LA HISTORIA MODERNA DEL DERECHO NATURAL

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CAPÍTULO IV de El derecho antiguo de Henry Maine

La historia moderna del derecho natural

 

Se podría concluir de lo que se ha dicho hasta aquí que la teoría que transformó la jurisprudencia romana no tenía pretensiones de precisión filosófica. Se sustentaba, de hecho, en uno de esos modos mixtos de pensamiento que parecen haber caracterizado a todas las mentes -excepto a las más preclaras- durante la infancia del pensamiento teórico, y que distan de estar ausentes aun de los procesos mentales de nuestros días. El derecho natural confundía pasado y presente. Lógicamente, presuponía un estado natural que se hallaba regulado, en otro tiempo, por el derecho natural; sin embargo, los jurisconsultos no hablan de una forma clara y confiada de la existencia de un tal estado, el cual, en la práctica, recibió poca atención real entre los antiguos, excepto cuando encontró expresión poética en la fantasía de una Edad de Oro. El derecho natural, para fines prácticos, era algo que pertenecía al presente, algo entretejido en las instituciones existentes; algo, en fin, que un observador competente podía abstraer de ellas. El criterio que separó las ordenanzas de la naturaleza de los toscos ingredientes con que estaban mezcladas fue un sentido de la sencillez y de la armonía. La sencillez y la armonía no fueron, sin embargo, las que hicieron que estos elementos más finos fueran originalmente respetados, sino su pretendida descendencia del reino aborigen de la naturaleza. Los discípulos modernos de los jurisconsultos no han logrado dar una explicación satisfactoria de esta confusión. De hecho, las especulaciones modernas sobre el derecho natural revelan una gran falta de percepción y se hallan viciadas por un lenguaje ambiguo, fallas que, en justicia, apenas podrían atribuirse a los jurisconsultos romanos. Existen algunos tratadistas que intentan evadir la dificultad fundamental al sostener que el código natural existe de cara al futuro y es la meta hacia la que confluyen todos los derechos civiles. Esto es revertir todos los supuestos en que se basaba la vieja teoría, o más bien, quizá, mezclar dos teorías inconsistentes. El cristianismo introdujo en el mundo la tendencia a mirar, no al pasado, sino al futuro para buscar tipos de perfección. La literatura antigua aporta pocos indicios -o ninguno- de que existiera la creencia de que el progreso de la sociedad va necesariamente de peor a mejor.

Sin embargo, la importancia de esta teoría para la humanidad ha sido mucho mayor de lo que podría esperarse de sus diferencias filosóficas. No es fácil predecir qué rumbo habría tomado la historia del pensamiento y, por tanto, de la raza humana, si la creencia en un derecho natural no se hubiera universalizado en el mundo antiguo.

Hay dos peligros especiales a los que parecen estar sujetos en su infancia el derecho y la sociedad, cuya cohesión se debe al primero. Uno, que el derecho pueda desarrollarse demasiado rápidamente. Esto ocurrió con los códigos de las comunidades griegas más progresivas que se desembarazaron con una facilidad asombrosa de procedimientos pesados y obligaciones inútiles y pronto dejaron de prestar un valor supersticioso a reglas y prescripciones rígidas. A final de cuentas no resultó ventajoso para la humanidad que esto sucediera, aunque el beneficio inmediato conferido a los ciudadanos griegos puede haber sido considerable. Una de las cualidades más raras del carácter nacional es la capacidad de aplicar e implementar la ley, tal como es, al costo de fracasos constantes de la justicia abstracta, sin perder al mismo tiempo la esperanza o el deseo de que la ley se ajuste a un ideal más elevado. El intelecto griego, en toda su nobleza y elasticidad, era totalmente incapaz de limitarse al estrecho traje de una fórmula legal y, a juzgar por los tribunales populares de Atenas, de cuyo funcionamiento poseemos conocimiento exacto, los tribunales griegos mostraban una fuerte tendencia a confundir derecho y hecho. Las obras póstumas de los oradores, y las minutas forenses conservadas por Aristóteles en su Tratado de Retórica prueban que cuestiones de derecho puro se argumentaban constantemente en base a cualquier consideración que podría tal vez influir en los jueces. Ningún sistema duradero de jurisprudencia podría surgir y consolidarse de este modo. Una comunidad que nunca dudaba en aflojar las reglas del derecho escrito, siempre que éstas se interponían en el camino de una decisión idealmente perfecta, basándose en los hechos de casos particulares, podía legar solamente -si es que legaba algún cuerpo de principios jurídicos a la posteridad- uno consistente en las ideas sobre el bien y el mal prevalecientes en una época determinada. Una jurisprudencia de esta naturaleza podía tener un marco en el que podrían adecuarse las concepciones más avanzadas de etapas subsiguientes. Valdría, a lo más, como una filosofía marcada con las imperfecciones de la civilización bajo la cual se desarrolló.

 

Pocas sociedades nacionales han visto su jurisprudencia amenazada por este peligro particular de una madurez precoz y una desintegración prematura. Es muy dudoso que los romanos hayan estado alguna vez seriamente amenazados por él, pero, en cualquier caso, tenían protección adecuada en su teoría del derecho natural. El derecho natural de los jurisconsultos estaba claramente ideado como un sistema que debía gradualmente absorber las leyes civiles sin reemplazarlas mientras permanecieran irrevocadas. Entre el público no se tenía esa impresión de su calidad sagrada; no se creía que pudiera hacer cambiar de opinión a un juez encargado de una litigación particular, con sólo mencionarlo. El valor y utilidad de la concepción se debía a la creencia en una ley perfecta, o a la esperanza de alcanzarla, al tiempo que no tentaba al practicante del derecho o al ciudadano común a negar el carácter obligatorio de las leyes vigentes, que todavía no se hallaban ajustadas a la teoría. Es importante observar también que este sistema modelo, a diferencia de otros que han burlado las esperanzas de los hombres en fechas posteriores, no era enteramente producto de la imaginación. Nunca se creyó que estuviese fundado en principios no comprobados. Existía una vaga noción de que reforzaba el derecho existente y había que buscarlo por medio de él. Sus funciones eran, en resumen, remediadoras, no revolucionarias o anárquicas. Y, desgraciadamente, este es el punto exacto en que la idea moderna de un derecho natural ha cesado, con frecuencia, de parecerse a la antigua.

El otro riesgo a que está expuesta la infancia de la sociedad ha impedido o detenido el progreso de la mayor parte de la humanidad. La rigidez del derecho primitivo, que nace, precisamente, de su temprana asociación e identificación con la religión, ha encadenado a la gran mayoría de la raza humana a las ideas sobre vida y conducta vigentes en la época en que sus usos fueron consolidados en una forma sistemática. Hubo una o dos razas eximidas de esta calamidad por lo que podría denominarse una maravillosa casualidad; y los injertos de estas estirpes afortunadas han fertilizado unas cuantas sociedades modernas. Pero todavía perdura, en la mayor parte del mundo, la creencia de que la perfección legal consiste en la adhesión a un plan fundamental que, supuestamente, ha sido trazado por el legislador original. En tales casos, la jurisprudencia ha adoptado la forma de un juego intelectual perverso y sutil: se precia de extraer conclusiones de textos antiguos sin que en ellas pueda descubrirse ninguna desviación de su tenor literal. No conozco razón alguna por la que el derecho de los romanos debiera ser superior al de los hindús, al menos que la teoría del derecho natural le haya dado un tipo de excelencia diferente al usual. En este caso excepcional, sencillez y simetría se mantuvieron como las características de un derecho ideal y absolutamente perfecto a los ojos de una sociedad cuya influencia sobre la humanidad estaba destinada a ser prodigiosa por otras razones. Es imposible sobrevalorar la importancia que tiene para una nación o profesión la idea de un propósito claro al que aspirar en la búsqueda de la perfección. El secreto de la inmensa influencia de Bentham en Inglaterra, en los últimos treinta años, ha sido su éxito en presentarle al país ese propósito. Nos dio una regla clara para efectuar reformas. Los jurisconsultos ingleses del siglo XVIII eran, probablemente, demasiado agudos para dejarse cegar con la nota paradójica de que el Derecho Inglés era la perfección de la raza humana, pero actuaron como si lo creyeran a falta de cualquier otro principio en que basar su proceder. Bentham hizo que el bien de la comunidad prevaleciese por encima de cualquier otro propósito, y, de este modo, le dejó una escapatoria a una corriente que, desde hacía tiempo, había tratado de hallar una salida.

 

No es una comparación extravagante el referirse a los presupuestos descritos como el equivalente antiguo del benthanismo. La teoría romana guió los empeños de los hombres en la misma dirección que la teoría formulada por el inglés; sus resultados prácticos no fueron muy diferentes de los que habría alcanzado una secta de reformadores legales que mantuviera una búsqueda constante del bien general de la comunidad. No obstante sería un error atribuirle una anticipación consciente de los principios de Bentham. La felicidad humana es a veces señalada, en la literatura legal y popular de los romanos, como el objeto adecuado de la legislación remediadora, pero es notable lo escasos y débiles que son los testimonios de este principio comparados con los tributos que se ofrecen constantemente a las pretensiones omnipresentes del derecho natural. Los jurisconsultos romanos se entregaron gustosamente, no a algo como la filantropía, sino a su sentido de la simplicidad y la armonía, a lo que ellos, significativamente, denominaron elegancia. La coincidencia de sus tareas con las que una filosofía más precisa habría aconsejado, ha sido parte de la buena fortuna de la humanidad.

En cuanto a la historia moderna del derecho natural, es más fácil convencernos de la amplitud de su influencia que pronunciarnos confiadamente sobre si esa influencia ha sido ejercida para bien o para mal. Las doctrinas e instituciones que pueden serle atribuidas son material de algunas de las más violentas controversias entabladas en nuestro tiempo; como se verá, la teoría del derecho natural es la fuente de casi todas las ideas especiales sobre derecho, política y sociedad. Francia ha sido su instrumento difusor en el mundo occidental en los últimos cien años. El papel desempeñado por los juristas en la historia francesa, y la esfera de las concepciones jurídicas en el pensamiento francés, han sido siempre notablemente amplios. No fue en Francia, sino en Italia, donde surgió la ciencia jurídica de la Europa moderna; pero, de todas las escuelas fundadas por emisarios de las universidades italianas en todas las partes del continente -y ensayada también en Inglaterra, aunque sin éxito- la establecida en Francia produjo un efecto muy importante sobre el destino del país. Los jurisconsultos franceses establecieron inmediatamente una estrecha alianza con los reyes Capetos y la monarquía francesa debió su crecimiento final, en una sociedad perfectamente cohesionada, a partir de la simple aglomeración de provincias y dependencias, tanto a sus reafirmaciones de las prerrogativas reales y a su interpretación de las reglas de sucesión real, como al poder de la espada. La enorme ventaja que confirió a los reyes franceses su entendimiento con los jurisconsultos en la continuidad de su lucha contra los grandes feudatarios, la aristocracia y la iglesia, solamente podrá apreciarse si tenemos en cuenta las ideas que prevalecieron en Europa hasta bien entrada la Edad Media. Había, en primer lugar, un enorme entusiasmo por la generalización y una curiosa admiración por toda proposición general y, en consecuencia, en el campo legal, una reverencia involuntaria hacia toda fórmula legal que pareciera abarcar y resumir un cierto número de las reglas aisladas que eran practicadas como usos en varias localidades. No era difícil para los practicantes legales que estuvieran, familiarizados con el Corpus Juris o las glosas y suministrar cualquier cantidad de tales fórmulas generales. Había, sin embargo, otra causa más que acrecentaba el enorme poder de los jurisconsultos. Durante el periodo del que estamos hablando, había una universal vaguedad de ideas sobre el grado y naturaleza de la autoridad que residía en los textos legales escritos. En la mayoría de los casos, el prefacio perentorio, Ita scriptum est, parece haber sido suficiente para silenciar todas las objeciones. Mientras que una mente actual escudriñaría celosamente la fórmula que habla sido citada, investigaría su frente, y negaría -en caso necesario- que el cuerpo legal al que pertenecía tuviese autoridad alguna para reemplazar costumbres locales, el jurista antiguo, probablemente, no se habría aventurado más allá de cuestionar la aplicabilidad de la regla, o, a lo más, a citar alguna contra-proposición de las Pandectas o del Derecho Canónico. Es muy necesario recordar la incertidumbre de las nociones de los hombres sobre este aspecto tan importante de las controversias jurídicas, no sólo porque ayuda a explicar el peso que los jurisconsultos arrojaron en la balanza monárquica sino también por la luz que arroja sobre varios problemas históricos curiosos. Los motivos del autor de las Decretales falsificadas y su éxito extraordinario se vuelven más inteligibles. Y, para tomar un fenómeno de menor interés, nos ayuda, aunque sólo parcialmente, a comprender los plagios de Bracton. Siempre se contará entre los mayores enigmas de la historia de la jurisprudencia el que un escritor inglés de la época de Enrique III haya podido engañar a sus compatriotas pasando como un compendio de puro Derecho Inglés un tratado cuya forma entera y un tercio de su contenido estaba copiado directamente del Corpus Juris y que se haya atrevido a hacer este experimento en un país donde estaba formalmente prohibido el estudio sistemático del Derecho Romano. Sin embargo, cuando comprendemos el estado de opinión de la época acerca de la fuerza obligatoria de los textos escritos -aparte de cualquier consideración sobre la fuente de la que derivan- disminuye nuestra sorpresa.

 

Después que los reyes de Francia ganaron su larga batalla por la supremacía de la Corona, época que puede situarse aproximadamente en la ascensión al trono de la rama Valois-Angulema, la situación de los jurisconsultos franceses era peculiar y continuó siéndolo hasta el estallido de la revolución. Formaban la clase más poderosa e instruida de la nación. Habían sentado muy firmes sus bases como clase privilegiada al lado de la aristocracia feudal y habían asegurado su influencia mediante una organización que hacía presente su profesión por toda Francia en grandes corporaciones privilegiadas. Estas últimas poseían amplios poderes definidos, y se arrogaban derechos indefinidos mucho más amplios. En conjunto, la alta posición social de abogados, jueces y legisladores, excedía con mucho la de sus iguales en toda Europa. Su tacto jurídico, facilidad de expresión, fino sentido de la armonía y la analogía, y -a juzgar por los miembros más distinguidos- su devoción apasionada a sus ideas sobre la justicia, eran tan notables como la singular variedad de talento que abarcaban, variedad que incluía a gentes tan opuestas como Cujas y Montesquieu, de D' Aguesseau y Dumoulin. Pero, el sistema legal que debían administrar presentaba un contraste sorprendente con los hábitos mentales que cultivaban. Francia, que había sido en buena parte constituida por sus esfuerzos, se hallaba profundamente afectada por la maldición de una jurisprudencia anómala y disonante, sin parangón en cualquier otro país de Europa. Una gran división separaba al país y lo partía en Pays du Droit Ecrit y Pays du Droit Coutumier, el primero admitía el Derecho Romano escrito como base de su jurisprudencia, y el último lo admitía solamente en cuanto proporcionaba formas generales de expresión y métodos de razonamiento jurídico compatibles con los usos locales. Las secciones así formadas estaban a su vez divididas. En el Pays du Droit Coutumier una provincia difería de otra, condado difería de condado, municipio de municipio, en la naturaleza de sus costumbres respectivas. En el Pays du Droit Ecrit, el estrato de las reglas feudales que cubría al Derecho Romano tenía una composición muy diversa. En Inglaterra, nunca existió tal confusión. En Alemania, si existía, pero estaba muy en armonía con las profundas divisiones políticas y religiosas del país para que tuviera que lamentarse o sentirse. Una peculiaridad de Francia era que continuara existiendo una enorme diversidad de leyes sin alteración sensible mientras la autoridad central de la monarquía iba en continuo fortalecimiento al mismo tiempo que se realizaban rápidos avances hacia una completa unidad administrativa y se desarrollaba un ferviente espíritu nacionalista entre el pueblo. El contraste fructificó en muchos resultados serios, y entre ellos hay que situar el efecto que produjo en las mentes de los jurisconsultos franceses. Sus opiniones teóricas y parcialidad intelectual se hallaban en fuerte oposición a sus intereses y hábitos profesionales. Con el más agudo sentido y más amplio reconocimiento de las perfecciones de la jurisprudencia que consisten en la simplicidad y uniformidad, creían o parecían creer que los vicios que, de hecho, infestaban el derecho francés eran extirpables, y en la práctica, a menudo, impidieron la corrección de abusos con una obstinación que no mostraban muchos de sus compatriotas menos ilustrados. Había, sin embargo, un modo de reconciliar estas contradicciones. Se hicieron defensores entusiastas del derecho natural. El derecho natural saltaba por encima de todas las barreras provinciales y municipales; ignoraba toda distinción entre noble y burgués, entre burgués y campesino; otorgaba un lugar eminente a la lucidez, simplicidad y sistema; pero no comprometía directamente ningún tecnicismo venerable o lucrativo. Puede decirse que el derecho natural se convirtió en el derecho consuetudinario francés, o, en cualquier caso, la admisión de su dignidad y demandas era el gran principio al que se suscribían todos los practicantes franceses. El lenguaje de los juristas pre-revolucionarios es singularmente inepto, y es notable el que los escritores de Consuetudes que, a menudo, asumieron como su deber el hablar desdeñosamente del derecho romano puro, hablen aun más fervientemente de la naturaleza y sus reglas que los jurisconsultos que profesaban un respeto exclusivo al Código. Dumoulin, la gran autoridad en derecho consuetudinario francés, tiene algún pasaje extravagante sobre derecho natural, y sus panegíricos tienen un particular sesgo retórico que indicaba un alejamiento considerable de la cautela de los jurisconsultos romanos. La hipótesis de un derecho natural se había convertido no tanto en una teoría que guiaba la práctica como en un artículo de fe especulativo, y, en consecuencia, encontramos que, en la transformación que sufrió más recientemente, sus partes más débiles se elevaron al nivel de las más sólidas en la estimación de sus defensores.

 

Había transcurrido la primera mitad del siglo XVIII cuando se llegó al periodo más crítico de la historia del derecho natural. Si la discusión de la teoría y sus consecuencias hubiera continuado siendo monopolio exclusivo de la profesión legal, posiblemente se hubiera producido una disminución del respeto que inspiraba, pues, por estas fechas, había aparecido el Esprit des Lois. El libro de Montesquieu estaba marcado por ciertas exageraciones, y esto se debía a que el autor, al mismo tiempo que rechazaba algunos supuestos entonces aceptados acríticamente, mantenía con cierta ambigüedad un deseo de transigir con algunos prejuicios en boga. Sin embargo, con todos sus defectos, el libro de Montesquieu significó un avance en el uso del método histórico, ante el cual el derecho natural no puede mantenerse en pie. Su influencia en el pensamiento debería haber sido tan grande como su popularidad general; pero, de hecho, nunca se le dio tiempo de proponerlo, pues las contra-hipótesis que parecía destinado a destruir pasaron repentinamente del foro a la calle y se convirtieron en la nota clave de controversias mucho más estimulantes que las sostenidas en los tribunales o en las escuelas. La persona que lo lanzó en su nueva carrera era un hombre notable que, sin erudición, con pocas virtudes y sin fuerza de carácter dejó, sin embargo, imborrablemente impresa su huella en la historia, gracias a una vívida imaginación y a un amor genuino y ardiente a su prójimo. A cambio de esto último muchas cosas pueden serle perdonadas. Nunca hemos presenciado en nuestra generación -de hecho, nunca se ha visto en el mundo más que una o dos veces- una literatura que haya ejercido tan poderosa influencia en la mente humana, en cada matiz y tono del intelecto, como la que emanó de Rousseau entre 1749 y 1762. Fue el primer intento de reconstruir el edificio de la confianza humana después de los esfuerzos iconoclastas iniciados por Bayle y, en parte, por Locke, y consumado por Voltaire. Esa teoría, además de la superioridad que representa todo esfuerzo constructivo por encima de lo simplemente destructivo, poseía la inmensa ventaja de aparecer en medio de un escepticismo universal sobre la validez del conocimiento basado en materias teoricas. Ahora bien, en todas las especulaciones de Rousseau, la figura central, ya sea vestida en traje inglés, como signataria de un contrato social, o simplemente desnuda de todo aparato histórico, es uniformemente el hombre, en un supuesto estado natural. Toda ley o institución, que no cuadrara a este ser imaginario, en estas circunstancias ideales, debe ser condenada por haberse alejado de una perfección original. Toda transformación de la sociedad que diera una semejanza mayor al mundo sobre el que reinaba esta criatura de la naturaleza, es admirable y digna de efectuarse a cualquier costo aparente. La teoría era todavía la de los jurisconsultos romanos, pues en la fantasmagoría con que se puebla la condición natural, cada rasgo y característica elude la mente, excepto la simplicidad y la armonía que atraían tanto al jurisconsulto. Sin embargo, la teoría está, por decirlo así, patas arriba. El estado natural -y no el derecho natural- se convierte en el sujeto primario de la meditación. El romano había ideado que, mediante una cuidadosa observación de las instituciones existentes, algunas partes podían separarse porque mostraban o podían mostrar, tras una purificación sensata, los vestigios del reino natural cuya realidad afirmaba débilmente. La creencia de Rousseau era que un orden social perfecto podía ser desarrollado en base a la consideración del estado natural: un orden social totalmente independiente de la condición actual del mundo y totalmente distinto de ella. La diferencia entre los distintos puntos de vista es que, uno condena el presente, amarga y ampliamente, por su desemejanza con el pasado ideal; mientras que el otro, asumiendo que el presente es tan necesario como el pasado, no lo censura o lo desprecia. No vale la pena analizar particularmente esa filosofía de Ia política, del arte, de la educación, de la ética y de las relaciones sociales que fue construida sobre la base del estado natural. Todavía posee una fascinación singular entre los pensadores más indefinidos de cada país y es, sin duda, el antecesor más o menos remoto de todos los prejuicios que impiden el empleo del método histórico en la investigación; pero su descrédito entre las mentes más elevadas de nuestros días es tan profundo que asombra incluso a los que están familiarizados con la vitalidad extraordinaria del error especulativo. La cuestión más frecuentemente planteada hoy en día tal vez no sea cuál es el valor de esas opiniones sino cuáles fueron las causas que le dieron tan enorme prominencia hace unos cien años (Téngase en cuenta que esta obra de Henry Maine fue publicada en el año de 1881. Nota de Chantal López y Omar Cortés). La respuesta, en mi opinión, es muy sencilla. En el siglo pasado, el estudio de la religión hubiera podido corregir fácilmente los errores a que conduce una atención exclusiva a la antigüedad legal. Pero la religión griega, tal como se entendía entonces, estaba diluida en los mitos imaginarios. Las religiones orientales -cuando se les prestaba atención- aparecían perdidas en vagas cosmogonías. Existía solamente un cuerpo de testimonios primitivos que valía la pena estudiar: la historia antigua de los hebreos. Pero no se recurrió a ellos debido a los prejuicios de la época. Una de las pocas características que la escuela de Rousseau compartía con la escuela de Voltaire era un desdén terminante por todas las religiones antiguas y, más que ninguna, por la de la raza judía. Era bien sabido que, entre los hombres ilustrados de la época, era una cuestión de honor no sólo negar que todas las instituciones creadas por Moisés hubieran sido dictadas por orden divina, o que hubieran sido dictadas en una fecha posterior a la que se le atribuye, sino afirmar que dichas instituciones y el Pentateuco entero eran una falsificación gratuita realizada al regreso de la cautividad. Los filósofos franceses, privados, de este modo, de una garantía importante en contra del error especulativo, cayeron sin pensarlo, en su ansiedad por escapar de lo que creían superstición de curas, en una superstición de jurisconsultos.

 

Pero aunque la filosofía fundada en la hipótesis de un estado natural ha caído de la estima general, en cuanto que es observada en su aspecto más tosco y palpable, no se sigue que en sus formas más sutiles haya perdido plausibilidad, popularidad o poder. Creo, como ya he señalado, que es todavía la gran antagonista del método histórico y siempre que -objeciones religiosas aparte- se observe a cualquier mente resistir o despreciar ese modo de investigación, ésta se hallará generalmente bajo la influencia de un prejuicio o una parcialidad viciosa atribuibles a la creencia consciente o inconsciente en una condición de la sociedad o del individuo no histórica y natural. Las doctrinas sobre la naturaleza y el derecho natural han conservado su energía, sobre todo, por haberse aliado con tendencias políticas y sociales. Algunas de esas tendencias se han visto estimuladas por la doctrina del derecho natural; a otras las ha creado y a un gran número les ha dado expresión y forma. Es obvio que forman parte de las ideas que constantemente se irradian desde Francia al mundo civilizado y, de este modo, se vuelven parte del pensamiento general, mediante el cual se modifica la civilización. El valor de la influencia que así ejercen sobre el destino de la raza es naturalmente uno de los puntos más ardientemente debatidos de nuestro tiempo. Discutirlo está fuera del alcance de este tratado. No obstante, mirando hacia atrás, al periodo en que la doctrina del estado natural adquirió el máximo de importancia política, habrá pocos que nieguen su enorme contribución a los desengaños más crasos en los que fue tan fértil la primera Revolución Francesa. Reveló o contribuyó a revelar los vicios de ciertos hábitos mentales universales de la época: desdén por el derecho positivo, irritación con la experiencia, y preferencia por un a priori sobre cualquier otro razonamiento. En proporción, también, a medida que esta filosofía se ha apoderado de mentes que no se han dedicado mucho al pensamiento ni se han fortalecido mediante la observación, su tendencia es a volverse claramente anárquica. Es sorprendente observar cuántos de los Sophismes Anarchiques, que Dumont publicó para Bentham y que incorporan errores de Bentham de influencia claramente francesa, se derivan de la hipótesis romana, en su versión francesa, y son ininteligibles a menos que se relacionen con ella. En este punto, constituye asimismo un raro ejercicio consultar el Moniteur durante las principales etapas de la Revolución. Las apelaciones al derecho y estado natural se vuelven: más frecuentes a medida que los tiempos se hacen más ignorantes. Son comparativamente escasas en la Asamblea Constituyente; mucho más frecuentes en la Asamblea Legislativa, y durante la Convención -en medio del estrépito del debate sobre conspiración y guerra- se vuelven continuas.

Hay un ejemplo sencillo que ilustra muy bien los efectos de la teoría del derecho natural en la sociedad moderna e indica lo lejos que están esos efectos de haberse agotado. Creo que está fuera de toda duda el hecho de que debemos al supuesto derecho natural la doctrina de la igualdad fundamental de todos los hombres. El que todos los hombres son iguales es una proposición -de entre un gran número de ellas- que, con el transcurso del tiempo, se ha vuelto política. Los jurisconsultos romanos de la era Antonina establecieron que omnes homines natura requales sunt, pero, a sus ojos, éste era un axioma estrictamente jurídico. Intentaba afirmar que -bajo el hipotético derecho natural, y también en lo que el derecho positivo se le parecía- las distinciones arbitrarias que el derecho civil romano mantenía entre diferentes clases de personas cesaba de tener existencia legal. La regla era de considerable importancia para el practicante romano, al que había que recordarle que, puesto que se asumía que la jurisprudencia romana concordaba exactamente con el código natural, en los tribunales romanos no podía establecer diferencias entre ciudadanos y extranjeros, entre hombres libres y esclavos, entre agnate y cognate. Los jurisconsultos que así se expresaban ciertamente nunca pensaron en censurar el orden social, en el que el derecho civil no guardaba una relación exacta con la teoría; tampoco creyeron, aparentemente, que el mundo vería alguna vez una sociedad humana completamente asimilada a la naturaleza. Pero, cuando la doctrina de la igualdad humana hizo su aparición con un traje moderno, se había adoptado evidentemente un nuevo matiz significativo. Donde el jurisconsulto romano había escrito aequales sunt, significando exactamente lo que decía, el jurisconsulto moderno escribió todos los hombres, son iguales, en el sentido de todos los hombres deberían ser iguales. La peculiar idea romana de que el derecho natural coexistía con el derecho civil, y gradualmente, lo absorbía, había sido evidentemente perdida de vista, o se había vuelto ininteligible, y las palabras que a lo más, habían transmitido una teoría sobre el origen, composición y desarrollo de las instituciones humanas, comenzaban a expresar el sentido de un agravio duradero sufrido por la humanidad. Ya al principio del siglo XIV, el lenguaje ordinario sobre la condición innata de los hombres, aunque obviamente trata de ser idéntico al de Ulpiano y sus contemporáneos, había asumido una forma y significado totalmente diferentes. El preámbulo a la famosa ordenanza del rey Luis Hutin emancipando a los siervos de los dominios reales habría sonado extraño a oídos romanos.

 

Mientras, según el derecho natural, todo el mundo debería nacer libre, y mediante algunos usos y costumbres que, desde la antigüedad, han sido introducidos y mantenidos hasta ahora en nuestro reino, y por ventura en razón de los delitos de sus predecesores, muchas personas del pueblo común han caído en el vasallaje, por tanto, Nosotros, etc.. Lo anterior no es la enunciación de una regla legal, sino de un dogma político. A partir de esta fecha, los jurisconsultos franceses hablan de la igualdad de los hombres como si se tratara de una verdad política que había sido conservada en los archivos de su ciencia. Igual que respecto a todas las deducciones de la hipótesis de un derecho natural, se asintió lánguidamente y se sufrió tener poca influencia sobre opinión y práctica, hasta que salió de la posesión de los jurisconsultos y fue a dar a los literatos del siglo XVIII y al público que se hallaba a sus pies. Entre ellos, se convirtió en el principio más claro de su credo e, incluso, fue considerado como un sumario de todos los otros. Es probable, sin embargo, que el poder que adquirió finalmente sobre los acontecimientos de 1789 no fuese enteramente debido a su popularidad en Francia, pues a mediados de siglo había cruzado a América. Los jurisconsultos norteamericanos, especialmente los de Virginia, parecen haber poseído un conjunto de conocimientos que difería principalmente del de sus contemporáneos ingleses al concluir partes que solamente podían haberse derivado de la literatura legal de la Europa continental. Un vistazo a los escritos de ]efferson mostraría hasta qué punto su mente se hallaba influenciada por las opiniones semi-jurídicas, semi-populares, entonces en boga en FrancIa, y no dudamos de que fue la simpatía por las ideas de los juristas franceses lo que llevó a él y a otros jurisconsultos coloniales, que guiaron la marcha de los acontecimientos en Norteamérica, a unir en las primeras líneas de su Declaración de Independencia el supuesto, típicamente francés, de que todos los hombres son iguales con el supuesto, más familiar entre los anglosajones, de que todos los hombres nacen libres. El pasaje fue de enorme importancia para la historia de la doctrina. Los jurisconsultos norteamericanos, al afirmar prominente y enfáticamente la igualdad fundamental de todos los seres humanos, dieron impulso a los movimientos políticos en su propio país y, en menor grado, a los de la Gran Bretana, que está aun lejos de haberse agotado. Pero además regresaron el dogma que ellos habían adoptado a su lugar de origen, Francia, dotado de mayor energía y disfrutando de mayores derechos a una buena acogida y al respeto general. Aun los más precavidos políticos de la primera Asamblea Constituyente repetían la proposición de Ulpiano como si se encomendara de inmediato a los instintos e instituciones de la humanidad, y, de todos los principios de 1789 es el que ha sido menos enérgicamente atacado, el que ha fermentado de una manera más completa la opinión moderna y el que promete modificar más profundamente la constitución de sociedades y la política de los Estados.

El derecho natural cumplió su función más importante al dar a luz el moderno Derecho Internacional y el actual derecho de guerra. Pero esta parte de sus efectos hay que descartarla aquí con una simple mención, indigna de su gran importancia.

Entre los postulados que forman la base del Derecho Internacional, o la parte que retenga todavía de la forma que le dio su arquitecto original, hay dos o tres de importancia preeminente. El primero está expresado en la posición de que hay un determinado derecho natural. Grocio y sus sucesores tomaron directamente de los romanos el supuesto, pero diferían ampliamente de los jurisconsultos romanos y entre sí en sus ideas sobre el modo de determinación. La ambición de casi todo publicista que ha florecido desde el Renacimiento ha sido proporcionar definiciones nuevas y más manejables sobre la naturaleza y el derecho natural. Es lógico que la concepción, al pasar por la larga serie de escritores de derecho público, haya reunido en torno a ella una larga acrecencia, consistente en fragmentos de ideas de casi todas las teorías éticas que, a su vez, han tomado posesión de las escuelas. Sin embargo, es una prueba notable del carácter esencialmente histórico de la concepción el que, después de todos los esfuerzos que se han hecho para desarrollar el código natural, a partir de las características necesarias del estado natural, gran parte del resultado sea igual al que habría sido si los hombres hubieran quedado satisfechos con adoptar las sentencias de los jurisconsultos romanos sin cuestionarlas o revisarlas. Poniendo a un lado el Convencional o Tratado del derecho de gentes, es sorprendente hasta qué grado el sistema está formado de puro Derecho Romano. Siempre que hay una doctrina de los jurisconsultos que afirma que está en armonía con el Jus Gentium, los publicistas han encontrado una razón para tomarla prestada, por muy claras que sean las señales de un origen claramente romano. Podemos observar también que las teorías derivativas sufren las debilidades de la noción primaria. Entre la mayoría de los publicistas, el modo de pensar es todavía mixto. Al estudiar a estos escritores, la gran dificultad siempre consiste en descubrir si están discutiendo sobre derecho o sobre moralidad; si el

estado de las relaciones internacionales que describen es ideal o real y si formulan lo que es, o lo que, en su opinión, debería ser.

 

Entre los supuestos que sustenta el Derecho Internacional, el que le sigue en categoría es que el derecho natural obliga a los Estados inter se. Pueden trazarse una serie de afirmaciones o admisiones de este principio hasta la misma infancia de la ciencia jurídica moderna, y, a primera vista, parece una inferencia directa de la enseñanza de los romanos. El estado civil de la sociedad se distingue del natural por el hecho de que, en el primero, hay un autor explícito de la ley, mientras que en el último parece como si, desde el momento en que se admite que un cierto número de unidades no obedecen a un soberano común o superior político, fueran arrojados en los mandatos ulteriores del derecho natural. Los Estados son esas unidades; la hipótesis de su independencia excluye la noción de un legislador común y extiende, por tanto, según una cierta gama de ideas, la noción de sumisión al primitivo orden natural. La alternativa consiste en considerar las comunidades independientes, como no relacionadas entre sí por ninguna ley, pero esta condición de desorden es exactamente el vacío que la naturaleza de los jurisconsultos detestaba. Existen razones aparentes para creer que, si el juicio del jurisconsulto romano se basaba en una esfera de la que había desaparecido el derecho civil, instantáneamente se llenaría el vacío con las ordenanzas naturales. No es seguro, sin embargo, asumir que en cualquier periodo de la historia fueran sacadas las mismas conclusiones, por muy certeras e inmediatas que nos parezcan. Nunca se ha aducido un pasaje de las obras del Derecho Romano que, a mi juicio, pruebe que los jurisconsultos hayan creído que el desarrollo natural tuviese carácter obligatorio entre Repúblicas independientes y por la información que tenemos podemos ver que a los ciudadanos del Imperio Romano, que consideraban sus dominios soberanos como coextensivos con la civilización, el sometimiento igual de los diferentes Estados al derecho natural -en caso de que fuese proyectado tal sometimiento- debe haberles parecido, a lo más, el resultado extremo de una teoría rara. La verdad es que el Derecho Internacional moderno, sin duda alguna descendiente del Derecho Romano, está asociado con él solamente mediante una filiación irregular. Los primeros intérpretes modernos de la jurisprudencia romana, al juzgar erróneamente el significado del Jus Gentium, asumieron sin vacilaciones que los romanos les habían legado un sistema de reglas para el ajuste de las transacciones internacionales. Ese derecho de gentes fue, al principio, una autoridad que tuvo que enfrentarse a formidables competidores, y las condiciones europeas fueron durante largo tiempo de tal calibre que excluyeron su aceptación universal. Gradualmente, sin embargo, el mundo occidental adoptó una opinión más favorable hacia la teoría de los civiles; las circunstancias destruyeron la autoridad de las doctrinas rivales, y, finalmente, en una coyuntura peculiarmente oportuna, Ayala y Grocio pudieron conseguirle el beneplácito entusiasta de Europa. Ese beneplácito ha sido renovado una y otra vez en todo tipo de acuerdos solemnes. Huelga decir que los grandes hombres a los que se debe su triunfo trataron de establecerlo sobre una base enteramente nueva y es incuestionable que, en el curso de su cambio de situación, alteraron una buena parte de su estructura, aunque en menor grado de lo que comúnmente se supone. Habiendo tomado de los jurisconsultos antoninos la idea de que el Juris Gentium y el Jus Naturae eran idénticos, Grocio, junto con sus predecesores y sucesores inmediatos, atribuyó al derecho natural una autoridad que tal vez nunca hubiera sido reclamada para él, si derecho de gentes no hubiese sido en esa época una expresión ambigua. Afirmaron sin reservas que el derecho natural es el código de los Estados y, de este modo, pusieron en operación un proceso que ha continuado prácticamente hasta nuestros días: el proceso de injertar en el sistema internacional reglas que se supone han surgido de la simple contemplación de la naturaleza. Surge también una consecuencia de inmensa importancia práctica para la humanidad que, aunque no desconocida en la primera etapa de la historia moderna de Europa, no fue nunca clara y universalmente reconocida hasta que las doctrinas de la escuela de Grocio hubieron prevalecido. Si la sociedad de naciones es gobernada por el derecho natural, los átomos que la componen deben ser absolutamente iguales. Los hombres bajo el cetro de la naturaleza son todos iguales y, por tanto, las Repúblicas son iguales si el estado internacional es un estado natural. La proposición de que las comunidades independientes, por muy diferentes que sean en tamaño y poder, son todas iguales en vista del derecho de gentes, ha contribuido en buena medida a la felicidad de la humanidad, aunque está constantemente amenazada por las tendencias políticas de cada época. Es una doctrina que, probablemente, nunca habría obtenido una base segura si el Derecho Internacional no debiera enteramente sus majestuosos derechos naturales a los publicistas que escribieron después del Renacimiento.

 

En conjunto, sin embargo, es asombroso, como ya he señalado, la poca proporción que guardan las adiciones hechas al Derecho Romano desde la época de Grocio con los ingredientes que fueron sencillamente tomados del estrato más antiguo del Jus Gentium romano. La adquisición de territorio ha sido siempre el gran acicate de la ambición nacional, y las reglas que gobiernan esta adquisición, junto con las reglas que moderan las guerras en que muy frecuentemente resultan, son meramente transcritas de la parte del Derecho Romano que trata de los modos de adquirir propiedad jure gentium. Estos medios de adquisición fueron sacados de los jurisconsultos más antiguos, como he tratado de explicar, abstrayendo un ingrediente común de ciertos usos que fueron observados entre las varias tribus que circundaban Roma. Al clasificarlos, en base a su origen en el derecho común de gentes, los jurisconsultos posteriores creyeron que encajarían, por su simplicidad, en la concepción más reciente de un derecho natural. De este modo, se abrieron paso hasta el moderno Derecho Internacional. El resultado es que, aquellas partes del sistema internacional que se refieren a dominio, su naturaleza, sus limitaciones, los modos de adquirirlo y asegurarlo, son puro Derecho Romano sobre la propiedad. Es decir, contiene la parte del Derecho Romano sobre propiedad que los jurisconsultos antoninos estimaron adecuada para guardar cierta congruencia con el estado natural. Para que estos principios del Derecho Internacional puedan ser susceptibles de aplicación, es necesario que los soberanos estén relacionados entre sí, igual que lo estaban los miembros de un grupo propietario romano. Este es otro de los postulados que yacen en el umbral del código internacional, al que no hubiera sido posible suscribirse durante los primeros siglos de la moderna historia europea. Se puede resumir en la doble proposición de que la soberanía es territorial, es decir, que va siempre asociada a la propiedad de una porción de la superficie terrestre, y que los soberanos inter se son considerados no supremos, sino absolutos dueños del territorio del Estado.

Muchos escritores contemporáneos de Derecho Internacional asumen tácitamente que las doctrinas de su sistema, fundadas en los principios de equidad y sentido común, se prestaron fácilmente a ser razonadas en todas las etapas de la civilización moderna. Pero este supuesto, al mismo tiempo que esconde algunos defectos reales de la teoría internacional, es totalmente insostenible en lo que respecta a una buena parte de la historia moderna. No es cierto que la autorIdad del Jus Gentium, en cuanto a los intereses de las naciones, haya sido siempre aceptada; al contrario, ha tenido que luchar continuamente en contra de las pretensiones de varios sistemas en competencia. No es tampoco cierto que el carácter territorial de la soberanía haya sido reconocido siempre, pues, por largo tiempo, tras la disolución del dominio romano, los hombres se hallaban bajo la influencia de ideas irreconciliables con tal concepción. Tenía que decaer un viejo estado de cosas y de los puntos de vista asociados a él, tenía que surgir una nueva Europa, un aparato análogo de nociones nuevas, antes de que los dos postulados principales del Derecho Internacional pudieran admitirse universalmente.

Es sumamente importante tener presente que, durante gran parte del periodo que generalmente denominamos historia moderna, no se abrigaba una concepción del tipo de soberanía territorial. La soberanía no iba asociada al dominio sobre una porción o subdivisión de la tierra. El mundo había yacido tantos siglos bajo la sombra de la Roma Imperial como para haber olvidado esta distribución de los vastos espacios comprendidos dentro del Imperio. Este ya se había dividido en un cierto número de Repúblicas independientes, que reclamaban la inmunidad contra la interferencia extrínseca y pretendían tener igualdad de derechos nacionales. Después del apaciguamiento de las irrupciones bárbaras, la noción de soberanía que prevaleció parece haber sido doble. De una parte, asumió la forma de lo que podría llamarse soberanía-tribal. Los francos, los borgoñones, los vándalos, los lombardos y visigodos eran, naturalmente, amos de los territorios que ocuparon y a los que algunos de ellos habían dado un nombre geográfico; pero no basaban sus derechos en la posesión territorial y, de hecho, no le daban importancia alguna. Parecen haber retenido las tradiciones que les acompañaron desde la selva y la estepa, y haber continuado siendo una sociedad patriarcal, una horda nómada, simplemente acampados por un cierto tiempo en el suelo que les daba el sustento. Una parte de la Galia Transalpina, junto con una parte de Alemania, formaban ahora el país ocupado de facto por los francos -era Francia-; pero la línea de capitanes Merovingios, los descendientes de Clodoveo, no eran reyes de Francia, eran reyes de los Francos. La alternativa de esta noción particular de soberanía parece haber sido -y este es el punto importante- la idea de dominio universal. El momento en que un monarca se apartaba de la relación especial de jefe de clan, y solicitaba, por razones personales, ser investido con una nueva forma de soberanía, el único precedente que se presentaba era la dominación de los emperadores romanos. Para parodiar una cita común, él devenía aut Cesar aut nullus. O bien asumía todas las prerrogativas del emperador bizantino o carecía de todo status político. En nuestro propio tiempo, cuando una nueva dinastía desea arrasar con el título prescriptivo de una línea destronada, toma su designación del pueblo, en lugar del territorio. Así tenemos emperadores y reyes de los franceses, y un rey de los belgas. En el periodo de que hemos estado hablando, bajo circunstancias similares, se presentaba una alternativa diferente. El jefe que ya no pudiera llamarse rey de la tribu debía pretender ser emperador del mundo. Así, cuando los alcaldes hereditarios de palacio hubieron cesado de establecer un compromiso con los monarcas a los que ya hacía tiempo habían virtualmente destronado, pronto se mostraron reacios a llamarse reyes de los francos, título que pertenecía a los destronados merovingios; pero tampoco se avinieron a llamarse reyes de Francia, pues tal designación, aunque aparentemente no era desconocida, no era un título de dignidad. De conformidad, se hicieron aspirantes al imperio universal. Sus motivos han sido comprendidos muy mal. Escritores franceses recientes han dado por sentado que Carlomagno iba por delante de (o antecedió a) su época, tanto por el carácter de sus designios como por la energía con que los acometió. Sea o no cierto el que alguien, en algún momento, pueda ir por delante de su época, el hecho real es que Carlomagno, al aspirar a un dominio ilimitado, estaba tomando el único curso que las ideas características de su época le permitían seguir. Está fuera de toda duda su eminencia intelectual, pero ésta la han probado sus hechos y no su teoría.

 

Estos puntos de vista singulares no se alteraron ante la participación de la herencia de Carlomagno entre sus tres nietos. Carlos el Calvo, Luis y Lotario eran todavía, teóricamente -si es adecuado utilizar la palabra-, emperadores de Roma. Al igual que los césares de los Imperios Oriental y Occidental habían sido cada uno de ellos emperador de jure de todo el mundo, con un control de facto sobre la mitad. Los tres carolingios, de este modo parecen haber considerado su poder limitado, pero sus títulos absolutos. La misma universalidad teórica de la soberanía continuaba asociada con el trono imperial tras la segunda división a la muerte de Carlos el Gordo, y, de hecho, nunca fue totalmente disociado de él mientras duró el imperio de Alemania. La soberanía territorial -la idea que asocia soberanía con la posesión de una porción limitada de la superficie terrestre- fue claramente un vástago, aunque tardío, del feudalismo. Esto podría haberse esperado a priori, pues el feudalismo fue el primero que vinculó los deberes personales y, en consecuencia, los derechos personales a la propiedad de la tierra. Independientemente de cuál sea el punto de vista sobre su origen y naturaleza legal, el mejor modo de representar en forma vívida la organización feudal es comenzar con la base, considerar la relación del arrendatario al pedazo de tierra que creaba y limitaba sus servicios, y luego elevarse, por medio de círculos cada vez más estrechos de super-enfeudación, hasta aproximarse a la cúspide del sistema. No es fácil decidir dónde estaba exactamente esa cúspide durante la última parte de la Edad Media. Es probable que, toda vez que la concepción de la soberanía tribal había realmente decaído, el punto más alto le fuese siempre asignado al supuesto sucesor de los césares de Occidente. Pero antes de que transcurriese mucho tiempo, cuando ya la esfera real de la autoridad imperial había disminuido inmensamente, cuando los emperadores habían concentrado los escasos restos de su poder en Alemania y el norte de Italia, los grandes señores feudales de todas las porciones distantes del antiguo Imperio Carolingio se hallaban prácticamente sin una cabeza suprema. Poco a poco, se habituaron a la nueva situación y el hecho de la inmunidad dejó finalmente a un lado la teoría de dependencia. Sin embargo, existen numerosos vestigios de que este cambio no se logró muy fácilmente, y, de hecho, podemos indudablemente asignar la creciente tendencia a atribuir una superioridad secular a la Sede de Roma a la impresión general de que está dentro de la naturaleza de las cosas el que haya una dominación culminante en alguna parte. El fin de la primera etapa en la revolución de las ideas está marcado por la ascensión de la dinastía de los Capetos en Francia. Cuando el príncipe feudal de un territorio limitado de los alrededores de París comenzó a llamarse Rey de Francia pues, accidentalmente, había unido un número desusado de soberanías bajo su persona, se convirtió en rey, en un sentido totalmente nuevo: un soberano que mantenía la misma relación con el suelo de Francia que un barón con su heredad, o el arrendatario con su parcela. El precedente, no obstante, fue tan influyente como innovador, y la forma de la monarquía francesa tuvo efectos visibles en la activación de cambios que se estaban llevando a cabo en otras partes en la misma dirección. La monarquía de las casas reales anglosajonas se hallaba a medio camino entre la jefatura de una tribu y una supremacía territorial; pero la superioridad de los monarcas normandos, imitada de la del rey de Francia, era claramente una soberanía territorial. Todo dominio que fue establecido o consolidado posteriormente se conformó según el último modelo. España, Nápoles y los principados fundados sobre las ruinas de la libertad municipal en Italia, se hallaban bajo gobernantes cuya soberanía era territorial. Habría que añadir que pocas cosas son más curiosas que el lapso gradual de los venecianos de un punto de vista al otro. Al comienzo de sus conquistas extranjeras, la República se consideraba como la antítesis de la República romana, gobernante de un cierto número de provincias sometidas. Un siglo más tarde, uno encuentra que desea ser considerada como un soberano corporativo, con derechos de soberano feudal sobre sus posesiones en Italia y en el mar Egeo.

 

Durante el periodo en el que las ideas populares sobre el asunto de la soberanía estaban sufriendo este cambio notable, el sistema que continuó en el lugar de lo que ahora denominamos Derecho Internacional, era heterogéneo en forma e inconsistente con los principios a los que apelaba. En la parte de Europa que quedaba comprendida en el Imperio Romano-germánico, la conexión de los Estados confederados estaba regulada por el complejo y todavía incompleto mecanismo de la constitución imperial, y, por sorprendente que parezca, una de las nociones favoritas de los jurisconsultos alemanes era que las relaciones entre las Repúblicas dentro y fuera del imperio deberían ser reguladas no por el Jus Gentium, sino por la pura jurisprudencia romana, de la que el César era todavía el centro. Esta doctrina era menos abiertamente repudiada en los países distantes de lo que podríamos suponer. Pero, en lo sustancial, en el resto de Europa, las subordinaciones feudales proporcionaron un sustituto del derecho público, y, cuando aquéllas fueron socavadas o se volvieron ambiguas, quedaba detrás, al menos en teoría, una fuerza reguladora suprema en la autoridad de la cabeza de la Iglesia. Es cierto que la influencia eclesiástica y feudal decayó rápidamente durante el siglo XV, e incluso durante el siglo XIV, y, si examinamos de cerca los pretextos de las guerras y los motivos confesados de las alianzas, se verá que, paralelamente al desplazamiento de los viejos principios, los principios después armonizados y consolidados por Ayala y Grocio, estaban haciendo grandes avances, aunque en silencio y con lentitud. No es posible decidir ahora si la fusión de todas las fuentes de autoridad se habrían convertido finalmente en un sistema de relaciones internacionales y si este sistema habría mostrado diferencias materiales de la obra de Grocio, pues, de hecho, la Reforma destruyó todos sus elementos potenciales excepto uno. Nacida en Alemania dividió a los príncipes del imperio tan profundamente que ni siquiera la supremacía imperial pudo superar las diferencias, aun cuando el superior imperial había permanecido neutral. No obstante, se vio forzado a tomar partido al lado de la Iglesia en contra de los reformadores; el Papa se vio, como es natural, en el mismo predicamento, y, de este modo, las dos autoridades a quienes correspondía el papel de mediación entre los combatientes se convirtieron en los líderes de una gran facción en el cisma de las naciones. El feudalismo, ya debilitado y desacreditado como principio de relaciones públicas, no proporcionaba un lazo lo bastante estable para contrapesar las alianzas religiosas. En condiciones en que el derecho público se hallaba en un estado poco menos que caótico, aquellas opiniones sobre un sistema estatal, que supuestamente habían ratificado los jurisconsultos romanos, fue lo único que permaneció. La forma, la simetría. y la preeminencia que asumieron en manos de Grocio son conocidas de todo hombre culto; pero lo maravilloso del tratado De Jure Belli et Pacis fue su éxito rápido. completo y universal. Los horrores de la Guerra de los Treinta Años, el terror y piedad ilimitadas que provocaba la desenfrenada licencia de la soldadesca, deben indudablemente tomarse en cuenta para comprender, en cierto grado, ese éxito, pero no lo explican en su totalidad. No se necesita estar empapados de las ideas de aquella época para comprender que, si el plan básico del edificio internacional que fue diseñado en el gran libro de Grocio no hubiera sido teóricamente perfecto, habría sido descartado por los juristas y olvidado por estadistas y soldados.

Es obvio que la perfección teórica del sistema de Grocio está íntimamente relacionada con la concepción de soberanía territorial que hemos estado analizando. La teoría del Derecho Internacional asume que las Repúblicas se hallan, relativamente entre sí, en un estado natural; pero los átomos componentes de una sociedad natural tienen que, dado el supuesto fundamental, estar aislados e independientes entre sí. Si hubiere un poder superior relacionándolos, por muy superficial y ocasionalmente que fuese, mediante el derecho de una supremacía común, la misma concepción de un superior común introduce la noción de derecho positivo, y excluye la idea de un derecho natural. Se sigue, por tanto, que si se hubiera admitido la soberanía universal de una cabeza imperial, aun en simple teoría, los trabajos de Grocio habrían resultado en vano. Tampoco es éste el único punto de confluencia entre el derecho público moderno y la concepción de soberanía, cuyo desarrollo he tratado de describir. Ya he señalado que hay apartados completos de jurisprudencia internacional que traducen el Derecho Romano sobre propiedad. ¿Cuál es, entonces, la influencia? Es la siguiente: si no hubiera habido tal cambio como el que he descrito al hablar de soberanía, si la soberanía no hubiera estado relacionada con la propiedad de una porción limitada de la tierra, si, en otras palabras, la soberanía no se hubiera hecho territorial, tres cuartas partes de la teoría de Grocio habrían sido, inaplicables. 

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