LA IDEA DE UNA ÉTICA FEMENINA

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Jean Grimshaw

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Peter Singer (ed.), Compendio de Ética

Alianza Editorial, Madrid, 1995 (cap. 43, págs. 655-666)
Adaptación:
, 1998 

 

Las preguntas acerca del género apenas han estado en La línea central de la evolución de la filosofía moral en este siglo. Pero la idea de que la virtud tiene de alguna manera género, de que las normas y criterios de moralidad son diferentes para las mujeres que para los hombres, es una idea central en el pensamiento ético de muchos grandes filósofos. Es en el siglo XVIII la época en que podemos rastrear el origen de las ideas de «ética femenina», de naturaleza «femenina» y, específicamente, de formas de virtud femeninas, que ha constituido la base esencial de una gran parte del pensamiento ético feminista. El siglo XVIII, en las sociedades industrializadas, vio surgir un interés acerca de preguntas sobre la feminidad y la conciencia femenina muy relacionado con los cambios en la situación social de las mujeres. Cada vez más, las mujeres de clase media dejaron de tener en la casa también el lugar de trabajo. El único camino para conseguir (una cierta) seguridad para una mujer era un matrimonio en el que ésta tenía una total dependencia económica, y para la mujer soltera las perspectivas de futuro eran realmente sombrías. Sin embargo, al mismo tiempo, como las mujeres se volvían cada vez más dependientes de los hombres tanto en sentido práctico como material, el siglo XVIII conoció los comienzos de una idealización de la vida familiar y del matrimonio que tuvo una gran influencia a lo largo del siglo XIX. Una gran parte del pensamiento de los siglos XVIII y XIX estuvo dominado por una visión sentimental de la subordinada pero virtuosa e idealizada esposa ~¡ madre, cuyas virtudes específicamente femeninas definían x- apuntalaban el ámbito «privado» de la vida doméstica.

La idea de que la virtud tiene género es central, por ejemplo, en la filosofía de Rousseau. En el Emilio, Rousseau argumentó que las características que serían faltas en los hombres son virtudes en las mujeres. El relato de Rousseau sobre las virtudes femeninas está íntimamente relacionado con su visión idealizada de la familia rural y de la simplicidad de la vida, lo único que puede contrarrestar las malas maneras de la ciudad y, según él, las mujeres sólo podían ser virtuosas como esposas y madres. Pero su virtud se basa también en la premisa de su dependencia y subordinación dentro del matrimonio; el que una mujer sea independiente, según Rousseau, o que logre las metas cuyo objetivo no sea el bienestar de su familia, era para ella perder aquellas cualidades que la harían estimable y deseable.

Fue la anterior noción de virtud como «virtud con género» la que criticó Mary Wollstonecraft en su Vindication of rights of women. La virtud, decía, debería significar lo mismo tanto para la mujer como para el hombre; así, criticó con acritud las formas de «feminidad» a que se obligaba a aspirar a las mujeres y que, según ella, socavaban su fuerza y dignidad como seres humanos. Desde la época de Wollstonecraft, ha habido siempre una corriente importante en el pensamiento feminista que se ha mostrado muy suspicaz, o ha rechazado enteramente, la idea de que hay virtudes específicamente femeninas. Esta sospecha tiene fundamento. La idealización de la virtud femenina, que quizás alcanzó su apogeo en las efusiones de muchos escritores victorianos del siglo XIX como Ruskin, ha tenido como premisa la subordinación femenina. Las «virtudes» a las que se pensaba que debían aspirar las mujeres reflejan a menudo esta subordinación —un ejemplo clásico es la «virtud» del desinterés, subrayada por un gran número de escritores victorianos.

A pesar de esta fundada ambivalencia hacia la idea de una «virtud femenina», muchas mujeres en el siglo XIX, incluidas muchas de las interesadas por la cuestión de la emancipación de la mujer, siguieron atraídas por la idea, no sólo de que había virtudes específicamente femeninas sino, algunas veces, de que las mujeres eran moralmente superiores a los hombres y por la creencia de que podía transformarse moralmente la sociedad por influencia de las mujeres. Lo que muchas mujeres pretendían era, por así decirlo, una «extensión» a toda la sociedad de los «valores femeninos» de la esfera privada del hogar y de la familia. Pero, a diferencia de muchos escritores varones, utilizaron la idea de virtud femenina como una razón para la entrada de las mujeres en la esfera «pública» más que como razón para limitarse a la esfera «privada». Y en un contexto donde cualquier tipo de independencia femenina era tan difícil de conseguir, es fácil ver el atractivo de cualquier postura que pretendiese revalorizar y afirmar las fuerzas y virtudes convencionalmente consideradas «femeninas».

El contexto del pensamiento femenino contemporáneo es, por supuesto, muy diferente. Han desaparecido la mayoría de los obstáculos formales para la entrada de las mujeres en otros ámbitos diferentes del doméstico, y un tema constante de los escritos feministas de los últimos veinte años ha sido la crítica a la restricción de las mujeres al papel doméstico o a la esfera privada». A pesar de ello, no obstante, la idea de una «ética femenina» ha seguido siendo importante en el pensamiento feminista. Diversas preocupaciones subyacen al continuo interés en el seno del feminismo por la idea de una «ética femenina». Quizás la más importante es la preocupación por las consecuencias violentas y destructoras para la vida humana y para el planeta de aquellos campos de actividad que han estado mayoritariamente dominados por los hombres, como la guerra, la política y la dominación económica capitalista. La idea de que la naturaleza frecuentemente destructiva de estas cosas se debe al menos en parte al hecho de que han estado considerablemente dominadas por los hombres no es por supuesto nueva; fue bastante común en muchas posiciones en favor del sufragio femenino de principios del siglo XX. En parte del pensamiento feminista contemporáneo se ha vinculado a la idea de que muchas formas de agresión y destrucción están íntimamente ligadas a la naturaleza de la «masculinidad» y de la psique masculina.

Tales creencias acerca de la naturaleza de la masculinidad y de la naturaleza destructora de las esferas de actividad masculinas han estado unidas algunas veces a creencias «esencialistas» acerca de la naturaleza masculina y femenina. Así, por ejemplo, en la influyente obra de Mary Daly, suele pensarse que todos los estragos causados sobre la vida humana y el planeta son un resultado característico de la naturaleza invariable de la psique masculina, y de la forma en que las propias mujeres han estado «colonizadas» por la dominación y brutalidad masculina. Y en la obra de Daly, en contraste con estos estragos, se ofrece la visión de una incorrupta psique femenina que puede resucitar como el ave Fénix de las cenizas de la cultura dominada por los hombres y salvar el mundo. No todas las versiones del esencialismo son tan extremistas o expresivas como las de Daly; pero no es extraño encontrar (por ejemplo, entre algunos defensores del movimiento por la paz) la creencia de que las mujeres son «naturalmente» menos agresivas, más amables e solícitas, y más cooperadoras que los hombres.

Por supuesto, estas concepciones esencialistas del hombre y de la mujer resultan problemáticas si uno piensa que la «naturaleza» del hombre y de la mujer no es algo monolítico o inmutable sino, más bien, algo determinado social e históricamente. Y una gran parte del pensamiento feminista ha rechazado cualquier forma de esencialismo. Pero si se rechaza la idea de que cualesquiera diferencias entre los valores y prioridades del hombre y de la mujer pueden atribuirse a una «naturaleza» masculina y femenina esencial, se plantea entonces la cuestión de si la idea de una «ética femenina» puede formularse de una manera que evite las suposiciones esencialistas. El intento de hacerlo está relacionado con un segundo y gran interés del pensamiento feminista, que puede explicarse más o menos así: las mujeres mismas han tendido a infravalorarse o considerarse inferiores (frecuentemente idealizándose al mismo tiempo). Pero esta infravaloración no ha sido sólo de las mujeres en sí —de su naturaleza, sus capacidades y características. También se han devaluado los «ámbitos» de actividad con los que se han asociado particularmente. Pero paradójicamente han sido idealizadas también. Así, la casa, la familia, las virtudes domésticas y el papel de las mujeres en el cuidado físico y emocional de los demás ha sido constantemente alabado y considerado el cimiento de la vida social. Al mismo tiempo, estas cosas se consideran comúnmente como en un «segundo plano» con relación a las esferas más «importantes» de actividad de los hombres, y ningún hombre que se precie convendría en limitarse a ellas; y como valores generadores que siempre deben estar en segundo plano si entran en conflicto con otros valores o prioridades.

El segundo tipo de enfoque de la idea de una «ética femenina» resulta, entonces, tanto de una crítica del esencialismo como del intento de ver sí puede derivarse un enfoque alternativo de las cuestiones sobre el razonamiento moral y las prioridades éticas a partir de la consideración de aquellos ámbitos de vida y actividad que tradicionalmente se han considerado paradigmáticamente femeninos. En particular, se han sugerido dos cosas. La primera es que de hecho existen en realidad diferencias comunes o típicas en la forma de pensar y razonar de hombres y de mujeres acerca de cuestiones morales. Este punto de vista, por supuesto, no es nuevo. Sin embargo, por lo general se ha expresado en términos de una deficiencia por parte de las mujeres; las mujeres son incapaces de razonar, de actuar por principio; son emocionales, intuitivas, demasiado personales, y así sucesivamente. No obstante, quizás pudiéramos reconocer una diferencia sin atribuir una deficiencia; y, quizás, la consideración del razonamiento moral femenino pueda destacar los problemas de las formas de razonamiento masculino que se han considerado la norma.

La segunda idea importante puede sintetizarse como sigue. Parte del supuesto de que las prácticas sociales específicas generan su propia visión de lo que es «bueno» o de lo que va a valorarse especialmente, de sus propios intereses y prioridades, y sus propios criterios de lo que ha de considerarse una «virtud». Quizás, entonces, las prácticas sociales, especialmente las de dar a luz y cuidar a los demás, que tradicionalmente se han considerado femeninas, pueden ser consideradas generadoras de prioridades éticas y concepciones de la «virtud» que no sólo no deban ser devaluadas sino que además puedan servir de correctivo a los valores y prioridades más destructivas de aquellos ámbitos de actividad que han estado dominados por los hombres.

En su influyente libro In a different voice: psychological theory and women’s development (1982), Carol Gilligan argumentó que quienes han sugerido que las mujeres razonan típicamente de modo diferente que los hombres acerca de las cuestiones morales están en lo cierto; lo que es falso es su suposición de la inferioridad o deficiencia del razonamiento moral femenino. El punto de partida de la obra de Gilligan fue un examen del trabajo de Lawrence Kohlberg sobre el desarrollo moral de los niños. Kohlberg intentó identificar «etapas» en el desarrollo moral, que pudieron ser analizadas considerando las respuestas de los niños a las preguntas sobre como resolverían ellos un dilema moral. La etapa «más alta», la etapa en la que, de hecho, Kohlberg quería decir que se estaba utilizando un marco de razonamiento específicamente «moral», era aquella en la que los dilemas morales se resolvían apelando a reglas y principios, una decisión lógica acerca de prioridades, a la luz de una previa aceptación de dichas reglas o principios (para una consideración general de la obra de Kohlberg, véase el artículo 41, «La moralidad y el desarrollo psicológico»).

Un ejemplo muy citado del método de Kohlberg, tratado detalladamente por Gilligan, es el caso de dos niños de once años, «Jake» y «Amy». Se pidió a Jake y Amy que contestaran al siguiente dilema: un hombre llamado Heinz tiene a su esposa moribunda, pero no tiene dinero para pagar la medicina que su mujer necesita. ¿Debería robar la medicina para poder salvar la vida de su mujer? Para Jake está claro que Heinz debería robar la medicina; y su respuesta gira en torno a una resolución de las reglas que rigen la vida y la propiedad. Sin embargo, Amy respondió de muy diferente manera. Sugirió que Heinz debería ir a hablar con el farmacéutico y ver sí podían encontrar alguna solución al problema. Mientras Jake considera interpretar la situación por referencia a normas lógicas o legales, Amy —afirma Gilligan— considera necesario recurrir a la mediación por comunicación en las relaciones.

Está claro que la concepción de Kohlberg de la moralidad está basada en la tradición que procede de Kant y pasa por la obra de filósofos contemporáneos como John Rawls y R. M. Hare. Esta tradición subraya efectivamente el papel de las reglas y los principios, y Gilligan no es de ningún modo la única crítica en sugerir que tal concepción de la moralidad tendrá que desvirtuar el razonamiento moral de la mujer y establecer un modelo de razonamiento moral típicamente masculino como norma según la cual se juzgaría de deficiente a la mujer. Nel Noddings, por ejemplo, en su libro Caring: a feminine approach to ethics and moral education (1984) argumenta que una moralidad basada en reglas y principios es en si misma inadecuada, y que no capta lo distintivo o típico del pensamiento moral, femenino. Noddings señala cómo, en una gran parte de la filosofía moral, se ha supuesto que la tarea moral es, por así decirlo, abstraer el «detalle local» de una situación y considerarlo subsumido a una regla o principio. Más allá de esto, se trata de decidir o elegir, en caso de conflicto, cómo ordenar o clasificar jerárquicamente los propios principios. Y para ser clasificado como moral, un principio debe ser universalizable; es decir, tener la forma «Cuando suceda X, haz Y» (véase el artículo 40, «El prescriptivismo universal»). Noddings arguye que semejante planteamiento de los dilemas morales, desvirtúa la naturaleza de la toma de decisiones morales. El plantear las cuestiones morales en la forma del «dilema de la isla desierta», en la que sólo se describe el esqueleto de una situación, suele servir más para ocultar que para revelar los tipos de cuestiones a las que sólo puede responder un conocimiento situacional y contextual, y que son esenciales para un juicio moral en un contexto específico (véanse también las observaciones de Dale Jamieson acerca del uso de ejemplos en la filosofía moral en el artículo 42, «El método y la teoría moral»).

Pero lo que quiere decir Noddings, como Gilligan, no es sólo que este tipo de explicación de la moralidad es inadecuado en general, sino que, a diferencia de los hombres, es menos probable que las mujeres intenten siquiera justificar sus decisiones morales de este modo. Ambos afirman que las mujeres no tienden a apelar a las reglas y a los principios de la misma manera que los hombres; que lo más probable es que apelen al conocimiento concreto y detallado de la situación, y que consideren el dilema en términos de las relaciones que concurren en él.

Gilligan y Noddings sugieren, por lo tanto, que en realidad hay diferencias en la forma de razonar de hombres y mujeres sobre las cuestiones morales. Pero tales concepciones de la diferencia siempre plantean grandes dificultades. La naturaleza de la evidencia aducida es inevitablemente problemática; no sería difícil encontrar a dos niños de once años que reaccionaran de manera bastante diferente al dilema de Heinz; y las apelaciones a la «experiencia común» de cómo razonan las mujeres y los hombres acerca de las cuestiones morales siempre puede cuestionarse señalando las excepciones o apelando a experiencias diferentes.

La cuestión, no obstante, no es sólo de dificultad empírica. Incluso si hubiesen diferencias comunes o típicas entre hombres y mujeres, subsiste el problema de cómo describir tales diferencias. Por un lado, es cuestionable que el tipo de descripción de la toma de decisiones morales de Kohlberg y otros represente adecuadamente la naturaleza de este proceso. Además, la concepción de que las mujeres no actúan por principio, de que son intuitivas y están más influidas por consideraciones «personales» se ha utilizado tan a menudo en contextos de infravaloración de la mujer que también puede sospecharse de cualquier distinción entre mujeres y hombres que parezca depender de esta diferencia. Podría suceder, por ejemplo, no tanto que hombres y mujeres razonasen de manera diferente acerca de las cuestiones morales, sino que difieran sus prioridades éticas, de forma que lo que la mujer considera un principio importante (como el mantener las relaciones) suela ser considerado por los hombres como una falta de principio.

En el mejor de los casos, entonces, creo que la postura de que la mujer « razona de diferente manera» sobre cuestiones morales es difícil de explicar o probar con claridad; en el peor de los casos, corre el riesgo de rehabilitar dicotomías antiguas y opresoras. ¿Tiene quizás algo de verdadera la posición de que las prioridades éticas de las mujeres suelen diferir de las de los hombres? De nuevo, no es fácil ver cómo puede probarse esto claramente, o qué tipo de evidencia zanjaría la cuestión; pero si es correcto decir que las prioridades éticas derivan de las experiencias de la vida y de la manera en que éstas se articulan socialmente, podríamos suponer que, dado que la experiencia de la vida de la mujer suele ser muy diferente a la de los hombres, ¿diferirán también sus prioridades éticas? Dada, por ejemplo, la experiencia de la mujer en el embarazo, el parto y la crianza infantil, quizás podría haber alguna diferencia, por ejemplo, en su manera de concebir el «desperdicio» de esas vidas en la guerra (ésta no es una idea específica del feminismo contemporáneo: fue sugerida, por ejemplo, por Olive Schreiner en su libro Woman and labour, publicado en 1911).

En la filosofía feminista reciente se ha sugerido que las prácticas en que participan las mujeres, en particular las prácticas del cuidado de niños y de mantenimiento físico y emocional de otros seres humanos, podrían considerarse generadoras de prioridades sociales y de concepciones de la virtud diferentes de las que informan otros aspectos de la vida social. Sara Ruddick, por ejemplo, en un artículo titulado «Maternal thinking» (1980) sostiene que la tarea de la maternidad genera una concepción de la virtud que podría proporcionar un recurso para la crítica de aquellos valores y prioridades que sostienen a gran parte de la vida social contemporánea —incluido el militarismo. Ruddick no quiere decir que las mujeres puedan simplemente ingresar en la esfera pública «como madres» (como sugerían algunos argumentos sufragistas de comienzos del siglo xx) y transformarla. No obstante, afirma que la experiencia de la mujer como madre es central en su vida ética, y en la manera en que puede articular una crítica de los valores y usos sociales dominantes. De manera parecida, Caroline Whitbeck ha sostenido que las prácticas de la entrega a los demás, nucleadas en torno a la maternidad, proporcionan el modelo ético de «realización mutua de las personas» diferente de las normas individualistas y competitivas de gran parte de la vida social (Whitbeck, 1983).

No obstante, la idea de que las prácticas femeninas puedan generar un conjunto autónomo o coherente de valores «alternativos» plantea grandes problemas. Las prácticas femeninas se dan siempre en un marco social y acusan la influencia de cosas como la clase, la raza, la pobreza material o el bienestar, que han dividido a las mujeres y que no todas ellas comparten.

Además, las prácticas como las de dar a luz y de la educación y crianza dc los niños han sido objeto de una constante crítica y disenso ideológico: las mujeres no las han desarrollado al margen de otros aspectos de la cultura. La historia del cuidado de los hijos durante este siglo, por ejemplo, ha estado configurada constantemente por las intervenciones (frecuentemente contradictorias) tanto de «expertos» en el cuidado de niños (que a menudo han sido hombres) como del Estado. Las normas de la maternidad también han sido utilizadas de manera que han reforzado supuestos clasistas y racistas acerca de la «patología» de las familias obreras o de raza negra. También han sido utilizadas, por las propias mujeres, al servicio de cosas tales como la devoción a la «Patria» de Hitler o en enconada oposición al feminismo y a la igualdad de derechos en los EE.UU. Por todas estas razones, si la idea de una «ética femenina» tiene alguna utilidad, no creo que consista en apelar a un ámbito de valores femeninos supuestamente autónomo que pueda proporcionar un simple correctivo o alternativa a los valores de los ámbitos de actividad dominados por los hombres.

No obstante, es verdad que gran parte de la teoría política y de la filosofía de los últimos doscientos años ha operado con la distinción entre ámbitos «públicos» y «privados», y que este último se ha considerado siempre el propio de la mujer. Pero lo que se opone al «mundo» del hogar, de la virtud doméstica y de la abnegación femenina, no es sólo el «mundo» de la guerra, o incluso el de la política, sino también el del «mercado». El concepto de «mercado» define un ámbito de existencia pública que contrasta con el ámbito privado doméstico y de las relaciones personales. La estructura de la individualidad que presupone el concepto de mercado exige una racionalidad instrumental dirigida a la meta abstracta de la producción y el beneficio, y un profundo autointerés. El concepto de «mercado» impide un comportamiento altruista o la asunción del bienestar de los demás como meta de la propia actividad.

La moralidad que podría ser más apropiada al mercado es la del utilitarismo que, en su forma clásica, proponía una concepción de la felicidad diferenciada de las diversas actividades que nos llevan a ella, de la razón instrumental y de una individualidad abstracta, como en el «cálculo felicitario» de Bentham, por ejemplo, en el que todos los sujetos de dolor o felicidad se han de considerar iguales y ser tratados impersonalmente. Pero como ha afirmado Ross Poole, en «Morality, masculinity and the market» (1985), en realidad el utilitarismo no fue capaz de proporcionar una moralidad adecuada, principalmente porque nunca pudo aportar razones convincentes de por qué las personas deben someterse a un deber u obligación que no va en su interés a corto plazo. Es el kantismo, sugiere, el que proporciona una moralidad más adecuada al mercado. Los demás han de figurar en nuestro esquema de cosas no sólo como un medio para un fin, sino como agentes, y el «individuo» que el mercado exige se supone dotado de una forma de racionalidad que no es puramente instrumental, y dispuesto a asumir obligaciones y limitaciones experimentadas como deber y no como inclinación. Sin embargo, el ámbito del mercado se contrapone al ámbito «privado» de relaciones domésticas y familiares. Aunque, por supuesto, los hombres también participan en este ámbito privado, es éste el ámbito en el que se encuentra la identidad femenina, y esta identidad se concibe a partir de la atención, la asistencia y el servicio a los demás. Como estos otros son seres conocidos y particulares, la moralidad de este ámbito no puede ser universal o impersonal; está siempre «infectada» por el exceso, la parcialidad y la particularidad.

Lo más importante que hay que señalar acerca de este contraste entre el ámbito público del mercado y el ámbito privado de las relaciones domésticas es que no corresponde, y nunca ha correspondido, de manera simple con la realidad. Así, las mujeres trabajadoras han trabajado fuera de casa desde principios de la Revolución Industrial, y la asociación exclusiva de las mujeres con la esfera doméstica y privada casi ha desaparecido. En segundo lugar, es importante notar que la moralidad del mercado y la de la esfera privada se encuentran en estado de mutua tensión. El mercado no podría existir sin una esfera doméstica y de relaciones familiares que «apoyen» sus actividades; con todo, las metas del mercado pueden ser incompatibles en ocasiones con las exigencias del ámbito privado. La complementariedad «adecuada» entre ambos sólo puede existir si la esfera privada se subordina a la esfera pública, y esa subordinación se ha expresado a menudo con el dominio de los hombres tanto en el hogar como en la vida pública. La subordinación práctica de la esfera privada se refleja en la forma en que, en gran parte de la filosofía política y moral y del pensamiento social, la moralidad inmediata y personal de la esfera privada se considera «inferior» a la que rige las exigencias de la vida pública.

Además, aunque ideológicamente las esferas pública y privada se consideren separadas y distintas, en la práctica la esfera privada está a menudo gobernada por limitaciones y exigencias derivadas de la esfera pública. Un claro ejemplo es la manera en que las ideas sobre cómo educar a los niños y sobre lo que supone la tarea de la maternidad se han derivado a menudo de imperativos sociales más amplios, como la necesidad de crear una raza «preparada» para dominar un imperio, o la necesidad de crear una fuerza de trabajo industrial dócil y disciplinada.

La distinción entre lo público y lo privado ha contribuido no obstante a configurar la realidad y a formar las experiencias de la vida de la gente. Todavía puede decirse, por ejemplo, que las tareas del mantenimiento físico y emocional de los demás recaen sustancialmente sobre la mujer, que a menudo asume esta responsabilidad además de la de trabajar fuera de casa. Y las diferencias entre las experiencias femeninas y masculinas que se deducen de esto nos permiten entender tanto por qué puede haber a menudo diferencias entre la percepción de mujeres y hombres de las cuestiones o prioridades morales, como por qué estas diferencias no se pueden resumir en la forma de generalizaciones acerca del hombre y la mujer. Las mujeres y los hombres comúnmente participan en relaciones tanto domésticas como familiares, así como en el mundo del trabajo y del mercado. Y las limitaciones y obligaciones que experimentan las personas en su vida cotidiana pueden producir agudas tensiones y contradicciones que se experimentan tanto práctica como moralmente (un ejemplo clásico sería el de la mujer que se enfrenta a un grave conflicto entre las exigencias «impersonales» de su situación en el trabajo, así como de sus propias necesidades de actividad fuera del hogar, y las necesidades o exigencias de los hijos o de los padres ancianos cuyo cuidado no puede encajar fácilmente con las exigencias del puesto de trabajo).

Si las preocupaciones y prioridades éticas surgen de las diferentes formas de la vida social, las que han surgido de un sistema social en el que las mujeres a menudo han estado subordinadas a los hombres deben ser sospechosas. Los valores supuestamente «femeninos» no sólo son objeto de un escaso acuerdo entre las mujeres; además están profundamente teñidos de concepciones de «lo femenino» que dependen del tipo de polarización entre lo «masculino» y lo «femenino» que ha estado tan estrechamente relacionado con la subordinación de la mujer. No hay un ámbito autónomo de valores femeninos, o de actividades femeninas que puedan generar valores alternativos a los de la esfera pública; y cualquier concepción de una «ética femenina» que dependa de estas ideas no puede ser —en mí opinión— viable.

Pero decir esto no es necesariamente decir que la vida y experiencias de las mujeres no puedan proporcionar una fuente para la crítica de la esfera pública dominada por los hombres. Las experiencias y perspectivas que se articulan por el género no pueden separarse tajantemente de las que también se articulan en otras dimensiones, como la raza y la clase; y sin duda no hay consenso entre las mujeres sobre cómo podría elaborarse una crítica de las prioridades del ámbito «público». No obstante, el tomar en serio las experiencias y perspectivas de las mujeres —en el parto y en el cuidado del niño, por ejemplo— aun sin generar inmediatamente un consenso acerca de cómo podrían cambiar las cosas, suscita formas cruciales de interrogación de las prioridades morales y sociales. A menudo se observa, por ejemplo, que si los hombres tuvieran el mismo tipo de responsabilidades para con los niños que tienen las mujeres, o si las mujeres tuvieran el mismo tipo de poder que tienen los hombres para determinar cosas como las prioridades en el trabajo, o la asistencia sanitaria, o la planificación urbana, o la organización del trabajo doméstico, muchos aspectos de la vida social podrían ser muy diferentes.

No podemos saber por adelantado exactamente qué tipo de cambios de las prioridades morales y sociales podrían resultar de cambios radicales en cosas como la división sexual del trabajo o un nuevo sistema social del cuidado de los demás; o de la eliminación de muchas formas de opresión que sufren tanto hombres como mujeres. Ninguna apelación a las formas de vida social actuales puede darnos una idea al respecto. Tampoco debería considerarse (como se hace en algunas formas de pensamiento feminista) que las mujeres tienen «naturalmente» probabilidad de suscribir diferentes prioridades morales o sociales que los hombres. En la medida en que haya (o puede haber) diferencias en las inquietudes éticas femeninas, éstas sólo pueden derivar —v tendrán que idearse penosamente a partir— de cambios en las relaciones sociales y en los modos de vida; y hay razones para suponer que el proceso será conflictivo. Pero también hay razones para suponer que en un mundo en el que se otorgase el mismo estatus a las actividades e inquietudes tradicionalmente consideradas femeninas, las prioridades morales y sociales serían muy diferentes de las existentes en el mundo que vivimos en la actualidad. 

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