CURSO INTENSIVO DE INCOMUNICACION

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Eduardo Galeano

 

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del capítulo "Pedagogía de la soledad", del libro "Patas arriba"

 

La guerra es la continuación de la televisión por otros medios, diría Karl von Clausewitz, si el general resucitara, un siglo y medio después, y se pusiera a practicar el zapping. La realidad real imita la realidad virtual que imita la realidad real, en un mundo que transpira violencia por todos los poros. La violencia engendra violencia, como se sabe; pero también engendra ganancias para la industria de la violencia, que la vende como espectáculo y la convierte en objeto de consumo.
Ya no es necesario que los fines justifiquen los medios. Ahora los medios, los medios masivos de comunicación, justifican los fines de un sistema de poder que impone sus valores en escala planetaria. El Ministerio de Educación del gobierno mundial está en pocas manos. Nunca tantos habían sido incomunicados por tan pocos.

¿EI derecho de expresión es el derecho de escuchar?

En el siglo dieciséis, algunos teólogos de la iglesia católica legitimaban la conquista de América en nombre del derecho a la comunicación. Jus communicationis: los conquistadores hablaban, los indios escuchaban. La guerra resultaba inevitable, y justa, cuando los indios se hacían los sordos. Su derecho a la comunicación consistía en el derecho de obedecer. A fines del siglo veinte, aquella violación de América todavía se llama encuentro, mientras se sigue llamando comunicación al monólogo del poder.
Alrededor de la tierra gira un anillo de satélites llenos de millones y millones de palabras y de imágenes, que de la tierra vienen y a la tierra vuelven. Prodigiosos artilugios del tamaño de una uña reciben, procesan y emiten, a la velocidad de la luz, mensajes que hace medio siglo requerían treinta toneladas de maquinaria. Milagros de la tecnociencia en estos tecnotiempos: los más afortunados miembros de la sociedad mediática pueden disfrutar sus vacaciones en la playa atendiendo el teléfono celular, recibiendo el e-mail, contestando el bíper, leyendo faxes, devolviendo las llamadas del contestador automático a otro contestador automático, haciendo compras por computadora y distrayendo el ocio con los videojuegos y la televisión portátil. Vuelo y vértigo de la tecnología de la comunicación, que parece cosa de Mandinga: a la medianoche, una computadora besa la frente de Bill Gates, que al amanecer despierta convertido en el hombre más rico del mundo. Ya está en el mercado el primer micrófono incorporado a la computadora, para dialogar a viva voz con ella. En el ciberespacio, Ciudad celestial, se celebra el matrimonio de la computadora con el teléfono y la televisión, y se invita a la humanidad al bautismo de sus hijos asombrosos.

La cibercomunidad naciente encuentra refugio en la realidad virtual, mientras las ciudades tienden a convertirse en inmensos desiertos llenos de gente, donde cada cual vela por su santo y está cada cual metido en su propia burbuja. Hace cuarenta años, según las encuestas, seis de cada diez norteamericanos confiaban en la mayoría de la gente. Ahora, la confianza se ha desinflado: sólo cuatro de cada diez confían en los demás. Este modelo de desarrollo desarrolla el desvínculo. Cuanto más se demoniza la relación con las personas, que pueden contagiarte el sida, o quitarte el trabajo, o desvalijarte la casa, más se sacraliza la relación con las máquinas. La industria de la comunicación, la más dinámica de la economía mundial, vende los abracadabras que dan acceso a la Nueva Era de la historia de la humanidad. Pero este mundo comunicadísimo se está pareciendo demasiado a un reino de solos y de mudos.
Los medios dominantes de comunicación están en pocas manos, pocas manos que son cada vez menos manos, y por regla general actúan al servicio de un sistema que reduce las relaciones humanas al uso mutuo y al mutuo miedo. En estos últimos tiempos, la galaxia Internet ha abierto imprevistas, y valiosas, oportunidades de expresión alternativa. Por Internet están irradiando sus mensajes numerosas voces que no son ecos del poder. Pero el acceso a esta nueva autopista de la información es todavía un privilegio de los países desarrollados, donde reside el noventa y cinco por ciento de sus usuarios; y ya la publicidad comercial está intentando convertir a Internet en Businessnet. Internet, nuevo espacio para la libertad de comunicación, es también un nuevo espacio para la libertad de comercio. En el planeta virtual no se corre peligro de encontrar aduanas, ni gobiernos con delirios de independencia. A mediados del 97, cuando ya el espacio comercial de la red superaba con creces el espacio educativo, el presidente de los Estados Unidos indicó que todos los países del mundo debían mantener libre de impuestos la venta de bienes y servicios a través de Internet, y desde entonces éste es uno de los asuntos que más preocupan a los representantes norteamericanos ante los organismos internacionales.

El control del ciberespacio depende de las líneas telefónicas, y no resulta para nada casual que la ola privatizadora de los años recientes haya arrancado los teléfonos de manos públicas, en el mundo entero, para entregarlo a los des conglomerados de la comunicación. Las inversiones norteamericanas en teléfonos extranjeros se multiplican mucho más que las demás inversiones, mientras corre al galope la concentración de capitales: hasta mediados del 98, ocho megaempresas dominaban el negocio telefónico en los Estados Unidos, y en una sola semana se han reducido a cinco.
La televisión abierta y por cable, la industria del cine, la prensa de tiraje masivo, las grandes editoriales de libros y de discos, y las radios de mayor alcance también avanzan, con botas de siete leguas, hacia el monopolio. Los mass media de difusión universal han puesto por las nubes el precio de la libertad de expresión: cada vez son más los opinados, los que tienen el derecho de escuchar, y cada vez son menos los opinadores, los que tienen el derecho de hacerse escuchar. En los años siguientes a la segunda guerra mundial, todavía encontraban amplia resonancia los medios independientes de información y de opinión, y las aventuras creadoras que revelaban y alimentaban la diversidad cultural. Hacia 1980, la devoración de muchas empresas medianas y pequeñas había dejado la mayor parte del mercado planetario en poder de cincuenta corporaciones. Desde entonces, la independencia y la diversidad se han ido haciendo más raras que perro verde.
Según el productor Jerry Isenberg, el exterminio de la creación independiente en la televisión norteamericana ha sido fulminante en los últimos veinte años: las empresas independientes proporcionaban entre un treinta y un cincuenta por ciento de lo que se veía en la pantalla chica, y ahora apenas llegan al diez por ciento. También reveladoras son las cifras de la publicidad en el mundo: actualmente, la mitad de todo el dinero que el planeta gasta en publicidad va a parar al buche de apenas diez grandes conglomerados, que acaparan la produción y la distribución de cuanta cosa tenga que ver con la imagen, la palabra y la música.
En los últimos cinco años, han duplicado su mercado internacional las principales empresas norteamericanas de la comunicación: General Electric, Disney/ABC, Time Warner/CNN, Viacom, Tele-Communications Inc. (TCI) y la recién llegada Microsoft, la empresa de Bill Gates, que reina en el mercado del software y ha irrumpido con éxito en la televisión por cable y en la producción televisual. Estos gigantes ejercen un poder oligopólico que en escala planetaria comparten con el imperio Murdoch, la empresa japonesa Sony, la alemana Bertelsmann y alguna que otra más. Entre todas han tejido una telaraña universal.

Sus intereses están entrecruzados; numerosos hilos atan a unas con otras. Aunque los mastodontes de la comunicación simulan competir entre sí, y a veces hasta se golpean y se insultan para satisfacción de la platea, a la hora de la verdad el espectáculo cesa y, tranquilamente, se reparten el planeta.
Por obra y gracia de la buenaventura cibernética, Bill Gates ha amasado una rápida fortuna equivalente a todo el presupuesto anual del estado argentino. A mediados del 98, el gobierno de los Estados Unidos entabló una demanda contra Microsoft, acusada de imponer sus productos mediante métodos monopólicos que han aplastado a los competidores. Tiempo antes, el gobierno federal había formulado una demanda similar contra la IBM: al cabo de trece años de idas y venidas, el asunto quedó en agua de borrajas. Poco pueden las leyes jurídicas contra las leyes económicas, y la economía capitalista genera concentración de poder tan inevitablemente como el invierno genera frío. No parece probable que las leyes anti-trust, que otrora amenazaban a los reyes del petróleo o del acero, puedan poner en peligro, alguna vez, a la urdimbre planetaria que está haciendo posible el más peligroso de los despotismos: el que actúa sobre el corazón y la conciencia de la humanidad entera.
La diversidad tecnológica dice ser diversidad democrática. La tecnología pone la imagen, la palabra y la música al alcance de todos, como nunca antes había ocurrirlo en la historia humana; pero esta maravilla puede convertirse en un engaña pichanga si el monopolio privado termina por imponer la dictadura de la imagen única, la palabra única y la música única. Habida cuenta de las excepciones, que afortunadamente las hay y no son tan pocas, por regla general esta pluralidad tiende a ofrecernos miles de posibilidades de elegir entre lo mismo y lo mismo. Como dice el periodista argentino Ezequiel Fernández-Moores, a propósito de la información: «Estamos informados de todo, pero no nos enteramos de nada».

Aunque las estructuras de poder están cada vez más internacionalizadas, y resulta difícil distinguir fronteras, no constituye pecado de anti-imperialismo primitivo decir que los Estados Unidos ocupan el centro del sistema nervioso de la comunicación contemporánea. Las empresas norteamericanas reinan en el cine y en la televisión, en la información y en la informática. El mundo, inmenso Far West, invita a la conquista. Para los Estados Unidos, la difusión mundial de sus mensajes masivos es una cuestión de estado. Los gobiernos del sur del mundo suelen atribuir a la cultura una función decorativa, pero los inquilinos de la Casa Blanca no tienen, al menos en este asunto, ni un pelo de tontos: ningún presidente norteamericano ignora que la importancia política de la industria cultural pesa tanto como su valor económico, que mucho pesa. Desde hace años, por poner un ejemplo, el gobierno influye directamente sobre las ventas al exterior de los productos de Hollywood, ejerciendo presión diplomática, que suele no ser muy diplomática, sobre los países que intentan proteger su cine nacional.
Ya más de la mitad de lo que gana Hollywood viene de los mercados extranjeros, y esas ventas crecen, a ritmo espectacular, año tras año, mientras los premios Oscar atraen una teleaudiencia universal solo comparable a la que convocan los campeonatos mundiales de fútbol o las olimpíadas. El poder imperial no masca vidrio, y sabe muy bien que en gran medida se apoya sobre la difusión ilimitada de emociones, ilusiones de éxito, símbolos de fuerza, órdenes de consumo y elogios de la violencia. En la película Cerca del Paraíso, de Nikita Mikhalkov, los campesinos de Mongolia bailan rock, fuman Marlboro, usan gorras del Pato Donald y se rodean de imágenes de Sylvester Stallone en el papel de Rambo. Otro gran maestro en el arte de pulverizar al prójimo, Terminator, es el personaje más admirado por los niños del mundo: en 1997, una encuesta de la UNESCO, realizada simultáneamente en Europa, África, Asia y América latina, reveló que nueve de cada diez niños se identificaban con esta musculosa y violenta encarnación de Arnold Schwarzenegger.

En la aldea global del universo mediático, se mezclan todos los continentes y todos los siglos ocurren a su vez. «Somos a la vez de aquí y de todas partes, es decir, de ninguna», dice Alain Touraine, a propósito de la televisión: «Las imágenes, siempre atractivas para el público, yuxtaponen el surtidor de gasolina y el camello, la Coca-Cola y la aldea andina, los blue jeans y el castillo principesco». Creyéndose condenadas a elegir entre la copia y la cerrazón, muchas culturas locales, Desconcertadas, desgarradas, tienden a borrarse o se refugian en el pasado. Con desesperada frecuencia, esas culturas locales buscan abrigo en los fundamentalismos religiosos o en otras verdades absolutas, negadoras de cualquier verdad ajena: proponen el regreso a los tiempos idos, cuanto más puritanos mejor, como si no hubiera más respuesta que la intolerancia y la nostalgia ante la modernidad avasallante.
La guerra fría ha quedado atrás. Con ella, el llamado mundo libre ha perdido las justificaciones mágicas que hasta hace poco proporcionaba la santa cruzada de Occidente contra el totalitarismo imperante en los países del este. Ahora, está resultando cada día más evidente que la comunicación manipulada por un puñado de gigantes puede llegar a ser tan totalitaria como la comunicación monopolizada por el estado. Estamos todos obligados a identificar la libertad de expresión con la libertad de empresa. La cultura se está reduciendo al entretenimiento, y el entretenimiento se convierte en brillante negocio universal; la vida se está reduciendo al espectáculo, y el espectáculo se convierte en fuente de poder económico y político; la información se está reduciendo a la publicidad, y la publicidad manda.
Dos de cada tres seres humanos viven en el llamado Tercer Mundo, pero dos de cada tres corresponsales de las agencias noticiosas más importantes hacen su trabajo en Europa y en los Estados Unidos. ¿En qué consisten el libre flujo de la información y el respeto a la pluralidad, que los tratados internacionales afirman y los discursos de los gobernantes invocan? La mayoría de las noticias que el mundo recibe provienen de la minoría de la humanidad, y a ella se dirigen. Eso resulta muy comprensible desde el punto de vista de las agencias, empresas comerciales dedicadas a la venta de información, que recaudan en Europa y en Estados Unidos la parte del león de sus ingresos. Un monólogo del norte del mundo: las demás regiones y países reciben poca o ninguna atención, salvo en caso de guerra o catástrofe, y con frecuencia los periodistas, que trasmiten lo que ocurre, no hablan la lengua del lugar ni tienen la menor idea de la historia ni de la cultura local. La información que difunden suele ser dudosa y, en algunos casos, lisa y llanamente mentirosa. El sur queda condenado a mirarse a sí mismo con los ojos que lo desprecian.

A principios de los años ochenta, la UNESCO patrocinó un proyecto, nacido de la certeza de que la información no es una simple mercancía, sino un derecho social, y que la comunicación tiene la responsabilidad de la función educativa que ejerce. En ese marco, se planteó la posibilidad de crear una nueva agencia internacional de noticias, para informar con independencia, y sin ningún tipo de presión, desde los países que padecen la indiferencia de las fábricas de información y de opinión. Aunque el proyecto fue formulado en términos más bien ambiguos y muy cuidados, el gobierno norteamericano tronó de furia ante este atentado contra la libertad de expresión. ¿Por qué tenía que meterse la UNESCO en los asuntos que pertenecen a las fuerzas vivas del mercado? Los Estados Unidos se fueron de la UNESCO dando un portazo, y también se marchó Gran Bretaña, que suele actuar como si fuera colonia de la que fue su colonia. Entonces, se archivó la posibilidad de una información internacional desvinculada del poder político y del interés mercantil. Por tímido que sea, cualquier proyecto de independencia puede amenazar, en alguna medida, la división internacional del trabajo, que atribuye a unos pocos la función activa de producir noticias y opiniones, y atribuye a todos los demás la función pasiva de consumirlas.
Poco se informa sobre el sur del mundo, y nunca, o casi nunca, desde su punto de vista: la información masiva refleja, por regla general, los prejuicios de la mirada ajena, que mira desde arriba y desde afuera. Entre aviso y aviso, la televisión suele colar imágenes de hambre y de guerra. Esos horrores, esas fatalidades, vienen del submundo donde el infierno acontece, y no hacen más que destacar el carácter paradisíaco de la sociedad de consumo, que ofrece automóviles que suprimen la distancia, cremas faciales que suprimen las arrugas, tinturas que suprimen las canas, píldoras que suprimen el dolor y muchos otros prodigios. Con frecuencia, esas imágenes del otro mundo vienen del África. El hambre africana se exhibe como una catástrofe natural y las guerras africanas son cosas de negros, sangrientos rituales de tribus que tienen una salvaje tendencia a descuartizarse entre sí. Las imágenes del hambre jamás aluden, ni siquiera de paso, al saqueo colonial. Jamás se menciona la responsabilidad de las potencias occidentales, que ayer desangraron al África a través de la trata de esclavos y el monocultivo obligatorio, y hoy perpetúan la hemorragia pagando salarios de hambre y precios de ruina. Lo mismo ocurre con la información sobre las guerras: siempre el mismo silencio sobre la herencia colonial, siempre la misma impunidad para el amo blanco que hipotecó la independencia africana, dejando a su paso burocracias corruptas, militares despóticos, fronteras artificiales y odios mutuos; y siempre la misma omisión de cualquier referencia a la industria de la muerte, que desde el norte vende las armas para que el sur se mate peleando.

A primera vista, como dice el escritor Wole Soyinka, el mapa del África parece «la creación de un tejedor demente, que no ha prestado ninguna atención a la trama, al color ni al dibujo de la manta que estaba haciendo». Muchas de las fronteras que han roto al África negra en más de cuarenta pedazos, sólo se explican por motivos de control militar o comercial, y no tienen un pito que ver con las raíces históricas ni con la naturaleza. Las potencias coloniales, que inventaron las fronteras, fueron también hábiles en la manipulación de las contradicciones étnicas.
Divide et impera: un buen día el rey de Bélgica decidió que tutsis eran todos los que tenían más de ocho vacas, y hutus los que tenían menos, en el espacio que ahora ocupan Ruanda y Burundi. Aunque los tutsis, pastores, y los hutus, labriegos, tenían orígenes diferentes, habían compartido varios siglos de historia común en el mismo territorio, hablaban la misma lengua y convivían pacíficamente. Ellos no sabían que eran enemigos; pero terminaron creyéndolo con tanto fervor que, durante 1994 y 1995, las largas matanzas entre los hutus y los tutsis cobraron más de medio millón de víctimas. En la información de estas carnicerías, ni por casualidad se escuchó, y muy raras veces se leyó, el menor reconocimiento a la obra colonial de Alemania y Bélgica contra la tradición de convivencia de los pueblos hermanos, ni al aporte de Francia, que después brindó armas y ayuda militar para el exterminio mutuo.
Con los países pobres ocurre lo mismo que ocurre con los pobres de cada país: los medios masivos de comunicación sólo se dignan echarles una ojeada cuando ofrecen alguna desgracia espectacular que puede tener éxito en el mercado. ¿Cuántas personas deben ser destripadas por guerra o terremoto, o ahogadas por inundación, para que algunos países sean noticia y aparezcan por una vez en el mapa del mundo? ¿Cuántos espantos debe acumular un muerto de hambre para que las cámaras lo enfoquen por una vez en la vida? El mundo tiende a convertirse en el escenario de un gigantesco reality show. Los pobres, los desaparecidos de siempre, sólo aparecen en la tele como objeto de burla de la cámara oculta o como actores de sus propias truculencias. El desconocido necesita ser reconocido, el invisible quiere hacerse visible, busca raíz el desarraigado. Lo que no existe en la televisión, ¿existe en la realidad? Sueña el paria con la gloria de la pantalla chica, donde cualquier espantapájaros se transfigura en galán irresistible. Con tal de entrar en el olimpo donde los teledioses moran, algún infeliz ha sido capaz de pegarse un tiro ante las cámaras de un programa de entretenimientos. Últimamente, la llamada telebasura está teniendo, en unos cuantos países de América latina, tanto o más éxito que las telenovelas: la niña violada llora ante el periodista que la interroga como si la violara otra vez; este monstruo es el nuevo hombre elefante, miren, señoras y señores, no se pierdan este fenómeno increíble; la mujer barbuda busca novio; un señor gordo dice estar embarazado. Hace treinta y pico de años, en Brasil, ya los concursos del horror convocaban multitudes de candidatos y ganaban enormes teleaudiencias: ¿Quién es el enano más bajito del país? ¿Quién es el narigón de nariz más larga, que la ducha no le moja los pies? ¿Quién es el desgraciado más desgraciado de todos? En los concursos de desgraciados, desfilaba por los estudios la corte de los milagros: la niña sin orejas, comidas por las ratas; el débil mental que había pasado treinta años encadenado a la pata de una cama; la mujer que era hija, cuñada, suegra y esposa del marido borracho que la había dejado inválida. Y cada desgraciado tenía su hinchada, que desde la platea gritaba, a coro:
- ¡Ya ganó! ¡Ya ganó!

Los pobres ocupan también, casi siempre, el primer plano de la crónica policial. Cualquier sospechoso pobre puede ser impunemente filmado y fotografiado y escrachado cuando la policía lo detiene, y así la tele y los diarios dictan sentencia antes de que se le abra un proceso. Los medios dc comunicación condenan de antemano, y sin apelación, a los pobres peligrosos, como de antemano condenan a los países peligrosos.
A fines de los años ochenta, Saddam Hussein fue demonizado por los mismos medios de comunicación que antes lo habían sacralizado. Cuando se convirtió en el Satán de Bagdad, Hussein pasó a ser una estrella de la maldad en el firmamento de la política mundial, y el mentidero de los medios se ocupó de convencer al mundo de que Irak representaba un peligro para el género humano. A principios de 1991, los Estados Unidos lanzaron la Operación Tormenta del Desierto, con el respaldo de veintiocho países y del numeroso público. Los Estados Unidos, que venían de invadir a Panamá, invadieron a Irak porque Irak había invadido a Kuwait. El gran show, que el escritor Tom Engelhardt definió como la mayor superproducción de la historia de la televisión, con la participación de un millón de extras y con un costo de mil millones de dólares por día, conquistó a la teleplatea internacional y tuvo muy elevados índices de rating en todos los países. También en la Bolsa de valores de Nueva York, que rompió récords.
Artes de la guerra, el canibalismo como gastronomía: la Guerra del Golfo fue un interminable y obsceno espectáculo de homenaje a las armas de alta tecnología y de desprecio a la vida humana. En esta guerra de máquinas, protagonizada por satélites, radares y computadoras, las pantallas de la televisión mostraron bellos misiles, rockets maravillosos, prodigiosos aviones y smart bombs que pulverizaban gente con a admirable precisión. La gesta dejó un saldo de 115 norteamericanos muertos. A los iraquíes muertos, nadie los contó. Se calcula que no fueron menos de cien mil. En la pantalla, nunca se vieron. La única víctima de la guerra que la tele mostró fue un pato embadurnado de petróleo. Después se supo que la imagen era falsa. El pato venía de otra guerra. El almirante retirado Gene LaRocque, de la marina de guerra de los Estados Unidos, comentó al periodista Studs Terkel: «Ahora matamos a la gente sin verla jamás. Se aprieta un botón a miles de millas de distancia. Es la muerte por control remoto, sin sentimientos ni remordimientos... Y entonces, regresamos a casa en triunfo».

Pocos años después, a principios del 98. los Estados Unidos quisieron repetir la hazaña. La inmensa maquinaria de la comunicación se puso, nuevamente, al servicio de la inmensa maquinaria militar, para convencer al mundo de que Irak estaba amenazando a la humanidad. Esta vez, fue el turno de las armas químicas. Años antes, Hussein había usado gases mortíferos norteamericanos contra Irán, y con esos gases había arrasado a los kurdos sin que a nadie se le moviera un pelo. Pero súbitamente cundió el pánico cuando se difundió la noticia de que Irak poseía un arsenal bacteriológico, ántrax, peste bubónica, botulismo, células cancerosas y otros letales agentes patógenos que en los Estados Unidos cualquier laboratorio puede comprar, por teléfono o por correo, a la empresa American Type Culture Collection (ATCC), ubicada en los alrededores de Washington. Pero los inspectores de las Naciones Unidas no encontraron nada en los palacios de las mil y una noches, y la guerra se suspendió hasta el próximo pretexto.
La manipulación militar de la información mundial no resulta para nada sorprendente si se tiene en cuenta la historia contemporánea de la tecnología de la comunicación. El Pentágono ha sido siempre el principal financiador, y el principal cliente, de todas las novedades. La primera computadora electrónica nació por encargo del Pentágono. Los satélites de comunicación provienen de proyectos militares, y fue el Pentágono quien por vez primera articuló la red Internet, para coordinar sus operaciones en escala internacional. Las multimillonarias inversiones de las fuerzas armadas en la tecnología de la comunicación han simplificado y acelerado su tarea, y han hecho posible la promoción mundial de sus actos criminales como si fueran contribuciones a la paz del planeta.
Afortunadamente, la historia también se alimenta de paradojas. Jamás el Pentágono presintió que la red Internet, nacida al servicio de la programación del mundo como un gran campo de batalla, iba a ser utilizada para que divulgaran su palabra los movimientos pacifistas, tradicionalmente condenados al casi silencio. Pero el espectacular progreso de la tecnología de la comunicación y, los sistemas de información está sirviendo, sobre todo, para irradiar la violencia como modo de vida y como cultura dominante. Los medios de comunicación que más mundo, y más gente, abarcan, nos acostumbran a la fatalidad de la violencia y nos entrenan para ella desde la infancia.
Las pantallas. cine, televisión, computadora, sangran y estallan sin interrupción. Una investigación de dos universidades de Buenos Aires midió la violencia en los programas infantiles de la televisión, abierta y por cable, en 1994: había una escena cada tres minutos. La investigación llegó a la conclusión de que, al cumplir los diez años de edad, el niño argentino ha visto ochenta y cinco mil escenas violentas, sin contar los numerosos episodios de violencia sugerida. La dosis, se comprobó, aumentaba los fines de semana. Un año antes, una encuesta realizada en los alrededores de Lima reveló que casi todos los padres estaban de acuerdo con ese tipo de programas. Las respuestas decían: son los programas que los chicos prefieren; así están entretenidos; si a ellos les gusta, por algo será; mejor, así aprenden cómo es la vida. Y también: no los afecta, es como si nada. Simultáneamente, una investigación del gobierno del estado de Río de Janeiro llegó a la conclusión de que la programación infantil concentraba la mitad de las escenas de violencia trasmitidas por la Red Globo de Televisión: los niños brasileños recibían una descarga de brutalidad cada dos minutos y cuarenta y seis segundos.
Las horas de televisión superan ampliamente las horas del aula, cuando las horas del aula existen, en la vida cotidiana de los niños de nuestro tiempo. Es la unanimidad universal: con o sin escuela, los niños encuentran en los programas de la tele su fuente primordial de información, formación y deformación, y encuentran también sus temas principales de conversación. El predominio de la pedagogía de la televisión cobra alarmante importancia en los países latinoamericanos, por el deterioro de la educación publica en estos últimos años. En los discursos, los políticos mueren por la educación, y en los hechos la matan, dejándola librada a las clases de consumo y violencia que la pantalla chica imparte. En los discursos, los políticos denuncian la plaga de la delincuencia y exigen mano dura, y en los hechos estimulan la colonización mental de las nuevas generaciones: desde muy temprano, los niños son amaestrados para reconocer su identidad en las mercancías que simbolizan el poder, y para conquistarlas a tiro limpio.

Los medios de comunicación, ¿reflejan la realidad, o la modelan? ¿Quién viene de quién? ¿El huevo o la gallina? ¿No seria más adecuada, como metáfora zoológica, la de la víbora que se muerde la cola? Ofrecemos a la gente lo que la gente quiere, dicen los medios, y así se absuelven; pero esa oferta, que responde a la demanda, genera cada vez mas demanda de la misma oferta: se hace costumbre, crea su propia necesidad, se convierte en adicción. En las calles hay tanta violencia como en la televisión, dicen los medios; pero la violencia de los medios, que expresa la violencia del mundo, también contribuye a multiplicarla.
Europa ha hecho saludables experiencias en materia de comunicación masiva. En varios países europeos, la televisión y la radio han alcanzado un alto nivel de calidad como servicios públicos, no dirigidos por el estado sino directamente por las organizaciones que representan a las diversas expresiones de la sociedad civil. Estas experiencias, que hoy día han sido puestas en crisis por la embestida de la competencia comercial, brindan ejemplos de una comunicación de veras comunicante y democrática, capaz de dirigirse al ciudadano a partir del respeto a su dignidad humana y a su derecho a la información y al conocimiento. Pero no es este el modelo que se ha internacionalizado. El mundo ha sido invadido por el mortal cóctel de sangre, valium y publicidad que suministra la televisión privada de los Estados Unidos: se ha impuesto un modelo fundado en la comprobación de que es bueno todo lo que da la mayor ganancia al menor costo, y malo es lo que no rinde dividendos.
En Grecia, en tiempos de Pericles, había un tribunal que juzgaba las cosas: castigaba al cuchillo, pongamos por caso, que había sido instrumento de un crimen, y la sentencia mandaba romperlo en pedazos o arrojarlo al fondo de las aguas. Hoy por hoy, seria justo condenar, talibanamente, al televisor? Lo calumnian quienes le atribuyen mala entraña o lo llaman caja boba: la televisión comercial reduce la comunicación al negocio; pero, por obvio que resulte decirlo, el televisor es inocente del uso y del abuso que se hace de él. Y eso no impide advertir lo que también es evidente de toda evidencia: este adorado tótem de nuestro tiempo es el medio que con mas éxito se usa para imponer, en los cuatro puntos cardinales, los ídolos, los mitos y los sueños que los ingenieros de emociones diseñan y las fábricas de almas producen en serie.

Peter Menzel y otros fotógrafos han reunido en un libro a las mas diversas familias del planeta. Son muy diferentes las fotografías de la intimidad familiar en Inglaterra y Kuwait, Italia y Japón, México, Vietnam, Rusia, Albania, Tailandia y África del Sur. Pero algo tienen en común todas las familias, y ese algo es el televisor. Hay mil doscientos millones de televisores en el mundo. Algunas investigaciones y encuestas recientes, del norte al sur de las Américas, resultan reveladoras de la omnipresencia y la omnipotencia de la pantalla chica:
en cuatro de cada diez hogares de Canadá, los padres no consiguen recordar una sola comida familiar sin la tele encendida;
atados al collar electrónico, los niños de los Estados Unidos dedican a la tele cuarenta veces mis tiempo que a las conversaciones con los padres;
en la mayoría de las casas de México, los muebles han sido ubicados en torno del televisor;
en Brasil, la cuarta parte de la población reconoce que no sabría que hacer con su vida si la televisión no existiera.
Trabajar, dormir y mirar televisión son las tres actividades que mas tiempo ocupan en el mundo contemporáneo. Bien lo saben los políticos. Esta red electrónica, con millones y millones de pulpitos a domicilio, asegura una difusión que jamás soñó ninguno de los muchos predicadores que en el mundo han sido. El poder de persuasión no depende del contenido, la mayor o menor fuerza de verdad de cada mensaje, sino de la buena imagen y de la eficacia del bombardeo publicitario que vende el producto. En el mercado se impone un detergente, como en la opinión publica se impone un presidente. Ronald Reagan fue el primer telepresidente de la historia, electo y reelecto en los años ochenta: un actor mediocre, que en sus largos anos de Hollywood había aprendido a mentir con sinceridad ante el ojo de la cámara, y que por mérito de su voz de terciopelo había conseguido empleo como locutor de la General Electric. En la era de la televisión, Reagan no necesitaba nada más para hacer carrera política. Sus ideas, no muy numerosas, provenían de las Selecciones del Reader’s Digest. Según comprobó el escritor Gore Vidal, la colección completa del Reader’s tenia, para Reagan, la misma importancia que las obras de Montesquieu habian tenido para Jefferson. Gracias a la pantalla chica, el presidente Reagan pudo convencer a la opinión pública norteamericana de que Nicaragua era un peligro. Hablando ante el mapa del norte de América, que progresivamente se iba tiñendo de rojo desde el sur, Reagan pudo demostrar que Nicaragua iba a invadir los Estados Unidos, vía Texas.

A partir de Reagan, otros telepresidentes triunfaron en el mundo. Fernando Collor, que había sido modelo de Dior, llegó a la presidencia de Brasil, en 1990, por obra de la televisión. Y la misma televisión que fabrico a Collor para impedir la victoria electoral de la izquierda, lo derribo un par de anos después. El ascenso de Silvio Berlusconi a la cumbre del poder político en Italia, en 1994, resultaría inexplicable sin la televisión. Berlusconi influía sobre una vasta teleaudiencia desde que había obtenido, en nombre de la diversidad democrática, el monopolio de la televisión privada. Y fue ese monopolio, sumado a sus éxitos como empresario del club de fútbol Milán, el que sirvió de eficaz catapulta a sus ambiciones políticas.
En todos los países, los políticos temen ser castigados o excluidos por la televisión. En los noticieros y en las telenovelas hay buenos y villanos, víctimas y verdugos. A ningún político le gusta hacer el papel de malo; pero los malos, al menos, están. Peor es no estar. Los políticos tienen pánico de que la televisión los ignore, condenándolos a la muerte cívica. Quien no sale en la tele, no está en la realidad; quien de la tele sale, se va del mundo. Para tener presencia en el escenario político, hay que aparecer con cierta continuidad en la pantalla chica, y esa continuidad, difícil de conseguir, suele no ser gratuita. Los empresarios de la televisión brindan tribuna a las políticos, y los políticos retribuyen el favor otorgándoles impunidad; impunemente, los empresarios pueden darse el lujo de poner un servicio publico al servicio de sus bolsillos privados.
Los políticos no ignoran, no pueden darse el lujo de ignorar, el desprestigio de su profesión y el mágico poder de seducción que la televisión, y en mucha menor medida la radio y la prensa, ejercen sobre las multitudes. Una encuesta realizada en varios países latinoamericanos confirmo, en 1996, lo que cualquiera puede escuchar en las calles de nuestras ciudades: nueve de cada diez guatemaltecos y ecuatorianos tienen mala o pésima opinión de sus parlamentarios, y nueve de cada diez peruanos y bolivianos no confían en los partidos políticos, En cambio, dos de cada tres latinoamericanos dan crédito a lo que ven y escuchan en los medios de comunicación.
José Ignacio López Vigil, un militante de la comunicación alternativa, resume bien el asunto:
- La verdad es que en América latina, si usted quiere hacer carrera política, su mejor opción es meterse a presentador, locutor o cantante.

Para conquistar o consolidar la legitimación popular, algunos políticos se apoderan de la televisión directamente. Por ejemplo, el mas poderoso y conservador de los políticos brasileños, Antonio Carlos Magalhães, recibió la graciosa concesión de la televisión privada en el estado de Bahía, y en su feudo ejerce el virtual monopolio, en sociedad con la Red Globo, que es la empresa mandamás de la televisión en Brasil. Lídice da Mata, alcaldesa de la capital de Bahía, fue electa por los votantes del Partido de los Trabajadores, el PT, una poderosa fuerza que es, y para colmo dice ser, un partido de izquierda. En 1994, la alcaldesa denunció que nunca había podido recurrir a la televisión de Magalhães, ni siquiera pagando los espacios, cuando ocurrieron inundaciones, derrumbes, huelgas y otras situaciones de emergencia que requerían mensajes urgentes a la población. La televisión bahiana, espejo embrujado, solo refleja la cara del dueño.
Hay canales que dicen ser públicos en muchos países latinoamericanos, pero esa no es mas que una de las típicas cosas que el estado hace para desprestigiar al estado: por regla general, y salvo algunas heroicas excepciones, la programación es un plomo; se trabaja con máquinas paleolíticas y con salarios ridículos, y con frecuencia el canal oficial aparece borroso en las pantallas. Es la televisión privada la que dispone de medios para capturar a la audiencia masiva. En toda América latina, esta prodiga fuente de dinero y de votos esta en muy pocas manos. En Uruguay, tres familias disponen de toda la televisión privada, abierta o por cable. El oligopolio familiar traga dinero y escupe avisos, compra por casi nada los programas enlatados que vienen del extranjero y rara vez, muy rara vez, da trabajo a los artistas nacionales o se arriesga a producir algún programa propio de buen nivel de calidad: cuando el milagro ocurre, los teólogos afirman que esa es una prueba de la existencia de Dios. Dos grandes grupos de multimedios se quedan con la parte del león de la televisión argentina. También en Colombia son dos los grupos que tienen en sus manos la televisión y los demás medios importantes de comunicación. La empresa Televisa, de México, y la Red Globo, de Brasil, ejercen monarquías apenas disfrazadas por la existencia de otros reinos menores.
América latina ofrece mercados muy lucrativos a la industria norteamericana de las imágenes. Nuestra región consume mucha televisión, pero genera muy poca, con la excepción de algunos programas periodísticos y de las exitosas telenovelas. Las telenovelas, que los brasileños suelen hacer muy bien, son el único producto de exportación de la televisión latinoamericana. A veces aparecen temas de este mundo, como la corrupción política, el trafico de drogas, los niños de la calle o los campesinos sin tierra, pero las telenovelas de mayor difusión son las que supo definir el presidente de la empresa mexicana Televisa, cuando explico, a principios del 98:
- Vendemos sueños. De ninguna manera pretendemos reflejar la realidad. Vendemos sueños, que son como el sueño de la Cenicienta.

La telenovela de éxito es, por regla general, el único lugar de este mundo donde la Cenicienta se casa con el príncipe, la maldad es castigada y la bondad recompensada, los ciegos recuperan la vista y los pobres pobrísimos reciben herencias que los convierten en ricos riquísimos. Esos culebrones, así llamados por su longitud, crean espacios ilusorios donde las contradicciones sociales se disuelven en lagrimas o en mieles. La fe religiosa te promete que entraras al Paraíso después de la vida, pero cualquier ateo puede entrar al culebrón después de las horas de trabajo. La otra realidad, la de los personajes, sustituye la realidad de las personas, mientras transcurre cada capítulo, y durante ese tiempo mágico la televisión es el templo portátil que brinda evasión, redención y salvación a las almas sin amparo. Alguien dijo, no se quien, alguna vez: «Los pobres adoran el lujo. Sólo a los intelectuales les gusta ver pobreza». Cualquier pobre, por muy pobre que sea, puede penetrar en los escenarios suntuosos donde muchas telenovelas acontecen, y compartir así, de igual a igual, los placeres de los ricos, y también sus desventuras y lloranderías: una de las telenovelas latinoamericanas más difundidas en el mundo entero, se llamo Los ricos también lloran.
Son frecuentes las intrigas millonarias. Durante semanas, meses, años o siglos, la teleplatea espera, mordiéndose las uñas, que la mucama joven y desdichada descubra que es hija natural del presidente de la empresa, triunfe sobre la niña rica y antipática y sea desposada por el señorito de la casa. EI largo calvario del amor abnegado de la pobrecita, que en secreto llora en el cuarto de servicio, se va mezclando con los enredos que transcurren en las canchas de tenis, en las fiestas con piscina, en las bolsas de valores y en las salas de directorio de las sociedades anónimas, donde otros personajes también sufren, y a veces matan, por el control de las acciones. Es la Cenicienta en los tiempos de la pasión neoliberal.

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