AGUSTÍN: EL PENSADOR POLÍTICO

archivo del portal de recursos para estudiantes
robertexto.com

enlace de origen

c Miguel Ángel Rossi

IMPRIMIR

Agustín, el pensador itinerante
A gustín nace en el año 354 en Tagaste, pequeña ciudad costera de África del Norte cuya particularidad reside en ser punto de entrecruzamiento y tránsito de la gran ruta imperial: pasajeros, comerciantes, militares y funcionarios circulaban cotidianamente.
Sus padres eran Patricio, pequeño propietario rural y funcionario municipal, pagano
1 de religión, y Mónica, quien desde muy joven practicará la religión Cristiana y tendrá enorme influencia sobre su hijo. Pertenece sociológicamente a lo que en nuestros días podríamos denominar “clase media acomodada”. A este estamento pertenecían entre otros los propietarios rurales, quienes desempeñaban determinados cargos y magistraturas intermedios del Imperio Romano en África. La mayoría de ellos eran africanos, motivo por el cual no escapan a las contradicciones de una tensión oscilante 2 entre Roma y Cartago. Su contexto familiar tampoco podrá evadirse de esta tensión; no obstante estar atravesada por la cultura romana, una prueba de ello lo constituye la lengua en que hablaban: el latín y no el púnico, que era lo típico del pueblo africano.
Tres ciudades sirven de horizonte referencial en el camino que transitará para convertirse en un gran pensador: Cartago, Roma y Milán. Tres ciudades que estarán ligadas no sólo a su periplo filosófico, sino también existencial.


Agustín en Cartago
Con respecto a su periplo en Cartago son tres los hechos en los que queremos adentrarnos:
1. Cartago no sólo será para Agustín una metrópoli cultural y religiosa, sino también un centro de innumerables diversiones: juego de circo, gladiadores, hechiceros y astrólogos atraían gran cantidad de público. Su diversión predilecta eran los espectáculos teatrales. Así lo afirma en las Confesiones: “Arrebatábanme los espectáculos teatrales, llenos de imágenes de mis miserias y de incentivos del fuego de mi pasión (...). Amaba entonces el dolor y buscaba motivos de tenerle cuando en aquellas desgracias ajenas, falsas y mímicas, me agradaba tanto más la acción del
histrión y me tenía más en suspenso cuanto me hacia derramar más copiosas lágrimas”
3. Después de permanecer un año en la metrópolis africana conoce a una mujer, con la que formará pareja durante quince años, y con quien tendrán un hijo al que pondrán por nombre Adeodatus.
2. Con la lectura del Hortencio de Cicerón, Agustín despierta a la filosofía: “Semejante libro cambió mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis súplicas e hizo que mis votos y deseos fueran otros. De repente apareció a mis ojos viles toda esperanza vana, y con increíble ardor de mi corazón suspiraba por la inmortalidad de la sabiduría, ...”
4.
3. Agustín se convierte al maniqueísmo, permaneciendo en dicha corriente durante 9 años. Su núcleo doctrinal estriba en sustentar un dualismo radical entre el principio del bien o de la luz, y el principio del mal o de las tinieblas. Si bien ambos principios están en permanente conflicto, es importante señalar que poseen el mismo status ontológico y que ambos son principios constitutivos de toda la realidad.


Agustín en Roma
Decide trasladarse a Roma fundamentalmente por dos motivos, el primero porque necesita evadirse de la relación con su madre, hasta tal punto que emprende su viaje a escondidas por miedo a que ella decida acompañarlo. Relata su fuga en sus Confesiones: “ Sopló el viento, hinchó nuestras velas, desapareció de nuestra vista la playa, en la que mi madre, a la mañana siguiente, enloquecía de dolor, llenando de quejas y gemidos tus oídos (...) porque también como las demás madres, y aún mucho más que la mayoría de ellas, deseaba tenerme junto a sí.”
5
El segundo, porque cansado de ejercer la docencia, sobre todo por el poco empeño y entusiasmo de sus alumnos, nuestro pensador presupone que en la gran metrópoli encontrará estudiantes de mayor formación y disciplina.
Ni bien llegado a la Ciudad Eterna se enferma gravemente. Lo hospeda un amigo maniqueo, oyente
6 como él. Advirtamos que en Roma los maniqueos eran muy numerosos. En este tiempo comienza la desilusión del Hiponense respecto a esta doctrina. Veamos los motivos de tal desilusión: En Roma juntábame yo con los que se decían santos, engañados y engañadores; porque no sólo trataba con los oyentes (...) sino también con los que llamaban electos. Todavía me parecía a mí que no éramos nosotros los que pecábamos, sino que era no sé qué naturaleza extraña la que pecaba en nosotros, por lo que se deleitaba mi soberbia en considerarme exento de culpa (...). Gustaba de excusarme y acusar a no sé que ser extraño que estaba conmigo, Pero no era yo” 7.
Lo que molesta a nuestro pensador es la ausencia de libertad y por lo tanto de responsabilidad de las acciones humanas. En contraposición al determinismo maniqueísta, confeccionará su teoría del “libre arbitrio”: el hombre como único responsable de la caída original, y de todos sus pecados.
8
Por otra parte, para Agustín los maniqueos no lograban explicar el problema del mal, una de sus mayores preocupaciones. Tal desilusión potencia en el Hiponense un nuevo contacto, el encuentro con la filosofía de los académicos. Él siente gran admiración hacia ellos, incluso nunca deja de respetarlos, aún si no comparte sus presupuestos teóricos. Así lo expresa en sus Confesiones: “Tenía la idea de que los más talentosos de todos los filósofos fueran los académicos, en cuanto habían afirmado que es necesario dudar de toda cosa y habían sentenciado que para el hombre la verdad es totalmente incognoscible”
9.
Agustín ve en los filósofos académicos, más que la racionalidad de una doctrina, la interpretación de su estado de ánimo, que durante muchos años lindó con un escepticismo gnoseológico.
10


Agustín en Milán
Se traslada a Milán para ocupar su puesto de profesor oficial de retórica. Va a escucharlo a Ambrosio
11, Obispo del lugar, más que nada para juzgar sobre su oratoria y elocuencia, dado que por su vivencia agnóstica no espera ninguna sorpresa con relación a la posibilidad de acceder al conocimiento de lo divino. Para gran sorpresa de nuestro pensador, sucede todo lo contrario.
Lo más importante del encuentro de Agustín con Ambrosio y Simplicano será el contacto con círculos católicos y neoplatónicos de los cuales éstos formaban parte. El contacto con los neoplatónicos será fundamental para nuestro filósofo, sobre todo en lo tocante a la temática del problema del mal. El marco teórico de la vertiente neoplatónica le sirve a Agustín para comprender el mal como una privación del bien, y en tal sentido el único que posee status ontológico es el “Bien”. Por otra parte, también por la influencia neoplatónica, Agustín accede a una imagen de lo divino, pero no ya en términos corpóreos, a la manera maniquea, sino de acuerdo a la idea de lo inteligible, noción central para los neoplatónicos.
Muchos son los perfiles y roles que nuestro pensador ha transitado a lo largo de su vida. Destaquemos algunos de ellos:
1. Se dedicó exhaustivamente a la predicación. Al respecto, Maury puntualiza: “A pesar de la debilidad de sus bronquios y de su garganta debía subir al púlpito, casi a diario, para comentar la escritura. Tarea difícil que jamás dejó, aun cuando conociese su extrema fatiga. Y es que su público casi nada se parecía al de nuestras iglesias. Aquellos africanos vibrantes y simples no vacilaban en interrumpir al orador, ya con exclamaciones de alabanza, ya con bravos entusiastas, ora con murmullos, objeciones o apóstrofes. Algunas ocasiones, era casi una atmósfera de gente adversa”
12.
2. Fue un excelente polemista y apologista. Algunas de sus polémicas fueron auténticas guerras de religión, tal fue por ejemplo su polémica con los donatistas. En relación con los maniqueos, sigue confrontándose con ellos en todas las ocasiones posibles. Una de sus controversias más interesantes es sin lugar a dudas la que mantiene con Pelagio, un monje muy particular, de una vida muy digna, que Agustín mismo alaba. Pelagio sostenía la inexistencia del pecado original, instancia por la cual el concepto de “gracia” perdía su significación. También creía que la voluntad humana por sí misma era capaz de conseguir el camino de la salvación.
3. Fue un brillante analista de su propio tiempo. Basta con cotejar sus sermones y homilías para darse cuenta de esta afirmación. Ante un clima totalmente apocalíptico y desesperado, tanto para paganos como para cristianos, Agustín realiza una lectura equilibrada de los acontecimientos. Pero precisemos de cerca esta cuestión a través de algunas categorías de su obra más importante, La Ciudad de Dios.
Si bien es acertado decir que la primera parte de su obra estuvo destinada a refutar a aquellos que acusaban como responsables de la caída de Roma, a los cristianos, La Ciudad de Dios va mucho más allá de un mero esquema apologético. Contiene una explícita teología de la historia, la primera del pensamiento Occidental que toma al hombre y a la humanidad en su conjunto como protagonistas de la misma. Una historia que es pensada teológica y progresivamente.
La toma de Roma en el año 410 fue el motivo principal para escribir La Ciudad de Dios. Redactada de manera discontinua, ocupa largos años de la vida del autor, aproximadamente del 410 al 426, con períodos de interrupción debidos a sus múltiples ocupaciones.
Su objetivo, así como el de muchos de sus sermones y cartas, era ofrecer un marco de contención a sus fieles, quienes se sentían agobiados y aterrados por tal devastación. No olvidemos que Roma es sinónimo de civilización, en la medida en que ha garantizado, a través de su estructura imperial, una lengua oficial común, la fluidez de las comunicaciones, la transmisión de la cultura, la vigencia del derecho, la organización comercial, la defensa de la frontera; es decir, en última instancia, las condiciones de posibilidad de la vida humana en sociedad.
Agustín es muy consciente de los hechos acaecidos. Recordemos que el Norte de África, conjuntamente con el Sur de Italia, eran lugares privilegiados en donde se exiliaban las castas gubernamentales del imperio, tanto de la nobleza como de la alta burguesía romana.
Desde Hipona, en su Homilía, da cuenta de estos sucesos: “Horrendas noticias nos han llegado de mortandades, incendios, saqueos, asesinatos y otras muchas enormidades, cometidas en aquella ciudad. No podemos negarlo: infaustas nuevas hemos oído, gimiendo de angustia y pena (...). No cierro los ojos a los hechos, el correo nos ha traído muchas cosas y sé que se han cometido innumerables atrocidades en Roma”(Sermo de Excidio Urbis Romae,3).
Tomando como punto de partida la crisis más seria de Occidente, Agustín reflexiona acerca de la historia. En uno de sus sermones, pronunciado a dos o tres meses de la caída de la ciudad eterna, le oímos decir: “ Roma no perece, Roma recibe unos azotes; Roma no ha muerto, tal vez ha sido castigada, pero no aniquilada. Tal vez Roma no perezca, si no perecen los romanos” (Sermo 81,8-9).
Ante un clima apocalíptico generalizado tanto por cristianos como por paganos, tanto por el pueblo como por los núcleos intelectuales, Agustín contrarresta a su contexto señalando que la muerte material de una ciudad no implica la destrucción de su espíritu si sus habitantes, específicamente los romanos, siguen permaneciendo como tales, es decir conservando las virtudes que han hecho de Roma una gran civilización.
Por otra parte, y también en contraposición a una lectura apocalíptica, el Obispo de Hipona será consciente de estar presenciando el comienzo de un nuevo período histórico
13, en el cual el pueblo romano, conjuntamente con los pueblos que lo antecedieron y con los pueblos que lo sucederán, constituirán notas de una misma melodía, que es justamente el devenir de la historia.
Sin embargo, hay que destacar que no todos los hombres protagonizan la historia de la misma manera. Dos tipos de ciudadanos la constituyen, y construyen dos tipos de ciudades que coexisten en la vida terrena. La una es efímera y contingente (La Ciudad Terrena), la otra tiene la promesa de la eternidad (La Ciudad de Dios). Ambas ciudades se
fundamentan en el amor, en el que se inspiran las voluntades
14 humanas. Los ciudadanos de la Ciudad de Dios toman a Dios como fin, mientras que los ciudadanos de la Ciudad Terrena toman al mundo como fin. Al respecto, dos observaciones son esenciales: la primera marca el carácter espiritual 15 - y no material o institucional- de ambas ciudades y sus respectivos ciudadanos. La segunda remarca que el problema de los ciudadanos de la Ciudad Terrena consiste en que absolutizan los bienes temporales y su dimensión temporal.
Pero Agustín no tiene ningún problema en participar en los asuntos temporales del Estado y la política. Más aún, exhorta a los cristianos a participar en ellos, pero bajo la condición de poner su corazón en Dios.
En sus últimos días, el obispo de Hipona agota sus fuerzas en defender tanto los bienes pasajeros como la esperanza en el Bien eterno. “Él alienta y anima la resistencia material, visita a los generales, acoge a los refugiados, sostiene el ardor de los sitiados; después en el secreto de su celda, contempla el esplendor divino cuya luz ningún accidente puede alterar. Lucha por salvar una civilización y ruega por no dejar de amar el inmutable amor”(Maury, Pierre, San Agustín- Lutero- Pascal, pág.86).
En una gran paz interior, a pesar de que los godos, al mando de Alaríco, ya habían llegado al Norte de África, el 5 de septiembre del año 430 Agustín de Hipona durmió en la belleza de su Dios.


Agustín: el pensador político
Agustín y la problemática del Estado
Muchos pueden ser los ángulos a través de los cuales abordar la problemática del Estado en Agustín. Uno de ellos, muy interesante por cierto, podría estudiar la formación histórico-social del Estado antiguo, y en tal caso tendríamos que profundizar por un lado en la lectura que realiza el Hiponense de las categorías filosófico-políticas ciceronianas, y por otro indagar acerca del mito fundante de la eternidad de Roma, para introducirnos en cuestiones del imaginario social de la época y a partir de allí concentrarnos en la lectura que hace Agustín de la Eneida de Virgilio.
Sin embargo, a pesar de sentirnos seducidos por esta perspectiva
16, nuestro objetivo de elección transitará por otro camino en tanto nuestra preocupación primaria consiste en realizar un abordaje de la categoría de Estado como entidad que marca su vigencia en el presente. Entendemos que el encuentro con Agustín en este punto, resulta más que interesante, sobre todo con relación a dos ejes teóricos centrales:
1. La condición de posibilidad del Estado a partir de los conceptos de “sociabilidad” e “insociabilidad”.
2. La función básica del Estado como dispositivo ilegítimo de la coerción para asegurar una teoría del orden en la sociedad terrena.


El Estado y su condición de posibilidad
A manera de encuadre teórico, y siguiendo la óptica de Antonio Truyol Y Serra, es posible pensar el concepto de Estado en Agustín bajo tres visiones. La primera de ellas acentúa una valoración pesimista del Estado por parte del Hiponense, en tanto éste es percibido como producto del pecado. La segunda, en estricta oposición a la primera, parte de una valoración positiva del Estado en tanto éste puede interpretarse como el reflejo de la sociabilidad de la naturaleza humana. En esta perspectiva se enfatiza el carácter natural del Estado como dimensión social. La tercera considera al Estado como producto del pecado. Coincide con la interpretación pesimista, pero a diferencia de la primera, y en cierta sintonía con la segunda, cree que el Estado funciona como una suerte de remedio y reparación al estado de pecado.


La visión negativa del Estado
La interpretación negativa o pesimista del Estado ha caracterizado la mirada del siglo XIX y principios del siglo XX. En tal cosmovisión, el teólogo africano continuaría con la interpretación de la mayoría de los primeros padres de la iglesia, para quienes la sociedad política deriva directamente de las consecuencias del pecado. Tal interpretación se fundamenta en un celebre pasaje de la Ciudad de Dios en donde el Hiponense afirma que la consecuencia del pecado original trajo aparejada la subordinación o sujeción de los hombres entre sí, contrastando de esta manera con la igualdad natural entre los seres humanos que había caracterizado el primer orden natural y divino: “Así la soberbia imita perversamente a Dios. Odia bajo él laigualdad con sus compañeros, pero desea imponer su señorío en lugar de Él.”
17
Desde este enfoque, toda praxis política es considerada indigna de los ciudadanos de la Civitas Dei, justamente porque el Estado y la política son considerados productos demoníacos.
A modo de ejemplificación Truyol cita a Gregorovius como uno de los máximos exponentes de esta interpretación: “Agustín consideró el imperio de los romanos, con toda su majestad dominadora del orbe, con todas sus leyes, su literatura y su filosofía, como la obra execrable de espíritus infernales”
18.
Al respecto habría que señalar dos observaciones: la primera puntualiza la ilegitimidad de universalizar o generalizar la forma específica del Imperio Romano a la noción de Estado. En todo caso, sí queda suficientemente comprobado que lo que Agustín descalifica del Imperio Romano no es que éste sea un Estado, sino que se haya convertido en un Estado imperial, a diferencia de la República romana: “La historia da fe de lo que amó este pueblo en su origen y en las épocas siguientes y de cómo se han ido infiltrando las más sangrientas sediciones, las guerras civiles, y de cómo se rompió y se corrompió la concordia, que es de cierta manera la salud del pueblo”
19. “Si bien es cierto que no han faltado, ni faltan, naciones enemigas extranjeras contra las cuales se han librado siempre y se libran aún guerras, sin embargo, la misma grandeza del imperio ha dado origen a guerras de peor layas, a las guerras sociales y a las civiles” 20.
La segunda observación señala que el Hiponense tiene una mirada oscilante respecto del Imperio Romano. Incluso llega a elogiarlo en la medida en que gracias a él se han podido establecer las bases de una cultura común y de un derecho para todos los hombres, si bien aclara que a un alto costo: “Se ha trabajado para que la ciudad imperiosa imponga no sólo su yugo, sino también su lengua, a las naciones dominadas por la paz de la sociedad. Esta paz ha motivado esa abundancia de intérpretes que vemos. Es verdad, pero esto ¡a costa de cuántas y cuán enormes guerras, de cuántos destrozos y de cuánto derramamiento de sangre se ha logrado!”
21.
Continuando con esta línea interpretativa de la visión pesimista del Estado, y tal vez como una hiperbolización de la misma, se ha acentuado la contraposición entre la Civitas Dei y La Civitas diaboli, ubicando en la primera a la Iglesia y en la segunda al Estado. Al respecto, nosotros creemos que esta lectura no puede fundamentarse bajo ningún punto de vista en Agustín: primeramente porque ambas ciudades, Civitas Dei y Civitas diaboli, no pueden localizarse ni institucional ni geográficamente. Y porque además dicha localización obedece a la confusión de identificar a la Civitas Terrena con la sociedad terrena, no observando que solamente la segunda adquiere carácter temporal e institucional, imprescindible para la vida en sociedad. Al respecto Gilson puntualiza: “Habrá de evitarse, pues, el contrasentido, por desgracia bastante frecuente, que confunde la ciudad del diablo con las sociedades políticas como tales o, como se dice a veces, con el Estado. Las dos pueden coincidir de hecho, es decir en circunstancias históricas determinadas, pero siempre se distinguen de derecho. La verdadera definición de la ciudad terrena es totalmente diferente. La cuestión no es saber si se vive o no en una de las sociedades que comportan la tierra actualmente, lo cual es inevitable, sino si uno mismo ubica su propio fin último en la tierra o en el cielo”
22.


La visión positiva del Estado
Dicha visión acentúa el carácter por el cual la sociedad política se presentaría como una tendencia natural en el hombre. Tendencia que se habría dado con independencia del pecado, manifestándose ya en el estado de inocencia: “ Caracterizan certeramente esta conclusión las siguientes palabras de Holstein: “El fenómeno fundamental de la vida política es, para nuestro pensador, el intento de sociabilidad y de orden, que ya aparece en el animal, e impulsa al hombre, por la ley de su naturaleza, a buscar la comunidad y la paz con los demás”
23.
Nosotros acordamos con esta línea interpretativa en tanto acentúa la tendencia a la sociabilidad y el orden que está implícita en la naturaleza humana: “¿Qué milano, por más solitario que vuelva sobre la presa, no busca hembra, hace su nido, empolla los huevos, alimenta sus polluelos y mantiene como puede la paz en su casa con su compañera, como una especie de madre de familia? ¡Cuánto más es arrastrado el hombre por las leyes de su naturaleza a formar sociedad con todos los hombres y a lograr la paz en cuanto esté de su parte!”
24.
En la perspectiva positiva del Estado, éste se comprende como la ampliación de la vida familiar, es decir, el Estado como una gran familia. En este sentido el arquetipo de mando estaría dado por el padre de familia, cuya primera obligación natural es velar por los suyos. Este deber del padre de familia también puede interpretarse en términos de autoridad en la medida en que guiar es ejercer autoridad y ser guiado es obedecer. Sin embargo, tal modelo de mando y obediencia, destinado sobre todo a conseguir la paz doméstica, puede entenderse como una prescripción del primer orden natural. Más específicamente, Agustín lo comprende en el espacio doméstico del hombre justo que vive en la fe y sirve con humildad a los suyos, que aparecen para ser guiados. Tal servicio no se nutre de una lógica de dominio, sino todo lo contrario: se inspira en el propio concepto de virtud por el cual se sustenta la obligación de cuidar a los suyos: “Pero en casa del justo que vive de la fe y peregrina aún lejos de la ciudad celestial sirven también los que mandan a aquellos que parecen dominar. La razón es que no mandan por deseo de dominio, sino por deber de caridad; no por orgullo de reinar, sino por bondad de ayudar”
25.
El problema de nuestro pensador será entonces entender el concepto de autoridad política, y hasta qué punto ésta puede comprenderse en los términos de la autoridad familiar como una ampliación de la misma, o por el contrario, afirmar que ésta última pertenece a un ordenamiento totalmente diferente.
Como ya señalamos anteriormente, al hombre le fue dada la autoridad no sobre sus semejantes sino sobre los irracionales. Así lo enfatiza Agustín, señalando que los primeros hombres justos de la antigüedad fueron más pastores que reyes. En esta demarcación queda claro que el concepto de autoridad familiar, o clánico-pastoril, se diferencia cualitativamente del concepto político de rey. En este sentido, queda suficientemente probado que para Agustín el origen de la servidumbre no tiene otra explicación más que la introducción del pecado. Nadie es esclavo de nadie por naturaleza. Sin embargo, la servidumbre como castigo por el pecado es ordenada por el propio derecho divino como la única forma posible de mantener un cierto orden, cuyo sustento sólo puede darse a través de la coerción.
Agustín insiste en dos puntos: por un lado, que la servidumbre de los hombres entre sí es una condición cuyo origen no puede encontrarse en la naturaleza del hombre creado, y por otro lado, que hay una manera de ejercitar autoridad y sujeción que difieren del primer orden natural, en el cual habría que incluir a la familia.
El comentario de Agustín de que Dios no deseaba que el hombre no domine a sus semejantes nos parece más que decisivo para investir la autoridad política con el elemento esencial de la sujeción. Y en tal sentido no acordamos con la interpretación positiva del Estado, que pretende establecer una diferencia de grado y no de esencia en relación a la irrupción del pecado con respecto a la autoridad. Reconocemos que hay una tendencia natural en el hombre a buscar la comunidad con los demás, pero la irrupción del pecado debe entenderse en un sentido cualitativo en tanto éste posibilita el ejercicio, incluso como condición existencial, de la coerción social. Decir Estado es esencialmente hablar de una lógica institucional que monopolice legítimamente el ejercicio de la coerción, y como queda suficientemente señalado, ésta no tiene razón de ser en el primer orden natural. La perspectiva positiva del Estado considera que el pecado original no logra borrar o anular los postulados del primer orden natural, cuando la naturaleza humana revestía un carácter de profunda sociabilidad. Nosotros acordamos con esta proposición. Por tal motivo, seguimos hablando de sociabilidad como concepto fundante del Estado, pero a diferencia del paradigma positivo del Estado incluimos también las tendencias egoístas, agresivas e insociables de los hombres como fundamento existencial del mismo. Y en tal óptica, pensamos que el anhelo de sujeción de los hombres, que hay que diferenciar del anhelo de reunión o asociación, se inspira fundamentalmente en la lógica del dominio.


La visión ecléctica: Las nociones de “sociabilidad”e “insociabilidad” como tendencias fundantes del Estado
- La sociabilidad Humana:
“Nuestra más amplia acogida a la opinión de que la vida del sabio es vida de sociedad. Porque ¿de dónde se originaría, como se desarrollaría y cómo lograría su fin la ciudad de Dios - objeto de esta obra cuyo libro XIX estamos escribiendo ahora - si la vida de los santos no fuese social?”
26
De esta cita destacamos dos niveles de reflexión, el primero de los cuales sitúa a Agustín en plena sintonía con la tradición filosófica clásica con respecto a la idea de sociabilidad humana, simbolizada por la expresión “nuestra más amplia acogida a la opinión”. El segundo aspecto consiste en significar que dicho concepto de sociabilidad encuentra su mayor fundamentación en la vida de los santos como ciudadanos de la Civitas Dei.
A partir de concebir la naturaleza humana como esencialmente social, Agustín se va a preocupar por explicar cuál es la génesis de la ciudad y su ordenamiento secuencial como dinámica inherente al desarrollo social: “Después de la ciudad o la urbe viene el orbe de la tierra, tercer grado de la sociedad humana, que sigue estos pasos: casa, urbe y orbe. El universo es como el océano de las aguas; cuanto mayor es, tanto más abunda en escollos (...). El primer foco de separación de escollos es la diversidad de las lenguas...”
27.
Notamos que la génesis de la ciudad está en estricta relación con un criterio histórico evolutivo, impulsado por la propia dinámica de la naturaleza humana en su necesidad de vivir en sociedad. Tal secuencia también la encontramos en la Política de Aristóteles, con algunas diferencias y convergencias respecto del hiponense: “Por tanto la comunidad constituida naturalmente para la satisfacción de las necesidades cotidianas es la casa, (...); y la primera comunidad constituida por varias casas en vista de las necesidades no cotidianas es la aldea (...), la comunidad perfecta de varias aldeas es la ciudad, que tiene por así decirlo, el extremo de toda suficiencia, y que surgió por causa de la necesidad de la vida, pero existe ahora para vivir bien”
28.
Destaquemos coincidencias y diferencias entre ambos pensadores.
Para ambos, y a diferencia del paradigma moderno en su variante contractualista, la sociabilidad, y por ende sus instituciones que la pautan, son del orden de la naturaleza. Claro que en Agustín, a diferencia del filósofo griego, existe una apertura a lo sobrenatural o estado de trascendencia propia de todo pensador cristiano. Ambos utilizan un método histórico evolutivo como recurso epistemológico para explicar el surgimiento de la polis o ciudad.
Si bien en el caso del hiponense algunos autores han hablado de una visión contractualista
29 de la génesis social, sustentada por un célebre pasaje de las Confesiones (“Respecto a los pecados que son contra las costumbres humanas, también se han de evitar según la diversidad de las costumbres a fin del que concierto mutuo entre pueblos y naciones, firmado por la costumbre o la ley, no se quebrante por ningún capricho de ciudadano o forastero, porque es indecorosa la parte que no se acomoda al todo” 30), ambos hacen alusión a una teoría orgánica de la vida social, donde es justamente el todo el que preside y da sentido a cada una de las partes.
Para Aristóteles la esfera de lo político sólo puede comprenderse diferenciada del ámbito de lo doméstico o privado: “No tienen razón, por tanto, los que creen que es lo mismo ser gobernante de una ciudad, rey, administrador de su casa o amo de sus esclavos, pensando que difieren entre sí por el mayor o menor número de subordinados, y no específicamente; que el que ejerce su autoridad sobre pocos es amo, el que ejerce sobre más administrador de su casa, y el que más aún, gobernante o rey. Para ellos en nada difiere una casa grande de una ciudad pequeña...”
31.
En el esquema aristotélico, que tomamos como la expresión más acabada del mundo griego sobre el tema, se manifiesta con claridad que lo que diferencia el espacio público o político del doméstico no puede nunca justificarse por un criterio cuantitativo, sino todo lo contrario, dado que el orden político es cualitativamente diferente del doméstico, incluyendo a la familia en este último.
Para Agustín, empapado en este aspecto del contexto romano, la dicotomía aristotélica de lo público y de lo privado queda en parte superada por la simple razón de que la categoría de familia adquiere también resonancia política. Basta con tener en cuenta la importancia de la figura del padre de familia como arquetipo político-social conjuntamente con el carácter institucional que esta noción revestirá como legado de Occidente. De esta manera, el estado social se presenta para el Hiponense como una institución natural que surge de la proliferación de la comunidad familiar y se inserta a su vez en una sociedad mayor, la del linaje humano: “Después de la ciudad o la urbe viene el orbe de la tierra, tercer grado de la sociedad humana, que sigue estos pasos; casa, urbe y orbe”
32. Es en este sentido que el Hiponense sostiene que entre familia y ciudad no hay una diferencia de esencia, sino de grado. La familia juega en dirección al orden de la ciudad. Sin embargo, Agustín no es unívoco en este punto, pues si bien muchas veces acentúa el carácter de continuidad entre la familia y el Estado, otras tantas pone especial énfasis en remarcar sus abismales diferencias. Al respecto, creemos que para nuestro pensador el concepto de familia pertenece al orden de la naturaleza, al cual también pertenece el Estado considerado en su fundamento social. Es por esta razón que puede considerarse al Estado como una gran familia con existencia previa al pecado, pero el Estado como entidad política sólo cobra existencia y sentido a partir del pecado original. Encontramos así una gran diferencia cualitativa entre el orden familiar y el Estado social con respecto al Estado considerado como entidad política, el cual posee como nota específica el ejercicio de la coerción social 33.
Por otra parte, anticipamos que la lógica que impera en el orden familiar es la del servicio, mientras que la que anima la esencia del Estado es la lógica de la sujeción y el dominio como alteración del primer orden natural.
Cierto es que el teólogo necesita concebir una articulación armónica entre la familia, a la que considera la célula básica de la sociedad, y el Estado, que como entidad superior debe demarcar la ley a la que debe ajustarse el orden doméstico: “De donde se sigue que el padre de familia debe guiar su casa por las leyes de la ciudad, de tal forma que se acomode a la paz de la misma”
34. Hay sólo un caso en que el orden familiar puede y debe ir en contra del orden estatal: cuando nos encontramos con un Estado que prohibe el culto al verdadero Dios.
La familia tiene dos leyes bien definidas que debe seguir y obedecer: la natural y la civil. A su vez, tiene también dos fines: uno social y otro doméstico, interno. En tanto la ley civil no vaya contra la ley natural
35, la familia en su dinámica debe sujetarse a ella, siendo éste un medio óptimo para la conservación de la ciudad.
El otro aspecto decisivo por el cual cobra sentido hablar de la sociabilidad de la naturaleza humana se fundamenta en la vertiente judeocristiana. Desde esta perspectiva, es digno de apreciar uno de los ítems por los cuales puede diferenciarse cualitativamente el hombre del animal. Entre los animales irracionales las especies no proceden de un único individuo, a diferencia del género humano con respecto a Adán. Tal hecho conlleva la idea de la humanidad como gran familia, que por otra parte enfatiza también la valoración positiva agustiniana del principio social de la reunión, sobre todo a partir de los lazos de parentesco: “Y ésta es la razón por la cual plúgole a Dios el que de un hombre dinaminaran todos los demás hombres, a fin de que se mantuviesen en una sociedad, no sólo conglutinados por la semejanza de la naturaleza, sino también por los lazos de parentescos”
36.
El concepto de sociabilidad puede pensarse también desde dos instancias. La primera se refiere al contexto de la propia observación y acción divina a través de la cual se crea a la mujer como complemento social del hombre: “Después dijo Yavé ‘no es bueno que el hombre esté sólo. Haré pues, un ser semejante a él para que lo ayude’”
37. Por otra parte, si el hombre es creado a imagen y semejanza de lo divino, es el propio concepto de la divinidad, expresado en el misterio de la Trinidad, el que recibe un carácter de infinita sociabilidad.
En el comienzo de su opúsculo Agustín afirma que “Cada hombre en concreto es una porción del género humano y la misma naturaleza humana es de condición sociable”
38.


La insociabilidad humana
El terreno de la insociabilidad humana, en el pensamiento Agustiniano, sólo puede comprenderse y fundamentarse en alusión a la irrupción del pecado original. Es a partir de él que se trastocaron y pervirtieron los vínculos humanos, dando lugar a un estado de insociabilidad. Creemos indispensable señalar que esta irrupción tiene alcance universal y trastoca toda la realidad en sus múltiples manifestaciones. Sin embargo, no debemos incurrir en el error de pensar que este estado de pecado, de insociabilidad, anula o borra las huellas de la primera creación divina, cuando el hombre era un sujeto enteramente sociable. Por esta razón, todos los hombres pueden retrotraerse, reconocerse y remitirse introspectivamente a la primera creación de Dios.
Profundicemos en este aspecto de la doctrina agustiniana. El pensamiento de Agustín puede ser analizado mediante dos dimensiones de carácter cualitativamente diferente. Un primer estadio que podemos denominar pre-adánico, y un segundo que podemos denominar post-adánico. Precisemos ambas dimensiones:
1. dimensión pre-adánica: debemos incluir en ella todas las consideraciones relacionadas con la primera creación y sus múltiples consecuencias, como por ejemplo el estado de sociabilidad. El hombre estaba llamado a convivir con el hombre, a guardar vínculos de horizontalidad. Debía solamente depender de Dios, sujetarse únicamente al gobierno divino, y ser señor de la naturaleza y de las demás criaturas irracionales. Tal era el orden de la creación plasmado por la voluntad divina: “Esto es prescripción del orden natural. Así creó Dios al hombre. Domine, dice, a los peces del mar, y a las aves del cielo, y a todo reptil que se mueva sobre la faz de la tierra . Y quiso que el hombre racional, hecho a su imagen, dominara únicamente a los irracionales, no el hombre al hombre, sino el hombre a la bestia. Este es el motivo de que los primeros justos hayan sido pastores y no reyes. Dios con esto manifestaba qué pide el orden de las criaturas y qué exige el conocimiento de los pecados. El yugo de la fe se impuso con justicia al pecador. Por eso en las escrituras no vemos empleada la palabra siervo antes de que el justo Noé castigara con ese nombre el pecado de su hijo. Este nombre lo ha merecido, pues, la culpa, no la naturaleza”
39.
2. dimensión post-adánica: con la introducción del pecado, la naturaleza humana queda imbuida de éste. Podemos hablar de “naturaleza humana caída”, siendo una de las consecuencias más graves el estado de insociabilidad, real o potencial, de los humanos entre sí. Sin embargo, como precisamos anteriormente, el pecado, que incide en todos los órdenes de la realidad, no logra borrar el primer tipo de orden natural que Dios había impreso en el hombre al crearlo a imagen y semejanza suya. Por lo tanto, hay una antropología que la falta no logra anular.
Cabría preguntarse cuál ha sido entonces la causa del pecado, cuestión fundante en el pensamiento Agustiniano y que sólo puede responderse en alusión al mal uso que hizo el hombre de su libre arbitrio: “ poco se puede obrar bien si no es por el libre albedrío, y afirmaba que Dios nos lo había dado para este fin (...), si entre los bienes corporales se encuentran algunos de los que el hombre puede abusar, (Agustín pone el ejemplo de las manos que, siendo un bien en si mismo, pueden sin embargo ser instrumento de asesinato) ¿qué hay de sorprendente si en el alma hay igualmente ciertos bienes de los que también podemos abusar?”
40.
Agustín no desarrolla mucho la problemática de la insociabilidad humana en lo que interesa al aspecto político. Sin embargo, podemos extraer algunas consecuencias fundamentales que el pecado provocó en este aspecto.
Una de las más importantes consiste en el quebrantamiento de la comunicación entre los todos los hombres: “El primer foco de separación entre los hombres es la diversidad de las lenguas. Supongamos que en un viaje se encuentran un par de personas, ignorando una la lengua de la otra, y que la necesidad les obliga a caminar juntas un largo trecho. Los animales mudos, aunque sean de diversa especie, se asocian más fácilmente que estos dos, con ser hombres. Y cuando únicamente por la diversidad de las lenguas los hombres no pueden comunicar entre sí sus sentimientos, de nada sirve para asociarlos la más pura semejanza de la naturaleza. Esto es tan verdad, que el hombre en tal caso está de mejor gana con su perro que con un hombre extraño”
41.
Otra de las consecuencias del pecado que guarda estricta relación con nuestra tesis en tanto fundamento del Estado, consiste en la introducción de relaciones de jerarquía y no de horizontalidad en los vínculos humanos. Desde esta óptica surge la categoría de dominio, o más precisamente de “servidumbre”. Sin embargo, es esencial enfatizar que estas relaciones de jerarquía presentes en la Sociedad Terrena son necesarias para el mantenimiento del cuerpo social, y por lo tanto sería impensable y contraproducente pretender que éstas dejen de existir. Más aún, pueden considerarse un límite al estado de insociabilidad. Ese límite impide un estado de anarquía que, sumado al problema de la insociabilidad, precipitaría a los hombres en una guerra de todos contra todos: “La primera causa de la servidumbre es, pues, el pecado, que se someta un hombre a otro hombre con el vínculo de la posesión social. Esto es efecto del juicio de Dios, que es incapaz de injusticia y sabe imponer penas según el merecimiento de los delincuentes”
42.
Quien dice Estado dice también subordinación de unos miembros con respecto a otros, de los cuales los que mandan se sitúan en el polo de la autoridad. Al respecto, nos parece muy interesante la observación de Antonio Truyol Y Serra, quien distingue dos aspectos diferentes en relación con el concepto de autoridad: “Por consiguiente, dice muy acertadamente José Corts que en la autoridad cabe distinguir dos aspectos: el directivo y el coercitivo: el primero hubiese existido aún sin la caída original, el segundo es el que deriva de ella, y, así, el hombre, por desobedecer los preceptos suaves de Dios, ha de soportar autoridades férreas y tiranías”
43.
Nosotros acordamos con esta diferenciación, sustentada en marcar la diferenciación del Estado, considerado en su dimensión social con respecto al Estado como entidad política. En el segundo caso entendemos por Estado al ente político que detenta el monopolio legítimo de la coerción y que no puede entenderse sin la subordinación de unos hombres a otros. El Estado, en esta segunda acepción, no tiene existencia en la primera creación, lo cual no implica la deconstrucción de toda autoridad. Específicamente, nos referimos a la autoridad directiva, por ejemplo la del padre de familia, o aún la propia autoridad divina. En cambio, en una dimensión escatológica -y en este aspecto hay que diferenciar el paraíso adánico del fin de los tiempos en el que tendrá lugar el juicio final
44-, sí podremos hablar, para los ciudadanos de la Civitas Dei, de la anulación del concepto de autoridad tanto en un sentido coercitivo como directivo, pues estos ciudadanos quedarán confirmados en el Sumo Bien.
Tratemos entonces de dilucidar por qué para Agustín puede fundamentarse la condición de posibilidad de las instituciones y del Estado en particular a partir de la constante tensión de “la sociable insociabilidad” de los hombres en la Sociedad Terrena.
Nosotros entendemos que una vez que el pecado original hace su irrupción, el gran mal que percibe el hiponense es el de la disgregación del cuerpo social, sobre todo a partir de la constante tensión entre las sociables y al mismo tiempo insociables relaciones humanas. Justamente para administrar y regular tal tensión es que pueden pensarse las instituciones, y específicamente el Estado, como instrumento que evita la “guerra de todos contra todos”.
Cabría entonces preguntarnos por qué el Estado es garante de la vida en sociedad, pregunta que sólo puede contestarse en referencia a la función básica del mismo, que es el ejercicio legítimo de la coerción. Sin este requisito no habría en la sociedad terrena garantías, tanto en el ámbito real como potencial, individual como colectivo, de que la vida material de los hombres pudiera funcionar aunque más no sea bajo un mínimo de colectividad. Sin coerción, la existencia del cuerpo social no tendría garantías de subsistir. Es por esta razón que la posibilidad de pensar el Estado se transmuta en su propia necesariedad, objetivada bajo tres instancias:
- porque el Estado, a través de ser pensado como el dispositivo coercitivo por excelencia, es el único que puede garantizar la vida del cuerpo social imponiendo un límite al estado de pecado;
- porque el Estado, a través del ejercicio de la coerción, es el único capaz de restaurar el funcionamiento colectivo de la humanidad, quebrantada en su naturaleza por el pecado original;
- porque el estado, a través del ejercicio de la coerción, es el único con capacidad de garantizar el orden y la paz, conceptos más que necesarios tanto para cristianos como para paganos.


Agustín y el Estado como República
Agustín construye su concepto de Estado-República incorporando y redefiniendo las categorías filosófico-políticas ciceronianas. Más aún, y como bien lo observa Marshall, muchas veces nos es difícil descubrir cuando termina Cicerón y empieza Agustín. Sin embargo, pueden observarse tres instancias no ciceronianas:
a. la interpretación estrictamente teológica de iustitia;
b. las implicancias de que el pueblo romano haya vivido impío habiendo recurrido a los demonios;
c. el concepto de Dios tomado en un sentido definitivamente cristiano.
En relación con la noción de Estado-República nos encontramos ante una pluralidad de interpretaciones. Nos interesa desarrollar aquélla que acentúa la ruptura de Agustín con respecto a la interpretación clásica del Estado. La ruptura con el paradigma clásico fue hegemónica a partir de la segunda guerra mundial, sobre todo en la vertiente protestante anglosajona. Entre sus representantes más destacados puede mencionarse a Peter Brown, Robert Markus, F.Edurard, Ernest L. Fortín y R.T. Marshall.
Desarrollemos los núcleos teóricos principales de dicha cosmovisión:
Se parte de la tesis de que Agustín no se rige en sus escritos maduros por la teoría clásica del Estado, la cual se fundamenta en el principio clásico de Justicia.
Estos pensadores acentuaban el escepticismo agustiniano al considerar la posibilidad de una vida comunitaria también basada en el principio de justicia, sobre todo teniendo en cuenta la realidad y la fuerza disolvente del pecado.
Encontraban el sustento teórico de esta hermenéutica ante todo en la forma en la cual nuestro pensador se oponía a las concepciones de Marco Tulio Cicerón, puesto que para Agustín Roma nunca fue una auténtica República porque nunca existió en ella la “Verdadera Justicia”. Por lo tanto, estos pensadores concluyen que Agustín percibiría a la visión ciceroniana de República como muy idealista, dado que la auténtica justicia sólo puede realizarse en el Reino de Dios, cuyo fundador y conductor es Cristo, siendo para los cristianos más un objeto de fe y esperanza que una realidad presente.
Agustín y la definición ciceroniana
La definición Ciceroniana de República de la que parte
45 nuestro pensador puede definirse en estos términos: “Había dicho Escipión en el fin del libro segundo que así como se debe guardar en la cítara, en la flauta y en el canto y en las mismas voces una cierta consonancia de sonidos diferentes, la cual mutada o discordante, los oídos adiestrados no pueden soportarla, y esta consonancia, por la acoplación de los sones más desemejantes, resulta concorde y congruente, así también en la ciudad compuesta de órdenes interpuestos, altos, bajos y medios, como sonidos templados con la conveniencia de los más diferentes, formaba un concierto. Y lo que los músicos llaman armonía en el canto, esto era en la ciudad la concordia, vínculo el más estrecho y suave de consistencia en toda República, la cual sin la justicia es de todo punto de vista imposible que subsista” 46.
“Desarrollada esta cuestión cuanto les parece suficiente, Escipión vuelve de nuevo a su discurso interrumpido, y recuerda y encarece una vez más su breve definición de República, que se reducía a decir que es una cosa de pueblo. Y determina al pueblo diciendo que es no toda concurrencia multitudinaria, sino una asociación basada en el consentimiento del derecho y en la comunidad de intereses. (...) De sus definiciones colige, además, que entonces existe república, es a saber, cosa del pueblo, cuando se la administra bien y justamente, ora por un rey, ora por unos pocos magnates, ora por la totalidad del pueblo”
47.
Los elementos que definen una auténtica República pueden entonces resumirse en los siguientes términos:
- debe haber armonía en la disparidad, lo cual supone la existencia de un orden social heterogéneo, convergiendo los distintos intereses sobre un interés común;
- la noción de armonía en la disparidad queda suficientemente explicitada en alusión a la melodía musical;
- con respecto a la noción de “pueblo”, intrínseca a la noción de República, habría que distinguir dos instancias: a. la noción de República como tarea o empresa del pueblo, y por lo tanto como interés primordial de éste; b. la distinción entre los conceptos de “pueblo” y “multitud”.
Lo que constituye a una República es un pueblo y no una multitud. Sólo el primero puede constituirse como tal en alusión a la aceptación de un cuerpo jurídico en común a través del cual rigen sus vidas y conductas todos sus miembros sin excepción. Es justamente esta referencia a un cuerpo jurídico común la que garantiza las condiciones de armonía y civilidad entre todos sus miembros.
Otra de las ópticas interesantes que gira entorno al concepto de República agustiniana, es la presentada por Etienne Gilson en su libro Las metamorfosis de la ciudad de Dios. El medievalista francés señala que pueden encontrarse en Agustín dos tesis contrapuestas de si hubo o no República Romana. A favor de la primera tesis, Gilson argumenta: “Dios, escribía él a Marcelino en el 412, ha querido manifestar el fin sobrenatural de las virtudes cristianas, permitiendo a la Roma antigua prosperar sin ellas. Era reconocer a las virtudes cívicas de los paganos, una cierta eficacia temporal y, a Roma misma, el carácter de una antigua sociedad”
48.
Acordamos con Gilson en que pueden encontrarse en Agustín dos tesis contrapuestas acerca de la existencia de la República Romana, pero creemos que tal dicotomía no obedece a una contradicción lógica – principio de contradicción –, sino a un dispositivo retórico del propio Hiponense, a quien en determinadas ocasiones le interesa resaltar las auténticas virtudes de la antigua Roma para contraponerlas al Imperio, y en otras le interesa confrontar toda República humana con la República de la Civitas Dei.
Si acentuamos una perspectiva apologética y ética, advertimos que hay en Agustín una valoración positiva hacia las virtudes de la antigua Roma, pues su intención es contraponer éstas a la corrupción de las costumbres del Imperio Romano.
Si acentuamos una perspectiva ontológica o metafísica, debemos concluir que la única República que merece tal nombre es la Civitas Dei, porque sólo en ella, y no en la sociedad terrena, reina la verdadera justicia. Sin embargo, nosotros creemos que esta noción de “verdadera justicia”, lejos de proyectar sobre la sociedad terrena un imaginario de imposibilidad e impotencia hacia toda praxis política, se presenta como una idea regulativa, en cuanto enseña a los hombres que toda construcción humana posee el sello de la corruptibilidad, imposibilitando de esta manera caer en una visión absoluta del Estado.
Por otra parte, Agustín no piensa los vínculos sociales únicamente en términos de “verdadera justicia”. Si tal fuera el caso, entonces tendríamos que considerar que el Hiponense legitimaría un estado de anarquía y rebelión a la autoridad pública mundana, dado que ésta no es la expresión de la verdadera justicia, cayendo consecuentemente en un desprecio por lo terrenal y todo lo que ello implique. Recordemos que, por el contrario, él establece una jerarquía dentro de la escala de los bienes, existiendo bienes superiores, medios e inferiores
49. Él considera que las instituciones y el Estado, si bien no pueden ser considerados bienes superiores, son valorados también como bienes, sobre todo teniendo en cuenta que el mayor mal terrenal para el Hiponense es el estado de anarquía: “Mira cómo el universo mundo está ordenado en la humana República: ¡por qué instituciones administrativas, qué ordenes de potestades, por qué constituciones de ciudades, leyes, costumbres y artes! Todo esto es obra del alma, y esta fuerza del alma es invisible” 50.


El giro agustiniano: el concepto de “amor”como fundamento de toda República
Coincidimos en este punto con la óptica de Gilson en torno del pasaje de la figura de la “justicia” a la figura del “amor” como fundamento de una República. Tal interpretación resulta más que obvia en tanto que es el propio Agustín quien explicita tal perspectiva: “Y si descartamos esa definición de pueblo y damos esta otra: ‘el pueblo es un conjunto de seres racionales asociados por la concorde comunidad de objetos amados’, para saber qué es cada pueblo, es preciso examinar los objetos de su amor. No obstante, sea cual fuere su amor, si es un conjunto, no de bestias, sino de seres racionales, y están ligados por la concorde comunión de objetos amados, puede llamarse, sin absurdo ninguno, pueblo. Cierto que será tanto mejor cuanto más nobles sean los intereses que lo ligan, y tanto peor cuanto menos nobles sean. Según esto, el pueblo romano es un pueblo, y su gobierno, una república.”
51


El Estado como garante de la Paz
Como hemos dicho anteriormente, una de las finalidades básicas del Estado es el mantenimiento de la paz terrena, que sólo puede instrumentarse y asegurarse a través del ejercicio de la coerción como modo de organizar el orden social.
Sin embargo, es necesario aclarar que la noción de paz, vinculada con la noción de orden, es uno de los conceptos clave del universo teórico agustiniano, y que el mismo posee en su sentido más hegemónico un carácter trascendental o eterno. Por tal razón, antes de dedicarnos al tratamiento de la paz social desde un abordaje filosófico-político, reflexionaremos acerca de la paz desde su dimensión metafísica.
Agustín define la paz como “la tranquilidad del orden” y el orden como “la disposición que asigna a las cosas diferentes y a las iguales el lugar que le corresponde”
52. Utiliza varias definiciones de paz a lo largo de muchas de sus obras, siendo el denominador común de todas ellas la noción de orden.
El concepto de paz agustiniano supone una dimensión ontológica, al punto que posibilita no sólo las condiciones existenciales de las cosas sino también su permanencia o conservación en el ser. “Lo que es perverso o contra el orden, necesariamente ha de estar en paz en alguna, de alguna y con alguna parte de las cosas en que es o de que consta. De lo contrario dejaría de ser. Supongamos un hombre suspendido por los pies, cabeza abajo. La situación del cuerpo y el orden de los miembros es perverso, porque está invertido el orden exigido por la naturaleza, estando arriba lo que debe estar naturalmente abajo. Este desorden turba la paz del cuerpo, y por eso es molesto. Pero el alma está en paz con su cuerpo y se afana por su salud, y por eso hay quien siente el dolor. Y si, acosada por las dolencias se separa, mientras subsista la trabazón de los miembros, hay alguna paz entre ellos, y por eso aún hay alguien suspendido. El cuerpo terreno tiende a la tierra, y al oponerse a eso su atadura busca el orden de su paz y pide en cierto modo, con la voz de su peso, el lugar de su reposo”
53.
Como bien lo explicita la cita, todo lo que existe busca ese orden gracias al cual puede conservar la paz en alguna, de alguna y con alguna parte de las cosas en que consiste o de que consta. De lo contrario, dejaría de existir.
El orden natural es uno de los caracteres ontológicamente constitutivos de toda la naturaleza creada, en tanto todos los entes existen en virtud de la medida, la forma y el orden que le fueran conferidos por la misma voluntad divina.
“Todas las naturalezas por el hecho de existir y, por ende, tener su propia ley, su propia belleza y una cierta paz consigo mismo son bienes. Y, mientras están situadas donde deben estar, según el orden de la naturaleza, conservan todo el ser que han recibido”
54 (CD XII,5).
Para Agustín todos los entes creados existen en virtud de la medida, la forma y el orden modus, species, ordo, que les fueran conferidos por la propia voluntad divina. Al respecto nos parece muy interesante la nota 30 al libro XIX de la Ciudad de Dios de la edición que venimos trabajando: “Y esto nos mueve a pensar en el peso, que es el amor, en el pondus. El amor inclina al lugar propio de cada ser, y el orden obliga a conseguirlo. Si nos detenemos un poco a considerar estas definiciones, caemos en la cuenta de que todo radica y gira sobre un mismo gozne, el equilibrio. Virtus = ordo amoris; ordo =dispositio rerum; amor = pondus; pax = tranquillitas ordinis. Este es el vasto proceso seguido por la lógica impresionante del santo...”
55.
El Hiponense utiliza la palabra “natura” en dos sentidos muy diferentes al tiempo que complementarios: cuando se refiere a la naturaleza de cada cosa (rerum natura), como el ser propio de cada cosa, lo podemos asimilar al concepto de esencia. Pero también habla del conjunto de todo lo creado que reúne en armónica disposición a todos los seres que constituyen esas naturalezas en la primera acepción. En este caso podemos hablar del ordo naturarum u ordo universalis: “Cosa ardua y rarísima es (...) alcanzar el conocimiento y declarar a los hombres el orden de las cosas, ya el propio de cada una, ya, sobre todo, el del conjunto o universalidad con que es regido este mundo”
56.
Para Agustín la noción de “paz” no puede mentarse desde un esquema estático, sino que debe ser caracterizada desde un continuo movimiento. El concepto de paz no puede comprenderse como carencias de apetencias o tensiones encontradas de tendencias opuestas, sino como el equilibrio de fuerzas concordes y discordes que coexisten en armonía.
Otro de los elementos esenciales que constituye el orden universal es el mantenimiento de relaciones de jerarquía de un grado de paz con el nivel superior, lo que nos lleva a hablar de un universo escalonado.
“En los seres que tienen algo de ser y que no son lo que Dios, su autor, son superiores los vivientes a los no vivientes, como los que tienen fuerza generativa o apetitiva a los que carecen de esta virtualidad. Y entre los vivientes son superiores los sencientes a los no sencientes, como los animales a los árboles. Entre los sencientes son superiores los que tienen inteligencia a los que carecen de ella, como los hombres a las bestias. Y, aún entre los que tienen inteligencia, son superiores los inmortales a los mortales, como los ángeles a los hombres. Esta gradación parte del orden de la naturaleza” 
57.
Como hemos señalado anteriormente, para Agustín todo los entes tienden naturalmente a la paz, pero no todos la realizan de igual forma. Los inanimados buscan la paz guiados y determinados por las leyes que Dios grabó en su naturaleza: “De estas transformaciones no se substrae nada a las leyes del supremo Creador y Ordenador, que gobierna la paz del universo. Porque, aunque los animales pequeños nazcan de cadáveres de animales mayores, cada corpúsculo de ellos, por ley del creador, sirve a sus pequeñas almas para su paz y conservación. Y aunque unos animales devoren los cuerpos muertos de otros, siempre encuentran las mismas leyes difundidas por todos los seres para la conservación de las especies, pacificando cada parte con su parte conveniente, sea cualquiera el lugar, la unión o las transformaciones que hayan sufrido” 
58.
Es fundamental observar cómo Agustín nos ha conducido paulatinamente por la escala de la naturaleza, atravesando primero el mundo el mundo de los inanimados y luego el de los animados para confluir en la maravillosa creación divina: el hombre.
Resulta claro que en el caso del hombre, al igual que en todos los demás entes, la paz es también un impulso o tendencia natural. Sin embargo, tal tendencia natural de paz en el ser humano se combina, se entreteje existencialmente, con la dimensión de la libertad. El hombre es el único ente, conjuntamente con los ángeles, capaz de alterar o quebrantar la paz del orden universal, pero es también el único capaz de reconstruirla. En este sentido, la paz implícita en la naturaleza humana no se le impone desde un determinismo ciego, sino como una constante tarea, tal vez como su suprema tarea, tanto en lo individual como en lo colectivo. Por esta razón Agustín aduce que la primera responsabilidad civil que se impone al miembro de la Civitas Dei es construir la paz terrena: “Dios, pues, Creador sapientísimo y Ordenador justísimo de todas las naturalezas

, que puso como remate y colofón de su obra creadora en la tierra al hombre, nos dieron ciertos bienes convenientes a esta vida, a saber: la paz temporal según la capacidad de la vida mortal para su conservación, incolumidad y sociabilidad. Nos dio además todo lo necesario para conservar o recobrar esta paz...” 59.
Como hemos dicho anteriormente, el pecado entra en el mundo por el mal uso que el hombre hizo de su libre arbitrio. Un mal uso que alteró el orden sabiamente establecido. También precisamos con anterioridad que la consecuencia más grave del pecado en el terreno social fue la subordinación o dominación de los humanos entre sí. Cabe entonces preguntarnos, ante una paz quebrantada más no anulada por el pecado, ¿cómo pensar un orden socialmente instituido o instituyente en y de la sociedad terrena?
Tal pregunta nos lleva a reflexionar acerca de la paz terrena y sus condiciones de posibilidad.
En el libro XIX de la Ciudad de Dios, Agustín comienza a reflexionar acerca de la importancia de la paz como uno de los mayores bienes no sólo de la vida eterna, sino también de la vida terrenal: “Y la paz es un bien tan noble, que aún entre las cosas mortales y terrenas no hay nada más grato al oído, ni más dulce al deseo, ni superior en excelencia”
60.
Al respecto hay que aclarar que para el Hiponense sólo puede haber paz definitiva en la vida eterna, mientras que en la Ciudad Terrena la paz la experimentamos como un “bien incierto y dudoso”, dado que esta última, a diferencia de la paz eterna, posee el sello de la corruptibilidad.
Sin embargo, si bien ambas paces son cualitativamente diferentes, no existe una intención en Agustín de divorciar o desvincular ambas dimensiones. De esta manera pueden postularse diferentes relaciones dialógicas entre la paz terrena y la paz celestial, que toman como instancia central la disposición de las voluntades humanas con respecto a la paz. Para los ciudadanos de la Civitas Terrena la paz terrenal es un bien absoluto, mientras que para los ciudadanos de la Civitas Dei la paz terrenal puede ser un medio óptimo para alcanzar la paz eterna, perdiendo la primera su carácter de absolutez.
Lo interesante del planteo agustiniano radica en el hecho de que la paz temporal es valorada positivamente por ambos tipos de ciudadanos. Esta perspectiva se vincula con sustentar un orden político y social que asegure la vida material de los hombres.
Agustín considera que la paz se vincula necesariamente a los conceptos de mando y obediencia, y esta lógica juega en los dos tipos de paz, con la gran diferencia de que en la paz eterna quien gobierna es Dios (y en ello radica la figura de la Verdadera Justicia), mientras que en la paz terrena gobiernan los hombres sobre los hombres, siendo la figura esencial la categoría de sujeción o servidumbre, como consecuencia no de la naturaleza sino del pecado original.
Pensar la cuestión de la paz terrena en su dimensión política implica con fuerza de necesidad introducir el problema de la dominación: “Así, la soberbia imita perversamente a Dios. Odia bajo él la igualdad con sus compañeros, pero desea imponer su señorío en lugar de él. Odia la paz justa de Dios y ama su injusta paz propia. Es imposible que no ame la paz, sea cual fuere. Y es que no hay vivir tan contrario a la naturaleza que borre los vestigios últimos de la misma”
61. Esta es una cita central, puesto que resume la fundamentación jerárquica y coercitiva del Estado como garante de la paz: el carácter de “injusta” paz humana no invalida que sigamos hablando de paz; claro está que después del pecado original ésta sólo puede comprenderse como sujeción de los hombres entre sí, justamente por eso el apelativo de “injusticia”. Por otra parte, el orden violentado por la “soberbia humana” violenta pero no anula en el hombre la tendencia implícita en su naturaleza a amar la paz.
Con las relaciones de dominación entran en escena también las relaciones de jerarquía. Sin embargo, estos vínculos, lejos de introyectar sobre la sociedad terrena un estadio de desorden, posibilitan la existencia de la organización social. Por esta razón, nuestro pensador aduce que quién pretenda terminar con éste tipo de relaciones sociales “cae en la sabiduría del necio”.
Por lo tanto, el concepto de “paz” lleva implícita la noción de “orden”, antes del pecado original como orden natural o divino, y después del pecado como dominación o sujeción.
El orden establecido por Dios en la creación implica otros nexos de subordinación: aquellos que aluden a la relación del hombre y la tierra, y a la relación de los hombres entre sí.
El fin propio de los ciudadanos de la Civitas Terrena tendrá por fin supremo el afán de dominio sobre los demás y la posesión excluyente de la tierra. Por lo tanto no se maneja en el orden de la creación con un amor ordenado. En contraposición, los ciudadanos de la Civitas Dei simplemente se sirven de estos bienes: “Más los hombres que no viven de la fe, buscan la paz terrena en los bienes y comodidades de esta vida. En cambio, los hombres que viven de la fe esperan en los bienes futuros y eternos, según la promesa. Y usan de los bienes terrenos y temporales como viajeros. Estos no los prenden ni desvían del camino que lleva a Dios., sino que lo sustentan para tolerar con más facilidad y no aumentar las cargas del cuerpo corruptible que apega al alma. Por tanto el uso de los bienes necesarios a esta vida mortal, es común a las dos clases de hombres y a las dos casas; pero en el uso, cada uno tiene un fin propio y un pensar muy diverso del otro. Así, la Ciudad Terrena, que no vive de la fe, apetece también la paz, pero fija la concordia entre los ciudadanos que mandan y los que obedecen en que sus quereres estén de acorde de algún modo en lo concerniente a la vida mortal (...). Y como ésta es común, entre los dos ciudadanos hay concordia en relación con esas cosas” .
Nos encontramos ante una cita fundante para nuestro trabajo, en tanto remarca algunos puntos centrales para la justificación del Estado como instrumento de la coerción:
Los bienes terrenales son necesarios para el mantenimiento de la vida material, que es común a ambos tipos de ciudadanos.
La Ciudad Terrena también apetece la paz, incluso como tendencia natural, pero ésta sólo puede darse mediante la concordia entre los ciudadanos que mandan y los ciudadanos que obedecen. Por lo tanto, la idea de concordia supone las relaciones de mando y obediencia, y además la reunión de sus quereres en lo relativo a la vida mortal.
El gran problema que se le presenta a Agustín es: ¿cómo puede haber concordia en relación con los bienes de la vida mortal, si el conjunto de estos es finito y transitorio?
En virtud de que los bienes terrenales son finitos y transitorios se materializa una teoría del conflicto social, dado que es imposible que los miembros de la ciudad terrena, por su propio afán de posesión particular, puedan gozar todos y al mismo tiempo de estos objetos transitorios y finitos. Justamente, de la disputa de ellos surge la discordia, que es propia de Babilonia.
De todos estos puntos podemos inferir nuevamente la fundamentación del Estado como garante del orden y la paz en tanto administrador de los objetos mundanos. Sin una autoridad rectora, coercitiva con capacidad de establecer límites a los anhelos de posesión de los ciudadanos de la Civitas Terrena, entraríamos en una guerra de todos contra todos.
De todas maneras, aunque el Estado garantice esta concordia en relación con las cosas materiales, Agustín no lo enviste de un ropaje sagrado, en tanto la coerción ejercida por aquél no escapa a la lógica dominandi.


Bibliografía
- San Agustín. Epístolas, en obras de San Agustín, tomo VIII, Madrid, BAC, 1958
- San Agustín. Confesiones, Madrid, BAC, 1991
- San Agustín. De boni conjugali, Madrid, BAC, 1958
- San Agustín. De Ordine, Madrid, BAC, 1958
- San Agustín. Del Libre albedrío, Madrid, BAC, 1958
- San Agustín. La Ciudad de Dios, Madrid, BAC, 1958
- San Agustín. Semones, Madrid, BAC, 1958
- Gilson, Etienne. La metamorfosis de la ciudad de Dios. Bs. As. Troquel, 1954
- Marshall, R.T. Studies in the Political and Socio-Religious Terminology of the De Civitate Dei. Washington, Cath. Univ. of América Press, 1952
- Truyol Y Serra, Antonio. El Derecho y el Estado en San Agustín. Revista del Derecho Privado, Madrid, 1944
- Ulman, W. Historia del pensamiento de la Edad Media. Barcelona, Ariel, 1983


Notas
1 El padre de Agustín aceptará ser bautizado antes de morir, más por un cierto miedo a la posibilidad de la existencia de la vida eterna, que por una conversión al cristianismo.
2 Recordemos que Cartago había llegado a ser una gran metrópoli, y si bien en tiempos de Agustín se encontraba subsumida al Imperio Romano, nunca anuló su imaginario de ofrecerle resistencia a la ciudad eterna.
3 San Agustín. Confesiones, III, 2, 2.4.
4 San Agustín. Confesiones, III, 4, 7.
5 San Agustín. Confesiones.
6 Consiste en la primera etapa de los iniciados al maniqueísmo.
7 San Agustín. Confesiones. V, 10, 18.
8 No obstante esta libertad ante la caída, no es suficiente para la recuperación, pues sin el auxilio de la “gracia divina” no es posible la redención.
9 San Agustín. Confesiones. V, 10, 19
10 En tanto Agustín dudó del conocimiento de la Suma Verdad, pero jamás de su existencia.
11 La figura de Ambrosio es la figura más importante de Milán; podría decirse que para el común de la gente es mucho más relevante que la figura del emperador. Agustín no tiene contacto profundo con él debido a las múltiples ocupaciones del obispo. No obstante, éste alcanza gran influencia

sobre el Hiponense, sobre todo a partir de sus sermones y homilías, a los que nuestro profesor de retórica acude a menudo. Ambrosio era un gran intelectual, hijo de una noble familia senatorial, rigurosamente formado en gramática, literatura griega y latina, retórica y derecho; además, lee a los padres orientales y los escritores paganos clásicos. Junto a él se encuentra un sacerdote, también de gran formación intelectual, llamado Simpliciano, quien sí va a tener contacto directo con nuestro teólogo.
12 Maury, Pierre. San Agustín- Lutero- Pascal. pp 79.
13 Agustín es el primero en el pensamiento Occidental en pensar la historia como una gran cronología, fijando de esta manera un arquetipo que la modernidad internalizó en su reflexión sobre la historia.
14 El concepto de voluntad es una de las categorías fundamentales del pensamiento agustiniano. Al respecto, es indispensable señalar que dicho concepto es caracterizado como el móvil interno que mueve a los hombres, y bajo ningún punto de vista puede definirse como la mera exterioridad.
15 Sobre todo en alusión al agustinismo político, tanto en la vertiente teocrática como en el cesaropapismo, quienes localizaban la Ciudad de Dios en la Iglesia y la Ciudad de Dios en el Estado, o viceversa.
16 No obstante, haremos hincapié en las nociones centrales del Estado como República por ser la forma específica de la que partió Agustín.
17 San Agustín. La Ciudad de Dios. XIX, 12, p1399
18 Antonio Truyol Y Serra. El Derecho y el Estado en San Agustín. Revista del Derecho Privado, Madrid 1944. cap.2 , p113
19 San Agustín. Op. Cit. XIX, 24, pp. 1425, 1426
20 San Agustín. Op. Cit. XIX, 7, pp. 1386
21 San Agustín. Op. cit. XIX, 7, p 1385
22 Gilson, Etienne. Las Metamorfosis de la Ciudad de Dios. Troquel, Bs.As. 1964, pp. 66
23 Antonio Truyol Serra. Op. cit. P 119
24 San Agustín. Op. cit. XIX,12, 2, pp. 1395
25 San Agustín. Op. Cit. XIX, 14, pp. 1402, 1403
26 San Agustín. La Ciudad de Dios, B.A.C, L.XIX, 5, p 1381. .
27 San Agustín. Op. cit, L.XIX, 7, p 1385
28 Aristóteles. La Política, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989. LI, p 23
29 Creemos que utilizar la noción de contrato como génesis de la sociedad política sería caer en un anacronismo. El acento está puesto en la costumbre como la manera de determinar el ethos de una comunidad.
30 San Agustín. Las Confesiones, B.A.C, Madrid 1991, LIII, 8, 6, p 146
31 Aristóteles. Op. cit, p 1
32 San Agustín. Op. Cit, XIX,7,pp 1385
33 A riesgo de caer en un anacronismo, creemos que se hace presente en Agustín la temática de la legitimidad coercitiva del estado a la manera weberiana, es decir, el estado como aquél que detenta el monopolio legítimo de la coerción.
34 San Agustín. Op. cit, L. XIX, 17, p 1407
35 No existe en Agustín un tratamiento sistematizado que distinga el concepto de ley natural y ley civil a la manera tomista. El acento está puesto en la naturaleza como orden universal, como primer orden creado.
20 San Agustín. De boni conjugali, B.A.C, p 129
36 Gen 2, 18:
37 San Agustín. Op. cit, II, 26, p 127
38 San Agustín. La Ciudad de Dios, XIX, 15, p 1403
39 San Agustín. Acerca del libre arbitrio, B.A.C, XVIII, pp 47, 48
40 San Agustín. La Ciudad de Dios, XIX, 15, p 1385
41 San Agustín. Op. cit, XIX, 15 p 1387
42 Truyol Y Serra, Antonio. El derecho y el Estado en San Agustín. Revista de derecho privado, Madrid 1944.pp. 142
43 Una de las diferencias básicas entre el paraíso y la tierra prometida es que en esta última habrá confirmación en el bien, con lo cual no tendrá sentido la coerción.
44 Nosotros partimos de la lectura que hace Agustín de Cicerón sin confrontarla con el pensamiento del romano.
45 San Agustín. La Ciudad de Dios. II, 21,1.pp. 170
46 San Agustín. La ciudad de Dios. II,21, 2, pp.171
47 Gilson, Etienne. Las Metamorfosis de la Ciudad de Dios,. Troquel S.R.L, Bs.As. 1954, Cap.II, p 50
48 Hay en Agustín una jerarquía de bienes con sentido de objetividad e inmutablilidad. Habrá que esperar a Abelardo para comenzar a pensar una axiología subjetivsta.
49 San Agustín. In Joannis Evangelium, BAC, VII,2 pp.131
50 San Agustín. La Ciudad de Dios. XIX, 24, pp.1425
51 San Agustín. Op. Cit. XIX,13, 1.pág.1398.
52 San Agustín. Op Cit.XIX, 12,3 pp. 1396 ( nota 26)
53 San Agustín. Op. Cit. XII, 5. Pp, 799
54 San Agustín. Op. Cit. XIX. Nota 30, pp. 1435
55 San Agustín. De Ordine. Libri duo 1,11.
56 San Agustín. La Ciudad de Dios. XI, 16, pp. 742, 743.
57 San Agustín. Op. Cit. XIX, 13. Pp 1397.
58 San Agustín. Op. Cit. XIX, 13, 2, pp. 1400.
59 San Agustín. Op. Cit. XIX, 13, 2, pp. 1400
60 San Agustín. Op. Cit. XIX, 12,3,pp. 1396
61 San Agustín. Op. Cit. XIX, 17, pp. 1406, 1407.

Biblioteca Virtual CLACSO
La filosofía política clásica
De la antigúedad al renacimiento
Atilio Borón - compilador

LIBRERÍA PAIDÓS

central del libro psicológico

REGALE

LIBROS DIGITALES

GRATIS

música
DVD
libros
revistas

EL KIOSKO DE ROBERTEXTO

compra y descarga tus libros desde aquí

VOLVER

SUBIR