POPULUS, PUEBLO, FOLK

archivo del portal de recursos para estudiantes
robertexto.com

enlace de origen

Daniel Vidart

IMPRIMIR

 

No hay acuerdo entre los académicos sobre el concepto de cultura popular. Según algunos autores dicha cultura, propia del popolino, del common people, de les petits gens, abreva en las mismas fuentes que la cultura folklórica -hoy convertida en folclórica por gracia de una deplorable españolización de la vieja voz inglesa- y tiene que ver con las supervivencias de pautas y rasgos pertenecientes a los distintos acarreos sociales, de superficie o de fondo, que forman los sedimentos del estrato folk.

A dicho estrato se le reconoce una radicación eminentemente rural, aunque su gran megáfono en la edad premaquinista europea fuera la plaza pública de la polis, de la civitas o del bourg, convertida semanalmente en la tumultuosa y colorida sede del mercado al que acudían los campesinos a vender sus productos.

Ya que ha entrado en escena el término "campesino", conviene expresar que el sector campesino de una sociedad global se define en función del mundo urbano. La existencia de la ciudad determina la de un campo circundante que la abastece y cuyos pobladores en la mayoría de los casos un status inferior al de los ciudadanos. Los "salvajes", en cambio, están al margen de ambas categorías socioeconómicas, según lo explicaba R. Redfield en una tesis que en su época conoció una amplia difusión, aunque más de una vez fuera enérgicamente controvertida (1). En efecto, el "salvaje" prealfabeto, o ágrafo como también se dice, no tiene relaciones con los sectores analfabetos del campo ni con las gentes alfabetizadas -más o menos ilustradas, más o menos cultivadas- que integran los núcleos ciudadanos -o citadinos, como especifica un servicial galicismo- donde se concentran las instituciones del Estado. Los pocos "salvajes" o "primitivos contemporáneos" aún subsistentes, al ser embestidos armas en mano por los buscadores de materias primas, se destribalizan y deculturan a velocidad creciente. De tal modo, arrinconados en el fondo de sus marsupias selváticas o contratados como mano de obra por los capataces del mercado mundial, desaparecen o se proletarizan, convirtiéndose así en los miserables despojos de un antiguo santuario arcaizante.

En efecto, estos últimos relictos de humanidades en armonía con los ecosistemas -y no enfrentadas a los mismos como sucede con los habitantes del hemisferio urbano- hasta principios del siglo XX se hallaban de espaldas a la civilización maquinista y su cortejo de signos y símbolos.

La civilización, en tanto que cultura de las ciudades, surgió hace algo más de seis mil años en la "Medialuna de las tierras fértiles", aquella región de Afrasia cuyos oasis fluviales se extienden desde el Nilo hasta el Eufrates. Los rasgos históricos propios de dicha zona fueron instaurados por los géneros de vida y concepciones de la vida que impulsaron un tipo especial de saber. Este tipo de saber, posteriormente, halló su más acabada expresión en la Universitas. La sapiencia y la docencia universitarias estuvieron precedidas por el hermetismo cognitivo de una élite -hechiceros, chamanes, sacerdotes, ocultistas- especializada en el manejo y defensa de la Tradición. Dicho conocimiento esotérico, acaparado inicialmente por las minorías privilegiadas, fue anegado y trastocado por la secularización del poder, cuyas instituciones clásicas interrelacionadas -gobierno, iglesia, milicia, escuela- se expresan en y caracterizan a los sistemas urbanos. La universalización y racionalización del conocimiento logrado en las ciudades se obtuvo al precio de un triple vaciamiento del espíritu popular: la desacralización de lo divino y misterioso, la demitificación de las creencias en maravillas y prodigios, la banalización de las ceremonias "de paso" que pautan el transcurso de la vida.

 

Campesinos y aldeanos

Otra precisión apunta a los aspectos económicos del mundo campesino propiamente dicho, anclado aún en la rutina productiva del arcaísmo rural. Según los especialistas en la materia, la economía de estilo campesino es aquella en la cual los trabajadores del agro comercializan en la ciudad no más de un 25% de sus productos alimenticios, reservando los otros al mantenimiento de la familia y la comunidad. Por último, en lo que se refiere al tipo de hábitat, se consideran campesinos propiamente dichos los trabajadores del agro que residen en sus fundos, relativamente aislados los unos de los otros. En cambio se denominan aldeanos a quienes viven en un núcleo poblado, homogéneo desde el punto de vista de los "roles" sociales, al que circundan las tierras de labor. El bocage francés y el open field inglés ofician, desde el punto de la geografía agraria, como telones de fondo de esas dos especies de establecimientos humanos, al par que constituyen los marcos espaciales de los paisajes agrarios cerrados o abiertos.

Considerada desde el punto de vista sociológico y antropológico esta última distinción tiene cierta importancia. Conviene señalarla, aunque sin extenderse en ella, pues al referirnos a los campesinos en sentido lato, generalmente estamos incluyendo en dicha categoría a los aldeanos, es decir, a una suerte de pobladores rurales cuya concentración residencial genera fenómenos sociales y culturales con características propias.

 

De vuelta a los dos bandos

En la posición que sostiene la existencia de hondas raíces temporales, que retrotraen a muy lejanas épocas la gestación de los arquetipos populares, figuran los ejemplares estudios de Mijail Bajtin, quien atribuye a la cultura de la gente humilde y trabajadora, del pueblo llano, del campesinado y del aldeanato, "una evolución milenaria" (2). Otros tratadistas, entre los cuales se encuentra C.W.E. Bigsby, distinguen la cultura campesina de la cultura popular al tiempo que relacionan la génesis de ésta con los procesos modernos derivados de "la urbanización y la industrialización" (3).

Tenemos así dos bandos que discrepan en cuanto al origen y desarrollo de la cultura popular. Uno es el de aquellos que ponderan su espontaneidad y frescura, su jocundo aire festivo, francamente carnavalesco, nacido en el suelo fértil de la cazurrería del rusticus y el villanus (o sea el aldeano), y otro el de quienes anotan que "la cultura popular, hija de la tecnología, se ha visto frecuentemente como símbolo de un nuevo embrutecimiento" (4).

¿Dónde está la verdad o, por lo menos, cuáles son las concepciones que revelan mejor puntería conceptual? ¿Aquéllas que ahondan en los fundamentos agrarios de una cultura popular cuyos rasgos empalman los modales del rusticus con los del civis de medio pelo y cuya trayectoria hace subir por ascensión capilar los productos de la ruralia a las plazas de la ciudad y de ahí al repertorio costumbrista y al acervo mental de las gentes urbanas? ¿Aquellas que la convierten en un producto fabricado por los amanuenses culturales de la industrialización o, mutantis mutandi, por los industriales de la cultura, al margen del trasfondo tradicional de las clases populares y sus repertorios de "larga duración", y digo así parafraseando a Braudel? Pero en este último caso ¿no estaremos metiendo la cultura popular en la misma bolsa donde se hacinan los productos, que algunos califican como espurios, de la cultura de masas? O, en definitiva, ¿se trata de un manejo equívoco del término pueblo, elusivo de por sí, dado que ha recibido a lo largo de su trayectoria histórica una serie de cargas semánticas, afectadas por el bias clasista y una ideologizada refracción en el espectro de las diversas "mentalidades"? Vistas las anteriores corrientes, las cuales adjudican distintas valencias a los contenidos y alcances de la cultura popular, sometiéndola, de paso, al manejo político, o politizado, del término, creo que conviene echar una mirada diacrónica hacia los orígenes de sus componentes significativos y, paralelamente, emprender una excursión sincrónica hacia las comarcas de las sociedades coetáneas, lo que no implica necesariamente que sus tecnologías sean "contemporáneas". Así lo demuestran, por ejemplo, la coexistencia del mehari y el jet en Arabia Saudita.

A lo largo de este viaje intentaré arrojar alguna claridad -a partir de los datos que nos facilitan la historia y la etnología- sobre un neblinoso territorio que la polisemia oscurece y la subjetividad trascendental, o "la conciencia de clase", o los idola fori, o el parti pris, o los intereses creados, para decirlo sin ambages, colman de espejismos.

 

Para entrar en materia

La construcción del concepto de lo que es (y no es) la cultura, considerada desde el ángulo científico, se desarrolló en derredor del esquema descriptivo diseñado por Edward B. Tylor a fines del siglo XIX (5). Fue a lo largo de los cinco primeros decenios del siglo XX, hoy a punto de expirar, culminando un milenio de dramáticas peripecias consustanciales a nuestra irrestañable incompletud de seres incluidos en la natura naturata que las ciencias sociales y las ciencias "del hombre", como gustaban decir los franceses al referirse a las disciplinas etnológicas, se abocaron a la obra, llena de sobresaltos y controversias, de elaborar una noción unitaria acerca del ser y el menester de la cultura. No hubo pacífico acuerdo. En vez de una definición, simple y escueta como las que emplea la física, brotó una bandada de nociones -hoy superan el medio millar- que, si bien pueden agruparse en cuatro o cinco categorías básicas, han impedido acuñar un concepto extra e intradisciplinario, válido a la vez para los antropólogos, los sociólogos y los psicólogos sociales, amén del científico que trabaja en otros campos y el representante de las minorías dirigentes -ya políticas, ya artísticas, ya literarias- que muy a menudo confunde los juicios de valor con los juicios de realidad, y a la viceversa.

En una nota próxima haré una breve incursión en el terreno de las definiciones ofrecidas acerca de la cultura (y lo cultural propiamente dicho) a partir del siglo XIX, para apartar, en la medida de lo posible, la paja de los prejuicios del grano de los conceptos.

 

Campanilismo, prejuicios, meritocracia

De todos modos es bueno adelantar desde ahora que los especialistas en las diferentes ciencias y disciplinas sociales (¿cuándo sonará la hora de la ansiada unificación sistémica?) se vieron envueltos, desde muy temprano, en la danza de los celos campanilistas. Dichos celos, empujados por más o menos solapados afanes de principalía, desembocaron en la puja de las meritocracias. Dichas meritocracias, cuyo secreto fundamento fue advertido por una observación de Unamuno -el título es "el asa" que se le agrega al recipiente de la persona para escanciar con más prestancia su contenido intelectual- se orientaron desde siempre, antes que al perfeccionamiento del nivel académico, a la caza de fuentes financieras y altavoces propagandísticos. Y fue tan grande el ardimiento de las luchas particularistas, ajenas a la asepsia mental y a la prescindencia afectiva exigidas por la ciencia, que esa demanda de espacio vital, al acotar los territorios comunes, provocó la parcelación caprichosa de la realidad, dando así nacimiento a forzadas subdivisiones. No hay necesidad de buscar ejemplos. Están muy cerca, al alcance de la mano, y quienes entre nosotros caminan por las sendas de la investigación y/o la docencia, en alguna medida han practicado o padecido, a la uruguaya, ese azote que a partir de las universidades europeas del Renacimiento inficionó el desarrollo académico de la ciencia occidental.

Así planteadas las cosas sobrevino la puja imperialista entre las provincias del saber, artificialmente creadas para medrar a la sombra de las "especialidades", y a su calor empollaron los irreconciliables -e inexplicables- divorcios o las extrañas alianzas coyunturales, llevadas a cabo entre disciplinas brotadas como los hongos después de las lluvias para invadir territorios proclamados ajenos, con razón o sin ella.

Debe advertirse, al correr, que la ciencia como un todo, como una forma peculiar de crear conocimientos, como un ejercicio de esa actividad racional y racionalizadora que es "hacer ciencia" (6), ya cosmológica, ya noológica, según la distinción de André Ampère, no reconoce compartimentos estancos, como tampoco lo tiene su objeto, el continuum de la naturaleza, que insensiblemente pasa de lo que crudamente llamamos "materia inanimada" a la "materia viviente" y de allí a la "materia pensante".

La departamentalización de la ciencia ha sido propiciada por las limitaciones del entendimiento humano, incapaz de captar, como a la luz de un relámpago, el paisaje global de dos mundos -el exterior y el interior a la conciencia- en tanto que megaobjetos o microobjetos epistémicos unitarios. O, también, como vimos, merced a la desmesura de la volición que a la brava, a puro codazo, procura obtener un lugar bajo el sol para que allí medren los catacúmenos reclutados por un predicador oportunista o surgidos al resplandor carismático de un talento memorable. (¿Cuáles son, en este mundanal entrevero, los límites entre el ingenio y el genio, entre el embaucador diligente y el sabio apocado?

De tal modo los conceptos que delimitan las áreas de las relaciones humanas y sus respectivas temáticas (sociedad, personalidad y cultura; cultura y civilización; cultura "superior" -ilustrada, cortesana, burguesa, elitista, intelectual, universitaria, etc.- y cultura tradicional o folclórica; cultura popular y cultura de masas; cultura letrada y cultura oral de los pueblos analfabetos y "prealfabetos") se convirtieron, en tanto que designata, muchas veces desencontrados con los denotata, en los caballitos de batalla de interminables discusiones entre instituciones y/o personas.

Estos conflictos, mirados desde el anverso dialéctico de su puja histórica, en más de un sentido fueron fecundos, pues evitaron el estancamiento y provocaron la emulación. De tal modo dieron origen a corrientes y tendencias que se prolongaron a lo largo de varias generaciones o que volaron como una hojarasca banal al soplo de los nuevos paradigmas. Las comunidades del saber reunidas en derredor de sus capitanes proporcionaron materia e insuflaron energía a enjundiosos tratados o a modestos text-books, a solemnes congresos o a erráticos seminarios, y, como no podía ser de otro modo -así lo exigía la preservación de la virtus- a incontables artículos científicos o de divulgación que transitaron, lustro tras lustro, por la senda donde los cautelosos pasos del logos procuran avanzar entre los matorrales de la doxa.

 

Entre el collage y el revival

Mientras estas instancias se cumplían aumentaba el número de las definiciones de cultura y se multiplicaban las especies de la misma, al tiempo que el fantasma de la reificación del concepto se cernía como una nube negra sobre las distintas parcelas del conocimiento, ya que no del saber verdadero, donde cada colonia de acólitos, acaudillada por un maestro de renombre, plantaba su huerto y defendía su cosecha.

En las postrimerías de este siglo puede advertirse que la discusión de otrora ha perdido su virulencia. Lo hard ha cedido el paso a lo soft. Y no porque se haya arribado a pacíficos acuerdos entre los contendientes sino porque el acento ha recaído sobre nuevas temáticas, a veces noveleras y otras francamente novedosas, sometidas a los modos de pensar y de decir impuestos por la componenda posmoderna, oscilante entre el collage y el revival. De todas maneras, hoy se sigue trabajando con nociones y conceptos que todavía no están lo suficientemente elaborados. Y nunca lo estarán. Porque cada época adviene con una renovada carga de ideas bajo cuyo peso rechinan los ejes de los antiguos vehículos idiomáticos. Por eso conviene ventilar de tanto en tanto los contenidos, alcances y falencias del lenguaje científico para curarlo de las inercias del pasado y adaptarlo a los moldes mentales del presente. Eso es lo que trataré de hacer, dando un paso al costado, en la serie de notas sobre el ser y el quehacer de la cultura popular que inicio con esta entrega de relaciones.

 

Un asunto siempre atractivo

La cultura popular ha sido, por lo menos para mi, un asunto siempre atractivo. He rondado en torno suyo desde hace muchos años, a tal punto que el último de mis libros versa sobre la etnología sudamericana del carnaval (7), esta fiesta del medioevo cristiano desembarcada en nuestra América a partir del proceso conquista-colonización, cuyas modalidades fueron enriquecidas por las aportaciones de los indios terrígenos, de los esclavos africanos y de los inmigrantes decimonónicos y sus progenies criollas.

El carnaval europeo recibió en el Nuevo Mundo las aportaciones de las etnias locales y transatlánticas, convirtiéndose de tal modo en un crisol de culturas festivas de eminente carácter popular. Pero este microestudio que hoy inicio apunta más allá de "el ser ahí" de las carnestolendas. En vez de describir un fenómeno de la conducta lúdicra procura teorizar genéricamente sobre los orígenes, los elementos y las variedades de la cultura popular. Para llevar a cabo este propósito los desarrollos que siguen harán especial hincapié, sucesivamente, en las dispares nociones de pueblo, cultura y cultura popular, tales como ellas transitan en el lenguaje cotidiano y en las jergas de los "entendidos". También se intenta mostrar cómo, y con qué acentos, el saber académico depura, o reelabora, o resignifica -como ahora se dice- dichas nociones a los efectos de convertirlas en conceptos. Cumplida esta faena de desbroce treparé finalmente al mirador filosófico para realizar una síntesis comprensiva, inspirada en la Verständnis germánica -que tendrá, sin duda alguna, mi personal y por ello controvertible estilo de ver y entender las cosas- a los efectos de ubicar en el reino de las categorías, si no es demasiado pedir, los mentefactos nacidos al socaire de una meditación que ya lleva muchos años, a partir de mi juventud de "curioso impertinente".

En el arduo caminar que conduce desde la apariencia de los fenómenos a la construcción de los hechos y desde la práctica a la teoría, es decir, desde la experiencia de la realidad a la contemplación estimativa de la misma, hay antecedentes tranquilizadores que permiten, para no desbarrar, atenerse a una metodología compartida por el cuerpo científico. Al adoptar este temperamento lo que importa, entonces, es la correcta orientación en el camino y no el ansiado descanso en la posada. Buena ciencia es la que bien pregunta y no aquella que pretende ofrecer las definitivas respuestas.

 

Pueblo: fuentes etimológicas e históricas

La voz pueblo deriva del término populus, que en latín poseía un sentido restringido.

En efecto, según expresaba Cicerón "el pueblo (populus) no es cualquier conglomerado de hombres reunidos de cualquier modo, sino un conjunto de gentes (gens) asociadas por el consentimiento de un mismo derecho y por una idéntica comunión de intereses" (8). De tal modo el pueblo estaba constituido por el conjunto de los ciudadanos romanos (civis) que en un principio eran solamente los descendientes del patriciado (patres) al par que los plebeyos formaban la masa desposeída de la plebs. Las luchas emprendidas por estos últimos para emparejar su condición con los patricios, integrantes de la nobleza (nobilitas), quienes junto con los miembros de su clientela formaban el populus, lograron, luego de la ley Hortensia, que aquellos accedieran a la plena ciudadanía, tal como lo cuentan las entusiastas páginas de León Bloch (9). A partir de entonces la plebs pudo sentar plaza en el ejército de Roma pero sin participar en las ceremonias del culto ni en la asambleas cívicas. La plebs, está emparentada, desde el punto de vista etimológico, con el plenus latino y el plethos griego, voces que aluden a lo más numeroso, a la multitud. Aquella denotación despectiva, traducida al español, significa gentuza, populacho, canalla, vulgo de baja estofa.

Por encima del populus y la plebs estaba el Senado (Senatus), integrado por los Mayores, los Ancianos (senex, senis), o sea los miembros de la nobleza hereditaria cuya experiencia de la vida y de los hombres los hacía duchos en las artes de aconsejar y gobernar. La fórmula Senatus populus que romanus, en la cual que, conjunción copulativa enclítica equivale a la y en nuestro idioma, significa "el Senado y el pueblo romanos". Dicho Senado era la autoridad superior permanente, puesto que el mandato de los cónsules, encargados del pleno gobierno ejecutivo, fue reducido en la era republicana a un año de duración. Más tarde, durante el Imperio, la figura del endiosado emperador opaca, sin borrarla, a la del antes prestigioso Senatus, al par que el populus y la plebs se convierten en la misma cosa. La plebe será amansada y contentada con el pan y el circo (panem et circenses) aunque la alienante realidad social fue más arisca que lo translucido por el pensamiento inspirador de esta expresión. En su momento voy a referirme con mayor detención al asunto. Baste por ahora con decir que en la época imperial los ciudadanos romanos se dividían en dos grupos: el uno estaba integrado por los decuriones, caballeros y senadores (honestiores); el otro por las clases bajas (humiliores, plebeii, tenuiores). El sector gobernante y dominante, constituido por una minoría hegemónica, condecoraba a sus miembros con los calificativos de boni y optimi; los dominados, en cambio, formaban parte de esa barredura innumerable de la sociedad agolpada en la multitudo. Su despreciable caterva, por consiguiente, estaba conformada por los improbi, es decir, por los perversos, los malos, los impíos.

 

La advertencia de un enciclopedista

Antes de entrar en el terreno polisémico de la voz del pueblo, es bueno informar acerca de las dudas conceptuales que tenía el Caballero de Jaucourt, autor del artículo Peuple en la Enciclopedia Francesa, aquel gran monumento intelectual del siglo XVIII. Como se sabe, L’Encyclopedie, ou Dictionnaire raisonée des sciences, des arts et des métiers, cuyos 17 tomos fueron publicados entre 1751 y 1765 en París, gracias al empuje de Diderot y D’Alambert, fue, en más de un sentido, la antesala teórica de la Revolución Francesa. La societé des gens de lettres que la redactó estaba integrada por lo más esclarecido del pensamiento francés, cuyos portadores ya presentían el arribo de la Revolución Industrial al continente europeo a partir de su cuna británica. Pero esa no era la única preocupación de aquellos avisados intelectuales y científicos. Entre las más importantes figuraban las de orden social y político, y en tal sentido los philosophes- así se autodenominaban la pléyade de gente ilustrado e informada- procuraban que el pueblo conociera sus derechos y rompiera las cadenas de la ignorancia y el servilismo, remachadas por los gobiernos monárquicos y las autoritarias aristocracias campagnardes.

Pues bien, el citado caballero a cuyo cargo quedó la redacción del artículo dedicado al significado de la voz peuple expresó, al iniciarlo, que "se trataba de un nombre colectivo de difícil definición, puesto que de él se han tenido ideas distintas en los diversos lugares, en las distintas épocas y según la naturaleza de los gobiernos."

Aquella lejana advertencia debe ser recordada por quienes procuran precisar, aquí y ahora, los contenidos de la voz pueblo sin tener en cuenta la perspectiva temporal y sin reparar en el entorno espacial. Y, sobre todo, lo subrayo expresamente, sin considerar la circunstancia política. Tras los fenómenos culturales "de punta" se esconde la catapulta del poder. Este factor determinante es olvidado a menudo por aquellos antropólogos que contemplan las instituciones culturales agolpadas en un primer plano, sin reparar en los acentos jerárquicos impuestos por la ley del picotazo y "la obediencia debida".

El Occidente, que entre los siglos XVI y principios del XX fue amo del mundo, se convierte, al ser así considerado, en la indiscutible cuna de la civilización, entidad noológica cuyos valores artísticos, científicos, morales y religiosos representan "los más altos logros del género humano". A partir de este concepto centrípeto es comprensible que en los lejanos arrabales de los países privilegiados, cuyas copiosas bibliotecas estaban corroboradas por el lenguaje aún más persuasivo de los cañones, sean ubicadas las tierras de los bárbaros, los "salvajes", los portadores de extrañas y aberrantes costumbres. Esas regiones periféricas son el hogar de los infieles, de los ignorantes, de los enemigos en suma, cuya conquista es aprobada y cuya extinción, la más de las veces, es recomendada: "el buen indio es el indio muerto". Dentro de cada país, por su parte, la clases dominantes despreciaron al proletariado interno, al refugio social, a la horda analfabeta que en definitiva constituía un hato de minusválidos mentales, cuando no una lastimosa morralla subhumana.

De tal modo, aunque sin decirlo expresamente, procedieron los folclorólogos ingleses de primera hora y sus seguidores del continente europeo. Aquellos señorones desocupados, para entretener sus ocios con las "antiguallas sobrevivientes en el seno de la gente analfabeta", al par que clasificaban las leyendas, los refranes y las costumbres del vulgo, consideraron al folk, o al volk, o al popolino, o al castizo populacho, como el (menospreciado) representante de una cultura "subalterna".

El término "subalterno", que entraña inevitablemente un despectivo juicio de valor, míreselo como se le mire, pertenece a Antonio Gramsci quien, al calificar así al sector sumergido y dominado de la sociedad, se pliega miméticamente al imaginario de la mentalidad del poder. El pensador italiano, encarcelado por el fascismo, que al cabo no le negó ni el lápiz ni el papel, procuraba, no obstante, criticar la conducta histórica de las clases dominantes en tanto que poseedoras, promotoras y defensoras de una "cultura oficial", o sea aquella expresión de las mentes cultivadas o refinadas, y a veces ni eso, que miran por encima del hombro a las manifestaciones mentales y morales, y siempre orales, del "bajo" pueblo, representado por el lore tradicionalista de las clases "inferiores" y las costumbres "pintorescas" de la piccola gente. (10)

 

Tres épocas, tres opiniones

El Caballero de Jaucourt hizo una sabia advertencia que es preciso tener en cuenta. Cuando se procure caracterizar el elusivo y cambiante significado de la voz pueblo es preciso ubicarlo en el nicho político que le concede "según la naturaleza de los gobiernos" su correlativo matiz semántico.

En este sentido conviene efectuar una breve excursión histórica y para ello recurriré a tres ejemplos. El primero nos trasladará al Lejano Oriente antiguo y los otros dos, respectivamente, a la Europa monárquica de los siglos XVII y XVIII.

El filósofo chino Mencio, Meng Ke (¿371-289? a.J.C.) dijo lo siguiente acerca del pueblo, en el mediodía del despotismo oriental: "el pueblo es lo que más importa. Después vienen el espíritu de la tierra [o los altares del suelo, según otras tradiciones] y los cereales [o las cosechas, menciones simbólicas que, al entender de algunos intérpretes, equivalen al Estado.] Y el Emperador es lo que importa menos. En consecuencia, para ser soberano hay que ganar la buena voluntad del pueblo".

Fuera de contexto este pensamiento resulta admirable. Pero el mismo Mencio se encarga de poner las cosas en su lugar. El pueblo es el conjunto de los siao jen, las gentes de baja estofa. Estas gentes no ponen su corazón en el trabajo sino que recurren a la fuerza muscular. Es preciso que un buen gobernante, merced a su duro paternalismo, mantenga al pueblo en la senda virtuosa. "Sin tener bienes estables, solo el discípulo de la sabiduría (tche) puede permanecer constante en la virtud. El hombre del pueblo no es constante en la virtud cuando no tiene bienes estables. Si no es constante en la virtud se toma toda clase de licencias, se permite injusticias y cae en excesos." En consecuencia, solo los gobernantes pueden meter en vereda a los integrantes del pueblo y solo los sabios pueden aconsejar a los gobernantes. No es el pueblo sino el filósofo áulico, consejero y guía del Emperador, quien verdaderamente importa.

Al igual que Platón, quien exaltaba en Grecia las bondades del gobernante -filósofo, Mencio, un siglo más tarde, daba a luz pensamientos semejantes en la China Imperial. Y remachaba así su visión de las relaciones entre gobernantes y gobernados: "Los que se entregan al trabajo del espíritu, gobiernan; los que se consagran a los trabajos manuales son gobernados. Los que son gobernados proveen el mantenimiento de sus gobernantes. Los que gobiernan son mantenidos por sus subordinados. Tal es la ley que rige la totalidad del Universo. (11)"

Volvamos ahora la mirada hacia el Occidente. En la porción planetaria del Viejo Mundo ocupada por el continente europeo, los representantes de las clases dominantes del siglo XVII, o sea la nobleza y el clero, juzgaban al pueblo con mucha dureza. El pueblo, con sus apetitos e incontinencias, representaba, según la opinión de los señores y la cúpula eclesiástica, el bajo vientre de la humanidad. Era el portador de la ignorancia, de los malos modales, de la vulgaridad, de la malevolencia, del resentimiento, del desenfreno.

Quand le peuple est maître on n’agit au’en tumulte / la voix de la raison jamais on se consulte.

Así se despachaba Corneille (1606-1684) en su tragedia Cinna, negando al pueblo la capacidad para pensar razonablemente y actuar con orden. Este es solamente un botón de la muestra: los políticos, literatos y filósofos del "siglo de hierro" (12), casi abarcado por la larga vida del dramaturgo francés, opinaban del mismo modo en cuanto que tributarios de los modos de ser y de obrar de una sociedad cortesana, profundamente hostil a las gentes menesterosas por ella expoliadas.

Pero en el siglo XVIII, luego del movimiento enciclopedista y en pleno proceso de la Revolución Francesa, el manifiesto desprecio de Emmanuel Kant por el pueblo iletrado parece nutrirse en las doctrinas del absolutismo prusiano antes que en el pensamiento de la Ilustración, aquella Aufklärung a la cual el profesor de la Universidad de Königsberg celebraba ("atrévete a pensar por ti mismo") a contramano con el embotamiento intelectual y moral que reinaba en su patria. En efecto, el filósofo de la razón no tiene empacho alguno en opinar lo siguiente sobre el "bajo pueblo", la plebecula, identificándose así con la diatriba horaciana, espejo de la Roma imperial: "Por la palabra pueblo (populus) entiéndese el conjunto de seres humanos unidos en un territorio, en cuanto que constituye un todo. Aquel conjunto, o parte de él, que se reconoce unido en un todo civil por un origen común, dícese nación (gens); la parte que se exceptúa de estas leyes (el conjunto no cultivado dentro de este pueblo) dícese plebe (vulgus), cuya unión contra la ley es amotinamiento (agere per turbas), una conducta que le excluye de la calidad de ciudadano del Estado." (13)

Kant parece pensar con la cabeza de Cicerón. Sus definiciones anacrónicas de populus y plebs parecen calcadas de los conceptos del tratadista romano, extraño a los hechos históricos revolucionarios y a las ideas de los enciclopedistas y philosophes del siglo XVIII.

En la nota que coloca al pie de página Kant se ensaña con la chusma (que en alemán se denomina das gemeine volk o das niedere volk), aunque, para estar a los dictados del aire del tiempo, recurre a la lengua francesa y no a la suya para referirse al populacho: "El nombre denigrante canaille du peuple tiene probablemente su origen en canalícola, un tropel de haraganes que en la antigua Roma iban y venían junto al canal y se burlaban de las gentes atareadas." El traductor español de la versión alemana, José Gaos, se permite corregir, y con buen fundamento, al viejo maestro: "La etimología de Kant es inexacta. Canaille, italiano canaglia, significa propiamente pueblo de perros (de canis.) (14)

 

Populus y folk

La voz populus al pasar a los idiomas europeos engendra el popolo italiano, el francés peuple y el inglés people. Este último término se aplica a la gente y a la población en tanto que entidad contable. Si se analiza el nombre latino vulgus se descubrirá de inmediato su parentesco con Fojlos, que así se escribía en el griego arcaico, antes que perdiera la F, o sea la digamma, podrá comprobarse que este término, transformado en ojlos, se refería a la multitud, a la reunión de muchos individuos, a lo cuantitativo en suma, mientras que vulgus se aplica a lo ordinario, lo mostrenco, lo del mal gusto, lo vulgar en suma, sin distinguir entre las clases sociales. No obstante hay en ello implícito un juicio de valor. Lo in repudia lo out según una axiología que se considera la correcta, y esta no es otra que la elaborada por el sector refinado, ilustrado, letrado, perteneciente, según su parecer, a las clases "superiores".

Luego de las anteriores precisiones conviene ahora pasar revista a las distintas acepciones que tiene la voz pueblo, para desechar la cáscara y quedarnos con el grano. Es decir, el grano que realmente interesa a esta indagatoria de carácter semántico y no la mazorca entera de eso que llamamos "realidad".

 

El pueblo en tanto que dato demográfico total

La acepción más lata de la voz pueblo se remite a un mero recuento cuantitativo. De tal modo se confunde con la población total del país. Esta acepción de la voz posee un mero sentido demográfico, en el entendido que la demografía es aquel sector de la estadística que estudia los fenómenos demóticos. Aclaro, al pasar, que el recto sentido del término demografía condena aquellas expresiones, al estilo de "explosión demográfica", que confunden el hecho estudiado con la disciplina que lo estudia. Hay sí explosión demótica pues la demografía, en cuanto que parcela científica, que provincia del conocimiento donde se conjuga lo matemático con lo social, no puede estallar. Y sí puede, metafóricamente hablando, hacerlo el demos, el pueblo en tanto que población, cuando el crecimiento veloz del contingente humano supera las capacidades alimenticias de un país para atender la subsistencia de sus habitantes.

Cuando se considera el pueblo desde el mero punto de vista numérico se emite un desnudo juicio de realidad, desposeído de la mínima nota valorativa. En este sentido, al utilizar el término pueblo uruguayo como sinónimo de población, al decir así no se mentan los rasgos que dotan a dicho término de resonancias afectivas, políticas o sociales.

Cabe todavía otra variante. Al expresar, por ejemplo, que "había todo un pueblo participando en esa reunión", se quiere decir que la asistencia era multitudinaria. Semejante sentido tiene la voz populoso: se refiere a un sitio, sea un barrio, sea un arrabal urbano, que alberga una gran cantidad de gente.

Resta todavía una precisión. Cuando se menta al pueblo uruguayo se sobreentiende que se trata de los miembros de nuestra comunidad nacional residentes en la patria. Los uruguayos que viven en el exterior se convierten en extranjeros dentro del país al que se han trasladado. Tienen la calidad de habitantes pero, valga el caso, no de componentes del pueblo argentino o español, si es que están radicados en La Argentina o en España. Dejan de ser parte del pueblo uruguayo avecindado en su tierra de nacimiento para convertirse en inmigrantes, radicados en el seno de un pueblo distinto al propio.

 

Un lugar para vivir

Otra acepción de la voz pueblo es de naturaleza geográfica o, si se quiere mayor precisión, de carácter espacial. La geografía tiene injerencia en el asunto, por cierto. Una rama de esta disciplina, la geografía humana, estudia todo lo que tiene que ver con la actividad paisajística de nuestra especie, cuya labor a lo largo de los milenios quita o agrega elementos materiales a los espacios donde se asienta.

Según una costumbre generalizada, que tiene que ver con una escala demótica que va de menos a más, el pueblo es una concentración relativamente pequeña de personas en un determinado hábitat terrestre. Dicho hábitat -una objetivación edilicia y estructural de la cultura, una encrucijada económica y un escenario social al mismo tiempo-, está constituido por construcciones de diverso tipo: habitaciones familiares, locales públicos, casas de comercio, edificios donde se alojan las instituciones del gobierno local o la administración nacional, espacios abiertos para el encuentro y expansión de las gentes -a partir de la plaza y el mercado, que muchas veces comparten un mismo ámbito-, vías de circulación, etc.

Un pueblo, así considerado, constituye un núcleo de pobladores mayor que una aldea y menor que una ciudad. Pero ¿cuál es el criterio distintivo que caracteriza a cada uno de los núcleos donde se manifiestan los distintos tipos cuantificables, y por ende calificables, de asentamientos humanos?

Bruno Jacovella al referirse a la comunidad folk apunta lo siguiente: "Solo cabe precisar que el folk es solo un tipo de comunidad civilizada, subcivilizada o protocivilizada que se manifiesta con distintos grados de intensidad y extensión entre dos polos de la comunidad pura primitiva (pueblos no civilizados o sin ciudad) y la sociedad-masa de las postrimerías de la civilización. Tales grados, hoy día históricamente sobrevivientes o residuales, pueden ordenarse de la siguiente forma, desde un punto de vista antropogeográfico: campo (puestos aislados de pastores y recolectores, inclusive agricultores inferiores), aldea (pequeñas aglomeraciones agrarias), villa (pequeña ciudad rural, con comercio y algunas oficinas del Estado), ciudad provinciana o lugareña ("gran aldea") y "ciudad antigua" o gran ciudad autóctona (con pocos extranjeros y poca industria). Más allá aparece ya la urbe cosmopolita con su fuerte centralización y su inmenso proletariado, cuya influencia uniformizadora se extiende rápidamente a las citadas expresiones preexistentes de la vida social" (15).

Jacovella confunde lo cualitativo con lo cuantitativo. La comunidad folk se distingue de la civilizada por sus caracteres intrínsecos y no por los extrínsecos. Una comunidad folk residente en una aldea que a veces, como en Sicilia, puede contar con cinco mil habitantes, y ciudades, pensemos en las del Sur de Alemania, que tienen organización y autoridades municipales de tipo urbano y en ocasiones no pasan de tres mil habitantes, no se distinguen por lo contable sino por lo cualificable. También yerra al conceptuar como "campo" el lugar donde residen las comunidades indígenas prealfabetas o ágrafas de agricultores inferiores que se bastan a sí mismos, cocinándose en su propio jugo económico y cultural. El campo, económica y socialmente considerado, cobra significado, como anteriormente quedó indicado, con relación a la ciudad. El campo es la trastierra agraria, la aureola productiva trabajada por la gente que se extiende tras los ejidos. El campo existe en función del mercado urbano y los intercambios que allí se realizan. El espacio ocupado por los "primitivos contemporáneos" es un sitio, un lugar, una comarca, un bolsón espacial habitado por comunidades que se autoabastecen, sin mercar los posibles excedentes, en tanto que células autárquicas, pero no tiene la calidad de campo. Campus en latín significa llanura, y de ahí derivan las voces españolas campaña, campeador, escampar, acampar, campestre, etc. En la Edad Media fue relacionado con "campo de batalla", pues la llanura es el sitio apropiado para librar el combate. Pero esta acepción es lateral al asunto que aquí nos concita.

Jacovella no intercala la figura, del pueblo entre la aldea y la villa. Y tampoco lo considera como un asentamiento humano digno de ser tenido en cuenta, si bien está ampliamente consagrado su uso en nuestro idioma. En realidad el problema verdadero se origina con la noción de ciudad. George Chabot, hace ya de esto muchos años, lo cual permite pensar que los criterios han cambiado, comprobó que si bien la definición cuantitativa de la ciudad, basada en el número de habitantes, es cómoda, existen oscilaciones que de algún modo la ponen en duda. En efecto, en Francia, Alemania, Checoslovaquia y Turquía se consideraba (1948) que había ciudad cada vez que la población agrupada en la cabeza de la comuna sobrepasara los 2.000 habitantes. En cambio los EE.UU. y México elevaban la cifra a 2.500 y Bélgica, Holanda y Grecia a 5.000, en tanto que Irlanda la abatía a 1.500. Agrega luego que este canon numérico es susceptible de sensibles variaciones. En Hungría, Bulgaria y Sicilia existen aglomeraciones de varios miles de habitantes que son solamente aldeas populosas donde se hacinan campesinos privados de los servicios administrativos, sociales y culturales que caracterizan a ciudades cuyo volumen demótico es inferior al de aquellas (16). Tal es lo que sucede con la presencia del Stradtrat, el concejo de antiguas ciudades alemanas, vaciadas de su caudal humano por la emigración hacia los grandes centros cívicos. En consecuencia, donde hay Concejo hay ciudad. Pero a este criterio monovalente se le oponen otros de idéntico jaez: la ciudad tiene alta nupcialidad y baja natalidad (Rümelin); vive del trabajo agrícola de los campos adyacentes (Sombart); constituye un centro industrial (Ratzel); es una encrucijada de intercambio económico y cultural (Sieveking); configura un punto de concentración intensa del comercio (Wagner); etc. (17)

Volvamos al concepto de pueblo como mediana concentración de habitantes ubicada entre la aldea y la villa, esa eterna aspirante a ciudad provinciana de continuo frustrada en su intento de lograrlo por la escasez de su vecindario y la flaqueza de sus instituciones. El pueblo rural, en tanto que uno de los especímenes magistralmente descritos por Azorín (18) y, rebajando los méritos del autor y la calidad del estilo, interpretado al modo criollo en un libro de mi autoría (19), no tiene en nuestro idioma una definición precisa. En la última edición del Diccionario de la Lengua redactado por la Real Academia se dice así: "Pueblo. Ciudad o villa. 2. Población de menor categoría". Ninguna de las nociones es precisa. Pero a veces la experiencia de la vida suple estas lagunas conceptuales y cada uno de nosotros conoce, o intuye, las diferencias existentes entre un mero rancherío, un pueblo y una ciudad uruguaya de tierra adentro.

 

La vertiente étnica

Examinadas y desechadas las anteriores acepciones de la voz tenemos ahora que enfrentarnos con la noción étnica de pueblo.

Comencemos con un ejemplo histórico, que carga con un poderoso fardo teológico. Cuando un conglomerado social se proclama "elegido" por una potencia sobrehumana -Jahvé- para desempeñar una relevante misión en la Tierra, tal cual establece el Viejo Testamento al referirse al Pueblo de Israel, ya nos encontramos ante otro concepto, revelador de una aguda acentuación etnocéntrica. En este caso particular, aunque no único pues la denominación que a sí mismos se han dado los pueblos arcaizantes del pasado o la actualidad significa "los verdaderos hombres" (innuit, cheyenne, muisca, chónik, etc.), un pueblo, el judío, que constituye un grupo de familias, comunidades y tribus, se siente llamado por Dios para emprender una cruzada misionera. No para convencer a los otros de la excelencia de su religión y catequizarlos, incorporándolos a ella, sino para, con la ayuda del Dios de las almas y los ejércitos, defender de toda impureza interior y de todo ataque exterior la acendrada conciencia del Nosotros que lo anima. Dicho pueblo, en virtud de los padecimientos comunes soportados por todos sus miembros con amor y con ardor, ha alcanzado en este caso la categoría de Nación, habite o no el suelo patrio. Los judíos, galvanizados por su vínculo étnico, ya eran nación en Egipto, soportando la esclavitud, y luego, asistidos por el dios del Sinaí, el de la Zarza Ardiente, reafirmaron los lazos sagrados de nación en su parvo territorio, antes y después de la conquista romana, y continuaron siendo nación dispersos por el mundo, luego de la Diáspora, y lo son hoy, ya asentados en Eretz Israel, ya repartidos en los países donde residen y edifican sus sinagogas y despliegan sus concepciones de la vida y de la muerte, sus ideas acerca del mal y del bien, sus doctrinas referidas a la misión trascendente del hombre en este hogar terrestre.

En definitiva, los judíos constituyen una nación y poseen una clarísima certidumbre de lo que una nación significa. Una nación "es un alma, un principio espiritual" decía Ernesto Renan.

Es el producto de un largo proceso de esfuerzos, de sacrificios, de abnegaciones. No se improvisa; no surge súbitamente. Necesita tiempo para madurar. "Tener glorias comunes en el pasado y una voluntad común en el presente; haber hecho grandes cosas juntos; querer hacerlas aún: he aquí las condiciones esenciales… Se ama en proporción de los sacrificios consentidos, de los males que se han padecido… En lo que atañe a los recuerdos nacionales, los lutos valen más que los triunfos porque imponen deberes, porque imponen el esfuerzo común. Una nación es, pues, una gran solidaridad constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y de los que se está dispuesto a hacer aún. Supone un pasado; se resume, sin embargo, en el presente por un hecho tangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida en común. La existencia de una nación es -perdóneseme la metáfora- un plebiscito de todos los días…" (20) Pero, y esto va como advertencia al pasar, no caigamos en la tentación de buscar la etimología de la voz plebiscito pues nos encontraremos con la plebs y no con el populus. La deriva semántica, empero, ha reparado en la actualidad, aquel viejo sesgo peyorativo.

Descartando los aspectos misionales, comandados por el imperativo teológico, y aún sin alcanzar el rango de nación, un pueblo constituye, en el sentido étnico -la etnia engloba lo somático y lo cultural, la carne y el espíritu, la raíz y el fruto- un grupo de personas que se sienten y se saben allegadas, una comunidad -Gemeinschaft- cuya projimidad anímica es más intensa que su proximidad física, un conglomerado humano que posee un mismo código de comunicación, comparte un mismo cuerpo de costumbres y valores y, por añadidura, es asistido por una clara conciencia de esa condición colectiva.

A esta altura del análisis, resulta claro que este haz de rasgos, conjugados en un sistema de interacciones de toda índole, determina que un pueblo, cualquiera que fuere su espesor cuantitativo, se encuentra en estado de gracia para convertirse en nación. Para serlo de modo efectivo le harían falta la evocación retrospectiva de un pasado de luchas y sufrimientos comunes y el propósito, plenamente compartido, de conquistar metas largamente acariciadas gracias a un sostenido esfuerzo solidario. Memoria acendrada del ayer por un lado -tradición- e ideales que impulsen hacia el mañana -proyecto histórico- por el otro: he aquí los ingredientes del sentimiento nacional, ese invisible lazo que liga a una comunidad de conciencias. La nación no constituye un ente material, no se ve, no se palpa: se experimenta o se comprueba mediante una operación del espíritu.

 

Una aclaración necesaria

Los conceptos de sociedad, pueblo, Estado y nación han sido intensamente discutidos por los juristas, los políticos y los sociólogos. Se han efectuado muchos intentos para clarificar un renovado intríngulis que tiene más de pantano lingüístico que de caos filosófico. A principios de este siglo un autor francés propuso un inteligente esquema que compendia y esclarece las relaciones existentes entre estos cuatro elementos cardinales. Su razonamiento es el siguiente: "Los términos pueblo y nación designan un grupo cuando es considerado en su estructura. Los términos sociedad y Estado lo designan cuando es considerado desde el punto de vista de su funcionamiento…" (…) "Ahora bien ¿cómo el pueblo se distingue de la nación y la sociedad del Estado? He aquí las diferencias. Los términos pueblo y sociedad se emplean cuando se piensa en la multiplicidad de elementos que contiene el grupo, o en los fenómenos que su vida presenta. Los términos nación y Estado convienen cuando se quiere designar la unidad que vincula estos elementos o que preside estos fenómenos. Una nación es un pueblo ordenado [por una tradición y un proyecto histórico comunes, debe agregarse a título aclaratorio]: un Estado, una sociedad disciplinada por un gobierno y un conjunto de leyes. La vida es espontánea en la sociedad y plena de obligaciones en el Estado.

De idéntica manera el pueblo puede ser una multitud dispersa mientras que la nación es una masa coherente". Debe entenderse esto último en sentido moral, afectivo y volitivo a un tiempo, y no en términos de masa: lo nacional brota de una conciencia colectiva, de un Nosotros histórico, no de un mero conjunto físico de hombres o de cosas. Worms redondea su pensamiento de este modo: "En los estadios inferiores de la historia, en la humanidad primitiva o en los tipos atrasados de la humanidad actual, solamente hay pueblos y sociedades y no se conocen ni naciones ni Estados" (21). El cuadro 1, resume gráficamente el pensamiento del sociólogo francés:

Punto de vista Punto de vista
de la multiplicidad de la unidad
Punto de vista
de la composición PUEBLO NACION
Punto de vista
del funcionamiento SOCIEDAD ESTADO

 

Referencias

1. Robert Redfield. The Primitive World and its Transformations. Cornell University Press, Ithaca, New York, 1953.
2. Mijail Bajtin. La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais. Alianza Editorial. Madrid, 1987.
3. C.W.E. Bigsby. Approaches to Popular Culture. Edward Arnold, London, 1976.
4. Id. Ibid.
5. La definición clásica de cultura, propuesta por Tylor en 1871 (Primitive Culture, John Murray and Co., London) es la siguiente: That complex whole which includes knowledge, belief, art, morals, law, custom, and any other capabilities and habits acquired by man as a member of society.
6. Leslie White. The science of culture. Grove Press. New York, 1949.
7. Daniel Vidart. El espíritu del carnaval. Editorial Graffiti. Montevideo, 1997.
8. Ciceron. De Republica , I, 25, 39.
9. León Bloch. Luchas sociales en la antigua Roma. Editorial Claridad, Buenos Aires, s/f.
10. Antonio Gramsci. Literatura y vida nacional. Juan Pablos Editor, México, 1976.
11. Los escritos de Meng-Ke, transformado en Mencio por los occidentales, han sido traducidos fielmente al inglés por James Legge, The Chinesse Classics, Clarendon Press, Oxford, 1895. Puede consultarse una versión española muy prolija en Confucio, Mencio, (Traducción de Joaquín Pérez Arroyo), Alfaguara, Madrid, 1981.
12. Henry Kamen. The Iron Century. Social Change in Europe (1550-1660).Weidenfeld & Nicholson, London, 1971.
13. Manuel Kant. Antropología en sentido pragmático (1798). Revista de Occidente. Madrid, 1935.
14. Id. Ibid.
15. Bruno Jacovella. Los conceptos fundamentales clásicos del Folklore. Análisis y crítica. Cuadernos del Instituto Nacional de Investigaciones Folklóricas Nº 1. Buenos Aires, 1960.
16. George Chabot. Les villes. Aperçu de géographie humaine. Armand Colin. París, 1948.
17. Daniel Vidart. Sociología Rural. Tomo 1º Salvat, Barcelona, 1960.
18. Azorín (José Martínez Ruiz). Los Pueblos. Ensayos sobre la vida provinciana. Losada. Buenos Aires, 1944.
19. Daniel Vidart. La trama de la identidad nacional. Tomo 2º, El diálogo ciudad-campo. Banda Oriental. Montevideo, 1998.
20. Ernest Renan. ¿Qu’est-ce une nation? (1882), in Discours et conferences. C. Lévy. París, 1928.
21. René Worms. Philosophie des sciences sociales. I. Objet des sciences sociales. M. Giard & E. Brière, París, 1913.

© relaciones
Revista al tema del hombre

LIBRERÍA PAIDÓS

central del libro psicológico

REGALE

LIBROS DIGITALES

GRATIS

música
DVD
libros
revistas

EL KIOSKO DE ROBERTEXTO

compra y descarga tus libros desde aquí

VOLVER

SUBIR