LA SIGNIFICACIÓN DE LA EVOLUCIÓN

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Michael Ruse

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Peter Singer (ed.), Compendio de Ética

Alianza Editorial, Madrid, 1995 (cap. 44, págs. 667-680)

Adaptación: , 1998

1. Introducción

La ética evolutiva es materia de mala reputación, y no totalmente inmerecida. Se asocia a algunos de los excesos morales y políticos más grotescos del siglo pasado, por no decir a algunas de las falacias filosóficas más groseras. Con todo, gracias en particular a los últimos desarrollos de la teoría biológica de la evolución —en particular los asociados a la conducta social (la llamada «sociobiología»)— es cada vez mayor la sensación de que quizás no se ha dicho aún la última palabra.

Vox- a empezar con un breve examen de la ética evolutiva tradicional: el darwinismo social». Tras esta crítica, voy a dirigir la atención hacia las nuevas orientaciones actuales. Como veremos, muchos de los temores habituales han perdido ya su fundamento, aunque también veremos que un enfoque evolutivo tiene algunas implicaciones bastante serias para la reflexión sobre la moralidad.
 

2. El darwinismo social

Charles Darwin, el padre de la teoría evolutiva moderna, publicó su obra fundamental, Sobre el origen de las especies, en 1859. En ella afirmaba que todos los organismos son a fin de cuentas producto de un largo y lento proceso natural de desarrollo o evolución. Además, propuso un mecanismo: la selección natural. Nacen más organismos de los que tienen posibilidades de sobrevivir y re producirse. Esto da lugar a una «lucha por la vida». El éxito de quienes lo tienen —los «más adaptados»— tiende a estar en función de sus superiores características. Con el tiempo, este proceso natural de selección determina un cambio consumado, en el cual el rasgo distintivo de los organismos es su capacidad de adaptación. Y aunque Darwin rebajó algo esta noción en su obra capital, siempre dejó bien claro que su teoría estaba pensada para ser aplicada, de manera absoluta y completa, a nuestra propia especie.

Darwin se inspiró en tendencias que estaban en el ambiente de la Inglaterra victoriana. En realidad, incluso antes de publicar él, otros autores —insatisfechos con el cristianismo como filosofía apta para la sociedad industrializada— intentaron convertir las ideas biológicas en un programa socio-político-económico pleno. Tras la publicación de su obra, este movimiento cobró fuerza, especialmente a manos del compatriota de Darwin, su colega Herbert Spencer. Así nació el «darwinismo social». Se presentó de muchas formas; pero habitualmente supuso una simple aplicación de la lucha y selección darwiniana del mundo de la biología al ámbito social humano. Por lo general —aunque hay interesantes excepciones que señalaremos más adelante— se pensaba que esto implicaba una moralidad social de laissez-faire bastante directa. Al igual que tenemos competencia, lucha, éxito y fracaso en la naturaleza, también en la sociedad tenemos competencia, lucha, éxito y fracaso. Además, en función de la propia perspectiva, esto es algo positivamente bueno o bien (en términos más negativos) una consecuencia inevitable que sería insensato ignorar.

Quizás no es sorprendente que el darwinismo social se transplantara especialmente bien en Norteamérica. Apelaba a los exitosos hombres de negocios del momento, que hallaban en él la justificación de sus creencias y prácticas. En palabras del sociólogo de Yale y defensor de la causa, William Graham Sumner:

Entiéndase que no podemos escapar a esta alternativa: libertad, desigualdad, supervivencia de los más aptos; no libertad, igualdad, supervivencia de los menos aptos.
Lo primero impulsa hacia delante a la sociedad y favorece a sus mejores miembros.
Lo último impulsa hacia abajo a la sociedad y favorece a sus miembros peores.

(Sumner, 1914, pág. 293).

Antes me he referido a las variantes. En Alemania, y especialmente a manos de Ernst Haeckel, el darwinismo social se convirtió más en una ideología glorificadora del Estado. Se puso menos énfasis en el individuo y más en el grupo. Quizás más interesantes en cuanto lecturas alternativas del darwinismo fueron aquellas variantes que intentaron justificar políticas sociales menos severas y más suaves y asistenciales. Uno de los que intentaron hacerlo fue el príncipe anarquista ruso Pedro Kropotkin (1902). Según Kropotkin, la lucha sólo tiene lugar entre especies. Dentro de un grupo, como la especie humana, la biología fomenta la armonía y la amistad (la «ayuda a mutua») y por ello tenemos la obligación moral de apoyarla.

En esta etapa empiezan a plantearse las cuestiones y objeciones. ¿Por qué hemos de seguir los dictados de la evolución? ¿Qué decir de los fundamentos? ¿Qué justificación metaética puede ofrecerse de los diversos dictados, tanto si son admirables como sí no?

Tanto biólogos como filósofos perciben aquí dificultades. Para los biólogos, la preocupación está en que el fundamento del darwinismo social es invariablemente cierto tipo de progreso biológico. Se afirma que el desarrollo es un proceso ascendente —de las moléculas a los hombres— y que para evitar la degeneración y el retroceso tenemos el deber moral de colaborar en, e imponer, los procesos de la evolución. Desgraciadamente, desde Darwin se ha constatado que todas estas esperanzas de progreso son ilusorias (Midgley, 1985). La selección natural sólo se preocupa de los ganadores, y no de los mejores. Como (lijo el gran defensor de Darwin, T. H. Huxley: «"mas aptos" tiene una connotación de "mejores"; y el calificativo de "mejores" tiene una connotación moral. Sin embargo, en la naturaleza del cosmos lo que sea "más adaptado" depende de las condiciones» (Huxley, 1947, pág. 298). No puede evitarse la conclusión de que la evolución es un proceso lento, que no va a ninguna parte, y que por sí mismo no justifica nada.

La inquietud de los filósofos es que el darwinismo social se desliza ilícitamente desde la forma en que son las cosas a la forma en que deben ser. Se estrella uno en la barrera es/debe (sobre la cual véase el artículo 37 «El naturalismo»). En la época preevolucionista David Hume apuntó al fracaso de esta estrategia general (Hume, 1738). Específicamente en contra de Herbert Spencer, el filósofo inglés G. E. Moore mostró que era necesario introducir camufladas premisas adicionales (sobre la moralidad) para obtener conclusiones sobre la virtud del individualismo en el Estado (Moore, 1903).

En resumen, sean cuales sean los méritos o deméritos de las propuestas de acción de los darwinistas, si se examinan detenidamente, sus fundamentos se quiebran y derrumban. No se ofrece un verdadero apoyo.
 

3. La sociobiología: del «altruismo» al altruismo

Hasta aquí por lo que respecta a la ética evolutiva tradicional. ¿ Hemos dicho todo lo que hay que decir sobre la cuestión? Algunos, entre los que me incluyo, pensamos que no. Creemos que sencillamente tiene que importar el que seamos monos con modificaciones en vez de una criatura especial de un Dios bueno, a su imagen y semejanza, creados en el sexto día. Afortunadamente, en los últimos años los progresos de la ciencia biológica nos permiten dar algo de cuerpo a nuestras intuiciones. Empecemos pues desde aquí.

Las nuevas tesis científicas son tan sencillas como esto. Ahora sabemos que a pesar de un proceso evolutivo, centrado en la lucha por la vida, los organismos no están necesariamente en un conflicto perpetuo con armas de ataque y defensa. En particular, la cooperación puede ser una buena estrategia biológica. También sabemos que los humanos son los organismos que de manera preeminente han adoptado esta vía de la cooperación y colaboración. Asimismo, hay razones para pensar que una de las principales maneras de cooperación de los humanos es la posesión de un sentido ético. Las personas creen que deben colaborar, y —con las cualificaciones obvias— lo hacen. Quiero subrayar en relación con esto último que la tesis no es que los humanos estén tramando conscientemente y de manera hipócrita para sacarse lo más posible unos a otros mientras pretenden ser buenos, sino más bien que los humanos tienen un sentido genuinamente moral y una conciencia del bien y el mal. Esto es lo que les motiva.

Examinemos ahora los datos de la ciencia. Partimos de tesis generales sobre la cooperación, o como gustan de llamarla los evolucionistas actuales que trabajan sobre la conducta social (los llamados «sociobiólogos»), del altruismo (Wilson, 1975; Dawkins, 1976). Quiero subrayar en este punto que esto nada tiene que ver con el ofrecimiento desinteresado a los demás porque es correcto —es decir, con el altruismo literal, o con lo que podría denominarse el altruismo de la Madre Teresa. De lo que se trata más bien es de cooperar para las propias metas biológicas, que en la actualidad se traduce en cooperación para maximizar las propias unidades hereditarias (los genes) en la próxima generación (Maynard Smith, 1978). Por ello, en este sentido el altruismo evolutivo es un sentido metafórico del término y quizás convenga aludir a él entre comillas: el «altruismo».

Tanto la teoría como la evidencia empírica de que el «altruismo» biológico es generalizado y se fomenta por la selección natural es muy sólida y está bien documentada. Lo que sucede sencillamente es que, aunque la victoria cabal en la lucha por la vida es el mejor de los resultados posibles, a menudo no es posible este éxito —especialmente dado que todo otro organismo está igualmente intentado ganar. Por consiguiente, será mucho mejor decidirse a aceptar un pastel compartido que jugarse la posibilidad de todo el pastel con el riesgo de perderlo por completo.

Se cree que son varios los mecanismos que fomentan este tipo de cooperación. Los ejemplos más chocantes tienen lugar en los insectos sociales, donde algunas hembras dedican toda su vida al bienestar de la descendencia de su madre, sin tener descendencia propia (Hamilton, 1964 a, b). Pero en los organismos más próximos a nosotros vemos igualmente mucho «altruismo» evolutivo (Trivers, 1971). La familia de perros, por ejemplo, confía mucho en la caza cooperativa, y todo el grupo se aplica al bienestar de las hembras preñadas o lactantes y de sus crías.

A continuación hay que decir que los humanos son obviamente animales que precisan el «altruismo» biológico y además son animales que lo utilizan mucho más hábilmente. No son especialmente buenos como cazadores o luchadores o incluso en escapar del peligro; pero destacan en la colaboración (Isaac, 1983). Por supuesto, nuestra capacidad de cooperar y nuestra necesidad de hacerlo no surgieron por azar. Como ocurre tan frecuentemente, en la evolución tuvo lugar un proceso de retroalimentación. Los paleoantropólogos creen actualmente que una parte muy importante de la evolución humana consistió en la búsqueda de alimento en bandas entre los restos animales. Lógicamente, para tener éxito en este empeño hay que ser capaz de localizar animales muertos o moribundos y advertir o atemorizar a los posibles competidores —competidores que pueden haber sido o no nuestros congéneres. Colaborando los humanos triunfaron, y los que colaboraron con más éxito tendieron a tener más descendencia que los que no. De aquí que, con el paso de los siglos, llegamos a ser «altruistas» de gran éxito.

Ahora empezamos a ser algo más especulativos —aunque subrayo que estos se consideran enunciados de hecho. Se plantea la cuestión de cómo los humanos han llegado a evolucionar para desplegar su «altruismo». ¿Cómo es que funcionamos tan bien en colaboración? La hipótesis básica es que la evolución nos ha inclinado de manera innata a pensar de determinada manera. En particular, la biología nos ha preprogramado a pensar favorablemente sobre ciertas amplias pautas de cooperación. Esta preprogramación no es tan estricta como para limitar por completo nuestras acciones en ninguna situación particular. No estamos «determinados genéticamente» de manera tan rígida como (por ejemplo) las hormigas, que atraviesan la vida como robots. Ni nuestros patrones de pensamiento están tan fijados por nuestra biología que la cultura carezca de efecto. Pero subsiste el hecho de que, para convertirnos en cooperantes, para hacernos «altruistas», la naturaleza nos ha llenado de ideas sobre la necesidad de cooperar. Podemos no seguir siempre estas ideas, pero están ahí.

Por ello, nosotros los humanos estamos de alguna manera en la misma situación que los ordenadores actuales que han sido programados para jugar al ajedrez. Los primeros ordenadores ajedrecistas meditaban racionalmente cada opción antes de mover. Desgraciadamente, eran virtualmente inútiles porque, después de uno o dos movimientos, eran tantas las alternativas a calcular que nunca podían tomar una decisión. De hecho, los ordenadores actuales pueden ser derrotados por consumados maestros, pero normalmente ganan porque, cuando se da en el tablero una configuración particular, tienen preprogramadas determinadas estrategias que son las mejores en esas circunstancias. Igualmente, los humanos podemos actuar en ocasiones en contra de nuestros intereses, pero en general funcionamos bastante bien porque tenemos ideas sobre la necesidad de cooperar (en biología, igual que en el ajedrez, el tiempo y la eficiencia son mercancías valiosas. Necesitamos cooperar, pero necesitamos seguir viviendo).

¿De qué naturaleza son estas ideas sobre la necesidad de cooperar? La posición última de los biólogos evolutivos actuales ha sido la de sugerir que estas ideas no son más que creencias sobre la obligación de ayudar. En otras palabras, para hacernos «altruistas», la naturaleza nos ha hecho altruistas. A renglón seguido quiero subrayar una idea introducida antes, a saber, que no hay duda de que estamos tramando hacer lo que va en nuestro interés y a la vez pretendiendo ser buenos. Más bien, como señalará cualquier evolucionista, a menudo funcionamos mejor si nos engaña nuestra biología —y esto parece ser lo más común con respecto a la cooperación (Trivers, 1976). Pensamos que debemos ayudar, que tenemos obligaciones para con los demás, porque tener estas ideas va en nuestro interés biológico. Pero desde una perspectiva evolutiva estas ideas existen sencillamente porque aquellos de nuestros antepasados que las tuvieron sobrevivieron y se reprodujeron mejor que los que no. En otras palabras, el altruismo es una adaptación humana, igual que lo son nuestras manos y ojos y dientes y brazos y pies. Somos morales porque nuestros genes, modelados por la selección natural, nos llenan de ideas sobre la conveniencia de serlo.

Este es el contexto empírico de la nueva ética evolutiva. Quiero volver a subrayar que aunque gran parte de lo que hemos dicho es especulativo pretende ser seriamente verdadero desde el punto de vista empírico. En realidad, en la actualidad se empiezan a acumular numerosas pruebas en su apoyo. Por ejemplo, se han realizado y se siguen realizando detallados estudios sobre algunos de nuestros parientes más próximos, como los gorilas y los chimpancés (De Waal, 1982; Goodall, 1986). Estos trabajos sugieren que estos animales confían considerablemente en actos altruistas (o bien sí así se prefiere, como no tienen un lenguaje articulado, en actos protoaltruistas). Asimismo, se ha obtenido evidencia en estudios sobre humanos que apuntan a la uniformidad de las creencias morales por encima de las variaciones culturales y de que estas uniformidades son innatas en vez de aprendidas (Van Den Berghe, 1979). Sin poner un excesivo énfasis en la analogía entre lenguaje y moralidad, igual que parecen acumularse las pruebas sobre la pertinencia de alguna versión de las ideas de Chomsky acerca de la naturaleza innata del lenguaje (Lieberman, 1984), los estudios interculturales y del desarrollo sugieren que las creencias morales humanas están arraigadas tanto en la biología como en el entorno de la cultura.
 

4. El contrato biológico

Supongamos ahora, si no más que a título de hipótesis, que el escenario empírico esbozado en la sección anterior es correcto. Tenemos que preguntarnos ahora por sus implicaciones. Por lo que respecta a las cuestiones sobre lo que se espera de nosotros como seres sociales, cuestiones relacionadas con normas sustantivas, repárese que la exposición ha sito alterada un poco. La interrogación no es ya «¿qué debemos hacer?» sino «¿qué (gracias a nuestra biología) pensamos que debemos hacer?». Una vez tomada nota de esta revisión (una revisión que tendremos que retomar dentro de poco) las respuestas surgen con bastante facilidad. Además, si se acepta la biología, aun cuando sólo sea a título de hipótesis, probablemente las respuestas no sean tan sorprendentes como todo eso. El tipo de animales cuya evolución acaba de esbozarse estará compuesto de animales que colaboran, sin duda en su propio beneficio biológico, pero no necesariamente por su propio beneficio consciente inmediato. Más bien serán animales que, por así decirlo, arrojan sus esfuerzos a la reserva general y luego recurren a ellos de acuerdo con sus necesidades. Además, son animales que piensan que es correcto y adecuado comportarse de la manera en que se comportan.

Por ello en algunos sentidos éstos se parecen mucho a animales que han realizado algún tipo de contrato social (véase el articulo 15, «La tradición del contrato social»). Y en realidad si se piensa en algunas de las versiones de la teoría del contrato social, en particular en algunas de las versiones modernas como la John Rawls, el escenario evolutivo presentado parece engranar bastante bien. En otras palabras, tenemos un contrato social, pero no un contrato en que nuestros antepasados decidiesen literalmente cooperar. Más bien se trata de un contrato formulado por la biología evolutiva. Dicho sea de paso, vale la pena señalar que el propio Rawls, no es enemigo de esta idea (véase Rawls, 1971, págs. 502-3).

¿Significa esto que un enfoque biológico encaja cómodamente con lo que cualquier filósofo moral moderno estaría dispuesto a postular acerca de las obligaciones? ¡(Casi) sin duda no! En realidad, para ser sinceros, esto probablemente intensifica las reservas que muchos tienen acerca de las teorías del contrato social. Para el evolucionista, los sentimientos deben registrar las consecuencias biológicas, y lo mismo puede decirse de los sentimientos morales, aun cuando éstos puedan ser característicos. Pero si el evolucionista sabe algo de cierto es lo siguiente: no todas las interacciones sociales han de tener el mismo provecho. En igualdad de condiciones, nuestras mejores inversiones reproductoras van a aplicarse a ayudar a los parientes más próximos. A continuación, probablemente, al parentesco más lejano y aquellos no familiares que tienen más probabilidades de reciprocidad. Desde el punto de vista biológico tiene más sentido cooperar con quienes están en posición de cooperar y tienen un interés común en la cooperación (Wilson, 1978). Por último, llegamos a un límite exterior en el que la relación se establece con extraños y en el que las posibilidades de peligro de lo desconocido pueden superar bien las virtudes de posible reciprocidad.

Lo que al parecer significa todo esto, desde una perspectiva biológica, es que a medida que nos distanciemos de la propia familia inmediata no sólo se desvanecerán los sentimientos de afecto sino también nuestro sentido de la obligación moral. Prácticamente es un perogrullada (*ojo*: traducen por ¡«truismo»!) que uno quiere a sus hijos más que a un extraño desconocido; pero la posición del evolucionista parece implicar también que uno tendrá un mayor sentido de obligación moral hacia sus propios hijos que hacia un niño de otra familia. Incluso con los no familiares existirá un diferencial moral, teniendo un mayor sentido de la obligación en nuestra propia sociedad que hacia las personas no pertenecientes a ella.

Pero esto parece ir flagrantemente en contra de lo que han defendido muchos moralistas, entre ellos Peter Singer. Singer afirma que nuestra obligación para con el niño desconocido de Africa que se muere de hambre no es menor que nuestra obligación para con uno de nuestros hijos (Singer, 1972; para una concepción ligeramente diferente, véase la conclusión del artículo 23 «La pobreza en el mundo»). Por supuesto él quiere a sus propios hijos más de lo que quiere a los hijos de los demás, pero esto no es todo. Afirma que tenemos obligaciones idénticas para con todos.

No estoy seguro de cómo se puede resolver un desacuerdo como este más que apelando a los sentimientos de las personas y pidiéndoles que se examinen profunda y minuciosamente. Por supuesto pensamos que tenemos obligaciones para con terceros, pero dado el cuidado y atención que prodigamos primero a nuestros propios hijos y luego a los de nuestro entorno inmediato, parece llevar una tesis filosófica hasta un punto extremo sugerir que pensamos que todo este tiempo nos comportamos de manera abiertamente inmoral. Si de mí te dicen que doy el noventa por ciento de mis ingresos a una institución benéfica como Cáritas, mientras que mis hijos tienen que comer sopa de pollo en el Ejército de Salvación, es improbable que me consideres un candidato a la santidad. Más bien te indignarías de mi falta de atención a mis verdaderas obligaciones. En este contexto conviene recordar el fuerte mensaje moral de la gran novela de Dickens, La casa sombría. La señorita Jellyby pasa todo su tiempo dedicada al bienestar de los nativos de un lejano país africano. Dickens responde de manera salvaje que sus primeras obligaciones son para con su propia familia descuidada, luego para los desafortunados de su propia sociedad, como Jo, un niño cualquiera, y entonces y sólo entonces, con los que están fuera de los límites de nuestra sociedad.

El ético evolutivo no afirma que uno no tenga obligación alguna para con personas de otras regiones del mundo. Gracias a la tecnología moderna hoy día estamos todos mucho más unidos. Pero afirma que es absurdo pretender que tengamos una obligación idéntica. En realidad, diría que tan pronto reconozcamos la naturaleza limitada de nuestros sentimientos morales probablemente será mejor que reconozcamos que en nuestras relaciones con los demás, las actitudes adecuadas están motivadas por el autointerés ilustrado más que por los sentimientos de afecto místicos e infundados (como se ve, las naciones —que tienen que tomar en serio las relaciones internacionales— son mucho menos propensas a la pretensión de que se relacionan entre sí por motivos distintos al autointerés. El ético evolutivo considera que esto confirma su posición; pero véase también el artículo 34, «Guerra y paz»).

¿Qué decir de la justificación? ¿Qué puede decirse aquí? ¿Qué decir de los fundamentos metaéticos? Sospechamos que es aquí donde muchos filósofos tradicionales se van a desmarcar. Por mucha simpatía hacia el tipo de posición expresada hasta aquí, el pensador tradicional dirá que pensar que una concepción genética de la evolución no dice nada sobre la justificación es dejar un hueco sin llenar. En el mejor de los casos esta posición seria incompleta y en el peor se estrellaría contra la barrera es/debe. Por ello, al final, uno no se encuentra más allá que el ético evolutivo tradicional (quien lo dice es Rawls).

Quizás sea así. Pero quizás quepa también una tercera opción: ¡la ética carece dc fundamento! Esto no quiere decir que no exista la ética sustantiva sino que la supuesta base es en uno u otro sentido quimérica (Murphy, 1982; Mackie, 1977; Ruse, 1986). ¿No sucede en ocasiones que cuando uno ha ofrecido una explicación causal de ciertas creencias puede ver que éstas, en sí mismas, ni tienen fundamento ni podrían tenerlo? Por lo menos esto es lo que afirma el ético evolutivo actual. Tan pronto percibimos que nuestras creencias morales no son más que una adaptación establecida por selección natural, para fomentar nuestros fines reproductores, esto es el final de la moralidad. La moralidad no es más que una ilusión colectiva que nos han endosado nuestros genes para fines reproductores.

Hay que señalar que la cualificación de «colectivo» es aquí muy importante. Sin duda puede distinguirse entre creencias éticas importantes como «no hagas daño a una anciana» y creencias éticas absurdas como «sé amable con las coles los viernes». Lo decisivo de la ética es que todos vamos en su barco. Si no vamos, algunos pueden engañar y el resto de nosotros perder en el juego evolutivo, La ética tiene sus propios estándares y normas, igual que el béisbol o el cricket. Con todo, y a pesar de la opinión de algunos forofos, igual que el béisbol y el cricket no nos dicen nada sobre el mundo real, en el sentido del mundo «de fuera», tampoco la ética. Por esta razón, las preguntas «¿qué debemos hacer?» y «¿qué pensamos (como grupos) que debemos hacer?» se cancelan mutuamente.

La posición que aquí se expresa es una forma de «escepticismo ético» (véanse el artículo 35, «El realismo» y el artículo 38, «El subjetivismo»). Es importante subrayar que el escepticismo no se refiere a exigencias éticas sustantivas. Nadie, y menos el ético evolutivo, niega la existencia de éstas. El escepticismo es sobre los fundamentos que supuestamente subyacen a la ética sustantiva. Lo que quiero decir es que en ocasiones, una vez has ofrecido un análisis causal de por qué la gente cree determinadas cosas, ves que la llamada a una justificación razonada es ilícita. Los mensajes del espiritualismo, al satisfacer (como satisfacen) los temores y necesidades de la gente, son un caso ilustrativo, La ética es otro. Las exigencias morales no son más que adaptaciones. No hay ni lugar, ni necesidad de justificación racional.

¿Qué decir de la objeción de que, aún cuando la evolución pueda habernos llevado a pensar de forma moral, esto no niega la existencia de algún fundamento objetivo de la moralidad? Después de todo, por poner una analogía conocida, es improbable que nuestros órganos de los sentidos desarrollados nos hagan ser conscientes de un tren que se acerca, sí en realidad este tren no se acerca (Nozick, 1981, formula esta objeción). La réplica del ético evolutivo es que la moralidad no es como los trenes. Si uno cooperase mejor al creer exactamente lo opuesto de lo que entendemos por moralidad, así sea. Ensayemos un experimento mental. Supongamos que la evolución nos ha llevado a creer, no que debemos ser justos y buenos, etc., sino que deberíamos ser injustos, malos, etc. Supongamos además que la evolución nos hizo saber que los demás pensaban del mismo modo sobre nosotros. Siguiendo el ejemplo de la guerra fría de los años cincuenta, podríamos terminar en una inestable alianza de cooperación, no muy distinta de nuestro estado actual, de diferente base. Pero ¿quién dice que somos nosotros los que en realidad estamos en lo correcto y nuestro mundo invertido es verdaderamente malo? No hay garantía alguna de que la evolución nos haya llevado a creer precisamente aquello que, por coincidencia, resulta ser objetivamente verdadero. Esa es la perspectiva de la evolución orientada y progresiva. Por lo menos, una moralidad objetiva es irrelevante, lo cual es sin duda una contradicción en los términos.

La moralidad sigue careciendo de fundamento. Con todo, y para formular una última pregunta: ¿por qué la argumentación de semejante tesis parece intuitivamente poco plausible? ¿Por qué parece —o al menos le parece a mucha gente— tan ridículo afirmar que la moralidad no es más que una ilusión de los genes? ¿Por qué parece tan absurdo sugerir que las exigencias morales están en pie de igualdad con la norma del cricket de que debe haber seis bolas por juego? (en realidad no está en pie de igualdad con semejante norma, pues una exigencia moral nos la imponen los genes, mientras que una ley del cricket nos viene impuesta por nuestros antecesores y en principio, podría cambiarse. Lo prueban los grandes cambios que han tenido lugar en el cricket en los últimos treinta años). Hay una respuesta sencilla y cuando se constata refuerza la posición del evolucionista en vez de descartaría. El hecho es que si reconociésemos que la moralidad no es más que un epifenómeno de nuestra biología dejaríamos de creer en ella y de actuar de acuerdo con ella. Por ello, quebrarían de inmediato las muy poderosas fuerzas que nos convierten en cooperantes. Desgraciadamente, desde un punto de vista biológico, aunque algunos de nosotros podamos obtener una ganancia inmediata, la mayoría de nosotros seriamos perdedores.

Por ello es importante que la biología no instituya simplemente las creencias morales sino que instituya también una forma de cumplirlas. Tiene que hacernos creer en ellas. Esto significa que, aun cuando la moralidad pueda no ser objetiva en el sentido de referirse a algo «exterior», es una parte tan importante de la experiencia de la moralidad como pensamos que es. Su fenomenología, si se prefiere, consiste en que creamos en que es objetiva. En palabras del último John Mackie, somos impulsados a «objetivar» la moralidad, a pensar que la moralidad es algo que se nos impone en vez de cuestión de libre elección (Mackie, 1979). Por ello, nos sentimos impulsados a obedecerla y por eso funciona. Si cuando yo interactúo contigo constato que simplemente podría retirarme del acuerdo si lo deseo, haré algo muy parecido a eso. Pero, si como sucede, pienso que la moralidad es verdaderamente vinculante para mí —e incluso el hecho de que pueda reconocer su base no modifica los sentimientos psicológicos que yo tengo— me siento impulsado a seguir comportándome moralmente (obviamente, esto no quiere decir que siempre seamos morales. De lo que se trata es de que tenemos la opción de ser o no ser morales. Donde no tenemos opción es en las creencias que tenemos. Yo puedo decidir robar o no robar. Lo que no puedo decidir es si robar es bueno o malo).

En resumen, lo que aquí se sugiere es que cuando personas como G. E. Moore afirmaron que la moralidad es una propiedad no natural o algo semejante, estaban identificando correctamente un aspecto importante de nuestra experiencia de la moralidad. No es simplemente algo que podamos elegir o decidir, como la ropa que nos ponemos. Sin embargo, al mismo tiempo el evolucionista afirma que Moore se equivoco en su análisis de la objetividad de la moralidad. La moralidad es algo más bien subjetivo o no cognitivo. En lo que difiere de otros sentimientos subjetivos es en el aura de objetividad de la rodea. Igual que el freudiano afirma que quienes niegan su explicación la confirman con ello, el evolucionista afirma que quienes consideran implausible su explicación ¡dan su apoyo a la tesis en cuestión!
  

5. Conclusión

Un prometedor nuevo enfoque de la ética plantea tantos interrogantes como respuestas ofrece. Sin duda es mucho lo que queda por desentrañar de la ética evolutiva: por ejemplo, sobre la interrelación entre biología y cultura; sobre dónde debería situarse en relación a los grandes pensadores de la historia de la ética (David Hume es mi figura paterna favorita). Y sobre la forma o formas en que el conocimiento de nuestro estado biológico puede ayudarnos a evitar la vía rápida hacia el placer para evitar una catástrofe a largo plazo. Pero éstas y otras cuestiones quedan para el futuro. Por ahora es suficiente con que el lector se convenza de que la biología no es tan irrelevante para nuestra moralidad como la mayoría de nosotros hemos supuesto durante tanto tiempo.

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