GENEALOGÍA DEL RACISMO

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Michel Foucault 

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Genealogía del racismo

ENSAYOS
© Editorial Altamira Calle 49 N° 540 La Plata, Argentina

Título Original: Il faut défendre la société

Traducción: Alfredo Tzveibel

Prólogo: Tomás Abraham

ISBN: 987-9017-01-3

 

Índice

Prólogo

Primera lección - 7 de enero de 1976

Genealogía 1- Erudición y saberes sujetos

Segunda lección - 14 de enero de 1976

Genealogía 2- Poder, derecho, verdad

Tercera lección - 21 de enero de 1976

La guerra en la filigrana de la paz

Cuarta lección - 28 de enero de 1976

La parte de la sombra

Quinta lección - 4 de enero de 1976

La guerra conjurada, la conquista, la sublevación

Sexta lección - 11 de febrero de 1976

El relato de los orígenes y el saber del príncipe

Séptima lección - 18 de febrero de 1976

La guerra infinita

Octava lección - 25 de febrero de 1976

La batalla de las naciones

Novena lección - 3 de marzo de 1976

Nobleza y barbarie de la revolución

Décima lección - 10 de marzo de 1976

Totalidad nacional y universalidad del Estado

Undécima lección - 17 de marzo de 1976

Del poder de soberanía al poder sobre la vida

Resumen del curso

"Defender la sociedad"

 

Este libro es la transcripción del curso de Foucault en el Collége de France entre fines del año 1975 y mediados de 1976. Es el momento en que se editan Vigilar y castigar y La voluntad de saber. Foucault prosigue un plan varias veces anunciado y se detiene en un problema particular: el tema de las poblaciones y el nacimiento de la biopolítica.

En estas clases inaugura un nuevo recorrido. Primero plantea un pro­blema teórico, el de la extensión y operatividad de la genealogía, palabra que designa su perspectiva de trabajo. Luego hace jugar esta perspectiva en un aspecto clave de la biopolítica, la que concierne al racismo.

La genealogía se inscribe en la tradición nietzscheana que articula las luchas con la memoria, describe las fuerzas históricas que en su enfrenta­miento hicieron posible las culturas y las formas de vida.

Foucault, como continuador de esta tradición, busca un antecedente que lo llevará mucho más allá de Nietzsche. Lo llamará contrahistoria, es el primer discurso histórico-político de Occidente. Adquiere su plena ela­boración en el siglo xvii por parte de una aristocracia ya decadente. Los representantes de esta clase producen un relato histórico cuyos efectos se marcarán dos y tres siglos más tarde.

Esta contrahistoria es la que introduce el modelo de la guerra para pensar la historia. Elabora la primera historia no romana o antirromana, la vieja historia imperial que unía a la Antigüedad y al Medioevo en la repetición de una crónica de fundaciones y héroes legendarios. La contrahistoria transgrede la continuidad de la gloria y enuncia una nueva forma de continuidad histórica: el derecho a la rebelión.

Esta es la dirección del discurso de la guerra de las razas con su senti­do binario y su álgebra de enfrentamientos. Para la contrahistoria, el aconte­cimiento inaugural de las sociedades, el punto cero de la historia, es la invasión. Esta singularidad histórica describe los choques y batallas entre etnias, conquistadores normandos contra sajones, galo-romanos contra germanos.

Por eso es una contrahistoria, embiste contra las historias sustentadas en la concepción filosófico-jurídica del contrato. La concepción histórico­politica de este nuevo relato subvierte los términos de las relaciones entre la fuerza y la verdad. Como dice Foucault, de Solón a Kant, la verdad emerge del apaciguamiento de las violencias. Pero para la contrahistoria de la aristocracia nobiliaria el problema no es la soberanía, la obediencia y los límites a fijar sobre el derecho a ejercer el poder. Se trata de la usurpación del poder. No nace de un discurso universal, es decir imperial, para fijar el territorio de la soberanía. La nueva historia no se coloca ni en el centro ni en el afuera de los conflictos. Por el contrario, su verdad se apoya en el hecho de ser parte del conflicto. El relato histórico es parte de la historia, no es su crónica o su descripción, es un intensificador y opera­dor del poder. Esta es la función de la memoria histórica, la de sostener un discurso de esplendor del poder con sus rituales y funerales, elegías y epitafios, consagraciones, ceremonias, crónicas legendarias. Es una muestra de las formas en que relaciona los ámbitos del derecho, el poder y la ver­dad. La contrahistoria, la genealogía en general, expone el modo en que las relaciones de poder activan las reglas del derecho mediante la produc­ción de discursos de verdad. Esto es lo que los sociólogos llaman "legiti­midad" y Foucault dispositivos de saber-poder y políticas de la verdad.

Puede resultar curioso el interés de Foucault en un discurso que inter­preta la historia como una guerra entre razas. Pero es necesario leer con cuidado, o simplemente leer. Se trata de etnias, pueblos que se definen por una lengua, por usos y costumbres comunes. Foucault mostrará cómo la noción de "raza" cambia de sentido en el siglo xix, el modo en que la guerra de las razas, relatada por los historiadores de la contrahistoria, adquiere un sentido biológico, connotado por el evolucionismo y las teo­rías de la degeneración de los fisiólogos.

Para Foucault, las prácticas discursivas constituyen fuerzas cuya direc­ción es modificable, los saberes ocupan un campo estratégico y son ele­mentos de tácticas variables. Son discursos-fuerza. Por eso la narración erudita de la nobleza reaccionaria puede ser un instrumento táctico utiliza-ble por estrategias diferentes. Las tácticas discursivas son transferibles y variables.

El poder de los Estados modernos y el discurso biologizante se apoya­rán sobre aquella contrahistoria para desarrollar las bases teóricas del ra­cismo. Esta reorientación táctica no debe hacernos olvidar el papel políti­co del discurso de la contrahistoria frente a la ciencia política, filosófica y jurídica del contractualismo. En lugar de convenciones y contratos, consensos y acuerdos de soberanía, se recordarán las conquistas, las invasio­nes, expropiaciones, las servidumbres, los exilios. Para pensar las relacio­nes políticas habrá que abandonar los modelos económicos en los que el poder se entrega, distribuye y comparte, por el modelo de la guerra. Este fue el producto intelectual de una nobleza retrógrada que elaboró la ma­triz del futuro discurso proletario.

Produjo, además, nuevas líneas en el campo del saber. La filología del siglo pasado, los temas de la nacionalidad y la lengua desde el origen disputado de las palabras. La economía política que, de la idea de riqueza a la del trabajo, produce los conceptos de valor-trabajo y clase social. La biología y su teoría de la selección biológica y la formación de las razas.

La contrahistoria aportó un principio de inteligibilidad por el que bus­caba el conflicto inicial y la lucha fundamental, individualizaba las trai­ciones y encontraba las verdaderas relaciones de fuerza. Es una compo­sición en tres partes: reanuda los hilos estratégicos, traza las líneas de separación moral y restablece los puntos constituyentes de la política y de la historia.

 

Del problema de las leyes se pasa al campo de fuerzas, del estableci­miento de los documentos a los equilibrios entre las partes en conflicto. Pero también se sustituyen los vocabularios. El lenguaje jurídico para pensar las relaciones políticas deja lugar a otro médico. La idea de constitución indica relaciones de fuerza, sistemas de equilibrio, juego de proporciones, revolución de fuerzas y no restablecimiento de viejas leyes. La idea de constitución proviene del lenguaje médico y adquiere acepciones inespe­radas en el campo político. Es la tesis de un maestro de Foucault, Georges Canguilhem. Ponderaba los conceptos de acuerdo con su recorrido entre saberes, su dirección transversal. Foucault repite esta operación con la noción de guerra entre razas.

Hay mentes singulares que perciben a la historia del pensamiento como un recorrido virósico, identifican a la historia de los discursos como una crónica de transmisiones bacilares. Por eso sostienen que el nazismo esta­ba contenido en Nietzsche, que Marx hizo posible a Stalin, o que la bom­ba atómica estaba en germen en las ideas de Einstein. No hacen más que continuar los procedimientos inquisitoriales.

Foucault analiza la reversibilidad táctica de los discursos y muestra que las tramas epistémicas pueden ser independientes de las tesis susten­tadas y de las posiciones políticas.

El discurso de la guerra entre razas cambia su orientación con el ascenso de la burguesía. La aristocracia decadente pensaba a la guerra como enfrentamiento entre campos antagónicos, choque entre pueblos, la gue­rra como conflicto entre fuerzas exteriores. La burguesía del siglo pasado pensará la guerra en términos civiles y problemas interiores a la sociedad. Se habla de los enemigos internos. El enemigo no es el extranjero ni el invasor sino el peligroso, aquel que posee la virtualidad de afectar el or­den social. La noción de peligrosidad señala el pasaje de lo virtual a lo efectivo en el sistema de las amenazas. El colonizado o nativo, el loco, el criminal, el degenerado, el perverso, el judío, aparecen como los nuevos enemigos de la sociedad. La guerra se concibe en términos de superviven­cia de los más fuertes, más sanos, más cuerdos, más arios. Es la guerra pensada en términos histórico-biológicos.

"Defender la sociedad" es el nombre que da Foucault a este curso que gira sobre la guerra de las razas y su conversión en el racismo de Estado. Los mecanismos de defensa de la sociedad se implementan desde los dis­positivos disciplinarios y las estrategias biopolíticas. Sus enemigos son variados. El masturbador es una inquietud disciplinaria y el degenerado lo es de las teorías fisiológicas y biológicas.

La disciplina para Foucault es un dispositivo cuyo objeto es el cuerpo y su lugar de construcción la institución. Es la anátomo-política de los cuer­pos organizada en cuarteles, fábricas, hospitales, asilos, escuelas y prisio­nes.

Los procesos biológicos se convierten en un asunto de Estado. Se ana­lizan los estados globales de la población, sus ritmos, cadencias. La bio­política es la presencia de los aparatos de Estado en la vida de las pobla­ciones.

Foucault recuerda que la figura de la muerte sufre desde el siglo pasa­do una descalificación simbólica progresiva. Se diluyen y desaparecen sus antiguos ceremoniales, sus manifestaciones de esplendor, su espectacula­ridad macabra. Lo que interesa a la burguesía triunfante es la vida de la especie, su multiplicación, los avatares de la masa viviente, la seguridad de los conjuntos y la fortaleza de sus descendientes. Pero no por eso des­aparece la función de la muerte en las sociedades modernas. Su nueva figura se reelaborará sobre las bases de una sociedad centrada sobre los mecanismos del biopoder. Y -agrega Foucault— el racismo es la condición de aceptabilidad de la matanza en una sociedad en que la norma, la regu­laridad, la homogeneidad, son las principales funciones sociales.

El racismo es la metafísica de la muerte del siglo xx. Foucault no habla del "Otro", ni de la alteridad, el diferente, ni emplea ninguna de las figuras de las morales de la tolerancia o de la hermenéutica de la comprensión. Sabe que éstas son otras figuras del poder. Su proyecto es genealógico, reconstruye la memoria de las luchas, postergada por la sonrisa de los triun­fadores.

Tomás Abraham


Primera lección

7 de enero de 1976

Genealogía 1- Erudición y saberes sujetos

Quisiera que todos ustedes tuvieran claro de algún modo cómo funcio­nan los cursos que se dan en el Collége de France. Saben, por cierto, que la institución en la que se encuentran y en la que me encuentro también yo no está -propiamente hablando- destinada a la enseñanza. En todo caso, más allá del significado que se le quiso atribuir en su creación, el Collége de France funciona ahora sobre todo como una especie de organismo de investigación: se recibe un pago para conducir investigaciones. Sostengo -en el límite- que la actividad de enseñanza que se desarrolla no tendría sentido si no constituyera una forma de control de tal investigación y no fuera un medio para mantener informados a todos los que pueden estar interesados o creen tener alguna razón para consagrarse a ella. ¿No se puede acaso realizar este objetivo a través de la enseñanza, es decir, a través de la pública ilustración, del "control común" y regular del trabajo que se viene haciendo?

Por eso no considero estas reuniones de los miércoles sólo como una actividad de enseñanza, sino más bien como una especie de "control pú­blico" de un trabajo que soy libre -o casi- de desarrollar como quiero. Justo por esta razón creo que es mi deber exponerles lo que estoy hacien­do, en qué punto me encuentro y en qué dirección marcha mi trabajo. Y por esa misma razón los considero libres de hacer, de lo que digo, lo que quieran. Lo mío son pistas de investigación, ideas, lincamientos. En otras palabras: son instrumentos. Hagan así de ellos lo que quieran. Por cierto, me interesa saber qué cosa harán de lo que digo: de un modo u otro se ligará con lo que hago y se injertará en lo que hago. Sin embargo -en la medida en que no me corresponde establecer las leyes del uso que pueden hacer de ello— no me concierne.

Saben cómo anduvieron las cosas en el curso de los últimos años: por una especie de inflación, cuyas razones se comprenden hasta el cansancio, habíamos llegado a una situación sin salida. Ustedes estaban obligados a llegar (...) y yo me encontraba frente a un auditorio compuesto por perso­nas con las cuales no tenía, literalmente, ningún contacto, desde el momen­to en que buena parte, si no la mitad de los oyentes, debía procurarse otra aula para oír lo que yo estaba diciendo a través de un micrófono. Todo esto -dado que no nos veíamos- se hacía cada vez más una forma de espectácu­lo. Tener que hacer, todos los miércoles a la tarde, esta especie de circo, se había convertido para mí en algo que estaba entre el suplicio y el fastidio (el primer término es quizás un poco exagerado y el segundo es muy débil). Conseguía preparar los cursos con cierto cuidado y atención. Incluso dedi­caba mucho tiempo, más que a la verdadera investigación y a las cosas interesantes que habría podido decir, a preguntarme cómo había podido, en una hora, no aburrir a los presentes y hacer de modo que, en todo caso, la buena voluntad mostrada en venir tan puntualmente y en escucharme por un tiempo tan breve fuera recompensada.

Fuera de esto, lo que constituía la razón de ser de mi presencia y de la de ustedes -esto es hacer investigación, quitar el polvo acumulado sobre tantas cosas, raspar "los palimpsestos", tener ideas- no creo que fuera recompensado por el trabajo efectivamente desarrollado. Las cosas (que decía) quedaban siempre muy en suspenso. Entonces me dije que no ha­bría sido una mala idea reencontramos treinta o cuarenta en un aula don­de me fuera posible decir lo que hacía teniendo así un contacto con uste­des, hablando con ustedes, respondiendo a sus preguntas. En suma, restable­ciendo al menos alguna posibilidad de intercambio o de contacto ligada habitualmente con la normal práctica de investigación y de enseñanza. Pero, ¿cómo hacer, ya que a ningún costo quería -y aparte legalmente no habría podido- poner las condiciones formales de acceso a esta aula? He adoptado el método salvaje de colocar las lecciones a las 9.30 de la maña­na (...), aun si alguno me decía, precisamente ayer, que los estudiantes ya no se levantan tan temprano. Dirán que se trata de un criterio de selección no muy justo desde el momento en que se discrimina entre los que se levantan temprano y los que se levantan tarde (...). Pero siempre hay, sin embargo, registradores para asegurar la circulación de mis lecciones, que a veces quedan en forma de apunte, otras llegan a mecanografiarse y, en algún caso, terminan hasta en la librería. Por eso trataremos de hacer así (...). Entonces disculpen si los hice levantar temprano. Pero convendrán en que -para poder restituir, al menos en parte, estos encuentros de los miércoles en el marco de una normal actividad de investigación, de un trabajo que debe dar cuenta de sí a intervalos institucionales y regulares-era necesario hacerlo.

 

Quisiera tratar de cerrar una serie de búsquedas que en los últimos cuatro o cinco años, prácticamente desde que estoy aquí, y que -me doy cuenta- procuran a ustedes y a mí ciertos inconvenientes. Se trata de in­vestigaciones que estaban muy cerca unas de otras, pero no llegaban nun­ca a formar un conjunto coherente y continuo. En suma, eran búsquedas fragmentarias que no sólo no habíamos terminado, sino que no tenían siquiera una continuidad; eran investigaciones dispersas y a la vez repeti­tivas que recaían en los mismos trazados, en los mismos temas, en los mismos conceptos. Hice breves indicaciones a la historia del derecho pe­nal, algún capitulo sobre la evolución y la institucionalización de la psi­quiatría en el siglo xix, consideraciones sobre la sofística, sobre la mone­da griega o sobre la inquisición en el Medioevo. He delineado una historia de la sexualidad (o quizá sólo una historia del saber sobre la sexualidad) a través de la práctica de la confesión en el siglo xvii o las formas de control de la sexualidad infantil en el xviii-xix, una génesis, o mejor la individua­lización de la génesis de una teoría y de un saber sobre la anomalía con las múltiples técnicas que se dan. Todo esto permanece inerte, no avanza, se repite y no encuentra conexiones. En el fondo, no cesa de decir lo mismo, quizás incluso no dice nada. En dos palabras: no concluye.

Podría decir que, después de todo, se trataba de pistas a seguir y por eso poco importaba adónde condujeran. Podría también decir que era impor­tante que no fueran a ninguna parte, en ninguna dirección determinada de antemano. Eran sólo lincamientos. Tocaba a ustedes continuarlos o condu­cirlos a otra parte, a mí eventualmente llevarlos adelante o darles otra configuración (...). Por mi lado me parecía ser como un pez que, saltando sobre la superficie del agua, deja una incierta huella de espuma y deja creer -o hace creer o quiere creer o quizá cree efectivamente él mismo que por debajo, ahí donde no se lo ve más y no puede ser controlado por nadie, sigue una trayectoria más profunda, más coherente, más razonada.

El hecho de que el trabajo que les he presentado haya tenido esta mar­cha fragmentaria, repetitiva y discontinua, podría corresponder a algo que se llama "retardo febril" y afecta caracterialmente a los amantes de las bibliotecas, de los documentos, de las referencias, de las escrituras polvo­rientas, de los textos que no fueron nunca leídos, de los libros que apenas impresos son recluidos y duermen en los estantes de las bibliotecas, de los que sólo son retomados algún siglo después. Todo esto convendría bien a la inercia de los que profesan un saber para nada, una especie de saber suntuoso, una riqueza de parvenus cuyos signos exteriores se encuentran dispuestos a pie de página. Convendría a todos los que se sienten solida­rios con una de las más antiguas o de las más características e indestruc­tibles entre las sociedades secretas de Occidente, sociedades que el mundo clásico no conocía y que se formaron al comienzo del cristianismo, proba­blemente en la época de los primeros conventos, al margen de las invasio­nes, de los incendios y de los bosques. Quiero hablar de la grande, tierna y calurosa masonería de la erudición inútil.

Pero no es sólo el gusto por esta masonería lo que me impulsó a hacer lo que hice. El trabajo que he desarrollado podría justificarse diciendo que es adecuado a un período limitado: estos diez, quince, como máximo veinte años. En este período se puede de hecho notar dos fenómenos que fueron, si no realmente importantes, al menos, me parece, bastante interesantes.

Por una parte, lo que hemos vivido fue un período caracterizado por la eficacia de las ofensivas dispersas y discontinuas. Tengo en mente mu­chas cosas. Pienso, por ejemplo, en la extraña eficacia cuando se trató de obstaculizar el funcionamiento de la institución psiquiátrica, de los discur­sos localizados de la antipsiquiatría, discursos que no estaban y no están todavía sostenidos por ninguna sistematización de conjunto, cualesquiera hayan podido ser o sean aún sus referencias. Pienso en la referencia origi­naria al análisis existencial o en las referencias actuales y próximas al marxismo, como la teoría de Reich. Pienso también en la extraña eficacia de los ataques contra el aparato judicial y penal, algunos de los cuales se conectaban muy lejanamente con la noción general (y por otro lado bas­tante dudosa) de justicia de clase y otros se ligaban de modo apenas más preciso con una temática anárquica. Pienso igualmente en la eficacia de un libro como el Anti Edipo, que no se refería prácticamente a otra cosa que a su misma prodigiosa inventividad teórica; libro, o más bien cosa, que consiguió hacer enronquecer, hasta en su práctica más cotidiana, el murmullo tanto tiempo ininterrumpido que pasó del diván a la poltrona.

 

Por tanto, diría que desde hace diez o quince años lo que emerge es la proliferante criticabilidad de las cosas, de las instituciones, de las prácti­cas, de los discursos; una especie de friabilidad general de los suelos, incluso y quizá sobre todo de aquellos más familiares, más sólidos y más cercanos a nosotros, a nuestro cuerpo, a nuestros gustos cotidianos. Pero junto con esta friabilidad y esta estupenda eficacia de las críticas discontinuas, particulares y locales, se descubre en realidad algo que no estaba previsto al comienzo y que se podría llamar el efecto inhibitorio propio de las teorías totalitarias, globales. No es que estas teorías no ha­yan provisto y no provean aún de modo constante instrumentos utilizables localmente; el marxismo y el psicoanálisis están ahí para probarlo. Pero creo que ellas sólo han provisto estos instrumentos con la condición de que la unidad teórica del discurso fuera como suspendida, recortada, he­cha pedazos, invertida, desubicada, hecha caricatura, teatralizada. En todo caso, retomar las teorías globales en términos de totalidad ha tenido un efecto frenador.

Las cosas que han sucedido desde hace unos quince años muestran entonces que la crítica ha tenido un carácter local. Lo cual no significa empirismo obtuso, ingenuo o primitivo, ni eclecticismo confesionario, opor­tunismo, permeabilidad a cualquier emprendimiento teórico. Lo cual tam­poco significa ascetismo voluntario que se reduce por sí a la mayor pobre­za teórica. Creo que este carácter esencialmente local de la crítica indica, en realidad, algo que sería una especie de producción teórica autónoma, no centralizada, es decir, que no necesita para afirmar su validez del bene­plácito de un sistema de normas comunes.

Y aquí se toca una segunda característica de los acontecimientos re­cientes: la crítica local se efectuó, me parece, a través de retornos de saber. Con "retornos de saber" quiero decir que en los años recientes se encontró a menudo, al menos a nivel superficial, toda una temática de este tipo: no más el saber sino la vida, no más conocimientos sino lo real, no libros sino dinero. Pues bien, me parece que por debajo de esta temática y a través de ella hemos visto producirse la insurrección de los saberes suje­tos.

Cuando digo "saberes sujetos" entiendo dos cosas.

En primer lugar, quiero designar contenidos históricos que fueron se­pultados o enmascarados dentro de coherencias funcionales o siste­matizaciones formales. Concretamente, no es por cierto ni una semiología de la vida del manicomio ni una sociología de la delincuencia, sino la aparición de contenidos históricos, lo que permitió hacer la crítica efecti­va del manicomio y de la prisión. De hecho, sólo los contenidos históricos permiten reencontrar la eclosión de los enfrentamientos y las luchas que los arreglos funcionales o las organizaciones sistemáticas se han propues­to enmascarar. Por lo tanto, los saberes sujetos eran estos bloques de saber históricos que estaban presentes y enmascarados dentro de conjuntos funcionales y sistemáticos, y que la crítica ha podido hacer reaparecer a través del instrumento de la erudición.

En segundo lugar, cuando hablo de saberes sujetos entiendo toda una serie de saberes que habían sido descalificados como no competentes o insuficientemente elaborados: saberes ingenuos, jerárquicamente inferio­res, por debajo del nivel de conocimiento o cientificidad requerido. Y la crítica se efectuó a través de la reaparición de estos saberes bajos, no cali­ficados o hasta descalificados (los del psiquiatrizado, del enfermo, del enfermero, del médico que tiene un saber paralelo y marginal respecto del saber de la medicina, el del delincuente), de estos saberes que yo llamaría el saber de la gente (y que no es propiamente un saber común, un buen sentido, sino un saber particular, local, regional, un saber diferencial in­capaz de unanimidad y que sólo debe su fuerza a la dureza que lo opone a todo lo que lo circunda).

Incluso, hay como una extraña paradoja en el querer poner juntos, en la misma categoría de saberes sujetos, los contenidos del conocimiento teórico, meticuloso, erudito, exacto y los saberes locales, singulares; estos saberes de la gente que son saberes sin sentido común y que han sido de algún modo dejados descansar cuando no han sido efectiva y explícita­mente marginados. Y bien, me parece que en este acoplamiento entre los saberes sepultos de la erudición y los descalificados por la jerarquía del conocimiento y de la ciencia se realizó, efectivamente, lo que dio su fuer­za esencial a la crítica operada en los discursos de estos últimos quince años. En ambas formas de los saberes sujetos o sepultados estaba de hecho incorporado el saber histórico de las luchas. En los sectores especializa­dos de la erudición, así como en el saber descalificado de la gente, yacía la memoria de los enfrentamientos que hasta ahora había sido mantenida al margen.

 

He aquí, así delineada, lo que se podría llamar una genealogía: redes­cubrimiento meticuloso de las luchas y memoria bruta de los enfrenta­mientos. Y estas genealogías como acoplamiento de saber erudito y de saber de la gente sólo pudieron ser hechas con una condición: que fuera eliminada la tiranía de los discursos globalizantes con su jerarquía y todos los privilegios de la vanguardia teórica. Llamamos pues "genealogía" al acoplamiento de los conocimientos eruditos y de las memorias locales: el acoplamiento que permite la constitución de un saber histórico de las lu­chas y la utilización de este saber en las tácticas actuales. Esta fue la definición provisoria de la genealogía que traté de dar en el curso de los últimos años.

En esta actividad, que se puede llamar entonces genealógica, no se trata de oponer a la unidad abstracta de la teoría la multiplicidad concreta de los hechos o de descalificar el elemento especulativo para oponerle, en la forma de un cientificismo banal, el rigor de conocimientos bien estable­cidos. No es por cierto un empirismo lo que atraviesa el proyecto genealó­gico, ni tampoco un positivismo en el sentido ordinario del término. Se trata en realidad de hacer entrar en juego saberes locales, discontinuos, descalificados, no legitimados, contra la instancia teórica unitaria que pretendería filtrarlos, jerarquizarlos, ordenarlos en nombre de un conoci­miento verdadero y de los derechos de una ciencia que sería poseída por alguien. Las genealogías no son, pues, vueltas positivistas a una forma de ciencia más atenta o más exacta. Las genealogías son precisamente anti-ciencias. No es que reivindiquen el derecho lírico a la ignorancia o al no saber; no es que se trate de rechazar el saber o de poner en juego y en ejercicio el prestigio de un conocimiento o de una experiencia inmediata, no capturada aún por el saber. No se trata de eso. Se trata en cambio de la insurrección de los saberes. Y no tanto contra los contenidos, los métodos y los conceptos de una ciencia, sino contra los efectos de poder centraliza­dores dados a las instituciones y al funcionamiento de un discurso cientí­fico organizado dentro de una sociedad como la nuestra. Y en el fondo poco importa si esta institucionalización del discurso científico toma cuerpo en una universidad o, de modo más general, en un aparato pedagógico, en una institución teórico-comercial como el psicoanálisis, o en un aparato político con todas sus implicaciones como en el caso del marxismo: la genealogía debe conducir la lucha justamente contra los efectos de poder de un discurso considerado científico.

Ustedes saben cuántos se han preguntado si el marxismo es o no una ciencia. Se podría decir que la misma pregunta fue hecha, y no deja de hacerse, a propósito del psicoanálisis o, peor aun, de la semiología de los textos literarios. A todas estas preguntas las genealogías y los genealogistas responderían: "Y bien, lo que ahí se reprocha es justamente el hacer del marxismo o del psicoanálisis, o de esto y aquello otro, una ciencia". Si tenemos una objeción que hacer al marxismo es que el marxismo podría efectivamente ser una ciencia. Aun antes de saber en qué medida el mar­xismo o el psicoanálisis son algo análogo a una práctica científica en su funcionamiento cotidiano, en sus reglas de construcción, en los conceptos utilizados, y aun antes de formular la cuestión de la analogía formal y estructural del discurso marxista o psicoanalítico con un discurso cientí­fico: ¿no sería necesario interrogarse sobre la ambición de poder que com­porta la pretensión de ser una ciencia? Las preguntas a hacer serían en­tonces muy diferentes. Por ejemplo: "Qué tipos de saber queréis descalifi­car cuando preguntáis si es una ciencia?" "Qué sujetos hablantes, discurrientes, qué sujetos de experiencia y de saber queréis reducir a la minoridad cuando decís: 'Yo, que hago este discurso, hago un discurso científico y soy un científico'?", "Qué vanguardia teórico-política queréis entronizar para separarla de todas las formas circulantes y discontinuas de saber?" Cuando os veo esforzaros por establecer que el marxismo es una ciencia, no pienso precisamente que estéis demostrando de una vez por todas que el marxismo tiene una estructura racional y que sus propo­siciones son el resultado de procedimientos de verificación. Para mí estáis haciendo otra cosa. Estáis atribuyendo a los discursos marxistas y a los que los sostienen aquellos efectos de poder que Occidente, desde el Medioevo, ha asignado a la ciencia y ha reservado a los que hacen un discurso científico.

 

La genealogía sería entonces, respecto y contra los proyectos de una inscripción de los saberes en la jerarquía de los poderes propios de la ciencia, una especie de tentativa de liberar de la sujeción a los saberes históricos, es decir, hacerlos capaces de oposición y de lucha contra la coerción de un discurso teórico, unitario, formal y científico. La reactivación de los saberes locales -menores, diría quizá Deleuze- contra la jerarquización científica del conocimiento y sus efectos intrínsecos de poder: ése es el proyecto de estas genealogías en desorden y fragmenta­rias. Para decirlo en pocas palabras: la arqueología sería el método propio de los análisis de las discursividades locales y la genealogía sería la tácti­ca que, a partir de las discursividades locales así descritas, hace jugar los saberes, liberados de la sujeción, que surgen de ellas.

Esto para restituir el proyecto de conjunto. Vean que todos los fragmen­tos de investigación, todos los discursos, a un tiempo superpuestos y en suspenso, que voy repitiendo con obstinación desde hace cuatro o cinco años, podían ser considerados elementos de estas genealogías que, por cierto, no fui el único en hacer en el curso de los últimos quince años. Surgen entonces un problema y una pregunta: ¿por qué no continuar con una historia tan agradable y verosímilmente tan poco verificable de la discontinuidad, por qué no continuar tomando algo del campo de la psiquiatría, otra cosa del campo de la teoría de la sexualidad, y así sucesiva­mente? Es verdad, se podría continuar (en cierto sentido trataré de hacer­lo) si no hubieran intervenido algunos cambios en la coyuntura. Quiero decir que, respecto de la situación que hemos conocido hace cinco, diez o quince años, las cosas han cambiado, la batalla quizá ya no tiene la misma fisonomía. ¿Estamos ahora en la misma relación de fuerzas que nos per­mitiría hacer valer, por así decirlo, en estado viviente y fuera de toda relación de sujeción, los saberes desempolvados? ¿Qué fuerza tienen en sí mismos? Y, después de todo, a partir del momento en que se ponen en evidencia fragmentos de genealogías y se hace valer o se pone en circula­ción los elementos de saber que se trató de desempolvar, ¿no corren acaso el peligro (estos fragmentos, estos elementos) de ser recodificados, recolonizados? De hecho, los discursos unitarios, que antes los han des­calificado y después -cuando reaparecieron- los ignoraron, están probable­mente dispuestos a anexárselos, a retomarlos en sus propios discursos y a "hacerlos actuar" en sus efectos de saber y poder. Y, si queremos proteger a los fragmentos liberados, quizá nos exponemos al riesgo de construir nosotros mismos, con nuestras propias manos, aquel discurso unitario al cual nos invitan, quizá para tendernos una trampa, los que nos dicen: ¦ "Todo esto está bien, pero, ¿en qué dirección va, hacia qué unidad?". La tentación, hasta cierto punto, es decir: bien, continuemos, acumulemos. Después de todo aún no llegó el momento en que corramos el riesgo de ser colonizados. Se podría también lanzar el desafío: "¡Tratad de colonizarnos!". Se podría decir, por ejemplo: "Desde que comenzó la an­tipsiquiatría o la genealogía de las instituciones psiquiátricas -hace de esto una buena quincena de años- ¿hubo un solo marxista o un solo psiconoalista o un solo psiquiatra que estuviera dispuesto a rehacer "la historia de su disciplina" en sus propios términos y a mostrar que las genealogías que habían sido hechas eran falsas, mal elaboradas, mal arti­culadas, mal fundadas? De hecho, las cosas están ahora de tal modo que los fragmentos de genealogía que fueron producidos permanecen ahí don­de están, rodeados de un silencio prudente. Como mucho, se les oponen proposiciones como la que hemos oído recientemente en boca, creo, del señor Juquin: "Está muy bien lo que se hizo. Pero la verdad es que la psiquiatría soviética es la primera del mundo". Yo diría: "Ciertamente, tiene razón, la psiquiatría soviética es la primera del mundo, y justamente eso es lo que le reprochamos".

El silencio, o más bien, la prudencia con la cual las teorías unitarias eluden la genealogía de los saberes podría, entonces, darnos una razón para continuar. Se podrían multiplicar de este modo los fragmentos genealógicos como otras tantas trampas, preguntas, desafíos. Pero quizás es demasiado optimista, tratándose de la batalla de los saberes contra los efectos de poder del discurso científico, tomar el silencio del adversario como prueba de que le damos miedo. El silencio del adversario -éste es un principio metodológico o táctico que conviene siempre, creo, tener pre­sente- puede también ser el signo de que no le damos miedo en absoluto. En todo caso, hay que hacer como si no nos temieran.

 

No se trata, sin embargo, de dar un terreno teórico continuo y sólido a todas las genealogías dispersas, ni de imponerles desde arriba una especie de coronación teórica que las unifique, sino de precisar o de hacer eviden­te la apuesta que está en juego en esta oposición, en esta lucha, en esta insurrección de los saberes contra la institución y los efectos de saber y poder del discurso científico. La apuesta de todas estas genealogías es: "Qué es este poder cuya irrupción, fuerza, despliegue y cuyas medidas de seguridad han aparecido en el curso de los últimos cuarenta años en el estallido del nazismo y en el retroceso del estalinismo? ¿Qué es el poder, o más bien -puesto que sena justamente el tipo de pregunta que quiero evi­tar (es decir la pregunta teórica que coronaría el conjunto)-, cuáles son, en sus mecanismos, en sus efectos, en sus relaciones, los diversos disposi­tivos de poder que se ejercen, en distintos niveles de la sociedad, en secto­res y con extensiones tan variadas? Creo que la apuesta de todo esto puede ser, grosso modo, formulada así: "El análisis del poder o de los poderes, ¿puede, de un modo y otro, deducirse de la economía?" Quisiera aclarar por qué hago esta pregunta y en qué sentido. No quiero por cierto cancelar las diferencias (que son innumerables, gigantescas), pero me parece poder decir que, a pesar y a través de las diferencias, hay un punto en común entre la concepción jurídica y liberal del poder político -la que se encuen­tra en los philosophes del siglo xviii- y la concepción marxista, o en todo caso, la concepción corriente que vale como concepción marxista. El pun­to en común es el que yo llamaría economicismo de la teoría del poder.

En la teoría jurídica clásica el poder es considerado como un derecho del cual se sería poseedor a la manera de un bien y que se podría, por lo tanto, transferir o alienar, de modo total o parcial, a través de un acto jurídico o un acto fundador de derecho que sería del orden de la cesión o del contrato. El poder es poder concreto que cada individuo detenta y que cedería, total o parcialmente, para poder constituir un poder político, una soberanía. Dentro del complejo teórico al cual me refiero, la constitución del poder político se realiza según el modelo de una operación jurídica del orden del intercambio contractual (analogía manifiesta, y que recorre toda la teoría, entre el poder y los bienes, el poder y la riqueza).

En la concepción marxista general del poder no hay nada de todo esto, es evidente. Hay en cambio algo que se podría llamar la funcionalidad económica del poder en la medida en que el poder tendría, en sustancia, el papel de mantener al mismo tiempo las relaciones de producción y la dominación de clase que el desarrollo y la modalidad específicos de la apropiación de las fuerzas productivas ha hecho posible. El poder político encontraría entonces aquí, en la economía, su razón de ser histórica. En el primer caso tenemos un poder político que encontraría en el proceso de intercambio, en la economía de la circulación de los bienes, su modelo formal. En el segundo, un poder político que tendría en la economía su razón de ser histórica, el principio de su forma concreta y de su funciona­miento actual. Ahora bien, el problema encarado en las investigaciones de las que hablo puede, creo, descomponerse del modo siguiente. Prime­ro: el poder, ¿está siempre en posición subordinada respecto de la econo­mía, recibe siempre sus fines y funciones de la economía, tiene esencial­mente como razón de ser y fin el de servir a la economía, está destinado a hacerla funcionar, a cristalizar, mantener, reproducir relaciones que son específicas de la economía y esenciales para su funcionamiento? Segun­do: ¿el poder es algo del modelo de la economía, es algo que se posee, se adquiere, se cede por contrato o por la fuerza, que se aliena o se recupera, que circula, que evita esta o aquella región?

Pero, incluso si las relaciones de poder están profundamente intrinca­das con y en las relaciones económicas y constituyen siempre una especie de haz con ellas, los instrumentos de los que es menester servirse para analizar el poder, ¿no deberían ser diferentes? Se así hiciéramos, la indisociabilidad de la economía y de la política no sería del orden de la subordinación funcional ni del isomorfismo formal, sino de un orden que se trataría justamente de individualizar.

 

¿De qué disponemos hoy para hacer un análisis no económico del po­der? De bien poco, creo. Disponemos antes que nada de la afirmación de que el poder no se da, no se intercambia ni se retoma, sino que se ejerce y sólo existe en acto. Disponemos también de la otra afirmación según la cual el poder no es principalmente mantenimiento y reproducción de las relaciones económicas, sino, ante todo, una relación de fuerzas. Las preguntas a hacer serían entonces éstas: si el poder se ejercita, ¿qué es este ejercicio, en qué consiste, cuál es su mecánica?

Hay una respuesta inmediata que me parece reflejada en muchos aná­lisis actuales: el poder es esencialmente el que reprime; el poder reprime por naturaleza, a los instintos, a una clase, a individuos. Pero no es por cierto el discurso contemporáneo el que inventó la definición del poder que reprime. De ello había hablado primero Hegel. Y después Freud, Rei­ch. Que el poder sea un órgano de represión es, en todo caso, en el vocabu­lario actual, una definición "ampliamente aceptada". Si así están las co­sas, ¿no debería entonces el análisis del poder ser ante todo y esencial­mente el análisis de los mecanismos de represión?

Hay también una respuesta según la cual el poder, siendo el despliegue de una relación de fuerzas, debería ser analizado en términos de lucha, de enfrentamientos y de guerra, en lugar de serlo en términos de cesión, con­trato, alienación, o en términos funcionales de mantenimiento de las rela­ciones de producción. Tendríamos entonces, frente a una primera hipó­tesis según la cual la mecánica del poder es esencialmente represiva, una segunda hipótesis que consiste en decir que el poder es guerra, la guerra continuada con otros medios. Esta hipótesis -al sostener que la política es la guerra continuada con otros medios- invierte así la afirmación de Clausewitz.

La inversión de la tesis de Clausewitz quiere decir tres cosas: en pri­mer lugar, quiere decir que las relaciones de poder que funcionan en una sociedad como la nuestra se injertan esencialmente en una relación de fuerzas establecida en un determinado momento, históricamente precisable, de la guerra. Y si es verdad que el poder político detiene la guerra, hace reinar o intenta hacer reinar una paz en la sociedad civil, no es para sus­pender los efectos de la guerra o para neutralizar el desequilibrio que se manifestó en la batalla final. El poder político, en esta hipótesis, tiene de hecho el papel de inscribir perpetuamente, a través de una especie de gue­rra silenciosa, la relación de fuerzas en las instituciones, en las desigual­dades económicas, en el lenguaje, hasta en los cuerpos de unos y otros. Este sería, entonces, el primer sentido que puede dársele a la inversión del aforismo de Clausewitz. Definir la política como guerra continuada con otros medios significa creer que la política es la sanción y el manteni­miento del desequilibrio de las fuerzas que se manifestaron en la guerra.

En segundo lugar, la inversión de la frase de Clausewitz quiere decir también que, dentro de la paz civil, o sea en un sistema político, las luchas políticas, los enfrentamientos relativos al poder, con el poder, para el po­der, las modificaciones de las relaciones de fuerza (con las relativas consolidaciones y fortalecimientos de las partes) deberían ser interpreta­dos sólo como la continuación de la guerra. Serían así descifrados como episodios, fragmentaciones, cambios de lugar de la guerra misma y de este modo -incluso si se escribiera la historia de la paz y de sus institucio­nes- no se escribiría otra cosa que la historia de la guerra.

En tercer lugar, la inversión del aforismo de Clausewitz querrá decir que la decisión definitiva sólo puede venir de la guerra, es decir de una prueba de fuerzas en la cual, finalmente, sólo las armas deberán ser los jueces. La última batalla sería el fin de la política, es decir, sólo la última batalla suspendería el ejercicio del poder como guerra continua.

 

Desde el momento en que se trata de liberarse de los esquemas economicistas para analizar el poder, nos encontramos inmediatamente frente a dos hipótesis fuertes: por un lado, los mecanismos del poder se­rían los de la represión (la llamaría por comodidad hipótesis de Reich); por el otro, la base de la relación de poder sería el enfrentamiento belicoso de las fuerzas (la llamada hipótesis de Nietzsche).

Estas dos hipótesis no son incompatibles, incluso parecen ajustarse de modo bastante verosímil. Después de todo, la represión sería también la consecuencia política de la guerra, un poco como la opresión, en la teoría clásica del derecho político, era el abuso de la soberanía en el orden polí­tico.

Se podría entonces oponer dos grandes sistemas de análisis del poder. Uno sería el viejo sistema que se encuentra en los philosophes del siglo xviii. Se articula en torno del poder como derecho originario que se cede y constituye la soberanía, y en torno del contrato como matriz del poder político. El poder así constituido corre el riesgo de hacerse opresión cuan­do se sobrepasa a sí mismo, es decir, cuando va más allá de los términos del contrato. Poder-contrato, con la opresión como límite o, más bien, como la superación del límite. El otro sistema trataría de analizar, al con­trario, el poder político, no ya según el esquema contrato-opresión, sino el de guerra-represión. En este punto, la represión no es más lo que era la opresión respecto del contrato, es decir, un abuso, sino el simple efecto y la simple continuación de una relación de dominación. La represión no sería otra cosa que la puesta en funcionamiento, dentro de esta "pseudo­paz", de una relación de fuerzas perpetua.

Entonces, dos esquemas de análisis del poder: el esquema contrato-opresión, que es el jurídico, y el esquema dominación-represión o guerra-represión, en el cual la oposición pertinente no es la de legítimo o ilegíti­mo, como en el esquema precedente, sino de lucha y sumisión.

Está claro que todo lo que hice en el curso de los últimos años se inscribía en el esquema de lucha-represión, y es esto lo que he tratado de hacer funcionar hasta ahora, que fui llevado a considerar, ya porque en toda una serie de puntos está aún insuficientemente elaborado, ya porque creo que las mismas nociones de represión y de guerra deben ser considera­blemente modificadas, si no, en último caso, abandonadas. En todo caso creo que se las debe reconsiderar mejor.

En particular, siempre desconfié de la noción de represión. Justamente a propósito de las genealogías, de las que hablaba hace poco, de la historia del derecho penal, del poder psiquiátrico, del control de la sexualidad infantil, traté de mostrarles cómo los mecanismos que se ponían a funcio­nar en estas formaciones de poder eran algo totalmente distinto, en todo caso mucho más que represión. La necesidad de considerar mejor la re­presión nace de la impresión de que esta noción, tan corrientemente usada hoy para caracterizar los mecanismos y los efectos del poder, es totalmen­te insuficiente para su análisis.


Segunda lección

14 de enero de 1976

Genealogía 2 -Poder, derecho, verdad

Este año quisiera comenzar algunas investigaciones sobre la guerra como principio de análisis de las relaciones de poder. Me parece, de he­cho, que en las relaciones bélicas, en el modelo de la guerra y en el esque­ma de las luchas, se puede encontrar un principio de inteligibilidad y de análisis del poder político. Se tratará, por lo tanto, de tratar de descifrar el poder político en términos de guerra, de lucha, de enfrentamiento. De todos modos, en la marcha de este trabajo, no dejaré de hacer también el análisis de las instituciones militares en su funcionamiento real, efectivo, histórico, en las sociedades, a partir del siglo XVII y hasta nuestros días.

En el curso de los últimos cinco años he encarado el tema de las disci­plinas y es probable que en los cinco próximos años deba dedicarme a la guerra, a la lucha. (...) Quisiera entonces puntualizar lo que traté de decir en el pasado, porque esto me permitirá ganar tiempo en las investigacio­nes sobre la guerra (dado que aún no están muy avanzadas) y a aquellos de ustedes que no han estado presentes en los años anteriores, tener un mar­co de referencia.

Lo que traté de recorrer hasta ahora, grosso modo desde el 1970-1971, fue el cómo del poder. Es decir, traté de captar los mecanismos entre dos puntos de referencia: por un lado, las reglas del derecho que delimitan formalmente el poder; por el otro, los efectos de verdad que el poder pro­duce y transmite, y que a su vez reproducen el poder. Entonces, un trián­gulo: poder, derecho, verdad.

Podemos decir, esquemáticamente, que la pregunta tradicional de la filosofía política podría ser formulada en estos términos: ¿cómo puede el discurso de la verdad, o la filosofía entendida como el discurso por exce­lencia de la verdad, fijar los límites de derecho del poder? En lugar de esta pregunta tradicional, noble y filosófica, quisiera hacer otra, que viene de abajo y es mucho más concreta. De hecho, mi problema es establecer qué reglas de derecho hacen funcionar las relaciones de poder para producir discursos de verdad, qué tipo de poder es susceptible de producir discur­sos de verdad que están, en una sociedad como la nuestra, dotados de efectos tan poderosos. Quiero decir esto: en una sociedad como la nuestra, pero en el fondo en cualquier sociedad, múltiples relaciones de poder atra­viesan, caracterizan, constituyen el cuerpo social. Estas relaciones de po­der no pueden disociarse, ni establecerse, ni funcionar sin una produc­ción, una acumulación, una circulación, un funcionamiento de los discur­sos. No hay ejercicio del poder posible sin una cierta economía de los discursos de verdad que funcione en, a partir de y a través de esta cupla: estamos sometidos a la producción de la verdad del poder y no podemos ejercer el poder sino a través de la producción de la verdad. Esto vale para toda sociedad, pero creo que en la nuestra la relación entre poder, derecho y verdad sé organiza de modo muy particular. Para caracterizar no su mecanismo, sino su intensidad y constancia, podría decir que estamos forzados a producir la verdad del poder que la exige, que necesita de ella para funcionar: debemos decir la verdad, estamos obligados o condenados a confesar la verdad o a encontrarla. El poder no cesa de interrogarnos, de indagar, de registrar: institucionaliza la búsqueda de la verdad, la profesionaliza, la recompensa. En el fondo, debemos producir la verdad como debemos producir riquezas, hasta debemos producir la verdad para poder producir riquezas. Del otro lado, estamos sometidos a la verdad también en el sentido de que la verdad hace ley, produce el discurso verda­dero que al menos en parte decide, transmite, lleva adelante él mismo efectos de poder. Después de todo, somos juzgados, condenados, clasifica­dos, obligados a deberes, destinados a cierto modo de vivir o de morir, en función de los discursos verdaderos que comportan efectos específicos de poder.

Así pues: reglas de derecho, mecanismos de poder, efectos de verdad o incluso reglas de poder y poder de los discursos verdaderos. He aquí, poco más o menos, el campo muy general que he querido recorrer, incluso, bien lo sé, de manera parcial y con muchas desviaciones. Quisiera decir algu­nas palabras sobre este recorrido, sobre el principio general que me guió, sobre los imperativos categóricos y las precauciones metodológicas que adopté. En lo relativo a las relaciones entre derecho y poder vale el si­guiente principio general: en las sociedades occidentales, desde el Medioevo, la elaboración del pensamiento jurídico se hizo esencialmente en torno del poder real. El edificio jurídico de nuestra sociedad fue elaborado bajo la presión del poder real, para su provecho y para servirle de instrumento o de justificación. El derecho en Occidente es un derecho comisionado del rey. Por cierto todos saben, porque se habló insistente­mente de ello, que los juristas han ejercido un gran papel en la organiza­ción del poder real. No hay que olvidar que la reactivación del derecho romano en el siglo XII fue el gran fenómeno en torno del cual y a partir del cual se reconstituyó el edificio jurídico que se había desorganizado des­pués de la caída del imperio romano. La resurrección del derecho romano fue efectivamente uno de los instrumentos técnicos que constituyeron el poder monárquico autoritario, el administrativo y absoluto. (...) Entonces: la formación del edificio jurídico se hizo en torno del personaje del rey, a pedido y en provecho del poder real. Y cuando en los siglos siguientes este edificio jurídico haya escapado al control del soberano, cuando se le haya puesto en contra, entonces los límites de este poder y sus prerrogativas serán puestos en discusión. En otras palabras, creo que el personaje cen­tral en todo el sistema jurídico occidental es el rey.

 

En estos grandes edificios del pensamiento y del saber jurídicos siem­pre se habla del poder real, de los derechos reales, de ios límites del poder real, tanto si los juristas han sido servidores del rey como sus adversarios. Y se habla de ello de dos modos. O para mostrar en qué armazón jurídico se investía el poder real, como si el monarca fuera efectivamente el cuerpo viviente de la soberanía, como si su poder, en tanto absoluto, fuera ade­cuado a su derecho fundamental. O para mostrar cómo era necesario limi­tar el poder del soberano, a qué reglas de derecho el poder debía someterse y dentro de qué límites debía ejercerse para conservar su legitimidad. La teoría del derecho, del Medioevo en adelante, se organiza esencialmente en torno del problema de la soberanía y tiene esencialmente la función de fijar su legitimidad del poder.

Decir que la soberanía es el problema central del derecho en las socie­dades occidentales quiere decir que el discurso y la técnica del derecho han tenido esencialmente la función de disolver dentro del poder el hecho histórico de la dominación y de hacer aparecer en su lugar los derechos legítimos de la soberanía y la obligación legal de obediencia. Si el sistema del derecho está centrado en el rey, es necesario eliminar la dominación y sus consecuencias.

En los años anteriores, mi proyecto general era invertir la dirección del análisis del discurso del derecho a partir del Medioevo. Por lo tanto he tratado de hacer valer, en su secreto y su brutalidad, el hecho histórico de la dominación, y de mostrar no sólo cómo el derecho es el instrumento de la dominación -lo cual es obvio- sino también cómo, hasta dónde y en qué forma, el derecho transmite y hace funcionar relaciones que no son relaciones de soberanía sino de dominación. Es de notar que, cuando digo derecho, no pienso simplemente en la ley, sino en el conjunto de los apa­ratos, instituciones, reglamentos que aplican el derecho, y cuando hablo de dominación, no entiendo tanto la dominación de uno sobre otros o de un grupo sobre otros, sino las múltiples formas de dominación que pue­den ejercerse dentro de la sociedad. Por ende, no tomo en consideración al rey en su posición central, sino a los sujetos en sus relaciones recíprocas; no entiendo a la soberanía como institución, sino las sujeciones múltiples que tienen lugar y funcionan dentro del cuerpo social.

El sistema del derecho es el campo judicial, son los trámites perma­nentes de relaciones de dominación y de técnicas de sujeción polimorfas. El derecho es visto, creo, no del lado de una legitimidad a establecer, sino del de los procedimientos de sujeción que pone en funcionamiento.

El problema para mí es evitar la cuestión, central para el derecho, de la soberanía y de la obediencia de los individuos sometidos a ella, y hacer aparecer, en lugar de la soberanía y la obediencia, el problema de la domi­nación y de la sujeción. Siendo ésta la línea general del análisis, era nece­sario tomar algunas precauciones de orden metodológico. Primero: no ana­lizar las formas reguladas y legítimas del poder a partir de su centro (es decir en sus mecanismos generales y en sus efectos constantes), captar en cambio el poder en sus extremidades, en sus terminaciones, ahí donde se hace capilar; tomar el poder en sus formas más regionales, más locales, sobre todo allí donde, saliéndose de las reglas del derecho que lo organi­zan y lo, delimitan, se prolonga más allá de ellas invistiéndose en institu­ciones, toma cuerpo en técnicas y se da instrumentos de acción material que pueden también ser violentos. Un ejemplo: más que tratar de saber cómo hace el poder de castigar para fundarse sobre aquella soberanía que es presentada por la teoría del derecho monárquico o la del derecho demo­crático, traté de ver cómo efectivamente el castigo y el poder de castigar tomaban cuerpo en algunas instituciones locales, regionales, materiales. Tanto si se trataba del suplicio como de la reclusión, he buscado el ámbito a un tiempo institucional, físico, reglamental y violento de los aparatos efectivos de castigo. En otros términos, he tratado de tomar el poder en el extremo menos jurídico de su ejercicio.

 

Segundo punto: no analizar el poder en el nivel de la intención o de la decisión, no tratar de tomarlo desde dentro, no hacer la acostumbrada pregunta laberíntica e irresoluble: "¿quién tiene el poder, y qué cosa tiene en mente o busca el que tiene el poder?". En cambio, estudiar el poder allí donde su intención -si existe- está investida en prácticas reales y efecti­vas, en su cara externa, allí donde está en relación directa e inmediata con aquello que podríamos llamar, provisoriamente, su objeto, su blanco, su campo de aplicación, es decir, allí donde se implanta y produce sus efectos concretos. No se trataba, entonces, de preguntarse por qué algunos quie­ren dominar, qué buscan en el dominio, cuál es su estrategia de conjunto. Por el contrario, se trataba de preguntarse cómo funcionan las cosas en el nivel de aquellos procesos continuos e ininterrumpidos que sujetan los cuerpos, dirigen los gestos, rigen los comportamientos. En otras palabras, más que preguntarse cómo el soberano aparece en el vértice, era necesario indagar cómo se han constituido los sujetos realmente, materialmente, a partir de la multiplicidad de los cuerpos, de las fuerzas, de las energías, de las materias, de los deseos, de los pensamientos. Captar la instancia mate­rial de la sujeción en cuanto constitución de los sujetos habría sido exactamente lo contrario de lo que Hobbes había querido hacer en el Leviatán y de lo que probablemente hacen todos los juristas cuando se plantean el problema de saber cómo, a partir de la multiplicidad de los individuos y de las voluntades, puede formarse una voluntad única, o mejor dicho, un cuerpo único movido por aquel alma que llamamos soberanía. Piensen de nuevo en el esquema del Leviatán: en cuanto hombre fabrica­do, el Leviatán no es otra cosa que la coagulación de un cierto número de individualidades separadas, que se encuentran reunidas por un conjunto de elementos constitutivos del Estado; pero en el corazón del Estado, o más bien en su cabeza, existe algo que lo constituye como tal: la sobera­nía, que Hobbes redefine como alma del Leviatán. Y bien, más que plan­tear el problema del alma central, creo que habría que tratar de estudiar los cuerpos periféricos y múltiples, los cuerpos que los efectos de poder constituyen como sujetos.

Tercer punto: no considerar el poder como un fenómeno de domina­ción -compacto y homogéneo- de un individuo sobre otros, de un grupo sobre otros y de una clase sobre otras. Al contrario, tener bien presente que el poder, si se lo mira de cerca, no es algo que se divide entre los que lo detentan como propiedad exclusiva y los que no lo tienen y lo sufren. El poder es, y debe ser analizado, como algo que circula y funciona -por así decirlo- en cadena. Nunca está localizado aquí o allí, nunca está en las manos de alguien, nunca es apropiado como una riqueza o un bien. El poder funciona y se ejerce a través de una organización reticular. Y en sus mallas los individuos no sólo circulan, sino que están puestos en la condi­ción de sufrirlo y ejercerlo; nunca son el blanco inerte o cómplice del poder, son siempre sus elementos de recomposición. En otras palabras: el poder no se aplica a los individuos, sino que transita a través de los indi­viduos. No se trata de concebir al individuo como una suerte de núcleo elemental o de átomo primitivo, como una materia múltiple e inerte sobre la cual vendría a aplicarse el poder o contra la cual vendría a golpear el poder. Es decir, no se trata de concebir el poder como algo que doblega a los individuos y los despedaza. De hecho, lo que hace que un cuerpo (jun­to con sus gestos, discursos y deseos) sea identificado como individuo, es ya uno de los primeros efectos de poder. El individuo no es el vis-á-vis (enfrentado) del poder. El individuo es un efecto del poder y al mismo tiempo, o justamente en la medida en que es un efecto suyo, es el elemento de composición del poder. El poder pasa a través del individuo que ha constituido.

Cuarto punto: cuando digo que el poder se ejerce, circula, forma redes, esto es verdad sólo hasta cierto punto. Se puede decir, por ejemplo, que todos tenemos fascismo en la cabeza o, mejor aun, que tenemos todos poder en el cuerpo y que -al menos en cierta medida- el poder transita a través de nuestro cuerpo. Pero no creo que se deba concluir de ello que el poder está umversalmente bien repartido entre los individuos y que nos encontramos frente a una distribución democrática o anárquica del poder a través de los cuerpos. Me parece que no se debe hacer una especie de análisis ("deductivo") que parta del centro del poder y lo siga en su movi­miento reproductivo hacia abajo, llegando hasta los elementos moleculares de la sociedad. En cambio, me parece que se debe hacer un análisis ascen­dente del poder: partir de los mecanismos infinitesimales (que tienen su historia, su trayecto, su técnica y su táctica) y después ver cómo estos mecanismos de poder (que tienen su solidez y su tecnología específica) han sido y son aún investidos, colonizados, utilizados, doblegados, trans­formados, trasladados, extendidos por mecanismos cada vez más genera­les y por formas de dominación global. No es que debamos estudiar la dominación global como algo que se pluraliza y repercute hasta abajo. Debemos analizar la manera en la cual los fenómenos, las técnicas, los procedimientos de poder funcionan en los niveles más bajos; mostrar cómo estos procedimientos se trasladan, se extienden, se modifican, pero sobre todo mostrar cómo fenómenos más globales los invisten y se los anexan y cómo poderes más generales o beneficios económicos pueden insertarse en el juego de estas tecnologías de poder relativamente autónomas e infinitesimales. Tomemos, por ejemplo, la locura. El análisis descendente podría decir que la burguesía llegó a ser, a partir del fin del siglo xvi-xvii. la clase dominante. ¿Se puede deducir de este hecho la internación de los locos? Ciertamente. Así como una deducción es siempre posible (y justa­mente esto le reprocharía) se puede demostrar fácilmente que, siendo el loco el que es inútil para la producción industrial, debemos desembara­zarnos de él. Se podría hacer lo mismo -por lo demás muchos fueron los que lo probaron y Wilhelm Reich entre otros- a propósito de la sexualidad infantil a partir de la dominación de la clase burguesa. Y bien, puesto que el cuerpo humano, a partir de los siglos xvii-xviii, se hizo esencialmente fuerza productiva, todas las formas de dispendio irreducibles a la consti­tución de las fuerzas productivas, y por ende perfectamente inútiles, han sido proscritas, excluidas, reprimidas. Estas deducciones, que son siem­pre posibles, son al mismo tiempo verdaderas y falsas, son sobre todo demasiado fáciles. Porque se podría hacer exactamente lo contrario y mostrar que, justamente a partir del principio de que la burguesía llegó a ser clase dominante, los controles de la sexualidad infantil no eran muy deseables. Por el contrario, si se quiere, al menos a comienzos del siglo xix, contar con una fuerza de trabajo infinita, habrían sido necesarios un adiestramiento y una precocidad sexual: mayor fuerza de trabajo, mejor funcionamiento del sistema de producción capitalista.

 

Creo que a partir del fenómeno general de la dominación de la clase burguesa puede ser deducida cualquier cosa. Hay que hacer a la inversa. Es decir, sería necesario ver cómo han podido funcionar históricamente, partiendo desde abajo, los mecanismos de control. En cuanto a la exclu­sión de la locura o a la represión e interdicción de la sexualidad, se debe­ría ver cómo -en el nivel efectivo de la familia, del entourage inmediato, de las células o de los niveles más bajos de la sociedad- los fenómenos de represión o de exclusión han tenido sus instrumentos, su lógica, han res­pondido a cierto número de necesidades. En lugar de buscar en la burgue­sía los agentes de la represión o de la exclusión en general, se debería individualizar los agentes reales (por ejemplo: el entourage inmediato, la familia, los padres, los médicos, etc.) e indicar cómo estos mecanismos de poder, en un momento dado, en una coyuntura precisa y mediante cierto número de transformaciones, comenzaron a hacerse económicamente ventajosos y políticamente útiles. Creo que de este modo se lograría mostrar fácilmente que en el fondo lo que necesitó la burguesía y aquello en que el sistema encontró el interés propio no es la exclusión de los locos o la vigilancia o la prohibición de la masturbación infantil (una vez más, el sistema burgués puede perfectamente soportar lo contrario), sino más bien la técnica y el procedimiento mismo de la exclusión. Lo que ha represen­tado, a partir de cierto momento, un interés para la burguesía, son los mecanismos de exclusión, los aparatos de vigilancia, la medicalización de la sexualidad, de la locura, de la delincuencia: es toda esta micromecánica del poder. Mejor aun: en la medida en que estas nociones de burguesía y de interés de la burguesía no tienen, aparentemente, un contenido real, podremos decir que, al menos para los problemas que tratamos ahora, no fue la burguesía la que pensó que la locura debiera ser excluida, o la sexua­lidad infantil reprimida. En lugar de eso, han sido los mecanismos de exclusión de la locura, de vigilancia de la sexualidad infantil los que, a partir de cierto momento y por razones que aún hay que estudiar, han puesto en evidencia un provecho económico, una utilidad política y, de forma imprevista y totalmente natural, se han visto colonizados y sosteni­dos por mecanismos globales y por el sistema total del Estado. Aprehen­diendo estas técnicas de poder y mostrando los provechos económicos o las utilidades políticas que derivan de ellas en un determinado contexto y por determinadas razones, se puede comprender cómo efectivamente es­tos mecanismos terminan formando parte del conjunto.

Dicho de otra manera: a la burguesía no le importan nada los locos, pero los procedimientos de exclusión de los locos -a partir del siglo xix y sobre la base de ciertas transformaciones- han hecho evidentes y han puesto a disposición un provecho político y una utilidad económica que han solidificado el sistema y lo han hecho funcionar en su conjunto. A la bur­guesía no le interesan los locos, sino el poder; no le interesa la sexualidad infantil, sino el sistema de poder que la controla. No le interesan para nada los delincuentes, su castigo y su reinserción, que económicamente no tienen mucha importancia: sí se interesa en el conjunto de los mecanis­mos con los cuales el delincuente es controlado, perseguido, castigado y reformado.

Quinto punto: es posible que las grandes maquinarias de poder hayan sido acompañadas por producciones ideológicas. Probablemente haya exis­tido una ideología de la educación, una ideología del poder monárquico, una ideología de la democracia parlamentaria, pero no creo que lo que se forma en la base sean ideologías: es mucho menos y mucho más. Son instrumentos efectivos de formación y de acumulación de saber, son méto­dos de observación, técnicas de registro, procedimientos de investigación, aparatos de verificación. Todo esto quiere decir que el poder, cuando se ejercita en estos mecanismos sutiles, no puede hacerlo sin formar, organi­zar y poner en circulación un saber o, más bien, aparatos de saber que no son edificios ideológicos.

Para resumir estas cinco precauciones de método, podría decir que, en lugar de orientar la investigación sobre el poder entendido como institu­ción jurídica de la soberanía y como aparato de Estado con las ideologías que lo acompañan, se la debe orientar hacia la dominación, los operadores materiales, las formas de sujeción, las conexiones y utilizaciones de los sistemas locales de sujeción y los dispositivos estratégicos. Es preciso es­tudiar el poder fuera del modelo del Leviatán, fuera del campo delimitado por la soberanía jurídica y la institución estatal. Hay que estudiarlo, en cambio, a partir de las técnicas y tácticas de la dominación.

Esta es, a grandes rasgos, la línea metodológica que creo que se debe seguir y que yo he tratado de seguir en las varias investigaciones que hemos hecho en los años recientes a propósito del poder psiquiátrico, de la sexualidad infantil, de los sistemas punitivos. Ahora, recorriendo estos dominios y tomando estas precauciones de método, creo que aparece un hecho histórico de cierto peso que nos introducirá en los problemas de los cuales quisiera hablar este año.

 

Este hecho histórico es la teoría jurídico-política de la que hablaba hace poco y que ha tenido cuatro funciones.

Antes que nada, la teoría jurídico-política de la soberanía se ha referi­do a un mecanismo de poder efectivo que era el de la monarquía feudal. En segundo lugar, ha servido de instrumento y de justificación a la cons­titución de las grandes monarquías administrativas. En tercer lugar, a partir del siglo xvi y sobre todo del xvii, pero ya desde el momento de las guerras de religión, la teoría de la soberanía ha sido un arma que circuló en un campo y otro, ha sido utilizada en uno y otro sentido, ya para limi­tar, ya para reforzar el poder real. La encontramos entre los católicos monárquicos o los protestantes monárquicos más o menos liberales, pero también entre los católicos partidarios del regicidio o del cambio de di­nastía; funciona en manos de los aristócratas o de los parlamentarios, entre los representantes del poder real y los últimos feudatarios. En pocas palabras, fue el gran instrumento de la lucha política y teórica en torno de los sistemas de poder de los siglos xvi y xvii. Por fin, en el siglo xviii, es aún esta teoría de la soberanía, reactivada por el derecho romano, la que encontramos en Rousseau y sus contemporáneos, con una cuarta función: la de construir contra las monarquías administrativas, autoritarias o abso­lutas, un modelo alternativo: el modelo de las democracias parlamenta­rias. Y sigue siendo ésta su función en el momento de la revolución.

Y bien, me parece que, si seguimos estos cuatro puntos, nos percata­mos de que, mientras duró la sociedad de tipo feudal, los problemas a los cuales la teoría de la soberanía se refería cubrían efectivamente la mecáni­ca general del poder, en el modo en el cual aquél se ejercía hasta los niveles más bajos a partir de los más altos. En otros términos, la relación de soberanía, tanto si se la entiende en sentido lato o restringido, recubría la totalidad del cuerpo social. Efectivamente, el modo en el cual el poder se ejercía, podía ser transcrito, al menos en lo esencial, en términos de la relación soberano-subdito. Pero en los siglos xvii-xviii se produjo un fenó­meno importante: la aparición, o mejor dicho, la invención de una nueva mecánica de poder que tiene sus propios procedimientos, instrumentos totalmente nuevos, aparatos muy diferentes: una mecánica de poder que creo que es absolutamente incompatible con las relaciones de soberanía y que se funda sobre los cuerpos y lo que hacen, más que sobre la tierra y sus productos. Es una mecánica de poder que permite extraer de los cuerpos tiempo y trabajo, más que bienes y riqueza. Es un tipo de poder que se ejerce continuamente a través de la vigilancia y no de manera discontinua por medio de sistemas de tasación y obligaciones distribuidas en el tiem­po; que supone un denso reticulado de coerciones materiales, más que la existencia física de un soberano. Se apoya sobre un principio que se con figura como una verdadera y propia economía del poder: se debe poder hacer crecer al mismo tiempo las fuerzas avasalladas y la fuerza y la efica­cia del que las avasalla.

Este tipo de poder se opone, punto por punto, a la mecánica de poder que describía o trataba de transcribir la teoría de la soberanía. Esta última —como dije- está ligada con una forma de poder que se ejerce sobre la tierra y sus productos, mucho más que sobre los cuerpos y lo que ellos hacen. La teoría de la soberanía es algo que se refiere al traslado y a la apropiación por parte del poder, no de! tiempo y del trabajo, sino de los bienes y la riqueza. Permite transcribir en términos jurídicos obligaciones discontinuas y distribuidas en el tiempo, pero no codificar una vigilancia continua; no permite fundar el poder en torno de la existencia física del soberano a partir de los sistemas continuos y permanentes de vigilancia. La teoría de la soberanía permite fundar un poder absoluto en el dispendio absoluto del poder, y no calcular el poder con el mínimo de derroche y el máximo de vigilancia.

 

Este nuevo tipo de poder que ya no puede ser transcrito en términos de la soberanía es uno de los grandes inventos de la sociedad burguesa. Ha sido un instrumento fundamental de la constitución del capitalismo indus­trial y del tipo de sociedad que le es correlativo; este poder no soberano, extraño a la forma de la soberanía, es el poder disciplinario. Indescripti­ble en términos de la teoría de la soberanía, radicalmente heterogéneo, el poder disciplinario habría debido normalmente conducir a la desapari­ción del gran edificio jurídico de aquella teoría. Pero en realidad la teoría de la soberanía continuó, no sólo existiendo, sino organizando los códigos jurídicos que la Europa del siglo xix se dio a partir de los códigos napoleónicos.

¿Por qué la teoría de la soberanía ha persistido como ideología y como principio de organización de los grandes códigos jurídicos? Creo que las razones son dos. Por una parte, en el siglo xviii y aun en el xix, fue un instrumento crítico permanente contra la monarquía y contra todos los obstáculos que podían oponerse al desarrollo de la sociedad disciplinaria. Por otra, la teoría de la soberanía con su organización de un código jurídi­co ha permitido superponer a los mecanismos de la disciplina un sistema de derecho que ocultaba los procedimientos ("de disciplina") y la eventual técnica de dominación, garantizando a cada cual, a través de la soberanía del Estado, el ejercicio de los propios derechos soberanos. Esto significa que los sistemas jurídicos -trátese de teorías o de códigos- han permitido una democratización de la soberanía con la constitución de un derecho público articulado sobre la soberanía colectiva, en el momento mismo en que la democratización de la soberanía era fijada en profundidad por los mecanismos de la coerción disciplinaria.

Se podría decir que, desde el momento en que las constricciones disci­plinarias debían ejercerse como mecanismos de dominación y al mismo tiempo debían ser ocultadas como ejercicio efectivo del poder, también era necesario que la teoría de la soberanía estuviera presente en el aparato jurídico y fuera reactivada por los códigos. En las sociedades modernas (a partir del siglo xix y hasta nuestros días) tenemos entonces, por una parte, una legislación, un discurso y una organización del derecho público arti­culados en tomo del principio de la soberanía del cuerpo social y de la delegación por parte de cada uno de la propia soberanía al Estado; y por la otra, un denso reticulado de coerciones disciplinarias que asegura en los hechos la cohesión de este mismo cuerpo social. Ahora bien: este reticulado no puede, en ningún caso, ser transcrito dentro de este derecho, que sin embargo es su acompañamiento necesario. Un derecho de la soberanía y una mecánica de la disciplina: el ejercicio del poder se juega entre estos dos límites. Pero éstos son tan heterogéneos que no se pueden reducir uno al otro. Los poderes se ejercen en las sociedades modernas a través, a partir y en el juego mismo de la heterogeneidad entre un derecho público de la soberanía y una mecánica polimorfa de las disciplinas. Lo que no quiere decir que de un lado se tenga un sistema de derecho docto y explí­cito, que sería el de la soberanía, y del otro, las disciplinas oscuras y mu­das que trabajarían en profundidad, en la sombra y que constituirían el subsuelo de la gran mecánica del poder. En realidad, las disciplinas tie­nen su discurso. Son, por las razones que les decía anteriormente, creado­ras de aparatos de saber y conocimientos. Las disciplinas son portadoras de un discurso que no puede ser el del derecho. El discurso de la discipli­na es extraño al de la ley, de la regla como efecto de la voluntad soberana. Las disciplinas sostendrán un discurso que no será el de la regla jurídica derivada de la soberanía, sino el de la regla natural, es decir, de la norma. Definirán un código que no será el de la ley, sino el de la normalización; se referirán a un horizonte teórico que necesariamente no será el edificio del derecho, sino el dominio de las ciencias humanas, y su jurisprudencia será la de un saber clínico.

 

En suma, en el curso de estos últimos años no he querido mostrar que en el proceso de avance de las ciencias exactas, el dominio incierto, difí­cil, embrollado del comportamiento humano haya sido poco a poco anexado a la ciencia: las ciencias humanas no se constituyeron gradualmente a través de un progreso de la racionalidad de las ciencias exactas. Creo que el proceso que ha hecho posible el discurso de las ciencias humanas es la yuxtaposición, el enfrentamiento de dos líneas, de dos mecanismos y de dos tipos de discursos absolutamente heterogéneos: de un lado, la organi­zación del derecho en torno de la soberanía, y del otro, la mecánica de las coerciones ejercidas por las disciplinas. Que en nuestros días el poder se ejerza contemporáneamente a través de este derecho y estas técnicas, que estas técnicas y estos discursos nacidos de las disciplinas invadan el dere­cho, que los procedimientos de la normalización colonicen cada vez más los de la ley: creo que todo esto puede explicar el funcionamiento global de aquello que yo llamaría una sociedad de normalización. En términos más precisos, quiero decir que las normalizaciones disciplinarias tienden a enfrentarse cada vez más con los sistemas jurídicos de la soberanía. De modo cada vez más nítido aparece la incompatibilidad de unas con otros, cada vez es más necesaria una suerte de discurso-árbitro, un tipo de poder y de saber "neutralizado" por la consagración científica. Es justamente en la extensión de la medicina donde vemos, no tanto combinarse, sino más bien intercambiarse o enfrentarse perpetuamente la mecánica de las disci­plinas y el principio del derecho. Los desarrollos de la medicina, la medi­calización general del comportamiento, de las conductas, de los discur­sos, de los deseos, se producen ahí donde llegan a encontrarse los dos planos heterogéneos de la disciplina y de la soberanía. Por esto, contra las usurpaciones de la mecánica disciplinaria y contra el ascenso de un poder ligado con el saber científico, hoy nos encontramos en la situación de poder recurrir o retornar sólo a un derecho organizado en torno de la soberanía y articulado sobre este viejo principio. Cuando se quiere objetar algo contra las disciplinas y contra todos los efectos de poder y de saber ligados con ellas, ¿qué se hace concretamente en la vida, qué hacen la magistratura y las demás instituciones similares sino invocar este dere­cho, este famoso derecho formal, llamado burgués, y que es en realidad el derecho de la soberanía? Me parece que aquí hay una especie de callejón sin salida: no se puede limitar los efectos del poder disciplinario recu­rriendo a la soberanía contra la disciplina, porque soberanía y disciplina, derecho de la soberanía y mecanismos disciplinarios son dos partes cons­titutivas de los mecanismos generales del poder en nuestra sociedad.

A decir verdad, al conducir la lucha contra el poder disciplinario no deberíamos dirigirnos al viejo derecho de la soberanía, sino a un nuevo derecho que, siendo antidisciplinario, se libere al mismo tiempo del prin­cipio de la soberanía. Aquí volvemos a encontrar la noción de represión, que creo que presenta un doble inconveniente en el uso que se hace de ella actualmente: por un lado, el de referirse oscuramente a una teoría de la soberanía que sería la de los derechos soberanos del individuo; por el otro, el de poner en juego un sistema de referencias psicológicas tomado en préstamo a las ciencias humanas, es decir, a los discursos y a las prácticas que pertenecen al dominio disciplinario. Creo que la noción de represión, por crítico que sea el uso que se quiere hacer de ella, es aún una noción jurídico-disciplinaria. La utilización en clave crítica de la noción de (re­presión) se encuentra de hecho viciada y condenada, desde el comienzo, por la doble referencia jurídica y disciplinaria a la soberanía y a la norma­lización que ella implica. 

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