DELINCUENCIA JUVENIL, MARGINALIDAD Y SELECTIVIDAD DEL SISTEMA PENAL

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Eduardo Luis Aguirre
Magister en Ciencias Penales, Especialista en Criminología. Profesor Adjunto de Introducción a la Sociología  Facultad de Ciencias Económicas y Jurídicas. Universidad Nacional de La Pampa (UNLPam), República Argentina

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"Según datos de la UNESCO y la UNICEF cada año mueren alrededor de 16 millones de niños a causa del hambre o de enfermedades curables, buena parte de ellos en esta parte del planeta. La mera magnitud de la cifra es sobrecogedora, pero se halla invisibilizada ante los ojos de una "opinión pública" cuyas percepciones y sentimientos son modelados por las estructuras más refractarias a las tendencias democratizantes que, en este siglo, conmovieron y transformaron a todas las instituciones: los medios de comunicación de masas, gigantescos emporios privados que dominan sin contrapesos, especialmente en América Latina, la esfera pública. Estos medios reproducen incesantemente una visión conformista y optimista de la realidad, y ocultan los estragos que las políticas neoliberales están produciendo a nuestros países. En cuatro años los niños victimizados por la violencia neoliberal, violencia "institucionalizada" que se oculta tras los pliegues del mercado, igualan a los sesenta millones de muertos ocasionados en la Segunda Guerra Mundial. Como bien lo observa Ernest Mandel, "cada cuatro años una guerra mundial contra los niños" (Borón, Atilio; Gambina, Julio; Minsburg, Naúm: "Tiempos violentos", Eudeba, 1999, p. 12).

 

Durante los últimos diez años, las observaciones empíricas realizadas en la Argentina han connotado un aumento constante de la criminalidad. Más allá de la cuestionable fiabilidad de los datos que sobre el particular pueden obtenerse en este país (donde, por ejemplo, los índices de prisionización no logran determinar a ciencia cierta ni incluir en sus guarismos a los presos detenidos en comisarías) y las notorias diferencias que se exhiben en las comparaciones que sobre esta temática pueden hacerse entre las distintas provincias, es evidente que, dentro de ese contexto profunda e inéditamente dinámico, los delitos cometidos por menores han registrado igualmente un crecimiento cuali-cuantitativo exponencial. 

En rigor de verdad, la problemática dista de ser novedosa en cuanto a la verificación de su existencia. Son antes bien las formas especialmente violentas que ellas asumen y la asiduidad con que se cometen lo que ha permitido su instalación en el centro del escenario de las discusiones criminológicas. Pero también llama la atención la composición social de la habitual clientela juvenil de nuestros tribunales de menores. Allí, en esos ámbitos, la pobreza -entendida como privación de capacidades para incidir en la propia vida de relación y no como meras utilidades bajas o insuficientes ingresos económicos- se ha instalado de manera llamativa. Este es un dato sociológico criminal relevante que no puede soslayarse. 

Los esfuerzos institucionales y organizacionales, más gestuales que concretos y más voluntaristas que fructíferos, como ha de verse, corren detrás de la nueva realidad exhibiendo módicos éxitos como resultado de tal persecución.

Algunos pocos datos, sin embargo, alcanzan para iniciar un abordaje sociológico criminal de esta problemática en orden a su elocuencia: "Entre los factores más analizados sobre la delincuencia es la edad de los victimarios. El incremento de la delincuencia juvenil e infantil presenta un serio problema social; en Argentina el porcentaje de inculpados menores de 21 años creció en forma sostenida desde 1995. De igual manera, la proporción de inculpados menores de 21 ha crecido entre 1991 y 1997 en una tasa promedio anual de 2,1%, pero en el período 1995-97 este crecimiento adquirió rapidez alcanzando el 7,8 % anual (Cerro y Meloni, 1991, p. 21). Estas cifras son preocupantes, más aún cuando el 42% de las sentencias de 1999 fueron para ciudadanos entre 18 y 25 años (Clarín, 20 de febrero de 2000). Otro dato a considerar es que el 47% de los imputados en 1997 tenían entre 18 y 29 años y el 9,8% tenía menos de 18 años (Ámbito Financiero, 20 de enero de 1998). Finalmente, la edad promedio de los internos en las cárceles a nivel nacional ha bajado notoriamente; en las cárceles de la Provincia de Buenos Aires la edad promedio de los internos ha pasado de 31 años en 1984 a 21 años en 1994 (Citara, 1995). Por otro lado, el nivel de instrucción de los delincuentes es una variable central a la hora de caracterizar a este grupo poblacional. En el período 1996-1999 el porcentaje de inculpados con nivel educativo inferior al secundario (analfabeto, escasa y primaria) superó el 91% en todos los años a nivel nacional y en las provincias (conf. Lucía Dammert: "La criminalidad en Argentina de los 90s, en Magazine N° 7, DHIAL, IIG, PNUD).

Debe señalarse además que una de las sensaciones generalizadas que campea actualmente entre los argentinos es que existe una enorme cantidad de "nuevos pobres", y que la situación de millones de estos seres humanos sin trabajo, sin vivienda, sin acceso al consumo ni a los servicios fundamentales que históricamente prestó un estado que hoy se bate en franca y aventurada retirada, es un verdadero caldo de cultivo para la proliferación delictiva en una sociedad que ve diluirse sus lazos de solidaridad y disminuir ostensiblemente su capital social. Esto supone un cambio copernicano en la percepción tradicional que concebía que la delincuencia era un problema "de los delincuentes" y su elección de vida.

Este contexto de extrema vulnerabilidad nos exige plantearnos las previsibles características excluyentes y coactivas que ha de tener para con las nuevas generaciones este modelo en tanto el mismo se profundice, como hasta ahora todo hace prever, sobre todo en un marco de absoluta inseguridad e incertidumbre colectiva, donde no ya las políticas macro del bienestar sino la gestión del estado parecen un galimatías inescrutable e irresoluble.

A eso debe agregarse la sombría perspectiva que pronostica un estancamiento de la economía durante los próximos tres años, el estado de abatimiento y desconfianza colectiva advertido hasta por el FMI, la concentración sin precedentes de la riqueza, la sensación de impunidad y la profunda crisis de legitimidad del sistema penal en tanto mecanismo de control social formal.

He aquí, entonces, en lo que hace al fenómeno de la delincuencia juvenil, la aparición de un problema dentro del problema marco que ni siquiera alcanza a ser dimensionado correctamente en sus causas, alcances y consecuencias. 

Pero peor aún, podemos afirmar sin temor a demasiado equívoco que no es la falta de una correcta conceptuación del fondo del fenómeno, sino la absoluta carencia de medios prácticos que al menos pudieran paliar eficientemente este costado de la crisis, lo que sumado a la indigencia o ligereza teórica y al impacto que genera el sistema de control social (formal e informal) en los jóvenes, lo que finalmente arroja como resultado un cuadro de situación de consecuencias imprevisibles. 

Vale decir que, por un lado, todavía debatimos el por qué de esta verdadera explosión cuali-cuantitativa de "menores delincuentes" y, por el otro, asistimos a la verdadera incapacidad práctica de un sistema obsoleto para dar al menos un marco de contención mínimamente adecuado, que no signifique un proceso de victimización y estigmatización de los menores "en conflicto" con la ley. 

Estimo a esta altura, a favor de la profusión de elementos de juicio recabados, más que evidente la profunda y decisiva gravitación de las condiciones socioeconómicas en la causación del fenómeno delictivo, extensible analógicamente y de manera especial a la situación de los menores en riesgo. 

Se le dé a este la explicación proveniente de la insatisfacción de las expectativas crecientes de consumo que el sistema expande descontroladamente, y que generan la sensación de frustración y fracaso ya referidas entre millones de jóvenes, o se esté a la concurrencia de la virtual imposibilidad, no ya de ascender en la escala social sino de subsistir lisa y llanamente, lo cierto es que en definitiva la división coactiva en clases de una sociedad y su cada vez más explícita connotación concentradora de la riqueza a  la vez que excluyente de millones de seres humanos, guarda directa relación con la ahora innegable reproducción de hábitos delictivos y de reincidencia en la región. No parece haber demasiado margen posible para la discusión sobre la gravitación de aquellas causas con respecto a este último fenómeno que distingue por cierto a las sociedades posmodernas del Tercer Mundo.

Por lo antes reseñado, es legítimo y lógico subalternizar cualquier análisis que intente encontrar respuestas diagnósticas sosteniéndose en una sola causal o a través de una única mirada o abordaje disciplinario en lo que tiene que ver con el acaecimiento de la mayoría de los hechos reñidos con la ley protagonizados por menores. Y tengo para mí, igualmente, que en el contexto profundamente discriminatorio en lo social que el sistema dispone, recién empezamos a ver la punta del iceberg. Por supuesto, tampoco aceptamos las concepciones represivas y regresivas de la denominada "tolerancia cero", uno de cuyos ejecutores, el ex- jefe de la policía neoyorquina, William Bratton, abonara su tendencia casi explícita a una "limpieza de clase" con la aporía de que "la causa del delito es el mal comportamiento de los individuos y no la consecuencia de condiciones sociales" (Wacquant, Loic: "Las cárceles de la miseria", Manatial, Buenos Aires, 2000, p. 11, transcribiendo un reportaje hecho al policía por el diario "La Nación", el 17 de enero de 2000).

Queda por aclarar entonces, así enmarcada la cuestión a saldar, si cualquier tipo de actividad delictiva se expande bajo estas condiciones sociales imperantes, o si el número mayor de delitos se relaciona solamente con alguna clase de ellos. 

Adelanto, desde ya, que como causa eficiente, el modelo en sí mismo genera efectos criminógenos directos e indirectos

Los directos se vinculan mayoritariamente a delitos contra la propiedad (que, vale consignarlo, suponen más del 50% de los delitos denunciados en la Argentina), por las circunstancias ya explicadas, y aún a otros que se derivan causalmente de la mayor violencia social posmoderna (homicidios, lesiones, amenazas, robos con armas y/o toma de rehenes, gigantescas estafas y quiebras fraudulentas, usura, etc.). 

Los efectos criminógenos indirectos de la crisis se vinculan a una suerte de resquebrajamiento del plexo axiológico dominante y, si bien constituyen lo inusual, lo atípico, ya no resultan extraños precisamente por el impacto que los métodos violentos utilizados para su comisión ocasionan (delitos sexuales, contra la administración pública, asociaciones delictivas con un grado de preocupante organización mafiosa, crímenes por encargo, infracción a la ley de estupefacientes, etc.).

En cualquier caso, un abordaje especial merece en este contexto la verdadera explosión de conflictos de menores con la ley, lo que marca quizás de manera oprobiosa la injusticia del sistema y el mundo que se viene (si es cierto el pronóstico de que en el año 2025 más del 80% de los habitantes del planeta habitará en los países subdesarrollados), a la vez que pone de manifiesto la extrema crueldad del régimen que solamente atina a proponer una mayor represión de los menores, sin permitirse siquiera indagar acerca de lo que acontece con ellos verdaderamente. Lo que no es tampoco obra de la casualidad ni miopía, por cierto, sino que evidencia precisamente la segregación represiva derivada de la clara connotación ideológica de las leyes y las supuestas medidas "protectivas" que en su ejercicio se adoptan (Elías Neuman: "Victimología y Control Social", Ed. Universidad, pág. 62), cuando no la reticencia a discutir teoría en tiempos de "pensamiento único".

Podrá decirse, no sin razón, que resulta manifiestamente acientífica cualquier diferenciación social basada en aspectos cronológicos de las personas e incluso podrá debatirse razonablemente la autonomía temática y conceptual del derecho "de menores" como cualquier intento de diferenciación social que no se asiente sobre supuestos verificables. Pero lo que seguramente no admite polémica alguna es que el número de menores en conflicto con la ley aumenta geométricamente y que la complejidad creciente de los delitos que los tiene como partícipes es una evidencia tan cierta como la absoluta falta de coherencia en las respuestas sociales asumidas, que reproducen los códigos de castigos eufemísticamente denominados "procesos de institucionalización", derivados del paradigma tutelar todavía vigente. El sistema punitivo se revela harto "eficiente" al momento de reproducir las condiciones de explotación e inequidad de la sociedad, cayendo puntualmente sobre los segmentos más débiles de la ecuación social: entre ellos, pobres y niños y niños pobres. Y esta es, precisamente, la fase más preocupante y crítica de la nueva realidad social en relación precisamente con su entidad y aptitud criminogenética: la victimización lisa y llana de los menores presuntamente victimarios a partir de la legitimización de una criminología "neutral", cuyo hijo dilecto es un derecho penal de menores complaciente.  

"Todos los países de América Latina dan cuenta de un aumento de la criminalidad, quizá mal medida por la carencia o ineficacia de los servicios estadísticos correspondientes, pero de una manera u otra tal aumento se verifica. Mientras tanto, la legislación no siempre marcha al paso de los cambios sociales y, como consecuencia de ello, el delito y el delincuente aparecen definidos o comprendidos en leyes que sociológicamente han dejado de estar acordes con la realidad" (Bergalli, Roberto: "Criminología Latinoamericana", Ed. Pannedille, pags. 97 y 98, Bs. As., 1972).

El problema de los menores es especialmente preocupante en este contexto. Significa a la vez el "etiquetamiento" y la estigmatización temprana de generaciones enteras. La imposibilidad virtual de reincorporarlos al proceso productivo. La exclusión social más impía e irreversible, por cuanto las respuestas del estado son mínimas, adoptadas más como hipócritas catarsis antes que como antídotos eficientes ante esa realidad. Los institutos de menores le enseñan explícitamente a ser como objetivamente no pueden ser ( y subjetivamente es probable además que no quieran ser) y subliminalmente potencian sus conflictos por la misma victimización que el disciplinamiento cuasi militar de los internos apareja y la convivencia obligada con otros delincuentes, muchas veces más violentos y experimentados. Se ha 'bien' denominado, a estos institutos, ámbitos de "graduación delincuencial", donde "los iniciados se convierten en profesionales, y las pautas aprendidas de delincuencia se fijan, estimulan y consolidan" (David, Pedro R.: "Sociología Criminal juvenil", Depalma, Buenos Aires, 1979, p.103). 

Los atiborrados Juzgados de Menores atinan a imponerles inocuos tratamientos psicológicos como si la problemática de los menores carecientes se agotara únicamente en sus historias individuales o familiares y, en definitiva, como si éstas fueran susceptibles de ser analizadas al margen de una extracción social determinada y con prescindencia de sus posibilidades de revisión o reversión de las condiciones de marginalidad. Dicho en términos más categóricos, y como ya lo he manifestado, como si fuera posible ordenar tratamientos contra la pobreza y la exclusión. Como si fuera posible, también, poner coto a la evidencia perceptible de que ya no viven en un mundo justo, y que la correlación entre orden social y progreso, metas y medios, conducta sacrificial y éxito social se ha roto. Con lo que se ha erosionado también el paradigma totalizante que durante más de dos siglos disciplinó a generaciones enteras por influencia conjunta del iluminismo y el positivismo sociológico.

En muchas oportunidades, además, se apela a "tratamientos" o "institucionalizaciones" cuyos resultados son previsibles sin margen alguno de error, mientras, en derredor de esta realidad, una constelación de adustas instituciones, nacionales e internacionales, enjambres de criminólogos, psicólogos, juristas, psiquiatras o trabajadores sociales contribuyen con su aporte cotidiano a la reiteración ininterrumpida de reflexiones reversibles, iguales o casi iguales, generando toda una corriente a la cual Christie ha venido a denominar ácidamente "la industria del control del delito" y que nos incluye a casi todos en nuestro margen.

La situación, llegando al tercer milenio, no puede ser más caótica, por cuanto no aparecen perspectivas superadoras de los tratamientos de institucionalización (que incluso constituyen en muchos casos privaciones ilegítimas de libertad aún en este mismo sistema) y de una terapéutica pacata e inservible que hiere de muerte no ya a la idea de justicia sino al sentido común. Como he dicho antes, no sólo preocupa la falta de diagnósticos correctos sino la imposibilidad de responder con mecanismos aptos verdaderamente protectivos del menor, desde el estado y desde las organizaciones sociales en su conjunto. 

A algunas evidencias me remito:

En primer lugar, hay un dato estadístico objetivo que indica que durante la adolescencia es cuando más aumenta el número de reincidencia delictiva, cuya curva desciende a medida que el individuo alcanza la adultez. Esta sola pauta implica la necesidad de comprender la importancia del fenómeno delincuencial juvenil y es uno de los elementos que le confiere dinámica y entidad ontológica propia, ya que la autonomía científica del derecho (penal) de menores se halla fuertemente puesta en crisis y no sin razón.

Podríamos resumir agregando que en nuestra región tanto el fenómeno del delito protagonizado por jóvenes cuanto la reincidencia en que los mismos recaen constituye en sí y por sí un problema singularmente severo, que mantiene a los estados en asamblea virtualmente permanente sin que se hayan alcanzado conclusiones o se hayan adoptado políticas aptas para revertir la situación. Lo cual es perfectamente comprensible a poco que se admita que significa algo así como la cuadratura del círculo la búsqueda de un consenso bucólico respecto de una temática de clara raigambre ideológica y evidentes connotaciones sociológicas.

En este contexto, bueno es detallar, a vuelo rasante, de qué manera han reaccionado los estados latinoamericanos respecto de la mentada problemática de la "delincuencia juvenil".

La primera reacción ha sido y es, recurrentemente, la apelación a una mayor rigurosidad de los sistemas legales vigentes a partir de la admisión de los postulados -implícitos o explícitos, casi siempre explícitos- del paradigma etiológico del positivismo dominante. La tentativa de disminuir la edad de la imputabilidad plena es un ejemplo emblemático, aunque no el único, y que tiene epicentro actual en la Argentina.

La creación de una multiplicidad de baterías judiciales o administrativas que se rotulan tuitivas de los menores es la segunda, y acaso la más preocupante (sin contar las simplificaciones y obviedades compulsivamente espetadas por políticos ávidos por la ocupación espacios mediáticos y la obtención de consensos electoralistas). Digo esto porque, paradójicamente, y en medio de un microclima propuesto por los sectores académico que desde diversas dependencias estatales se ocupan de la problemática delictiva de los menores tendiendo a su "rehabilitación", se ha llegado a un contrasentido único: con la entrada en vigencia en la República Argentina de la nueva ley de ejecución penal (No 24.660), que prevé situaciones de atenuación del encierro (formas de prisión alternativas pero no alternativas a la prisión, como se observa), tales como la prisión nocturna o diurna, la prisión de fin de semana o discontinua, semidetención, etc., los menores en muchos casos tienen un tratamiento más duro que los adultos, habida cuenta de las omnímodas posibilidades que la ley otorga (o calla) sobre las facultades de los tribunales de menores para ordenar medidas de institucionalización sin determinación temporal que en la práctica significan privaciones de la libertad física. Por supuesto, las mismas se dictan "en beneficio" de los menores y por su sola condición de tales. Una buena manera de camuflar la aplicación de un derecho penal de autor, para tranquilidad de los sectores que reclaman mayor "seguridad" y apostolan por la defensa social. 

Intentaré ser más claro: ninguna duda cabe de que el mayor responde por el delito cometido, con los beneficios eventuales que contempla la norma de ejecución penal vigente en la Argentina, más allá de que la "peligrosidad" sea un elemento a considerar para adecuar el monto de la pena a aplicar (CP. 41). Los menores responden, en cambio, por su "peligrosidad" y/o por su estado de "riesgo social o moral". Pocos ejemplos más elocuentes que éste respecto del carácter profundamente selectivo del sistema penal podrían encontrarse.

Como ejemplo corroborante de esta afirmación pueden exhibirse los muchos menores privados de libertad (en cumplimiento forzado de estos "tratamientos"), cuya suerte encuentra justificación en la propia legislación imperante en la región. Obsérvense, en tal sentido, las disposiciones expresas de la ley 22278/22803 (que regulan esta problemática a nivel nacional en la República Argentina), que en su artículo primero, párrafos segundo y tercero habilitan la disposición (provisional o definitiva) del menor, aún no habiéndose determinado la autoría del mismo respecto del delito que se le imputa, simplemente apelando al engendro ininteligible del "abandono o peligro material o moral" en el que el niño se encontrare. Podríamos decir que, si bien es cierto que el positivismo nunca logró poner en vigencia su propio código penal en la Argentina, las leyes de minoridad han suplido en no poca medida esa frustración.

 A este estado de confusión generalizada (que conduce además al secuestro institucional de los menores por parte del estado) aportan generosamente estructuras legales provinciales tales como la Ley 1270 de la Provincia de La Pampa (estado provincial éste -vale aclararlo- sindicado además como ejemplo por sus pares, no solamente por la preocupación evidenciada por la minoridad, sino por los fondos estatales que se destinan a éstos y a los especialmente bajos índices de criminalidad y de prisionización que refleja en su geografía). En los artículos 21, 27 y 28, la ley mencionada, autoriza a que el juez disponga definitivamente del causante cualquiera sea el resultado de la investigación (vale decir, se determine o no la autoría del menor), a lo que debe adosarse el pronunciamiento de Cámaras en lo Criminal que, actuando como Tribunales de Alzada, no han trepidado en fijar el criterio de que esas medidas "tutelares" (me estoy refiriendo siempre a las que privan de libertad a los menores) "no son apelables", en virtud de que, por una parte, la ley no lo prevé expresamente (con lo cual la noción constitucional receptada de pactos y tratados internacionales de los cuales este país es signatario del "derecho al recurso" también es derogada por este infeliz precedente jurisprudencial). Y por la otra, debe respetarse el parecer de los jueces de menores dado que, como hemos visto, las medidas se toman en favor del propio interés del niño y pueden ser dejadas de lado en cualquier momento o etapa del proceso.

Otra disparatada conclusión dudosamente compatible aún con la prédica Iluminista de previsibilidad y controlabilidad de los actos del Estado, en este caso de los jueces y de la propia ley, que impúdicamente sancionan y aplican penas privativas de libertad de duración indeterminada, como hemos visto, afiliándose de tal manera a uno de los postulados esenciales del positivismo. Más aún, desde una perspectiva garantista la pregunta esencial respecto de la legitimación interna de la pena -"¿cuándo punir?"-, se contesta, naturalmente, con la obvia respuesta "cuando exista un delito". En el caso de los menores, el delito no ha sido constatado e igualmente procede el secuestro estatal maquillado como "tratamiento", y además, y al parecer, de naturaleza incomprensiblemente inapelable. Por supuesto que el fenómeno no es nuevo. Más aún, Foucault ya lo había advertido: "Segundo signo de esta introducción: la existencia de tribunales especiales, los tribunales de menores, en los cuales la información de que está encargado el juez, que es a la vez el de la instrucción y el del juicio, es esencialmente psicológica, social, médica. Por consiguiente, se refiere mucho más a ese contexto de existencia, de vida, de disciplina del individuo, que al acto mismo que ha cometido y por el cual se lo traduce frente al tribunal de menores. El menor se presenta ante un tribunal de la perversidad y el peligro y no ante un tribunal del crimen" ("Los anormales", Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2000, p. 47). 

Rivera Beiras, recurriendo a Ferrajoli, narra justamente lo que la literatura correccionalista define como modelo disciplinar articulado en el que interactúan las dos vertientes (positiva y negativa) de la prevención especial. Dice textualmente, entonces, en estricta relación con lo que hasta aquí se expresa sobre el particular: "Por diferentes que sean sus matrices ideológicas (nota del autor: de las diversas doctrinas de la prevención especial), todas estas orientaciones miran no tanto al delito como a los reos, no a los hechos sino a sus autores, distinguidos por características personales antes que por su actuar delictivo. En esa perspectiva, el derecho penal no se usa sólo para prevenir los delitos; se utiliza también para transformar personalidades definidas como desviadas de acuerdo con proyectos autoritarios de homologación o, alternativamente, de neutralizarlas mediante técnicas de amputación y saneamiento social (Ferrajoli, op. cit.: 265).

Estas doctrinas parten de aceptar que el infractor tiene un componente patológico (sea moral, natural o social) y que la pena ha de transformarse en una terapia política de la curación o la amputación. La pena, entonces, se convierte en tratamiento diferenciado que tiende a la transformación o neutralización de la personalidad del condenado, ya sea con la ayuda del sacerdote, ya sea con la del psiquiatra". Y consiguientemente se resuelve, en la medida que el tratamiento no es compartido por el condenado, en una aflicción añadida a su reclusión y, más exactamente, en una lesión a su libertad moral o interior que se suma a la lesión de su libertad física o exterior, que es propia de la pena privativa de libertad" (Ferrajoli, op. cit.: 271). Como se ve, es la primera vez que se menciona aquí a este tipo de penas, las cuales entran directamente en el catálogo de prevenciones especiales positivas: reeducación, readapatación, resocialización, reinserción,...(las llamadas "ideologías RE") (Ribera Beiras, Iñaki: "La cárcel en el sistema penal", M.J. Bosch, Barcelona, 1995, p. 24 y 25). En el caso de los "menores en conflicto" con la ley penal, el tratamiento, a la inversa, se convierte en pena, pero su ontología es exactamente la misma.

Así están las cosas en la superficie.

Si, como se ha visto, un dato que caracteriza a la adolescencia es el mayor índice de reincidencia, estas reacciones orgánicas y legitimadas de los aparatos de control social determinan que la "clientela" de los establecimientos institucionales de menores sean siempre los mismos menores: los menores pobres, generalmente secuestrados, además, por atentar generalmente contra el derecho de todos los derechos: la propiedad privada.

Con semejante parafernalia estatal, pocas dudas pueden caber respecto de la aptitud "estigmatizante" del sistema para con los adolescentes que incurren en los hechos que el sistema cataloga como delitos y que son efectivamente denunciados. Ese es el gran desafío de nuestro sistema penal.

Se ha dicho en nuestro país, por ejemplo, en derredor a los interrogantes del actual sistema: "Puede verse así que el actual sistema está en crisis, entendida ésta como la presión que produce el inestable equilibrio entre sus tres subsistemas: el legislativo, que vota leyes imbuidas de un elevado sentido tutelar, pero que no excluyen la posibilidad de asegurar la contención; el ejecutivo, renuente a aceptar la armonización entre tutela y contención, y por ende moroso para proveer de establecimientos que conjuguen ambos aspectos, limitándose a esgrimir viejos y anacrónicos discursos para justificar la mora; y el judicial, atrapado entre el inexcusable deber de responder dentro de los lineamientos de la legislación vigente y la impotencia para llevarlo a cabo ante una criminalidad en alza y la carencia de lugares adecuados que ofrezcan suficiente contención" (González del Solar, José H.: "Los juzgados de menores en cuestión", Marcos Lerner Editora, Córdoba, 1996, p. 67).

 En realidad, la crisis sobrepasa en largo este nivel de análisis aunque, por cierto, las descripciones en él efectuadas se sostienen fácilmente ante nuestra cotidiana realidad. Con todo, la crisis es mucho más profunda, y en nada contribuiría a una superación del problema un mero cambio de paradigma (de resultas de la contraposición contención vs. tutela) dentro de la criminología juvenil convencional ni tampoco, y con mayor razón, la eventual dotación de "lugares adecuados de contención", en tanto y en cuanto no se remuevan las bases mismas de sustentación del sistema de control social juvenil.

Para ello debería empezarse por reconocer que una buena herramienta con aptitud para revertir la situación sería, al igual que en el caso del derecho penal de "mayores", la aspiración de una intervención estatal mínima, no estigmatizante, con facultades legales explícitas para promover las acciones penales (contra menores, pero también contra adultos) únicamente en aquellos supuestos donde se produzca verdadera alarma social, o se resquebraje la paz comunitaria, o donde exista un riesgo social de afectación de bienes colectivos - ello aún a nivel de "riesgo" y pese al aparente holocausto del principio de legalidad- dejando de lado los hechos nimios cuya persecución, en buena medida, ha sido la causante del estado crítico de los tres "subsistemas" a los que se hacía referencia por parte del autor citado.

Por último, y habiendo adelantado que la problemática admite diferencias verificables en la realidad de las distintas provincias argentinas, quisiera poner de relieve algunos datos recogidos en La Pampa.

Aclaro que esta provincia posee indicadores que, con todo, resultan atípicos en el contexto global argentino. El índice de prisionización era a junio de este año de menos de 70 presos aproximadamente por cada 100.000 habitantes; el sistema judicial no tiene mayores cuestionamientos derivados de sospechas de corrupción y posee el segundo indicador más alto del país (2,67%) en la relación entre hechos denunciados y sentencias condenatorias; los medios de control social informales funcionan críticamente con absoluta libertad; los delitos violentos -si bien registran un sensible aumento- no son comparables con las estimaciones inherentes a otros distritos del país (se registraron ocho homicidios en el año 1999); la cifra negra del delito es especialmente baja al igual que la conflictividad social; la policía no está desacreditada ante la comunidad; el capital social se mantiene en líneas generales, etc.

En este estado provincial, y según informaciones de fuentes policiales, durante el año 1999, hubo 3.950 personas mayores imputadas de delitos y 1.290 menores.

El Juzgado de la Familia y el Menor, con competencia penal de la I Circunscripción Judicial de la Provincia y sede en la ciudad de Santa Rosa, capital de la misma (que lleva seis años de funcionamiento a partir de su creación y sustanció un sólo homicidio perpetrado por un menor relativamente imputable) tuvo un ingreso durante el año 2000 (hasta el día 10 de octubre) de 550 causas por delitos cometidos por menores, mientras que en 1999, hasta la misma fecha, el número de causas ingresadas era de 440 y en 1998, de 489; lo que da la pauta de un aumento tendencial sostenido. Ese crecimiento se grafica con el incremento de los robos, muchos de ellos mediante violencia: 21 expedientes en 1994 contra 32 del 2000. Pero más significativo aún respecto de la mayor complejización cualitativa de los delitos cometidos por menores relativamente imputables (16 a 18 años) o inimputables cometidos con la participación de mayores resulta este índice: durante todo el año 1994 se verificaron 39 expedientes tutelares mientras que en lo que va del presente ya suman 93 las causas de este tipo.

Según indicadores proporcionados por el mismo tribunal, se advierte una participación creciente de menores mujeres en delitos violentos o contra la libertad y, con el aplanamiento de la economía que se manifiesta lisa y llanamente como recesión a partir de 1998 y se profundiza a la fecha con manifestaciones expresas que inciden directamente sobre el empleo y el consumo, es notable un crecimiento de la reincidencia de menores en hechos delictivos.

En el acotado marco de este artículo, algunos elementos de cierta elocuencia respecto de lo que significan las conductas desplegadas por menores en conflicto con la ley penal pueden analizarse de manera somera. Lo que ciertamente no podría analizarse, pero es difícil soslayar en cualquier análisis, es lo que el sistema hace con nuestros menores. Por ejemplo, que América Latina es una de las regiones donde se observan las mayores diferencias en la distribución de los ingresos, donde más crece la pobreza (que pasó de 135,9 millones de personas en 1980 a 209,3 millones en 1994, donde cada día 10 millones de latinoamericanos salen en busca de trabajo y no lo encuentran ( Borón, Gambina, Minsburg, op. cit., p. 29) y que la Argentina es un país donde 50 niños mueren de hambre por día.

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