DUELO Y ADOLESCENCIA [1]

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Ana Gutiérrez López

Centro Psicoanalítico de Madrid

           

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Los conceptos de duelo, identificación/ identidad y narcisismo, son seguramente los que mejor definen, aunque no agotan, la comprensión del proceso adolescente. Así mismo, son numerosas las opiniones, desde el punto de vista psicoanalítico que entienden el final de la adolescencia cuando el proceso de duelo que implica el crecimiento y la asunción de una identidad, ha concluido. Otros autores incluso consideran que toda la llamada crisis de adolescencia debe ser entendida como un proceso de duelo, y que es precisamente el trabajo de elaboración del mismo lo que hace tan penoso, arduo y complicado el transitar del ser humano  por esos años que están comprendidos entre el inicio de la pubertad y la juventud.

 

EL DUELO

            Nos parece de utilidad comenzar con una referencia a Freud en Duelo y Melancolía, y en su distinción entre ambos. “El duelo es por lo general, la reacción a la pérdida de un ser amado o de una abstracción equivalente...”“ jamás se nos ocurriría considerar el duelo como un estado patológico... confiamos en que, al cabo de algún tiempo desaparecerá por si solo y juzgaremos inadecuado e incluso perjudicial perturbarlo”.

           Más adelante continua: “¿En qué consiste la labor que el duelo lleva a cabo? A mi juicio podemos describrirla de la forma siguiente: El examen de la realidad ha mostrado que el objeto amado ya no existe más, y demanda que la libido abandone todas sus relaciones con el mismo. Contra esta demanda surge una resistencia naturalísima... que puede alcanzar tal intensidad que surja el apartamiento de la realidad y la conservación del objeto por medio de una psicosis alucinatoria de deseo. Lo normal es que el respeto a la realidad obtenga la victoria. Pero su mandato no puede ser llevado a cabo inmediatamente, y solo es realizado de un modo paulatino (pieza por pieza) con un gran gasto de tiempo y energía psíquica continuando mientras tanto la existencia psíquica del objeto. Cada uno de los recuerdos y esperanzas que constituyen un punto de enlace de la libido con el objeto es sucesivamente sobrecargado, realizando en él la sustracción de la libido. No nos es fácil indicar porqué la transición que supone esta lenta y paulatina realización del mandato de la realidad ha de ser tan dolorosa. Tampoco deja de ser singular que el doloroso displacer que trae consigo nos parezca natural y lógico. Al final de la labor de la aflicción vuelve a quedar el yo libre y exento de toda inhibición”.

                                                Son tres momentos los que se requieren para realizar el proceso de duelo, según nos lo describe Freud:

1. Un pronunciamiento por parte de la realidad, un juicio de existencia que dice que el objeto se ha perdido, y el yo se encuentra sin su objeto libidinoso. A esto se sigue un corte con la realidad de carácter defensivo que trae como consecuencia la escisión del yo como forma de mantener la ilusión de la presencia del objeto.

2. Una segunda etapa, narcisista, donde el yo se ofrece al ello como el objeto perdido, hay una sobreinvestidura de los recuerdos, de las representaciones y por lo tanto nostalgia y anhelo por los objetos perdidos.

3. Un proceso de desasimiento, pieza por pieza, del objeto en la que el yo intenta desplazar esta libido narcisista hacia nuevos objetos. Este trabajo de desasimento exige un proceso de elaboración que implica la desinvestidura de su carga y de su historia según está inscrita en el inconsciente del sujeto.

            Aunque lenta, complicada y dolorosa, esta tarea que supone el proceso de duelo no tiene, y así lo subraya Freud, que ser patológica, ni requiere más intervención que la del tiempo, para producirse. En otras ocasiones no es posible su elaboración y acontece, bien una negación de la pérdida “perdiéndose” el yo y ocupando el objeto el lugar del yo (“La sombra del objeto cae sobre el yo) como en la melancolía, o bien se trata de negar la pérdida repitiendo la experiencia con un objeto sustituto, como es el duelo patológico.

                        Melanie Klein, desde el enfoque de las relaciones objetales, considera central en el desarrollo de la vida psíquica y en la estructuración del aparato mental la consecución y resolución de la posición depresiva. El grado de fortaleza yoica, de salud mental y de equilibrio psíquico va a depender de cómo el yo ha podido transitar primero por la posición esquizo-paranoide, con sus defensas de escisión del yo y de los objetos para, posterior y paulatinamente ir realizando la labor de integración de los aspectos escindidos, teniendo que asumir el yo la dolorosa tarea de hacerse cargo del daño que, en los momentos de odio, le causó al objeto. La aflicción por el destino de los objetos, el cuidado y la tarea de reparación van a constituir los elementos fundamentales de la posición depresiva. En síntesis, la forma y manera  como el yo haya podido transitar por cada una de las posiciones, van a marcar a su vez la capacidad del individuo para ir enfrentando las sucesivas pérdidas y elaborar los consiguientes duelos a lo largo de la vida. La capacidad de amar, y el sentimiento de gratitud se conforma y nutre de la manera como el yo haya podido realizar los primeros procesos de duelo, y esa marca será la impronta, que señala la mayor o menor tendencia a superar o bloquearse ante las pérdidas inevitables de la vida.

                                Bion, desde una misma concepción de relaciones objetales, señala cómo el proceso mismo del pensamiento, su puesta en marcha, depende de que el niño sea capaz, previa labor de “reverie” materna, de aceptar que la pérdida/ ausencia del pecho, ha ocurrido, sin tener que sustituirlo por una presencia que le aliene. El intentar conocer algo, implica un sentimiento doloroso que es inherente a la experiencia emocional misma del conocimiento.      La base de la capacidad de pensar es la aceptación, el conocimiento, de una ausencia, y eso implica dolor, duelo, pero también el inicio del funcionamiento mental.

                Otro autor, Bowlby, al describir el proceso de duelo  divide en tres los momentos por los que transcurre. Al primero lo llama de “protesta”. En esta fase el yo trata de recuperar al objeto y se queja de lo que sucedió. Por ello se muestra irritable, inquieto, decepcionado. A la segunda fase la llama de “desesperación”, porque es así como el yo se encuentra cuando toma conciencia de la pérdida a la vez que se siente desorientado y desorganizado, ambas  fases con frecuencia se alternan. Por último, en la tercera fase, de “desapego”, el yo se pone distante hasta que, una vez superada esta fase, se vuelven a poner en funcionamiento unidades de información que invitan al desarrollo y a la creación de un nuevo sistema interaccional. Añade Bowlby que en cada una de estas fases el niño incurre fácilmente en rabietas y episodios de comportamiento destructivo, que con frecuencia son de una inquietante violencia. El cree que la secuencia de respuestas, protesta, desesperación y despego, resulta con diversas variantes, características de todas formas de duelo.

El Duelo en la Adolescencia 

           La primera referencia a la relación entre el papel que la aflicción cumple en la adolescencia es la que realiza Nathan Root, en 1957, ligado al desprendimiento afectivo de sus padres y a la orientación hacia nuevos objetos. En 1958, Anna Freud en su trabajo sobre adolescencia relaciona las dificultades del trabajo terapéutico con adolescentes a las de aquellos que están en duelo o han sufrido una pérdida amorosa reciente, resaltando lo que en común tienen emocional y comportamentalmente estos estados. Dice así: “El adolescente está empeñado en un lucha emocional de extremada urgencia e inmediatez. Su libido está a punto de desligarse de los padres para catectizar nuevos objetos. Son inevitables el duelo por los objetos del pasado y los amoríos afortunados o desafortunados”.

            E. Jacobson, se pregunta por qué razón tantos adolescentes padecen recurrentes estados dolorosos de depresión y desesperanza, que implican no solo serios conflictos de culpa sino también enojosos sentimientos de vergüenza y de propia desconfianza hasta el punto de convertirse en preocupaciones hipocondríacas y miedos paranoides y agrega como la adolescencia es el periodo entre “la triste despedida de la infancia y un gradual, ansioso y esperanzado pasaje de barreras a través del camino que permite la entrada al todavía desconocido país de la adultez”. El adolescente, dice, no sólo debe liberarse de las ataduras que fueron tan importantes durante la infancia; debe también renunciar a sus anteriores metas y placeres más rápidamente que en cualquier otro periodo del desarrollo.

Peter Blos subraya el papel de dos temas dominantes en la transición adolescente que corresponde a la revivencia edípica positiva y la desconexión con los primeros objetos de amor, considerando que a estos se corresponden dos estados afectivos fundamentales, el duelo y el enamoramiento. Blos señala por una parte el afecto que sigue al desligamiento de las representaciones parentales infantiles, con su correlato de duelo por la pérdida, a la vez que enfatiza el júbilo por sentirse independientemente de su progenitores interiorizados. También están presentes los estados de exaltación, egolatría y ensimismamiento, por la inundación libidinal del self y su reconexión con nuevos objetos libidinales.

 A Aberastury y M. Knobel se han detenido ampliamente en describir el proceso de duelo durante la adolescencia, en lo que ellos llaman “síndrome normal de la adolescencia”, dando por entendido que es posible encontrar aún dentro de las características de lo patológico, rasgos que, por lo frecuentes pueden y deben, ser normales. Siguiendo las ideas de Aberastury podemos decir que el adolescente realiza tres duelos fundamentales:

a)      El duelo por el cuerpo infantil perdido, base biológica de la adolescencia, que se impone al individuo que no pocas veces tiene que sentir cambios como algo externo frente a lo cual se encuentra como espectador impotente de lo que ocurre en su propio organismo.

b)      El duelo por el rol y la identidad infantiles, que lo obliga a una renuncia de la dependencia y a una aceptación de responsabilidades que muchas veces desconoce.

c)      El duelo por los padres de la infancia a los que persistentemente trata de retener en su personalidad buscando el refugio y la protección que ellos significan, situación que se ve complicada por la propia actitud de los padres, que también tienen que aceptar su envejecimiento. Se une a estos duelos el duelo por la bisexualidad infantil también perdida. Más adelante señala cómo toda elaboración de duelo exige tiempo para ser una verdadera elaboración y no tomar las características de una negación maníaca, que la emparentaría en su patología con la psicopatía.

             La pérdida que debe aceptar el adolescente por el cuerpo es doble, por un lado la de su cuerpo de niño cuando los caracteres sexuales secundario lo ponen ante la evidencia de su nuevo status y por otro la aparición de la menstruación en la niña y del semen en el varón, que les imponen el testimonio de la definición sexual y del rol que tendrán que asumir, no solo en la unión sexual con la pareja sino en la procreación. Esto exige el abandono de la fantasía de doble sexo implícita en todo ser humano como consecuencia de su bisexualidad básica.

            Aberastury enlaza este proceso con el que ocurrió en la segunda mitad del primer año cuando el niño descubre sus genitales y busca simbólicamente en los objetos del mundo exterior la parte faltante. También considera que la actividad masturbatoria, a veces compulsiva tiene como objeto no solo la descarga de tensiones, sino también la de negar omnipotentemente que se dispone de un solo sexo y que para la unión se necesita de la otra parte.

           Fernández Monjan trabaja sobre la especificidad del duelo adolescente, que no es un duelo puro que suponga solo una pérdida y un nuevo vínculo objetal. Durante la adolescencia la pérdida coexiste con un renacer y se observa que junto al desplazamiento narcisista de la libido y la identificación con la bondad del objeto, se realiza un proceso de desarrollo, que es la transformación de los mismos objetos en nuevas configuraciones.  En este duelo especial se complementa la visión de pérdida que tiene todo cambio con la visión de descubrimiento y desarrollo que lleva implícito. Son tres procesos simultáneos, pérdida, logro y descubrimiento.

           Relaciona luego el proceso de duelo con las tres etapas de la adolescencia. Durante la pubertad el duelo se centra en el cuerpo, afectando especialmente al yo corporal, que vive la doble pérdida de su cuerpo infantil y de las partes del yo ligadas a aquel cuerpo y que constituían el esquema corporal. El cuerpo físico es vivido como un objeto extraño y cambiante para el yo. Cuesta asimilarlo al esquema corporal. Además se realiza otro duelo, en relación con el cuerpo adulto idealizado que se esperaba tener y que la realidad confirma como distinto a lo esperado. (En este sentido ya hemos relatado en otro lugar el desconcierto y desencanto, la cara de estupor, con la que reaccionó una jovencita de 15 años, de estatura baja y de formas redondeadas, que aspiraba a ser modelo de pasarela, cuando contemplamos la posibilidad de que no se fueran a cumplir sus expectativas de cambio físico para adaptarse a ese canon estético). Hay pues dos pérdidas, la del cuerpo físico y la del esquema corporal entendida como nuestra imagen interna del cuerpo físico. Durante esta primera etapa, en la pubertad, priman las ansiedades persecutorias y se hace necesario controlarlas. También pueden aparecer equivalentes depresivos que expresan perturbaciones del trabajo de duelo: problemas de piel, obesidad, cefaleas, trastornos gastrointestinales, etc. Cuando la angustia se hace muy intensa y no se puede controlar lo más temido, que es la falta de límites, aparece como su expresión más patética el miedo a la muerte y a la despersonalización. En la pubertad prima el periodo de protesta descrito por Bowlby en su descripción del duelo.

            Durante la etapa media el duelo se centra más en el Yo psicológico, entendiendo por tal las identificaciones y la función imaginativa y pensante. En este periodo se entra en la fase de desesperación, surgida ante la percepción más total de lo perdido y de lo adquirido, ante el vacío dejado por las pérdidas objetales y de partes del yo. Es más frecuente el desarrollo de la ambivalencia con intentos de integración, asunción progresiva de la culpa y ante la negación maniaca de lo perdido puberal, se desarrolla el sentimiento de pena.

            La última etapa adolescente coincide con la tercera etapa del duelo: el desplazamiento hacia nuevos objetos diferentes a los de la infancia. Hay una elección más libre de las relaciones con los objetos externos y supone el logro de una identidad básica que capacita al sujeto para estar solo, imprescindible para el logro de la identidad.

           F. Mounjan afirma que existe una coincidencia entre los tres momentos de duelo y los tres periodos adolescentes: En la pubertad priva el retiro del objeto, en la mediana adolescencia predominan las tendencias narcisísiticas, la idealización yoica, las ilusiones y la participación en identidades grupales. En el final de la adolescencia encontramos la vuelta al objeto externo. Cuando las dificultades no permiten que se resuelva el duelo, aparecen como indicadores del mismo el resentimiento, sobre todo en la protesta puberal, el miedo, como correlato de la desesperación adolescente, o el triunfo maníaco, con el pensamiento omnipotente, las idealizaciones grupales, pseudoidentidades y vínculos de orden narcisista. Estos aspectos son los que pueden ponernos sobre aviso de un desenlace depresivo.

 

            Piera Aulagnier subraya las angustias y dificultades que el adolescente ha de padecer para transitar por este periodo y realizar el pasaje de un yo idealizado, de un yo que uno cree ya tener, en beneficio de los ideales, de lo que uno espera que el yo podrá llegar a ser. Es por este motivo que el joven oscila entre dos posiciones, entre el principio de permanencia y el principio de cambio. Por un lado necesita de la permanencia de la matriz relacional que se ha constituido en los primeros años de la vida y que es depositaria y garante de la singularidad del deseo del yo. Esta matriz relacional se manifiesta como el sello que marca cada uno de la elecciones relacionales posteriores. El principio de cambio señala las distintas posiciones identificatorias a las que puede acceder el yo siempre compatibles con esa matriz, lo que abre el acceso a un abanico de elecciones en relación a sus metas, sus pensamientos y sus vínculos con los otros, consigo mismo y con su cuerpo. En la medida que hay un cambio esto significa una pérdida y un trabajo de duelo que supone un proceso de elaboración y de simbolización, de reorganización narcisista y reformulación del proceso identificatorio – del yo, del superyo y del ideal del yo- lo cual trae como consecuencia una nueva elección de objetos que no es mero desplazamiento de las figuras parentales.

       Elaborar las representaciones tanto de sí mismo como de sus relaciones objetales por parte del yo adolescente, para poder ligar el afecto a nuevas representaciones (realizar ese trabajo de duelo) requiere como condición, haber conquistado ciertas posiciones estables en la organización del espacio identificatorio que, a su vez, será condición para guardar un “memorizable afectivo” de la historia infantil, que garantiza el trabajo de la represión. Ello hace patente que el duelo es la condición de la memoria. En la presencia no existe apenas representación psíquica. Se busca la garantía de la presencia, cuando no se dispone de una inscripción de la ausencia, es decir,  cuando no se ha adquirido la capacidad para estar a solas (Winnicott) o de pensar el objeto ausente (Bion). Entonces no se puede tolerar la separación y la pérdida, y no es posible realizar el alejamiento de los padres como objetos internos y externos.

            Frente al cambio, también es necesaria la permanencia. Para que el duelo por la separación de los padres pueda llevarse a cabo, para que la herida narcisista que todo esto implica no impida una nueva reorganización narcisista y para que el compromiso con la realidad sea posible, es imprescindible la noción de permanencia, de puntos de referencia  simbólicos, de un núcleo estable en el proceso identificatorio. Y en la medida en que este núcleo estable esté consolidado, la parte imaginaria del proceso identificatorio podrá tener  la movilidad necesaria para que otros objetos y espacios puedan ser investidos por el yo sin poner en peligro sus propios referentes simbólicos. Los grandes ejes que sustentan el Edipo, la diferencia de sexos como condición de alteridad, la prohibición frente al deseo y la diferencia generacional aseguran que el Edipo es ya historia para el joven que ha superado el duelo adolescente.

            Ladame, citado por Philippe Jeammet dice “no hay adolescencia normal sin depresión, o mejor dicho, sin momentos depresivos, ligados a sentimientos de pérdida, sin que, no obstante, se trate de enfermedad depresiva”. Sin embargo el término duelo le parece a P. Jeammet más discutible y su ambigüedad le invita a profundizar sobre los procesos dinámicos afectados en este movimiento depresivo “normal” del adolescente. La renuncia, condición indispensable del proceso de duelo, no está asegurada en el adolescente, es más, considera que no es capaz de hacerlo. “Para renunciar, dice, es preciso disponer de puntos de apoyo y de objetos de investimiento suficientemente establecidos. El adolescente no dispone todavía de estos recursos. En la mayoría de los casos no ha asegurado ni sus investimientos  profesionales ni los medios para regular en forma verdaderamente autónoma la estima de sí mismo y sus propias fuentes de placer, mientras que sus actividades sublimatorias son aun conflictivas y débiles”.

Por otra parte un duelo real a esta edad es muy difícil de elaborar (como lo demuestran los trabajos de otros autores –F. Moujan- que describen casos de pérdidas de padres en la adolescencia y que tras infructuosos años   -12 ó 15 en ocasiones-  de tratamiento apenas pueden reestablecer sus vínculos y superar la depresión).

           Los movimientos depresivos del adolescente aparecerán como el resultado de un rechazo de una realidad decepcionante y un repliegue sobre posiciones fantasmáticas infantiles, más que con una renuncia y un abandono de los vínculos infantiles. Más que una vivencia de pérdida, la reacción depresiva estaría ligada a una desilusión que, al ser masiva y brutal, puede provocar una amenaza de pérdida que afecta a la vez a la integridad narcisista y a los vínculos objetales. Esta reacción de la depresión “normal” del adolescente está más próxima a la taciturnidad, al repliegue defensivo en el que, tras el rechazo malhumorado del objeto, se adivina, más o menos fácilmente, la ávida espera de su presencia. La renuncia a los objetos parentales es tan poco manifiesta, que se perfila siempre, tras la amenaza de pérdida, la del retorno masivo, igualmente angustioso, del objeto. “De ahí la dificultad de encontrar la buena distancia relacional del adolescente, que espera ser adivinado y comprendido sin tener que pasar por la humillación de tener que expresar una demanda, pero teme de igual manera ser desposeído de su control. En este sentido, la descripción que hace Jeammet de la angustia del adolescente, en su deseo/ temor de abandonar a los padres de la infancia, es similar a la descrita por A. Green para referirse a los pacientes fronterizos con sus temores básicos, el par angustia de separación- angustia de intrusión, y quizás sea por presentar estos rasgos similares entre adolescentes y pacientes fronterizos, lo que hace que el abordaje terapéutico  de ambos tenga unas ciertas similitudes.

            Los adolescente se ven obligados por eso a recurrir a una distancia física considerable respecto a sus padres, cuando no consiguen establecer una distancia psíquica simbólica con unos padres que resultan demasiado excitantes. Y si la distancia no se produce, el temor a la atracción se transforma en rechazo agresivo, con reacciones de asco, denigración y desvalorización.

 

DUELO,  ADOLESCENCIA Y CULTURA 

            Parece para todos claro y constatado que la adolescencia es un periodo crucial en la vida del individuo. Es obvio que supone una crisis, que como toda crisis es revulsiva y conlleva pérdidas y logros, que estas pérdidas se vivencian con dolor, y que la aflicción es uno de los sentimientos que inundan al joven. Ahora bien, nos preguntamos, ¿tiene que ser siempre así?, ¿por qué es tan dramático a veces este tránsito?, ¿cómo podemos encarar y entender este proceso?, ¿qué otras alternativas existen?, ¿cuál es la especificidad, si la tiene, del duelo adolescente?

            Quisiera citarles un fragmento del sermón de Benarés pronunciado por Buda y que he obtenido del interesante libro, dedicado a la elaboración de los duelos de I. Caruso, “La separación de los amantes”. Dice así: “¿Qué es, pues, el sufrimiento? Nacimiento es sufrimiento, vejez es sufrimiento, enfermedad es sufrimiento, muerte es sufrimiento, estar unido a alguien en el desamor es sufrimiento, no lograr lo que se desea y aspira también esto es sufrimiento”.

           Vivir implica pasar necesariamente por una sucesión de duelos. El crecimiento por sí mismo, discurrir de una etapa a otra, involucra pérdidas de logros, de relaciones, etc., que impactan al yo como procesos de duelo. Cada etapa de la vida, como señala Erickson, ha de pasar por una fase crítica, de elección y/ o renuncia y supone una resolución positiva o negativa de la misma. Tanto la infancia, como la niñez temprana, la adolescencia, en la edad adulta, en la madurez y no digamos ya en la vejez, uno se va enfrentando a pérdidas, a duelos es la muerte real y/ o simbólica de aquello que consideramos nuestras más queridas pertenencias, nuestros objetos de amor y fragmentos de nosotros mismos.

           ¿Qué hace que el duelo adolescente sea tan dramático y caótico?, y ¿tiene qué ser inevitablemente así? Es de todos conocidos los trabajos de Margaret Mead y otros autores que nos enseñan cómo el periodo puberal y la adolescencia es en muchas culturas un proceso que no supone un cataclismo emocional y que los jóvenes, una vez superado el rito iniciatico, presente en otras culturas, son integrados en la sociedad de los adultos. Adolescencia no es  equiparable a tensión y conmoción sino que depende de las condiciones culturales por las que esté determinantemente influida.

           En otro trabajo en el que estudiábamos la influencia de los factores socioculturales y familiares en la constitución y cambio del adolescente, partiamos de la tesis de considerar que desde el proyecto inicial del niño en la mente de los padres, hasta que este cristaliza en un adulto, el resultado no sólo depende de su historia, sino también de la historia de sus padres, y de los padres de sus padres que le inscribieron en una cultura, dentro de una sociedad y proviniendo de una familia. Actualmente son numerosos los autores, sobre todo en nuestro país vecino, Francia, que estudian cómo el mensaje inconsciente es transmitido de generación en generación, en lo que algunos autores llama telescopaje entre generaciones, que hace “resucitar”, al cabo de dos o tres generaciones, situaciones o actitudes que han quedado plasmadas en el inconsciente del individuo, transmitidas de una manera no verbal e inconsciente y que explicarían determinados rasgos de carácter que salen a la luz después de décadas, en otra generación.

            Estamos de acuerdo con P. Blos (1967) cuando considera que la regresión adolescente rara vez constituye un proceso intrapsíquico solamente. Para que el joven pueda elaborar y aceptar los cambios, renunciar a sus objetos, elaborar el duelo, es necesario que el entorno se lo permita. Para que los adolescentes se desidentifiquen de sus modelos anteriores y desalojen a sus padres del lugar omnipotente que ocupaban (T. Olmos), se necesitan padres que se dejen sustituir, o matar (con palabras de Winnicott).

            Nuestra sociedad actual presenta características que modulan y condicionan la evolución y duelo del adolescente: la edad en la que tiene lugar la pubertad biológica  se ha adelantado y sin embargo el tiempo requerido en preparar al adolescente para su ingreso en la adultez y su independencia, se prolonga. Ya no es necesario que el joven se autoimponga una “moratoria”, al decir de  Erickson, con el objeto de diferir su entrada en la edad adulta. La sociedad, nuestra cultura, se lo impone, y permanece más tiempo del deseado, en una adolescencia forzada, en casa de sus padres. Padres que a su vez se han iniciado en la paternidad a edad muy tardía. Cada vez es más frecuente que se retrase la edad de tener hijos, y además que ese sea el único hijo de una familia que ha pasado largos años formándose, preparándose y posponiendo la paternidad. También son cada vez más frecuentes las familias monoparentales, las mujeres que voluntaria o involuntariamente son  el único progenitor visible, y que no cuentan en muchos casos con un contrapeso que sirva de soporte para integrar los aspectos escindidos de la relación. Vemos que muchas familias se estructuran alrededor de ese único hijo, príncipe o princesa nunca destronado, donde la proyección del narcisismo de los padres se ha centrado, tanto más por la larga espera y la exclusividad. Es sobre este chico sobre el que se han depositado todas las exigencias y las necesidades de los padres, que si bien todo lo dan (se sobreentiende que “todo” es todo lo material) también todo lo reclaman. F. Doltó, dice, irónicamente, cómo los padres esperan que sus hijos sean siempre los que mejores resultados obtengan en todo ¡ lo cual es totalmente imposible!

            Al duelo del adolescente por sus imágenes idealizadas, al desengaño de los jóvenes por sus padres a los que en muchas ocasiones desprecian o compadecen, se opone el duelo a su vez de los padres que se ven enfrentados a través del hijo, esta vez ya siendo su propio portavoz, a su propia madurez.

           Jaques llega incluso a decir que la elaboración del duelo adolescente es más tardía, haca la cuarentena, cuando se da la crisis “de la madurez”. A la crisis de la adolescencia, corresponde en los padres la crisis de la madurez, que necesita, esta vez sí, un verdadero duelo, al enfrentarse, sin más moratoria, con la realidad y con la distancia entre sus realizaciones y los ideales.

           Tenemos pues por un lado un joven que va declinando paulatinamente la dependencia que tenía con sus padres, y la necesidad de ellos, retirando parte del soporte narcisista que ambos se suministraban. A esto se añade la también paulatina homologación del hijo con sus padres. El hijo está disfrutando de su esplendor físico, de su vigor y potencia máxima, con sus rasgos de vitalidad exultante, en comparación con los padres que se empiezan a encontrar con síntomas de vejez. Y ello bajo la perspectiva de nuestra sociedad que premia y busca la “juvenalización” en todos los órdenes y estamentos, y donde ser mayor es equiparable a se decadente, viejo, pasado de moda, en muchos casos jubilado y por lo tanto inservible. Además la madurez de los padres lleva aparejada la vejez y muerte de la generación que le antecede, dándole un nuevo significado a su propia vida, a su propia adolescencia, en relación con sus hijos, también en su propia posición como hijo, en su lugar en la cadena generacional y en su propia  vejez y muerte.

            Cuando sobre el hijo se han volcado unas expectativas e ilusiones excesivas, cuando con él se han establecido lazos narcisisticos o simbióticos muy intensos, romper con esas expectativas, permitir y aceptar que el hijo construya su propia historia, muchas veces a espaldas o en contra de los padres, se hace muy difícil, o incluso imposible. Y es entonces cuando el duelo adolescente esta, vez sí del joven adolescente, es una tarea en ese momento destinada al fracaso. El resultado de este fracaso lo encontramos en la clínica, con manifestaciones claramente depresivas o con defensas contra ella en forma de manía o psicopatía.

           La adolescencia es un periodo crítico en el desarrollo del ser humano y como toda etapa crítica lleva aparejada turbulencia, desasosiego, cambio, pérdidas que son vividas con angustias y aflicción. También es un tiempo de renovación, de adquisiciones internas dentro del aparato psíquico, y externas, en el cuerpo, en el lugar dentro de la familia, de la sociedad. Las adquisiciones son experimentadas con alegría y júbilo, a veces exultante y no por ello maníaco. Quiero decir que en muchas ocasiones se patologiza lo que son procesos normales y saludables, aunque incómodos para los adultos que rodean al joven. Y este proceso, como antes señalábamos, no es solo intrapsíquico, sino también interpersonal y socio cultural.  Como señala Philip Roth en su última obra, precisamente una reflexión sobre  el cambio generacional,  “hasta hace unos años había una manera preconcebida de ser viejo y otra de ser joven. Ya no prevalece.”

           Cuando sobre el muchacho se han proyectado los ideales paternos no conseguidos, cuando el grado de exigencias es excesivo, y lo que se premia y reconoce no es el esfuerzo, sino el triunfo (y si puede ser en cinco meses, mucho mejor). Cuando hay una tal exaltación de la juventud que los padres están compitiendo con sus propios hijos para resultar y parecer igual de jóvenes, con lo que la ley generacional se disipa, nos encontramos con muchachos asustados  ante todo lo que se espera de ellos, con un sentimiento de insuficiencia y de vacío, e incapaces de afrontarlo. Tampoco se les ha preparado para ir aceptando, las sucesivas castraciones por las que normalmente uno se va aceptando y adecuando capacidades con realizaciones. La huida se impone como defensa frente a la insuficiencia y la vacuidad. Entonces si nos encontramos con la cristalización de la patología en forma de depresión o de defensa frente a ella.

           Quisiera acabar esta exposición con unas palabras de L. Horstein que condensan mis propias reflexiones: “La depresión ha pasado a ser, a finales del siglo XX nuestro principal malestar íntimo. Al hombre de la modernidad Kohut le llama Hombre Culpable. Era una criatura desgarrada por los conflictos, exhausta por la tensión entre lo que se permite y lo que se prohibe. Pero si la neurosis es el drama de la culpabilidad, la depresión es la tragedia de la insuficiencia. El Hombre Trágico está desgarrado por una compulsa entre lo posible y lo imposible. Todavía hay tragedias  en el siglo XXI. La depresión es el mediador entre el hombre conflictual, acechado por la neurosis, y el hombre fusional, aparentemente light, adicto a sensaciones para superar una tristeza o una intranquilidad permanente… La Depresión es la pantalla del hombre sin guía, es la contrapartida del despliegue de su energía. La depresión es la patología de la temporalidad (no hay futuro para él) y de la motivación (él no tiene “fuerzas”).”             De los adultos que rodean a los adolescentes, es la responsabilidad, y para nosotros aquí y ahora,  en este encuentro, es el reto de proporcionar a los jóvenes esperanza en un futuro asequible para ellos y fuerza suficiente para realizar el esfuerzo que es necesario.

 

BIBLIOGRAFIA 

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Erickson, E.H. “Sociedad y adolescencia”. Ed. S.XXI. México, 1972

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-         Duelo y melancolía. 1917. XIV

-         Obras Completas. Amorrortu Ed. Buenos Aires

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Winnicott, D.W. “Conceptos contemporáneos sobre el desarrollo adolescente y las inferencias que de ellas se desprenden”. En Realidad y juego. Ed. Gedisa. Buenos Aires, 1972


[1] Conferencia leída en el II Congreso Regional de la Asociación Murciana de la Salud Mental.

Murcia Noviembre 2002

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