PENSAR LA CULTURA CON Y DESPUÉS DE BOURDIEU

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Rossana Reguillo

Departamento de Estudios Socioculturales del iteso

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¿La suya es una posición moral?

­Digamos que fui pasando de una actitud profesional a una actitud pública. Hice público lo que estaba aprendiendo en mi vida profesional. Me parece que ése era mi deber.

Entrevista con Martín Granovsky, en Página 12, Buenos Aires, 10 de junio de 2001

 

Así que contra este «fatalismo de banquero» que pretende hacernos creer que el mundo no puede ser diferente a lo que es ­en otras palabras, totalmente sometido a los intereses y deseos de ellos­, los intelectuales y todos aquellos preocupados por el bienestar de la humanidad tendrán que restablecer un pensamiento utópico con respaldo científico, tanto en sus metas, que deben ser compatibles con las tendencias objetivas, como en sus medios, que también deben ser científicamente examinados. Necesitan trabajar colectivamente en estudios que puedan impulsar proyectos y acciones adecuados a los procesos objetivos que se intenta transformar.

Pierre Bourdieu, "Contra el fatalismo económico"1

 

Llamado por la prensa el "monstruo de la sociología" o "l´terrible" de la academia, Pierre Bourdieu2 , el intelectual nacido en agosto de 1930 en el pequeño pueblo de Denguin en los pirineos franceses en una familia de agricultores, fue un pensador polémico que se ocupó de interesantes y numerosos temas para comprender la sociedad del siglo xx, entre los que destaca su aportación a la comprensión de la cultura. Filósofo de la contemporaneidad, Bourdieu constituye una referencia inevitable para quienes intentan descifrar las claves de una sociedad en intensos procesos de reconfiguración. Su muerte, ocurrida el 23 de enero de 2002, representa una pérdida importante, tanto para el ámbito intelectual como para los movimientos sociales contra el neoliberalismo, con los que Bourdieu mantuvo un estrecho vínculo en sus últimos años.

Conociendo su obra, puede decirse que, tal vez, él mismo anticipaba su propia muerte como un motivo para poner en cuestión los relatos consagrados que van haciéndose mirada y piel; y en la paradoja que siempre significó su trabajo, seguramente lo divertirían las expresiones "doctas" de lamento frente a su muerte y al mismo tiempo, desde ese ego (¿inevitable?) de las grandes figuras, aceptaría gustoso (y quizá conmovido) las "ofrendas" de la cofradía de dolientes que deja tras de sí.

Difícil tarea la de trazar un mapa con algunos de sus principales aportes. Difícil escapar al lamento y, al mismo tiempo, hacerse cargo de que unas páginas dedicadas a su trabajo deben, ante todo, rendir homenaje al espíritu crítico y mantener la distancia reflexiva frente a quien se empeñó en demoler las certezas, las seguridades y el sentido común, como obstáculos para el pensamiento libre y comprometido. Más que un lamento, estas páginas intentan problematizar y ejemplificar la potencia del pensamiento de uno de los grandes del siglo xx.

La eficacia simbólica

Bourdieu estudió filosofía y comenzó su carrera profesional como profesor de colegio (el liceo), trabajo que lo llevó a Argelia a finales de los años cincuenta. Bourdieu supo combinar la rigurosa labor del académico con el espíritu combativo del intelectual público. Emerge como pensador social en el contexto del vigoroso estructuralismo de los años sesenta y en 1964 publica su primer libro, Los herederos, en coautoría con Jean-Claude Passeron, una crítica demoledora a la enseñanza francesa, que tuvo una inmediata aceptación entre los estudiantes, quizá porque, como señaló Marc Saint-Upéry (La Jornada, 25 de enero de 2002),

Bourdieu fue una revelación casi existencial. Para los jóvenes intelectuales, a menudo provenientes de los sectores populares, la obra de Bourdieu tuvo un efecto de iluminación terapéutica. Los análisis minuciosos del capital cultural y del campo simbólico les liberaba espiritualmente de los obstáculos a veces humillantes que encontraban en un mundo social que no había sido construido para ellos.

La posibilidad de pensar la cultura como el espacio de la reproducción social y al mismo tiempo como el espacio privilegiado para la innovación y la resistencia, fue una de las aportaciones centrales de Pierre Bourdieu. Su trabajo incansable y provocador se inscribe en la línea de los pensadores que orientaron el cambio de rumbo de las ciencias sociales en el siglo xx.

Su "sociología" desafió simultáneamente los objetivismos y los subjetivismos de unas ciencias sociales o demasiado normativas y estructurales o demasiado inclinadas a ignorar los límites establecidos por la estructura en su afán por superar los determinismos. Es el desafío de un profundo conocedor de las reglas y lógicas del espacio académico, al que estudió con detenimiento; Bourdieu dedicó buena parte de su energía y de su prestigio al desmontaje crítico de este campo intelectual, y siguió en todo momento los rituales, los estilos y los modos consagrados; dicho en otras palabras: jugó al cambio de juego con las mismas herramientas del juego que impugnaba.

Para ubicar estas aportaciones es importante señalar que el núcleo de su propuesta conceptual radica en el desarrollo de una categoría que posibilitó a Bourdieu tender un puente entre el momento objetivo de la cultura ­fundamentalmente los discursos sociales y las instituciones­ y el momento subjetivo de la cultura, el de las prácticas. Esta categoría-puente es el habitus.

Concebido por Bourdieu como el principio generador de las prácticas sociales, el habitus destraba el problema del sujeto individual al constituirse en el lugar de "incorporación" de lo social en el sujeto, lo que permite colocar al centro de la reflexión una subjetividad modelada, configurada y enmarcada por un conjunto de estructuras sociales objetivas de carácter histórico que el sujeto incorpora de acuerdo con el lugar social que ocupa en dicha estructura; al mismo tiempo y en la medida en que Bourdieu propone que el habitus es un conjunto de disposiciones lógicas y afectivas, su teoría abre la posibilidad de entender la negociación entre sujetos históricos y situados y las estructuras que los han formado como tales; negociación que se verifica en la práctica, es decir, en la puesta en escena de los valores y saberes incorporados (el habitus) que se enfrentan a su pertinencia y validación en la situación social en la que éstos son desplegados.

De tal suerte, la teoría de Bourdieu mantiene una tensión fundamental entre el sujeto-sujetado del estructuralismo (del cual él es deudor) y el sujeto reflexivo y capaz de resistencia de la sociología comprensiva. Ya en 1965, Bourdieu afirmaba: "Una antropología total debe culminar en el análisis del proceso según el cual la objetividad arraiga en y por la experiencia subjetiva: debe superar englobándolo, el momento del objetivismo, y fundarlo en una teoría de la exteriorización de la interioridad y de la interiorización de la exterioridad".[3]

Esta premisa teórico-metodológica fue la que le permitió dar cuenta del proceso ­en diferentes objetos empíricos, entre los que destaca La distinción, la formación social del gusto [4]­ mediante el cual lo social se inscribe como un sistema de regularidades en los individuos en una situación de clase específica. Para las teorías de la cultura ésta no es una aportación menor, ya que contiene los gérmenes de un desarrollo conceptual (y metodológico) que permitirá superar los economicismos tanto marxistas como funcionalistas que, en una sobreenfatización de las condiciones materiales de existencia en sus vínculos con la clase social, tienden a ignorar la cultura como la expresión de un principio generativo que aunque directamente ligado a la "clase", la trasciende, ya que los sujetos están insertos en tramas de relaciones mucho más amplias (epocales, nacionales, de género, religiosas, globales, de edad) que desbordan la concepción tradicional de clase como definida por el ejercicio o padecimiento de la dominación.

Para el desarrollo de las ciencias sociales en general y de los estudios culturales en particular, el principio de interiorización-exteriorización de sujetos situados tiene dos consecuencias clave: de un lado, permite romper con los esencialismos (cultura legítima o popular como esencias definibles teleológicamente) y, de otro, abre el análisis a una mayor complejidad en tanto obliga a introducir la negociación-resistencia como una dimensión constitutiva de la dinámica sociocultural en la que los sujetos, en efecto, "perciben, valoran, actúan en y sobre el mundo de acuerdo al lugar social que ocupan en la estructura". Esto confirma la tesis estructuralista, pero con posibilidades de utilizar las mismas estructuras con las que han sido estructurados para estructurar el orden de la realidad social, que introduce la sociología reflexiva de Bourdieu. "Estructuras estructurantes y estructurables" que ­como lo pretendía él­ permiten "escapar a la alternativa entre desmitificación y mitificación: la desmitificación de los criterios objetivos y la ratificación mitificada y mitificadora de las representaciones y voluntades".[5]

En un momento en que un sector influyente de los estudios culturales en su vertiente norteamericana [6] destaca una especie de textualismo de la cultura y tiende a ignorar las determinaciones estructurales e históricas en las que los textos culturales emergen y se hacen hegemonía o cultura subalterna ­lo que deviene en mitificación de la voluntad de los sujetos­, el planteamiento de Bourdieu ha sido no sólo un antídoto contra el culturalismo (cultura pensada al margen del poder), sino una vertiente importante para reconducir el análisis cultural en América Latina, donde el debate hoy se centra en la necesidad de someter a desmontaje crítico el conjunto de conceptos y categorías "metropolitanas" que se han convertido en sistemas de clasificación y, por consiguiente, en "explicaciones esencializadas" o, en el mejor de los casos, no problematizadas, del atraso e incomplitud de las expresiones y prácticas culturales en Latinoamérica.

Planteado en otros términos, la teoría de Bourdieu fortalece la posibilidad de cuestionar la teoría misma al concebirla como un poder nomotético capaz de decretar la unión y la separación de lo legítimo y lo ilegítimo y como un juego en el que se disputa el poder de regir las fronteras sagradas, es decir, el poder casi divino sobre la visión del mundo.[7] El poder de la representación, que se entiende de manera laxa como el poder que actúa sobre el modo en que las sociedades, los grupos y las personas se perciben a sí mismas y a las demás, se constituye en la piedra angular de las preocupaciones y aportaciones de Bourdieu. Lo simbólico no constituye entonces para él una dimensión aislada o separada de la facticidad del mundo social, sino un principio generador y una fuerza productiva.[8]

En América Latina las teorías dominantes sobre la cultura han significado la aceptación ­generalmente implícita­ de las categorías binarias que han establecido las divisiones más o menos consagradas que organizan el pensamiento sobre las sociedades: cambio-tradición, desarrollo-subdesarrollo, cultura legítima-cultura popular, premoderno-moderno, entre otras. Esta categorización ha pesado no sólo en la formulación del pensamiento sobre la cultura, sino, en especial, en el paso de este pensamiento al espacio público y a la vida cotidiana. Así, se ha vuelto "sentido común" asumir que Latinoamérica es un espacio premoderno, en el que predomina lo popular (en un sentido peyorativo o folklorizante), subdesarrollado y, en términos generales, tradicional. Estas "verdades" han orientado las agendas de investigación en torno a la cultura latinoamericana y han obstaculizado el pensamiento propio acerca de las expresiones latinoamericanas de la modernidad, de la densidad de las culturas populares en lo que tienen de urbano y de moderno, y de manera central han dificultado romper con el imperativo de un desarrollo lineal que establece sus propios parámetros desde la lógica metropolitana. El subdesarrollo se asume como "dato" dado y no problematizable.

Pensar la cultura y la sociedad con Bourdieu significa ante todo asumir una posición reflexiva, crítica y vigilante del propio pensamiento; en tal sentido, su contribución, pese a estar inscrita en los centros de producción dominante, aporta los elementos para desacralizar los discursos consagrados y abre las condiciones para someter a un proceso de historización el conjunto de conceptos y categorías, cuyo uso "científico" y, por consiguiente, "no sospechoso" configura el trabajo intelectual en este lado del globo.

Tal vez en el fondo, y esto es apenas una hipótesis, el gran impacto del trabajo de Bourdieu, entre las generaciones de académicos "jóvenes" en el continente, encuentra su explicación en esa capacidad del sociólogo-antropólogo-filósofo-intelectual que fue Bourdieu, de aportar los insumos para la desmitificación, la desolemnización y &#161herejía!, señalar la importancia de sentar a las ciencias sociales en el banquillo de los interrogatorios. Curiosa paradoja, en tanto su trabajo denso, complejo, lejos del populismo científico, nunca fue escrito y discutido [9] en clave de divulgación; es decir, colocó siempre ante él a un interlocutor dispuesto a "someterse", por una parte, al canon de un campo académico con sus rutinas y rituales y, por otra, al desafío de un pensamiento complejo y nunca complaciente. Paradoja, porque a través del rigor y de la vigilancia extrema sobre sus supuestos y del esfuerzo ­a veces excesivo­ que demanda su discurso, Bourdieu supo convocar la creatividad, la innovación, la rebeldía y la crítica. No fue su convocatoria la del "profeta iluminado" que invita a "sus discípulos" a la destrucción de un orden perverso y equivocado, sino el llamado de un inagotable trabajador de las ideas que mantenía como premisa fundamental la sospecha y la duda.

Creo, en ese sentido, que una de sus propuestas clave es el desmontaje de lo que él llamó "las doxas", verdades irrefutables, instaladas en el sentido común y nunca cuestionadas. El estudio de las doxas constituyó la columna vertebral de su teoría de la práctica, de sus impugnaciones al neoliberalismo, de sus debate antropológico acerca de los excluidos, de su exabrupto "sobre la televisión", de su indudable vocación de profesor, de sus salidas al espacio público para encontrarse con obreros en huelga, con escritores y artistas, con intelectuales y políticos.

Pensar la cultura con Bourdieu es hacer salir de su clandestinidad los estereotipos, los lugares comunes, es decir, las doxas, que condenan a la aceptación pasiva de una realidad que es ­aparentemente- inevitable.

Para Bourdieu, tanto el cambio social como la reproducción están inscritos como potencialidades en el mundo social, no son momentos o estados específicos; están contenidos de manera virtual en la relación entre estructuras y prácticas. Son consecuencia de luchas históricas. Y si la cultura es, entre otras cosas, un territorio de tensiones entre el cambio y la continuidad, el acercamiento de Bourdieu permite entender no sólo el momento reproductivo, sino el conflicto entre contendientes desnivelados en la lucha por la apropiación material y simbólica de distintos tipos de capital que se libra en los espacios pluridimensionales de posiciones que él denominó "campos", una de las categorías más útiles y potentes del arsenal conceptual del sociólogo.

Lo relevante es que la visión de Bourdieu permite pensar el cambio (y, por consiguiente, la continuidad) como algo interior al propio sistema y no como una fuerza que actúa desde el exterior.

Así, la cultura, como dimensión co-constitutiva de lo social, puede ser planteada como una relación entre lo instituido ­la cultura en estado objetivado­ y lo instituyente, es decir, las prácticas sociales que comportan siempre una parte de indeterminación, ya que son el producto de luchas simbólicas sometidas a variaciones de orden temporal (históricas) y al estado de relaciones de fuerza en un momento preciso.[10]

Por ejemplo, en el ámbito de la acción política, estas luchas hacen parte de las disputas por el "poder de conservar o el mundo social conservando o transformando las categorías de percepción del mundo".[11] Otra vez, lo que aquí está en juego son las categorías que tienen el poder de hacer existir el mundo social. "Lo indígena", "la oposición", "las mujeres" y "las minorías" son, desde este planteamiento, categorías socioculturales cuya construcción y legitimidad detona luchas en el espacio social.

Y una pieza clave para completar el rompecabezas es lo que Bourdieu denomina "estructuras de plausibilidad", que, como concepto, permite en el contexto del análisis ubicar las condiciones de la lucha en cuanto condiciones objetivas que hacen posible la práctica o, en este caso, el triunfo ­precario e inestable­ de la legitimidad de unas ciertas categorías de nominación. Son estas "estructuras de plausibilidad" las que en los arraigos empíricos permiten entender por qué, pese a una lucha tan larga, por ejemplo los indígenas mexicanos, éstos no logran "apropiarse" de las categorías (formas, imágenes, representaciones) a través de las cuales son percibidos, valorados, clasificados y permanecen atrapados en las definiciones exteriores y dominantes.

El desmontaje de la eficacia simbólica mediante la cual se naturaliza el poder constituye la piedra angular de su plataforma intelectual; así, sus investigaciones sobre la enseñanza, el campo intelectual, el campo religioso, la televisión, el neoliberalismo o la miseria en el mundo son objetos que desde su especificidad están sólidamente articulados por una misma preocupación.

Y en el plano metodológico su propuesta reposa sobre tres principios fundamentales: la reflexividad, el constructivismo y el pensamiento relacional.

A Bourdieu le preocupaba el efecto que sobre el pensamiento ejercía la institucionalización del saber y de los procedimientos científicos, que se traduce en una transmisión no problematizada de estos saberes y procedimientos disciplinarios, entendidos como competencias atemporales (no historizadas) que los agentes de un campo de saber (especialistas o públicos) deben dominar, mucho más en diálogo con la propia disciplina que con las transformaciones de la sociedad. El "oficio del sociólogo" es someter entonces a un proceso reflexivo la propia mirada (pensar el pensamiento con el que se piensa), en tanto el analista no está exento de las "determinaciones" de clase, de género y no puede escapar a su propio tiempo. La objetivación de estas condicionantes es para Bourdieu un antídoto contra el absolutismo científico que se oculta tras la fachada de una supuesta neutralidad y transparencia.

Bourdieu levantó muchas de sus premisas metodológicas contra aquellas perspectivas que entienden la realidad como un dato dado, como el resultado "natural" de un devenir lineal. Se esforzó por transmitir el "oficio" colocando como núcleo de su metodología el constructivismo, proceso complejo de construcción de la realidad que se articula a unas estructuras de plausibilidad que operan como marcos normativos producto de largos procesos de sedimentación histórica de proyectos sociales que deben entenderse también como formas y esquemas perceptivos. Asumir este presupuesto implica mantener en tensión la fuerza actuante de estructuras objetivas con la capacidad (agencia) de los sujetos de relacionarse críticamente con esas estructuras y, por lo tanto, de transformar tanto la forma como la percepción de esa realidad.

Interesado en las formaciones socioculturales (¿por qué las cosas llegan a ser lo que son?), Bourdieu señaló que el análisis debe partir explícitamente de una relación situada capaz de develar los procesos de configuración, constitución e institucionalización de estas formaciones. En particular relevante en el contexto actual, el análisis relacional permite, por ejemplo, mantener la tensión productiva entre lo global y lo local, lo masculino y lo femenino, en el análisis de género; lo interior y lo exterior, no como categorías autocontenidas y suficientes, sino como dimensiones relacionales que adquieren sentido en una situación.

Después de Bourdieu con Bourdieu: pensar la cultura (y la) política[12]

En la medida en que el mejor homenaje a un pensador es discutir y probar la potencia de sus planteamientos, en esta última parte quisiera explorar algunos de los supuestos ya discutidos, en relación con el modo en que la plataforma construida por Bourdieu ha sido importante para construir una propuesta analítica para pensar las relaciones entre cultura y política.

En las sociedades complejas, el principio de heterogeneidad no sólo apunta a la diversidad de grupos sociales, discursos y creencias orientadoras que dan forma a los procesos de secularización,[13] sino a la multiplicidad de zonas de condensación de poderes, que coexisten y se articulan al poder del Estado, no necesariamente ni siempre de manera armónica. Estas zonas se integran por diversas instituciones, organizaciones, grupos, o por una mezcla de éstos, que elaboran sus propios discursos de orden, que a su vez engendran procesos de socialización secundaria que buscan configurar sujetos afines a esos discursos y legitimar un estado de cosas vigente o deseable, que puede o no favorecer el acuerdo con las aspiraciones, valores, ideologías y acciones del Estado nacional.

Sin duda, México es una sociedad compleja, por más que persistan dispositivos y representaciones tradicionales en algunas de sus áreas. El llamado proceso de la transición democrática en el país puede ser leído como un signo de esta heterogeneidad en el que no sólo está presente la disputa por el proyecto de país, sino la lucha por la definición de éste (Reguillo 1996).

Desde tal perspectiva, asumir que las formas de percepción, valoración y acción en la esfera pública se desprenden exclusivamente del Estado y de las instituciones legitimadas por el discurso dominante, no es sólo una reducción, sino un error, ya que hoy compiten en y por el espacio público una diversidad de actores que rebasan los modos tradicionales de gestión (partidos, sindicatos, cooperativas, etcétera) y de representación política (diputados, senadores, funcionarios públicos) que desbordan los espacios formales de la política (municipio, estado, federación).

Hay una emergencia de "nuevos" actores o una visibilización creciente de algunos, tales como las organizaciones no gubernamentales, cuyos vínculos cada vez más globales han obligado a una redefinición del ejercicio del poder:[14] los medios de comunicación, que se constituyen como actores de peso completo en la configuración de representaciones sociales y le disputan, por ejemplo, a la escuela y a la familia el monopolio de la socialización; las fuerzas del mercado, que, aunque sea por afanes mercadotécnicos, se muestran favorables a los vientos democratizadores en la medida en que puedan garantizar la estabilidad social; los nuevos movimientos sociales aglutinados en torno a un conjunto de reivindicaciones vinculadas a las que Habermas (1989) denomina las "gramáticas de la vida",[15] ninguno de ellos interesado, en lo aparente, en la toma directa del poder, pero que apuntan de manera contundente a las contradicciones del sistema y descolocan en sus manifestaciones públicas la gestión tradicional del poder.

Este panorama, de suyo complejo, indicaría que la cultura política no puede centrarse en el dominio cognitivo y práctico de la política formal en sus diferentes manifestaciones. Se trataría, por el contrario, de aprehender las distintas mediacio nes que intervienen en la configuración de mapas cognitivos y afectivos que organizan para los actores sociales las representaciones y las acciones en la esfera pública, bajo el supuesto, planteado por Giménez (1987), de que la cultura engendra modelos "de" y modelos "para", es decir, modelos de representación y acción.

De acuerdo con el esquema propuesto por Pierre Bourdieu (1987), para trabajar los niveles de existencia de la cultura, se propone aquí "descomponer" la cultura política en: cultura política "institucionalizada", cultura política "incorporada" y cultura política "en movimiento". Una adecuación de este esquema se desarrolla en seguida:

a) Cultura política institucionalizada: los depósitos del saber-hacer. La cultura política, individualmente poseída y socialmente compartida, es producto de una construcción social e histórica y en tal sentido es de modo necesario intersubjetiva, lo que significa que para constituirse, mantenerse o transformarse es indispensable un conjunto de condiciones que ratifiquen su validez, viabilidad y legitimidad. En este nivel esas condiciones se refieren a la dimensión institucionalizada de la cultura política que será entendida aquí como el conjunto de normas, representaciones, valores y comportamientos socialmente dominantes en un momento histórico y en una sociedad determinada.

Así, para "normalizar" el comportamiento ciudadano, según ciertos patrones legítimos, la sociedad genera (no sin conflicto) un saber que se institucionaliza para orientar a sus miembros; se trata de saberes tanto explícitos como implícitos que se convierten en esquemas orientadores de la acción.

En estricto sentido, estaríamos hablando mucho más de "civilidad", entendida como las normas que vienen desde arriba, que de cultura política, la cual implica, como concepto, el trabajo activo del actor. Por razones de claridad, vale la pena señalar que la cultura política no surge en el vacío; por el contrario, está anclada en las dimensiones objetivas y objetivables de la sociedad (el corporativismo que nos vuelve "reales" como ciudadanos; la resolución de conflictos por la vía violenta; el amiguismo; la menor o mayor importancia del voto, etcétera). La cultura política se construye en largos procesos de sedimentación histórica, que no anulan la emergencia ni la posibilidad de transformación, en la medida en que ­con base en un supuesto fenomenológico­ una "verdad" funciona hasta aviso en sentido contrario.

b) Cultura política incorporada. Ésta se entiende como el proceso activo de apropiación y (re)construcción selectiva por parte del actor social del "repertorio" de normas, valores, representaciones, comportamientos y actitudes en relación con la esfera pública. Es un proceso mediado de manera múltiple, principalmente por el lugar social del actor en la estructura, por las dimensiones de género, de escolaridad, de ocupación, de edad, de religión, de etnia, de preferencia sexual.

Existe (no flotando en el aire) un repertorio de saberes y procederes más o menos legitimados y compartidos, fruto, en buena parte, de la construcción simbólica del Estado nacional; sin embargo, ello no significa que éstos sean homogéneamente accesibles al conjunto de la sociedad; tampoco, que estén fijados de una vez y para siempre, en la medida en que la "hegemonía" requiere un trabajo de "mantenimiento" constante y no exento de conflicto, que demuestre su validez como alternativa plausible para el actor social.

La mayor condensación de la cultura política se ubicaría en este nivel del esquema, ya que en esta incorporación o habitus en el planteamiento de Bourdieu, en términos conceptuales, se despliega la potencia de la identidad diferencial como organizadora de las percepciones, valoraciones y acciones en y sobre el mundo. Es aquí donde los saberes institucionalizados se enfrentan a su mayor desafío: su plausibilidad para la experiencia cotidiana del actor, y donde, de regreso de la práctica, se reproducen o transforman las maneras de entender el mundo.

c) Cultura política en movimiento. Para que esta incorporación se lleve a cabo, el actor necesita poner en práctica el valor, la norma o la representación, y obtener de la evidencia empírica la validez de sus orientaciones. En otras palabras, es la práctica la dimensión que permite, analíticamente hablando, "verificar" la representación enunciada y la acción operada.

"No hay acción social sin representación", es el principio que debe orientar la lectura de las prácticas sociales, ya que ellas no se verifican en el vacío, en el sentido de que "buscan" estar objetivamente ajustadas a las estructuras que las engendran. Ello, de nueva cuenta, no supone una conciencia explícita del actor, pero es a través de la práctica como la estructuración (o desestructuración) entre cultura institucionalizada y cultura incorporada se hace visible. Las prácticas rebelan los distintos posicionamientos de las identidades sociales y el modo en que ellas negocian su existencia, en palabras de García Canclini (1995), "en el contexto de un terreno ya delimitado".

Sin embargo, uno de los pocos acuerdos entre los distintos planteamientos sociológicos que hoy buscan entender y explicar el funcionamiento de la sociedad "postindustrial", de la "tardomodernidad", de la "sobremodernidad", de la "sociedad de la información" o de la "posmodernidad" (según los diferentes nombres y enfoques en debate), es el de la crisis de los llamados "metadiscursos", que aquí podríamos denominar como "crisis de las instituciones". Desde diferentes enfoques se coincide en que se presenta un desajuste, un desfase o, para decirlo con Giddens (1993), un desanclaje entre las prácticas y las estructuras sociales objetivas.

Ello vuelve mucho más urgente la lectura atenta de la acción colectiva, ya que es ahí, en el territorio de las prácticas, donde, en interacción con los sentidos objetivados, se están gestando "nuevas" significaciones de la política.

La propuesta es, entonces, que las indagaciones en torno a la cultura política se desplacen de lo normativo, institucionalizado y del "deber ser" al terreno de lo incorporado y lo actuado, en busca de que el eje de lectura sea el mismo sujeto que, a partir de las múltiples mediaciones que lo configuran como actor social, "haga hablar" a la institucionalidad.

He intentado mostrar la potencia heurística de la teoría de Bourdieu y las posibilidades de ponerlo en diálogo con otros autores y corrientes de pensamiento, para construir una plataforma propia.

Epílogo: Bourdieu no ha muerto

Cuando a través de un buscador de la Internet se teclean las palabras "Pierre Bourdieu", en Google, por ejemplo, aparecen 38 500 referencias; en Altavista, 16 090, y 30 enlaces con otros sitios; Lycos reporta 30 261 sitios y en Yahoo se consignan 35 900 referencias. Hay páginas en español, en francés, en inglés, en alemán, en portugués, y en otros muchos idiomas. Existen sitios completos que incorporan desde su biografía hasta las reseñas de su numerosa obra; hay otros que son tímidos testimonios de estudiantes de pequeñas universidades (de todo el globo) que se manifiestan en torno a la muerte del pensador.

Los principales diarios del mundo reportaron su muerte y mantuvieron "el tema" en sus páginas por lo menos los cinco días inmediatos a su muerte. Y no se hicieron esperar los coloquios, los seminarios, las conferencias, para rendir académico homenaje a uno de los grandes del siglo xx.

No es una cuestión menor que un intelectual tenga tal poder de convocatoria y que su obra haya sido capaz de romper la "veda" que por la vía de los hechos decretan los medios de comunicación ante los críticos incómodos (o complicados).

Quizá todo este fenómeno del intelectual público que le declaró la pelea a la simplicidad de los medios (especialmente la televisión) encuentre algo de su explicación en que, pese a su complejidad, los temas de Bourdieu son... los temas de la vida.

Ahí quedan sus obras para dar testimonio, pero la mejor muestra de su aventura intelectual la representa la propagación de sus ideas a lo largo y ancho del mundo, que deberán fructificar ­como él lo hubiera querido­ en más profundos y mejores análisis.

Bourdieu no ha muerto.

 

Notas

1. Discurso pronunciado el 22 de noviembre de 1997, con motivo del Premio Ernst Bloch, que le concedió el Instituto Ernst Bloch, en Ludwigshafen, Alemania. Publicado en New Left Review, núm. 227, enero-febrero, 1998, Londres. Traducido del inglés por Clara Inés Restrepo.

2. Más allá de estas metáforas, lo que resulta relevante es que la prensa se ocupe de un "académico"; es decir, lo importante no es tanto que se le mire con una mezcla de admiración y terror, sino el hecho de que Bourdieu, pese a lo complejo de su aparato conceptual, haya trascendido las barreras de contención que la propia academia coloca en sus relaciones con la sociedad. Ser un intelectual público, como lo fue Bourdieu, no es hazaña menor en el contexto del éxito del pensamiento simple y profético.

3. Un art moyen. Essai sur les usages sociaux de la photographie, París, Les Editions de Minuit, 1965.

4. Distinction: a Social Critique of the Judgment of Taste, Cambridge, ma, Harvard University Press, 1984.

5. ¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos, Madrid, Akal, 1999, p. 95.

6. Ver la excelente crítica que plantea a este respecto Néstor García Canclini en "El malestar en los estudios culturales", Fractal, núm. 6, México, 1998.

7. Ver "La fuerza de la representación", en Bourdieu, ¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos.

8. Quizás uno de los trabajos en que este planteamiento queda sentado con más fuerza es La domination masculine, París, Seuil, 1998.

9. Una excepción es La miseria del mundo (1993), obra que desata una intensa polémica entre los académicos, que lo acusan de un cierto populismo, pero que lo lanza a un debate, que ya no se detendrá, en el espacio público.

10. Esta discusión está desarrollada en O poder simbólico, Lisboa, Difel, 1989.

11. Sociología y cultura, México, colección Los Noventa, cnca-Grijalbo, 1990, p. 290.

12. Esta discusión ha sido ya desarrollada como parte de la propuesta conceptual para el diseño y análisis de la I Encuesta Nacional de Juventud del gobierno federal. R. Reguillo, Cartografía de la cultura política de los jóvenes mexicanos, México, IMJ (en prensa).

13. Si bien comparto como formulación teórica y como planteamiento heurístico de gran potencia el principio planteado por Martín Hopenhayn, a propósito de la "secularización radical", en la sociedad contemporánea, en el plano del análisis, es importante mantener en tensión la existencia de grandes zonas sociales donde tal fenómeno, el de la secularización, es prácticamente inexistente o muy débil. Ver de M. Hopenhayn, Ni apocalípticos ni integrados. Aventuras de la modernidad en América Latina, México, fce, 1995; "Tribu y metrópoli en la posmodernidad latinoamericana", en Roberto Follari y Rigoberto Lanz (comps.), Enfoques sobre posmodernidad en América Latina, Caracas, editorial Sentido, 1998.

14. Por ejemplo, el trabajo político de algunas organizaciones dedicadas a la defensa del medio ambiente, centrado en el lema "pensar globalmente, actuar localmente", cuyas acciones "localizadas" no sólo buscan un impacto mundial, sino que parten de ese contexto globalizado para darle visibilidad a las acciones locales y para establecer alianzas internacionalizadas.

15. Por "gramáticas de vida", el autor refiere las aspiraciones y proyectos vinculados a la cultura, cuyas demandas se articulan no a las reivindicaciones de clase o socioeconómicas, sino a la diferencia cultural (sexual, étnica, religiosa) anclada en las dimensiones de la vida cotidiana y no interesada en la toma del poder. J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa. Prolegómenos y estudios previos, Madrid, Cátedra, 1989.

 

Bibliografía

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______ O poder simbólico. Lisboa: Difel, 1989.

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______ La misére du monde. París: Editions du Seuil, 1993.

______ La domination masculine. París: Editions du Seuil, 1998.

______ ¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos. Madrid: Akal, 1999.

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