PSICOTERAPIA (TRATAMIENTO POR EL ESPÍRITU)

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Sigmund Freud

«Sigmund Freud: Obras Completas», en «Freud total» 1.0 (versión electrónica)

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1905

 

        PSlQUE es una palabra griega que en nuestra lengua significa alma. Por tanto, el «tratamiento psíquico» [«psicoterapia»] ha de llamarse tratamiento del alma. Podríase suponer que se entiende como tal el tratamiento de las manifestaciones morbosas de la vida anímica, mas no es ése el significado del término. «Tratamiento psíquico» denota más bien el tratamiento desde el alma, un tratamiento -de los trastornos anímicos tanto como corporales- con medios que actúan directa e inmediatamente sobre lo anímico del ser humano.

        Un medio semejante es, ante todo, la palabra, y las palabras son, en efecto, los instrumentos esenciales del tratamiento anímico. El profano seguramente hallará difícil comprender que los trastornos patológicos del cuerpo y del alma puedan ser eliminados por medio de las «meras» palabras del médico. Supondrá, sin duda, que se espera de él una fe ciega en el poder de la magia, y no estará del todo errado, pues las palabras que usamos cotidianamente no son otra cosa sino magia atenuada. Mas será necesario que nos explayemos un tanto para explicar cómo la ciencia ha logrado restituir a la palabra humana una parte, por lo menos, de su antigua fuerza mágica.

        Aun los médicos científicamente instruidos han llegado sólo recientemente a reconocer el valor del tratamiento anímico. Ello se explica con facilidad recordando el desarrollo que la medicina siguió durante el último medio siglo. Luego de una época bastante estéril durante la cual estuvo subordinada a la sedicente filosofía de la naturaleza, la medicina realizó, bajo la feliz influencia de las ciencias naturales, los más grandes progresos como ciencia y como arte; exploró la estructuración de los organismos a partir de unidades microscópicamente pequeñas (las células), llegó a comprender física y químicamente cada uno de los mecanismos vitales (las funciones), diferenció las modificaciones visibles y palpables de las partes del cuerpo que originan los distintos procesos patológicos, y por otro lado, descubrió también los signos por medio de los cuales los procesos patológicos más ocultos se traducen ya en el ser vivo; finalmente, reveló gran número de agentes patógenos animados, y con ayuda de estos nuevos conocimientos logró reducir en medida extraordinaria los riesgos de las intervenciones operatorias más serias. Todos estos progresos y descubrimientos se refirieron a lo somático en el ser humano, y así se llegó, debido a una equivocada pero fácilmente comprensible orientación del juicio, a que los médicos restringieran su interés a lo somático y abandonaran el estudio de lo psíquico a los tan menospreciados filósofos.

        La moderna medicina tuvo, por cierto, motivos suficientes para estudiar la innegable vinculación entre lo corporal y lo anímico; pero al abordarla, nunca dejó de representar lo anímico como algo determinado por lo somático y dependiente de éste. Así, destacóse siempre que las funciones espirituales dependen de la preexistencia de un cerebro normalmente desarrollado y suficientemente nutrido, siendo perturbadas aquéllas por cualquier afección de este órgano; que la introducción de tóxicos en la circulación permite despertar determinados estados psicopatológicos; o bien, en escala menor, que los sueños del durmiente pueden ser modificados de acuerdo con los estímulos que experimentalmente se hace actuar sobre aquél.

        La relación entre lo somático y lo anímico es, en el animal como en el hombre, una interacción recíproca, pero su otra faz -la acción de lo anímico sobre el cuerpo- resultó en los primeros tiempos poco grata a los médicos. Parecían resistirse a conceder cierta autonomía a la vida anímica, como si con ello se vieran expuestos a abandonar el firme terreno de lo científico.

        Esta orientación unilateral de la medicina hacia lo somático experimentó en el último decenio y medio una paulatina modificación, surgida directamente de la medicina práctica. Existe, en efecto, un grupo muy numeroso de enfermos leves o graves cuyos continuos trastornos y padecimientos plantean graves problemas a la habilidad del médico, a pesar de que ni en condiciones clínicas ni en el examen postmortal permiten descubrir signos tangibles o visibles de un proceso patológico, pese a todos los adelantos de los métodos de exploración que aplica la medicina científica. Determinado grupo de estos enfermos se destaca por la variedad y la exuberancia del cuadro clínico; son personas que no pueden realizar ningún esfuerzo mental a causa de sus dolores de cabeza o de su falta de concentración, los ojos les duelen al leer, las piernas se les fatigan al caminar, sintiéndolas sordamente doloridas y como embotadas; su digestión está perturbada por sensaciones molestas, por eructos o por espasmos gástricos; las evacuaciones sólo las realizan con ayuda de medicamentos; dormir les resulta imposible, etc. Todos estos trastornos pueden presentarlos simultánea, sucesiva o sólo parcialmente; mas en todos los casos trátase a todas luces de una y la misma enfermedad. Además los síntomas suelen ser muy variables y sustituirse o sucederse mutuamente; el mismo enfermo que hasta el momento estaba impedido de trabajar por los dolores de cabeza, sin que lo molestara su digestión, puede sentirse al día siguiente totalmente aliviado de aquéllos, pero desde ese instante no soportará, por ejemplo, casi ningún alimento. Los trastornos también pueden desaparecer súbitamente ante una modificación profunda de sus condiciones de vida; en un viaje, por ejemplo, podrá sentirse muy bien y saborear sin trastornos las más diversas comidas, pero apenas vuelto a su casa debe limitarse a ingerir leche cuajada. En algunos de estos enfermos el trastorno -un dolor, una debilidad paralizante- hasta puede trocar de pronto el lado del cuerpo afectado, saltando del derecho a la misma región del lado izquierdo. Mas en todos los casos es posible confirmar que los síntomas se hallan bajo la influencia directa de las excitaciones, de las conmociones emocionales, las preocupaciones, etc., y que pueden desaparecer, cediendo la plaza a una perfecta salud, sin dejar rastro alguno, aunque sean de larga data.

        Por fin, la investigación médica ha llegado a revelar que tales personas no deben ser consideradas ni tratadas como enfermos del estómago, de la vista, etcétera, sino que nos encontramos en ellos con una afección del sistema nervioso en su totalidad. Sin embargo, el estudio del cerebro y de los nervios no ha permitido hallar hasta ahora ninguna modificación apreciable, y ciertos rasgos del cuadro clínico aún excluyen totalmente la posibilidad de que en el futuro, disponiendo de medios de exploración más sutiles, se llegue a demostrar tales alteraciones, susceptibles de explicar los aspectos clínicos de la enfermedad. Estos estados han sido calificados de «nerviosidad» (neurastenia, histeria) y considerados como padecimientos meramente «funcionales» del sistema nervioso. Por otra parte, también en muchas afecciones nerviosas más estables y en aquellas que sólo producen síntomas psíquicos -las denominadas ideas obsesivas, las ideas delirantes, la demencia-, la investigación detenida del cerebro, una vez muerto el enfermo, ha sido totalmente infructuosa.

        Así, viéronse los médicos ante el problema de estudiar la naturaleza y el origen de las manifestaciones morbosas en estos individuos nerviosos o neuróticos. Al abordarlo, descubrióse que, por lo menos en una parte de ellos, los signos clínicos tienen por único origen una influencia alterada de su vida psíquica sobre su organismo, o sea que la causa directa del trastorno ha de buscarse en el psiquismo. ¿Cuáles son las causas más alejadas de aquel trastorno que ha afectado lo anímico, haciéndolo perturbar a su vez lo somático? He aquí otro problema que por ahora podemos dejar fuera de consideración. La ciencia médica, empero, halló en este punto el nexo que le permitió dirigir su plena atención a esta faz, hasta entonces descuidada, de la interrelación entre cuerpo y alma.

        Sólo estudiando lo morboso Ilégase a comprender lo normal. Así, gran parte de los procesos relativos a la influencia de lo anímico sobre el cuerpo siempre fueron conocidos, pero sólo ahora pudieron ser observados bajo su verdadera luz. El ejemplo más común de acción psíquica sobre el cuerpo, observable siempre y en cualquier individuo, nos lo ofrece la denominada expresión de las emociones. Casi todos los estados anímicos de una persona se exteriorizan por tensiones y relajamientos de su musculatura facial, por la orientación de sus ojos, la ingurgitación de su piel, la actividad de su aparato vocal y las actitudes de sus miembros; ante todo, de sus manos. Estos cambios corporales concomitantes, por lo general, no le ofrecen al sujeto provecho alguno; muy al contrario, suelen malograr sus intenciones cuando se propone ocultar al prójimo sus movimientos anímicos, pero sirven a los demás, precisamente, como signos fidedignos para deducir aquellos procesos anímicos, y generalmente se confía más en ellos que en las simultáneas expresiones intencionadas por medio de la palabra. Si se logra observar detenidamente a una persona en el curso de ciertas actividades psíquicas, hállanse otras consecuencias somáticas de las mismas en las alteraciones de su actividad cardíaca, en las fluctuaciones de la distribución sanguínea en el organismo y en otros fenómenos semejantes.

        En numerosos estados anímicos que se denominan afectos, la participación del cuerpo es tan notable y espectacular, que muchos psicólogos han llegado a aceptar que la esencia de los afectos residiría únicamente en estas sus manifestaciones corporales. Son de todos conocidas las extraordinarias alteraciones de la expresión facial, de la circulación sanguínea, de las secreciones, del estado excitativo de la musculatura voluntaria, que pueden producirse bajo la influencia del miedo, de la ira, del dolor anímico, del éxtasis sexual y de otras emociones. Menos conocidas, pero absolutamente indudables, son otras acciones somáticas de los afectos que ya no forman parte de la expresión directa de los mismos. Así, ciertos estados afectivos permanentes de naturaleza penosa o, como suele decirse, «depresiva», como la congoja, las preocupaciones y la aflicción, reducen en su totalidad la nutrición del organismo, llevan al encanecimiento precoz, a la desaparición del tejido adiposo y a alteraciones patológicas de los vasos sanguíneos. Recíprocamente, bajo la influencia de excitaciones gozosas, de la «felicidad», obsérvase cómo todo el organismo florece y la persona recupera algunas manifestaciones de la juventud. Los grandes afectos tienen, evidentemente, íntima relación con la capacidad de resistencia frente a las enfermedades infecciosas; buen ejemplo de ello es la observación, efectuada por médicos militares, de que la susceptibilidad a las enfermedades epidémicas y a la disentería es mucho mayor entre los contingentes de un ejército derrotado que entre los vencedores. Mas los afectos -casi exclusivamente los depresivos- a menudo son también por sí mismos causas directas de enfermedades tanto del sistema nervioso -con alteraciones anatómicamente demostrables- como también de otros órganos, debiendo aceptarse en tales casos la preexistencia de una propensión a dicha enfermedad, hasta ese momento inactiva.

        A su vez, estados patológicos ya establecidos pueden ser profundamente influidos por afectos tumultuosos, por lo general en el sentido del empeoramiento; pero tampoco faltan ejemplos de que un gran susto, una repentina aflicción, por una curiosa revulsión de todo el organismo, hayan influido favorablemente sobre una enfermedad crónica o aun la hayan curado por completo. Por fin, no cabe duda de que la duración de la vida puede ser considerablemente abreviada por afectos depresivos y que un susto violento, una injuria u ofensa candentes son susceptibles de poner repentino fin a la existencia; por extraño que parezca, esta última repercusión obsérvase también en ocasiones a consecuencia de una grande e inesperada alegría.

        Los afectos en sentido estricto se caracterizan por una muy particular vinculación con los procesos corporales; pero en realidad todos los estados anímicos, incluso aquellos que solemos considerar como «procesos intelectivos», también son en cierto modo afectivos, y a ninguno le falta la expresión somática y la capacidad de alterar procesos corporales. Hasta en el pensamiento más reposado, por medio de «representaciones», descárganse continuamente, de acuerdo con el contenido de dichas representaciones, estímulos hacia los músculos lisos y estriados, que se pueden revelar por medio de una adecuada intensificación y que permiten explicar numerosos fenómenos harto notables, pretendidamente «sobrenaturales». Así se explica, entre otros fenómenos, la denominada adivinación del pensamiento por los pequeños movimientos involuntarios que realiza el médium durante la experiencia, consistente, por ejemplo, en dejarse guiar por él hacia un objeto escondido. Todo este fenómeno merece más bien el calificativo de revelación del pensamiento.

        Los procesos de la voluntad y de la atención son asimismo susceptibles de influir profundamente sobre los procesos corporales y de desempeñar un gran papel como estimulantes o inhibidores de enfermedades orgánicas. Un celebrado médico inglés ha dicho de sí mismo que consigue provocar las más diversas sensaciones y dolores en cualquier parte de su cuerpo a la cual dirija la atención, y la mayoría de los seres parecen tener parecida capacidad. Al considerar los dolores, que por lo común se incluyen entre las manifestaciones somáticas, siempre debe tenerse en cuenta su estrechísima dependencia de las condiciones anímicas. Los profanos, que tienden a englobar tales influencias psíquicas bajo el rótulo de «imaginación», suelen tener poco respeto a los dolores «imaginarios», en contraste con los provocados por heridas, enfermedad o inflamación. Mas ello es flagrantemente injusto: cualquiera que sea la causa del dolor, aunque se trate de la imaginación, los dolores mismos no por ello son menos reales y menos violentos.

        Tal como los dolores pueden ser provocados o exacerbados dirigiendo la atención sobre ellos, también desaparecen al apartarse ésta. Dicha experiencia se aplica comúnmente para calmar a un niño dolorido; el guerrero adulto no siente el dolor de sus heridas en el febril ardor del combate; es muy probable que el mártir, en la exaltación de sus sentimientos religiosos, en la sumisión de todos sus pensamientos hacia la recompensa celestial que le espera, se torne totalmente insensible al dolor de su tormento. No es tan fácil abonar por medio de ejemplos la influencia de la voluntad sobre los procesos morbosos orgánicos; pero es muy posible que el propósito de sanar o la voluntad de morir no carezcan de importancia para el desenlace de algunas enfermedades, aun graves y de dudoso carácter.

        Un especialísimo interés reviste el estado anímico de la expectación, merced al cual toda una serie de las más activas fuerzas psíquicas pueden ponerse en juego para determinar la provocación y la curación de afecciones corporales. No cabe duda con respecto al papel de la expectación ansiosa, y sería importante establecer con certeza si tiene efectivamente la influencia que se le atribuye en relación con las enfermedades: si, por ejemplo, es cierto que durante el dominio de una epidemia, los más expuestos son precisamente los que más temen contraer la infección. EI estado opuesto, la expectación confiada o esperanzada, es una fuerza curativa con la que en realidad tenemos que contar en todos nuestros esfuerzos terapéuticos o curativos. No de otro modo podríanse explicar los peculiares efectos que observamos con los medicamentos y con otras intervenciones terapéuticas. Donde la expectación confiada es más notable, empero, es en las denominadas «curas milagrosas», que aún hoy tenemos oportunidad de comprobar sin intervención alguna del arte médica. Las verdaderas curas milagrosas prodúcense en creyentes bajo la influencia de ceremonias destinadas a exaltar los sentimientos religiosos, o bien en los sitios de veneración de imágenes milagrosas, donde un personaje santo o divino se ha mostrado a las criaturas humanas y les ha prometido alivio a sus sufrimientos en recompensa de su adoración, o bien donde se guardan como un tesoro las reliquias de algún santo. La fe religiosa, por sí sola, no parece hallar fácil el desplazamiento de la enfermedad con la única ayuda de la expectación, pues en todas las curas milagrosas suelen intervenir además otras ceremonias o actividades. Así, las épocas en que se recurre a la benevolencia divina deben caracterizarse por determinadas relaciones; los esfuerzos corporales que se impone el propio enfermo, como las molestias y los sacrificios de la peregrinación, deben hacerlo particularmente merecedor de dicha benevolencia.

        Sería cómodo pero harto inexacto si se pretendiera retirar todo crédito a estas curas milagrosas explicando las noticias sobre las mismas por una combinación de artimañas piadosas y observaciones imprecisas. Por más frecuentes que sean los casos en los cuales esta explicación es acertada, no por ello queda excluido el hecho real de las curas milagrosas. Estas ocurren efectivamente, siempre han ocurrido, y no sólo afectan los padecimientos de origen anímico, que podrían tener origen en la «imaginación», o sea que podrían ser particularmente influidos por las circunstancias de la peregrinación, sino que también influyen sobre las enfermedades «orgánicamente» fundadas, que hasta ese momento habían resistido a todos los esfuerzos médicos.

        Para explicar las curaciones milagrosas no es necesario, sin embargo, recurrir a factores distintos de los poderes anímicos. En efecto, aun bajo estas condiciones no se manifiestan reacciones que podrían resultar incomprensibles a nuestro raciocinio: todo ocurre en forma natural; el poderío de la fe religiosa experimenta aquí un reforzamiento en virtud de varias fuerzas impulsoras de índole genuinamente humana. La fe piadosa del individuo es exaltada por el entusiasmo de la multitud, sumido en cuyo seno aquél suele acercarse al santuario. Merced a tal efecto de masas, todos los movimientos del alma humana individual pueden exaltarse hasta lo desmesurado. Cuando una persona aislada busca su curación en un lugar milagroso, la influencia de la multitud es sustituida por la fama, la reputación de aquel lugar, o sea que nuevamente vuelve a hacerse sentir el poderío de la masa. Tal influencia puede ejercerse también a través de otro camino. Siendo conocido que la misericordia divina sólo se vuelca siempre sobre unos pocos entre los muchos que la solicitan, cada uno quisiera contarse entre esos preferidos y elegidos, y así la vanidad yacente en todo ser humano viene en ayuda de la fe religiosa. Cuando tantas fuerzas poderosas se aúnan, no hemos de admirarnos porque en ocasiones realmente se alcance el objetivo perseguido.

        Mas tampoco los incrédulos ante la religión necesitan renunciar por ello a las curaciones milagrosas. En ellos la fama y la acción de la masa sustituyen totalmente la fe religiosa. Siempre existen tratamientos y médicos de moda que dominan particularmente a la alta sociedad, donde el afán de contarse entre los primeros y de emular a los más encumbrados constituye la más poderosa fuerza impulsora del alma. Tales tratamientos de moda tienen efectos absolutamente ajenos a su acción propia, y un mismo recurso terapéutico, en manos de un médico de moda, conocido quizá por haber asistido a un personaje destacado, tiene una acción mucho más poderosa que si fuera aplicado por otros médicos. Así, existen milagreros seglares, a semejanza de los sagrados, con la única diferencia de que aquéllos, encumbrados por el favor de la moda y de la imitación, se gastan rápidamente, como corresponde a la naturaleza de las fuerzas que obran en su favor.

        La comprensible disconformidad con el arte médica, tan ineficiente a menudo, y quizá también la sublevación interior contra el carácter autoritario del pensamiento científico, que enfrenta al hombre con la inexorabilidad de la Naturaleza, han creado siempre -y también de nuevo en nuestros días- una extraña condición para la posible influencia terapéutica, tanto de las personas como de los recursos curativos. En efecto, sólo llega a establecerse una sólida expectación confiada, una esperanza en la curación, cuando el terapeuta no es médico y, más aún, cuando puede vanagloriarse de ignorar los fundamentos científicos de la terapéutica, o tratándose de remedios, cuando no han sido aprobados por ensayos minuciosos, sino que los recomienda únicamente la preferencia popular. De ahí el sinnúmero de artes y de practicantes naturistas que vuelven a competir con los médicos en el ejercicio de su profesión, y de los cuales podemos afirmar, por lo menos con ciertos visos de certeza, que dañan a los enfermos con más frecuencia que los benefician. Si hallamos aquí un motivo para condenar la expectación confiada del enfermo no olvidemos tampoco que la misma fuerza apoya siempre nuestros propios esfuerzos médicos. La eficacia de quizá todos los medios que el médico prescribe, de todas las intervenciones que realiza, se compone de dos partes. La una, ora mayor, ora menor, pero nunca desdeñable, está representada por la acción psíquica del enfermo. La expectación confiada con que viene al encuentro de la influencia directa ejercida por el agente terapéutico depende, por un lado, de la magnitud de su propio anhelo de curación, y por el otro, de su confianza en haber emprendido los pasos adecuados para alcanzarla, o sea de su respeto ante el arte médica en general y del poderío que conceda a la persona de su médico, así como de la simpatía puramente humana que éste sepa despertar en él. Hay médicos más capaces que otros para conquistar la confianza del enfermo; en tal caso, el paciente ya percibe un alivio cuando ve al médico aproximarse a su lecho.

        Siempre, en tiempos pasados mucho más aún que en el presente, los médicos han practicado la psicoterapia. Si comprendemos como tal los esfuerzos encaminados a despertar en el enfermo las condiciones y los estados psíquicos favorables a la curación, entonces esa forma de tratamiento médico es históricamente la más antigua. Los pueblos primitivos apenas disponían de algo más que de la psicoterapia; además, nunca dejaban de apoyar el efecto de los brebajes curativos y de las maniobras terapéuticas por medio de un insistente tratamiento psíquico. La conocida aplicación de fórmulas mágicas, las abluciones purificadoras, la suscitación de sueños proféticos haciendo dormir al paciente en el recinto del templo, etc., sólo pueden haber actuado terapéuticamente por vía psíquica. La persona misma del médico creábase un respeto derivado directamente del poder divino, pues en sus orígenes el arte terapéutica estaba exclusivamente en manos de los sacerdotes. Así, entonces como ahora, la personalidad del médico era uno de los factores cardinales para crear en el enfermo el estado anímico favorable a la curación.

        Comenzamos ahora a comprender también en todo su alcance la «magia» de la palabra. En efecto, la palabra es el medio más poderoso que permite a un hombre influir sobre otro; la palabra es un excelente recurso para despertar movimientos anímicos en su destinatario, y por eso ya no nos parecerá tan enigmática la afirmación de que la magia de la palabra pueda eliminar manifestaciones morbosas, particularmente aquellas que reposan a su vez en estados anímicos.

        Todas las influencias psíquicas que han demostrado ser eficaces para la eliminación de la enfermedad poseen cierto elemento de inconstancia. Los afectos, la orientación de la voluntad, el alejamiento de la atención, la expectación confiada, todos estos poderes, que en ocasiones anulan la enfermedad, no lo hacen en otros casos, sin que su variable eficacia pudiera atribuirse a la índole del mal. Trátase, evidentemente, de la soberana personalidad, psíquicamente tan distinta en cada caso, que se opone a la regularidad y constancia de la eficacia terapéutica. Desde que los médicos han reconocido, empero, la importancia del estado anímico para la curación, nada más natural que esforzarse por imponer deliberadamente, por medios adecuados, el estado anímico más favorable, en lugar de dejar librada al paciente la magnitud de la disposición anímica que pueda aportar a los recursos terapéuticos. Con dichos esfuerzos tuvo su comienzo el moderno tratamiento por el espíritu.

        Resulta así toda una serie de formas terapéuticas, algunas de ellas evidentes, otras sólo comprensibles sobre la base de complicadas premisas. Así, es evidente y natural que el médico, que ya no puede despertar admiración en calidad de sacerdote o de portador de una ciencia oculta, oriente su personalidad de manera tal que pueda cautivar la confianza y buena parte de la simpatía de su paciente. En estas condiciones sólo ha de servir a una eficaz selección si tal resultado se alcanza únicamente en un número limitado de enfermos, mientras que los demás, por su grado de cultura o por su simpatía, se sienten atraídos por otros médicos. Mas la abolición de la libre elección del médico elimina una importante precondición de la influencia psíquica sobre el enfermo.

        Toda una serie de recursos psíquicos sumamente eficaces se sustraen por fuerza a la acción del médico, ya sea porque no tiene el poder o porque carece del derecho de aplicarlos. Esto rige, ante todo, para la provocación de fuertes afectos, es decir, de los recursos más importantes por medio de los cuales lo psíquico actúa sobre lo somático. EI destino cura a menudo enfermedades mediante conmociones felices, por la satisfacción de necesidades, la realización de deseos; con él no puede competir el médico, que, fuera de su arte específica, suele estar condenado a la impotencia. Quizá esté más al alcance de sus facultades el despertar el miedo y el susto con fines terapéuticos; pero, excepto en el niño, vacilará mucho en recurrir a tales armas de doble filo. Por otro lado, toda vinculación con el paciente basada en sentimientos tiernos ha de quedar excluida para el médico a causa de la importancia fundamental de los estados anímicos así suscitados. Por tanto, las facultades del médico para modificar el psiquismo de sus pacientes parecen, en principio, tan limitadas, que la psicoterapia deliberadamente orientada no ofrecería, frente a la forma anterior, ventaja alguna.

        El médico puede, por ejemplo, tratar de dirigir la voluntad y la atención del paciente, y en distintas enfermedades tiene buenos motivos para hacerlo. Si se empeña en inducir a quien se cree paralítico para que ejecute los movimientos que pretende no poder realizar, o si se niega a examinar a una persona pusilánime que exige ser revisada por una enfermedad que evidentemente no padece, el médico habrá adoptado el correcto proceder; pero estas ocasiones aisladas difícilmente justificarán el establecimiento de la psicoterapia como un procedimiento terapéutico particular. En cambio, por otro camino extraño e imprevisible se le ha abierto al médico la posibilidad de ejercer sobre la vida psíquica de sus enfermos una influencia profunda, aunque transitoria, aprovechándola con fines curativos.

        Desde hace largo tiempo se conoce -pero en los últimos decenios se ha sustraído a toda duda- la posibilidad de colocar a una persona, mediante determinados influjos suaves, en un estado psíquico muy peculiar, bastante análogo al sueño, que por ello mismo se denomina hipnosis. Los métodos para provocarla no tienen, a primera vista, gran semejanza entre sí. Es posible hipnotizar a alguien haciéndolo mirar fijamente, durante algunos minutos, un objeto brillante, o aplicándole un reloj a la oreja durante idéntico tiempo, o pasándole repetidas veces las manos, a corta distancia, sobre la cara y los miembros. Sin embargo, lo mismo se consigue anunciando a la persona a la que se quiere hipnotizar la inminencia del estado hipnótico y de sus particularidades con tranquila seguridad, o sea «inculcándole» la hipnosis. También es posible combinar ambos métodos entre sí: por ejemplo, se puede hacer sentar a la persona, colocarle un dedo ante los ojos, pedirle que lo mire fijamente y decirle entonces: «Usted se siente cansado. Sus ojos ya se le caen; no los puede mantener abiertos. Sus miembros están pesados; ya no puede moverlos. Usted se está durmiendo», etc. Se advierte que todos estos procedimientos tienen en común el cautivamiento de la atención; en los primeros que mencioné interviene su cansancio por estímulos sensoriales atenuados y uniformes. Todavía no se ha aclarado satisfactoriamente por qué la simple insinuación verbal tiene exactamente el mismo efecto que los demás métodos. Los hipnotizadores expertos afirman que de tal modo es posible despertar una modificación evidentemente hipnótica en alrededor del 80 por 100 de las personas. No existen, empero, indicios que permitan predecir qué personas son hipnotizables y cuáles son refractarias. Entre las condiciones de la hipnosis no se cuentan, en modo alguno, las enfermedades. Los seres normales serían hipnotizables con particular facilidad, y de los nerviosos, muchos son sumamente reacios a la hipnosis, mientras que los enfermos mentales son totalmente refractarios. El estado hipnótico tiene muy distintas gradaciones; en su grado más leve, el hipnotizado sólo siente un ligero adormecimiento; el grado más profundo, caracterizado por particularidades muy especiales, se denomina sonambulismo, en virtud de su semejanza con el fenómeno natural del mismo nombre. Sin embargo, la hipnosis no es, ni mucho menos, un sueño como el de nuestro nocturno dormir, ni como el artificial, provocado por hipnóticos. Aparecen en aquélla ciertas modificaciones y se conservan funciones psíquicas que están abolidas en el sueño normal.

        Algunas manifestaciones de la hipnosis, como por ejemplo las modificaciones de la actividad muscular, tienen sólo interés científico. Pero el signo más importante de la hipnosis -y el de mayor valor para nosotros- radica en la conducta del hipnotizado frente a su hipnotizador. En efecto, mientras el sujeto se conduce con respecto al mundo exterior como un durmiente, o sea que le sustrae todos sus sentidos, se mantiene despierto para la persona que lo ha colocado en hipnosis, y sólo ve, comprende y responde a ésta. Este fenómeno, que se denomina rapport en la hipnosis, tiene su parangón en la forma en que duermen ciertas personas; por ejemplo, la madre que amamanta a su hijo. Es una manifestación tan notable, que bien puede permitirnos comprender la relación entre hipnotizado e hipnotizador.

        EI hecho de que el mundo del hipnotizado se restringe, por así decirlo, al hipnotizador no es la única característica de este estado. Agrégase la particular docilidad de aquél frente a éste, al punto de que en la hipnosis profunda se torna obediente y crédulo en grado casi ilimitado. La ejecución de esta obediencia y de esta credulidad demuestra, como característica del estado hipnótico, que la influencia de la vida psíquica sobre lo corporal se halla extraordinariamente aumentada en el hipnotizado. Cuando el hipnotizador le dice que no puede mover el brazo, éste cae, privado de toda movilidad; el sujeto apela manifiestamente a todas sus fuerzas, pero no alcanza a moverlo. Cuando el hipnotizador le dice que el brazo se mueve solo y que no puede detenerlo, este miembro se mueve efectivamente y se advierte cómo el hipnotizado realiza inútiles esfuerzos por mantenerlo quieto. La representación que el hipnotizador ha puesto en el hipnotizado por medio de su palabra despertó en él precisamente aquella actitud corporal que corresponde a su contenido. En todo esto hay, por un lado, obediencia; pero, por el otro, también se expresa la exageración de la influencia corporal de una idea. En este caso, la palabra realmente ha vuelto a recuperar su poder mágico.

        Otro tanto ocurre en el terreno de las percepciones sensoriales. EL hipnotizador dice: «Usted ve una serpiente, huele una rosa, oye la más hermosa música», y el hipnotizado ve, huele y oye lo que le indica la representación insinuada. ¿Cómo sabemos que el hipnotizado tiene realmente estas percepciones? Podríamos suponer que sólo aparenta tenerlas; pero no hay motivo alguno para dudarlo, pues se conduce enteramente como si las sintiera en realidad, expresa todos los afectos correspondientes, y en ciertas circunstancias también puede referir, después de la hipnosis, sus percepciones y vivencias imaginarias. Adviértese entonces que ha visto y oído de la misma manera en que vemos y oímos en sueños, es decir, alucinatoriamente. Se encuentra, evidentemente, presa de tal credulidad con respecto al hipnotizador, que está convencido de que habrá de ver una serpiente cuando aquél se lo anuncie, y esta convicción actúa tan poderosamente sobre lo corporal, que, en efecto, ve la serpiente, como por otro lado, en ocasiones puede suceder también en personas no hipnotizadas.

        De pasada señalaremos que una credulidad como la que el hipnotizado ofrece a su hipnotizador sólo se encuentra en la vida real, fuera de la hipnosis, en la actitud del niño para con sus amados padres, y semejante conformación de la propia vida psíquica a la de otra persona, con análogo sometimiento, tiene un único parangón -pero éste es absoluto- en ciertas relaciones amorosas con abandono total. En general, la coincidencia de una valoración exclusiva con una crédula obediencia constituye una de las características básicas del amor.

        Aún resta algo por decir acerca del estado hipnótico. El discurso del hipnotizador, que ejerce en forma casi mágica los efectos descritos, se denomina sugestión, habiéndose adoptado la costumbre de aplicar también este término cuando existe tan sólo el propósito de despertar un efecto análogo. Igual que el movimiento y la sensibilidad, también las restantes actividades psíquicas del hipnotizado obedecen a esta sugestión, mientras que no suele efectuar ningún acto por propia iniciativa. La obediencia hipnótica puede asimismo ser aprovechada para una serie de experiencias harto extrañas, que ofrecen una profunda visión del funcionamiento psíquico y confieren al observador la inquebrantable convicción del insospechado poderío de lo psíquico sobre lo corporal. Tal como es posible inducir al hipnotizado a ver lo que no existe, también se le puede prohibir que vea algo que existe y que se impone a sus sentidos, como, por ejemplo, determinada persona (la denominada alucinación negativa); en tal caso, a dicha persona le resultará imposible hacerse notar por el hipnotizado, cualquiera que sea la estimulación que aplique; aquél la tratará «como si fuera aire». Se puede impartir al hipnotizado la sugestión de que realice determinado acto, pero solamente cierto tiempo después de despertar de la hipnosis (sugestión posthipnótica), y el sujeto no sólo se ajusta al plazo, sino que ejecuta la acción sugerida en medio de su estado vigil, sin atinar a explicarla con motivo alguno. Si se le pregunta entonces por qué acaba de hacer tal cosa, invocará un oscuro impulso que no logra comprender, o bien inventará un pretexto medianamente adecuado, pero sin recordar nunca el verdadero motivo, o sea la sugestión que le ha sido impartida.

        El despertar de la hipnosis se produce sin esfuerzo alguno, mediante la simple orden en tal sentido impartida por el hipnotizador. En las hipnosis más profundas falta luego el recuerdo de cuanto fue experimentado durante el sueño hipnótico bajo la influencia del hipnotizador. Este sector de la vida psíquica queda, en cierto modo, aislado de todo lo demás. Otros sujetos hipnotizados conservan un recuerdo nebuloso, y otros aun, si bien lo recuerdan todo, manifiestan haberse encontrado bajo el dominio de un imperio psíquico contra el que no había resistencia posible.

        Sería difícil pecar por exceso al estimar el beneficio científico que el conocimiento de los fenómenos hipnóticos ha reportado a médicos y psicólogos por igual. Para apreciar, sin embargo, la importancia práctica de estos nuevos conocimientos es preciso sustituir al hipnotizador por el médico, al hipnotizado por el paciente. ¿Acaso la hipnosis no parecería estar destinada a satisfacer todas las necesidades del médico en la medida en que éste pretende actuar frente a sus pacientes como un «médico de almas»? En efecto, el hipnotismo le confiere una autoridad como quizá nunca la haya poseído un sacerdote o un milagrero, pues concentra la totalidad del interés psíquico del hipnotizado sobre la persona del médico; anula en el paciente la autonomía anímica, que, como hemos visto, es el veleidoso impedimento para la manifestación de las influencias psíquicas sobre el cuerpo; en sí misma representa una exacerbación del dominio anímico sobre lo corporal, a un punto que en otras circunstancias únicamente podría producirse por los más poderosos despliegues afectivos. Finalmente, la posibilidad de que todo lo infundido al paciente durante la hipnosis sólo Ilegue a manifestarse más tarde en el estado normal (sugestión posthipnótica), pone en manos del médico un recurso para aplicar su enorme poderío durante la hipnosis, a fin de modificar el estado y la conducta del paciente en su vida vigil. He aquí, pues, un ejemplo muy simple del tipo de curación que se alcanza por medio del tratamiento anímico. El médico coloca al paciente en estado hipnótico; le imparte la sugestión, adaptada a las circunstancias particulares de cada caso, de que no se halla enfermo, de que, una vez despierto, ya nada sentirá de sus padecimientos; lo despierta luego, y puede confiar en que la sugestión ha cumplido su influencia frente a la enfermedad. Si una sola intervención de esta índole no bastara, podría repetirse idéntico procedimiento un suficiente número de veces.

        Un solo escrúpulo sería susceptible de inducir, tanto al médico como al paciente, a la abstención de un método terapéutico tan promisorio: si resultara que la inducción de la hipnosis fuese un arma de doble filo, malogrando su utilidad con un perjuicio en otro respecto, como, por ejemplo, dejando tras sí un permanente trastorno o debilitamiento en la vida psíquica del sujeto. Las experiencias hasta ahora realizadas, empero, bastan ya para excluir esta reserva; las hipnotizaciones aisladas son absolutamente innocuas, y aun su repetición frecuente no ejerce, en general, efectos deletéreos. Sólo cabe destacar una consecuencia: cuando las circunstancias exigen la aplicación continuada de la hipnosis, establécese una habituación a la misma y cierta dependencia del médico hipnotizante que no se contaba entre los propósitos iniciales del tratamiento.

        El tratamiento hipnótico implica realmente una considerable ampliación del campo de la actividad terapéutica, y con ello un progreso del arte curativa. Es lícito aconsejar a todo enfermo recurrir al mismo, siempre que sea ejercido por un médico experto y digno de confianza. Sin embargo, sería preciso aplicar la hipnosis en una forma muy distinta de la que hoy suele prevalecer. Por lo común recúrrese únicamente a este método cuando todos los demás recursos han fracasado, cuando el enfermo ya se encuentra abatido y decepcionado. Es entonces cuando abandona a su médico, que no sabe o no quiere hipnotizar, para recurrir a un médico desconocido, que por lo común no practica ni conoce sino el hipnotismo. Ambas circunstancias son adversas para el enfermo. El propio médico de cabecera debería estar familiarizado con la hipnosis terapéutica y aplicarla desde un principio cuando considere que el caso y la persona así lo indican. Dentro de los límites de sus indicaciones terapéuticas, el hipnotismo debería ocupar el mismo rango que los demás métodos curativos y no ser considerado como un último recurso ni como un rebajamiento de lo científico al nivel del charlatanismo. Mas la hipnosis terapéutica no sólo es eficaz frente a todos los estados nerviosos y a los trastornos «imaginarios», así como para el desacostumbramiento de los hábitos compulsivos como el alcoholismo, la morfinomanía y las aberraciones sexuales, sino también en muchas enfermedades orgánicas, aun en las inflamatorias, siempre que se tenga la perspectiva de eliminar los síntomas que más molestan al enfermo, como los dolores, las parálisis, etc., aun cuando persista el proceso básico y originario de los mismos. La selección de los casos apropiados para aplicar el método hipnótico ha de reposar siempre en el criterio del médico.

        Es Ilegado el momento de desvirtuar la impresión de que el recurso auxiliar de la hipnosis abriría al médico una época de cómoda actividad milagrera. En efecto, cabe considerar todavía múltiples circunstancias susceptibles de abatir considerablemente nuestra expectativa en cuanto a las posibilidades terapéuticas del hipnotismo, reduciendo también en el enfermo las esperanzas que en él pueden haberse despertado. En primer término, demuestra ser insostenible la premisa básica de que mediante la hipnosis lograríamos librar a los enfermos de la molesta autonomía psíquica vigente en su aparato anímico. Por el contrario, la conservan y la manifiestan ya en su actitud frente al intento de hipnotizarlos. Si antes hemos dicho que es posible hipnotizar al 80 por 100 aproximadamente de los seres humanos, cabe señalar que esta alta proporción únicamente se alcanza incluyendo entre los casos positivos a todos aquellos que evidencian sólo un rastro de influenciación hipnótica. Las hipnosis realmente profundas, con docilidad total, como el ejemplo elegido para nuestra exposición, son en realidad raras y en todo caso no tan frecuentes como sería deseable en el interés de la terapéutica. Esta objeción se atenúa a su vez, recordando que la profundidad de la hipnosis y la docilidad a las sugestiones no son proporcionales entre sí, de modo que a menudo es dable observar un buen efecto sugestivo aun con un ligero embotamiento hipnótico. Sin embargo, aunque se adopte la docilidad hipnótica por sí sola como elemento esencial de dicho estado, cabe admitir que las distintas personas evidencian su particularidad individual por dejarse influir sólo hasta determinado grado de docilidad, en el cual se detienen tenazmente. Por tanto, las distintas personas manifiestan susceptibilidades muy dispares a la hipnosis terapéutica. Si se lograra hallar un recurso mediante el cual fuese posible profundizar todas estas fases del estado hipnótico hasta alcanzar la hipnosis completa, quedarían eliminadas las disparidades originadas por la susceptibilidad individual y se tendría realizado eI ideal de la psicoterapia. Mas este progreso no ha sido alcanzado aún, y el grado de docilidad accesible a la sugestión depende todavía mucho más del paciente que del médico o sea que la acción terapéutica sigue estando librada al enfermo

        Más importante todavía es un segundo argumento. Cuando se describen los resultados harto extraños de la sugestión en el estado hipnótico, suele olvidarse que aquí, como en todas las reacciones anímicas, se trata siempre de relaciones de magnitud o de fuerzas. Si a una persona sana se la coloca en hipnosis profunda y se le imparte la orden de hincar el diente en una papa que se le ofrece como si fuese una pera, o si se le inculca que ve a un conocido y que debe saludarlo, será fácil lograr una total docilidad, porque el hipnotizado no tiene motivos de peso para resistirse contra la sugestión. Otras órdenes, empero -como, por ejemplo, la de desnudarse, impartida a una mujer habitualmente pudorosa, o la de robar un objeto valioso dada a un hombre honesto-, permiten advertir en el hipnotizado una resistencia que puede llegar al punto de impedirle totalmente obedecer a la sugestión. Ello nos demuestra que, aun con la mejor hipnosis, el poder que ejerce la sugestión no es ilimitado, sino sólo de determinada magnitud. El sujeto hipnotizado se muestra dispuesto a hacer pequeños sacrificios; pero es reacio a los grandes, igual que en la vida vigil. Si nos encontramos ante un enfermo y lo impulsamos mediante la sugestión a abandonar su enfermedad, advertimos al punto que esto no representa para él un pequeño sacrificio, sino uno grande. Es cierto que el poderío de la sugestión enfrenta, también entonces, a la fuerza que ha creado y que mantiene las manifestaciones patológicas; pero la experiencia demuestra que esta última es de una magnitud totalmente distinta de la del influjo hipnótico. EI mismo enfermo que se adapta dócilmente a cualquier situación -no precisamente escandalosa- que le sea sugerida, puede mostrarse absolutamente reacio a la sugestión que pretende quitarle, por ejemplo, su parálisis imaginaria. A ello se agrega en la práctica la circunstancia de que precisamente los enfermos nerviosos suelen ser los menos hipnotizables, de modo que la lucha contra las poderosas fuerzas que afianzan la enfermedad en la vida anímica no puede ser emprendida con el pleno despliegue de la influencia hipnótica, sino sólo con una mínima parte de ésta.

        Por consiguiente, la sugestión no siempre tiene asegurado desde un principio el triunfo sobre la enfermedad, aun cuando se haya alcanzado la hipnosis y aunque ésta haya llegado a un nivel profundo. Queda todavía una lucha por librar, una contienda cuyo desenlace es a menudo incierto. De ahí que frente a los trastornos más graves de origen psíquico nada se alcance con una sola hipnotización. Mas la repetición de ésta redunda en perjuicio de la impresión de milagro que el enfermo probablemente haya esperado. Siempre es posible entonces que al repetirse la hipnotización se acentúe cada vez más la influencia sobre la enfermedad, inaparente al principio, hasta lograr por fin un satisfactorio resultado terapéutico. Semejante tratamiento hipnótico, empero, bien puede llegar a ser tan arduo y prolongado como otro cualquiera.

        Otra forma de traducirse la relativa debilidad de la sugestión, comparada con la tenacidad del padecimiento a combatir, consiste en que, si bien aquélla logra eliminar las manifestaciones morbosas, sólo ejerce tal efecto por poco tiempo. Al cabo de cierto período, los síntomas reaparecen y es preciso volver a combatirlos por una nueva hipnosis con sugestión. Si este ciclo se repite a menudo, generalmente concluye por agotar la paciencia del enfermo y la del médico, llevando al abandono del tratamiento hipnótico. Además, son éstos los casos en los cuales suele desarrollarse una dependencia del médico y una especie de manía por la hipnosis.

Conviene que el paciente conozca estos defectos del método hipnótico y que prevea la posibilidad de que la aplicación terapéutica resulte defraudante. La acción curativa de la sugestión hipnótica es, en efecto, un hecho real que no necesita de exageraciones encomiásticas. Por otra parte, es comprensible que los médicos a quienes la psicoterapia hipnótica pareció prometerles tanto más de lo que fue capaz de cumplir no se cansen de buscar otros métodos que permitan ejercer sobre el alma del enfermo una influencia más profunda o menos veleidosa. Es dable abandonarse a la certeza de que la moderna y concienzuda psicoterapia, que representa un novísimo renacimiento de viejos métodos curativos, habrá de poner en manos del médico armas mucho más poderosas todavía para combatir la enfermedad. Los medios y los caminos conducentes a tal objetivo surgirán de una comprensión profundizada de los procesos de la vida anímica, cuyos primeros atisbos reposan precisamente en las experiencias hipnóticas.

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