TOTALITARISMO, HISTORIA Y BANALIDAD DEL MAL

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Universidad Carlos III de Madrid  
Valencia, Mayo 2003  

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“No, no soy yo, es otra la que sufre,
yo no podría sufrir tanto. Dejen
que un manto negro cubra lo ocurrido,
y que retiren las linternas…
  Cae la noche.

   (Ajmátova, Requiem )

 

Estos versos proceden de Requiem, poema que Anna Ajmátova escribió en los años más duros del stalinismo, del que ella misma y su familia estaba siendo víctima: prohibida su primer marido, Lev Gumilov, y su compañero sentimental (Nikolai Bunin) murieron fusilados; su hijo pasó quince años en el Gulag sin que ella supiera de su suerte.

Sobre este poema, comenta Joseph Brodsky: El Requiem está rozando constantemente los límites de la locura, que se introduce, no por la propia catástrofe, no por la pérdida del hijo, sino por esa esquizofrenia moral, por esa escisión, no de la conciencia, sino de la conciencia moral. La escisión entre el que sufre y el que escribe. Eso es lo que hace grande a esta obra. […] El dramatismo del Requiem no está en los acontecimientos horribles que describe, sino en cómo estos hechos transforman tu conciencia individual, la idea que tienes de ti mismo. El carácter trágico del Requiem no está en la muerte de las personas, sino en la imposibilidad de que el sobreviviente tome conciencia de esa muerte”  

 

He propuesto empezar con este poema de Ajmátova –escrito como reacción, en aquel momento la única posible, ante el totalitarismo- es porque en él se crea, torturadamente, con todo el dolor que las circunstancias producían, justamente aquello que, según Hannah Arendt, el totalitarismo, y también ciertas modulaciones de la Modernidad, tienden a destruir: se produce una distancia. Ciertamente, en el poema se trata de la distancia de una fractura, la escisión entre la mujer que escribe y la madre que sufre, entre quien sobrevive y la muerte de aquellos a quienes sobrevive (en el caso de Ajmátova, su marido y casi su hijo). Una distancia interna y fracturada, una escisión interior, como señala Brodski, que destruye al sujeto y salva, apenas aquí, a la mujer y a la artista. Sabemos que esa distancia interior tuvo mucha más eficacia artística y moral que eficacia política; que apenas rescató al ciudadano; pero, por otro lado, ¿dónde, si no, podría crearse cualquier otra distancia, si, como enseña Hannah Arendt, el trabajo del totalitarismo consiste, precisamente, en “apretar a unos hombres contra otros, en destruir el espacio entre ellos” , que es el espacio de la libertad. El terror totalitario no ataca o suprime simplemente las libertades, sino que destruye las condiciones esenciales de toda libertad, que son la capacidad de movimiento, y el espacio sin el cual ese movimiento no puede darse.”(ib.)

Hay un problema de respiración, sin duda. El totalitarismo es asfixiante. Pero no sólo. Sobre todo, en ese espacio de apariencias que se extiende entre y ante los hombres, insistirá Arendt a lo largo de toda su obra, tiene lugar la acción humana que podemos llamar específicamente política, y por la que los hombres definen y perfilan su individualidad más propia (por la que llegan a ser alguien). Creo que el concepto de ese espacio articula –negativamente, como ausencia o como crítica- los tres conceptos que nos congregan hoy aquí: totalitarismo, historia y banalidad del mal. Lo que me gustaría hacer ver es que podemos aprender de Arendt un modo de entender la historia como ese espacio, revelado justamente a contraluz de las experiencias históricas del totalitarismo y de la banalidad del mal.

Los críticos de Arendt han protestado a menudo que ella dibuja ese espacio movida por una grecomanía nostálgica, resultado de su educación alemana. Repetidamente, el prototipo de su espacio público resulta ser el ágora de la polis griega, en donde unos individuos libres e iguales interactúan por medio de la palabra. Sin embargo, es mucho más razonable pensar  que un concepto así no podía deducirse de algún factum del pasado histórico, sino de una experiencia actual en la que ese concepto quedaba literalmente negado. No era la nostalgia de lo que efectivamente fue, sino el constatar la destrucción de algo esencial que, quizá, nunca podría ser del todo lo que reveló a Arendt el valor del espacio entre los hombres y, con ello, el significado del totalitarismo.

Como sistema de dominación, el totalitarismo era algo radicalmente nuevo y sin precedentes porque fue el primero que se propuso eliminar del todo la condición por la que los hombres pueden ser humanos. Arendt pone gran interés en mostrar que el sistema totalitario no es una modalidad de tiranía, ni siquiera una tiranía extremadamente cruel.  La tiranía no se basa en el terror arbitrario e indiscriminado, sino que selecciona a sus víctimas, identificándolas; y no destruye tanto la libertad del ciudadano cuanto la paraliza por el miedo y la sospecha. Estos producen un desierto estéril que no es un espacio vivo de libertad, pero “donde todavía hay sitio para que sus habitantes se muevan", guiados precisamente por ese miedo. El miedo, como enseñaba Montesquieu, todavía puede ser un motivo para la acción; el motivo para la acción en la tiranía, como el honor lo es en la monarquía y la virtud lo es en la república. El terror, en cambio, no es motivo de la acción. Lo que él produce, “apretando a los hombres unos contra otros” y atándolos estrechamente con una banda de acero, es sustituir su pluralidad por un “Hombre único” de dimensiones gigantescas, para el que todos los rasgos definitorios de lo humano se convierten en insignificantes. Esos rasgos, que se podrían enumerar como la espontaneidad, la natalidad, la acción, la pluralidad y la individualidad salpican de un modo todavía asistemático las páginas de Los orígenes del totalitarismo, precisamente porque este los revela al amenazar con destruirlos. Más tarde, sin embargo, constituirán la arquitectura conceptual de La condición humana; y entonces no se tratará ya exclusivamente de totalitarismo, ni de nostalgia.

Pues, en el caso de Arendt, insistir en el carácter único y singular del totalitarismo, en lo que tiene, precisamente, de inhumano, fue una fuente continua de desasosiego. Muchos han podido lavarse las manos tranquilamente tras afirmar que todo fue una enorme y perversa aberración que se les ocurrió a otros (a los alemanes, a los paranoicos de  la raza aria, a los comunistas marcados por la tradición eslava) en determinadas circunstancias históricas. Algo absolutamente extraordinario y, por lo tanto, ajeno. Pero lo que libros como La condición humana sugieren en el lector es que esa destrucción de los rasgos definitorios de lo humano propia del totalitarismo estaba teniendo lugar, de un modo quizá más suave, pero con una erosión no menos implacable, con todo el proceso de construcción de la Edad Moderna: la supresión de la acción en favor de la obra y, sobre todo, en favor de la labor, y la reducción del ser humano a un mero animal laborans, un ser reanimalizado inserto en el metabolismo de producción y consumo (era en este punto, además, donde Marx, a pesar de su aguda crítica, no era capaz de despegarse del capitalismo). Estos parentescos hacen más espinosa la pregunta por el lugar del totalitarismo en la historia, por su carácter único y singular. Algunas críticas de la modernidad han pretendido encontrar, por esta razón, una línea casi directa de la Ilustración a Ausschwitz, y de Ausschwitz a Hollywood. No creo que sea el caso de Arendt, sobre todo porque ella se tomaba demasiado en serio la historia como para creer en determinismos históricos definidos en virtud de causas y efectos. Precisamente, entender la historia como una única determinación, como una ley única a la que todo lo demás se sujeta y por la que queda excluida toda contingencia había sido uno de los caracteres esenciales del totalitarismo. (Sobre todo del stalinista; en nazismo se apoyaba más bien en la idea de Naturaleza). Y hay un modo de entender la Historia -con mayúsculas- que ha acompañado a la modernidad y cuya estructura es prácticamente paralela a la del terror totalitario. Se trata de entender la Historia como un macroproceso único en el tiempo que recoge y devora aceleradamente todas las historias individuales e impide que haya ninguna consistencia -menos que ninguna, la del mundo como espacio de encuentro que preexiste a los individuos y permanece cuando ellos ya no están. Un macroproceso que acaba convirtiendo a los individuos en superfluos.

 

Lo inquietante era, pues, que el totalitarismo, sin dejar de ser algo único en su aberración, sin poder de ningún modo compararse con nada de lo que existió antes que él, tampoco con lo que existió a la vez que él y le venció (militarmente), estaba hecho de la misma materia que la modernidad. No se deducía necesariamente de ella; pero tampoco le era extraño. Lo que había producido era, sin duda, el mal: un mal radical (dijo alguna vez Arendt al principio, retomando con cierta infidelidad una vieja expresión kantiana) para el que no teníamos conceptos, con el que yo estábamos capacitados para tratar. La monstruosa dimensión de su daño era y es patente. Pero los mecanismos por los que lo había producido, la catadura de los agentes que lo habían llevado a cabo, no era nada extraordinario ni fuera de lo común, como a esos agentes les hubiera gustado creer. No eran demónicos ni grandes, sino simplemente banales, superficiales. Gentes tan planas, estereotipadas y faltas de profundidad que resultaba difícil asociarlas con su delito. Todo el escándalo en torno a la publicación del libro Eichmann en Jerusalén. Un reportaje sobre la banalidad del mal venía de ahí: ¿cómo aceptar que todos esos criminales -Eichmann, o el funcionario de Leningrado que aceptaba o rechazaba el paquete de comida de Ajmátova para su hijo- no estaban, ni de lejos, a la altura de su crimen? No sé si el desasosiego por el parentesco de totalitarismo y modernidad, al que me acabo de referir, y el desasosiego de descubrir que el mal más terrible está tejido con las posturas y conductas más banales son desasosiegos del mismo género. De todos modos, en uno y otro caso, se trata de la pérdida de algo esencialmente humano. Y, tal vez, no sea descabellado leer la obra de Arendt como un esfuerzo por definir esa pérdida y por esbozar las condiciones de su recuperación. He comenzado definiendo esa pérdida como la del espacio de acción entre los hombres; ese espacio que la poesía de Ajmátova recrea, a modo de resistencia, con una escisión atormentada en el interior del sujeto poético. En ocasiones, Arendt llamó mundo a ese espacio -aquello que da consistencia a la acción porque preexiste a los humanos y permanece cuando ellos dejan de estar en él-. Pero también, sobre todo cuando se adopta la perspectiva de la banalidad del mal y se mira de cerca a sus protagonistas, esa pérdida tiene que ver con el juicio, con la facultad de juzgar.

Lo que llamaba la atención en Eichmann no era su depravación, ni su voluntad de hacer el mal por el mal mismo. A la hora de dar cuenta de sus actuaciones pasadas, de defenderse e incluso de enfrentarse a la muerte, profería sólo clichés, frases hechas, adhesiones a lo convencional, y todo eso no denotaba perversión, ni siquiera estupidez, sino una "curiosa y absolutamente auténtica incapacidad para pensar" , para formar juicios independientes. La concepción que Arendt podía llegar a tener del juicio se nos ha quedado, como es sabido, incompleta.  Tampoco podemos saber si, para ella, la capacidad de juzgar es algo contenido en la facultad de pensar, como todavía parecía en los textos sobre Eichmann, o si es algo diferente (precisamente, la tercera facultad del espíritu, tras el pensamiento y la voluntad; y determinada, sobre todo, por el espectador que habita en todo actor). Pero sí parece claro que la banalidad de Eichmann tenía que ver con una incapacidad para distinguir lo que estaba bien de lo que estaba mal; no por algún subdesarrollo infantil de la conciencia moral, sino por la incapacidad –o la pereza, o la incapacidad resultante de la pereza- para pensarse desde el punto de vista de otro. Esto, pensarse desde el punto de vista de otro, tener la imaginación suficiente como para pensar reflexivamente y colocarse mentalmente fuera de la propia posición, es lo que Kant denominaba capacidad de juzgar: saber formar juicios de validez general cuando no hay reglas por las que orientarse. La doble jugada del totalitarismo consiste en que, a la vez que elimina todas las reglas porque se constituye sobre el principio de que "todo es posible", destruye también en sus súbditos la capacidad de juzgar, esto es, de actuar y pensar apropiadamente sin reglas. Eichmann era un producto del totalitarismo, y por eso era banal.

Que el mal sea una cuestión de falta de juicio, de una cierta pereza para ponerse a pensar, no lo hace menos malo. No lo hace menos malo en sus consecuencias, pues el daño es real. Ni lo hace menos malo en sus agentes, pues lo que les alivia en perversión y depravación -esa imagen en la que a ellos les gustaba neuróticamente reflejarse-, se lo carga en responsabilidad: uno no sólo es responsable de lo que hace -y por ello le juzgan los otros-, sino que también -y por ello, además, se ha de juzgar a sí mismo- es responsable de cómo se sitúa frente a lo que hace, de las razones propias que le han movido  a hacerlo. Uno es responsable de sus convicciones; y la banalidad del mal consiste en que el ser que ha cometido las mayores atrocidades, cuando se le interroga por las razones de ellas, deja de dar una respuesta propia: "Hice lo que me mandaban". Lo desesperante de esa banalidad es la falta de correspondencia entre la mirada en blanco con la que (Eichmann o cualquiera de sus semejantes) elude cualquier responsabilidad de sus razones para actuar y la precisa visión que dirigía sus actuaciones. En comparación, las conversaciones con el diablo resultan mucho más gratificantes. De hecho, si el diablo suele resultar un personaje simpático en la historia de  la literatura, es porque siempre da cuenta de lo que hace con una coherencia irreprochable.

 

Y por esa misma razón, el diablo jamás se adaptaría a un Estado totalitario (La novela El diablo y Margarita, de Bulgákov, sería, por cierto, un buen ejemplo de ello). Tiene juicio, y porque tiene juicio, puede tener convicciones. Mientras que "la meta de la educación totalitaria nunca ha sido imbuir convicciones, sino destruir cualquier capacidad de formarse convicción alguna."  Pues sólo es posible formarse una convicción cuando se ha elaborado la posición propia -se sabe dónde se está y por qué se quiere-: y hacer algo así requiere tomar conciencia de la distancia entre uno y los otros que produce la pluralidad. Sólo cuando alguien percibe y precisa el espacio que le separa de los otros y en el que se encuentra con ellos, ese espacio que es el lugar de la intersubjetividad, que permite estar solo pero no aislado , ese espacio que el totalitarismo tiende a destruir y el poema de Ajmátova reproduce interiormente, sólo entonces es posible tener convicciones y ejercer el propio juicio: esto es, hacer abstracción de la propia posición, haber podido pensarse, aunque sea por un momento, en el lugar de otros.

Es algo que el diablo podía hacer. Al fin y al cabo, el diablo tiene una visión del otro, es capaz de imaginarse en su lugar -de hecho, es una de sus actividades preferidas, y tiende continuamente a disfrazarse y utilizar la persuasión, tentación o la promesa-. Y sabe abstraer de sus propias condiciones de juicio, de su propia posición, hasta alcanzar la suprema ironía de Mefistófeles, que se podía definir a sí mismo como "una parte de aquella fuerza que siempre quiere el mal, y siempre acaba produciendo el bien." La banalidad del mal excluye al diablo porque el diablo es un mal sólido y profundo; un mal con juicio, al que el totalitarismo eliminaría con la misma eficacia e indiferencia, sin distinguirlo de él, que a cualquier probo ciudadano de mejor corazón, con convicciones propias y capaz de pensar por sí mismo.

Todo lo que vengo diciendo, aparte de intentar mostrar en toda su gravedad en qué consiste la banalidad del mal, no es para nada un alegato en favor del diablo más rancio y de los males de siempre. Y con esto vengo al asunto de la historia. Pues ocurre que en la modernidad -o en un modo hasta hace poco dominante de entender la modernidad- el diablo, o el mal, ha representado un papel histórico de cierta importancia. Era un papel mefistofélico: querer el mal para que al final resplandeciera el bien. La Historia como tal, entendida como marcha conjunta de la humanidad dotada de una dirección y un sentido, es, como es sabido, un invento reciente. Fue la estrategia conceptual con que la modernidad hizo frente a la pérdida del horizonte religioso y a la desorientación de los nuevos tiempos. Gracias a la Historia, todos los males y desgracias humanas podían contabilizarse como el precio a pagar por el avance de esa marcha, y algún plan oculto de la naturaleza, o alguna astucia de la razón, llevaban ya de antemano esa contabilidad -igual que Dios, en la vieja teodicea, llevaba la contabilidad de las fechorías del diablo-. Y la experiencia de los totalitarismos del siglo XX fue, entre otras cosas, la de la ruptura de esa contabilidad histórica. El concepto había quedado maltrecho -porque no era posible absorber tanto mal, porque la dirección prometida estaba resultando demasiado dispersa....- Eso no impide que el concepto todavía se siga utilizando ampliamente. Los conceptos son también usos, y el tiempo no destruye los usos; sólo los deja intelectualmente ajados, pero permite que convivan junto a otros más nuevos. Los anticuados, incluso, pueden mantener su eficacia en ciertos ambientes, igual que hay ocasiones en las que vestimentas de antaño como el frac parecen seguir siendo las más apropiadas. Supongo que es por eso por lo que, por ejemplo, las más altas instancias han argumentado en favor de la guerra de Irak recurriendo al llamado "eje del mal" (y los malos de ese eje no era banales, sino, me temo que literalmente, unos pobres diablos). O entre nosotros, para no ir muy lejos, el presidente del gobierno español ha afirmado que, con su actuación internacional, estaba sacando a España del "rincón de la Historia". Pensaba, probablemente, en la historia como la marcha conjunta de la humanidad, dotada de rincones, basureros (lo de basureros de la historia, por cierto, era una expresión muy del gusto de los bolcheviques), y salones resplandecientes para quienes marchaban a la cabeza. Diciendo lo cual, no pretendo deslegitimar aquí su actuación (no porque sí sea legítima, sino porque sería impropio despachar un asunto político muy grave con unas modestas reflexiones intelectuales sobre Arendt); ni tampoco digo que utilice mal el concepto: a lo sumo, lo utiliza de modo anacrónico, pero aunque conceptos (como el vestido) siempre se utilizan con algo de anacronismo, y ningún tiempo posee el catálogo exacto de los conceptos al día (como tampoco posee el de la moda). Tampoco es obligatorio utilizar siempre lo último, y en muchas circunstancias –como la de este caso- lo más antiguo parece tener mayor eficacia retórica. Pero ello no autoriza a ignorar que existe ya otro concepto de historia que es, cuando menos, más preciso. No sé si más avanzado –esto son atributos que utilizaba, precisamente, el concepto de Historia y mal contabilizado que estamos despidiendo aquí -, pero sí más reflexivo, pues es un concepto que ha surgido a partir de las experiencias de naufragio que, para el gran concepto de historia como macroproceso, ha supuesto el siglo XX. Y ese nuevo concepto de historia más reflexivo (que, por lo demás, impide hablar de la historia y sus rincones sin un deje de ironía, por más que se reconozca su fuerza retórica) es el que, sugiero, la obra de Arendt contribuye a definir.

 

Pues si algún problema tenía el concepto moderno de historia -sobre todo el marxista, que acabó por ser el canónico, (aunque ya he inidicado que muchos antimarxistas lo comparten)-, es que se concebía a ésta como una obra. La Historia es una obra humana que se hace. La expresión "hacer historia" surgió a la vez que el concepto moderno de historia, y no significaba precisamente estar matriculado en la facultad de Historia, sino contribuir por medios de hazañas significativas, casi como un artesano, a la fabricación de la gran y duradera obra de la historia humana.  La historia, en esa visión, por así decirlo, se construye -y, por cierto, con salones, rincones y cubos de la basura. Y, claro está, una vez que se hace un plan de construcción, no hay más remedio que imaginar un final, y supeditar a él todos los actos constructivos, incluidos, desde luego, los malvados (que, por eso mismo, dejan en realidad de serlo). Pero Arendt ha explicado muy bien cómo ese recurso a la obra, al artefacto duradero y fiable, ha sido el expediente utilizado, desde Platón hasta los modernos, para escapar a lo más frustrante y temible de lo humano, que es la fragilidad y futilidad de las acciones: cualquier cosa que los hombres digan o actúen se desvanece enseguida, se desconecta de su autor e inicia una serie de consecuencias imprevisibles. Y lo que ocurre es que las acciones, no la obra ni la labor, son lo propiamente humano. Es por ellas que la individualidad se manifiesta, que la pluralidad puede tener lugar, que hay realmente espontaneidad. Por eso, una historia concebida como obra (la Historia con mayúsculas) acaba por ser sencillamente inhumana.

Pero el que los hombres sean históricos significa, más bien, que son seres finitos, sujetos a las contingencias del tiempo, procedentes de un pasado y dotados de memoria. Por eso mismo, entonces, la historia pertenece al reino de las acciones, no al de la obra (ni, por supuesto, al de la labor). Ello no significa que acción e historia sean idénticos. La acción, por sí misma, en lo que tiene de espontánea, de ruptura e inicio, puede ser ahistórica. Pero sólo en la medida en que se registra en algún tipo de memoria y narración se articula con otras acciones del pasado y con posibles acciones del futuro, aunque sin determinarlas. En este sentido, la historia, un cierto carácter histórico, va siempre incorporada en la acción misma.. El agente de la acción no puede dejar de incorporar en sus razones para actuar su memoria de las acciones anteriores, su previsión y sus deseos para las acciones futuras. Propiamente, no lo hace él, sino el espectador que todo agente político lleva dentro, y lo hace en virtud de su capacidad de juzgar. Pero, porque la historia es contingente e imprevisible, esas previsiones no se cumplirán, sino que cada acción se insertará en una inestable malla de acciones que nunca acaba de delimitarse del todo, y que el tiempo remodela continuamente. El significado de cada acción sobrepasará siempre lo que su agente imaginaba -y hacerse cargo de ello, de cómo todo eso afecta también a las narraciones que ya existen, es lo que significa tener conciencia histórica. Lo que de ello resulta es que los hombres no actúan para la Historia, sino que son históricos porque actúan, porque sus acciones chocan y se encuentran en relatos de los que tienen que hacerse cargo.

Y ese hacerse cargo de los relatos de las acciones -hacerse cargo es hacerse responsable-, en todo lo que estas tienen de efímeras e intangibles, requiere, precisamente, juicio. Sólo por el juicio es posible darle un valor general en el tiempo (esto es, un significado histórico, pero no de Historia Universal) a lo que es por sí mismo particular, contingente e individual. Sólo por el juicio es posible concebir el entrecruzarse de narraciones diferentes y conflictivas, y hacerse consciente (responsable) del conflicto. Los defensores del narrativismo, de Ricoeur a Nussbaum, suelen insistir en que la narración es precisamente la actividad que nos permite imaginarnos en el lugar de otro, y que por eso mismo no puede llevarse a cabo sin juicio.  Seguramente es así. Pero a mí me gustaría, para acabar ahora, resaltar otra perceptiva en la que el juicio reúne arendtianamente la historia y la política. El juicio era la condición de una actividad política libre porque permitía, por decirlo así, concebir el espacio de lo diferente, de lo plural. Sin juicios con los que hacer inteligible nuestro mundo, el espacio de apariencias se derrumbaría, como ocurre en el totalitarismo. En cierta medida, todo juicio es histórico (en Homero, recuerda Arendt, histor significa juez; y en este parentesco se basaba el grandilocuente dicho schilleriano de que die Weltgeschichte ist das Weltgericht: la historia universal es el juicio final), en tanto que evalúa, selecciona y decide la representación del pasado que tiene el que actúa en el presente. O quizá al revés: toda historia es un juicio- o lo es de un juicio. Por eso la política requiere un espacio de narraciones comunes y no banales. Con ello, no deja de ser tan etérea e intangible como Arendt la define. Mas bien, la propia historia corre el riesgo de hacerse etérea y pierde la consistencia de la obra. Pero esas narraciones de la historia trazan, por así decirlo, el mapa presente del espacio de la política, por el que las acciones se orientan. Para que haya acción se requiere un espacio abierto en el que las historias circulen; un espacio abierto de la memoria. Cuanto más abierto, más profundo y menos totalizador. Y tantos menos mantos negros tendrán que cubrir lo ocurrido, como pedía Ajmátova en su Requiem.  

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