión posmodernas. No obstante, en el nuevo sistema internacional, pocos países pueden cerrarse para modernizarse a sus propios ritmo y medida: la mayoría se ha incorporado a un circuito internacional de deuda y consumo del que ya no puede salir. Y la nueva tecnología cibernética tampoco les resulta de utilidad inmediata a tales países en desarrollo, por razones tanto sociales como económicas: esa tecnología no crea nuevos empleos ni riqueza social, no proporciona la menor sustitución de importaciones ni, por supuesto, la mínima satisfacción con fuentes nacionales de las necesidades cotidianas. Como dice Kurz, «más tarde o más temprano, la ley de la rentabilidad», que especifica que sólo tiene valor de mercado la producción que se corresponde con el actual nivel internacional de la productividad, «tiene que imponerse con toda crueldad» (Kollaps der Modernisierung, p. 196).

 

Éste es, entonces, el significado fundamental del fin de lo moderno: el descubrimiento de que nadie puede acceder ya a la modernización. Ése es el único significado que puede tener la posmodernidad, y se la trivializa cuando se piensa que sólo designa cambios en la moda y en las ideas y los valores dominantes. Pero fue este árido viento de la posmodernidad el que cogió de sorpresa a los soviéticos cuando se aventuraron a salir del «socialismo en un solo país».

Tales historias siempre se pueden contar de otra manera: de hecho, se está volviendo imprescindible hacerlo siempre, porque sólo una diversidad de relatos posibles puede comenzar a modelar la «causa ausente» que subyace bajo todos ellos y que nunca puede ser expresada ella misma. (Por tanto, el relativismo y la ficcionalidad nietzscheanos resultan más productivos cuando se utilizan como un modo de triangulación o para el despliegue de paralajes y no como un abandono superficial de la «historia lineal» o de los conceptos, «pasados de moda», de causalidad, que en realidad no son otra cosa que meras formas narrativas.)

Así podría esbozarse aquí un relato que subrayara los fracasos esencialmente culturales del comunismo: porque sus propensiones al consumo, su fascinación con los productos occidentales de todo tipo, pero sobre todo con los específicos de la época posmoderna (la tecnología de la información en su sentido más general), esas debilidades fatales que impulsaron al comunismo hacia el gran mercado del sistema mundial occidental son, en lo fundamental, signos de debilidad cultural, síntomas del fracaso ante la tarea de crear una cultura colectiva específicamente socialista; o al menos de que se consolidara un modo de vida cotidiana y una práctica de la subjetividad que pudieran, al mismo tiempo, mantener el ritmo de las modas occidentales sobre estos asuntos y constituir una alternativa viable (y sistémica). En no pequeña medida, el prestigio actual del Islam se debe a su afirmación de que ofrece dicha alternativa frente a la cultura occidental. Pero no hay duda de que tal argumento es circular, dado que este uso del concepto de cultura es tan amplio que encierra lo hasta ahora considerado «meramente» económico: no sólo el «entretenimiento» es una industria básica en los Estados Unidos, sino que la compra y el consumo (así como la religión) son actividades culturales fundamentales de ese país. De modo que esta gallina es al mismo tiempo su propio huevo: y en realidad no tiene mucha importancia si la «fiebre cultural» de la Europa Oriental hizo que esa región se lanzara de cabeza al mercado occidental o si fue sólo el síntoma de que estaba en vías de hacerlo.

¿Debemos entonces considerar finalmente que la desaparición de la Unión Soviética fue una bendición? Hay algunos radicales que opinan, y ello es bastante plausible, que la desaparición del comunismo hará más viable las políticas de izquierda en los Estados Unidos, ya que las despojará del estigma de lo foráneo y lo importado, así como del de la «tiranía». Sin embargo, los movimientos de liberación nacional que aún existen, de seguro lamentan amargamente la desaparición del apoyo material con el que a menudo los soviéticos se mostraban (hay que ser justos), tan generosos.

En lo que toca al resto del mundo, para no hablar de nuestros propios autoconocimiento y bienestar moral, no parece particularmente deseable para la hipocresía y la autocomplacencia de los yanquis que nos hayamos quedado solos en la cancha y en triunfo. Nunca hemos comprendido mucho la genuina diferencia cultural, particularmente porque no somos capaces de percibir que nuestro propio tipo de capitalismo y nuestro sistema electoral son culturales (y no sencillamente el objetivo y el fin más obvios de toda la historia). Hubo un tiempo en el cual, por razones que les eran propias, la mera exitencia de los soviéticos constituyó un cierto freno para esas tendencias, lo que a menudo le permitió a esta o aquella colectividad afirmar su identidad nacional y su independencia, y realizar la rudimentaria revolución social que aún necesitan desesperadamente todos los países del planeta. Ahí está la guerra de Iraq para mostramos cómo nos comportamos cuando esos frenos desaparecen; y no parece que Europa o Japón sean capaces de asumir ese papel de contrapeso moral, dado que todavía es discutible si siguen siendo culturas autónomas o si la norteamericanización ha erosionado la sustancia misma de las que parecían tradiciones primarias, aun cuando lo haya hecho de maneras más sutiles e imperceptibles que las empleadas para disolver las tradiciones putativamente socialistas de la Europa Oriental.

 

V

Esto nos lleva a nuestro tópico final (que, por supuesto, hemos estado debatiendo desde el inicio), a saber, la naturaleza del capitalismo tardío o del sistema mundial actual, y el lugar del marxismo en él. Es un asunto que probablemente deba ampliarse con otro preliminar: ¿qué marxismo? (ya que pocos movimientos intelectuales han sufrido tantos cismas internos). Por ejemplo, el que existe entre un marxismo teórico o altamente intelectual izado y otro marxismo práctico o incluso vulgar, demótico, no es exactamente el mismo que la oposición que se observa entre el llamado marxismo occidental y el muy estigmatizado marxismo soviético, o entre Hegel y Marx, o entre el materialismo histórico y el materialismo dialéctico; pero lo cierto es que existe cierta afinidad entre todos estos dualismos non sanetos, y a menudo los que se afilian a ellos se traban en apasionado conflicto. En una ocasión Brecht dijo que todo marxismo hiperintelectual o filosófico debía llevar en su seno otro vulgar; y el fundador de ese marxismo-leninismo que para la mayoría de las personas constituye la forma más pura de la doctrina vulgar por excelencia exclamó en cierta ocasión: «¡Todos los marxistas deberían, ex officio, formar una "société des amis matérialistes de la dialeetique hegelierme"!»

No hay dudas de que esta polaridad revela la irresoluble distancia, que no es exclusiva del marxismo, entre sujeto y objeto, entre los irreconciliables puntos de partida que son la conciencia y el mundo. Es claro que al marxismo vulgar es al que peor parte le ha tocado de los dos: su «gran relato» acerca de los modos de producción y la transición al socialismo ha caído bajo la doble condena contra los relatos en general y el socialismo en particular. Digo esto no sólo para señalar el vacío que ha dejado en la praxis política la crisis de los partidos comunistas y la abdicación de los socialistas, lo hago también para apuntar al espacio vacío que debía ocupar una visión de la Historia que pudiera nutrir las praxis locales y nacionales al tiempo que ofreciera una motivación, en primer lugar, para la teoría y el análisis. Por supuesto, los más diversos maniqueísmos y sus Apocalipsis han fluido a llenar ese vacío; y no resulta improbable que de su materia prima gradualmente se pueda reelaborar una nueva visión de la historia: afirmar que necesariamente será marxiana en el sentido más general del término equivale simplemente a reconocer el hecho de que de todas las ideologías que en la actualidad compiten entre sí, sólo el marxismo mantiene tozudamente su relación constitutiva con la Historia, esto es, con una visión redentora del futuro, sin la cual, por necesidad, cualquier visión fracasará como proyecto político y también como campo de investigación científica.

 

El marxismo más filosófico -o, si se toma la peor versión, el marxismo más académico- nunca ha gozado de mejor salud, como lo demuestra la extraordinaria riqueza de la economía y la historiografía marxianas contemporáneas, algo paralizadas, es cierto, por su actual renuencia a terminar sus relatos en una nota triunfalista, con futuros luminosos. Si el primer marxismo, el práctico, el de los sindicatos y los partidos políticos, era un marxismo de la base, se siente la tentación de identificarlo con la superestructura, siempre que se entienda, en primer término, que la oposición entre ambas proviene del marxismo «vulgar» o demótico y no de su más sofisticada contraparte; y, en segundo término, que en el centro de todos los análisis económicos e historiográficos del capitalismo que se realizan en la actualidad, y a los cuales me he referido, se esconde una premisa en ocasiones tácita de que la relación misma entre la superestructura y la base se ha visto profunda y estructuralmente modificada en la etapa del capitalismo tardío. Ello supone una interrelación entre base y superestructura más paradójica que la conceptual izada anteriormente, y produce, por consiguiente, un reclamo de soluciones y modelos teóricos más complejos; de hecho, implica toda una nueva agenda teórica para el marxismo, de la cual puedo apenas esbozar algunos puntos aquí. Hay que tener en cuenta que estos procesos -las modificaciones estructurales del capitalismo tardío- sirven para explicar un cierto desplazamiento del «marxismo teórico» del campo de la filosofía hacia el de la cultura. Los temas filosóficos que predominaron en el llamado marxismo occidental siguen siendo significativos: sobre todo, la teorización de la totalidad, la cual siempre ha sido justamente percibida por posmarxistas y antimarxistas como un rasgo indispensable del proyecto marxista -tanto práctico como teórico- dado que por necesidad tiene que entender al capitalismo como un sistema y, por tanto, tiene que insistir en la interrelación sistémica de la realidad contemporánea. De las visiones del mundo que compiten entre sí tal vez sólo la ecología reclame de igual forma el pensamiento totalizante; y he tratado de señalar antes que su agenda -por más inmediata y urgente que sea- necesariamente presupone la socialista.

Pero incluso el repudio vulgar a la totalización en términos sociales y culturales -cuando significa «totalitarismo», o la primacía de lo intelectual sobre el pueblo, o un único partido político en el cual se sofocan todas las diferencias, o un universalismo masculino que somete a los diversos localismos, o una política de clase que ignora las de género, raza, etcétera- revela una debilidad del pensamiento conceptual y su remplazo por varias clases de doxa refleja que en su origen son esencialmente culturales. Por otro lado, algunos de los grandes ámbitos polémicos del período precedente -la causalidad estructural, la ideología, el desvanecimiento de lo negativo, la relación con el sicoanálisis, y otros- hoy pueden entenderse mejor como problemas esencialmente culturales. Tradicionalmente, el marxismo le dio un espacio a estos temas, pero al mirar atrás es posible apreciar que fue un espacio relativamente restringido y especializado, el cual quizá pueda ser mejor identificado inicialmente como la llamada teoría de la reificación, o el análisis de la mercantilización y el fetichismo de la mercancía. Por tanto, lo que hay que afirmar como conclusión es que esta preocupación hasta ahora menor llegará a ser en el futuro inmediato, en el campo de fuerzas del capitalismo tardío, el centro fundamental del marxismo teórico.

 

Quizá valga la pena considerar la relación existente entre la teoría de la mercancía y la política práctica, y en particular las ventajas del análisis marxiano del capitalismo tardío en comparación con las que ofrecen sus rivales liberal y conservador. Porque la crítica de la mercantilización es, sin duda, el tema central de cualquier análisis de lo que resulta originall en el capitalismo tardío, así como en cualquier análisis de los temas políticos y sociales que parecen debatirse hoy con más pasión. De aquí que resulte claro que las críticas más políticas del consumo en el capitalismo tardío -que de manera insensible se convierten en una-crítica al conjunto de la sociedad estadounidense- tienden fatalmente a movilizar una retórica ética y moralizante y a pronunciar juicios inseparables de dichas posturas. Pero no hay dudas de que es una retórica singularmente inadecuada para el tipo de sociedad que ésta ha llegado a ser, una sociedad en la cual la religión ha resultado trivializada hasta convertirse en una etiqueta étnica o en la afición de pequeños subgrupos, al tiempo que el moralismo es, en el mejor de los casos, un inocuo tic generacional, y, en el peor, una cuestión de ressentiment y de amargura histórica; y en lo que toca a las grandes profecías, si aún fueran concebibles, sólo podrían adoptar hoy la forma de la oratoria lunática y la aberracIón mental. (De hecho, el retorno de la ética como subdisciplina filosófica y su subsiguiente colonización por la filosofía política es uno de los rasgos y síntomas más reaccionarios del clima ideológico de la posmodernidad.)

Por tanto, parece apropiado excluir desde el principio las posiciones moralizantes sobre el consumo, por razones tanto práctico-políticas como filosóficas. Las movilizaciones éticas que en los años recientes han resultado exitosas en los Estados Unidos, han adoptado formas xenófobas o racistas y se han visto acompañadas por otros reflejos que revelan de manera muy obvia los temores y ansiedades más profundos de la mayoría blanca. Sólo en subgrupos históricos de oposición, como la comunidad negra, la indignación moral ha transmitido el gran mensaje político de un llamado a la justicia universal (porque los valores sólo pueden anclar en el «equivalente social» de las colectividades vividas). Lo que sobrevive de los «grandes relatos» ético-políticos en la izquierda secular o liberal está tan reseco como la political correctness l con la que la compara, para caricaturizarla, la mayoría. Pero la religión misma en nuestros días sólo resulta efectiva cuando (de acuerdo con su etimología) puede expresar y coordinar una experiencia grupal que en las actuales circunstancias corre necesariamente el riesgo de tomarse provinciana y excluyente o sectaria, en lugar de universal.

Existe una segunda versión de la crítica moralizante o religiosa a la sociedad de consumo cuya replicación de las fallas filosóficas y debilidades políticas de la anterior puede ser menos evidente: se trata de lo que con diversos nombres resulta ser una crítica sicológica o culturalista. Bajo esta forma aparece en un sinnúmero de libros y artículos sobre la «vida estadounidense», los cuales, al esencializar enérgicamente su tema, resultan intelectualmente incapaces de analizar el consumismo como un proceso socioeconómico o evaluarlo como una práctica ideológica. El principio de Durkheim sigue expresando la objeción filosófica fundamental a ese pensamiento, a saber, que siempre que encontremos una explicación sicológica para un hecho social podemos estar seguros de que es errónea. Resulta axiomático que los hechos sociales pertenecen a un orden de la realidad distinto de los datos individuales de la experiencia sicológica o existencial (y ya hemos observado cómo el marxismo multiplica esas diferenciaciones en una escala mucho mayor, al distinguir sistemáticamente lo económico de lo político, y ambos de lo social y lo síquico, cada uno de los cuales está gobernado por sus propias leyes semi autónomas, y evoluciona a diferente velocidad y en diferentes planos con respecto a los otros). En cualquier caso, utilizar las categorías de la experiencia individual o existencial para entender los fenómenos sociales -se utilicen con propósitos moralizantes o sicologizantes- es cometer un «error categorial» fundamental, por el que se antropomorfiza lo colectivo, y lo social se alegoriza en términos individuales.

 

Caracterizar el análisis marxiano del consumismo y el fetichismo de la mercancía, al compararlo con el antropomórfico, como un análisis «estructural>, puede no hacer justicia a las implicaciones de la explicación dialéctica, pero al menos sirve para enfatizar la manera en que entiende el consumo como un proceso objetivo e impersonal, estructuralmente imprescindible para el capitalismo, y que no puede ser simplemente disminuido, y mucho menos omitido, por consideraciones morales o cosméticas. Tal análisis podría volver a reunir las tradiciones francesa y alemana, e incorporar la obra de la Escuela de Frankfurt acerca de la reificación y el fetichismo de la mercancía en una perspectiva postalthusseriana que ya no intentara omitir esos materiales aparentemente existenciales y experienciales, que son, sin embargo, tan reales, objetivos e históricos como los diversos niveles disciplinarios e institucionales a los que tendía a oponerlos Althusser.

La ventaja actual de comenzar por el papel funcional que el fetichismo de la mercancía desempeña en el capitalismo tardío como sistema, reside no sólo en la forma como ello nos permite distinguir esta descripción de la posmodemidad de las otras versiones, básicamente culturalistas y moralizantes; también constituye una ventaja la originalidad histórica que le atribuye a este tipo de sociedad. Es cierto que dicho análisis tiene una dimensión ética, pero ella adopta la forma compleja y dialéctica de la evocación del capitalismo en los términos generales del Manifiesto, donde se relacionan sus rasgos simultáneamente destructivos y progresistas, así como su capacidad, también simultánea, de liberación y de violencia generalizada. Sólo una perspectiva dialéctica puede hacer justicia a esta ambigüedad o ambivalencia fundamental, que está lejos de ser una mera indeterminación y a la cual se puede observar recapitulándose a sí misma en las posiciones actuales del posmodemismo y la posmodemidad, en las que parece simplista, de manera unívoca, celebrar el nuevo pluralismo social de lo posmodemo o lamentar su unidimensionalidad apolítica. La ambivalencia fundamental del capital no se ha modificado por su transformación en esta etapa tercera o posmodema; y estimo que sólo la dialéctica marxiana sigue siendo capaz de pensar el sistema de manera adecuada, sin sobresimplificaciones ideológicas.

El reto sigue consistiendo en evitar la oposición binaria ética que es la raíz de toda ideología: encontrar una posición que ni repita los puritanismos y las denuncias moralizantes de ciertos marxismos y radicalismos antiguos (y no sólo de ellos), ni se rinda ante las euforias insensatas de una retórica del mercado reforzada por los entusiasmos que inspiran las tecnologías de avanzada; en resumen, tratar de pensar un más allá del capitalismo tardío que no implique una regresión a etapas más tempranas y simples del desarrollo social, sino que plantee un futuro que ya está latente en este presente, como hizo Marx en relación con el capitalismo de su tiempo.

 

La globalización y la tecnología de la información son, sin dudas, las novedades principales de la nueva etapa «posmoderna» del capitalismo, y es a estos procesos a los que el marxismo querrá aplicar sus capacidades intelectuales y políticas. Sólo desde la perspectiva del sistema mundial podrá entenderse que la teoría de la reificación, que es una perspectiva esencialmente cultural, es parte integrante de la teoría de la crisis elaborada por los economistas, y se podrá comprender que este nuevo desempleo, que es permanente y estructural, forma parte integrante de la totalidad de la cual constituyen también componentes inseparables la especulación financiera y las posmodernidades de la cultura de masas. Sólo desde una perspectiva tal se desarrollarán las nuevas formas de praxis política internacional, que prometan lidiar con la pérdida de la autonomía nacional implícita en el nuevo sistema mundial y encontrar vías para sacar fuerzas del debilitamiento de los movimientos obreros nacionales y de la velocidad de las transferencias de capital. Y tampoco se debe omitir en este recuento a la organización transnacional de los intelectuales radicales, porque sus posibilidades ilustran las maneras en las cuales la izquierda puede utilizar de modo positivo los nuevos sistemas de comunicación, con la misma potencialidad que la estructura de poder de los negocios.

Todo ello sugiere que la época exige una política de la ambivalencia o la ambigüedad (asumo que la palabra dialéctica aún no está de moda): el énfasis en un gran proyecto colectivo que tiene que centrarse en imposibilidades estructurales, el compromiso con una globalización para la cual la pérdida de la autarquía resulta una catástrofe, la necesidad de que la concentración en lo cultural sea en primer orden de carácter económico y de que la investigación económica explique la naturaleza esencialmente cultural del capitalismo tardío, la democratización masiva del mercado mundial por medio de la tecnología de la información también mundial a las puertas del hambre masiva y la permanente reducción de la producción industrial: éstas son sólo algunas de las contradicciones paradójicas y las paradojas contradictorias que un marxismo posmoderno o «tardío» deberá enfrentar y abrazar como destino.

Ello les resultará sorprendente sólo a los que pensaron que el marxismo «había muerto», o imaginaron que se limitaba a «sobrevivir» como un vestigio, como si se le hubiera despojado del contexto y el ecosistema en los que una vez había florecido, aunque fuera de forma mínima. Pero parece paradójico celebrar la muerte del marxismo al tiempo que se saluda el triunfo definitivo del capitalismo. Porque el marxismo es la ciencia misma del capitalismo; su vocación epistemológica reside en su capacidad inigualada para describir la originalidad histórica del capitalismo, cuyas contradicciones estructurales fundamentales le proporcionan a aquella ciencia su vocación política y profética, casi indistinguible de la analítica. Ésa es la causa de que, sean cuales fueren sus demás vicisitudes, un capitalismo posmoderno necesariamente llamará a la vida a un marxismo posmoderno, que lo combatirá.

 

1 Political correctness es un término que se utiliza sobre todo en los Estados Unidos (aunque se ha extendido a otros países de habla inglesa) para designar los comportamientos y las actitudes, derivados de prioridades y agendas compartidos, tanto políticos como sociales, de los sectores progresistas y de izquierda. Es un término en disputa, reivindicado por muchos miembros de esos sectores como las normas de un comportamiento consecuente y, al mismo tiempo, utilizado por la derecha para ridiculizar lo que caracteriza, en general, como falta de pensamiento propio y afiliación irreflexiva a normas y creencias grupales. (N. de la T.)

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