UNIVERSALISMO Y PARTICULARISMO

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Desde el pensamiento político moderno

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Hebert Gatto

 

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Me detendré en un campo semántico vecino al de la discriminación -forma patológica de concebir y tratar las diferencias entre los seres humanos-, constituido por un conjunto extenso de pares conceptuales -no idénticos pero sí afines- que se relacionan por integrar un espacio de significaciones unidas o unificables, al decir de Wittgenstein, por "un aire de familia".

 

Me refiero a las parejas que a partir del eje central Igualdad-Diferencia se despliegan en las oposiciones Nosotros-Ellos; Abstracto-Concreto; Homogéneo-Discreto; General-Singular; General-Local, Universal-Particular. Concretamente nos centraremos en la última de tales contraposiciones (Universalismo-Particularismo), porque parece útil para describir la confrontación entre dos modos de pensamiento de permanente presencia en la reflexión humana. Por más que aquí, sin desconocer su presencia en otros campos, limitaremos su aplicación al ámbito de la teoría política.

A los efectos de estas reflexiones definiremos como "universalistas" aquellas concepciones o doctrinas que se aplican a una significativa mayoría de los miembros de la clase o especie a las que dichas concepciones refieren. Mientras que el particularismo se caracterizará como su opuesto conceptual. Con esas restricciones, el planteo a desarrollar se propone tres objetivos:

Primero, buscar un punto de vista, una plataforma descriptiva útil, aunque ni privilegiada ni mucho menos exclusiva, para arrojar luz sobre ciertas tensiones de la teoría y la filosofía política, fundamentalmente, en el siglo que acaba de terminar.

Segundo, mostrar cómo esa tensión y sus formas de resolución no son necesariamente negativas, salvo cuando alguno de los extremos de la pareja de oposiciones se hipertrofia y adquire formas patológicas. En cuyo caso la universalidad puede encubrir la discriminación, al negar a minorías la razón de existir, o la particularidad, magnificada en un nosotros excluyente, constituirse en un franco ejercicio de ella.

Tercero, correlacionar esta oposición con algunos grandes sucesos de este siglo, donde la discriminación apareció alternativa o simultáneamente en cada uno de los extremos del par, para concluir identificando la actual oposición entre Modernidad y Posmodernidad como otro modo de reeditar la subyacente dialéctica entre universalismo y particularismo.

 

LA CONSTRUCCION DEL UNIVERSALISMO LIBERAL

A partir del precedente de la revolución inglesa del siglo XVII el liberalismo, con remotos precedentes en el mundo clásico, tímidamente comenzó a caracterizar una nueva época. Con Locke en lo referido a las libertades y con el renacimiento del derecho natural estoico en lo atingente a los derechos humanos -incluyendo el contrato como fundamento lógico del Estado y de la obligación política ciudadana-, la humanidad occidental ingresó definitivamente en el mundo moderno.

Al unísono en ese lapso, el "siglo metafísico", como lo llamó Cassirer, impulsaba grandes sistemas de vocación universalista en el área filosófica, aportando una nueva confianza en la razón, con pensadores de la talla de Descartes, Spinoza, Leibniz o el propio Hobbes. Con la posterior fusión de estas corrientes la tríada libertad-derechos subjetivos-razón apareció en la forma de un renovado "derecho natural", aplicable a todos los hombres y basamento normativo último de las sociedades humanas, privadas, a partir de entonces, de fundamentos teológicos directos. Luego, con la Ilustración, llegó el tiempo en que las ideas recibidas fructificaron, para encarnarse en acciones y fijarse en textos constitucionales y legales.

 

LA REPLICA TEMPRANA DEL PARTICULARISMO

Con el transcurso del siglo XIX, aparecerán aportes y perfeccionamientos al modelo secular heredado del liberalismo, pero también críticas y oposiciones, que se sumarán a las que lo acompañaban desde sus orígenes. Especialmente porque si recogía las banderas universales de los derechos, también cargaba en sus alforjas los intereses mucho más particularistas y acotados de la ascendente burguesía, poco afecta a tradiciones. Ni siquiera, como recordaría Marx, aquellas piadosas y tuitivas de los más débiles. Al tiempo que, por iguales razones, no se mostraba demasiado receptivo a las aspiraciones democráticas que se abrían paso en la época.

El encuentro entre liberalismo y democracia, la verdadera universalización del liberalismo, no se dará en el plano teórico sino con John Stuart Mill, y en el político con la lenta imbricación de ambas corrientes, en Inglaterra primero y en Estados Unidos y Francia más tarde. Este proceso, si bien limitado en sus primeras etapas a los componentes de la raza blanca, de género masculino y religión cristiana, culminará, a su término, en un universalismo de nuevo cuño y de mayor generalidad: el de la Democracia liberal, formalmente extendida a todos los individuos. Una síntesis que en el plano político vendrá a complementar los derechos civiles defendidos por el primer liberalismo. Se salvaba con esta fusión entre ambas corrientes la crítica de los primeros demócratas, que habían señalado que el universalismo de los derechos era incompleto mientras los hombres no pudieran defenderlo y complementarlo mediante su participación -directa o indirecta (esa fue y es otra discusión)- en las decisiones públicas que les concernían.

Parcialmente solapada con la crítica democrática, la oposición al costado particularista y burgués del liberalismo recibió desde otro flanco -las posiciones genéricamente socialistas y anarquistas-, críticas basados en el carácter exclusivamente formal e individualista de sus postulados. El particularismo de la burguesía (su egoísmo disfrazado de seudo universalismo), solo sería superado -así lo planteó el socialismo- por la real universalidad de una clase que al romper sus cadenas asumirá los valores de la humanidad realizada: el Proletariado. Según esta versión, aquella clase social -que de ellas y no de individuos trata la historia- que terminará,no en la idealidad formal de la abstracción sino en la materialidad de lo real, con toda forma de dominación, incluyendo la del Estado.

De esa forma la izquierda levantó un tipo especial de crítica: desde la visión, real o supuesta, de una clase a la que invistió de vocación universalista, atacó lo que entendía como la hipocresía del liberalismo ilustrado, centrado en la defensa, en vía oblicua, del capitalismo y del Estado burgués. En los hechos, por esas ironías de las que la historia da tantas muestras, al término de un largo proceso, el socialismo,en su versión comunista, concluyó en la defensa desesperada del particularismo del partido-Estado y en un virulento antiliberalismo, mientras que en su visión reformista, aunque sin una clara asunción del hecho, se integró a la corriente liberal igualitarista.

 

FASCISMO Y NACIONALSOCIALISMO

Con el advenimiento del siglo XX, emergió, además de la demócrata y la socialista, otro tipo de críticas al universalismo liberal: nos referimos al segundo desafío proveniente del particularismo-comunitarista. Una crítica -de allí lo de segunda- que no era completamente inédita .Ya había despuntado cuando la Ilustración daba lugar a cambios sociales de envergadura y la crítica romántica -la reivindicación de la tradición, el terruño, la Edad Media, la lengua y el sentimiento- emergió para hacerle frente. O cuando Hegel distinguió entre el universalismo liberal de los derechos encarnados en la sociedad civil --relativizado por la lucha competitiva que en ese mismo escenario impuso el capitalismo- y el Estado constitucional, como consagración de la eticidad y el genio propio de cada pueblo.

De todos modos, esos antecedentes, presentes durante todo el siglo XIX, irrumpieron transformados en la segunda década del XX. Frente al universalismo de la democracia y de los derechos de todos, la reivindicación del particularismo de la sangre, la raza y la historia se encarnó en el fascismo. En su versión débil en el fascismo italiano, y con toda su potencia en el nacional-socialismo. Un trágico particularismo que no por casualidad se ensañó con el pueblo cosmopolita por excelencia, el pueblo capaz de convivir, sin desaparecer, en el seno de otros pueblos y culturas y a su vez, sin contradicción, celoso defensor –especialmente luego de su secularización- de la razón universalista: el pueblo judío. Lo que el particularismo nazi implicó como ataque frontal al universalismo de los derechos no requiere mayores desarrollos; basta pensar que esta verdadera patología del nacionalismo supuso, actuando en nombre de un supuesto grupo humano específico, un desafío a la civilización en su conjunto.

 

LOS AVANCES DEL UNIVERSALISMO

Derrotados el fascismo y el comunismo en sus disímiles y deformadas versiones del particularismo, no desapareció la confrontación dialéctica entre este y el universalismo. Ya la socialdemocracia, superada que fuera su inicial confusión con el socialismo marxista, había supuesto una primera complementación del liberalismo decimonónico, incorporando a la priorizada gestión estatal los derechos económicos y sociales de los ciudadanos. Derechos que por sus características aspiraban a complementar, y no a sustituir, el universalismo del liberalismo.

Por eso, con el triunfo de la socialdemocracia el proceso de universalización no solamente no se detuvo, sino que los derechos ampliaron su radio y se dirigieron a la vida cotidiana, individual y social (y a su fundamento material). Procurando a su vez, no siempre con éxito, extender tales derechos hacia la humanidad en su conjunto, a través del multiculturalismo. Un universalismo de las culturas, respetuoso de las diferencias, pero fundado en su necesidad de convivencia y mutuo enriquecimiento.

Solo que el éxito de esta práctica antecedió a su fundamentación téorica. Hasta avanzada la segunda posguerra, aún lastrada por su particularista concepción de la lucha de clases, la socialdemocracia careció de sustentos teóricos profundos que fueran más allá de una genérica aspiración a la igualdad. Encontró estas raíces ingresando ya en el último cuarto del siglo XX -y paradójicamente cuando sus éxitos prácticos comenzaron a declinar- en los desarrollos teóricos del liberalismo igualitarista y de su prima hermana, la ética dialógica, o ética discursiva, y su encarnación política en la democracia deliberativa. Concepciones estas que, más allá de sus diferencias y de sus enfrentamientos con el liberalismo extremista del Estado mínimo, constituyen hoy día -debilitado el marxismo-leninismo en sus manifestaciones ortodoxas- las expresiones más vigorosas del pensamiento universalista contemporáneo.

No se trata aquí de desarrollar, o siquiera esbozar, las teorías de la justicia que a partir de Rawls ha ido conformando ese complejo y heterogéneo movimiento que hemos denominado liberalismo igualitarista, incluyendo en él las éticas dialógicas de Apel y Habermas. Por más que este último no se sentiría enteramente cómodo con su inclusión en el liberalismo. Bástenos decir que al monologismo particularista de la razón práctica kantiana (singularizada en el imperativo categórico como atributo de la autonomía y de la dignidad humana) lo sucedió, como fundamento ideal de la ética, la razón emergente del diálogo, donde los sujetos éticos, en condiciones de simetría e igualdad, eligen en su interacción, que a nadie puede excluir, el mejor argumento para validar las normas de convivencia y echar las bases de las instituciones políticas de la sociedad. Si ello lo hacen apelando a la igualdad de los intervinientes en el diálogo que legitima las normas que los afecta, y a su capacidad para ser interlocutores válidos del mismo, o en función de la reconstrucción de una "situación originaria" cubiertos por el "velo de ignorancia", de acuerdo con las diferencias arquitectónicas de Habermas y Rawls, es cosa en la que aquí no entraremos.

Lo que sí interesa destacar es que el diálogo liberal y su extensión a la democracia deliberativa (un extremo particularmente patente en Habermas) permite erigir potentes teorías de la justicia. Tan importantes que la igualdad de los sujetos morales, exigida por el diálogo ético o por la situación originaria entre seres racionales (autointeresados) y razonables (capaces de colocarse en la situación del otro y de respetar sus derechos), va mucho más allá de los anteriores desarrollos del primer liberalismo y de su insistencia, casi exclusiva, en las libertades negativas sostenidas por mónadas autointeresadas.

Tanto es así, que el universalismo de los derechos no solamente exige a las instituciones compensar las diferencias sociales y económicas, sino incluso corregir aun aquellas más originales, las derivadas de los diferentes talentos, inevitables entre los hombres, pero ante las cuales no debe inclinarse la justicia, ni aceptarlas las instituciones. Se trata de una clara muestra de teorías que procuran vencer particularismos –aquellas apoyadas en la idea que cada uno es dueño de sí mismo y de sus atributos- que consideran injustos.

 

A MODO DE CONCLUSION

No obstante, la dialéctica entre Universalismo y Particularismo no se detiene. Ello sería tanto como pretender frenar dos impulsos consustanciales al despliegue incesante de los intereses humanos: la visión generalista, atenta a las grandes regularidades y a los vastos conjuntos, y la mirada particularista, inquieta siempre, como señalaba Kant, con las particularidades de la especie y de los individuos que las encarnan.

Precisamente a partir de la vigorosa renovación de estas últimas posiciones es que el Universalismo liberal contemporáneo recibe fuertes ataques. Tal como si frente a la inflación "poscomunista" del liberalismo, el particularismo reconstituyera sus fuerzas y se preparara, como desde la década de los ochenta ha hecho, a relanzar sus críticas. Muchas de las que antes ya había expuesto y aquellas otras que el devenir de los tiempos ha ido elaborándole.

Nos referimos a dos nuevos frentes, impugnadores en diferentes grados del liberalismo: el particularismo culturalista y el comunitarismo. El primero reivindica la bandera de las minorías dentro del estado multicultural y exige para ellas reconocimientos grupales o étnicos–o aun discriminaciones positivas- bajo el argumento, a menudo atendible, que de no ser concedidos, esa omisión podrían llevar a la desaparición de las culturas minoritarias, absorbidas por la marea de la cultura dominante. Se conforma así un conjunto de demandas que si bien pueden compartirse, en tanto tienden a la preservación de diferencias idiosincráticas, lingüísticas y culturales de grupos minoritarios amenazados, como contrapartida introduce frecuentes perplejidades, al oponerse a principios fundamentales de la convivencia liberal. Baste reparar en ese sentido en la defensa efectuada por el multiculturalismo de costumbres caras a ciertas culturas, desconocedoras de la libertad de conciencia, de la tolerancia o de la igualdad de los sexos. ¿Cómo se conjuga en tal caso la universalidad de ciertos valores con los particularismos culturales de los pueblos o las religiones? ¿Cómo hacer congruentes los derechos para todos con su negación para una minoría étnica, aun con el pretexto de la preservación de su identidad?

Por su parte, el desafío del comunitarismo, emblematizado por figuras como Alasdair McIntyre, Michael Sandel o Charles Taylor, levanta expresamente los valores del particularismo y ataca, una vez más, los fundamentos básicos del universalismo liberal, argumentando que sin el calor y la vigencia de la compartida cultura de la comunidad, de la cálida convivencia entre pares, no es posible generar ninguna identidad. Y que tanto la justicia, como el reconocimiento de bienes sociales y virtudes no es posible sin la previa posesión de una idea del bien, la que únicamente se genera e internaliza en la convivencia comunitaria.

Se conjuga así un conjunto de críticas que plantean, no obstante, un peligroso interrogante: ¿cómo es posible la convivencia en sociedades multicomunitarias como las actuales, que albergan las más diferentes e incompatibles concepciones de la felicidad individual y del bien personal y grupal, con principios de justicia y convivencia que, al depender de alguna de esas dísimiles concepciones -como pretende el comunitarismo-, no serían, por definición, aplicables a todos los ciudadanos? ¿O cómo solucionar conflictos culturales entre naciones, sin principios de justicia más generales que los arbitren?

Preguntas son estas en las que se centra gran parte del debate político contemporáneo -demostrativas de la eterna tensión, renovada con diferentes identidades, entre universalismo y particularismo. Quizás porque esta contraposición remite a otra o, si se quiere, a otra forma de plantear la misma aporía. Nos referimos a la también antigua pugna entre forma y sustancia, entre continente y contenido, que en su momento, para referirnos a los tiempos fundacionales, ocupó a los filósofos griegos.

Sucede que, si el liberalismo es más que una superestructura justificatoria del capitalismo, si tiene valores políticos que trascienden las circunstancias históricas de su origen y las particularidades socioeconómicas con que se encarnó históricamente, ello ocurre porque es básicamente una postura ética de naturaleza predominantemente formal. Un sistema ordenado de derechos y de instituciones políticas congruentes con ellos, que tiene carácter universal, pero que por lo mismo elude contenidos sustanciales precisos.

Ni este conjunto de derechos, ni la democracia como forma de gobierno y de organización de la comunidad, presuponen formas de vida, concepciones de la felicidad individual, ideas trascendentes o siquiera formas precisas de organización económico-sociales. Constituyen, a lo sumo, un conjunto estructurado de bienes y valores, individuales y sociales, de carácter muy abstracto, que no prejuzgan sobre la forma concreta de alcanzarlos ni se rehúsan a los más diversos modos de cumplimentarlos. Ni a nivel individual, porque la felicidad es tarea de cada cual, ni a nivel societal, en tanto sigue siendo una pregunta sin respuesta unánime cuál es el modo de organización económica concreta que mejor se compadece con la justicia y la libertad de los ciudadanos. Sin que ni siquiera sea claro si, dentro de las imprescindibles estructuras democráticas, existe una organización social compatible con todas y cada una de las culturas y sus pueblos.

El liberalismo, como filosofia práctica, constituye pues, en su esencia, una concepción ética predominantemente formal, cuyo objeto es la política y no una doctrina sustancial en el sentido de indicar cómo deben organizarse las diferentes sociedades en sus aspectos institucionales. Tampoco le compete evaluar sus posibles conformaciones económicas. Y ni siquiera es de su competencia cómo se administra o se limita socialmente el derecho de propiedad. Aunque, naturalmente, en tanto requiere la democracia como sustento político, a la vez que impone el respeto irrestricto a los derechos individuales, supone límites específicos con respecto a los diversos modos en que las sociedades pueden institucionalizarse.

Es tema controvertido definir si el universalismo liberal es, por ejemplo, compatible con algún tipo de socialismo –el propio Rawls no niega esa posibilidad en lo que a su teoría refiere, y tampoco lo hacen la mayoría de los liberales igualitaristas, ni mucho menos Habermas, de conocida tendencia socializante. Aunque parezca extraño y paradójico, es un tema que también suscita controversias la congruencia del capitalismo –especialmente, pero no exclusivamente, la exacerbación del mismo en formas liberistas o neoliberales extremas, a lo Nozick- con la igualdad y la libertad defendida por el liberalismo. Y ello desde que el socialismo o el capitalismo son en sí mismos modos de organización económica de fuerte contenido sustancial -y más lo son cuando se radicalizan y particularizan-, y no concepciones ético-políticas, como lo es, esencialmente, el liberalismo democrático. En esa medida, la congruencia de liberalismo, capitalismo o socialismo, solo será decidible en cada caso, de acuerdo con las características que cada uno de estos dos últimos presenten.

El hecho de no advertir, como sí lo hizo Marx, esta diferencia conceptual, referida a la disímil naturaleza de ambas teorizaciones y a sus distintos niveles de universalidad o generalidad –un planteo ético-político de gran generalidad el liberalismo, formas específicas de organizar social, económica e institucionalmente una sociedad el socialismo y el capitalismo- ha promovido una larga y fútil polémica. En la izquierda ha llevado a la descalificación del liberalismo político, dada su presunta identificación con el capitalismo. Se trata de un notorio error historicista, que confunde la génesis histórica de un complejo cultural, o sea las razones y circunstancias de la aparición histórica del liberalismo, con su actual valoración ética, cuatrocientos años más tarde. A su vez, desde el lado opuesto, ha permitido que los defensores del capitalismo se hayan identificado con el liberalismo, pregonando, equivocadamente, su incompatibilidad con otras formas de organización socio-económicas.

Concebir al liberalismo como una estructura predominantemente formal, que no prejuzga sobre el bien y la felicidad individual, facilita entender por qué en este siglo la dialéctica entre universalismo y particularismo en el pensamiento político, ni está concluida, como ha pretendido entre otros Fukuyama, ni va a cerrarse en un futuro previsible, como asume el posmodernismo. En el fondo constituye otra tentativa encubierta de particularismo, esta vez de vestidura irracional-hedonista.

Por ello bien puede decirse que mientras los hombres de la modernidad –que ya lo somos todos, o casi-, carezcan de derechos individuales o políticos, lucharán por el liberalismo como universalismo, pero que tan pronto lo conquisten, indefectiblemente se motivarán por formas particulares de organización -ensarzadas en sus propias tradiciones, concepciones del bien, ideologías y configuraciones de poder- acordes con las especificidades de sus respectivas sociedades o de sus respectivas culturas. Una característica que se entronca con la constante demanda por la diferencia, de hombres y sociedades y que difícilmente pueda quedar satisfecho con la oferta, formal y abstracta, del universalismo liberal. Una concepción universalista, a todos aplicable y por ende carente del cálido atractivo de la hermandad y el inmediatismo, del fácil reconocimiento basado en la raza, la clase o incluso del grupo nacional. Como si la particularidad de los iguales generara una trama solidaria y familística, una capacidad de reconocimiento fraterno, a la que no logra acceder el universalismo. Solo que estos modos particularistas de pensar la organización social a veces serán compatibles con el universalismo liberal –es decir, con la democracia y los derechos humanos-, como pasa, por ejemplo, con la mayoría del feminismo, o con el multiculturalismo bien entendido, y otras, como sucedió con el fascismo, el comunismo y varias formas de nacionalismo, no lo serán en absoluto. 

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