LAS GRANDES URBES Y LA VIDA DEL ESPÍRITU

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Lecturas de teoría sociológica clásica
La sociología formal: Georg Simmel 
Profesor Mario Domínguez Sánchez
Departamento de Sociología V/Teoría Sociológica. UCM  

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Georg Simmel (1986): El individuo y la libertad. Barcelona, Península, pp. 246-261.  

 

Los más profundos problemas de la vida moderna manan de la pretensión del individuo de conservar la autonomía y peculiaridad de su existencia frente a la prepotencia de la sociedad, de lo históricamente heredado, de la cultura externa y de la técnica de la vida (la última transformación alcanza­da de la lucha con la naturaleza, que el hombre primitivo tuvo que sostener por su existencia corporal). Ya se trate de la llamada del siglo XVIII a la liberación de todas las liga­zones históricamente surgidas en el Estado y en la religión, en la moral y en la economía, para que se desarrolle sin trabas la originariamente naturaleza buena que es la misma en todos los hombres; ya de la exigencia del siglo XIX de jun­tar a la mera libertad la peculiaridad conforme a la división del trabajo del hombre y su realización que hace al individuo particular incomparable y lo más indispensable posible, pero que por esto mismo lo hace depender tanto más estrechamen­te de la complementación por todos los demás; ya vea Nietzsche en la lucha más despiadada del individuo o ya vea el socialismo, precisamente en la contención de toda compe­tencia, la condición para el pleno desarrollo de los individuos; en todo esto actúa el mismo motivo fundamental: la resisten­cia del individuo a ser nivelado y consumido en un mecanismo técnico-social. Allí donde son cuestionados los productos de la vida específicamente moderna según su interioridad, por así decirlo, el cuerpo de la cultura según su alma (tal y como esto me incumbe a mí ahora frente a nuestras grandes ciuda­des), allí deberá investigarse la respuesta a la ecuación que tales figuras establecen entre los contenidos individuales de la vida y los supraindividuales, las adaptaciones de la perso­nalidad por medio de las que se conforma con las fuerzas que le son externas.

El fundamento psicológico sobre el que se alza el tipo de individualidades urbanitas es el acrecentamiento de la vida nerviosa, que tiene su origen en el rápido e ininterrumpido intercambio de impresiones internas y externas. El hombre es un ser de diferencias, esto es, su conciencia es estimulada por la diferencia entre la impresión del momento y la impresión precedente. Las impresiones persistentes, la insignifi­cancia de sus diferencias, las regularidades habituales de su transcurso y de sus oposiciones, consumen, por así decirlo, menos conciencia que la rápida aglomeración de imágenes cambiantes, menos que el brusco distanciamiento en cuyo in­terior lo que se abarca con la mirada es la imprevisibilidad de impresiones que se imponen. En tanto que la gran urbe crea precisamente estas condiciones psicológicas (a cada paso por la calle, con el tempo y las multiplicidades de la vida econó­mica, profesional, social), produce ya en los fundamentos sen­soriales de la vida anímica, en el quantum de conciencia que ésta nos exige a causa de nuestra organización como seres de la diferencia, una profunda oposición frente a la pequeña ciu­dad y la vida del campo, con el ritmo de su imagen sonso-espi­ritual de la vida que fluye más lenta, más habitual y más re­gular.

A partir de aquí se torna conceptuable el carácter intelectualista de la vida anímica urbana, frente al de la pequeña ciudad que se sitúa más bien en el sentimiento y en las rela­ciones conforme a la sensibilidad. Pues éstas se enraízan en los estratos más inconscientes del alma y crecen con la mayor rapidez en la tranquila uniformidad de costumbres ininterrumpidas. Los estratos de nuestra alma transparentes, cons­cientes, más superiores, son, por el contrario, el lugar del entendimiento. El entendimiento es, de entre nuestras fuerzas interiores, la más capaz de adaptación; por lo que sólo el sentimiento más conservador sabe que tiene que acomodarse al mismo ritmo de los fenómenos. De este modo, el tipo del urbanita (que, naturalmente, se ve afectado por cientos de modificaciones individuales) se crea un órgano de defensa frente al desarraigo con el que le amenazan las corrientes y discrepancias de su medio ambiente externo: en lugar de con el sentimiento, reacciona frente a éstas en lo esencial con el entendimiento, para el cual, el acrecentamiento de la con­ciencia, al igual que produjo la misma causa, procura la pre­rrogativa anímica. Con esto, la reacción frente a aquellos fenómenos se traslada al órgano psíquico menos perceptible, distante al máximo de la profundidad de la personalidad.

 

Esta racionalidad, reconocida de este modo como un pre­servativo de la vida subjetiva frente a la violencia de la gran ciudad, se ramifica en y con múltiples fenómenos particulares. Las grandes ciudades han sido desde tiempos inmemoriales la sede de la economía monetaria, puesto que la multiplicidad y aglomeración del intercambio económico propor­ciona al medio de cambio una importancia a la que no hu­biera llegado en la escasez del trueque campesino. Pero economía monetaria y dominio del entendimiento están en la más profunda conexión. Les es común la pura objetividad en el trato con hombres y cosas, en el que se empareja a menudo una justicia formal con una dureza despiadada. El hombre puramente racional es indiferente frente a todo lo auténticamente individual, pues a partir de esto resultan relaciones y reacciones que no se agotan con el entendimiento lógico (precisamente como en el principio del dinero no se presenta la individualidad de los fenómenos). Pues el dinero sólo pregunta por aquello que les es común a todos, por el valor de cambio que nivela toda cualidad y toda peculiaridad sobre la base de la pregunta por el mero cuánto. Todas las relaciones anímicas entre personas se fundamentan en su individualidad, mientras que las relaciones conforme al entendimiento calculan con los hombres como con números, como con elementos en sí indiferentes que sólo tienen interés por su prestación objetivamente sopesable; al igual que el urbanita calcula con sus proveedores y sus clientes, sus sirvientes y bastante a menudo con las personas de su círculo social, en contraposición con el carácter del círculo más pequeño, en el que el inevitable conocimiento de las individuali­dades produce del mismo modo inevitablemente una colora­ción del comportamiento plena de sentimiento, un más allá de sopesar objetivo de prestación y contraprestación.

Lo esencial en el ámbito psicológico-económico es aquí que en relaciones más primitivas se produce para el cliente que encarga la mercancía, de modo que productor y consumidor se conocen mutuamente. Pero la moderna gran ciudad se nutre casi por completo de la producción para el mercado, esto es, para consumidores completamente desconocidos, que nun­ca entran en la esfera de acción del auténtico productor. En virtud de esto, el interés de ambos partidos adquiere una objetividad despiadada; su egoísmo conforme a entendimiento calculador económico no debe temer ninguna desviación por los imponderables de las relaciones personales. Y, evidentemente, esto está en una interacción tan estrecha con la economía monetaria, la cual domina en las grandes ciudades y ha eliminado aquí los últimos restos de la producción propia y del intercambio inmediato de mercancías y reduce cada vez más de día en día el trabajo para clientes, que nadie sabría decir si primeramente aquella constitución anímica, intelectualista, exigió la economía monetaria o si ésta fue el factor determinante de aquélla. Sólo es seguro que la forma de la vida urbanita es el suelo más abonado para esta interac­ción. Lo que tan sólo desearía justificar con la sentencia del más importante historiador inglés de las constituciones: en el transcurso de toda la historia inglesa, Londres nunca actuó como el corazón de Inglaterra, a menudo actuó como su en­tendimiento y siempre como su bolsa.

 

En un rasgo aparentemente insignificante en la superficie de la vida se unifican, no menos característicamente, las mismas corrientes anímicas. El espíritu moderno se ha convertido cada vez más en un espíritu calculador. Al ideal de la ciencia natural de transformar el mundo en un ejemplo aritmético, de fijar cada una de sus partes en fórmulas matemáticas, corresponde la exactitud calculante a la que la economía monetaria ha llevado la vida práctica; la economía mo­netaria ha llenado el día de tantos hombres con el sopesar, el calcular, el determinar conforme a números y el reducir valores cualitativos a cuantitativos. En virtud de la esencia calculante del dinero ha llegado a la relación de los elementos de la vida una precisión, una seguridad en la determinación de igualdades y desigualdades, un carácter inequívoco en los acuerdos y convenios, al igual que desde un punto de vista externo todo esto se ha producido por la difusión generalizada de los relojes de bolsillo. Pero son las condiciones de la gran ciudad las que para este rasgo esencial son tanto causa como efecto. Las relaciones y asuntos del urbanita típico acos­tumbran a ser tan variados y complicados, esto es, por la aglomeración de tantos hombres con intereses tan diferenciados se encadenan entre sí sus relaciones y acciones en un organismo tan polinómico, que sin la más exacta puntualidad en el cumplimiento de las obligaciones y prestaciones, el todo se derrumbaría en un caos inextricable. Si todos los relojes de Berlín comenzaran repentinamente a marchar mal en distintas direcciones, aunque sólo fuera por el espacio de una hora, todo su tráfico vital económico y de otro tipo se perturbaría por largo tiempo. A este respecto es pertinente, en apariencia todavía de forma externa, la magnitud de las distancias que convierten todo esperar y esperar en vano en un sacrificio de tiempo en modo alguno procurable. De este modo, la técnica de la vida urbana no sería pensable sin que todas las actividades e interacciones fuesen dispuestas de la forma más puntual en un esquema temporal fijo, suprasub­jetivo.

Pero también aquí hace su aparición lo que en general sólo puede ser la única tarea de estas reflexiones: que desde cada punto en la superficie de la existencia, por mucho que parezca crecer sólo en y a partir de ésta, cabe enviar una sonda hacia la profundidad del alma; que todas las exteriorizaciones más triviales están finalmente ligadas por medio de líneas direccionales con las últimas decisiones sobre el sentido y el estilo de la vida. La puntualidad, calculabilidad y exactitud que las complicaciones y el ensanchamiento de la vida urbana le imponen a la fuerza, no sólo están en la más estrecha conexión con su carácter económico-monetarista e intelectualista, sino que deben también colorear los contenidos de la vida y favorecer la exclusión de aquellos rasgos esenciales e impulsos irracionales, instintivos, soberanos, que quieren determinar desde sí la forma vital, en lugar de recibirla como una forma general, esquemáticamente precisada desde fuera. Si bien no son en modo alguno imposibles en la ciudad las existencias soberanas, caracterizadas por tales rasgos esenciales, sí son, sin embargo, contrapuestas a su tipo. Y a partir de aquí se explica el apasionado odio de natura­lezas como las de Ruskin y Nietzsche contra la gran ciudad; naturalezas que sólo en lo esquemáticamente peculiar, no precisable para todos uniformemente, encuentran el valor de la vida y para las cuates, por tanto, el valor de la vida surge de la misma fuente de la que brota aquel odio contra la econo­mía monetaria y contra el intelectualismo.

Los mismos factores que se coagulan conjuntamente de este modo en la exactitud y precisión al minuto de la forma vital en una imagen de elevadísima impersonalidad, actúan, por otra parte, en la dirección de una imagen altamente personal. Quizá no haya ningún otro fenómeno anímico que esté reservado tan incondicionadamente a la gran ciudad como la indolencia. En primer lugar, es la consecuencia de aquellos estímulos nerviosos que se mudan rápidamente y que se apiñan estrechamente en sus opuestos, a partir de los cuales también nos parece que procede el crecimiento de la intelec­tualidad urbanita, por cuyo motivo hombres estúpidos y de antemano muertos espiritualmente no acostumbran a ser precisamente indolentes. Así como un disfrutar de la vida sin medida produce indolencia, puesto que agita los nervios tanto tiempo en sus reacciones más fuertes hasta que finalmente ya no alcanzan reacción alguna, así también las impresiones más anodinas, en virtud de la velocidad y divergencias de sus cambios, arrancan a la fuerza a los nervios respuestas tan violentas, las arrebatan aquí y allá tan brutalmente, que al­canzan sus últimas reservas de fuerzas y, permaneciendo en el mismo medio ambiente, no tienen tiempo para reunir una nueva reserva. La incapacidad surgida de este modo para reaccionar frente a nuevos estímulos con las energías ade­cuadas a ellos, es precisamente aquella indolencia, que realmente muestra ya cada niño de la gran ciudad en comparación con niños de medios ambientes más tranquilos y más libres de cambios.

 

Con esta fuente fisiológica de la indolencia urbanita se reúne la otra fuente que fluye en la economía monetaria. La esencia de la indolencia es el embotamiento frente a las diferencias de las cosas, no en el sentido de que no sean percibidas, como sucede en el caso del imbécil, sino de modo que la significación y el valor de las diferencias de las cosas y, con ello, las cosas mismas, son sentidas como nulas. Aparecen al indo­lente en una coloración uniformemente opaca y grisácea, sin presentar ningún valor para ser preferidas frente a otras. Este sentimiento anímico es el fiel reflejo subjetivo de la econo­mía monetaria completamente triunfante. En la medida en que el dinero equilibra uniformemente todas las diversidades de las cosas y expresa todas las diferencias cualitativas entre ellas por medio de diferencias acerca del cuánto, en la me­dida en que el dinero, con su falta de color e indiferencia, se erige en denominador común de todo valor, en esta medida, se convierte en el nivelador más pavoroso, socava irremediablemente el núcleo de las cosas, su peculiaridad, su valor específico, su incomparabilidad. Todas nadan con el mismo peso específico en la constantemente móvil corriente del di­nero, residen todas en el mismo nivel y sólo se diferencian por el tamaño del trozo que cubren en éste. En algún caso particular, esta coloración, o mejor dicho decoloración, de las cosas por medio de su equivalencia con el dinero, puede ser imperceptiblemente pequeña; pero en la relación que el rico tiene con los objetos adquiribles con dinero, es más, qui­zá ya en el carácter global que el espíritu público otorga ahora en todas partes a estos objetos, se ha acumulado en magnitudes sumamente perceptibles.

Por esto las grandes ciudades, en las que en tanto que se­des principales del tráfico monetario la adquiribilidad de las cosas se impone en proporciones completamente distintas de lo que lo hace en relaciones más pequeñas, son también los auténticos parajes de la indolencia. En ella se encumbra en cierto modo aquella consecuencia de la aglomeración de hom­bres y cosas que estimula al individuo a su más elevada pres­tación nerviosa; en virtud del mero crecimiento cuantitativo de las mismas condiciones, esta consecuencia cae en su ex­tremo contrario, a saber: en este peculiar fenómeno adaptativo de la indolencia, en el que los nervios descubren su última posibilidad de ajustarse a los contenidos y a la forma de vida de la gran ciudad en el hecho de negarse a reaccionar frente a ella; el automantenimiento de ciertas naturalezas al precio de desvalorizar todo el mundo objetivo, lo que al final des­morona inevitablemente la propia personalidad en un senti­miento de igual desvalorización.

A la par que el sujeto tiene que ajustar completamente consigo esta forma existencial, su automantenimiento frente a la gran ciudad le exige un comportamiento de naturaleza social no menos negativo. La actitud de los urbanitas entre sí puede caracterizarse desde una perspectiva formal como de reserva. Si al contacto constantemente externo con innumerables personas debieran responder tantas reacciones internas como en la pequeña ciudad, en la que se conoce a todo el mundo con el que uno se tropieza y se tiene una relación positiva con cada uno, entonces uno se atomizaría internamente por completo y caería en una constitución anímica completamente inimaginable. En parte esta circunstancia psicológica, en parte el derecho a la desconfianza que tenemos frente a los elementos de la vida de la gran ciudad que nos rozan ligeramente en efímero contacto, nos obligan a esta reserva, a consecuencia de la cual a menudo ni siquiera conocemos de vista a vecinos de años y que tan a menudo nos hace parecer a los ojos de los habitantes de las ciudades pequeñas como fríos y sin sentimientos.

 

Sí, si no me equivoco, la cara interior de esta reserva ex­terna no es sólo la indiferencia, sino, con más frecuencia de la que somos conscientes, una silenciosa aversión, una extranjería y repulsión mutua, que en el mismo instante de un contacto más cercano provocado de algún modo, redundaría inmediatamente en odio y lucha. Toda la organización inter­na de un tráfico vital extendido de semejante modo descansa en una plataforma extremadamente variada de simpatías, indiferencias y aversiones tanto del tipo más breve como del más duradero. La esfera de la indiferencia no es aquí tan grande como parece superficialmente; la actividad de nuestra alma responde casi a cada impresión por parte de otro hom­bre con una sensación determinada de algún modo, cuya inconsciencia, carácter efímero y cambio parece tener que sumirla sólo en una indiferencia. De hecho, esto último nos se­ría tan antinatural como insoportable la vaguedad de una sugestión sin orden ni concierto recíproco, y de estos dos peligros de la gran ciudad nos protege la antipatía, el esta­dio latente y previo del antagonismo práctico. La antipatía provoca las distancias y desviaciones sin las que no podría ser llevado a cabo este tipo de vida: su medida y sus mez­clas, el ritmo de su surgir y desaparecer, las formas en las que es satisfecha, todo esto forma junto con los motivos uni­ficadores en sentido estricto el todo inseparable de la configuración vital urbana: lo que en ésta aparece inmediatamente como disociación es en realidad, de este modo, sólo una de sus más elementales formas de socialización.

Pero esta reserva, junto con el sonido armónico de la aver­sión oculta, aparece de nuevo como forma o ropaje de una esencia espiritual de la gran ciudad mucho más general. Confiere al individuo una especie y una medida de libertad personal para las que en otras relaciones no hay absolutamente ninguna analogía: se remonta con ello a una de las grandes tendencias evolutivas de la vida social, a una de las pocas para las que cabe encontrar una fórmula aproximativa general.

El estadio más temprano de las formaciones sociales, que se encuentra tanto en las formaciones históricas, como en las que se están configurando en el presente, es éste: un círculo relativamente pequeño, con una fuerte cerrazón frente a círculos colindantes, extraños o de algún modo antagonistas, pero en esta medida con una unión tanto más estrecha en sí mismo, que sólo permite al miembro individual un mínimo espacio para el desenvolvimiento de cualidades peculiares y movimientos libres, de los que es responsable por sí mismo. Así comienzan los grupos políticos y familiares, así las formaciones de partidos, así las comunidades de religión; el automantenimiento de agrupaciones muy jóvenes exige un estricto establecimiento de fronteras y una unidad centrípeta y no puede por ello conceder al individuo ninguna libertad y peculiaridad de desarrollo interno y externo.

A partir de este estadio, la evolución social se encamina al mismo tiempo hacia dos direcciones distintas y, sin embargo, que se corresponden. En la medida en que el grupo crece (numérica, espacialmente, en significación y contenidos vitales), en precisamente esta medida, se relaja su unidad interna inmediata, la agudeza de su originaria delimitación frente a otros grupos se suaviza por medio de relaciones recíprocas y conexiones; y al mismo tiempo, el individuo gana una libertad de movimiento muy por encima de la primera y celosa limitación, y una peculiaridad y especificidad para la que la división del trabajo ofrece ocasión e invitación en los grupos que se han tornado más grandes. Según esta fórmula se han desarrollado el Estado y el cristianismo, los gremios y los partidos políticos y otros grupos innumerables, a pesar, naturalmente, de que las condiciones y fuerzas específicas del grupo particular modifiquen el esquema general.

 

Pero también me parece claramente reconocible en el desarrollo de la individualidad en el marco de la vida de la ciudad. La vida de la pequeña ciudad, tanto en la Antigüedad como en la Edad Media, ponía al individuo particular barreras al movimiento y relaciones hacia el exterior, a la autonomía y a la diferenciación hacia el interior, bajo las cuales el hombre moderno no podría respirar. Incluso hoy en día, el urbanita, trasladado a una ciudad pequeña, siente un poco la misma estrechez. Cuanto más pequeño es el círculo que conforma nuestro medio ambiente, cuanto más limitadas las relaciones que disuelven las fronteras con otros círculos, tanto más recelosamente vigila sobre las realizaciones, la conducción de la vida, los sentimientos de individuo, tanto más temprano una peculiaridad cuantitativa o cualitativa haría saltar en pedazos el marco del todo.

Desde este punto de vista, la antigua Polis parece haber tenido por completo el carácter de la pequeña ciudad. La constante amenaza a su existencia por enemigos cercanos y lejanos provocó aquella rígida cohesión en las relaciones políticas y militares, aquella vigilancia del ciudadano por el ciudadano, aquel celo de la totalidad frente al individuo particular, cuya vida particular era postrada de este modo en una medida tal respecto de la que él, a lo máximo, podía mantenerse mediante el despotismo sin daño alguno para su casa. La inmensa movilidad y agitación, el peculiar colorido de la vida ateniense se explica quizás a partir del hecho de que un pueblo de personalidades incomparablemente individuales luchase contra la constante presión interna y externa de una desindividualizadora pequeña ciudad. Esto produjo una atmósfera de tensión en la que los más débiles fueron postrados y los más fuertes fueron excitados a la apasionada autoafirmación. Y, precisamente con esto, alcanzó en Atenas su estado floreciente aquello que, sin poder describirlo exactamente, debe caracterizarse como «lo general humano» en el desarrollo espiritual de nuestra especie.

Pues ésta es la conexión cuya validez, tanto objetiva como histórica, se afirma aquí: los contenidos y formas de la vida, más amplios y más generales, están ligados interiormente con las más individuales; ambos tienen su estadio previo común o también su adversario común en formaciones y agrupaciones angostas, cuyo automantenimiento se resiste lo mismo frente a la amplitud y generalidad fuera de ellas como frente al movimiento e individualidad libres en su interior. Así como en el feudalismo el hombre «libre» era aquel que estaba bajo el derecho común, esto es, bajo el derecho del círculo social más grande, pero no era libre aquel que, bajo exclusión de éste, sólo tenía su derecho a partir del estrecho círculo de una liga feudal, así también hoy en día, en un sentido espiritualizado y refinado, el urbanita es «libre» en contraposición con las pequeñeces y prejuicios que comprimen al habitante de la pequeña ciudad. Pues la reserva e indiferencias recíprocas, las condiciones vitales espirituales de los círculos más grandes, no son sentidas en su efecto sobre la independencia del individuo en ningún caso más fuertemente que en la densísima muchedumbre de la gran ciudad, puesto que la cercanía y la estrechez corporal hacen tanto más visible la distancia espiritual; evidentemente, el no sentirse en determinadas circunstancias en ninguna otra parte tan solo y abandonado como precisamente entre la muchedumbre urbanita es sólo el reverso de aquella libertad. Pues aquí, como en ningún otro lugar, no es en modo alguno necesario que la libertad del hombre se refleje en su sentimiento vital como bienestar.

 

No es sólo la magnitud inmediata del ámbito y del número de hombres la que, a causa de la correlación histórica ­mundial entre el agrandamiento del círculo y la libertad per­sonal, interno-externa, convierte a la gran ciudad en la sede de lo último, sino que, entresacando por encima de esta vastedad visible, las grandes ciudades también han sido las sedes del cosmopolitismo. De una manera comparable a la forma de desarrollo del capital (más allá de una cierta altura el patrimonio acostumbra a crecer en progresiones siempre más rápidas y como desde sí mismo), tan pronto como ha sido traspasada una cierta frontera, las perspectivas, las relaciones económicas, personales, espirituales, de la ciudad aumentan como en progresión geométrica; cada extensión suya alcanzada dinámicamente se convierte en escalón, no para una extensión semejante, sino para una próxima más grande. En aquellos hilos que teje cual araña desde sí misma, crecen entonces como desde sí mismos nuevos hilos, precisamente como en el marco de la ciudad el uneamed increment de la renta del suelo proporciona al poseedor, por el mero aumento del tráfico, ganancias que crecen completamente desde sí mismas.

En este punto, la cantidad de la vida se transforma de una manera muy inmediata en cualidad y carácter. La esfera vital de la pequeña ciudad está en lo esencial concluida en y consigo misma. Para la gran ciudad es decisivo esto: que su vida interior se extienda como crestas de olas sobre un ámbito nacional o internacional más amplio. Weimar no constituye ningún contraejemplo, porque precisamente esta significación suya estaba ligada a personalidades particulares y murió con ellas, mientras que la gran ciudad se caracteriza precisamente por su esencial independencia incluso de las personalidades particulares más significativas; tal es la contraimagen y el precio de la independencia que el individuo particular disfruta en su interior.

La esencia más significativa de la gran ciudad reside en este tamaño funcional más allá de sus fronteras físicas: y esta virtualidad ejerce de nuevo un efecto retroactivo y da a su vida peso, importancia, responsabilidad. Así como un hombre no finaliza con las fronteras de su cuerpo o del ámbito al que hace frente inmediatamente con su actividad, sino con la suma de efectos que se extienden espacial y temporalmente a partir de él, así también una ciudad existe ante todo a partir de la globalidad de los efectos que alcanzan desde su interior más allá de su inmediatez. Éste es su contorno real, en el que se expresa su ser.

Esto ya indica que hay que entender la libertad individual, el miembro complementador lógico e histórico de tal amplitud, no en sentido negativo, como mera libertad de movimiento y supresión de prejuicios y estrechez de miras; lo esencial en ella es, en efecto, que la especificidad e incomparabilidad que en definitiva posee toda naturaleza en algún lugar, se exprese en la configuración de la vida. Que sigamos las leyes de la propia naturaleza (y esto es, en efecto, la libertad), se torna entonces por vez primera, para nosotros y para otros, completamente visible y convincente cuando las exteriorizaciones de esta naturaleza también se diferencian de aquellas otras; ante todo nuestra intransformabilidad en otros demuestra que nuestro tipo de existencia no nos es impuesto por otros.

 

Las ciudades son en primer lugar las sedes de la más elevada división del trabajo económica; producen en su marco fenómenos tan extremos como en París la beneficiosa profesión del Quatorziéme: personas, reconocibles por un letrero en sus viviendas, que se preparan a la hora de la comida con las vestimentas adecuadas para ser rápidamente invitadas allí donde en sociedad se encuentran 13 a la mesa. Exactamente en la medida de su extensión, ofrece la ciudad cada vez más las condiciones decisivas de la división del trabajo: un círculo que en virtud de su tamaño es capaz de absorber una pluralidad altamente variada de prestaciones, mientras que al mismo tiempo la aglomeración de individuos y su lucha por el comprador obliga al individuo particular a una especialización de la prestación en la que no pueda ser suplantado fácilmente por otro.

Lo decisivo es el hecho de que la vida de la ciudad ha transformado la lucha con la naturaleza para la adquisición de alimento en una lucha por los hombres, el hecho de que la ganancia no la procura aquí la naturaleza, sino el hombre, Pues aquí no sólo fluye la fuente precisamente aludida de la especialización, sino la más profunda: el que ofrece debe buscar provocar en el cortejado necesidades siempre nuevas y específicas. La necesidad de especializar la prestación para encontrar una fuente de ganancia todavía no agotada, una función no fácilmente sustituible, exige la diferenciación, refinamiento y enriquecimiento de las necesidades del público, que evidentemente deben conducir a crecientes diferencias personales en el interior de este público.

Y esto conduce a la individualización espiritual en sentido estricto de los atributos anímicos, a la que la ciudad da ocasión con relación a su tamaño. Una serie de causas saltan a la vista. En primer lugar, la dificultad para hacer valer la propia personalidad en la dimensión de la vida urbana. Allí donde el crecimiento cuantitativo de significación y energía llega a su límite, se acude a la singularidad cualitativa para así, por estimulación de la sensibilidad de la diferencia, ganar por sí,

De algún modo, la conciencia del círculo social: lo que entonces conduce finalmente a las rarezas más tendenciosas, a las extravagancias específicamente urbanitas del ser especial, del capricho, del preciosismo, cuyo sentido ya no reside en modo alguno en los contenidos de tales conductas, sino sólo en su forma de ser diferente, de destacarse y, de este modo, hacerse notar; para muchas naturalezas, al fin y al cabo, el único medio, por el rodeo sobre la conciencia del otro, de salvar para sí alguna autoestimación y la conciencia de ocupar un sitio. En el mismo sentido actúa un momento insignificante, pero cuyos efectos son bien perceptibles: la brevedad y rareza de los contactos que son concedidos a cada individuo particular con el otro (en comparación con el tráfico de la pequeña ciudad. Pues en virtud de esta brevedad y rareza surge la tentación de darse uno mismo acentuado, compacto, lo más característicamente posible, extraordinariamente mucho más cercano que allí donde un reunirse frecuente y prolongado proporciona ya en el otro una imagen inequívoca de la personalidad.

 

Sin embargo, la razón más profunda a partir de la que precisamente la gran ciudad supone el impulso hacia la existencia personal más individual (lo mismo da si siempre con derecho y si siempre con éxito) me parece ésta: el desarrollo de las culturas modernas se caracteriza por la preponderancia de aquello que puede denominarse el espíritu objetivo sobre el subjetivo; esto es, tanto en el lenguaje como en el derecho, tanto en las técnicas de producción como en el arte, tanto en la ciencia como en los objetos del entorno cotidiano, está materializada una suma de espíritu cuyo acrecentamiento diario sigue el desarrollo espiritual del sujeto sólo muy incompletamente y a una distancia cada vez mayor. Si, por ejemplo, abarcamos de una ojeada la enorme cultura que desde hace cientos de años se ha materializado en cosas y conocimientos, en instituciones y en comodidades, y comparamos con esto el progreso cultural de los individuos en el mismo tiempo (por los menos en las posiciones más elevadas), se muestra entonces una alarmante diferencia de crecimiento entre ambos, es más, en algunos puntos se muestra más bien un retroceso de la cultura del individuo con relación a la espiritualidad, afectividad, idealismo. Esta discrepancia es, en lo esencial, el resultado de la creciente división del trabajo; pues tal división del trabajo requiere del individuo particular una realización cada vez más unilateral, cuyo máximo crecimiento hace atrofiarse bastante a menudo su personalidad en su totalidad. En cualquier caso, frente a la proliferación de la cultura objetiva, el individuo ha crecido menos y menos. Quizá menos conscientemente que en la praxis y en los oscuros sentimientos globales que proceden de ella, se ha reducido a una quantité négligeable, a una partícula de polvo frente a una enorme organización de cosas y procesos que poco a poco le quitan de entre las manos todos los progresos, espiritualidades, valores y que a partir de la forma de la vida subjetiva pasan a la de una vida puramente objetiva.

Se requiere sólo la indicación de que las grandes ciudades son los auténticos escenarios de esta cultura que crece por encima de todo lo personal. Aquí se ofrece, en construcciones y en centros docentes, en las maravillas y comodidades de las técnicas que vencen al espacio, en las formaciones de la vida comunitaria y en las instituciones visibles del Estado, una abundancia tan avasalladora de espíritu cristalizado, que se ha tornado impersonal, que la personalidad, por así decirlo, no puede sostenerse frente a ello. Por una parte, la vida se le hace infinitamente más fácil, en tanto que se le ofrecen desde todos los lados estímulos, intereses, rellenos de tiempo y conciencia que le portan como en una corriente en la que apenas necesita de movimientos natatorios propios. Pero por otra parte, la vida se compone cada vez más y más de estos contenidos y ofrecimientos impersonales, los cuales quieren eliminar las coloraciones e incomparabilidades auténticamente personales; de modo que para que esto más personal se salve, se debe movilizar un máximo de especificidad y peculiaridad, se debe exagerar esto para ser también por sí misma, aunque sólo sea mínimamente. La atrofia de la cultura individual por la hipertrofia de la cultura objetiva es un motivo del furioso odio que los predicadores del más extremo individualismo, Nietzsche el primero, dispensan a las grandes ciudades; por lo que precisamente son amados tan apasionadamente en las grandes ciudades, y justamente aparecen a los ojos de los urbanitas como los heraldos y salvadores de su insatisfechísimo deseo.

 

En la medida en que se pregunta por la posición histórica de estas dos formas del individualismo que son alimentadas por las relaciones cuantitativas de la gran ciudad: la independencia personal y la formación de singularidad personal, en esta medida, la gran ciudad alcanza un valor completamente nuevo en la historia mundial del espíritu. El siglo XVIII encontró al individuo sometido a violentas ataduras de tipo político y agrario, gremial y religioso, que se habían vuelto completamente sin sentido; restricciones que imponían a los hombres a la fuerza, por así decirlo, una forma antinatural y desigualdades ampliamente injustas. En esta situación surgió la llamada a la libertad y a la igualdad: la creencia en la plena libertad de movimiento del individuo en todas las relaciones sociales y espirituales, que aparecería sin pérdida de tiempo en todo corazón humano noble tal y como la naturaleza la ha colocado en cada uno, y a la que la sociedad y la historia sólo habían deformado. Junto a este ideal del liberalismo creció en el siglo xix, gracias al romanticismo y a Goethe, por una parte, y a la división del trabajo, por otra, lo siguiente: los individuos liberados de las ataduras históricas se querían también diferenciar los unos de los otros. El portador del valor «hombre» no es ya el «hombre general» en cada individuo particular, sino que precisamente unicidad e intransformabilidad son ahora los portadores de su valor. En la lucha y en los cambiantes entrelazamientos de estos dos modos de determinar para el sujeto su papel en el interior de la totalidad, transcurre tanto la historia externa como la interna de nuestro tiempo.

Es función de las grandes ciudades proveer el lugar para la lucha y el intento de unificación de ambos, en tanto que sus peculiares condiciones se nos han manifestado como ocasiones y estímulos para el desarrollo de ambos. Con esto alcanzan un fructífero lugar, completamente único, de significaciones incalculables, en el desarrollo de la existencia anímica; se revelan como una de aquellas grandes figuras históricas en las que las corrientes contrapuestas y abarcadoras de la vida se encuentran y desenvuelven con los mismos derechos. Pero en esta medida, ya nos resulten simpáticas o antipáticas sus manifestaciones particulares, se salen fuera de la esfera que conviene a la actitud del juez frente a nosotros. En tanto que tales fuerzas han quedado adheridas tanto en la raíz como en la cresta de toda vida histórica, a la que nosotros pertenecemos en la efímera existencia de una célula, en esta medida, nuestra tarea no es acusar o perdonar, sino tan sólo comprender.*

 

* El contenido de este ensayo, por su misma naturaleza, no se remonta a una literatura aducible. La fundamentación y explicación de sus principales pensamientos histórico-culturales está dada en mi Philosophie des Geldes (Filosofía del dinero).

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