LA SEXUALIDAD EN LA ETIOLOGÍA DE LAS NEUROSIS

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Sigmund Freud

«Sigmund Freud: Obras Completas», en «Freud total» 1.0 (versión electrónica)

 

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1898

 

        MINUCIOSAS investigaciones realizadas estos últimos años me han llevado al convencimiento de que las causas más inmediatas y prácticamente importantes de todo caso de enfermedad neurótica han de ser buscadas en factores de la vida sexual. Esta teoría no es totalmente nueva. Desde siempre, y por todos los autores, se ha concedido a los factores sexuales cierta importancia en la etiología de las neurosis, y algunas corrientes inferiores de la Medicina han reunido también siempre la curación de los «trastornos sexuales» y de la «debilidad nerviosa» en una sola promesa. No será, pues, difícil discutir a esta teoría la originalidad, si alguna vez se renuncia a negar su exactitud.

        En algunos breves trabajos publicados durante estos últimos años en las revistas Neurologisches Zentralblatt, Revue Neurologique y Wiener Klinischer Rundschau, he tratado de indicar el material y los puntos de vista que ofrecen un apoyo científico a la teoría de la «etiología sexual de las neurosis». Lo que no he llevado aún a cabo es una exposición detallada de tal teoría, porque al tratar de explicar el conjunto de datos efectivamente comprobados se nos plantean de continuo nuevos problemas, cuya solución exige una labor preparatoria aún no realizada.

        No me parece, en cambio, prematura una tentativa de orientar hacia los resultados de mis investigaciones el interés del médico práctico, para convencerle, a un mismo tiempo, de la exactitud de mis afirmaciones y de las ventajas que su conocimiento puede aportarle en el ejercicio de su actividad.

        Sé muy bien que se intentará apartar al médico de este camino empleando argumentos moralistas. Para adquirir la convicción de que las neurosis de sus enfermos tienen realmente una relación con la vida sexual de los mismos, habrá de interrogarlos insistentemente sobre su vida sexual hasta lograr un completo y sincero esclarecimiento, y en esta investigación se ve un peligro, tanto para el individuo como para la sociedad. El médico -se dice- no tiene derecho a penetrar en los secretos sexuales de sus pacientes, lastimando su pudor, sobre todo cuando se trata de personas de sexo femenino. Su torpe intervención no puede sino destruir la felicidad familiar, ofender la inocencia de los pacientes jóvenes y suplantar la autoridad de sus padres; dar, en fin, a su propia relación con los enfermos adultos un carácter embarazoso y forzado. Constituye, pues, para él un deber de carácter ético permanecer ajeno a toda cuestión sexual.

        Todo esto no es sino la expresión de una mojigatería indigna del médico, mal encubierta con deleznables argumentos. Si realmente se reconoce a los factores de la vida sexual la categoría de causas patógenas, su estudio y discusión constituirán para el médico un deber ineludible. Al obrar así, no se hace reo de un mayor atentado contra el pudor que al reconocer, por ejemplo, los órganos genitales de una paciente para curar una afección local. De mujeres ya maduras, residentes en lugares alejados de la capital, se oye contar aún, alguna vez, que han preferido irse agotando en repetidas hemorragias genitales, a consentir un reconocimiento médico. La influencia educativa ejercida por los médicos ha logrado, en el curso de una generación, que entre las mujeres de hoy sean ya muy raros tales casos de resistencia, y si aún surge alguno, es considerado como una ridícula gazmoñería. ¿Vivimos acaso en Turquía? -preguntaría el médico-, donde las mujeres enfermas sólo pueden mostrar al médico el brazo pasándolo a través de un agujero de la pared?

        No es exacto que el examen y la revelación de las circunstancias sexuales den al médico un peligroso poder sobre la paciente. La misma objeción hubiera podido oponerse a las narcosis, que despoja al enfermo de su consciencia y de su voluntad y le entrega en manos del médico sin que sepa cuándo las recobrará, ni si las recobrará siquiera. Y, sin embargo, se ha hecho indispensable, por los servicios insustituibles que presta a la terapia, habiendo agregado el médico a sus ya graves deberes la responsabilidad de su empleo.

        El médico puede siempre causar daños cuando carece de habilidad o de conciencia, pero lo mismo en cualquiera de sus intervenciones profesionales que en la investigación de la vida sexual. Naturalmente, aquellos que después de un severo examen de su personalidad no se concedan el tacto, la severidad y la discreción necesarios para el examen de los neuróticos, y sepan que los descubrimientos de orden sexual han de despertar en ellos un voluptuoso cosquilleo en lugar de un riguroso interés científico harán muy bien en permanecer alejados del tema de la etiología de las neurosis. Por nuestra parte, sólo les pedimos, además, que no se dediquen al tratamiento de enfermos nerviosos.

        Tampoco es exacto que los enfermos opongan obstáculos insuperables a una investigación de la vida sexual. Los adultos suelen poner término en seguida a sus vacilaciones reflexionando que el médico puede saberlo todo. Para muchas mujeres forzadas a ocultar en la vida de relación sus impulsos sexuales, constituye un alivio advertir que el médico antepone a todo su curación, estándoles permitido adoptar, por fin, alguna vez una franca actitud, puramente humana, ante las cosas sexuales. En la consciencia vulgar parece haber existido siempre un oscuro conocimiento de la importancia de los factores sexuales para la génesis de la nerviosidad. En mi consulta he presenciado numerosas escenas del tenor siguiente: Se nos presenta un matrimonio. Uno de los cónyuges padece de neurosis. Al cabo de muchos rodeos y de reflexiones, tales como la de que si el médico quiere alcanzar algún éxito en estos casos ha de prescindir de ciertas convenciones, etc., les comunicamos nuestra sospecha de que el motivo de la enfermedad reposa en ciertas prácticas sexuales, antinaturales y dañosas, adoptadas por ellos después del último parto de la mujer: Ante estas palabras, uno de los cónyuges se dirige al otro y le dice: «¿Lo ves? Ya te dije que eso me haría enfermar.» Y el interpelado responde: «También yo lo pensaba, pero ¿qué íbamos a hacer?»

        En otras distintas circunstancias (por ejemplo, cuando se trata de muchachas jóvenes, a las que se educa generalmente en un encubrimiento sistemático de su vida sexual) ha de contentarse el médico con una menor sinceridad. Cuidará entonces de no afrontar la cuestión sexual sin una minuciosa preparación, de manera que no haya de demandar de la enferma esclarecimiento alguno previo, sino tan sólo la confirmación de sus hipótesis. Aquellos que consientan ceñirse a mis indicaciones sobre la forma de traducir al lenguaje etiológico la morfología de la neurosis, no precisarán acudir, en gran medida, a las confesiones de los pacientes. Con la descripción de sus síntomas patológicos -revelada siempre de buen grado- les informarán los enfermos, por lo general, los factores sexuales que detrás de tales síntomas se esconden.

        Sería muy ventajoso que los enfermos se dieran mejor cuenta de la seguridad con la que el médico puede ya interpretar los trastornos nerviosos que los aquejan y deducir su etiología sexual. Ello los llevaría a prescindir de toda ocultación desde el momento en que se decidieron a pedir el auxilio de la Ciencia. A todos interesa que también en las cuestiones sexuales se llegue a observar entre los hombres, como un deber, una mayor sinceridad. Con ello ganaría mucho la moral sexual. Actualmente, todos, enfermos y sanos, nos hacemos reos de hipocresía en este orden de cosas. La general sinceridad habría de traer consigo una mayor tolerancia a todos conveniente.

        Algunos de los problemas debatidos por los neurólogos no han logrado atraer aún el interés de los médicos. Así, la estricta diferenciación de la histeria y la neurastenia, la distinción de una histeroneurastenia, la adscripción de las representaciones obsesivas a la neurastenia o su reconocimiento como una neurosis especial, etc., etc., En realidad, tales diferenciaciones pueden serles indiferentes en tanto no enlacen a ellas un conocimiento más profundo de la enfermedad y una norma terapéutica y se limiten a aconsejar al paciente, en todos los casos, una cura hidroterápica, o a decirle que su dolencia es puramente imaginaria. No así, en cambio, si aceptan nuestros puntos de vista sobre las relaciones causales de la sexualidad con la neurosis. Despierta entonces un nuevo interés hacia la sintomatología de los diversos casos neuróticos, y adquiere gran importancia práctica saber disociar con exactitud los componentes del complicado cuadro patológico y dar a cada uno su nombre exacto. Resulta, en efecto, fácil traducir en etiología la morfología de las neurosis, y de este conocimiento etiológico se derivan por sí mismas nuevas indicaciones terapéuticas.

        El examen minucioso de los síntomas nos permite siempre establecer un importante diagnóstico diferencial, mostrándonos si el caso de que se trate presenta los caracteres de la neurastenia o los de una psiconeurosis (histeria, representaciones obsesivas). (Surgen también con extraordinaria frecuencia casos mixtos, en los cuales los signos de la neurastenia aparecen unidos a los de una psiconeurosis; pero de ellos trataremos más adelante.) El examen del enfermo sólo en las neurastenias nos descubre ya los factores etiológicos sexuales, que en estos casos son conocidos por el paciente y pertenecen a la actualidad o, mejor dicho, al período que se extiende a partir de la época de su madurez sexual (aunque de todos modos no pueda aplicarse a todos los casos esta limitación). En las psiconeurosis tal examen nos proporciona escaso rendimiento. Sólo nos facilita, eventualmente, el conocimiento de factores a los que hemos de reconocer la categoría de motivos patógenos ocasionales, y que pueden tener o no una relación con la vida sexual del sujeto. En el primer caso resultan iguales a los factores etiológicos de la neurastenia, no presentando, por tanto un carácter específico en lo que se refiere a la causación de la neurosis. Y, sin embargo también la etiología de las psiconeurosis reposa siempre nuevamente en la sexualidad. Dando un singular rodeo, del que más tarde hablaremos, logramos llegar al conocimiento de esta etiología y a comprender que el enfermo no supiera decirnos nada de ella. Los sucesos y las influencias en el fondo de toda psiconeurosis no pertenecen a la actualidad, sino a una época muy pretérita de la vida del sujeto, a su primera infancia, habiendo sido olvidados luego, aunque sólo en cierto sentido, por el enfermo.

        Todos los casos de neurosis poseen, pues una etiología sexual; pero tal etiología se halla constituida por sucesos actuales en las neurastenias, e infantiles en las psiconeurosis, siendo ésta la primera antítesis importante en la etiología de las neurosis. Una segunda antítesis se deriva de la diferencia que presenta el cuadro sintomático de la neurastenia. En esta enfermedad hallamos, por un lado, casos que presentan en primer término ciertos trastornos característicos de la neurastenia (pesadez de cabeza, fatiga, dispepsia, estreñimiento, irritación espinal etc.,) existiendo en cambio, otros en los que el cuadro sintomático aparece formado por síndromes distintos, relacionados todos con la «angustia» como perturbación central (sobresalto, inquietud, temores, ataque de angustia rudimentarios y suplementarios, vértigo locomotor, agorafobia, insomnios, hiperestesia, etc.). Dejando al primero de estos tipos de neurastenia el nombre de tal, hemos dado al segundo el de «neurosis de angustia»; diferenciación que hubimos de justificar ya en un trabajo anterior, en el que intentamos también explicar la general aparición conjunta de ambas neurosis. Para nuestros fines actuales nos bastará hacer resaltar que a la diferencia sintomática de estas dos formas de neurosis corresponde una diferente etiología. La neurastenia es imputable siempre a cierto estado del sistema nervioso, surgido a consecuencia de la masturbación excesiva o de continuadas poluciones espontáneas. En la génesis de la neurosis de angustia hallamos con regularidad influjos sexuales que presentan como carácter común la continencia o la satisfacción incompleta; así, el coito interrumpido, la abstinencia en individuos de libido muy intensa, las llamadas excitaciones frustradas, etc. En el breve ensayo, en el que intentamos introducir en la morfología de las neurosis la neurosis de angustia, formulamos ya el principio de que la angustia es, en general, libido desviada de sus fines.

        En los casos mixtos en los cuales surgen conjuntamente síntomas de neurastenia y de neurosis de angustia, nos atenemos al principio, empíricamente descubierto, de que una mezcla de neurosis corresponde a una acción conjunta de varios factores etiológicos. Este principio resulta siempre confirmado en la práctica, y sería interesante examinar con cuánta frecuencia quedan enlazados orgánicamente entre sí estos factores etiológicos por la conexión de los procesos sexuales (por ejemplo, el coito interrumpido o la potencia insuficiente del hombre) con la masturbación.

        Una vez seguramente diagnosticado un caso de neurosis neurasténica, y exactamente agrupados sus síntomas podemos ya traducir la sintomatología en etiología, y pedir luego al enfermo la confirmación de nuestras hipótesis. Sin dejarnos desorientar por su negativa inicial, insistiremos en nuestras deducciones, y nuestra firme convicción acabará con vencer toda resistencia. En esta labor aprendemos lo suficiente como para componer un tratado altamente instructivo sobre la vida sexual del hombre, imponiéndosenos cada vez más la necesidad de libertar a la ciencia sexual de la interdicción que sobre ella pesa. Teniendo en cuenta que las pequeñas desviaciones de la normalidad sexual son demasiado frecuentes para conceder un valor a su descubrimiento, sólo aceptaremos del enfermo neurótico, como explicación de su dolencia, una grave y duradera anormalidad de su vida sexual, sin que esta insistencia nuestra en la rebusca de una etiología sexual pueda nunca decidir a un enfermo psíquicamente normal a atribuirse, como alguna vez se ha sospechado, pecados sexuales imaginarios.

        Siguiendo con nuestro paciente este procedimiento, adquirimos además la convicción de que la teoría de la etiología sexual de la neurastenia carece de excepciones. Esta convicción ha llegado a ser en mí tan absoluta, que el resultado negativo del examen toma a mis ojos un valor diagnóstico, haciéndome suponer que tales casos no pueden ser de neurastenia. De este modo he llegado a diagnosticar varias veces una parálisis progresiva en lugar de una neurastenia por no haberme sido posible comprobar que el enfermo se entregase a una masturbación excesiva, premisa necesaria de mi teoría, y el curso ulterior de estos casos me ha dado siempre la razón. En otro enfermo, que sin presentar claras modificaciones orgánicas se quejaba de dolores de cabeza y dispepsia, y oponía a mis sospechas sexuales una firme y constante negativa, de cuya sinceridad no podía dudarse, se me ocurrió diagnosticar una supuración latente en una de las cavidades nasales, y un rinólogo confirmó totalmente este diagnóstico, deducido del examen sexual negativo, curando totalmente al enfermo por medio de una operación, en la que hubo de provocar la salida de una gran cantidad de pus fétido, contenido en la cavidad de Highmor.

        La existencia de «casos negativos» puede quedar también fingida por otras circunstancias. Hallamos, en efecto, casos en los que el examen revela una vida sexual normal, tratándose, no obstante, de enfermos cuya neurosis presenta a primera vista todos los caracteres de una neurastenia o una neurosis de angustia. Pero una más penetrante investigación acaba siempre por descubrirnos la verdad. Detrás de tales casos, en los que al principio creímos ver una neurastenia, se esconde como psiconeurosis una histeria o una neurosis obsesiva. Especialmente la histeria, que tantas afecciones orgánicas imita, puede fácilmente fingir una de las formas de las neurosis actuales, elevando sus síndromes a la categoría de síntomas histéricos. Tales histerias de forma neurasténica no son nada raras. Sin embargo, no debe creerse que el arbitrio de acogerse a las psiconeurosis en los casos de neurastenia con examen sexual negativo no se halla exento de dificultad. Para establecer el nuevo diagnóstico hemos de recurrir al único método que puede llevarnos sin error al descubrimiento de una histeria; esto es, el psicoanálisis, del que más adelante hablaremos.

        Aunque aquellos que se hallen dispuestos a tener en cuenta en sus enfermos neurasténicos la etiología sexual se inclinarán, quizá, a juzgarnos unilaterales al ver que no invitamos al médico a atender también a los demás factores citados por los tratadistas como causas de la neurastenia. Así, pues, hemos de hacer constar que está muy lejos de nuestro ánimo sustituir totalmente dichos factores por la etiología sexual y negarles de este modo toda influencia. Nos limitamos a afirmar que a todos los factores etiológicos reconocidos por los tratadistas en la génesis de la neurastenia deben agregarse los sexuales, desatendidos hasta hoy. Ahora bien: estos factores sexuales ocupan, a nuestro juicio, en la serie etiológica, una situación preeminente, por ser los únicos que se presentan en todo caso de neurastenia, sin excepción alguna, y los únicos capaces de producir la neurosis por sí solos, quedando así rebajados los demás factores a la categoría de una etiología auxiliar y suplementaria. Sólo estos factores sexuales permiten al médico descubrir relaciones indudables entre su diversidad y la variedad de los cuadros patológicos. En cambio, aquellos casos en los que el sujeto ha enfermado de neurastenia, supuestamente a consecuencia del exceso de trabajo, de emociones intensas, de una fiebre tifoidea, etc., no muestran en sus síntomas nada común, ni me permiten deducir de la etiología el probable cuadro sintomático, o inversamente, de los síndromes, la causa etiológica.

        Las causas sexuales son también las que antes ofrecen al médico un punto de apoyo para su acción terapéutica. La herencia es indudablemente un factor importante cuando realmente existe, pues permite la emergencia de graves defectos patológicos en casos que sin ella hubieran sido leves. Pero la herencia resulta inaccesible al influjo del médico. Cada individuo trae consigo al mundo determinadas predisposiciones, contra las que nada podemos. Sin embargo, tampoco debemos olvidar que precisamente en la etiología de las neurastenias ha de negarse a la herencia el primer puesto. La neurastenia (en sus dos formas pertenece a aquellas afecciones que todo individuo exento de taras hereditarias puede adquirir sin dificultad. Si así no fuera, sería increíble su extraordinario incremento actual, tan lamentado por todos los tratadistas. Por lo que respecta a la civilización, a la cual se suele atribuir la causación de la neurastenia, quizá tengan también razón los autores (aunque en distinto sentido del que afirman); pero el estado de nuestra civilización es igualmente inmodificable por la acción individual, siendo además un factor cuya influencia general sobre los miembros de una misma sociedad no explica nunca la elección de la forma patológica. El médico no neurasténico se halla bajo la misma influencia, supuestamente nefasta, de la civilización que el enfermo neurasténico al que ha de tratar. La importancia de las influencias agotadoras queda subsistente con la restricción antes indicada. En cambio, se abusa extraordinariamente del surmenage como factor etiológico de la neurosis.  Es exacto que el individuo predispuesto a la neurastenia por sus dañosas prácticas sexuales soporta mal el trabajo intelectual y los esfuerzos psíquicos de la vida; pero el trabajo y la excitación por sí solos no conducen a nadie a la neurosis. Por el contrario, el trabajo intelectual es una excelente protección contra las enfermedades neuróticas. Precisamente los trabajadores intelectuales más resistentes son respetados por la neurastenia, y el surmenage, a que los neurasténicos achacan su enfermedad, no merece casi nunca, ni por su cantidad ni por su calidad, el nombre de «trabajo intelectual». Los médicos habrán de acostumbrarse a explicar al empleado que dice haberse matado a trabajar en su oficina, o a la mujer a quien se hace excesivamente pesado el gobierno de su casa, que no han enfermado por haber intentado realizar sus deberes, fáciles en realidad para un cerebro civilizado, sino por haber descuidado y estropeado groseramente mientras tanto su vida sexual.

        Sólo la etiología sexual nos facilita además la compresión de todos los detalles de los historiales clínicos de los neurasténicos, descubriéndonos las causas de sus enigmáticas mejorías en pleno curso de la enfermedad y de sus agravaciones, no menos incomprensibles, relacionadas habitualmente por los enfermos y los médicos con la terapia emprendida. En mi colección, que abarca más de doscientos casos, encuentro el de un individuo que, después de una cura en el establecimiento de Woerishofen, pasó un año entero extraordinariamente mejorado. Al cabo de este tiempo recayó y acudió de nuevo al citado balneario, con la esperanza de nueva mejoría, sin obtener esta vez alivio alguno. Una ojeada a la crónica familiar de este enfermo nos resolvió el doble enigma. Seis meses y medio después de su primer retorno de Woerishofen tuvo su mujer un niño. Resulta, pues, que al separarse de su mujer para emprender la cura se encontraba aquélla al principio de un embarazo aún ignorado, y a su retorno pudo el sujeto practicar con ella un comercio sexual normal. Pero cuando después del parto volvió a realizar el coito interrumpido, surgió de nuevo la neurosis, y la nueva cura no dio resultado alguno, toda vez que al volver a su casa hubo de continuar la práctica patógena.

        Otro caso análogo, en el que también se hizo posible aclarar un inesperado efecto de la terapia resultó aún más instructivo por presentar una enigmática transformación de los síntomas de la neurosis. Un joven nervioso había sido enviado por su médico a un establecimiento hidroterápico excelentemente dirigido en busca de alivio de una neurastenia típica. El estado del enfermo comenzó en seguida a mejorar visiblemente, haciendo esperar que nuestro sujeto abandonaría el balneario convertido en partidario entusiasta de la hidroterapia. Pero en la sexta semana sobrevino un cambio. El enfermo «no toleraba ya el agua»; se hallaba cada vez más nervioso, y al cabo de dos semanas más abandonó el establecimiento. Cuando luego acudió a mí, quejándose de tal engaño de la terapia, hice que me enterase de los síntomas que le habían atacado en medio de la cura, comprobando en ellos un cambio singular. Al llegar al balneario sufría pesadez de cabeza dispepsia y cansancio y los síntomas que interrumpieron la cura habían sido excitación, ataques de opresión, vértigos al andar e insomnios. Pude entonces decirle lo siguiente: «Es usted injusto con la hidroterapia. Como usted sabe muy bien, su enfermedad se debe a una continuada masturbación. En el balneario ha cesado usted de practicar este género de satisfacción sexual, y ha obtenido con ello una rápida mejoría. Pero cuando ya empezaba a sentirse bien ha cometido usted la imprudencia de entablar, quizá con una señora del mismo balneario, unas relaciones que sólo podían conducir a excitaciones sexuales sin satisfacción ulterior. Tales relaciones, y no una repentina intolerancia de la hidroterapia, le han hecho recaer en su enfermedad. De su actual estado deduzco además que todavía continúa usted viendo aquí, en la capital, a dicha señora.» El enfermo confirmó punto por punto mis palabras.

        La terapia actual de la neurastenia, tal y como es practicada en los mejores balnearios, tiende a conseguir el alivio de los estados nerviosos, tonificando y tranquilizando al paciente. A mi juicio, sólo puede reprochársele el desatender las condiciones sexuales del caso. Mi experiencia me inclina a desear que los médicos directores de tales establecimientos se den clara cuenta de que sus enfermos no son víctimas de la civilización o de la herencia, sino -sit venia verbo- inválidos de la sexualidad. De este modo se explicarían mejor tanto sus éxitos como sus fracasos, y tenderán además a alcanzar nuevos resultados positivos, encomendados hoy al azar o a la conducta espontánea del enfermo. Cuando se saca de su casa a una mujer aquejada de angustia y neurastenia y se la envía a un balneario, en el cual, libre de todo cuidado, se la somete a un régimen de baños, ejercicios gimnásticos y alimentación adecuada, se tenderá a ver en la brillante mejoría, conseguida en algunas semanas o meses un resultado del reposo gozado por la enferma y de la tonificación obra de la hidroterapia. Puede ser; pero pensando así se olvida que al alejar a la paciente de su casa se ha producido también una interrupción del coito conyugal, y que esta exclusión de la causa patógena es la que hace posible conseguir una mejoría, con el auxilio de una terapia adecuada. El olvido de este punto de vista etiológico queda luego vengado por la efímera duración de la mejoría obtenida. Al poco tiempo de reanudar la paciente su vida habitual vuelven a surgir los síntomas patógenos, obligándola periódicamente a pasar una temporada en tales establecimientos o a orientar hacia otros medios sus esperanzas de curación. Resulta, pues, indudable que en los casos de neurastenia la acción terapéutica debe atacar directamente las circunstancias en que el paciente vive y no aquellas a las que es transferido en el balneario.

        En otros casos nuestra teoría etiológica puede dar al médico de balneario la clave de los fracasos sufridos por la hidroterapia y proporcionarle el medio de evitarlos. La masturbación es en las muchachas púberes y en los hombres maduros mucho más frecuente de lo que se cree, y resulta dañosa, no sólo por dar origen a síntomas neurasténicos, sino por mantener a los enfermos bajo el peso de un secreto vergonzoso. El médico no acostumbrado a traducir en masturbación la neurastenia atribuye el estado patológico a la anemia, a una alimentación insuficiente o al surmenage, y encomienda la curación del enfermo a una terapia adecuada a tales causas. Mas para su sorpresa, alternan en el paciente períodos de mejoría con otros de profundo ensombrecimiento e intensificación de todos los síntomas. El resultado de tal tratamiento es siempre dudoso. Si el médico supiera que el enfermo lucha todo el tiempo con su hábito sexual, cayendo en una lúgubre desesperación cuando se ha visto obligado a ceder a él una vez más, y si poseyera el medio de arrancarle su secreto, disminuiría su gravedad a los ojos del paciente, y al apoyarle en su lucha contra la costumbre patógena, el éxito terapéutico quedaría asegurado.

        La deshabituación del onanismo es una de las nuevas labores que el reconocimiento de la etiología sexual plantea al médico, y sólo puede llevarse a cabo, como todas las demás curas de este género, en un establecimiento médico y bajo la continua vigilancia del terapeuta. Abandonado a sí mismo, el masturbador recurre a la cómoda satisfacción habitual siempre que experimenta alguna contrariedad. El tratamiento médico no puede proponerse aquí otro fin que conducir de nuevo al neurasténico, tonificando por una adecuada terapia auxiliar, a la actividad sexual normal pues la necesidad sexual, despertada una vez y satisfecha durante un largo período, no se deja ya acallar, y sí únicamente derivar por otro camino. Esta observación puede aplicarse también a las demás curas de abstinencia cuyos resultados positivos seguirán siendo aparentes y efímeros mientras el médico se limite a quitar al enfermo el medio narcótico, sin preocuparse de la fuente de la que surge la necesidad imperativa del mismo. El «hábito» no es sino una mera locución, sin valor aclaratorio alguno. No todos los individuos que han tenido ocasión de tomar durante algún tiempo morfina, cocaína, etc., contraen la toxicomanía correspondiente. Una minuciosa investigación nos revela generalmente que estos narcóticos se hallan destinados a compensar -directa o indirectamente- la falta de goces sexuales, y en aquellos casos en los que no es ya posible restablecer una vida sexual normal puede esperarse con seguridad una recaída.

        La etiología de la neurosis de angustia plantea al médico otra nueva labor, consistente en mover al enfermo a abandonar todas las formas perjudiciales del comercio sexual y a iniciar relaciones sexuales normales. Este deber incumbe, naturalmente al médico de cabecera, el cual hará graves perjuicios a sus clientes si se considera demasiado distinguido para ocuparse de tales asuntos.

        Tratándose aquí generalmente de parejas matrimoniales, los esfuerzos del médico no tardan en tropezar con la tendencia malthusiana a limitar el número de embarazos. Es indudable que en nuestra clase media van adquiriendo estas tendencias cada vez mayor difusión. He encontrado matrimonios que comenzaron a ponerlas en práctica después del nacimiento de su primer hijo, y otros que las observaron ya la noche de bodas. El problema del malthusianismo es muy amplio y harto complicado para que podamos discutirlo aquí con el detenimiento que requería la terapia de las neurosis. Habremos, pues de limitarnos a indicar cuál es la mejor actividad que pueden adoptar ante él aquellos médicos que reconozcan la etiología sexual de la neurosis.

        Lo más equivocado sería, desde luego, no tenerlo en cuenta, cualquiera que fuera la razón alegada. Lo que es necesario no puede estar por bajo de mi dignidad médica, e indudablemente es necesario auxiliar con el consejo médico a un matrimonio que se propone limitar el número de hijos, si no se quiere exponer a uno de los cónyuges o a ambos a la neurosis. Es indiscutible que las prevenciones malthusianas puedan llegar a ser alguna vez de absoluta necesidad en un matrimonio, y teóricamente constituiría uno de los mayores triunfos de la Humanidad y una de las más importantes liberaciones de la coerción natural, a la que nuestra especie se halla sometida conseguir elevar el acto de la concepción, que tanta responsabilidad entraña, a la categoría de acto voluntario e intencionado, desligándolo de su amalgama con la precisa satisfacción de una necesidad natural.

        El médico prudente tomará, pues, a su cargo decidir en qué circunstancias está justificado el empleo de medios preventivos de la concepción, y habrá de explicar cuáles de estos medios son perjudiciales y cuáles inofensivos. Perjudicial es todo lo que se oponga al logro de la satisfacción sexual. Mas, por ahora, no poseemos medio alguno preventivo de la concepción que satisfaga todas las condiciones justificadamente exigidas; esto es que siendo cómodo y seguro, no disminuya la sensación de placer del coito ni ofenda la sensibilidad de la mujer. Se plantea aquí a los médicos una labor práctica, cuya solución compensaría sus esfuerzos. Aquel que llenase esta laguna de nuestra técnica médica habría logrado conservar a infinitos seres humanos la salud y el goce de la vida, si bien iniciando al mismo tiempo una decisiva transformación de nuestras circunstancias sociales.

        No terminan aquí las sugestiones emanadas del reconocimiento de la etiología sexual de las neurosis. El resultado principal que se nos hace posible alcanzar en favor de los neurasténicos tiene un carácter profiláctico. Si la masturbación es la causa de la neurastenia en la juventud, y adquiere luego también, por la consiguiente disminución de la potencia, una importancia etiológica con respecto a la neurosis de angustia, su evitación habrá de constituir una labor a la que deberá prestarse mayor atención que hasta hoy. Teniendo en cuenta los perjuicios generales, más o menos visibles, causados por la neurastenia, cada vez más difundida, según los tratadistas, habremos de reconocer un interés social en que los hombres conserven intacta su potencia al iniciar las relaciones sexuales. Pero en las cuestiones profilácticas es casi impotente el esfuerzo individual. La colectividad ha de tomar interés en ellas y dar su aquiescencia a la adopción de medidas generales. Por ahora nos hallamos muy lejos de toda posibilidad de tal auxilio, y en este sentido sí puede hacerse responsable a nuestra civilización de la difusión de la neurastenia. Antes de lograr el apoyo de la colectividad para esta labor profiláctica tendrán que variar mucho las cosas. Habrá de romperse la resistencia de toda una generación de médicos que no quieren recordar su propia juventud; habrá de vencerse el orgullo de los padres, que no quieren descender ante sus hijos al nivel de la Humanidad, y habrá de combatirse el incomprensivo pudor de las madres, que consideran hoy como una fatalidad inescrutable, pero inmerecida, el que «precisamente sus hijos hayan enfermado de los nervios». Pero ante todo ha de hacerse lugar en la opinión pública a la discusión de los problemas de la vida sexual; ha de poderse hablar de ellos sin ser acusados de perturbar la tranquilidad pública o de especular con los más bajos instintos. Todo esto plantea ya trabajo para un siglo entero, durante el cual aprendería nuestra civilización a tolerar las aspiraciones de nuestra sexualidad.

        El valor de una exacta diferenciación diagnóstica de las psiconeurosis y la neurastenia reposa también en el hecho de que las primeras reclaman una distinta orientación práctica y medidas terapéuticas especiales. Las psiconeurosis surgen en dos diferentes condiciones: bien independientemente, bien acompañando a las neurosis actuales (neurastenia y neurosis de angustia). En este último caso nos hallamos ante un nuevo tipo, muy frecuente, de neurosis mixtas. La etiología de la neurosis se convierte en etiología auxiliar de la psiconeurosis, resultando un cuadro patológico en el que predomina quizá la neurosis de angustia, pero que contiene además rasgos de neurastenia propiamente dicha, histeria y neurosis obsesiva. Ante tal mezcla no es conveniente renunciar a una separación de los distintos cuadros patológicos neuróticos, siendo fácil explicarse el caso en la forma siguiente: El desarrollo predominante de la neurosis de angustia demuestra que la enfermedad ha surgido bajo la influencia etiológica de un daño sexual actual. Ahora bien: el sujeto se hallaba además predispuesto a una o varias psiconeurosis por una etiología especial, y hubiera enfermado alguna vez de psiconeurosis, bien espontáneamente, bien al sobrevenir algún factor debilitante. Así, pues, la etiología auxiliar que aún faltaba para la emergencia de la psiconeurosis ha sido agregada por la etiología actual de la neurosis de angustia.

        Para tales casos se ha impuesto justificadamente como práctica terapéutica la de prescindir de los componentes psiconeuróticos del cuadro patológico y tratar tan sólo la neurosis actual. En muchos de ellos se consigue dominar también la neurosis adjunta combatiendo adecuadamente la neurastenia. En cambio, aquellos otros casos de psiconeurosis que surgen espontáneamente o permanecen como restos independientes después del curso de una enfermedad mixta de neurastenia y psiconeurosis, han de ser enjuiciados de un modo muy distinto. Al hablar de una emergencia «espontánea» de una psiconeurosis, no quiero decir que en la investigación anamnésica correspondiente echemos de menos todo factor etiológico. Así puede, en efecto, suceder; pero puede también señalársele un factor indiferente; por ejemplo, una emoción, la debilidad consiguiente a una enfermedad orgánica, etc. Pero ha de tenerse en cuenta en todos los casos que la verdadera etiología de las psiconeurosis no reside en estos meros agentes provocadores, siendo inaprehensible por el procedimiento anamnésico habitual.

        A esta brecha que se ha intentado cerrar con la hipótesis de una disposición neuropática especial, se debe que la terapia de tales estados patológicos no presentara hasta ahora grandes probabilidades de éxito. La disposición neuropática misma era interpretada como un signo de degeneración general, esgrimiéndose así de continuo esta última palabra contra los pobres enfermos, a quienes el médico no sabía ayudar. La disposición neuropática existe, desde luego, pero hemos de negar terminantemente que baste para generar la psiconeurosis. Tampoco es cierto que la coincidencia de la disposición neuropática con causas provocadoras, sobrevenidas en la vida ulterior, constituye una etiología suficiente de las psiconeurosis. Se ha ido demasiado lejos en la atribución de los destinos patológicos del individuo a la vida de sus ascendientes, olvidando en ello que entre la concepción y la madurez del sujeto se extiende un largo e importante período: la niñez, en el cual pueden ser adquiridos los gérmenes de la enfermedad ulterior. Así sucede, efectivamente, en la psiconeurosis. Su verdadera etiología se halla en sucesos acaecidos en la infancia del individuo, y precisa y exclusivamente en impresiones relativas a la vida sexual. Es un error desatender por completo, como se viene haciendo, la vida sexual de los niños, capaces, según mi repetida y constante experiencia, de todas las funciones sexuales psíquicas y de muchas somáticas. Así como los genitales exteriores y las dos glándulas seminales no constituyen todo el aparato sexual del hombre, tampoco su vida sexual comienza sólo con la pubertad, como una observación superficial pudiera fingirnos. Es, en cambio, exacto que la organización y el desarrollo de la especie humana tienden a evitar una amplia actividad sexual durante la infancia. Parece como si las fuerzas instintivas sexuales del hombre hubieran de ir almacenándose para actuar luego, al desencadenarse en la pubertad, al servicio de grandes fines culturales (Wilh, Fliess). Esta circunstancia nos explica, quizá, por qué las experiencias sexuales de la infancia han de tener un efecto patógeno. Pero la acción que tales experiencias desarrollan en la época de su acaecimiento es insignificante, siendo mucho más intensa su acción ulterior, que puede iniciarse en épocas más tardías de la vida individual. Esta acción ulterior parte luego de las huellas psíquicas dejadas por los sucesos sexuales infantiles. En el intervalo entre tales impresiones y su reproducción (o más bien la intensificación de los impulsos libidinosos de ellas emanados), tanto del aparato sexual somático como el aparato psíquico han experimentado un importante desarrollo, y de este modo la acción de aquellas tempranas experiencias sexuales provoca una reacción psíquica anormal, surgiendo productos psicopatológicos.

        Podemos ya indicar los factores principales en los que se apoya la teoría de las psiconeurosis: la acción ulterior y el infantilismo del aparato sexual y del instrumento psíquico. Para facilitar una verdadera comprensión del mecanismo de la génesis de las psiconeurosis se haría precisa una más amplia exposición. Ante todo sería inevitable presentar determinadas hipótesis, que creo totalmente nuevas, sobre la composición y el funcionamiento del aparato psíquico. En un libro que ahora preparo sobre la «interpretación de los sueños» tendré ocasión de plantear tales fundamentos de una psicología de las neurosis. El sueño pertenece, en efecto, a aquella misma serie de productos psicopatológicos en la que incluimos las ideas histéricas fijas, las representaciones obsesivas y las ideas delirantes.

        Los fenómenos de la psiconeurosis, emanados de huellas psíquicas inconscientes bajo el influjo de la acción ulterior de las impresiones sexuales infantiles, resultan a consecuencia de este mismo origen accesibles a la psicoterapia, si bien por caminos distintos del único hasta ahora conocido, o sea, la sugestión con hipnosis o sin ella.

        Partiendo del procedimiento «catártico», iniciado por Breuer, hemos dado forma en los últimos años a un nuevo método terapéutico, el método «psicoanalítico» al que debemos numerosos éxitos, y cuya eficacia esperamos aumentar aún considerablemente. En la obra titulada Estudios sobre la histeria, publicada en colaboración con J. Breuer en 1895, incluimos ya una primera comunicación de la técnica y el alcance de este método. Pero desde entonces he introducido en él diversas modificaciones, que lo han perfeccionado mucho. Por aquella época nos limitábamos a afirmar modestamente que sólo podíamos tender a la supresión de los síntomas histéricos y no a la curación de la histeria misma. Hoy puedo ya asegurar que el método por mí establecido encierra la posibilidad de curar tanto la histeria como las representaciones obsesivas. Me ha interesado, pues, vivamente leer en las publicaciones de mis colegas que el ingenioso método descubierto por Breuer y Freud había fracasado en tal o cual caso, o que no cumplía lo que parecía prometer. Estas frases me hacían una impresión semejante a la del hombre que lee en un periódico la noticia de su muerte, pero al que su mejor conocimiento conserva la tranquilidad. El método psicoanalítico es tan difícil que ha de ser previamente aprendido su desarrollo y no puedo recordar que ninguno de mis críticos haya acudido a mí en demanda de explicaciones ni creo tampoco que se haya ocupado de él, como yo, con intensidad suficiente para descubrirlo por sí mismo. Las indicaciones contenidas en los Estudios sobre la histeria son totalmente insuficientes para facilitar al lector el dominio de esta técnica y no tienden tampoco en modo alguno a semejante fin.

        La terapia psicoanalítica no es, por ahora, generalmente aplicable, presentando, que yo sepa, las siguientes limitaciones: exige una determinada madurez intelectual en los enfermos, siendo, por tanto, inútil en los niños y en los adultos mentalmente débiles o incultos. Cuando se trata de personas de mucha edad, la duración del tratamiento, correlativa a la cantidad de material acumulado, resultaría excesiva, coincidiendo acaso su fin con el comienzo de un período de la vida en el que no se concede ya gran valor a la salud nerviosa. Por último, sólo es posible cuando el enfermo conserva un estado psíquico normal, partiendo del cual puede dominarse el material patológico. Durante una confusión histérica o una manía o melancolía interpolada, los medios psicoanalíticos no logran resultado alguno. Tales casos sólo pueden ser sometidos a nuestro método después de haber conseguido apaciguar con los medios acostumbrados los fenómenos tormentosos. Prácticamente se obtienen mejores resultados en los casos crónicos de psiconeurosis que en los de crisis aguda, en los cuales lo principal es obtener una rápida derivación. De este modo el terreno más favorable para la nueva terapia está constituido por las fobias histéricas y las distintas formas de la neurosis obsesiva.

        Esta limitación de nuestro método se explica en gran parte por las condiciones en que hemos tenido que desarrollarlo. El material clínico de que disponemos está formado por nerviosos crónicos, pertenecientes a la clase cultivada. Creo muy posible la constitución de procedimientos suplementarios para sujetos infantiles y para el público de los hospitales. He de indicar también que hasta ahora sólo he probado mi terapia en graves casos de histeria y de neurosis obsesiva. No sé, por tanto, cuál sería su eficacia en aquellos casos leves que parecen curar al cabo de algunos meses de un tratamiento cualquiera. Como es natural, una terapia nueva, que exige múltiples sacrificios, no podía contar sino con enfermos que habían ensayado ya sin resultado los procedimientos oficialmente reconocidos o cuyo estado justificaba el temor de que tales métodos, más cómodos y breves, resultarían ineficaces. De este modo me he visto obligado a afrontar desde un principio, con un instrumento aún imperfecto, las más difíciles tareas. En compensación, los resultados obtenidos presentan así una mayor fuerza probatoria.

        Las dificultades principales que aún se oponen a la terapia psicoanalítica no se debe ya a sus propias características, sino a la incomprensión de la esencia de las psiconeurosis, tanto por parte de los médicos como del público en general. Esta absoluta ignorancia justifica que los médicos se crean con derecho a consolar a los enfermos con vanas seguridades o a hacerles aceptar inútiles medidas terapéuticas. «Venga usted a pasar seis semanas a mi sanatorio y desaparecerán sus síntomas» (miedo a los viajes, representaciones obsesivas, etc.). En realidad, tales establecimientos son indispensables para el apaciguamiento de los ataques agudos emergentes en el curso de una psiconeurosis, mas para la curación de los estados crónicos resultan totalmente ineficaces, y tanto los sanatorios más distinguidos, supuestamente dotados de una dirección científica, como los balnearios más vulgares.

        Sería más digno y más tolerable para el enfermo que el médico dijese la verdad, tal y como todos los días se le impone: las psiconeurosis no son nunca enfermedades leves. Una vez iniciada una histeria, nadie puede predecir cuándo terminará. Por lo general, se consuela al enfermo con la vana profecía de que su dolencia desaparecerá un día de repente. La curación no es, con frecuencia, sino un acuerdo de tolerancia recíproca, establecido entre el hombre sano y el enfermo que en sí lleva el paciente, o resulta de la transformación de un síntoma en una fobia. La histeria, trabajosamente ocultada, de una muchacha reaparece, después de una breve interrupción, durante los primeros tiempos felices del matrimonio, siendo ahora el marido, como antes la madre, quien se encarga de silenciar, por interés propio, la enfermedad. Cuando la enfermedad no trae consigo una incapacidad manifiesta, produce siempre, por lo menos, una imposibilidad de desplegar libremente las energías psíquicas. Las representaciones obsesivas retornan una y otra vez a través de toda la vida, y la terapia se ha demostrado hasta ahora impotente contra las fobias y otras limitaciones de la voluntad. Todo esto es ocultado a los profanos, y de este modo el padre de una muchacha histérica se espanta cuando ha de prestar, por ejemplo, su aquiescencia a un tratamiento de un año de duración para una enfermedad cuyos primeros signos han parecido desvanecerse al cabo de unos meses. El profano se halla íntimamente convencido de la superfluidad de todas estas psiconeurosis, y no soporta con paciencia el curso de la enfermedad ni se muestra dispuesto a los sacrificios exigidos por la terapia. Si ante un tifus de tres semanas de duración, o la fractura de una pierna, cuya curación exige seis meses, se conduce más comprensivamente, y si al advertir en sus hijos las primeras huellas de una desviación de la columna vertebral acepta en el acto un tratamiento ortopédico que ha de durar años enteros, esta diferente actitud se debe a una mejor comprensión de los médicos, que transfieren honradamente su labor al profano. La sinceridad de los médicos y la docilidad de los profanos se extenderán también a las psiconeurosis, una vez que el conocimiento de la esencia de estas afecciones llegue a ser del dominio médico común.

        De todos modos, el tratamiento radical psicoterápico de las mismas necesitará siempre una preparación especial y será incompatible con el ejercicio de otra actividad médica. En cambio, tales especialistas médicos, numerosos seguramente en lo futuro, hallarán ocasión de brillantes éxitos y llegarán a un profundo conocimiento de la vida anímica de los hombres.

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