PRINCIPIOS DEL CONOCIMIENTO HUMANO

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GEORGE BERKELEY

Título original:

A treatise concerning the principles of human knowledge, wherein the chief causes of error and difficulty in the sciences, with the grounds of scepticism, atheism, and irreligión are inquired into (1710).

Traducción: Pablo Masa

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Indice 

PRÓLOGO

PREFACIO

INTRODUCCIÓN 

PRINCIPIOS DEL CONOCIMIENTO HUMANO

 

George Berkeley, sucesor, filosóficamente, en línea directa, de Locke, nació en Irlanda en el año 1685. Cursó sus primeros estudios en la Kilkenny School, donde veinte años antes estudiaron Congreve y Swift. Ingresó en el Trinity College de Dublín hacia el 1700. El Essay concerning Human Understanding, de Locke, publicado en 1690, se había comenzado a difundir entre los profesores y estudiantes de Dublín ya antes del comienzo de los estudios de Berkeley en el citado centro. La filosofía del pensador inglés halló en el joven estudiante un eco entusiasta y batallador. No obstante, sus primeras aficiones se inclinaron a las matemáticas. Al alcanzar su grado de "master" (1707) publicó anónimamente Arithmetica y Miscellanea mathematica. 

El primero de sus trabajos filosóficos fue Essay towards a New Theory of Visión. Desea demostrar en él que, al ver, interpretamos siempre signos visuales y que el mundo material es real, en el sentido de que se percibe. Este mismo año, 1709, se ordenó diácono en la capilla del Trinity College. A los veinticinco años publicó su obra capital: Principies of Human Knowledge, a la que el lector va a enfrentarse en este volumen. 

Fue a Londres en 1713, y en este mismo año sacó a luz sus Three Dialogues between Hilas and Philonnouss, incluido también en este volumen. Posteriormente viajó por Francia e Italia. En 1721 estaba de nuevo en Dublín, siendo nombrado deán de Dromore (1721) y, más tarde, deán de Derry (1724). 

Después de largos preparativos, pasó a América con el propósito de establecer en las Bermudas un centro de evangelización; pero sus proyectos no pudieron realizarse y tuvo que vivir dos años en Rhode Island Aquí concibió Alciphron or the Minute Philosopher, el más extenso y acabado de sus trabajos. No habiendo recibido la ayuda que esperaba, tuvo que regresar a Inglaterra, donde publicaría el Alciphron en 1732. Designado obispo de Cloyne en 1734, desempeñó su cargo hasta que renunció a él en 1752, retirándose a Oxford, donde murió al año siguiente. Fue enterrado en esta ciudad, en la catedral de Christ Church. 

Berkeley reaccionó vivamente ante la filosofía de Locke. Los principios que éste dejó solamente sugeridos los desarrolló Berkeley con amplia libertad de espíritu y con un vigor desusado, sin retroceder ante ningunas consecuencias extrañas que pudieran parecer en su tiempo a sus contemporáneos. Hombre de profundo espíritu religroso, sus sentimientos y creencias se manifestaron en la exposición de su doctrina filosófica. 

Como es sabido, su intención era refutar definitivamente a los ateos escépticos. A pesar de su vigorosa y consecuente doctrina, su espíritu no cesó de evolucionar, según se puede observar tanto en su Commonplace Book (Diario) como en Alciphron, y en Siris, otro de sus últimos escritos. El cambio desde los Principios... hasta Siris es enorme. El tono dogmático y polémico de aquella obra se transforma en mesurado y pensativo en ésta. Reconoce en sus últimos años que, para interpretar correctamente la realidad, los datos que aporta la experiencia son insuficientes.  

Pensamiento 

Pocos pensadores hay en la historia de la filosofía que hayan despertado el mismo apasionamiento que Berkeley. Las ideas del obispo irlandés son siempre actuales, porque constituyen un magnífico exponente de lo que se viene llamando idealismo metafísico. La rigurosidad, la perfección lógica y el vigor de su doctrina causan admiración incluso a sus contradictores. Cada obra de Berkeley es una joya filosófica inestimable, se esté o no de acuerdo con sus ideas. 

¿Cómo es posible, entonces, que un filósofo tan riguroso y una doctrina tan difundida hayan sufrido tantos malentendidos en la historia de la filosofía? Pues el hecho es que la mayor parte de las exposiciones que se hacen de Berkeley son erróneas. Incluso pensadores de cierta talla han desbarrado sobre él. La opinión más vulgarizada que circula es que Berkeley negó la existencia de los cuerpos. Basta leer, por ejemplo el § LXXXII de este libro para darse cuenta de lo absurdo de tal interpretación. 

Así, pues, en este breve estudio se intenta ofrecer al lector tanto una exposición del pensamiento de Berkeley como una aclaración de los fundamentos en que descansa su doctrina. Esperamos que pueda contribuir, al menos, a que ésta no se desvirtúe, ya que el filósofo irlandés es perfectamente claro para un lector atento. Como es natural, lo que hay que hacer para conocerlo es leer sus obras y no querer comprenderlo mediante manuales de historia de la filosofía, que en su mayoría son resultado del estudio y consulta de otros manuales. 

La obra capital de Berkeley es Principios del conocimiento humano. Una exposición con propósitos vulgarizadores la constituyen los Tres diálogos entre Hilas y Filonús. En la primera de éstas, Berkeley se propone, según él mismo nos dice, descubrir los principios que han introducido en la filosofía incertidumbre, dudas y opiniones contradictorias. 

A su juicio, la primera causa es la creencia de que pueden formarse ideas abstractas. No existen ideas abstractas, sino concretas y singulares. Berkeley comienza los Principios... con una refutación de la abstracción, porque considera que quizá creer en las ideas abstractas origina la creencia en la existencia de los cuerpos con independencia del sujeto percipiente. La idea abstracta es perfectamente inconcebible; y ¿cabe un género de abstracción más sutil que distinguir la existencia de los objetos sensibles del hecho mismo de ser percibidos? La estrecha relación que existe entre el pensamiento y el lenguaje ha originado la admisión de las ideas generales como ciertas, ya que nos valemos de palabras generales para comunicarnos. No obstante, es una ilusión. Es necesario sustraer los principios del conocimiento a la confusión creada por las palabras, porque, de no hacerlo así, caeremos en el más lamentable error. Lo importante es no dejarse engañar por las palabras y atenerse exclusivamente a las ideas mismas, "a las propias ideas al desnudo, sin disfraz alguno", como nos dice al final de la Introducción de este libro. 

La negación de la materia 

¿Qué significa el término "idea"? La aclaración es precisa, porque, sin comprenderlo, no es posible conocer la filosofía de Berkeley "Idea" es representación sensible de algo; y por ser sensible, y porque no existen representaciones abstractas, es siempre particular. Pero "idea" es, al mismo tiempo, la cosa misma percibida. Aunque usada en ambos sentidos, la significación de la palabra "idea" es desafortunada; sin embargo, desde el punto de vista de Berkeley no existe confusión ni contradicción entre ambas concepciones, puesto que todo es representación. Es decir, no existen cosas con independencia del espíritu que las percibe. Por esto puede decir Berkeley que sólo existen ideas en este doble sentido, y la vaguedad del término hace posible que quede afirmada la realidad del mundo exterior en sentido corriente y al mismo tiempo negada su existencia absoluta en sentido metafísico. 

Las consecuencias que se derivan de esta doctrina son decisivas para el desarrollo posterior de la filosofía de Berkeley. Si todo lo que existe es, en última instancia, idea, el ser de las cosas consiste en ser percibidas. La realidad última de las cosas no es material sino espiritual. De esta concepción procede, pues, el principio esse=percipi, culminación de todo el sistema metafísico de Berkeley. 

La afirmación sobre la no existencia de la sustancia material es, a primera vista, muy extraña y radical. Pronto atrajo violentos ataques contra su filosofía. Pero esta afirmación no era algo derivado de los principios berkeleyanos. Por el contrario, Berkeley se asignó en la vida la misión de refutar la pretendida existencia de la materia, ya que creía firmemente que ésta era la causa más poderosa del ateísmo y del escepticismo. Pero la lucha que sostuvo contra la pretensión de la existencia de la materia no implicaba, como se ha sostenido erróneamente, la aniquilación del mundo exterior; acerca de ello confronte el lector los § XXXVII, XL y LXXII de los Principios; lo mismo se observará leyendo con detención los Tres diálogos entre Hilas y Filonús. Berkeley no se cansa de repetir que el mundo exterior, tal como es percibido, existe en toda su realidad. Entiéndase bien que alude a su fundamento metafísico. Es la existencia de la materia en sentido filosófico la que niega vigorosamente.  Valiéndonos de un símil, diremos que su concepción es parecida a la de la física actual, que reduce la materia a ondas, aunque sostiene la realidad del mundo exterior. Y ambas cosas son compatibles John Locke había negado anteriormente la existencia de las cualidades secundarias, y aunque vislumbró los problemas que implicaba la admisión de las primarias, sin embargo, no las atacó. La idea de sustancia, aunque la llamó "un no sabemos qué", continuó siendo para Locke irrefutable. Berkeley no se sintió satisfecho con la posición de su gran antecesor. Según él, la idea de sustancia material surgió en filosofía por determinados motivos o razones; pero, una vez que tales motivos se han extinguido, no hay razón para que continuemos admitiéndola. En tanto se creía en la existencia de las cualidades secundarias fuera del espíritu era natural que se creyera también en cierto sustrato no pensante al que se adherían aquellas. Una vez desaparecida tal creencia, es decir, admitido que los colores; sonidos, etc., no tienen existencia fuera de la mente, carece de sentido mantener la existencia de este sustrato. De este modo creía Berkeley refutar las causas del escepticismo, puesto que admitir la existencia de la materia implicaba, en parte, desconocer en qué consistía. 

La fundamentación de la realidad 

La afirmación inmediatamente siguiente es la inmaterialidad de las cosas exteriores. De otro modo sería inexplicable dogmáticamente que las representaciones ocasionadas en la mente humana no pueden ser producidas por la materia.  La existencia de las cosas no es nunca una existencia en sí, sino en el espíritu. Pero existencia en el espíritu no ha de entenderse de modo subjetivista, en "mi" espíritu. Estar en el espíritu quiere decir percibido por alguien; equivale a negar la realidad de las cosas con independencia de que alguien las perciba. Cuando un hombre deja de percibir las cosas, éstas siguen existiendo, naturalmente, porque en último término son percibidas por Dios.

La apelación a Dios de Berkeley como base final en la que residen las cosas tiene justificación dado su punto de partida. Según él, el único poder activo es la mente, el espíritu. La realidad externa no es capaz de obrar activamente. "Las cosas -dice A. C. Fraser, exponiendo a Berkeley- están en perpetuo flujo, pero es un flujo dentro de un sistema cósmico que el inmutable principio de causalidad nos obliga a referir a la Mente Eterna como su causa sustentadora y suprema; pues la mente es el único poder activo del que tenemos idea, o mejor, noción.  Así, pues, el principio de causalidad se encuentra como fundamento de la doctrina de Berkeley El último eslabón de la cadena causal es Dios y por esto, finalmente, el ser de las cosas consiste en ser percibido por la mente de Dios. 

Como puede observarse, Berkeley depende en sus doctrinas tanto de Descartes como, en mayor grado, de Locke. Sus puntos de vista son muy personales y siempre es profundo y original. A grandes rasgos su sistema queda expuesto en las líneas anteriores, especialmente tal como aparece en las obras de su juventud y madurez. En sus tratados posteriores, como Alciphron, el mundo sensible se transforma en un mundo de efectos, carente de causalidad eficiente. En la última época de su vida, cuando escribe Siris, se aproxima a la doctrina de Platón. Nos dice que una fuerza o influencia divina penetra todo el universo. La razón construye el mundo de los sentidos. En ciertos aspectos, Berkeley parece adelantarse con esta obra a las grandes construcciones metafísicas de Hegel. 

Valoración de su doctrina 

La filosofía de Berkeley surgió como un intento de salvaguardar la existencia real del mundo del espíritu frente a la supremacía que quería conceder a la existencia de las cosas exteriores. Quiere demostrar por todos los medios que no es posible hablar de existencia sin, al mismo tiempo, implicar una mente que la perciba. Existencia significa percepción, y pensar de otro modo es contradictorio. No hay existencia absoluta, es decir, con independencia de una mente que la perciba. Berkeley se valió del concepto de "idea" para fundamentar su opinión. Creer que todas las cosas externas son ideas es reducir el mundo exterior a la conciencia. Si Berkeley no hubiera partido, ya desde el comienzo, de la existencia de Dios, inevitablemente habría llegado a ella. Su filosofía tiene que fundarse en una teodicea. Sin la admisión de Dios su doctrina se hunde, ya que si suponiendo que no existiera Dios, se le preguntara qué ocurre con las cosas cuando el hombre deja de percibirlas no habría respuesta para tal cuestión, a menos de caer en el absurdo. Dios es el fundamento último de la existencia de las cosas. Las cosas existen porque Dios las percibe. 

Berkeley habría estado en lo cierto si se hubiera detenido en la afirmación general de que el ser externo sólo puede ser aplicable a partir del sujeto que lo percibe. Es una extralimitación, que ninguna razón justifica, suponer que toda la existencia del ser exterior consiste en que se le perciba. La desafortunada expresión del término "idea" le hizo incurrir en una confusión entre el acto de sentir y lo sentido, unificando cosas que son realmente distintas. 

Luis Rodríguez Aranda

 

PRINCIPIOS DEL CONOCIMIENTO HUMANO

DONDE SE INVESTIGAN LAS PRINCIPALES CAUSAS DE ERROR Y DIFICULTAD EN LAS CIENCIAS, COMO TAMBIÉN EL FUNDAMENTO Y ORIGEN DEL ESCEPTICISMO, ATEÍSMO E IRRELIGIÓN  

DEDICATORIA

AL MUY HONORABLE THOMAS, CONDE DE PEMBROKE, ETC., CABALLERO DE LA MUY NOBLE ORDEN DE LA JARRETERA Y LORD DEL MUY HONORABLE CONSEJO PRIVADO DE SU MAJESTAD

 

SEÑOR: Os sorprenderá quizá que una persona oscura, como yo, que no tiene el honor de ser conocida de Vuestra Señoría, presuma dirigirse a vos, como yo lo hago. 

Pero el que un hombre que ha escrito algo con el deseo de promover en el mundo la difusión de conocimientos útiles y de la religión haya elegido como protector a Vuestra Señoría, no extrañará a nadie que conozca el actual estado de la Iglesia y de la instrucción y sepa de la prestancia y ayuda que vos a una y otra proporcionáis. 

No obstante, nada me hubiera inducido a dedicaros este menguado fruto de mis pobres desvelos, si a ello no me animara la integridad y nativa bondad que son partes destacadas del carácter de Vuestra Señoría. 

Debo añadir, Señor, que el extraordinario favor y bondad que os habéis dignado mostrar hacia nuestra sociedad, me da la esperanza de que secundaréis benévolamente el esfuerzo de uno de sus miembros. 

Estas consideraciones son las que me han movido a poner a los pies de Vuestra Señoría este pequeño tratado. Tanto más, cuanto que por razón de la elevada cultura y virtud que el mundo justamente en vos admira, tengo la pretensión de saber que soy, Señor, con el más sincero y profundo respeto, de Vuestra Señoría el más humilde y adicto servidor, 

GEORGE BERKELEY

 

PREFACIO 

El contenido de este pequeño libro que ahora publico me ha parecido, después de un serio y prolongado estudio, ser de una evidencia clarísima y de no menor utilidad, particularmente para aquellos que sienten el vértigo y la seducción del escepticismo, o necesitan una demostración de la existencia e inmaterialidad de Dios y de la inmortalidad del alma. 

El lector juzgará imparcialmente: sólo me cabe la satisfacción de ofrecerle mi obra para que pueda apreciarla, ya que estoy persuadido de que su éxito dependerá únicamente de su exacta conformidad con la verdad real. 

Y en nada obsta este criterio para que, sea quien sea el lector, le recomiende yo suspenda su juicio hasta que haya leído por lo menos una vez toda la obra, con la atención y reflexión que la materia requiere. Pues se encontrarán pasajes que, tomados aisladamente, se prestarán con toda seguridad a falsas interpretaciones y a deducir consecuencias erróneas, lo que no ocurrirá ciertamente después de una lectura cabal de la obra. 

Y aun leído todo el libro, si sólo se pasó de ligero y sin la atención debida, es muy probable que se desvirtúe el sentido de lo que escribo, que, sin embargo, para un lector acordado y reflexivo, resultará evidentísimo con claridad meridiana. 

Alguien podrá tachar de novedad o singularidad algunos de los conceptos que aquí expongo: considero innecesario insistir sobre este punto, pues todos juzgarán de escaso talento y muy poco familiarizado con las ciencias al que se atreva a rechazar una verdad demostrable, por el simple hecho de ser nueva, esto es, recientemente adquirida, o por ser contraria a prejuicios inveterados. 

He creído necesario hacer estas advertencias a fin de evitar en lo posible la precipitada censura por parte de cierta clase de personas, que siempre están dispuestas a condenar una opinión que no es suya, aun antes de haberla comprendido bien.

 

INTRODUCCIÓN 

I.  

La Filosofía no es otra cosa que el cultivo de la sabiduría y la búsqueda o investigación de la verdad. Parece, pues, razonable suponer que aquellos que le han consagrado su tiempo y sus esfuerzos han de tener un espíritu más apto y despierto en orden a la elucubración con un conocimiento más claro y evidente, por hallarse más desembarazados que los profanos de las dificultades y dudas que en alguna manera puedan oscurecer la verdad. 

Y, a pesar de ello, vemos que la gran masa de iletrados que forman el vulgo, el incontable número de los que desarrollan su vida mental dentro de los senderos trillados del sentido común y se gobiernan por los dictados instintivos de la naturaleza, gozan en su mayoría de una serenidad y fijeza imperturbables en lo que a sus conocimientos se refiere. Para ellos, todo lo que les es familiar resulta perfectamente explicable y nada difícil de comprender. No les aqueja falta alguna de evidencia en sus sentidos y están por completo a salvo de llegar a ser escépticos. 

Mas en cuanto tratamos de elevarnos por encima de los sentidos y del instinto para seguir la luz de principios superiores, para poder razonar y reflexionar sobre la naturaleza de los seres, nos asaltan innúmeras dificultades, precisamente sobre cosas que antes creíamos haber comprendido perfectamente. A cada paso, por sí mismos, se delatan los prejuicios y errores del sentido; y al pretender corregirlos mediante la razón, insensiblemente caemos en burdas y extrañas paradojas, dificultades y falacias, que, multiplicándose, nos abruman a medida que avanzamos en el camino de nuestras especulaciones, hasta que por fin, después de haber vagado errantes por entre mil intrincados laberintos, venimos a encontrarnos en el mismo punto de partida; o, lo que es todavía peor, estacionados en un peligroso y despechado escepticismo. 

II.  

A mi entender, la causa de estos extravíos es 1) la oscuridad de las mismas cosas o la natural debilidad e imperfección de nuestro entendimiento. Bien sabido es que nuestras facultades son pocas en número y como planeadas por naturaleza más para la conservador) y deleite de la vida que para penetrar y escudriñar la esencia íntima y la constitución de los seres. 

Además, 2) la mente humana es finita; y así no es de maravillar que caiga en absurdos y contradicciones cuando se propone investigar cosas que participan de infinitud. Y de tales dificultades no puede salir por sí misma, pues lo infinito implica por naturaleza el no poder ser comprendido o abarcado por lo que es finito. 

III.   

Pero quizá no sea del todo justo atribuir a nuestras propias facultades la causa fundamental de los errores: más bien podríamos decir que éstos proceden de no usar de aquéllas como es debido. 

Es demasiado aventurado el suponer que, partiendo de principios ciertos y mediante deducciones perfectamente lógicas, hayamos de llegar a conclusiones falsas e insostenibles. 

Hemos de creer que Dios no trata a los hombres con tan poca bondad para infundir en ellos vehementes deseos de una verdad que coloca fuera de su alcance. Esto no sería conforme a los habituales procedimientos de la Providencia, siempre indulgente y benévola; pues cualesquiera sean las apetencias de que haya dotado a las criaturas, les proporciona los medios necesarios y suficientes para satisfacerlas, con tal de que hagan recto uso de facultades naturales. 

Por lo cual me inclino a creer que todos o la mayor parte de los tropiezos que hasta ahora han detenido a los filósofos y han obstruido el camino del conocimiento, son debidos por entero a nosotros mismos. Primero hemos levantado el polvo, y luego nos lamentamos de que no se ve. 

IV.  

Mi propósito, por lo tanto, será tratar de descubrir las raíces y el origen de tantas dudas o incertidumbres, absurdos y contradicciones como vemos en el campo de la filosofía y en sus diversos sistemas, tan inconsistentes todos que los hombres más sabios han llegado a decir que es irremediable nuestra ignorancia, juzgando que ésta procede de la limitación y torpeza de nuestras facultades. 

Y, ciertamente, bien vale la pena que nos esforcemos en investigar con la más esmerada atención los primeros principios del conocimiento humano, que los examinemos y analicemos bajo todos sus aspectos, entre otras razones por haber cierto fundamento para pensar que las dificultades y obstáculos que halla la mente en su búsqueda de la verdad no provienen de oscuridad o complejidad en las cosas mismas que investiga, ni de la natural debilidad y limitación de las facultades cognoscitivas, sino más bien de haber tomado como seguros puntos de partida ciertos principios falsos que debieran haberse desterrado. 

V.  

Tarea es ésta en verdad difícil y desalentadora, si se tiene en cuenta que, antes que yo, muchísimos hombres de extraordinario talento han tenido el mismo propósito y sin resultado alguno. Me da, sin embargo, cierta esperanza el pensar que una visión de largo alcance no es siempre la más clara; mientras que los ojos forzados a mirar siempre de cerca pueden quizá mediante un examen minucioso descubrir detalles que hayan escapado a la observación de una vista mejor. 

VI.  

Una de las principales causas de error en todos los órdenes del conocimiento. 

A fin de preparar la mente del lector para la más fácil comprensión de cuanto voy a exponer, me parece oportuno sentar por vía de introducción una premisa relativa a la naturaleza del lenguaje y al abuso que de él se hace. 

Aclarar este punto me conduce en cierto modo a adelantar mi propósito, señalando lo que en mi opinión ha tenido una parte principalísima en el entorpecimiento de toda especulación y que ha producido innumerables errores y perplejidades en todas las ramas del saber. 

Pues bien, la causa de todo ha sido el suponer o dar como sentado el que la mente pueda elaborar ideas abstractas o nociones de las cosas. 

El que tenga un conocimiento somero nada más de la diversidad de doctrinas y de las discusiones entre los filósofos reconocerá sin esfuerzo que una parte no pequeña de semejantes cuestiones versa sobre ideas abstractas. 

Estas ideas se consideran como el objeto específico de las ciencias llamadas Lógica y Metafísica, y en general de todas aquellas disciplinas que se consideran como las más abstractas y sublimes de entre las ciencias: en todas ellas se trata todo género de cuestiones, dando por seguro que la mente posee ideas abstractas y que las conoce y domina perfectamente. 

VII

Acepción propia de la abstracción. 

Todos convienen en afirmar que las cualidades o modos de las cosas no existen realmente aisladas por sí mismas, separadas de todas las demás, sino que se interfieren recíprocamente y en cierto modo se reúnen en diferentes combinaciones en cada objeto. Y se afirma que nuestra mente, gracias a la aptitud que posee de considerar cada cualidad por separado, con abstracción de todas las demás a las cuales va unida, elabora para un acervo interno las ideas abstractas. 

Por ejemplo: la vista percibe un objeto extenso coloreado y en movimiento; esta idea mezclada o compuesta es descompuesta por la mente en sus elementos constitutivos y simples; y al considerar cada uno de éstos separado de los demás, forma las ideas abstractas de extensión, color y movimiento. Mas no en el sentido de que sea posible la existencia del color y del movimiento sin la extensión, sino en cuanto que la mente, por abstracción, puede forjarse la idea del color prescindiendo del movimiento y de la extensión, y la idea del movimiento sin atender ni a la extensión ni al color. 

VIII.   

De la generalización.  

Prosiguiendo este análisis, veremos que al observar la mente determinados objetos extensos percibidos por los sentidos, halla en ellos algo que es común y semejante en todos y algo que es particular de cada uno, como tal o cual figura, esta o aquella magnitud, y que los distingue a unos de otros; si toma sólo en cuenta y considera aparte aquello que es común, viene a formarse una idea más abstracta de la extensión, que no es precisamente la línea, la superficie o el volumen, sino una idea que por entero prescinde de esas particularidades. De igual manera, la mente, si prescinde en los colores percibidos por el sentido de lo que es peculiar de cada color y lo distingue de los demás, y retiene sólo lo que es común a todos ellos forma entonces una idea de color en abstracto, que no es ni el rojo, ni el azul, ni el blanco, ni ningún color determinado. De modo semejante, al considerar el movimiento no sólo con abstracción del cuerpo que se mueve sino también de las demás particularidades, como son velocidad, dirección, trayectoria, etc., resulta la idea abstracta de movimiento, cualesquiera que sean las circunstancias con que el sentido los haya percibido. 

IX.  

De la composición. 

Y así como la mente se elabora sus ideas abstractas de las cualidades o modos, de análoga manera, con la misma precisión y separación mental, adquiere las ideas abstractas de seres más complicados, que implican la coexistencia de diferentes cualidades.. 

Por ejemplo: observando que Pedro, Santiago y Juan se parecen entre sí por ciertos caracteres que les son comunes, como la forma, aspecto y otros, nuestra mente, en la idea compuesta o compleja que tiene de Pedro o de Santiago o de cualquier otro hombre, deja a un lado lo que es peculiar de cada uno y se queda tan sólo con lo que es común a todos, formándose así una idea abstracta y general que conviene a todos los hombres y que prescinde de todas las circunstancias y diferencias que pudieran ligarla a una existencia individual. 

Así es como se llega a la idea de hombre, o si se prefiere, a la de humanidad o naturaleza humana; en la cual va ciertamente incluido el color, pues no hay hombre que de él carezca, pero no es un color determinado, blanco o negro, ya que no hay color alguno que convenga a todos los seres humanos. También incluye dicha idea de humanidad la estatura, pues todos los hombres no tienen una u otra; pero no es ni elevada, ni baja, ni mediana, sino algo que prescinde de estas particularidades. Y así de todo lo demás. 

Más aún: puesto que existe gran variedad de otras criaturas que participan en ciertos aspectos, pero no en todos, de las cualidades que tiene el complejo hombre, la mente, sin atender a lo que es peculiar de todos los hombres, retiene sólo lo que es común a todos los seres vivientes, y así adquiere la idea de animal, que abstrae no sólo de los individuos humanos, mas también de los pájaros, de las fieras, de los peces, etc. 

Los elementos que integran la idea abstracta de animal son el cuerpo, la vida, la sensibilidad y el movimiento espontáneo. Al decir cuerpo, no significamos ninguno en particular, de tal forma o configuración, ya que no hay ninguna que sea común a todos los cuerpos; tampoco damos a entender si está cubierto de pelo, o de plumas, o de escamas, o si es de piel desnuda; puesto que el pelo, las plumas, las escamas, la piel desnuda son caracteres que distinguen a determinados animales, y por lo tanto no pueden entrar en la idea abstracta de animal. 

Análogamente, cuando hablamos de movimiento espontáneo, no nos referimos ni a la marcha, ni al vuelo, ni a la reptación: significamos sólo el movimiento en abstracto, si bien no es fácil concebir qué sea este movimiento.  

X.

Dos objeciones contra la existencia de las ideas abstractas. 

Si otros tienen esta maravillosa facultad de abstraer sus ideas, ellos podrán decirlo; en cuanto a mí, reconozco que puedo imaginar o representarme las ideas de las cosas particulares que he percibido y de combinarlas o separarlas de muy diversas maneras. Puedo imaginar un hombre con dos cabezas, o la parte superior de un cuerpo humano unida a un cuerpo de caballo; y puedo considerar en abstracto, o separados del cuerpo, un ojo, una nariz, una mano. Pero sea cualquiera el ojo o mano que yo imagine, siempre tendrán determinada forma y color. De igual modo, la idea que yo me forme de hombre ha de ser de un hombre blanco, o negro, o moreno; derecho o encorvado; alto, bajo o de mediana estatura. 

Por mucho que se esfuerce mi pensamiento, no puedo concebir la idea abstracta de hombre tal como antes la he descrito. 

También me es imposible formarme la idea abstracta del movimiento prescindiendo del cuerpo que se mueve, esto es, de un movimiento que no sea ni lento ni rápido, de trayectoria ni curvilínea ni rectilínea. Lo mismo digo de cualesquiera otras ideas abstractas. 

Si he de hablar sinceramente, reconozco en mí la aptitud de abstraer en cierto sentido, como sucede al considerar determinadas partes o cualidades separadas de otras con las cuales coexisten en algún objeto, y sin las cuales es posible tengan existencia real. 

Pero lo que no admito es que pueda abstraer una de otra, o concebir separadamente aquellas cualidades que es imposible puedan existir aisladas; ni tampoco que pueda forjarme ideas generales por abstracción de las particulares, en la forma antes expresada. Tales son las acepciones propias de la abstracción. 

Y con fundamento puedo suponer que otros hombres se hallarán en el mismo caso que yo. 

La mayoría de los seres humanos, en general sencillos e iletrados, nunca aspira a las nociones abstractas. 1) Se dice que éstas son difíciles, que no pueden adquirirse sin esfuerzo y estudio: de ser ello cierto, habríamos de concluir que tales ideas abstractas son patrimonio exclusivo de los sabios. 

XI.

Examinaré ahora los argumentos que pueden alegarse en defensa de la doctrina de la abstracción, y trataré de descubrir qué es lo que ha inclinado a los hombres especulativos a adoptar una opinión que parece estar tan apartada del sentido común. 

Mucho prestigio ha dado a esta doctrina un filósofo  moderno, de merecida estima, quien, al parecer, sostiene que la más notable diferencia intelectual entre el hombre y los animales irracionales es la facultad que aquél posee de elaborar ideas abstractas generales. 

"El poder tener ideas generales -dice- es lo que establece una perfecta y marcada distinción entre el hombre y los brutos, y constituye una aptitud excelente que las facultades de los brutos en manera alguna han alcanzado. Pues es cosa evidente que en ellos no se aprecian siquiera huellas de que hagan uso de signos generales para apreciar ideas universales. De lo cual fundadamente podemos concluir que carecen de la facultad de abstraer o de elaborar ideas generales, puesto que no hacen uso de palabras ni de otros signos genéricos". Y más adelante añade: "Por lo cual, en mi concepto, podemos suponer que en ello estriba la diferencia específica entre hombres y brutos, la que de ellos hace grupos separados por entero, y en definitiva señala la amplia divisoria entre unos y otros. Ya que si, hablando en términos absolutos, se puede admitir que tienen algunas ideas (pues no son meras máquinas, como algunos han pretendido), no podemos negar que hasta cierto punto gocen de razón. Para mí es tan evidente que algunos de ellos en determinadas circunstancias razonan, como que tienen percepciones sensitivas; pero solo se extiende su característico razonamiento a ideas particulares, tal como se las ofrecen los sentidos. Los más aventajados de ellos están, a mi parecer, confinados dentro de los estrechos límites de sus percepciones sensoriales, sin poder dar a éstas mayor amplitud por abstracción de ningún género". (Ensayo sobre el entendimiento humano, libro II, cap. XI, secciones 1 y 11). 

Estoy muy de acuerdo con este ilustrado filósofo, de merecido renombre, en que las facultades de los brutos no llegan en manera alguna a la abstracción. Pero si ésta ha de ser la propiedad característica de esos animales, me temo que muchos de los que pasan por hombres habrán de ser contados en el número de aquéllos. 

En efecto, la razón que aquí se aduce para suponer que los brutos carecen de ideas abstractas es el no ver en ellos el uso de la palabra ni de otros signos universales; lo cual se funda en el supuesto de que el uso de la palabra implica la posesión de ideas generales. De ahí se sigue que el hombre, por estar dotado de lenguaje, es capaz de abstraer o de generalizar sus ideas. 

Que éste sea el sentido del argumento aducido por el autor se verá más adelante al comentar la respuesta que él mismo da a la pregunta que en otra parte hace: "Puesto que todas las cosas que existen son particulares, ¿cómo es que nos gobernamos por términos generales?" A lo que responde: "Las palabras adquieren sentido general porque se convierten en signos de ideas generales" (Ensayo sobre el entendimiento humano, lib. III, cap. III, sec. 6). 

Más bien parece, sin embargo, que 2) una palabra adquiere sentido general por convertirse en signo no de una idea general abstracta, sino de varias ideas particulares,  cualquiera de las cuales puede indistintamente sugerir a la mente mediante la palabra. 

Por ejemplo: cuando se dice que el cambio en el movimiento es proporcional a la fuerza comunicada, o que todo lo que tiene extensión es divisible, estas proporciones se han de entender del movimiento y de la extensión en general. Y, sin embargo, no se sigue de ello que tales afirmaciones sugieran a la mente sólo la idea de movimiento sin un cuerpo que se mueva en cierta dirección y con determinada velocidad, ni sólo la idea de extensión en general, que no sea línea, blanca, o encarnada, o de otro color cualquiera. 

Únicamente se significa que en todo movimiento, lento o rápido, de dirección vertical, horizontal u oblicua, sea cualquiera el cuerpo que se mueve, se cumple el axioma enunciado. Y en análogo sentido se ha de interpretar el segundo axioma, refiriéndolo a cualesquiera de las clases de extensión, línea, superficie o volumen, y de cualquier magnitud y figura que fuere. 

XII.

La existencia de ideas generales. 

Observando cómo las ideas se hacen generales, podemos comprender mejor cómo se generalizan las palabras. De paso, quiero hacer notar que no niego en absoluto la existencia de ideas generales: lo que no puedo admitir es que existan ideas generales abstractas. Pues en los pasajes citados, dondequiera que se hace mención de las ideas generales, se supone siempre que éstas se han formado del modo descrito anteriormente en los párrafos VIII y IX de esta Introducción. 

Ahora, si tratamos de dar significado a nuestras palabras, hablando únicamente de lo que podemos concebir, se reconocerá sin dificultad que una idea, de suyo particular, pasa a ser general cuando se la hace representar o se la toma en lugar de otras ideas particulares del mismo tipo. 

Aclaremos lo dicho con un ejemplo: supóngase que un geómetra quiere demostrar el método para dividir una línea en dos partes iguales: traza con tinta negra una línea de una pulgada de longitud. Semejante trazo, que de suyo no es más que una línea particular, es, sin embargo, general en cuanto a lo que significa, pues se la toma para representar todas las líneas particulares, cualesquiera que sean; y asi, lo que se demuestre de aquél, quedará demostrado de todos, o sea, de la línea en general. 

Y del mismo modo que esa línea particular se convierte en general al hacerse de ella un signo, así también el nombre línea, que tomado en absoluto es particular, al ser un signo se convierte en general Y así como la primera debe su generalidad al hecho de ser signo, no de una línea general y abstracta sino de todas las rectas particulares que puedan existir, de la misma manera hay que pensar que el signo o palabra con que designamos el trazo hecho deriva su universalidad de la misma causa, es decir, de las numerosas líneas particulares que indistintamente puede designar.  

XIII.

Necesidad de las ideas abstractas según Locke. 

Para dar al lector una visión más clara de las ideas abstractas y de las diversas condiciones en que, según se afirma, no son ellas necesarias, transcribiré otro párrafo del Ensayo sobre el entendimiento humano; dice así: "Las ideas abstractas no son para los niños o personas no ejercitadas, ni tan evidentes ni tan fáciles como las particulares. Si para los adultos resultan más obvias, ello es debido a que por utilizarlas constantemente se les han hecho ya familiares. Si las consideramos atentamente, veremos que no son sino ficciones o artificios mentales, de suyo difíciles, y que no se producen tan espontáneamente como podría suponerse. ¿No requiere, por ejemplo, cierto esfuerzo e ingenio el formarse la idea general y abstracta de triángulo? (Y, a la verdad, ésta no es de las más difíciles, extensas y abstractas.) Porque en la idea de triángulo no se incluye el que sea oblicuángulo o rectánculo, ni equilátero, isósceles o escaleno; sino que el triángulo en general, tal como lo ideamos, es cada uno de éstos y ninguno de ellos a la vez. Ciertamente es algo imperfecto e insubsistente una idea en la que parcialmente se reúnen otras ideas tan insubsistentes como ella; pero hay que reconocer que nuestro entendimiento en su estado actual de imperfección tiene necesidad de tales ideas y las busca, porque le son 1) convenientes para la comunicación con los demás y 2) con el fin de ensanchar el campo de sus conocimientos; cosas ambas a las que por naturaleza se siente totalmente inclinado. 

"Y aun así hay razón para pensar que semejantes ideas son una muestra de nuestra imperfección. Al menos ello es suficiente para demostrar que las ideas más generales y abstractas no son las primeras y más fáciles que adquirimos ni las que informan nuestra mente en las primeras fases del conocimiento". (Libro IV, cap. VII, sec. 9). 

Si alguno posee la facultad de formar en su mente la idea de triángulo tal como aquí se describe, será en vano discutir con él y yo no lo intentaré. Lo que deseo únicamente es que el lector averigüe a fondo y con certidumbre si tiene tal idea o no la tiene. Cosa, a mi ver, muy fácil para cualquiera. ¿Puede haber nada más sencillo que examinar sus propios pensamientos, aunque sea ligeramente, y tratar de ver si uno mismo tiene o puede llegar a tener la idea de triángulo, según se explica en el párrafo apuntado, es decir, de un triángulo que no sea ni oblicuángulo ni rectángulo, ni equilátero, isósceles o escaleno, y que sea todo esto y nada de ello a la vez? 

XIV.  

 Las ideas abstractas no son necesarias para nuestra comunicación. 

Mucho se habla aquí de la dificultad que consigo llevan las ideas abstractas y del esfuerzo de ingenio que se necesita para su formación. Todos convienen en afirmar que se requiere una profunda labor de la mente para emancipar nuestros pensamientos de los objetos particulares y elevarlos a las sublimes especulaciones que tienen por objeto las ideas abstractas. (La consecuencia natural de todo esto parece que habrá de ser que una cosa difícil como la formación de ideas abstractas no haya de ser necesaria para la comunicación de unos con otros, ya que esto es tan fácil y familiar para todo género de personas.) 

Se añade, por lo demás, que si para un adulto resultan obvias y asequibles estas ideas, ello es debido únicamente al uso constante y familiar que de ellas hace. (Ahora me gustaría saber en qué momentos vence el hombre esta dificultad, y cuánto tiempo emplea en aprovisionarse de estos elementos tan necesarios para el discurso: no puede esto suceder cuando es adulto, porque entonces ni siquiera tiene conciencia del esfuerzo requerido; por lo tanto, hay que suponer que se adquieren las ideas abstractas durante la niñez; y por cierto en edad tan tierna ha de ser una tarea muy ardua el trabajo de elaborarlas en su multiplicidad tan diversa). 

¿Quién no echa de ver la ingente dificultad de imaginar que un par de niños no hayan de poder hablar de sus golosinas, juguetes y chucherías hasta después de haber reunido las mil y una cosas sin valor que constituyen su mundo, para que así su entendimiento forme las ideas generales abstractas que forzosamente irán anejas a las palabras corrientes de su conversación? 

XV.   

Dichas ideas tampoco son necesarias para ampliar el conocimiento. 

De ningún modo considero necesarias las ideas generales abstractas para ensanchar el horizonte del conocimiento, como no lo son tampoco para la comunicación de unos con otros. 

Bien sabido es, y lo reconozco de buen grado, que todo conocimiento y toda demostración se apoyan en nociones universales: pero eso no quiere decir que tales nociones se formen por abstracción según el modo ya explicado. 

La universalidad no consiste, a mi entender, en una realidad absoluta y positiva o concepto puro de una cosa, sino en la relación que ésta guarda con las demás particulares, a las cuales representa o significa; en virtud de lo cual, lo mismo las cosas que las palabras y nociones, de suyo particulares, se convierten en universales. 

Así, al demostrar una proporción relativa a los triángulos, hay que suponer que tengo ante mí la idea universal de triángulo: pero ésta no se ha de entender referida a un triángulo que no sea equilátero, ni isósceles ni escaleno, sino en el sentido de que el triángulo particular que considero que sea de una clase o de otra, eso no importa- representa por igual toda suerte de triángulos rectilíneos, y en este sentido es universal. Creo que esto es bien sencillo y no implica ninguna dificultad. 

XVI.

Una objeción y su respuesta. 

Quizá alguno preguntará: ¿Cómo podemos saber que una proposición es cierta para todos los triángulos particulares sin que antes la hayamos visto demostrada u obtenida de la idea abstracta de triángulo, aplicable por igual a todos ellos? Pues parece que por el mero hecho de que una propiedad determinada se verifique en un triángulo particular no se puede seguir que se dé también en los demás triángulos que en todo no sean iguales al primero. Por ejemplo: habiendo demostrado que la suma de los tres ángulos de un triángulo es igual a dos rectos, siendo el triángulo rectángulo isósceles, de eso no puedo concluir que suceda lo mismo en todos los demás triángulos que no tienen un ángulo recto y dos lados iguales. Parece, pues, que, para estar seguro de que esta proposición es universalmente verdadera, tendríamos que hacer una demostración particular para cada triángulo particular, lo cual es imposible, o, de lo contrario, y de una vez para siempre, sacar y obtener tal demostración de la idea abstracta de triángulo, que a todos conviene por igual y a todos igualmente representa. 

A lo que respondo que aunque la idea que tengo presente cuando hago la demostración sea, por ejemplo, la idea de un triángulo rectángulo isósceles, cuyos lados son de una longitud determinada, puedo, sin embargo, tener la certeza de que tal demostración es válida para todos los triángulos rectilíneos, de cualquier especie y magnitud que sean. Y eso es así porque ni el ángulo recto, ni la igualdad, ni la longitud de los lados se tienen para nada en cuenta al hacer la demostración. Es cierto que en el esquema que yo imagino se dan esas circunstancias particulares, pero de ellas no se hace la más ligera mención al desarrollar la demostración. 

Decimos que los tres ángulos suman dos rectos, pero no porque haya en aquel triángulo un ángulo recto ni porque sean iguales los lados que lo forman: lo cual suficientemente prueba que dicho ángulo podría ser oblicuo y de lados desiguales, y a pesar de ello subsistiría válidamente la demostración. 

Y ésta es la razón de que podamos aplicar a un triángulo oblicuángulo o escaleno lo demostrado para otro rectángulo isósceles; pero no por haber hecho la demostración a partir de la idea abstracta de triángulo. 

(De paso haré notar que cualquiera puede reconocer una figura como triángulo sin tener en cuenta las cualidades particulares de sus ángulos o la relación de sus lados: hasta eso llega la abstracción; pero esto nunca probará que se pueda elaborar una idea general de triángulo, abstracta e inconsistente. Del mismo modo podremos considerar en Pedro sólo su condición de hombre [y no de tal hombre], o sólo la de animal, sin que por ello tengamos que formar la idea abstracta de hombre o de animal, por cuanto no se tiene en cuenta lo que se percibe.)  

XVII.   

Ventaja que puede traer la investigación sobre la doctrina de las ideas generales abstractas. 

Sería tarea tan inacabable como inútil seguir a los hombres de la escuela, a esos grandes maestros de la abstracción, a través de los complicados e inextricables laberintos de discusiones y errores a que los ha conducido su teoría de las naturalezas y nociones abstractas. Cosa es de todos conocida, y por lo mismo no insistiré en ello, el gran número de pendencias y controversias, la erudita polvareda que han levantado estas cuestiones y el provecho escasísimo que de ahí ha surgido para el género humano. Y aun podría esto pasar, si los perniciosos efectos de esta doctrina se hubieran quedado confinados entre los que declaradamente la profesan. 

Pero cuando se consideran los esfuerzos, el trabajo y los talentos que por tantos siglos se han desperdiciado en perjuicio del cultivo y avance de la ciencia, y que a pesar de todo han quedado los mismos sabios en su mayoría llenos de obscuridad e incertidumbre; cuando se consideran las disputas sin fin que han surgido, que aun aquellas teorías que parecían apoyadas en las más claras y convincentes demostraciones envuelven paradojas del todo irreconciliables con la razón humana, y que tomadas en conjunto nos han reportado (muy pocas de ellas) un menguado beneficio no pasando de mero entretenimiento y diversión intrascendente, la consideración de todo esto, digo, es suficiente para sumir a los partidarios de esta doctrina en el mayor desaliento, en el más perfecto hastío de todo estudio. 

Podrá esto subsanarse echando una ojeada a los falsos principios que en el mundo han prevalecido, entre los cuales ninguno, a mi juicio, ha ejercido más perniciosa influencia sobre la mente de los especuladores que el de las ideas generales abstractas. 

XVIII.   

Estudiaré ahora el origen de esta falsa noción predominante, que, según yo creo, es el lenguaje. Y a la verdad, sólo una causa tan poderosa y de no menor alcance que la razón misma ha podido dar pie a una opinión tan universalmente recibida. 

Que esto es así lo demuestra, entre otras cosas, la ingenua confesión de los más destacados paladines de las ideas abstractas, los cuales reconocen que dichas ideas son elaboradas precisamente para dar nombre a las cosas: de donde claramente se sigue que, de no existir el signo universal del lenguaje, jamás se hubiera pensado en las ideas abstractas. (Véase el Libro III, cap. IV, sec. 39 y otros muchos lugares del Ensayo sobre el entendimiento humano).  

Examinemos, pues, la manera en que las palabras han contribuido a extender el error. En primer lugar  se prejuzga que toda palabra tiene o ha de tener una sola significación, precisa y limitada; y esto inclina a pensar que existen ciertas ideas abstractas y determinadas que constituyen el verdadero y único sentido inmediato de cada nombre, y que por medio de estas ideas abstractas un nombre genérico es aplicable a muchas cosas particulares. 

Pero la verdad es que no hay tal significación precisa y determinada de cada palabra, pues todas ellas representan indiferentemente un gran número de ideas particulares. 

Todo este falso raciocinio es consecuencia de lo ya dicho, y claramente lo comprenderá cualquiera por una sencilla consideración. (Se podrá objetar que todo nombre, por el mero hecho de ser definido, queda restringido a una determinada significación.) 

Por ejemplo: el triángulo se define como una superficie plana comprendida por tres lineas rectas; con lo cual la palabra triángulo se ciñe a significar cierta idea determinada y no otra. A lo que respondo que en la definición no se dice si tal superficie (triangular) es grande o pequeña, blanca o negra; ni se atiende a la mayor o menor longitud de los lados, ni a si éstos son iguales o desiguales, como tampoco a los ángulos que forman, en todo lo cual puede haber gran variedad y, por consiguiente, no hay idea determinada alguna que limite la significación de la palabra triángulo. Una cosa es conservar una palabra para la misma definición, y otra hacerla siempre valedera para la misma idea: lo primero es necesario; lo segundo es inútil e imposible. 

XIX.

En segundo lugar, para comprender mejor cómo las palabras han traído al campo de la filosofía la doctrina de las ideas abstractas, basta observar cómo es opinión admitida que el objeto del lenguaje no es otro que la comunicación de nuestras ideas, y que por lo tanto todo nombre significante representa una idea. Siendo esto así y siendo igualmente cierto que los nombres, aunque no se juzgan totalmente insignificantes, no señalan siempre ideas particulares concebibles, se sigue forzosamente que esas palabras representan nociones abstractas. Nadie negará, en efecto, que entre los hombres de ciencia está en uso multitud de términos que no sugieren la menor idea particular a los profanos. Y con un poco de atención echaremos de ver que no es necesario, ni aún en el más riguroso razonamiento, que los nombres significativos que representan ideas provoquen en el entendimiento cada vez que se les emplea, aquellas ideas que han venido a representar. 

Puesto que, en la lectura y en el discurso, los nombres, en su mayor parte, se emplean como las letras en álgebra, donde aun representando cada letra una cantidad determinada, sin embargo no es obligado que a la inteligencia se hagan presentes tales cantidades en cada uno de los pasos de la demostración. 

XX.

Algunos de los fines que tiene el lenguaje.  

Aparte de todo esto, la comunicación de las ideas indicadas por las palabras no es el único ni el principal de los fines que tiene el lenguaje, como corrientemente se supone. Existen otros fines, como el suscitar una pasión, inducir a un acto determinado o disuadir de él, colocar la mente en una determinada disposición; para los cuales, lo primero, o sea la comunicación, en muchos casos es solamente auxiliar, y a veces se prescinde de ella por completo si puede lograrse sin ella, como ocurre con frecuencia en el uso familiar del lenguaje. 

Invito al lector a que reflexione sobre sí mismo y observará que, muchas veces, al oír o leer algún discurso, se despiertan en su mente los sentimientos de temor, amor, odio, admiración, desprecio, y otros semejantes, a la simple percepción de ciertas palabras y sin que surjan entre ellas ideas. 

Al principio, indudablemente, las palabras han podido ocasionar ideas aptas para descubrir tales emociones, pero, si no me engaño, fácil es descubrir, cuando el lenguaje se ha hecho familiar, que la audición de los sonidos o la visión de los caracteres va inmediatamente seguida, por lo general, de aquellas pasiones, prescindiendo de toda idea originaria, en tanto que al principio tuvieron que ser producidas con la intervención de ideas. 

¿No nos impresiona, por ejemplo, la promesa o esperanza de una cosa buena, aun cuando no tengamos la menor idea de lo que ello pueda ser? Y la amenaza de un peligro ¿no es suficiente para provocar en nosotros el miedo, aun sin saber concretamente qué daño nos puede sobrevenir y aunque no tengamos idea de lo que es peligro en abstracto? 

Cualquiera que ligeramente reflexione sobre lo que acabo de decir se convencerá de que los nombres generales se usan con toda propiedad en el lenguaje corriente, sin que el que habla intente despertar en el que le escucha el conjunto de sus propias ideas. 

Hasta los nombres propios se emplean muchas veces sin el designio de que nos traigan a la mente la idea particular de los individuos que se suponen son designados por ellos. Por ejemplo, si un escolástico me replica: "Aristóteles lo ha dicho", entiendo que con ello quiere disponer mi ánimo a aceptar su opinión por deferencia a la autoridad que por costumbre se atribuye a aquel hombre. Y este efecto se consigue tan de inmediato en aquellos que se han acostumbrado a resignar su juicio ante la autoridad de dicho filósofo, que no ha podido haber lugar a que se despertara idea alguna ni de su persona, ni de sus escritos ni de su reputación.   

Podría aducir innumerables ejemplos de esta clase; pero ¿a qué insistir en cosas que cada uno puede comprobar por su propia experiencia? 

XXI.   

Precaución necesaria en el uso del lenguaje. 

Creo suficientemente demostrada 1) la imposibilidad de las ideas abstractas; hemos expuesto también 2) lo que en favor de ellas han dicho sus más conspicuos defensores, haciendo ver que no son necesarias para los fines que se les asignan; por último, 3) las hemos seguido hasta la fuente de donde dimanan, que parece ser el lenguaje. 

No se puede negar que las palabras son de una utilidad muy apreciable; mediante ellas, en efecto, todos podemos tener a la mano y hacer nuestros los conocimientos que se han adquirido a través de las edades y en todos los países por las investigaciones más infatigables. 

Pero al mismo tiempo hay que reconocer que muchísimos de esos conocimientos han quedado embrollados y oscurecidos por el abuso de las palabras y por la forma en que se ha querido darlos a entender.  

Así, pues, ya que las palabras pueden tan fácilmente inducir a error al entendimiento,  siempre que yo hable de las ideas trataré de considerarlas pura y simplemente alejando de mi pensamiento cuanto me sea posible aquellos nombres que un uso constante ha hecho ir unidos a ellas. De lo cual espero se seguirán las siguientes ventajas: 

XXII.   Primero: estaré seguro de haberme desembarazado de controversias puramente verbales, cuya cizaña en todas las ciencias ha sido la remora principal para el desarrollo de todo conocimiento sólido y verdadero. 

Segundo: éste será el medio más atinado de librarme de la red finísima y sutil de las ideas abstractas que tan lastimosamente han confundido y embrollado las mentes de los hombres, con la circunstancia singular de que cuanto más agudo y curioso era el ingenio de un hombre, tanto más fácilmente quedaba atrapado en el lazo. 

Tercero: mientras mi pensamiento se limite a las ideas despojadas de toda palabra, no creo pueda caer fácilmente en el error. Los objetos que considero los conozco clara y adecuadamente: no me puedo engañar pensando que tengo una idea que en realidad no poseo. Ni me será posible imaginar que mis ideas son semejantes o diferentes si en realidad no lo son. Para conocer la conformidad o discrepancia que pueda haber entre ellas, para ver qué ideas van incluidas en otra idea compuesta y cuáles no, simplemente me basta una percepción atenta de lo que sucede en mi propio entendimiento. 

XXIII.   Pero el conseguir todas estas ventajas presupone una total independencia del espejismo de las palabras; lo que a duras penas espero de mí mismo: tan difícil es romper el vínculo entre ideas y palabras, que muy temprano se inició en la historia del pensamiento y que a través de los siglos ha quedado confirmado por un hábito universal. Dificultad considerablemente acrecida con la doctrina de la abstracción. Pues mientras el hombre creyó que las ideas abstractas iban anejas a las palabras, no era de extrañar que sus elucubraciones y disputas versaran sobre palabras más que sobre ideas, ya que era prácticamente imposible dejar a un lado la palabra para retener en la mente sólo la idea abstracta, de suyo inconcebible. 

Esta me parece haber sido la causa principal del fracaso de aquellos maestros que enfáticamente recomendaron se prescindiera de los términos en la investigación filosófica, atendiendo sólo a la idea pura, pues tampoco ellos pudieron conseguirlo. 

Recientemente han sido muchos los que se han dado cuenta de las absurdas y minúsculas discusiones que origina el abuso de las palabras; y para salir al paso de tales inconvenientes han insistido repetidamente en recomendar la misma precaución, a saber, considerar las ideas sin parar la atención en los términos utilizados para significarlas. 

Mas a pesar de estos excelentes consejos, ellos no han podido seguirlos, por dejarse llevar de estos dos prejuicios: primero, suponer que el fin inmediato de las palabras es significar las ideas; y segundo, creer que la significación primordial de los nombres genéricos es una idea abstracta, determinada. 

XXIV.   Una vez reconocidos estos errores, ya es más fácil prevenirse contra el engaño de las palabras. Pues el que sabe que no posee otra cosa sino ideas particulares no se creará inútiles complicaciones para hallar y concebir la idea abstracta vinculada a un hombre. Y el que está persuadido de que las palabras no siempre representan ideas se ahorrará el trabajo de buscarlas allí donde no es posible encontrarlas. 

Sería, por tanto, de desear que todos se esforzaran en adquirir una visión clara de las ideas que han de considerar, desembarazándolas de todo ropaje y estorbo de las palabras, que en tan grande manera contribuyen a cegar el juicio y dividir la atención. 

En vano dirigimos nuestra vista a los cielos y escudriñamos las entrañas de la tierra; en vano consultamos los escritos de los sabios y rastreamos las oscuras huellas de la antigüedad: bástanos descorrer el velo de las palabras para descubrir el árbol hermosísimo del conocimiento, cuyo fruto, el más excelente, lo tenemos al alcance de la mano. 

XXV.   Si no tomamos la precaución de considerar tos primeros principios y confusión de palabras, nos exponemos a que los razonamientos que desarrollemos, por maravillosos y magníficos que nos parezcan, estén inficionados de falsedad y no nos sean de resultado alguno: sacaremos indefinidamente consecuencias de otras consecuencias, pero no habrá adelantado un punto nuestra ciencia. Cuanto más avancemos, más irremediablemente nos veremos perdidos en el intrincado laberinto de errores y dificultades a que nos habrá conducido el abuso de las palabras. 

Por lo tanto, a todo el que se proponga leer las siguientes páginas le encarezco sobremanera que tome mis palabras como ocasión de su propio pensar y se esfuerce por seguir en la lectura la ilación de los pensamientos que yo expongo. De esta suerte le será fácil descubrir la verdad o falsedad de lo que digo. No se verá en el peligro de que mis palabras le engañen; y ni siquiera se comprende pueda caer en error, si se limita a considerar sus propias ideas, desnudas, como son, sin ningún disfraz.

  

PRINCIPIOS DEL CONOCIMIENTO HUMANO 

 

I.   Los objetos del conocimiento humano.

Es evidente para quienquiera que haga un examen de los objetqs del conocimiento humano que éstos son: o ideas impresas realmente en los sentidos, o bien percibidas mediante atención a las pasiones y las operaciones de la mente; o, finalmente, ideas formadas con ayuda de la imaginación y de la memoria, por composición y división o, simplemente, mediante la representación de las ideas percibidas originariamente en las formas antes mencionadas. 

La vista me da idea de la luz, del color en sus diferentes grados, variaciones y matices. Mediante el tacto percibo, por ejemplo, lo blanco y lo duro, el calor y el frío, el movimiento y la resistencia, y de todo esto el más y el menos, bien como cantidad o como grado. El olfato me depara olores; el paladar, sabores; y el oído lleva a la mente los sonidos con sus variados tonos y combinaciones. 

Y cuando se ha observado que varias de estas ideas se presentan simultáneamente, se viene a significar su conjunto con un nombre y ese conjunto se considera como una cosa. Así, por ejemplo, observamos que van en compañía un color, gusto y olor determinados junto con cierta consistencia y figura: todo ello lo consideramos como una cosa distinta: significada por el nombre de manzana. 

Otros conjuntos de ideas constituyen la piedra, el árbol, el libro y las demás cosas sensibles; conjuntos que, siendo placenteros o desagradables, excitan en nosotros las pasiones de amor, de odio, de alegría, de pesar y otras.

 

II.   Mente-espiritu-alma. 

Además de esta innumerable variedad de ideas u objetos del conocimiento, existe igualmente algo que las conoce o percibe y ejecuta diversas operaciones sobre ellas, como son el querer, el imaginar, el recordar, etcétera. Este ser activo que percibe es lo que llamamos mente, alma, espíritu, yo. Con las cuales palabras no denoto ninguna de mis ideas, sino algo que es enteramente distinto de ellas, dentro de lo cual existen; o, lo que es lo mismo, algo por lo cual son percibidas; pues la existencia de una idea consiste simplemente en ser percibida.

 

III.   El alcance del asentimiento del vulgo. 

Que ni nuestros pensamientos, ni las pasiones, ni las ideas formadas por la imaginación pueden existir sin la mente, es lo que todos admiten. 

Y, a mi parecer, no es menos evidente que las varias sensaciones o ideas impresas, por complejas y múltiples que sean las combinaciones en que se presenten (es decir, cualesquiera que sean los objetos que así formen), no pueden tener existencia si no es en una mente que las perciba. Estimo que puede obtenerse un conocimiento intuitivo de esto por cualquiera que observe lo que significa el término existir cuando se aplica a las cosas sensibles. Así por ejemplo, esta mesa en que escribo, digo que existe, esto es, que la veo y la siento; y si yo estuviera fuera de mi estudio, diría también que ella existía, significando con ello que, si yo estuviera en mi estudio, podría percibirla de nuevo, o que otra mente que estuviera allí presente la podría percibir realmente.  

Cuando digo que había un olor, quiero decir que fue olido; si hablo de un sonido, significo que fue oído; si de un color o de una figura determinada, no quiero decir otra cosa sino que fueron percibidos por la vista o el tacto. 

Es lo único que permiten entender ésas o parecidas expresiones. Porque es incomprensible la afirmación de la existencia absoluta de los seres que no piensan, prescindiendo totalmente de que puedan ser percibidos. Su existir consiste en esto, en que se los perciba; y no se los concibe en modo alguno fuera de la mente o ser pensante que pueda tener percepción de los mismos.

 

IV.   La opinión vulgar implica una contradicción. 

Es ciertamente extraño que haya prevalecido entre los hombres la opinión de que casas, montes, ríos, en una palabra, cualesquiera objetos sensibles tengan existencia real o natural, distinta de la de ser percibidos por el entendimiento. Mas, por mucha que sea la seguridad con que esto se afirme y por muy general que sea la aquiescencia con que se admita, cualquiera que en su interior examine tal aserto, hallará, si no me engaño, que envuelve una contradicción manifiesta. Pues ¿qué son los objetos mencionados sino las cosas que nosotros percibimos por nuestros sentidos, y qué otra cosa percibimos aparte de nuestras propias ideas o sensaciones? 

Y ¿no es una clara contradicción que cualquiera de éstas o cualquier combinación de ellos, puedan existir sin ser percibidas?

 

V.   Causa de este prevaleciente error. 

Examinando a fondo esta opinión que combatimos, tal vez hallaremos que su origen es en definitiva la doctrina de las ideas abstractas. Pues ¿puede haber más flagrante abuso de la abstracción que el distinguir entre la existencia de los objetos sensibles y el que sean percibidos, concibiéndolos existentes sin ser percibidos? 

La luz y los colores, el calor y el frío, la extensión y la figura, en una palabra, todo lo que vemos o sentimos, ¿qué son sino otras tantas sensaciones, nociones, ideas o impresiones sobre nuestros sentidos? ¿Y será posible separar, ni aun en el pensamiento, ninguna de estas cosas de su propia percepción? 

Ciertamente, puedo separar una cosa de ella misma. Puedo, en efecto, dividir con el pensamiento, esto es, concebir por separado cosas que por el sentido no he percibido así. Me puedo imaginar, por ejemplo, el tronco de un cuerpo humano sin las extremidades; o concebir el olor de una rosa sin pensar siquiera en esta flor: no negaré que puedo abstraer hasta este punto, si es que eso se puede llamar abstracción con propiedad, limitándola a concebir aisladamente cosas que puedan existir o ser percibidas por separado. 

Sin embargo, mi poder de concepción o imaginación no se extiende más allá de la posibilidad de la existencia real o de la percepción. 

Por tanto, así como es imposible ver o sentir ninguna cosa sin la actual sensación de ella, de igual modo es imposible concebir en el pensamiento un ser u objeto distinto de la sensación o percepción del mismo.

 

VI.

Hay verdades tan obvias y tan al alcance de la mente humana que para verlas el hombre sólo necesita abrir los ojos. Tal me parece que es ésta que voy a anunciar y que considero de importancia suma, a saber: que todo el conjunto de los cielos y la innumerable muchedumbre de seres que pueblan la tierra, en una palabra, todos los cuerpos que componen la maravillosa estructura del universo, sólo tienen sustancia en una mente; su ser (esse) consiste en que sean percibidos o conocidos. Y por consiguiente, en tanto que nos los percibamos actualmente, es decir, mientras no existan en mi mente o en la de otro espíritu creado, una de dos: o no existen en absoluto, o bien subsisten sólo en la mente de un espíritu eterno; siendo cosa del todo ininteligible y que implica el absurdo de la abstracción al atribuir a uno cualquiera de los seres o una parte de ellos una existencia independiente de todo espíritu. }

Para convencerse de ello basta que el lector reflexione y trate de distinguir en su propio pensamiento el ser de una cosa sensible de la percepción de ella.

 

VII.   Segundo argumento.  

De lo dicho se sigue que no hay otras sustancias sino las espirituales, esto es, las que son capaces de percibir. 

Para demostrar esto mejor, fijémonos en que las cualidades sensibles son el color, la figura, el movimiento, el olor, el sabor y otras, es decir, las ideas percibidas por los sentidos. Ahora bien, puesto que es evidente contradicción el que exista una idea en un ser que no perciba, y ya que el tener ideas es lo mismo que percibir, y por lo tanto donde existe el color, figura, olor, y demás cualidades sensibles hay un ser que las percibe, de ello resulta claramente que no puede existir una sustancia impensante o substratum de estas ideas.

 

VIII.   Objeción y respuesta. 

Pero dirá alguno: aunque las ideas mismas no existan sin una mente que piense, con todo puede suceder que las cosas parecidas a tales ideas y de las cuales éstas son copias o semejanzas, existan prescindiendo de la mente y en una sustancia desprovista de pensamiento. 

A lo que respondo: una idea no puede ser semejante sino a otra idea; un color o figura no pueden parecerse sino a otro color o figura. Basta un ligero examen de nuestros propios pensamientos para convencernos de que es imposible concebir la semejanza sino entre nuestras propias ideas. 

Y ahora yo pregunto: estas cosas externas, supuestos originales de los que nuestras ideas serían copia o representación, ¿son perceptibles por sí mismas, o no? Si lo son, entonces ellas son ideas, lo que confirma mi tesis; y si se me dice que no lo son, desafío a que se me diga si tiene sentido afirmar que un color es semejante a algo invisible, o que una cosa dura o blanda es semejante a algo intangible; y así de lo demás. 

IX.   La noción filosófica de la materia implica contradicción.

Hay quienes distinguen las cualidades de los cuerpos en primarias y secundarías. Llaman primarias a la extensión, figura, movimiento, reposo, solidez, impenetrabilidad y número; y secundarias, a las que denotan las restantes cualidades sensibles, como son los colores, sonidos, sabores y demás. 

Reconocen que las ideas que tenemos de estas cualidades secundarias no son semejanzas de algo que pueda existir sin la mente o sin ser percibido; pero sostienen que nuestras ideas de las cualidades primarias son modelos o imágenes de cosas que existen con independencia de la mente en una sustancia no pensante, a la que llaman materia. 

De donde se sigue que por materia debemos entender una sustancia inerte, carente de sentidos, en la cual subsisten realmente la extensión, la figura y el movimiento. 

Pero, según lo dicho, es evidente que la extensión, figura y movimiento no son más que ideas que existen en la mente; y como una idea sólo puede semejarse a otra idea, resulta que ni estas ideas ni sus arquetipos u originales pueden existir en una sustancia que no perciba. 

Lo que demuestra que la propia noción de eso que se llama materia o sustancia corpórea implica contradicción en sí misma.

 

X.   "Argumentum ad hominem". 

Los que afirman que la figura, movimiento y demás cualidades primarias existen con independencia de la mente en sustancias no pensantes, admiten que no sucede lo mismo con el color, sonido, calor, frío y otras cualidades secundarias, las cuales, según ellos, son sensaciones que sólo existen en la mente; dependiendo y ocasionándose por la diversidad de tamaño, estructura y movimiento de diminutas partículas de materia. 

Esto lo tienen como indubitable y aun pretenden haberlo demostrado con toda evidencia. 

A lo cual se puede replicar que si se admite que las cualidades primarias van inseparablemente unidas con las demás cualidades sensibles y ni siquiera con el pensamiento se pueden disgregar de ellas, forzoso sería concluir que sólo existen en la mente. Que pruebe cualquiera a ver si puede, mediante la abstracción mental, concebir la extensión y movimiento de un cuerpo con entera independencia de las demás cualidades sensibles. 

Por mi parte confieso que no está en mi poder el forjarme la idea de un cuerpo extenso y en movimiento sin atribuirle algún color y alguna de las otras cualidades que se admite existen sólo en la mente. 

En una palabra, la extensión, figura y movimiento no pueden concebirse sin las demás cualidades sensibles. O dicho en otros términos: donde se hallen las cualidades secundarias, las sensibles, tienen que encontrarse también las primarias, esto es, en la mente y no en otra parte.

 

XI.   Segundo "argumentum ad hominem". 

Se admite que las ideas de lo grande y de lo pequeño, de la rapidez y de la lentitud, existen sólo en la mente y son del todo relativas, dependiendo de las variaciones en la estructura o posición de los órganos sensoriales. Por lo tanto, la extensión, que, según se afirma, existe con independencia de la mente, no es ni grande ni pequeña; y de igual modo el movimiento no es ni lento ni rápido: es decir, que no son nada en absoluto. Pero se dirá que existen la extensión en general y el movimiento en general: esto demuestra hasta qué punto la doctrina de las sustancias extensas y móviles, con existencia extramental, reconoce por fundamento la extraña teoría de las ideas abstractas. 

Para responder a esto, sólo haré notar cómo la imprecisa y vaga descripción que de las sustancias corpóreas hacen los filósofos modernos de acuerdo con sus principios, es en todo semejante a la anticuada y ridícula noción de materia prima que se encuentra en Aristóteles y sus seguidores. 

Sin la extensión es inconcebible la solidez o la consistencia; y puesto que ya se ha demostrado que la extensión no existe en las sustancias no pensantes, lo mismo se ha de decir de la consistencia o solidez.

 

XII.  

Que el número es una creación de la mente aun cuando se admitiera la existencia extramental de las demás cualidades, es cosa que con evidencia se comprenderá si se tiene en cuenta que una misma cosa puede tener diferente denominación numérica, según el punto de vista en que se coloque la mente. 

Así, una misma longitud se puede representar por el número uno, por el tres y por el treinta y seis, según que la mente la considere con relación a la yarda, al pie o a la pulgada. 

El número es cosa tan evidentemente relativa y dependiente del entendimiento humano, que resulta extraño pensar que nadie haya podido atribuirle existencia real fuera de la mente. Decimos, por ejemplo, un libro, una página, una línea: todo unidades, por más que una de ellas contiene a varias de las otras. Y en cualquier otro caso es evidentísimo qué unidad hace referencia a una reunión determinada de ideas, elegidas con arbitrariedad por la mente para considerarlas en su conjunto.

 

XIII.   

Sé que algunos sostienen que la unidad es una idea simple, o no compuesta, que acompaña a las demás ideas dentro de la mente. A la verdad, yo no encuentro en mí semejante idea correspondiente a la palabra unidad; y de seguro que si la tuviera la encontraría y sería la más familiar para mi entendimiento, ya que, según se dice, acompaña a las demás ideas, y por lo mismo tendría que ser percibida por todas las vías de la sensación y de la reflexión. Pero no es así, lo que significa que es una idea abstracta.

 

XIV.   Tercer "argumentum ad hominem". 

Añadiré a lo dicho que, de la misma manera que algunos filósofos modernos prueban que ciertas cualidades sensibles no tienen existencia en la materia, es decir, sin la mente, lo mismo se puede demostrar de todas las demás cualidades sensibles. 

Así, por ejemplo, se afirma que el calor y el frío son afecciones de la mente y no copias o imágenes de cosas reales que existen en las sustancias corpóreas, pues un mismo cuerpo que una mano encuentra frío la otra lo puede sentir caliente. Pues bien, ¿por qué no hemos de concluir igualmente que la extensión y la figura no son copias o semejanzas de cualidades existentes en la materia, ya que un mismo ojo en diferente punto de vista y ojos diferentemente estructurados o defectuosos las aprecian de diverso modo, no siendo por tanto imágenes de cosa alguna fija y determinada que se halle fuera de la mente? 

De análoga manera: se admite como cierto que el dulzor no es una cualidad real de las cosas sápidas, puesto que permaneciendo inalterada la cosa, el sabor dulce se convierte en amargo según el estado subjetivo del individuo que lo aprecia, como sucede en casos de fiebre o de otras circunstancias que alteran el sentido del gusto en el paladar. ¿Y no es  razonable, también,  concluir que el movimiento no existe sin la mente, ya que al hacerse más rápida la sucesión de ideas, el movimiento parece más lento, sin haber habido cambio alguno en los objetos externos?.

 

XV.   Observación sobre la extensión. 

En resumen, cualquiera que considere los argumentos aducidos para probar que el color, el sabor, etc., son cosas meramente subjetivas, comprenderá sin dificultad que también son válidas para demostrar lo mismo y con igual fuerza respecto de la extensión, figura y movimiento. Si bien hemos de hacer notar que este modo de argüir no es decisivo en cuanto al color y extensión de los objetos, porque los sentidos no nos dan a conocer qué cosa sea el color o la verdadera extensión de los objetos externos. 

Sin embargo, las pruebas antedichas claramente confirman ser imposible la existencia de la extensión, del color o de cualquiera otra cualidad sensible en un sujeto no pensante, como realidades exteriores a la mente.

 

XVI.  Ahora examinaremos brevemente la opinión universalmente recibida. 

Suele decirse que la extensión es un modo o accidente de la materia y que ésta es el substratum en que la extensión se apoya. 

Yo querría que se me explicase lo que significa este apoyarse la extensión en la materia: se me dirá que no teniendo idea positiva de lo que es la materia, tal explicación es imposible. A lo que replico que si algún sentido tiene la afirmación que analizamos, por lo menos se ha de tener una idea relativa de la materia; y aun sin saber lo que ella es, se tiene que conocer la relación que dice con los accidentes y en qué sentido los soporta o les sirve de base. 

Es indudable que no los sostiene de la misma manera que los pilares sostienen el edificio: pues entonces ¿en qué sentido los sustenta?

 

XVII.   Doble sentido filosófico de lo que se llama sustancia material. 

Penetrando más a fondo en la significación que los más eximios filósofos dan a los términos sustancia material, hallaremos que no vinculan a esos sonidos otro significado que la idea de ser en general, junto con una noción relativa de los accidentes que soporta.

En lo que se refiere a la idea de ser en general, diré que me parece la más abstracta e incomprensible de todas, y que sea el soporte o sostén de los accidentes es cosa, como acabamos de ver, que no puede ser entendida dentro del alcance común de las palabras. Por consiguiente, esta expresión "sustancia material" debe ser tomada en algún otro sentido; pero ninguno de los autores explica cuál haya de ser éste. De suerte que analizando las dos partes o ramas que constituyen la significación de las palabras sustancia material, me convenzo de que no llevan anejo ningún sentido distinto.

 

XVIII.   La existencia de los cuerpos externos exige demostración. 

Aun cuando fuera posible que las sustancias sólidas, dotadas de figura determinada y movibles existieran sin la mente y fuera de ella, correspondiendo a las ideas que tenemos de los cuerpos, ¿cómo llegaríamos a conocer todo esto? Habrá de ser o por medio de los sentidos o por la razón. 

Ahora bien, en lo que hace a los sentidos, por ellos tenemos conocimiento solamente de nuestras sensaciones, ideas, es decir, aquello que percibimos inmediatamente, llámese como se llame, pero no nos informan de la existencia extramental o no percibida de cosas semejantes a las que percibimos. 

Esto lo admiten de buen grado los mismos materialistas: por consiguiente, el único medio de conocer las cosas externas ha de ser la razón, infiriendo su existencia de lo percibido inmediatamente por los sentidos. 

Mas no se comprende cuál pueda ser el fundamento para admitir la existencia extramental de los cuerpos, a partir de nuestras percepciones sensitivas, sin haber ninguna conexión necesaria entre ellas y nuestras ideas, lo que ni aun los mismos defensores de la materia pretenden establecer. Lo que sí es permitido afirmar, y todos lo concederán, es que podemos ser afectados por las ideas que actualmente poseemos, aun sin la existencia de cuerpos que se les asemejen: tal ocurre en los ensueños, vesanias y casos parecidos. 

De aquí resulta evidente que la suposición de cuerpos externos no es necesaria para producir las ideas; pues se ve que éstas en ocasiones, tal vez siempre, surgen sin la presencia de aquéllos, de la misma manera que a veces creemos verlos y tocarlos sin que estén presentes.

 

XIX.   La existencia de los cuerpos externos no aporta explicación alguna sobre el modo de producirse nuestras ideas. 

Aun en el supuesto de que pudiéramos tener todas nuestras sensaciones sin ellos, parece más cómodo pensar que existen siendo semejantes a nuestras percepciones: de esta manera se podría afirmar con alguna probabilidad que hay cosas o cuerpos que producen su propia imagen en nuestra mente. 

Pero tampoco esto da ningún resultado: pues aun concediendo a los materialistas que existan los cuerpos externos, no por eso explican mejor la producción de las ideas, ya que ellos mismos se declaran impotentes para comprender cómo pueda actuar un cuerpo sobre el espíritu, o cómo un cuerpo pueda imprimir una idea en la mente. 

De donde resulta que la producción de ideas o sensaciones en nuestras mentes no puede ser razón para que tengamos que suponer unas sustancias materiales o corpóreas, ya que con tal suposición y sin ella está reconocido que la producción de las ideas queda sin explicación alguna. 

Así pues, aun cuando se pudiera suponer que los cuerpos existiesen sin la mente, no dejaría ello de ser una opinión harto precaria, pues obligaría a pensar sin razón alguna que Dios había creado un gran número de cosas inútiles, sin objeto ni finalidad visible.

 

XX.   Un dilema. 

En definitiva: de existir los cuerpos externos, nunca nos será posible llegar a saber tal cosa; y de no existir, tendríamos las mismas razones que ahora para admitir su existencia. 

Supongamos, en efecto -cosa que cae dentro de lo posible-, que una inteligencia, sin ayuda de cuerpos externos, fuese afectada por una serie de sensaciones o ideas idénticas a las que tú tienes, impresas con el mismo orden y con igual viveza: ¿no tendría esa inteligencia todas las razones para creer en la existencia de las sustancias corpóreas, representadas por aquellas ideas, y de admitir que estas ideas eran producidas por los cuerpos en su mente, con el mismo fundamento que pueda tener para aceptar igual supuesto cualquiera que, siguiendo el concepto tradicional, esté persuadido de que los cuerpos existen fuera de la mente? 

Esto no admite réplica; y ello sería razón suficientísima para que toda persona razonable pusiera en tela de juicio los argumentos que se aducen en pro de la existencia extramental de los objetos.

 

XXI.  

Si después de lo dicho hubiera necesidad de presentar nuevas pruebas contra la existencia de la materia, recordaría algunos de los muchos errores y dificultades (incluso impiedades) a que ha dado origen la antigua tesis. De ella surgieron innumerables controversias y disputas en el campo de la filosofía, y no menos numerosas e importantes en materia de religión.  Mas no descenderé a detallarlas en este lugar; primero, porque creo innecesarios los argumentos a posteriori para confirmar lo que a priori se ha demostrado suficientemente; y segundo, porque ya tendremos ocasión de volver a insistir sobre lo mismo.

 

XXII.  

Temo haber sido demasiado prolijo al tratar esta materia. Pues cualquiera de mis lectores se podrá preguntar a qué fin conduce tal abundancia de pruebas para lo que en uno o dos renglones puede quedar demostrado con una sencilla reflexión, o una introspección no muy profunda del propio pensamiento. Bastará el intentar concebir como posible la existencia extramental o sin percepción de un sonido, una figura, un movimiento o un color, para convencerse de que tal intento lleva consigo flagrante contradicción. 

Para mí resulta ventajoso estribar mi argumentación en esta convicción individual: si alguien es capaz de concebir tan sólo una sustancia extensa y móvil, o en general, cualquier idea o cosa semejante a una idea, con existencia independiente de la mente que la percibe, me declaro vencido y abandono el campo; y respecto de las demás cualidades de que se supone dotados a los cuerpos externos, concederé que existan, aun cuando nadie me podrá dar una razón de por qué se admite su existencia,  ni tampoco podrá decir para qué sirven en el supuesto de que existan.  

Es decir, mi posición es tan firme que la mera posibilidad de que la opinión contraria sea cierta la admito como argumento en contra de mi tesis.

 

XXIII.  

Objetará alguno: nada más fácil que imaginar en la mente ciertas ideas, libros y árboles, por ejemplo, omitiendo formar la idea de que haya alguien que los perciba. ¿Acaso no se percibirían o se pensaría en ellos, a pesar de todo? 

Pero esto no hace al caso; únicamente demuestra que tenemos la facultad de imaginar o de formar ideas en nuestra mente; pero de ninguna manera prueba que sea posible concebir existentes los objetos fuera de la mente o no percibidos. Para esto sería necesario que se pudiera pensar en ellos como cosas no pensadas por nadie, lo cual envuelve manifiesta contradicción. 

Cuando nos esforzamos por concebir la existencia de los cuerpos externos, no hacemos otra cosa sino contemplar nuestras propias ideas; acto en el que nuestra mente, no mirándose a sí misma, viene a quedar ilusoriamente engañada dando por sentado que puede concebir y que de hecho concibe los cuerpos con existencia independiente del pensamiento, a pesar de que en ese mismo hecho los aprehende existentes sólo en sí misma. 

Cualquiera que haya seguido con atención cuanto acabamos de decir se habrá convencido de la veracidad y evidencia de nuestras afirmaciones: por lo tanto, ya no será necesario traer nuevas pruebas contra la existencia de la sustancia material.

 

XXIV.  La existencia absoluta de cosas no pensantes es una expresión vacía de sentido. 

Un ligero análisis de nuestros propios pensamientos nos basta para descubrir lo que significa la existencia absoluta de los objetos sensibles en sí mismos, esto es, fuera de la mente. 

Para mí estas palabras o no dicen nada, o si algo significan, envuelven una contradicción. Y de ello se convencerá cualquiera que con detenimiento examine su propio pensamiento; y si tras este examen se descubre la vacuidad o el absurdo de semejante expresión, no habrá necesidad de más argumentos. 

Y la tesis que repetiré hasta la saciedad es ésta: que la existencia absoluta de las cosas desprovistas o independientes de todo pensamiento o implica un absurdo o es imposible de entender por carecer de sentido. Esto es lo que quiero inculcar a mis lectores, recomendándome únicamente a su atención.

 

XXV.   Tercer argumento.  Refutación de Locke. 

Todas nuestras ideas, sensaciones o cosas que percibimos, sea cualquiera el nombre que les demos, son evidentemente inactivas, esto es, no hay en ellas actividad o potencia alguna. En forma tal, que una idea u objeto del pensamiento no puede producir o hacer alteración alguna en otras ideas. 

Nos convenceremos de ello con una somera observación de nuestras propias ideas, puesto que, consideradas en su realidad total o en sus partes, nada existe en ellas sino lo que es percibido; y mirándolas atentamente, ya procedan de los sentidos o de la reflexión, no encontramos en ellas ninguna potencialidad activa y, por consiguiente, deducimos que no la tienen. 

Con un poco de atención descubriremos que el propio ser de la idea implica inactividad, inercia, pasividad: de manera que es imposible que una idea haga cosa alguna, o hablando con más propiedad, que sea causa de ningún ser; ni tampoco puede constituir la semblanza o copia de ningún ser activo, como puede comprenderse por lo dicho en el párrafo VIII. 

De aquí se sigue claramente que la extensión, figura y movimiento no pueden ser causa de nuestras sensaciones; y, en consecuencia, éstas no podrán atribuirse a determinada virtualidad que resulta de la configuración, número, movimiento y tamaño de los corpúsculos.

 

XXVI.  La causa de las ideas. 

Percibimos una continua sucesión de ideas: algunas son de nuevo provocadas y otras cambian o desaparecen por completo. Luego tiene que haber una causa de la que dependan las ideas, que las produzca y que sea capaz de modificarlas. Que tal causa no es ni una idea ni una combinación de ellas, es evidente por lo dicho en el párrafo anterior. Resta, pues, que sea una sustancia; mas ya se ha demostrado que no existen sustancias corpóreas o materiales; concluiremos en definitiva que la causa de las ideas es una sustancia activa incorpórea, o sea, un espíritu.

 

XXVII.  No hay idea de espíritu. 

El espíritu es un ser simple, indiviso y activo: en cuanto percibe las ideas se llama entendimiento; y en cuanto las produce y opera sobre ellas, se llama voluntad. 

De aquí que digamos que no podemos formamos idea de él; porque siendo las ideas de suyo inertes y pasivas (párrafo XXV), no pueden por vía de imagen o semejanza representar a un ser dotado de actividad. 

Se comprenderá sin dificultad que es cosa imposible el formarnos una idea que venga a ser la semejanza de ese principio activo que puede excitar y modificar las ideas. 

Es tal la naturaleza del espíritu o eso que actúa, que no puede ser percibido por sí mismo, sino solamente por los efectos que produce. Si alguien lo duda, que reflexione y vea si puede formarse la idea de un ser activo o si tiene idea de las dos principales potencias, designadas por las palabras entendimiento y voluntad, distintas entre sí y distintas igualmente de una tercera idea, es decir, la de sustancia o ser en general, dotada de la propiedad característica de servir de apoyo a las mencionadas facultades, y que llamamos alma o espíritu. 

Esto es lo que muchos afirman, o sea, que tenemos idea de alma, de inteligencia y de voluntad. Pero, a lo que alcanza mi comprensión, estas palabras voluntad,  alma, espíritu no representan ideas diferentes, o, hablando con más exactitud, no representan ninguna idea, sino algo que es muy diferente de las ideas, y que siendo activo y operante por esencia, no puede venir representado por ninguna idea. 

Hay que reconocer, sin embargo, que sí tenemos alguna noción de alma, de espíritu y de las operaciones de la mente, como el querer, amar, odiar, puesto que entendemos el significado de estas palabras.

 

XXVIII.  

Sabemos por experiencia que podemos despertar a voluntad las ideas en nuestra mente y variar, siempre que nos acomode, la escena que nos representan. Basta que lo queramos, e inmediatamente surge en nosotros esta o aquella idea, la cual, también con sólo quererlo, se oscurece para dejar paso a otra. Este hacer y deshacer las ideas, se llama con propiedad inteligencia activa. Esto es indubitable y, como he dicho, se funda en la experiencia. Pero hablar de agentes no pensantes o de excitar ideas exclusivas de volición, es un mero juego de palabras

 

XXIX.   Las ideas producidas por la sensación1 difieren de las producidas por la reflexión o la memoria. 

Por muy grande que sea el dominio que tenga sobre mis propios pensamientos, observo que las ideas actualmente percibidas por los sentidos no tienen igual dependencia con respecto a nuestra voluntad. Si en un día claro abrimos los ojos, no está en nuestro poder el ver o no ver, ni tampoco el determinar los objetos particulares que han de presentársenos delante. Y análogamente en cuanto a los demás sentidos: las ideas en ellos impresas no son criaturas de mi voluntad. Por consiguiente: tiene que haber otra voluntad o espíritu que las produzca.

 

XXX.   Leyes de la naturaleza. 

Las ideas del sentido son más enérgicas, vívidas y distintas que las de la imaginación; poseen igualmente mayor fijeza, orden y cohesión, y no son provocadas a la ventura, como sucede frecuentemente con las que produce la voluntad, sino en sucesión ordenada, en una serie regular, demostrando su admirable conexión con la sabiduría y bondad de su autor. 

Pues bien, esas reglas fijas o métodos establecidos de los que depende nuestra mente y que despiertan las ideas de nuestros sentidos, se llaman leyes de la naturaleza: las aprendemos por la experiencia, que nos da a conocer que tales o cuales van seguidas por tales o cuales otras, en el curso ordinario de las cosas.

 

XXXI.   El conocimiento de estas leyes es necesario para nuestro gobierno. 

Nos da, en efecto, una como previsión que nos habilita para regular nuestras acciones en provecho propio. Sin ese conocimiento quedaríamos perpetuamente indecisos; jamás podríamos saber cómo procurarnos el más ligero bienestar ni cómo apartar el más leve dolor de los sentidos. 

Si sabemos que el alimento nutre, que el sueño repara, que el fuego calienta, que el sembrar en tiempo oportuno es medio indispensable para recoger la cosecha, y en general que para conseguir determinados fines hay ciertos medios conducentes a ellos, si sabemos todo esto, lo debemos no al descubrimiento de una relación necesaria entre nuestras ideas, sino únicamente a la observación de las leyes que la naturaleza tiene establecidas. 

Sin este conocimiento, un adulto no estaría en mejores condiciones que un recién nacido para gobernar su vida.

 

XXXII.   

Y, sin embargo, este trabajo uniforme y constante que de modo tan evidente despliega la bondad y sabiduría de aquel supremo Espíritu cuya voluntad determina las leyes de la naturaleza, lejos de llevar nuestros pensamientos hacia Él, más bien los extravía en pos de las causas segundas. Pues, al ver que ciertas percepciones o ideas de los sentidos van invariablemente seguidas de otras, y que esta constante sucesión en nada se debe a nuestra propia acción, inmediatamente atribuimos potencialidad activa a las mismas ideas, y tomamos a unas como causa de las otras, lo que es el mayor absurdo, del todo incomprensible. 

Así, por ejemplo, observamos que cuando la vista percibe cierta figura luminosa y redonda, percibimos por el tacto la sensación o idea de calor, y de ahí sacamos que la causa del calor es aquel cuerpo redondo que llamamos Sol. 

De manera semejante nos hemos acostumbrado a ver que el choque de dos cuerpos en movimiento vaya seguido de un sonido; y eso nos induce a pensar que el sonido es producido por el choque.

 

XXXIII.   Las cosas reales y las ideas o quimeras. 

Las ideas impresas en el sentido por el autor de la naturaleza se llaman cosas reales; y las despertadas en la imaginación, por ser menos regulares, de menor viveza y mayor variabilidad, se llaman propiamente ideas o imágenes de las cosas que copian y representan. 

No obstante, nuestras sensaciones, aunque no son tan vívidas y distintas, se llaman ideas por cuanto existen en nuestra mente, es decir, son percibidas por ella, lo mismo que las ideas por ella elaboradas. 

Se dice que las ideas de los sentidos tienen mayor contenido de realidad por ser más 1) enérgicas, 2) ordenadas y 3) coherentes que las que produce la mente; pero esto no significa que puedan tener existencia extramental. Son también 4) menos dependientes del espíritu, o sustancia pensante que las percibe, y en la cual son provocadas por la voluntad de otro espíritu más poderoso; pero no por eso dejan de ser ideas; ya que ninguna idea enérgica o débil puede existir si no es en una mente que la perciba.

 

XXXIV.   Primera objeción general. Respuesta. 

Antes de proseguir adelante, considero necesario refutar las objeciones que podrían oponerse a los principios hasta aquí establecidos. Quizá, al hacerlo, pueda parecer excesivamente prolijo a los lectores de rápida comprensión; pero confío sabrán disculpar tal prolijidad porque no todas las inteligencias son iguales, y lo que yo pretendo es que todos me comprendan. 

Lo primero, pues, que se objetará es que los principios enunciados barren del escenario del mundo todo lo que es real y sustancial en la naturaleza, y en vez de ello se coloca un informe montón de ideas quiméricas. O sea, que todo lo que existe es algo puramente nocional, porque, según hemos dicho, sólo está en la mente. Así, pues: ¿qué vienen a ser el Sol, la Luna y las estrellas? ¿Qué hemos de pensar de las casas, de las montañas y ríos, de los árboles, de las piedras, y hasta de nuestros propios cuerpos? ¿Todo esto no es más que quimeras e ilusiones de nuestra fantasía? 

A estas objeciones y cualesquiera otras parecidas responderé: los principios sentados en manera alguna nos privan de los seres de la naturaleza; todo lo que vemos, sentimos, oímos o de un modo u otro concebimos o entendemos, queda tan a salvo y es tan real como siempre. Existe ineludiblemente una rerum natura, y por lo tanto mantiene toda su fuerza la distinción entre realidades y quimeras. 

Esto resulta evidente de lo dicho en los párrafos XXIX, XXX y XXXIII, donde ya se explicó lo que significan los términos cosas reales, por oposición a las quimeras o ideas de nuestra propia elaboración; pero unas y otras existen por igual en la mente, y en este sentido son igualmente ideas.

 

XXXV.   Es inadmisible la existencia de la materia tal como la entienden los filósofos.  

No pretendo refutar la existencia de las cosas que podemos percibir ya por el sentido ya por la reflexión; no se puede poner la menor objeción contra la existencia de lo que vemos con nuestros ojos y tocamos con nuestras manos. 

Lo único inadmisible y que niego absolutamente es la existencia de lo que los filósofos llaman materia o sustancia corpórea. Y al hacer esto no creo causar perjuicio alguno al género humano, que, bien seguro estoy, no echará de menos tal suerte de materia. 

En efecto, los ateos tienen que apelar al disfraz de un nombre vacío para defender su impiedad; y, por el contrario, los filósofos llegarán a darse cuenta de que han perdido una clave formidable sólo por haber gastado el tiempo en inútiles divagaciones y disputas.

 

XXXVI.   Cómo hay que entender la realidad. 

El que imaginara que nuestra tesis rebate la existencia y realidad de las cosas, demostraría estar muy lejos de entender lo que he expuesto en los términos más claros y sencillos. 

Resumamos lo ya dicho. Hay sustancias espirituales, mentes o almas humanas que, si quieren, pueden despertar en sí mismas la idea que les plazca; pero estas ideas son pálidas, débiles e inestables con relación a aquellas que percibimos por los sentidos, las cuales, siendo impresas en éstos según ciertas normas o leyes naturales, manifiestan ser efecto de una mente superior, más poderosa y más sabia que el espíritu humano Por eso las ideas que provienen de los sentidos llevan en sí mismas mayor contenido de realidad que las demás; lo que significa que son más enérgicas, ordenadas y distintas y que no son ficciones de la mente que las percibe. 

En este sentido, el Sol que vemos de día es el Sol real, y el que de noche imaginamos es la idea del primero. Entendida así la realidad, es evidente que el vegetal o la estrella o el mineral, y en general, cualquiera de los seres del mundo es tan real dentro de nuestro sistema como pueda serlo en otros. 

Si otros dan a la palabra realidad significado diferente del que yo le doy, les recomendaré que, entrando en sí mismos, examinen sus propios pensamientos.

 

XXXVII.   Rechazamos la noción filosófica de sustancia, pero no la vulgar. 

Se dirá que la consecuencia de todo esto es la negación de toda sustancia corpórea. 

A lo que respondo que, si la palabra sustancia se toma en el sentido vulgar, esto es, como una combinación o reunión de cualidades sensibles, extensión, figura, volumen, peso, etc., en ninguna manera se puede decir que hayamos negado su existencia. 

Pero tomada la palabra sustancia en sentido filosófico, como sustentáculo de accidentes, o cualidades que existan fuera de la mente, es indudable que la negamos, si es que se puede negar aquello que jamás ha existido, ni aun en la imaginación.

 

XXXVIII.  Pero dirá alguno: es cosa dura decir que comemos y bebemos ideas y que con ideas nos vestimos. 

Así es, ciertamente; porque a la palabra idea en el lenguaje corriente no se le hace significar el conjunto de cualidades sensibles que llamamos cosas, y a la verdad, toda expresión que se aparte más o menos del uso común nos parece extraña o ridícula. 

Pero esto en nada debilita la exactitud de nuestras afirmaciones, que en otros términos equivalen a decir que nos alimentamos y vestimos con cosas percibidas directamente por los sentidos. 

La aspereza o suavidad, el color, olor, sabor, temperatura, figura, aspecto y otras cualidades que diversamente combinadas constituyen las varias clases de alimentos y vestidos, ya se ha demostrado que existen sólo en la mente que las percibe, y esto es lo que damos a entender cuando las llamamos ideas; y si esta palabra fuera de uso tan común como la palabra cosa, no nos parecería extraño ni ridículo decir que nos alimentamos de ideas y con ellas nos vestimos. 

No es mi ánimo discutir la propiedad de la expresión, sino demostrar su exactitud. 

Por lo tanto, una vez que se admita que lo que nos proporciona el alimento, la bebida y el vestido es algo que perciben los sentidos y que no puede existir sin una mente que lo perciba, no tendré inconveniente en conceder que es más propio y conforme al uso corriente el nombre de "cosas" que el de "ideas".

 

XXXIX. La palabra "idea" es preferible a la palabra "cosa". 

Se me preguntará por qué empleo el término idea y no el de cosa, como se hace corrientemente. Responderé que para ello tengo dos razones: la primera es que cosa, por oposición a idea, se toma como sinónimo de algo que existe fuera de la mente; la segunda es que la significación de cosa tiene mayor extensión que la de idea, puesto que al decir cosas lo mismo se puede incluir a los espíritus o seres pensantes que a las ideas. 

Así, pues, por existir los objetos sensibles sólo en la mente y carecer de todo pensamiento y actividad, elijo para designarlos la palabra idea, que implica dichas propiedades.

 

XL. No se recusa el testimonio de tos sentidos. 

A pesar de cuanto va dicho, alguien quizá replicará que por encima de todo sólo creerá a sus sentidos, sin hacer caso de los argumentos, por poderosos que sean, que traten de poner en duda la certidumbre del conocimiento sensitivo. 

Estamos de perfecto acuerdo: afírmese la evidencia de los sentidos como base inconmovible de nuestros conocimientos: con mi teoría no intento ya hacer otra cosa. 

No puedo dudar de que lo que veo, oigo y toco es percibido por mí, o sea, existe, como tampoco dudo de mi propia existencia. 

Lo que no puedo admitir ni comprender es que el testimonio de los sentidos se aduzca como prueba de la existencia extramental de una cosa no percibida por ellos. 

No pretendo hacer a nadie escéptico desacreditando los sentidos, antes bien, les atribuyo toda la importancia y certeza que imaginarse pueda. Y aun me atreveré a decir que no hay principios más opuestos al escepticismo que los que sirven de fundamento a mi sistema, como más adelante explicaré con detenimiento.

 

XLI. Segunda objeción y su respuesta. 

Se podrá objetar en segundo lugar que hay una gran diferencia entre el fuego real, por ejemplo, y la idea del fuego; entre soñar o imaginar que uno se quema y quemarse de hecho: estas o parecidas objeciones se podrán oponer a mi tesis. 

La respuesta se desprende con toda claridad de lo ya dicho; sólo añadiré ahora que si el fuego real es muy diferente de la idea del fuego, lo mismo ocurre por el dolor real que aquél ocasiona y con la idea del mismo; y, sin embargo, nadie pretenderá que el dolor, por muy real que sea, exista o pueda existir sin un sujeto pensante que lo perciba, ni más ni menos que la idea que de él podamos formarnos.

 

XLII.  Tercera objeción. Respuesta. 

En tercer lugar se dirá que las cosas que actualmente vemos las percibimos a mayor o menor distancia de nosotros, y por lo tanto no existen en la mente, ya que sería absurdo pensar que aquello que vemos a la distancia de varias millas esté tan cerca de nosotros como nuestro propio pensamiento. 

En respuesta a lo cual diré que en los ensueños muchas veces nos sucede percibir cosas muy alejadas, al parecer, de nosotros y, sin embargo, nadie podrá negar que existen sólo en nuestra mente.

 

XLIII.

Para mejor aclarar esta materia valdrá la pena que consideremos en qué consiste la percepción visual de las distancias y de los objetos distantes. Porque el hecho de que veamos el espacio externo y los cuerpos en él situados, unos cerca, y otros lejos, parece echar por tierra nuestra doctrina de la existencia puramente mental de unos y otros. 

Precisamente el querer resolver esta dificultad fue lo que dio origen a mi Ensayo sobre una nueva teoría de la visión, publicado no hace mucho. En donde demuestro: 1) que la distancia o exterioridad ni es inmediatamente percibida por la vista ni aprehendida o deducida mediante líneas o ángulos; sino 2) que es sugerida en nuestro pensamiento por ciertas ideas visibles o sensaciones relacionadas con la visión, las cuales en su naturaleza no envuelven suerte alguna de semejanza o relación ni con la distancia ni con las cosas distantes. Lo que sucede es que, por cierta conexión que nos ha enseñado la experiencia, esas ideas visibles o sensaciones particulares provocan en nosotros las ideas de distancia, de la misma manera que las palabras de un idioma nos traen a la mente las ideas que se las ha hecho representar. De manera que un ciego de nacimiento que después llegara a ver no pensaría que las cosas que contemplaba por vez primera estuvieran fuera de su mente ni a distancia alguna de él. (Véase el párrafo XLI del mencionado Ensayo).

 

XLIV.

Las ideas de la vista y del tacto constituyen dos grupos específicos, completamente distintos y heterogéneos: el primero es signo y preludio del segundo. 

Que el objeto propio de la vista no existe fuera de la mente ni puede ser imagen de cosas externas, ya quedó demostrado en el antedicho Ensayo. 

Y aunque sea enteramente idéntico el proceso del tacto, parece que allí se supone lo contrario, o sea que los objetos existen fuera de la mente, pero no porque se admita este vulgar error; sino porque el refutarlo no lo creía necesario en un tratado sobre la visión. 

Pues bien, en realidad de verdad, las ideas de la vista, cuando por ellas aprehendemos la distancia o las cosas distantes, no nos sugieren o señalan seres que existan fuera y lejos de nosotros, sino que nos advierten qué ideas táctiles vamos a percibir, con tal o cual intervalo de tiempo, es decir, a causa de tales o cuales acciones. 

Se deduce, repito, de lo dicho en los párrafos precedentes y del artículo CXLVII y otros del Ensayo, que las ideas visibles son el lenguaje con que el Supremo Espíritu, que todo lo gobierna y del cual dependemos, nos informa sobre las ideas tangibles que va a imprimir en nosotros en el supuesto de que en nuestros propios cuerpos determinemos estos o aquellos movimientos. Remito al lector a dicho tratado para la mejor comprensión de este punto.

 

XLV. Cuarta objeción, basada en el perpetuo aniquilamiento y continua creación. Respuesta. 

Se objetará que, según lo dicho, hay un continuo aniquilamiento de seres y una continua y nueva creación. Así, los objetos sensibles existen sólo cuando son percibidos: existen los árboles en el jardín y las sillas en el salón solamente cuando haya quien pueda percibirlos. Al cerrar los ojos, quedan reducidos a la nada los objetos y muebles del salón; y con sólo abrirlos de nuevo, otra vez son creados. 

Para responderá esto recomendaré únicamente que el lector recuerde lo expuesto en los párrafos III, IV, etc., y considere si es que la existencia real de una idea significa algo distinto del hecho de ser percibida. 

En cuanto a mí y después de un detenido examen no hallo que pueda significar otra cosa. 

Y de nuevo encarezco a todos sondeen minuciosamente sus propios pensamientos sin dejarse engañar por meras palabras. Si hay alguien que sea capaz de concebir como posible la existencia extramental de las ideas o de sus arquetipos, no prosigo adelante y acepto su partido; pero si no hay quien pueda hacerlo, entonces que se me conceda ser contra toda razón el defender no se sabe qué, y que yo considere el mayor absurdo el sentar afirmaciones que en el fondo nada significan.

 

XLVI. Argumentum "ad hominem". 

No estará de más observar cómo la doctrina comúnmente admitida conduce, en realidad a los absurdos que quieren achacarse a mi teoría. 

1)  Se dice que es un craso despropósito pensar que, al cerrar mis párpados, todos los objetos visibles que me rodean hayan de ser reducidos a la nada, y, sin embargo, ¿no es esto lo que todos los filósofos admiten al afirmar que la luz y los colores, objeto propio de la vista, son meras sensaciones que sólo existen al percibir? 

2)  Igualmente se juzga increíble que las cosas estén siendo creadas de continuo; y no obstante, ésta es la doctrina comúnmente enseñada en las escuelas. Porque los escolásticos, aun cuando admiten la existencia de la materia afirmando que a base de ella ha sido estructurado el mundo, reconocen, sin embargo, que éste no podría subsistir sin una acción divina conservadora, que en este concepto viene a ser una continua creación.

 

XLVII.

3) Todavía más: un ligero examen nos descubrirá que, aun concediendo la existencia de la materia y de las sustancias corpóreas, de los principios ahora generalmente admitidos invariablemente se seguirá que los cuerpos particulares, de cualquier especie que sean, no existen mientras no son percibidos. Porque, según lo dicho en el párrafo XI y siguientes, es evidente 1) que la materia que propugnan los filósofos es algo incomprensible que carece de todas las propiedades particulares que distinguen entre sí a los cuerpos perceptibles por los sentidos. 2) Se comprenderá esto mejor considerando la indefinida divisibilidad de la materia, hoy universalmente admitida, al menos por los filósofos de más renombre, que incontrovertiblemente la demuestran apoyados en principios tradicionales. Y si la materia es divisible hasta lo infinito, la consecuencia inmediata es que en cada partícula de materia ha de haber infinito número de partes, aunque el sentido no las perciba. Por lo tanto, si un cuerpo determinado se presenta ante nosotros como de una magnitud finita y con un número finito de partes, esto depende no de que en sí mismo no contenga más, sino de la poca agudeza del sentido que no puede discernirlas. 

A medida, pues, que el sentido adquiera mayor penetración, percibirá en el objeto mayor número de partes, esto es, el objeto aparecerá mayor, su figura cambiará de aspecto; y las pequeñísimas porciones que lo limitan se verá que lo circunscriben bajo líneas y ángulos muy diferentes de lo que había apreciado un sentido más obtuso. Y finalmente, tras muchos cambios en la forma y tamaño, si el sentido llegara a adquirir una perspicacia infinita, el objeto aparecería infinito. En todo este proceso no hay alteración alguna en el cuerpo sino sólo en el sentido. Por consiguiente, todo cuerpo considerado en si mismo es infinitamente extenso, careciendo de toda forma y figura. 

Vemos, pues, que aun admitiendo como cierta la existencia de la materia, es indudable, como los mismos materialistas reconocerán, ateniéndose a sus principios, que ni los cuerpos, concreta e individualmente considerados, ni cosa alguna semejante a ellos, pueden existir en la mente. 

Y a la verdad, según ellos, la materia y cada una de sus partículas es infinita y sin forma: solo la mente es la que forja esa variedad de cuerpos que componen el mundo visible, ninguno de los cuales existe si no es percibido.

 

XLVIII.

Bien consideradas las cosas, se verá que la objeción apuntada en el párrafo XLV no destruye ni debilita nuestros principios. Porque, aunque afirmamos ciertamente que los objetos del sentido no existen si no son percibidos, no hay que deducir de ello que solamente existan cuando nosotros los percibamos, ya que puede haber otros espíritus que los perciban, y nosotros no. Cuando decimos que los cuerpos no tienen existencia en la mente, o fuera de ella, no nos referimos a ésta o aquélla en particular, sino a cualquier mente en general. Así se ve que dentro de nuestra teoría no es necesario suponer que los cuerpos sean aniquilados y creados a cada instante, o que dejen de existir en los intervalos de una percepción individual.

 

XLIX.  Quinta objeción y respuesta. 

Se podrá objetar también que si la extensión y la figura no existen mas que en la mente, ésta habrá de ser en consecuencia, figurada y extensa, ya que en el lenguaje escolástico, la extensión es una modalidad atributiva que se predica del sujeto en que existe. 

Respuesta: 1) Dichas cualidades existen sólo en la mente de la manera que ésta las percibe, pero esto es, no como modalidades atributivas, sino como ideas; y de ahí no se puede seguir que el alma sea extensa porque la extensión no exista más que en ella, como tampoco se puede decir que sea roja o azul a causa de que los colores, según todo el mundo admite, sean cualidades que exclusivamente existen en el alma. 2) Los términos filosóficos "sujeto" y "modalidad" me parecen nombres sin fundamento y del todo ininteligibles. Por ejemplo, en la proposición "el dado es duro, extenso y cuadrado", la palabra dado, a tenor de la doctrina filosófica, denota al sujeto o sustancia distinta de la extensión, dureza y figura que de él se predican y en él existen. Esto para mí es incomprensible. Yo entiendo que el dado no es cosa diferente de lo que se llaman sus modos o accidentes; y decir que el dado es extenso, duro y cuadrado, no significa que se atribuyan estas cualidades a un sujeto distinto que les sirva de sustentáculo, sino que con ello solamente se trata de explicar el contenido de la palabra dado.

 

L. Sexta objeción, sacada de las ciencias de la naturaleza. Respuesta. 

Alguien objetará que la explicación de muchas cosas se funda en la materia y en el movimiento; suprimidos éstos, queda destruida la teoría filosófica de los corpúsculos y minados en su base los principios de la mecánica que tan fecundas aplicaciones han tenido para los fenómenos. En otras palabras, todos los progresos que han hecho los sabios antiguos o modernos en el estudio de la naturaleza radican en el supuesto de que existe realmente la materia o sustancia corpórea. 

A lo que responderé que todo fenómeno explicado dentro de tal suposición, puede también explicarse perfectamente sin ayuda de ella, como podríamos probar por una sencilla inducción de casos particulares. 

Explicar un fenómeno es mostrar cómo en tales o cuales ocasiones venimos en posesión de tales o cuales ideas. Y como ningún filósofo puede explicar el hecho de que ejerza acción sobre el espíritu, o produzca cualquier idea de él, resulta evidente que en el estudio de la naturaleza hay que prescindir totalmente de la materia. 

Además, los que defienden la existencia externa de las cosas no se fundan en su naturaleza de sustancias corpóreas, sino en la figura, movimiento y otras cualidades que en realidad son meras ideas; por esta razón no pueden ser causa de ningún ser, como ya hemos demostrado. (Véase el párrafo XXV). 

A propósito de lo dicho se preguntará si acaso no es absurdo eliminar las causas naturales, atribuyéndolo todo a la acción inmediata de los espíritus. De manera que en adelante ya no habremos de decir que calienta el fuego, que refresca el agua, sino que es un espíritu el que calienta y un espíritu también el que refresca. ¿No sería la irrisión de todos, y ciertamente con razón, el que así hablara? 

Responderé que, efectivamente, causaría risa este modo de expresarse. En casos como éstos debemos pensar como los sabios, aunque hablemos como el vulgo. Los que están persuadidos de la verdad del sistema de Copérnico, como si fuera cosa demostrada, dicen que el sol sale, o que se pone, o que pasa por el meridiano, no obstante la inmovilidad del astro. Y si de otra manera hablaran, de acuerdo con sus acontecimientos científicos y con un tecnicismo impropio de la conversación corriente, quedarían en ridículo. 

Una ligera reflexión sobre lo que aquí decimos será suficiente para comprender que el lenguaje no sufrirá alteración ninguna porque se admita nuestra teoría.

 

LII.

En nuestra conversación, en el curso ordinario de la vida, podemos seguir usando cualesquiera frases con tal de que despierten en nosotros adecuados sentimientos o disposiciones, tales que nos permitan actuar con normalidad, aun cuando dichas expresiones carezcan de rigor científico. Más aún, ello es inevitable por cuanto es el uso el que regula la propiedad del lenguaje, y éste reviste modos y formas que se adaptan a la opinión más común, que no suele ser siempre la más exacta. Por eso es imposible, hasta en los más abstractos razonamientos filosóficos, cambiar la naturaleza y el genio de la lengua que hablamos, en forma de no dar pie a sutiles discutidores para que pongan objeciones y encuentren inexactitudes en el discurso. Pero un lector inteligente y capaz sabrá colegir el sentido verdadero, según el tenor y las relaciones de un discurso, sin hacer caso de los modismos inadecuados que el uso ha consagrado.

 

LIII.

Sobre la afirmación de que no hay causas corpóreas, debo hacer notar que son muchos los escolásticos que la han hecho suya, como también modernos filósofos, todos los cuales, aun cuando concedan que existe la materia, sostienen, sin embargo, que sólo Dios es la inmediata causa eficiente de todas las cosas. 

Pues dicen que entre los objetos sensibles no hay ninguno que encierre en sí poder o actividad de ninguna clase; y, por consiguiente, lo mismo sucederá con los demás cuerpos que se supongan existir sin el espíritu, como en los que son inmediato objeto de los sentidos. 

Pero, entonces, hay que suponer que existe una innumerable multitud de cuerpos, de seres, incapaces de producir efecto alguno en la naturaleza y que por lo tanto han sido creados sin objeto ni propósito alguno, ya que Dios puede hacer todas las cosas enteramente sin ellos; cosa que, aun siendo posible, la juzgo insostenible y por demás extravagante. 

Se podría pensar que el asentimiento universal del género humano es un argumento decisivo a favor de la materia o de la existencia externa de las cosas. ¿Será posible admitir que todo el mundo se ha equivocado? Y si así fuera, ¿cuál sería la causa de un error tan predominante y extendido? Respondo, en primer lugar, que, tras una seria investigación, quizá se encontrara no ser tantos como se imagina los que admiten la existencia extramental de los seres externos. En rigor, es imposible aceptar una doctrina que envuelve contradicción o que carece de sentido; y al juicio del lector dejo el cuidado de averiguar si son o no contradictorias las afirmaciones que se hacen sobre la existencia de la materia. 

Se puede decir que, en general, la admiten los hombres en el sentido de que actúan como si la causa inmediata de las sensaciones que a cada momento reciben y tan de cerca les impresionan fuera un ser insensible y no pensante. Pero lo que no acabo de comprender es que se pueda dar un significado claro a tales palabras (en pro de la materia) y que sobre la base de ellas se pueda formar una opinión especulativa determinada y concreta. No es éste el único caso en que los hombres se han engañado a sí mismos, imaginando creer y admitir proposiciones que han oído muchas veces, pero que en el fondo nada significan.

 

LV.

En segundo lugar, aun cuando concediésemos que esa opinión es tan universal y firmemente sostenida como se dice, ello sería un criterio muy pobre de su certeza, pues ya es sabido que hay un vasto número de prejuicios y falsas opiniones que se defienden con la mayor tenacidad por el vulgo irreflexivo, el cual ciertamente constituye la mayor parte de los seres humanos. Durante muchos siglos la idea de los antípodas y la del movimiento de la Tierra se tuvieron como monstruos absurdos, incluso por los hombres de ciencia; y de atenernos a la escasa proporción de los que entonces sostenían aquellas afirmaciones, resultaría que aun hoy día habrían ganado poco terreno.

 

LVI. Novena objeción. Respuesta. 

Ahora se nos pedirá digamos cuál ha sido la causa de este prejuicio y la razón de su amplia difusión en el mundo. A lo cual respondo que, conociendo los hombres que percibían ideas de Jas cuales no eran creadores (pues no procedían de su interior ni dependían de las operaciones de su voluntad), supusieron que dichas ideas, objeto de su percepción, existían con independencia de la mente y fuera de ella, sin barruntar siquiera la contradicción que implicaba semejante modo de pensar. 

Pero los filósofos se dieron clara cuenta de que el objeto inmediato de nuestras percepciones no existe sin la mente; y así en alguna manera, corrieron el error vulgar, cayendo al mismo tiempo en otro absurdo no menor al afirmar que hay objetos que realmente existen sin la mente y cuya subsistencia no radica en el hecho de ser percibidos, de los cuales nuestras ideas son imágenes o semblanzas impresas en la mente por esos mismos objetos. 

Y esa errónea doctrina filosófica reconoce el mismo origen que el error vulgar, esto es, el que también los filósofos reconocieran no ser ellos los creadores de sus propias sensaciones, las cuales, por venir de fuera, habrían de tener una causa distinta de la mente que impresionaban.

 

LVII.

Y ¿por qué los filósofos hubieron de suponer que las ideas de los sentidos son despertadas en nosotros por imágenes de las cosas y no más bien por un espíritu, que es el único que puede actuar? De esto se pueden dar varias razones: Primera, que aquellos investigadores no se percataron del absurdo que hay 1) en suponer que existen fuera de la mente cosas semejantes a nuestras ideas; o 2) en atribuirles alguna potencialidad o actividad. 

Segunda, que el Supremo Espíritu, que es el que despierta esas ideas en nuestra mente, no se muestra extraordinariamente circunscrito o limitado por ningún conjunto finito de ideas sensibles, a diferencia del agente humano que se caracteriza por su tamaño, miembros, complexión y movimientos. Tercera, porque la operación de ese Espíritu Superior es regular y uniforme. Dondequiera se ve interrumpido el curso normal de la naturaleza por un milagro, el hombre está dispuesto a reconocer la presencia de un espíritu superior, mientras que la contemplación del curso ordinario de las cosas no despierta en nosotros ninguna reflexión; el orden y encadenamiento de los seres, aunque de suyo constituye el más elocuente argumento de la suma sabiduría, bondad y poder del Creador, se nos ha hecho tan familiar, por ser tan constante, que no pensamos pueda ser el efecto inmediato de un espíritu libre; sobre todo, cuando se cree erróneamente que la señal de la libertad ha de ser la volubilidad e inconstancia en la acción.

 

LVIII. Décima objeción. Respuesta. 

Se dirá también que los principios que vamos estableciendo son incompatibles con las verdades fundamentales de la filosofía y de las matemáticas. Por ejemplo, el movimiento de la Tierra es ahora universalmente admitido por los astrónomos, como fundado en razones claras y convincentes; pero, según los principios anteriores, no puede darse el movimiento de la Tierra; porque si el movimiento es sólo una idea, al no ser percibido, no existe; y bien claro está que el de nuestro planeta no lo percibimos por los sentidos. 

Respondo: Nuestros principios en nada se oponen a la teoría del movimiento de la Tierra, bien entendido; porque el saber si la Tierra se mueve o no, se reduce a determinar si en virtud de las observaciones astronómicas tenemos derecho a concluir que, puestos en circunstancias a propósito y a conveniente distancia del Sol y de la Tierra, veríamos a ésta moverse junto con los demás planetas, apareciendo como uno de ellos; cosa que razonablemente se puede colegir de la observación de los fenómenos y de las leyes invariables de la naturaleza.

 

LIX.

Por las experiencias internas que tenemos sobre las series sucesivas de ideas en nuestra mente, con frecuencia podemos hacer no sólo inciertas conjeturas, sino seguras y bien fundadas predicciones concernientes a las ideas que llegarán a impresionarnos en relación con una larga sucesión de actos; y así podremos juzgar rectamente lo que hubiera acontecido en el caso de encontrarnos en circunstancias muy distintas de las actuales. 

En esto, precisamente, consiste el conocimiento de la naturaleza, cuyas leyes y fenómenos, lo mismo que sus aplicaciones, subsisten plenamente en nuestro sistema. 

Fácil será hacer idénticas consideraciones cuando se hagan objeciones análogas, tomadas de la magnitud de las estrellas y cualesquiera otros descubrimientos en astronomía o en la naturaleza.

 

LX.  Undécima objeción. 

Otras preguntas que podrán hacerse son éstas: ¿qué fin tiene la curiosa organización de las plantas y el admirable mecanismo de las partes que componen el cuerpo de los animales? ¿No sería posible que los vegetales creciesen y se vistiesen de hojas y flores, que los animales realizasen todos sus movimientos y funciones con o sin esa maravillosa variedad de partes internas, con tanta belleza traídas y dispuestas, las cuales, por ser sólo ideas, carecen de toda potencia operativa y no tienen relación alguna con los efectos que se les atribuyen? Si es un espíritu el que inmediatamente produce todos los efectos mediante un fiat o acto de su voluntad, hemos de pensar que todo lo que hay de hermoso y artístico en las obras del hombre o de la naturaleza se ha hecho en vano. 

Según esta doctrina, aunque un artífice haya hecho el resorte y los engranajes de un reloj y haya prefijado sus movimientos ajustándolos de manera conveniente, con todo puede pensar que es una inteligencia la que dirige las agujas para que marquen la hora exacta. Si esto es así, ¿por qué esa inteligencia no había de hacer lo mismo sin que el artífice pusiera a contribución su esfuerzo en armar el mecanismo indicador y regulador? ¿Por qué no había de servir lo mismo una caja vacía, sin resortes ni engranajes? 

Y ¿cómo es que cuando hay un entorpecimiento en la marcha del aparato siempre se encuentra algo defectuoso o interpuesto en su mecanismo, y arreglado por una mano hábil, de nuevo marcha bien? 

Lo mismo cabe preguntar acerca de la gigantesca máquina de la naturaleza, gran parte de la cual es tan extremadamente sutil que apenas puede descubrirla el más potente microscopio. 

En una palabra, lo que se pregunta es cómo sobre la base de nuestros principios se puede dar una explicación o asignar una causa final para la existencia de la innumerable multitud de cuerpos y máquinas elaborados con el arte más exquisito, mientras que dentro de los sistemas filosóficos tradicionales todo tiene su aplicación y se pueden explicar muchos fenómenos.

 

LXI. Respuesta. 

A todo esto digo lo siguiente: Primero, aun cuando haya alguna dificultad relativa al gobierno de la providencia y a las aplicaciones que ella ha establecido como propias de las cosas naturales y que con los principios antedichos no se pueda resolver, con todo, esta objeción en nada debilita la certidumbre de mi tesis, probada a priorí del modo más evidente. Segundo: Los axiomas de la filosofía tradicional tampoco dan satisfactoria respuesta a dificultades análogas, pues siempre cabe preguntar con qué fin se ha valido el Creador de métodos indirectos para hacer las cosas por medio de máquinas o artefactos cuando podía haberlas hecho por un mero acto de su voluntad, sin todo ese aparato. Tercero: si con atención miramos las cosas, veremos que esta objeción puede volverse con mayor fuerza contra los que sostienen la existencia de los objetos con independencia de la mente; porque ya se ha demostrado que el volumen, la consistencia, la figura, el movimiento y demás cualidades no poseen en sí mismas actividad o eficacia ninguna para producir efectos naturales. (Véase el párrafo XXV.) Por consiguiente, el que suponga que existen (dado que ello sea posible) cuando no se las percibe, tiene que reconocer que no tienen finalidad alguna; porque la única aplicación que pueden tener, existiendo sin ser percibidas, será a lo sumo, el producir aquellos efectos que en realidad sólo pueden atribuirse al espíritu.

 

LXII.

Cuarto: descendiendo a analizar más en particular la dificultad propuesta, observaremos que, si bien la creación de todos esos órganos y partes no era absolutamente imprescindible para obtener ninguno de los efectos, sin embargo se la puede considerar necesaria para producir las cosas de un modo regular y constante, de acuerdo con las leyes naturales. Hay ciertas leyes generales que se cumplen y observan en el conjunto de todos los efectos naturales; leyes que se aprenden por la observación y el estudio de la naturaleza y que los hombres aplican 1) para hacer cosas útiles en la conservación y embellecimiento de la vida; o 2) para explicar determinados fenómenos. Esta explicación consiste únicamente en mostrar la conformidad que guarda con las leyes generales de la naturaleza un fenómeno en particular, lo que equivale a comprobar la uniformidad que existe en la producción de los efectos naturales. Fácil será convencerse de ello en los diversos casos que aducen los filósofos en defensa de la existencia extramental de los seres. Ya hemos demostrado en el párrafo XXI que este modo regular y constante en la acción del Sumo Hacedor es de múltiples y fecundas consecuencias. Y no es menos claro que, aunque no absolutamente necesario para producir los efectos, es muy conveniente que las cosas tengan determinada figura, tamaño, movimiento y disposición de partes para producirlos según leyes mecánicas de la naturaleza. Así, por ejemplo, nadie podrá negar que Dios, esto es, la Inteligencia Suprema que sostiene y regula el curso ordinario del universo, podría, haciendo un milagro, determinar los movimientos de las agujas de un reloj aunque nadie hubiera colocado en su interior el mecanismo a que estamos acostumbrados; pero si esa misma Inteligencia quiere actuar solamente de acuerdo con leyes mecánicas, que ella misma estableció y conserva en el universo, será necesario que el movimiento de las agujas vaya precedido de la acción del artífice que hizo y ajustó cada una de las partes del reloj y su mecanismo. Como también tendrá que suceder que un desarreglo en la máquina vaya seguido de un movimiento desordenado y que, reparado aquél, éste vuelva otra vez a su marcha regular.

 

LXIII.

En efecto, puede en ocasiones ser necesario que el Autor de la naturaleza muestre su omnipotencia en la producción de fenómenos que se salen del curso normal y ordinario. 

Esas excepciones son a propósito para despertar la admiración de los hombres y elevarlos al conocimiento del Ser divino; pero no ocurren con frecuencia, precisamente para lograr el efecto apetecido, 1) pues es cosa clara que si los milagros sucedieran a diario no llamarían la atención. 2) Además, parece que Dios prefiere convencer a nuestra razón de sus atributos por la obra continua de la naturaleza que revela una grande armonía y un plan sapientísimo, claros indicios del poder y bondad de su Autor, más bien que provocar nuestra admiración con acaecimientos sorprendentes que se salgan de lo normal.

 

LXIV.

Para mejor dilucidar esta materia, observaré que la objeción apuntada en el párrafo LX en realidad se reduce a esto: las ideas no son producidas al azar y de un modo arbitrario, ya que entre ellas existe cierto orden y conexión, como la que hay entre la causa y el efecto; se combinan de diversas maneras, perfectamente regulares y ordenadas, que vienen a constituir, por así decirlo, otros tantos instrumentos que en manos de la naturaleza, al parecer oculta, secundan su callada operación, en virtud de la cual produce la variedad de cosas que aparecen en el teatro del mundo, sólo discernibles por la penetrante vista del filósofo. Ahora bien, si una idea no puede ser causa de otra, ¿qué fin puede tener esta relación entre ellas? Si estos que hemos llamado instrumentos naturales son meras ineficaces percepciones de la mente, de suyo inoperantes, que tampoco sirven para la producción de efectos naturales, cabe preguntar por qué han sido hechos, o en otras palabras, cuál es la razón de que Dios, tras una atenta consideración de su obra, nos haya dado a contemplar tan gran variedad de ideas, con tan primoroso arte yuxtapuestas, con tanta regularidad ordenadas, pero por otra parte sin finalidad alguna; y no puede creerse que Él haya derrochado tal arte y tanto orden sin objeto.

 

LXV.

A todo lo cual respondo en primer lugar que la conexión entre las ideas no implica la relación de causa a efecto sino la que hay entre el signo y la cosa significada. 

El fuego que veo no es causa del dolor que experimento al tocarlo con los dedos; es sólo una señal que me lo advierte. De igual manera, el ruido que oigo no es el efecto de tal o cual movimiento, o del choque de cuerpos que me rodean, sino que es un signo. 

En segundo lugar, la razón de por qué las ideas se agrupan en combinaciones ordenadas, regulares y dispuestas con verdadero arte, pudiendo construir elementos de máquinas y organismos de aparatos, es la misma que hay para que, combinando de diversas maneras letras, se puedan formar palabras. Para que un pequeño número de ideas primarias pueda significar un número muy grande de efectos y acciones, es necesario que aquéllas se combinen de diversas maneras; y con el fin de que puedan ser de uso constante y universal, esas agrupaciones o combinaciones deben hacerse conforme a ciertas reglas y con un plan sabiamente preconcebido. 

De este modo adquirimos la suficiente información sobre los efectos que podemos esperar de estas o aquellas acciones, y sobre los procedimientos adecuados para despertar estas o aquellas ideas. 

Y esto es lo que yo entiendo que se quiere significar cuando se dice que conociendo la figura, estructura y funcionamiento de las partes internas de un organismo, natural o artificial, podemos conocer sus aplicaciones y propiedades, como también la naturaleza de las cosas.

 

LXVI.  Cuál deba ser el adecuado empeño del investigador de la naturaleza. 

De aquí resulta evidente que las cosas, que, miradas bajo el aspecto de causas cooperantes o concurrentes a la producción de efectos, son del todo inexplicables y nos despeñan en los mayores absurdos, pueden tener una explicación clara y sencilla si se las considera como signos que nos informan e instruyen. 

Y el investigar estos signos y esforzarse por comprender este lenguaje instituido por el Autor de la naturaleza, debería ser el único trabajo del que quiere estudiar la creación, en vez de intentar explicar las cosas por causas corpóreas, que es lo que ha alejado al entendimiento humano de aquel principio activo, de aquel Supremo y Sapientísimo Espíritu, "dentro del cual vivimos, nos movemos y somos".

 

LXVII. Duodécima objeción. Respuesta. 

Se objetará quizá que, aunque según lo anteriormente dicho, es cosa clara que no puede haber una sustancia inerte, sin sentido, extensa, consistente, figurada y móvil, que exista fuera de la mente y con independencia de ella, tal como quieren los filósofos que sea la materia, con todo, si se abandonaran las clásicas ideas de materia, extensión y movimiento y se dijera que por materia se entendía solamente una sustancia inerte, insensible, que existe fuera de la mente sin ser percibida y que es la ocasión de nuestras ideas, es decir, que a su presencia Dios se complace en despertar ideas en nosotros, bien se podría admitir que existe la materia, tomada en este sentido. 

Para responder a esto, diré, en primer lugar, que tan absurdo es suponer una sustancia sin accidentes como admitir los accidentes sin una sustancia. 

En segundo lugar, aun suponiendo que pudiera existir tal sustancia desconocida, ¿dónde se la podría encontrar? Porque en la mente no existe, como claramente se reconoce; en el espacio no puede existir, porque ya se ha demostrado que todo espacio o extensión está sólo en la mente: por lo tanto, no puede existir en parte alguna.

 

LXVIII. La materia no sirve de sostén a cosa alguna: argumento contra su existencia. 

Examinemos brevemente la descripción que se ha hecho de la materia. 

No actúa, no percibe, no es percibida; que esto significan las palabras inerte, insensible, desconocida, aplicadas a sustancia. Como se ve, es una definición basada exclusivamente en negaciones; sólo se afirma de la materia un concepto relativo, en virtud del cual se dice que está debajo, que sirve de apoyo (substans). Pero, ¿debajo de qué cosa está? ¿A qué sirve de apoyo? A nada: estamos a dos pasos del no ser. 

Se dirá que la materia es la ocasión desconocida, en presencia de la cual la voluntad de Dios despierta las ideas en nosotros. 

Mas yo quisiera saber cómo puede hacerse presente a nosotros una cosa que no se percibe ni por los sentidos ni por la reflexión, ni es capaz de producir una idea en nuestra mente, ni es extensa, ni tiene forma, ni se encuentra en ninguna parte. 

Estas palabras "en presencia de la cual", "estar o hacerse presente", habrán de tomarse en un extraño sentido abstracto, que yo no soy capaz de comprender.

 

LXIX.

Ahora examinemos de nuevo  lo que significa la palabra "ocasión". Recordando todo lo que sabemos acerca del uso común del lenguaje, vengo a concluir que esta palabra significa o bien el agente que produce un efecto, o bien alguna otra cosa que se observa lo acompaña antes o a la vez que dicho efecto, en el curso ordinario de la naturaleza. 

Mas cuando la palabra "ocasión" se aplica a la materia tal como antes se ha descrito, no puede tomarse en ninguno de dichos sentidos. Puesto que se dice que la materia es pasiva e inerte, no puede ser un agente o una causa eficiente. 

Además es imperceptible, pues carece de cualidades sensibles y por lo tanto no puede ser ocasión de nuestras percepciones en el segundo sentido: como cuando decimos que el quemarnos los dedos por el fuego es ocasión del dolor subsiguiente. 

Así pues, ¿qué puede significar el llamar ocasión a la materia? Una de dos: o la palabra "ocasión" se toma en un sentido muy diferente del que comúnmente tiene, o no significa nada.

 

LXX.

Alguien replicará tal vez que la materia, aun sin ser percibida por nosotros, lo es sin embargo por Dios y para Él es ocasión de provocar las ideas en nuestra mente. 

Dirán que es muy natural esta suposición, ya que nuestras sensaciones se suceden de una manera ordenada y constante; y por lo mismo, las ocasiones en que se produzcan han de presentarse en una forma constante y regular. O sea que hay ciertas partículas de materia, permanentes y distintas, en correspondencia con nuestras ideas, y que sin despertar a éstas en nosotros ni impresionarnos en ningún sentido por ser del todo pasivas e imperceptibles para nosotros, son percibidas por Dios como tantas ocasiones que a Él le hacen presentes las ideas que ha de excitar en nosotros: así se explica que las cosas se vayan sucediendo de un modo constante y regular.

 

LXXI.

Respondiendo a esto diré que, sentada ya la noción de la materia, no se trata aquí de discutir la existencia de una cosa distinta del espíritu y de la idea, de percibir y de ser percibido, sino de saber si hay ciertas ideas (¡no sé de qué especie!) en la mente de Dios, que le sirvan como señales o notas para determinar en nosotros sensaciones e ideas de modo uniforme. Esto es, algo semejante a las notas del pentagrama que dirigen al virtuoso para producir las series melódicas que forman una composición a pesar de que los que le oyen no han visto las notas y sean completamente ignorantes de ellas. 

Esta noción de la materia  me parece tan extraña que no merece siquiera los honores de la refutación. Por otra parte, tampoco constituye una seria objeción contra lo que hemos dicho, a saber, que no existen sustancias insensibles no percibidas.

 

LXXII.

El orden de nuestras percepciones muestra la bondad de Dios, pero nada prueba a favor de la existencia de la materia. 

Guiados por la luz de la razón y contemplando uniformidad y constancia en el modo de producirse nuestras sensaciones, podemos colegir la sabiduría y bondad de aquel Supremo Espíritu que las provoca en nuestras mentes. Y de aquí no saco otra conclusión sino que la existencia de un espíritu infinitamente bueno, sabio y poderoso es más que suficiente para explicar todos los fenómenos naturales. 

Pero en cuanto a la materia inerte e insensible, nada de lo que percibo tiene la menor conexión con ella ni lleva siquiera a pensar en su existencia. 

Querría yo saber quién es capaz de explicar el más sencillo fenómeno de la naturaleza basado en la materia inerte, o de aducir una razón de su existencia aun con la más remota probabilidad, o, al menos, de dar una explicación de lo que significa tal supuesto. 

Porque si se dice que es una causa ocasional, ya hemos visto que en cuanto a nosotros no es ocasión de cosa alguna; a lo sumo, pues, y hechas todas las concesiones, lo sería con respecto a Dios; y ya hemos visto que tampoco es admisible esta tesis.

 

LXXIII.

Valdrá la pena que hagamos algunas consideraciones sobre los motivos que han podido inducir a los hombres a suponer o admitir la existencia de las sustancias materiales, y así, viendo que tales razones o motivos carecen de valor, podremos en consecuencia formarnos un juicio cabal del asentimiento que se les pueda dar. 

Primero, pues, se pensó que el color, figura, movimiento y demás cualidades sensibles o accidentales tenían existencia real con independencia de la mente; por esto se creyó necesario suponer un substratum o sustancia no pensante que les sirviera de apoyo, pues no se podía concebir que subsistieran por sí mismos. 

Después, con el transcurso del tiempo, convencidos los filósofos de que los sonidos, colores y demás cualidades primarias sensibles no podían tener existencia extramental, despojaron de estas cualidades a este substratum o sustancia material, conservando en él sólo las primarias, figura, movimiento y otras semejantes, que todavía concebían existiendo fuera de la mente y que por lo mismo necesitaban un apoyo material. 

Mas habiendo demostrado que ni siquiera estas cualidades primarias pueden existir fuera de una mente o espíritu que las perciba, síguese que no hay razón alguna que permita suponer la existencia de la materia. No sólo eso; es totalmente imposible que exista un ser semejante, mientras la palabra materia designe un substratum no pensante que sirve de apoyo, en el cual los accidentes puedan radicar sin la mente.

 

LXXIV.

Los materialistas conceden que si se ha admitido la noción de la materia, ha sido únicamente para dar a los accidentes un sustentáculo que les sirva de fundamento; ahora bien, no siendo válida esta razón, se puede esperar naturalmente que se abandone sin repugnancia una creencia basada en argumento tan débil. 

Sin embargo, el prejuicio que rebatimos está tan profundamente arraigado en nuestros entendimientos que no sabemos ni cómo empezar para deshacernos de él; por eso nos inclinamos a mantener al menos el nombre, pues la cosa es del todo insostenible. Y lo mismo nos sucede respecto de no sé qué nociones abstractas e indefinidas de ser y ocasión, aunque sin sombra siquiera de razón, al menos según mi entender. Porque ¿qué hay por nuestra parte, o qué es lo que percibimos de entre todas las ideas, sensaciones o nociones que se nos imprimen ya por el sentido, ya por la reflexión, de lo que podamos deducir la existencia de una ocasión inerte, insensible y no percibida? 

Además, por parte del Espíritu Omnipotente, ¿qué puede haber que nos permita caer y ni aun sospechar que para despertar ideas en nuestra mente haya de ser dirigido por una ocasión inerte?

 

LXXV. Absurdo que envuelve el suponer la existencia de la materia como ocasión de las ideas. 

Ejemplo singular, y por cierto bien lamentable, de la fuerza que tienen los prejuicios es el gran apego que, contra toda evidencia, muestra la mente humana para admitir un estúpido algo que carece de pensamiento y sensibilidad, y cuya interposición viene a aislarnos de la providencia de Dios, al que parece se quiere alejar de la marcha de los acontecimientos del mundo. 

Pero, por mucho que nos esforcemos para asegurar en nosotros mismos la creencia en la materia, aun cuando huyendo de la razón tratemos de apoyar nuestra opinión en una mera posibilidad de las cosas, aunque divaguemos por el campo sin limites de una imaginación desenfrenada sin el control de razonamiento, para admitir tal posibilidad; sin embargo, en fin de cuentas, no podemos saber otra cosa sino que en la mente divina existen ciertas ideas desconocidas. Porque eso, y nada más, puede significar la palabra ocasión, si es que algo significa, cuando la referimos a Dios. Lo cual, en realidad, es discutir no sobre la cosa, sino sobre el nombre.

 

LXXVI.

Así, pues, no es mi propósito dilucidar si hay tales ideas en la mente de Dios o si esas ideas se pueden designar con el nombre de materia. 

Lo que sí niego, porque me es imposible comprenderlo, es que haya una sustancia no pensante que sirva de sustentáculo a la extensión, al movimiento y a las demás cualidades sensibles; es cosa contradictoria y que de suyo repugna el que estas cualidades existan o se apoyen en una sustancia incapaz de pensar.

 

LXXVII.

No es cosa de interés el saber si existe o no un substratum no percibido. 

Se dirá tal vez que, dado que no exista ese sustentáculo inanimado de la extensión y demás cualidades o accidentes que percibimos, sin embargo puede ser que exista una sustancia inerte y sin percepción que sea el soporte cíe otras cualidades para nosotros tan incomprensibles como lo son los colores para el ciego de nacimiento, por no tener un sentido adaptado a ellas; que, si lo tuviéramos, no dudaríamos de su existencia, como tampoco dudara de la luz y los colores el ciego que recobrara la vista. 

Debo responder, en primer lugar, que si por la palabra materia se designa tan sólo un sustentáculo desconocido de cualidades desconocidas, no importa mucho saber si existe o no; pues siendo todo desconocido no nos atañe en modo alguno; ni tampoco veo la ventaja que puede haber en discutir la existencia de lo que no se sabe qué es ni por qué ha de ser.

 

LXXVIII.

Pero, en segundo lugar, si tuviéramos un nuevo sentido,  sólo nos serviría para proporcionarnos nuevas ideas o sensaciones; y en ese caso, para cerciorarnos de la existencia de éstas en una sustancia inerte, tropezaríamos con las mismas dificultades que las ya consideradas con respecto a la figura, color, movimiento, etc. 

Ya se ha demostrado que las cualidades no son más que sensaciones o ideas existentes en la mente que las percibe; y esto es cierto no solamente de las ideas a que ahora estamos acostumbrados, sino también de cualesquiera otras ideas posibles.

 

LXXIX.

Alguno querrá insistir diciendo que 1) aun sin haber razón fundamental para afirmar la existencia de la materia, y 2) sin conocer de ella una aplicación tan sólo, 3) sin que ella pueda servir para explicar los fenómenos más sencillos, 4) sin comprender lo que esta palabra significa, con todo, no hay contradicción en afirmar que la materia existe, que en términos generales es una sustancia, y que es ocasión de las ideas; y todo ello, a pesar de las serias dificultades que implica el comprender su significado, o el adoptar una explicación cualquiera. 

A esto responderé que, efectivamente, cuando las palabras se emplean sin ningún significado, se pueden enlazar a capricho sin temor a incurrir en contradicciones. Por ejemplo, cualquiera puede decir que dos por dos son siete, con tal que se advierta que estas palabras no se toman en el sentido usual, sino para denotar... no se sabe qué. De la misma forma y por idénticas razones se puede afirmar que existe una sustancia no pensante, inerte, sin accidentes, que es ocasión de nuestras ideas: y lo mismo entenderemos por una proposición que por la otra, esto es, nada.

 

LXXX.

Por último quizá preguntará alguno: ¿qué sucedería si, dejando a un lado la noción de sustancia material, afirmáramos que la materia es algo desconocido, ni sustancia ni accidente, ni espíritu ni idea, inerte, sin pensamiento, inmóvil, inextensa, sin existir en el espacio? Porque así, admitida esta definición negativa de la materia, se desvanecen todas las objeciones que puedan hacer contra sustancia y ocasión, o contra cualquier otra noción positiva o relativa que pueda darse de la materia. Como antes, responderé que, si se toman en igual sentido las palabras materia y nada, pueden perfectamente, siguiendo ese modo de hablar, hacerse convertibles: porque después de todo, ése será el único resultado de semejante definición, cuyos elementos, mirados en conjunto o por separado, no hacen en mi mente otra impresión que la que pueda hacer este vocablo nada.

 

LXXXI.

Replicará alguno que en la anterior definición de materia va incluido algo que la distingue suficientemente de la nada, a saber, la idea positiva abstracta de quiddidad, entidad, existencia. 

Indudablemente, los que pretenden tener la facultad de elaborar ideas abstractas, podrán hablar como si de hecho tuvieran tal idea, que, según ellos, es la más abstracta y general y que para mi es la más incomprensible. 

A la verdad, no puedo negar que existe una inmensa variedad de espíritus, de diferente categoría y distinta capacidad, y cuyas facultades, en número y extensión, sobrepasan con mucho a las que a mí me concedió el autor de mi ser. Sería la más loca presunción por mi parte pretender determinar las ideas que en ellos haya podido imprimir el inagotable poder del Supremo Espíritu, juzgando sólo por mis limitados, estrechos y escasos medios de percepción. 

Pues deben existir, según lo que a mí se me alcanza, innumerables clases de ideas o sensaciones, tan diferentes entre sí y tan distintas de todo lo que he percibido, como lo son los colores y los sonidos. 

Pero así como estoy dispuesto a reconocer lo limitado de mi comprensión con respecto a la variedad de espíritus e ideas que puedan existir, no obstante entiendo que es una evidente contradicción, o si no, un mero juego de palabras, el decir que se posee la noción de entidad o existencia con abstracción de espíritu e idea e independientemente del percibir y ser percibido. 

Nos falta sólo considerar las objeciones que puedan, ponerse fundándose en la religión.

 

LXXXII. Respuesta a las objeciones tomadas de la Sagrada Escritura. 

Hay quienes  juzgan que, si bien los argumentos de razón para demostrar la existencia de los cuerpos no son concluyentes ni pueden servir de base a una demostración, sin embargo, las Sagradas Escrituras son tan claras en este punto que todo buen creyente debe por ellas estar persuadido de que los cuerpos tienen existencia real y de que son algo más que meras ideas; puesto que en los Sagrados Libros se relatan innumerables hechos que evidentemente suponen la realidad de cosas, como la madera, las piedras, las montañas, ríos, ciudades, como también el cuerpo humano. 

A lo que respondo que nuestra doctrina no pone en peligro la verdad de ningún libro, ni sagrado ni profano, cuando emplea esos términos en su acepción vulgar, o de tal manera que puedan tener una interpretación dentro del lenguaje usual. 

Ya hemos hecho ver anteriormente que está muy de acuerdo con nuestros principios el sostener que las cosas existen, que hay cuerpos o sustancias corpóreas, tomando estos términos en su sentido corriente y no en el filosófico. También expusimos ampliamente la diferencia entre cosas e ideas, realidades y quimeras.  

Pero lo que en ninguna parte de la Sagrada Escritura se menciona es la materia tal como la entienden los filósofos, ni la existencia de objetos sin la mente o fuera de ella.

 

LXXXIII. Nada puede objetarse a base del lenguaje 

Existan o no las cosas externas, todo el mundo concede que las palabras propiamente no tienen otro fin sino representar nuestras concepciones, esto es, las cosas según las percibimos y conocemos. 

De donde resulta claro que en las tesis anteriormente establecidas nada hay incompatible con el recto uso del lenguaje; ni tampoco habrá que modificar nada en los escritos o discursos, de cualquier clase que sean, con tal que puedan entenderse. 

Todo esto es tan evidente, según lo ya dicho, que considero innecesario insistir más en ello.

 

LXXXIV.

También se objetará  que con nuestros principios pierden mucho de su fuerza e importancia los milagros. ¿Qué habremos de pensar de la vara de Moisés, si realmente no se convirtió en serpiente, o fue todo un simple cambio de ideas en las mentes de los espectadores? ¿Cabe suponer que el Salvador en las bodas de Caná no hizo sino engañar la vista, el olfato y el gusto de los comensales, creando en ellos una mera apariencia o idea del vino? Y lo mismo se puede objetar sobre los demás milagros, que, siguiendo los principios establecidos, se reducirían a meros fraudes o ilusiones de la fantasía. 

Respondo a esto que la vara de Moisés fue transformada en serpiente real, y el agua de las bodas de Caná fue convertida en vino real. Y que esto no contradice en lo mínimo los principios sentados, como puede verse en los párrafos XXXIV y XXXV. 

Añadiré, por fin, que esta distinción entre lo real y lo imaginario se ha explicado ya tan extensa y claramente, tantas veces hemos hecho alusión a ella, y tan fácilmente se resuelven las objeciones que en este sentido puedan oponerse, que sería hacer muy poco honor a mis lectores repetir ahora las mismas explicaciones como si no las hubiesen comprendido. 

Sólo haré observar (a propósito de las bodas de Caná) que si todos los convidados vieron, olieron, gustaron y bebieron el vino y sintieron sus efectos, en ninguna manera puedo yo dudar de que aquello fue vino en realidad. 

Así pues, el escrúpulo relativo a los milagros no tiene cabida dentro de nuestro sistema, sino antes al contrario, surge espontáneamente en el sistema tradicional, de suerte que más que una objeción resulta ser ello una confirmación de nuestra doctrina.

 

LXXXV.  Consecuencias de las anteriores afirmaciones. 

Habiendo resuelto las objeciones que hemos procurado exponer con toda claridad destacando todo el valor que pudieran tener, pasemos ahora a examinar las consecuencias de nuestra tesis. 

Algunas de éstas parecerán a primera vista como aquellas difíciles y oscuras cuestiones sobre las que tanto y tan inútilmente se especuló, ahora barridas para siempre del campo de la filosofía. Por ejemplo: 1) si la sustancia corpórea puede pensar, 2) si la materia es infinitamente divisible, 3) cómo obra la materia sobre el espíritu, etc. 

Estas y otras cuestiones semejantes han entretenido durante siglos a los filósofos. Y como todas ellas presuponen la existencia de la materia, no tienen cabida en nuestro sistema. El cual ofrece otra serie de ventajas lo mismo para la religión que para las ciencias, como puede comprobar cualquiera, aplicando a cada caso lo ya expuesto. Y más sencillamente se verá analizando los corolarios de nuestros principios.

 

LXXXVI.

Suprimida la materia, nuestro conocimiento adquiere mayor certeza. 

De nuestra doctrina se sigue que el conocimiento humano abarca dos grandes grupos: el de las ideas y el de los espíritus. Vamos por partes. 

En cuanto a las ideas, o cosas que no piensan, diré que su conocimiento se ha oscurecido confusamente, lo que ha llevado al género humano a peligrosos errores por la suposición de la doble existencia de las cosas sensibles: una, inteligible o in mente, y otra, real, o pretermental; con esta última se da por supuesto que las cosas no pensantes tienen en sí mismas subsistencia propia, independientemente de que sean percibidas por los espíritus. 

Ésta, que como se ha demostrado, es una noción absurda y sin fundamento, es la verdadera raíz de todo escepticismo: pues mientras el hombre piense que las cosas subsisten realmente fuera de la inteligencia, y que el conocimiento en tanto es real en cuanto se conforma con las cosas reales, síguese que nunca puede tener certeza de que su conocimiento sea absolutamente real. Porque, ¿cómo podrá saber que las cosas percibidas se adaptan a las no percibidas, que existen sin la mente o fuera de ella?

 

LXXXVII.

El color, la figura, el movimiento, la extensión y demás cualidades sensibles, consideradas sólo como otras tantas sensaciones de la mente, son perfectamente cognoscibles, pues nada hay en ellas que escape a la percepción humana. 

Pero si se las considera como notas o imágenes de cosas o arquetipos extramentales, caemos de nuevo en el escepticismo; porque en tal supuesto, únicamente conoceríamos apariencias y no cualidades reales de las cosas; es decir, nos sería imposible conocer realmente o en sí mismas la extensión, la figura y el movimiento, y no podríamos hablar sino de la relación o proporción que estas cualidades guardan con nuestros sentidos. 

Dicho de otra forma: permaneciendo idénticas las cosas, nuestras ideas varían; y en ese caso no podemos determinar si alguna de éstas, o al menos cuáles de entre ellas representan las verdaderas cualidades realmente existentes en las cosas. 

O sea, que cuanto conocemos, vemos, oímos o sentimos, puede muy bien no ser más que un fantasma, una vana quimera, muy lejos de la realidad de los seres de la naturaleza. 

Este escepticismo es la conclusión inmediata de la diferencia que se establece entre cosas e ideas, y de atribuir a aquéllas una existencia real pretermental. 

Fácil sería continuar este razonamiento, aplicándolo a todos los ramos del saber, y así demostrar que los argumentos esgrimidos por los escépticos de todos los tiempos se fundan en la suposición de que existen objetos externos con independencia de la mente.

 

LXXXVIII.

De existir la materia externa, no sería posible conocer la naturaleza ni aun la existencia de las cosas. 

Por el mero hecho de atribuir a los seres no pensantes existencia real distinta de su perceptibilidad pasiva, nos resultaría imposible conocer con evidencia 1) no sólo la naturaleza de esos seres no pensantes, sino 2) hasta su misma existencia. 

De aquí es que veamos cómo los filósofos, desconfiando de sus sentidos, dudan del cielo y de la tierra, de todo lo que sienten y tocan, y hasta de su mismo cuerpo. Y tras de tanto luchar con sus propios sentimientos, se ven obligados a reconocer que no podemos alcanzar un conocimiento evidente por sí o por demostración de que existen las cosas sensibles. 

Pero todas estas incertidumbres que tanto embrollan y confunden las inteligencias y ponen en ridículo a la filosofía ante los ojos de todos, se desvanecen tan pronto como, atribuyendo un sentido real a las palabras, no nos detenemos en un puro entretenimiento con los términos absoluto, externo, existencia, y otros parecidos con los que ni aun nosotros sabemos lo que queremos significar. 

Lo mismo puedo dudar de mi existencia como de la de los seres que actualmente percibo por los sentidos, ya que es una contradicción patente el que un objeto sensible sea directamente percibido por los sentidos, la vista o el tacto, y que al mismo tiempo no tenga existencia en la naturaleza, puesto que el existir de los seres no pensantes consiste sólo en su perceptibilidad pasiva, esto es, en el hecho de que sean percibidos.

 

LXXXIX. De las cosas o seres. 

Al objeto de construir un sistema firme, de sólido y real conocimiento, capaz de resistir los ataques del escepticismo, nada, al parecer, será de tanta importancia como fundamentarlo en una explicación clara de lo que significan las palabras cosa, realidad, existencia; pues sería en vano toda discusión relativa a la existencia real de las cosas, si de antemano no fijáramos el sentido de tales términos. 

Cosa o ser  es el nombre más universal de todos; comprende dos géneros enteramente diferentes entre sí que sólo tienen de común el nombre de ser, a saber: los espíritus y las ideas. Los primeros son sustancias activas e indivisibles (o incorruptibles); las segundas son inertes, perecederas (pasivas y transitorias), o bien seres dependientes, que subsisten no por sí mismos sino como sostenidos y existentes en sustancias espirituales.  

Aprehendemos nuestra existencia por la reflexión o sentido interno; y la de los otros espíritus, por la razón. 

Puede afirmarse que tenemos conocimiento o noción de nuestras propias mentes y de los espíritus y seres activos; de los cuales, sin embargo, no podemos decir que tengamos idea en el propio sentido de la palabra. 

De manera semejante conocemos las relaciones que existen entre las cosas o ideas, relaciones que de suyo son diferentes de las mismas cosas entre sí relacionadas, por cuanto que éstas pueden ser percibidas sin necesidad de percibir aquéllas. 

Para mí, ideas, espíritus y relaciones constituyen todo lo que, en su respectivo género, puede ser objeto del conocimiento y discurso humanos; por ello considero una impropiedad aplicar la palabra idea para significar las cosas que conocemos o de las que tenemos noción.

 

XC. Las cosas externas son o impresas o percibidas por otro espíritu. 

Las ideas impresas en los sentidos son reales, o sea, existen realmente; esto no lo negamos. Pero no podemos admitir 1) que subsistan con independencia de la mente que las percibe, 2) ni que sean semblanzas de arquetipos que existan fuera de todo espíritu: 1) puesto que el ser de una sensación o idea está en que sea percibida, 2) y una idea no puede asemejarse sino a otra idea. 

Por otra parte, las cosas percibidas por el sentido se pueden decir externas con relación a su origen, en cuanto no son engendradas desde dentro de la misma mente, sino 1) impresas por un espíritu distinto de aquel que las percibe. Igualmente los objetos sensibles pueden decirse independientes de la mente en otro sentido, a saber 2) cuando existen en algún otro espíritu. Y así, al cerrar yo los ojos, pueden continuar existiendo las cosas que yo vea, pero existirán en otra mente o espíritu.

 

XCI. Las cualidades sensibles son reales. 

Sería un error pensar que lo dicho hasta ahora pueda servir en lo mínimo de argumento para negar la realidad de las cosas. 

Siguiendo los principios tradicionales, se admite que la extensión, el movimiento y en general todas las cualidades sensibles necesitan un apoyo o sustentáculo, pues son incapaces de subsistir por sí mismas. Y como por otra parte se concede que los objetos percibidos por los sentidos son sólo combinaciones de aquellas cualidades, resultará que tampoco los objetos sensibles pueden subsistir por sí mismos. Es opinión muy general. 

Así que al negar nosotros que las cosas percibidas por los sentidos tengan existencia independiente de una sustancia o sustentáculo en el que se apoyen, no vamos en nada contra el sentir general acerca de su realidad ni se nos puede tachar de innovadores en este aspecto. 

Toda la diferencia está en que, según nuestra doctrina, los seres no pensantes percibidos por los sentidos no tienen más existencia que el hecho de ser percibidos, por lo que no pueden existir más que en las sustancias inextensas e indivisibles llamadas espíritus, que son las que actúan, piensan y perciben;  mientras los filósofos comúnmente afirman que las cualidades sensibles existen en una sustancia inerte, extensa, desprovista de percepción, llamada materia, a la que atribuyen subsistencia natural, exterior a todo ser pensante, y que no consiste en ser percibida por mente alguna, ni siquiera por la del Creador, en la cual suponen que existen solamente las ideas de las sustancias corpóreas, creadas por Él, si es que realmente conceden que hayan sido creadas.

 

XCII. Se refutan algunas objeciones de los ateos. 

Ya hemos visto cómo la doctrina de la materia o sustancia corpórea ha sido el origen y principal fundamento del escepticismo; pero no sólo eso: semejante teoría de la existencia pretermental de la materia también ha dado pie a que él ateísmo o irreligión construyera sus impíos sistemas. 

Es más; tan difícil se halló concebir que la materia fuese producida de la nada, que los más celebrados entre los antiguos filósofos, aun aquellos que creían en la existencia de Dios, enseñaron que la materia es increada y coeterna con el mismo Creador. 

No habrá necesidad de insistir en hacer ver la simpatía e inclinación que en todas las edades han mostrado los ateos por la materia. Todos sus monstruosos sistemas están en tan visible dependencia de ella, que apenas se remueve ésta su piedra angular, todo el edificio se viene necesariamente a tierra; de manera que no vale la pena gastar más tiempo en refutar los absurdos de cada una de estas desdichadas sectas ateas.

 

XCIII. Lo mismo se dice con respecto a los fatalistas. 

Estos impíos y profanos filósofos muy fácilmente admitirían los sistemas materialistas y ateos que fomentan y coadyuvan su teoría, poniendo en ridículo toda sustancia inmaterial para suponer que el alma es divisible y corruptible como el cuerpo, con lo cual desaparece toda libertad e inteligencia y todo plan en la creación de las cosas, y se hace, por el contrario, depender todo como de su origen, de una sustancia estulta, autoexistente y no pensante. 

Estos tales sin duda escucharían muy a gusto a todos los que niegan la Providencia o gobierno de un Espíritu Superior en las cosas del mundo, atribuyendo la serie de los acontecimientos ya a una ciega casualidad, ya a una fatal necesidad que procede de los encuentros o choques de unos cuerpos con otros. 

Tal proceder tendría perfecta explicación. 

Por otra parte se observa que los enemigos de la religión dan mucha preponderancia a la materia no pensante, y ponen el mayor interés en reducir todas las cosas a esa materia; por ello estimo que a los hombres de mejores principios les servirá de satisfacción el ver a sus adversarios desprovistos de su arma más poderosa, arrojados de su única fortaleza, sin la cual ni epicúreos ni hobbesianos y afines pueden tener ni sombra de fundamento para propugnar sus sistemas. Y así resultan enemigos muy fáciles de vencer.

 

XCIV. Los idólatras. 

La existencia de la materia o de los cuerpos independientemente de su percepción, no sólo ha dado el mejor argumento a los ateos y fatalistas, sino que también ha constituido la base de la idolatría en sus diversas formas. 

Bastara, en efecto, que el hombre tuviese en cuenta que el Sol, la Luna, las estrellas y los demás objetos de los sentidos son tan sólo otras tantas sensaciones de su mente que no existen sino en cuanto que son percibidas, para que no se prosternara y adorara sus propias ideas, sino más bien rindiese el tributo de sus homenajes a aquel Espíritu eterno e invisible que produce y sustenta todos los seres.

 

XCV. Los socinianos. 

Los mismos absurdos materialistas, mezclándose con los artículos de nuestra fe, han dado no poco en qué entender a los cristianos. Por ejemplo, con respecto a la resurrección ¿cuántos escrúpulos se han suscitado de parte de los socinianos y otros? 

Ahora bien, los más razonables de entre ellos se fundan en el supuesto de que un cuerpo se dice el mismo con relación a la sustancia material, que siempre se conserva idéntica, a pesar de revestir diversas formas, sin que dicha identidad dependa en nada de aquel modo o aspecto bajo el cual la aprecian los sentidos. 

Pues bien, suprimida esa noción de sustancia material cuya identidad se discute, todas las objeciones caen por su base, bastando que a la palabra cuerpo se le dé el significado que comúnmente tiene, a saber, aquello que vemos o sentimos inmediatamente y que se reducen a una combinación de cualidades sensibles o ideas.

 

XCVI.  Consecuencias de la negación de la materia. 

Una vez descartada la noción de materia en la naturaleza, se desvanecen muchas otras nociones escépticas o impías, como también el increíble número de disputas y cuestiones enredosas, que han sido otros tantos tropiezos en el campo de la teología y de la filosofía, y que han dado lugar a un trabajo inmenso y nada fructífero para el progreso del género humano. Y si bien los argumentos aducidos para negar la existencia de la materia no parecerán a todos una demostración apodíctica (aunque para mí lo son), con todo estoy cierto de que de ellos reportarán no poco provecho la paz y la religión, como fácilmente reconocerá cualquiera que atentamente los considere.

 

XCVII.

Junto con la existencia externa de los objetos percibidos por los sentidos, otra causa no menos importante de errores y dificultades con relación al conocimiento ha sido la teoría de las ideas abstractas, según se ha expuesto en la introducción. 

Las cosas más sencillas del mundo, aquellas que mejor conocemos y con las que estamos más familiarizados, aparecen enormemente difíciles e incomprensibles cuando se las considera en abstracto. El tiempo, el lugar, el movimiento, tomados en concreto, son lo que todo el mundo sabe; pero si pasan por el tamiz de los metafísicos, se vuelven tan abstrusos y sutiles que no hay quien sea capaz de comprender lo que puedan ser. 

Ordenad a vuestro criado que os espere en tal sitio y a tal hora, veréis que no se pone a deliberar lo que significan estas palabras, ni encontrará la menor dificultad en concebir el tiempo, el lugar y la serie de movimientos que tiene que hacer para estar donde y cuando le hayáis dicho. 

Pero si se toma el tiempo en abstracto, separándolo de todas las circunstancias particulares e ideas que permiten distinguir un día de otro, una hora de otra; si se considera nada más que como continuación de la existencia, o como la duración en general, entonces hasta un filósofo quedaría perplejo para entender lo que hubierais querido significar al dar aquella orden.

 

XCVIII.  Un dilema. 

En cuanto a mí, debo decir que me veo perdido y envuelto en dificultades insolubles siempre que intento formarme concepto del tiempo, abstrayéndolo de la sucesión de ideas que en mi mente fluyen de modo uniforme (uniformidad y sucesión que también se ve en los demás seres). No tengo de él la más remota noción en absoluto: sólo oigo que otros dicen que es divisible hasta lo infinito y hablan de él en términos tales que me sugieren los más peregrinos pensamientos acerca de mi existencia. Porque esa doctrina de los abstraccionistas le pone a uno en la alternativa de creer 1) que pasa muchísimas horas sin tener un solo pensamiento, o bien de suponer 2) que es aniquilado a cada instante de su vida: cosas ambas, absurdas por igual. 

Por tanto, no siendo nada el tiempo cuando se abstrae de la sucesión de ideas en la mente, se sigue de ahí que la duración en un espíritu finito debe ser estimada por el número de ideas o acciones que en tal espíritu se suceden; y como consecuencia inmediata debemos inferir que el alma siempre está pensando.  Y a la verdad, el que quisiera dividir sus pensamientos, o por abstracción separar en su espíritu el existir del pensar, difícilmente podría conseguirlo.

 

XCIX.

De la misma manera, cuando queremos concebir la extensión y el movimiento prescindiendo de las otras cualidades y sólo contemplarlos en sí mismos, vemos que se esfuman de nuestro pensamiento y de nuestra memoria, y nos precipitamos en las más raras extravagancias.  Todo lo cual depende de una doble abstracción: primero se supone que la extensión puede concebirse abstrayendo de las demás cualidades sensibles; y segundo, se supone igualmente que el ser de la extensión es cosa distinta del hecho de ser percibida. 

Pero todo el que reflexione atentamente y quiera expresarse en términos que se puedan entender, echará de ver que las cualidades sensibles son verdaderas sensaciones sin dejar de ser reales; que allí donde está la extensión está también el color, esto es, en la propia mente; que todos sus arquetipos pueden existir tan sólo en alguna otra mente y que todos los objetos del sentido no son sino sensaciones combinadas, mezcladas y, por así decirlo, concretadas en conjuntos, sin que dichos objetos puedan existir no siendo percibidos.

 

C.

Son pocos los que pretenden afirmar que uno puede tener la idea de la felicidad prescindiendo de todo lo que sea placentero; o de la bondad, independientemente de toda cosa buena. 

Puede uno ser virtuoso y justo sin tener idea de lo que pueda ser virtud o justicia. 

La opinión de que estos y otros términos semejantes representan nociones generales con abstracción de toda persona o cosa en particular, parece haber sido la causa de las dificultades que se encuentran en la moral y las que han hecho su estudio poco menos que inútil para el género humano. Y, en realidad  la doctrina de la abstracción ha contribuido en gran parte a viciar lo más útil de nuestros conocimientos.

 

CI. La Filosofía natural y las Matemáticas. 

Las dos grandes ramas de la ciencia especulativa que versan sobre las ideas recibidas por los sentidos y las mutuas relaciones que existen entre ellas, son la Filosofía natural y las Matemáticas. Haré algunas observaciones sobre estas ciencias, y primeramente sobre la Filosofía natural. 

En este terreno quieren jactarse de su triunfo los escépticos. El cúmulo de argumentos que aducen para subestimar nuestras facultades y hacer aparecer al hombre en condiciones de inferioridad y suma ignorancia, lo fundan en el principio que establecen diciendo que estamos invenciblemente ciegos con respecto a la naturaleza real y verdadera de las cosas. 

Y, al desarrollarlo, exageran a placer semejante aserto. Somos, según ellos, miserablemente engañados por nuestros sentidos; nuestras especulaciones no pasan de meros entretenimientos con la apariencia externa de las cosas; la esencia real, las cualidades íntimas, la constitución del más pequeño cuerpo, escapan a nuestra comprensión; hay algo en cada gota de agua, en cada grano de arena, que se encuentra más allá de todo poder humano y que no es posible sondear ni comprender. 

Mas si se atiende a lo que antes hemos explicado, se verá que este clamoreo carece de fundamento; y que de tal manera estamos influidos por principios falsos que desconfiamos hasta de nuestros sentidos y tememos no comprender nada de aquello que conocemos perfectamente.

 

CII.

Una de las causas que más han contribuido a que nos declaráramos ignorantes de la naturaleza de los seres ha sido indudablemente la opinión muy corriente de que cada cosa encierra dentro de si misma la razón de sus propiedades; o bien, que en cada objeto hay una esencia íntima, que es la fuente de la que dimanan sus cualidades externas y de la cual dependen. 

Ha habido quien   ha pretendido dar una explicación del aspecto exterior de las cosas fundándose en cualidades ocultas; pero la mayoría de los filósofos  las hacen derivar de causas mecánicas, como son la figura, el movimiento, el peso y otras propiedades semejantes, consideradas en partículas diminutas. 

En realidad, no hay otro agente o causa eficiente más que el espíritu; pues es cosa manifiesta que el movimiento, al igual que las demás ideas, es del todo inerte. (Véase el párrafo XXV.) 

Así, al tratar de explicar la producción del color o del sonido por el movimiento o la figura, cada cual puede pensar que está en lo cierto; pero sería fatigarse en vano  el pretender forjarse de ello una idea abstracta por la magnitud y otras cualidades semejantes. 

Por eso vemos que los esfuerzos hechos en este sentido no son, ni mucho menos, satisfactorios; y en general esto sucederá siempre que una idea o cualidad quiera considerarse como causa de otra. 

No creo necesario recordar el gran número de hipótesis abandonadas (para explicar cualquiera de los fenómenos), pero sí haré observar que con nuestra doctrina se simplifica mucho el estudio de la naturaleza.

 

CIII. La atracción es un efecto y no una causa. 

El gran principio mecánico que ahora está en boga es la atracción. 

Con ella se pretende explicar suficientemente el que una piedra caiga hacia la Tierra, o que las aguas del mar se vean agitadas por la Luna. Pero ¿en qué forma nos ilustra semejante explicación? ¿Acaso esa palabra significa el modo de una tendencia de las cosas, o que los cuerpos se aproximan por un movimiento recíproco, sin que sean lanzados unos contra otros? Pero con todo ello nada se aclara sobre la realidad del hecho de la acción; y puesto que prácticamente nada sabemos de esto, lo mismo podemos llamar a esta acción impulso o empuje que atracción. 

Vemos también que en determinadas circunstancias dos barras de acero se adhieren fuertemente, y también esto se quiere explicar por la atracción; pero en este caso, como en los demás, no veo que signifique otra cosa sino el efecto mismo; nada se insinúa siquiera ni en cuanto al modo de producirse ni en cuanto a la causa que provoque el efecto.

 

CIV.

De hecho, si consideramos en conjunto varios fenómenos, comparándolos entre sí, podremos observar algunas semejanzas y hasta cierta uniformidad en su producción. 

Por ejemplo: en la caída de una piedra hacia la Tierra, en la elevación que la Luna determina en las aguas del mar, en la cohesión y en la cristalización, hay algo semejante, que es la unión o recíproca aproximación de los cuerpos. De suerte que ninguno de estos o análogos fenómenos puede parecer extraño o sorprendente a quienquiera haya observado y comparado detenidamente los efectos de la naturaleza. Sólo se juzga anormal o extraordinario el caso no común, que se presenta aislado, fuera del curso acostumbrado de nuestra experiencia. 

Que los cuerpos se dirijan hacia el centro de la Tierra no nos sorprende, porque eso lo vemos a diario; en cambio la mayoría de los hombres considerará muy extraño el que los cuerpos graviten igualmente hacia el centro de la Luna, porque esto sólo se aprecia en las mareas. 

Sin embargo, un filósofo de mayor amplitud de pensamiento que el vulgo, y que ha observado mayor número de fenómenos en la naturaleza y multitud de semejanzas o analogías entre la Tierra y los demás astros, de las que deduce que los cuerpos tienen una tendencia recíproca, designada con el nombre de atracción, podrá juzgar con más exactitud de los hechos que a la atracción se reduzcan. Y así se explicará las mareas por la atracción entre la Luna y el globo terráqueo, cosa que no le parecerá extraña o anómala, sino caso particular de una ley general de la naturaleza.

 

CV.

Por lo tanto, lo que establece la diferencia entre un filósofo natural y los demás hombres, con relación al conocimiento de los fenómenos, no es la mayor exactitud en determinar la causa eficiente que los produce, pues no puede ser más que la voluntad de un espíritu, sino una comprensión más extensa, en virtud de la cual puede descubrir en la obra de la naturaleza y en los fenómenos particulares ciertas analogías, armonías o congruencias, que permiten reducirlo todo a reglas generales (véase el párrafo LXII); y éstas por estar fundadas en la uniformidad con que se producen los efectos naturales, son más conformes con la índole de nuestra mente, que no se siente satisfecha hasta haberlas encontrado a través de su investigación. 

Una vez descubiertas las leyes generales de los fenómenos, se extiende nuestra vista más allá de lo que está presente y próximo a nosotros; mediante ellas podemos hacer conjeturas muy verosímiles sobre cosas que han sucedido a mucha distancia de nosotros en el tiempo y en el espacio, e igualmente predecir lo porvenir: el esfuerzo por lograr esta suerte de omnisciencia es lo que caracteriza y estimula nuestra mente.

 

CVI. Precaución necesaria en el uso de las analogías. 

A pesar de todo, en estos procesos de inducción analógica debemos proceder con suma circunspección , pues de lo contrario corremos el riesgo de extender indebidamente el alcance de las semejanzas y de establecer postulados muy generales en perjuicio de la verdad, sólo por satisfacer el natural anhelo de nuestro entendimiento. 

Por ejemplo, hay muchos que no dudan en afirmar que la gravitación es universal, simplemente por haber observado que se da un gran número de casos, y afirman que el atraer y ser atraído un cuerpo por todos los demás es cualidad esencial e inherente en todos ellos. En contra de esa universalidad vemos que las estrellas fijas no tienen la tendencia recíproca o atracción que supone la teoría de la gravitación. Más aún, la gravitación está tan lejos de ser esencia; a los cuerpos, que en muchos fenómenos se observa precisamente lo contrario, como en el crecimiento de las plantas, vertical y hacia arriba (huyendo del centro de la Tierra) y en la elasticidad del aire. 

No hay, pues, en este caso nada necesario ni esencial, sino que todas las cosas dependen de la voluntad del Espíritu, el cual dispone que unos cuerpos penetren en otros o tengan una tendencia recíproca siguiendo leyes determinadas, mientras que hace que otros se mantengan a distancia invariable, y aun a algunos les comunica una propiedad contraria, haciendo que se separen mutuamente: todo según el juicio sapientísimo de aquel Ser infinito.

 

CVII. Después de lo dicho, creo que podremos sentar las conclusiones siguientes: 

Primera. Es cosa evidente que los filósofos divagan inútilmente cuando pretenden hallar una causa natural o eficiente, distinta de la mente o espíritu. 

Segunda. Considerada la creación entera como la obra de un Agente sabio y bueno, parece lo más natural que los investigadores se ocupen en averiguar las causas finales de las cosas,  al contrario de lo que muchos hacen. Por mi parte, considero el camino más a propósito para explicar los seres y fenómenos naturales el señalar los diversos fines a los que están adaptados y para los cuales fueron hechos desde un principio con admirable sabiduría, ocupación muy digna, por cierto, de todo verdadero filósofo. 

Tercera: De lo anteriormente dicho no se puede deducir que se haya de abandonar el estudio de la naturaleza o que no se hayan de hacer observaciones y experimentos que nos permitan establecer leyes generales: las cuales no derivan de aspectos o relaciones inmutables entre las cosas, sino de la sabiduría y bondad para con los hombres en el gobierno del mundo. (Véanse los párrafos XXX y XXXI.) 

Cuarta: Mediante una diligente observación de los fenómenos que están a nuestro alcance, podemos descubrir las leyes generales de la naturaleza y por ellas deducir, no demostrar, los demás fenómenos: pues todas las deducciones de este género se fundarán en el supuesto de que el Autor de la naturaleza obra siempre de un modo uniforme, observando invariablemente las reglas que nosotros tomamos como principios, reglas que nos es imposible conocer con toda evidencia.

 

CVIII.  Tres analogías.

Los que partiendo de los fenómenos quieren establecer leyes generales y después derivar de éstas los fenómenos, parece que se detienen en considerar los signos más bien que las causas. Se pueden comprender muy bien los signos naturales sin conocer sus analogías y sin poder 1) explicar el porqué de una ley. Y así como es muy posible incurrir en impropiedades del lenguaje 2) al escribir, siguiendo con demasiado rigor las reglas gramaticales, del mismo modo, al investigar las leyes naturales no es improbable que extendamos las analogías más allá de lo justo, incurriendo por tanto en error.

 

CIX.

Así como 3) al leer un libro, todo lector avisado fijará su atención en el sentido de lo que lee para aplicarlo a la práctica sin detenerse en inoportunas observaciones gramaticales, del mismo modo al recorrer el gran libro de la naturaleza sería rebajar la dignidad de la mente humana el pretender reducir con exactitud minuciosa todos los fenómenos a leyes generales o derivarlos como consecuencias de ellas. 

Hemos de buscar objetivos más elevados, como son: 1) recrear y ennoblecer la mente con la contemplación de la belleza, orden, número y variedad de las cosas; de aquí, 2) elevarnos a considerar la grandeza, sabiduría y bondad del Creador; y por último, en cuanto de nosotros dependa, 3) hacer que los seres todos nos lleven al fin para que fueron creados, a saber, la gloria de Dios, el sustento y solaz de nosotros mismos y de las demás criaturas.

 

CX.

La mejor guía para el estudio de la naturaleza es sin duda cierto tratado de Mecánica,  de universal y merecido renombre, en cuya introducción, al hablar del espacio, tiempo y movimiento, se los divide en absoluto y relativo, verdadero y aparente, matemático y vulgar. Distinción que, según explica profusamente el autor, supone que estas cantidades tienen existencia independiente del entendimiento, y que de ordinario se las concibe sólo con relación a las cosas sensibles, con las cuales sin embargo, atendida su propia naturaleza, no tienen nada que ver.

 

CXI.

En cuanto al tiempo, tal como en dicho libro se considera, en un sentido absoluto y abstracto, como duración o persistencia en el existir de las cosas, nada tengo que añadir a lo ya dicho sobre esta materia en los párrafos XCVII y XCVIII. 

En cuanto a lo demás, dice este celebrado autor que existe un espacio absoluto, no perceptible por los sentidos, inmóvil, siempre semejante a sí mismo, y un espacio relativo, que sirve para medir el primero, y que por ser movible y viniendo definido por su situación con respecto a los cuerpos sensibles, vulgarmente se toma por el espacio absoluto e inmóvil. 

El lugar lo define como la parte de espacio ocupado por un cuerpo; y puesto que el espacio puede ser absoluto y relativo, también para el lugar admite la misma división. 

El movimiento absoluto dice que es la traslación que experimenta un cuerpo desde un lugar absoluto a otro lugar absoluto; mientras que el movimiento relativo se verifica entre lugares relativos. 

Como quiera que las partes del lugar absoluto no caen bajo el dominio de los sentidos, en vez de ellas tenemos que valemos de sus medidas sensibles; y por ello, tanto el lugar como el movimiento se definen con relación a cuerpos que consideramos inmóviles. 

Pero en el terreno filosófico debemos abstraer de los sentidos, ya que puede suceder muy bien que ninguno de esos cuerpos que nos parecen en reposo lo esté en realidad; y que una misma cosa que tenga movimiento relativo, en la realidad esté en reposo. También uno y el mismo cuerpo puede estar a la vez en reposo y en movimiento relativos, o estar dotado de movimientos relativos contrarios simultáneos, según como se defina el lugar. Esta ambigüedad se da sólo en los movimientos aparentes, pero de ningún modo en el absoluto o verdadero, que por lo tanto será el único que considere la filosofía. 

Se dice que el movimiento absoluto se distingue del relativo o aparente por las siguientes propiedades: 

Primera: en el movimiento absoluto o verdadero todo punto que conserva idéntica posición con relación a la masa, participa de los movimientos de ésta.

Segunda: si el lugar se mueve, también se mueve todo lo que está situado en él; así, un cuerpo que se mueve dentro de un lugar en movimiento es afectado por éste además del suyo. 

Tercera, el movimiento verdadero no puede ser producido ni modificado sino por una fuerza impresa en el mismo cuerpo. 

Cuarta: el movimiento verdadero es siempre modificado por una fuerza impresa en el cuerpo movido. 

Quinta: en el movimiento circular, meramente relativo, no existe fuerza centrifuga, la cual, en el movimiento absoluto, es proporcional a la cantidad de movimiento.

 

CXII. El movimiento, sea real o aparente, es siempre relativo. 

A pesar de todo lo dicho, mi opinión es que no puede existir el movimiento si no es relativo. Para concebir el movimiento se precisa que haya por lo menos dos cuerpos cuyas distancias o posiciones relativas experimenten variación. Por lo tanto, si sólo existiera un cuerpo, no sería posible que se moviera. 

Esto es de suyo evidente, pues la idea que yo tengo del movimiento implica necesariamente relación.

 

CXIII. Es inadmisible el movimiento aparente. 

Pero aunque en todo movimiento deba existir más de un cuerpo, con todo, puede darse el caso de que sea uno sólo el que se mueva; y ése será aquel en que se imprima la fuerza que determine la variación de las distancias, o en otros términos, aquel sobre el que se ejerza una acción. 

Hay quienes pretenden definir el movimiento relativo diciendo que se mueve el cuerpo cuya distancia con relación a otro es variable y de hecho cambia, ya se le aplique o no la fuerza o acción causante de la variación; pero como el movimiento relativo es el único que perciben los sentidos y el único que se tiene en cuenta en el curso ordinario de la vida, parece natural que toda persona de sentido común haya de tener de él un conocimiento tan claro como el del mejor filósofo. Y ahora pregunto yo: ¿quién podrá decir que, al percibir su movimiento cuando va andando por la calle, se mueven también las piedras sobre las que pasa, por ir cambiando la distancia de su pie a ellas? 

Creo que aun cuando el movimiento implique relación de una cosa a otra, no es necesario que cada término de la relación tome de la misma su denominación. Un hombre puede pensar acerca de cosas que no piensen, y un cuerpo puede moverse hacia otro cuerpo o en sentido contrario, aunque el segundo no se mueva.

 

CXIV.

Como el lugar puede definirse de varios modos, el movimiento que se refiere a él es también diverso, según se considere el lugar. 

El que va en un buque puede decirse que está en reposo con relación a los costados del navío; y sin embargo, está en movimiento con respecto a la Tierra. O bien, puede moverse hacia el este con respecto a un punto y hacia el oeste con respecto a otro. 

En la vida corriente, el hombre nunca va más allá de la Tierra para definir el lugar de un cuerpo; y lo que con relación a ella está en reposo se considera absolutamente así. Pero los filósofos, que tienen más vastos conocimientos y poseen una noción más exacta del sistema del mundo, echan de ver que también la Tierra se mueve; y para fijar mejor las ideas conciben como finito el mundo corpóreo, y su exterior o capa envolvente, inmóvil, siendo en ésta en donde sitúan sus movimientos verdaderos. 

Ahondando un poco en nuestros propios conceptos, veremos que todo movimiento absoluto del que podamos formarnos idea, en el fondo no es más que el movimiento relativo antes definido. Pues como ya hemos hecho observar, un movimiento absoluto que excluya toda relación a lo exterior es incomprensible; y a esta clase de movimiento se le pueden atribuir las antedichas propiedades, causas y efectos que se ha dicho caracterizaban al movimiento absoluto. 

Respecto a lo que se afirma de la fuerza centrífuga, esto es, que no se da en el movimiento circular relativo, no veo cómo pueda ello deducirse del experimento que se aduce para demostrarlo. (Véase Philosophiae Naturalis Principia Mathematica,  in Schol. Def. VIII.) Pues el agua de la vasija, en el momento en que se dice poseer la mayor cantidad de movimiento circular relativo, no tiene, a mi ver, ninguna clase de movimiento, como se comprenderá por el párrafo siguiente.

 

CXV.

Para que pueda decirse que un cuerpo se mueve se requieren dos cosas; primera, que cambie su situación o distancia con respecto a cualquier otro cuerpo; y segunda, que sobre él se aplique la fuerza o acción que determine semejante cambio. 

Si falta alguna de estas condiciones, no creo se pueda decir que un cuerpo se mueve, según el sentido que se da comúnmente a esta palabra y según lo reclama la propiedad del lenguaje. 

Concedo de buen grado que se diga que un cuerpo se mueve cuando vemos cambiar su distancia a otro, aun cuando a aquél no se aplique fuerza ninguna (en este sentido parece se ha de entender el movimiento aparente); pero es que en tal caso imaginamos, impresa o aplicada al cuerpo que decimos se mueve, la fuerza que determina el cambio de las distancias; y esto demuestra tan sólo que podemos equivocarnos al juzgar que un cuerpo se mueve cuando en realidad no es así,  pero con eso no se puede probar que estén en movimiento, en la propia acepción de la palabra, por el mero hecho de que cambie su distancia a otro; pues tan pronto salimos de nuestro error, comprobando que no se aplicaba a aquel cuerpo la fuerza determinante del cambio, ya no afirmamos que se mueva. 

Al contrario: imaginemos que exista un solo cuerpo, cuyas partes conserven invariable su posición relativa. Afirman algunos que en él caben toda suerte de movimientos, aun sin variar su situación o distancia a otros cuerpos; esto no lo negaré, si con ello se quiere significar que en aquél puede haber impresa una fuerza capaz de producir ciertos movimientos de intensidad determinada ante la mera creación de otros cuerpos. Pero lo que no puedo comprender, lo reconozco, es que en un solo cuerpo pueda darse un movimiento actual, distinto de la fuerza impresa o potencia capaz de producir el cambio de lugar, en el caso de que existieran otros cuerpos mediante los cuales pudiera definirse la situación.

 

CXVI. Idea del espacio puro relativo. 

De lo expuesto se sigue que la doctrina filosófica acerca del movimiento no implica la existencia de un espacio absoluto, distinto del que perciben los sentidos y que está en relación con los cuerpos; el cual no puede existir fuera de la mente, por las razones que adujimos para probar lo mismo sobre los demás objetos del sentido. 

Y apurando nuestro análisis, quizá lleguemos a comprobar que no podemos formarnos idea del espacio puro prescindiendo de todo cuerpo: esto, hay que reconocerlo, parece imposible, ya que se trata de una idea en extremo abstracta. 

Cuando determino un movimiento en una parte de mi cuerpo, si puedo hacerlo libremente por no encontrar resistencia, digo que hay espacio; si la encuentro, diré que allí hay un cuerpo. Y en la proporción de la menor o mayor resistencia al movimiento diré que el espacio es más o menos puro. Cuando hablo de un espacio vacío o puro, no se puede suponer que la palabra espacio represente una idea distinta de cuerpo y movimiento o que sin éstos pueda concebirse. Sin embargo, podemos pensar que cada nombre representa una idea diferente, separable de las demás; y esto es lo que ha ocasionado infinidad de errores. 

Por tanto, aun suponiendo que todo el mundo fuera reducido a la nada, excepto mi cuerpo, todavía podría decir que existía el espacio puro, pero esto no significa otra cosa sino que yo imagino que mi cuerpo podría moverse en todas direcciones sin la menor resistencia; pero si éste también fuera aniquilado, entonces no podría haber movimiento y, por lo tanto, tampoco habría espacio. 

Alguno podrá pensar que el sentido de la vista nos proporciona la idea del espacio puro; pero, según he demostrado en otra obra, las ideas de espacio y distancia no se adquieren por ese sentido. (Véase mi Ensayo sobre la Visión.)

 

CXVII.

Con la doctrina expuesta se pone fin a las innumerables disputas y dificultades que han surgido entre los eruditos sobre la naturaleza del espacio puro. Pero su principal ventaja es que con ella quedamos fuera del peligroso dilema a que se han visto reducidos muchos que se han dedicado a escribir sobre esa materia, a saber: o que el espacio puro es el mismo Dios, o que de lo contrario, fuera de Dios hay algo eterno, increado, infinito, indivisible, inmutable. Nociones ambas que se han de tener por perniciosas y absurdas. 

No pocos teólogos, como también algunos filósofos, de mucho renombre, ante la dificultad de concebir el espacio limitado o aniquilable, han llegado a la conclusión de que tiene que ser divino. Y hasta algunos más modernos han intentado probar que al espacio convienen los incomunicables atributos de Dios. 

Y si bien esta doctrina parece indigna de la divina naturaleza, no sé yo cómo podría refutarse admitiendo las opiniones tradicionalmente recibidas.

 

CXVIII.

Los errores que proceden de la teoría de la abstracción y de la existencia externa de la materia vician también los razonamientos matemáticos. 

Hasta aquí hemos tratado de la filosofía natural. Haremos ahora algunas observaciones sobre otra importante rama de las ciencias especulativas, a saber, las matemáticas. 

En éstas se pondera con razón la exactitud y la claridad en las demostraciones, cosas que difícilmente se hallarán en ninguna otra rama del saber; y, sin embargo, no se las puede suponer exentas de errores si en sus principios se oculta alguna secreta falsedad que ciegue a los cultivadores de estas ciencias, lo mismo que a los demás filósofos. 

Los matemáticos deducen sus teoremas con la mayor evidencia: y, no obstante, sus principios se limitan a la consideración de la cantidad: no pasan a hacer investigación alguna sobre las máximas trascendentales que regulan todas las ciencias; y de ahí que todos, incluso los matemáticos, se vean influidos por errores de origen. 

No puedo negar en modo alguno que los principios sentados por los matemáticos sean ciertos e incontestables; como también reconozco la exactitud y rigor de sus procedimientos demostrativos. Pero sí sostengo que puede haber enunciados erróneos de mayor alcance que el objeto de las matemáticas; y aunque no se mencionen expresamente, tácitamente se suponen en el desarrollo de esta ciencia: los perniciosos efectos de estos errores ocultos se dejan sentir en toda la matemática. 

Para hablar con claridad diré que los matemáticos, al igual que los demás sabios y filósofos, prejuzgan a base de dos errores fundamentales, que arrancan 1) de las ideas generales abstractas; y 2) de la existencia de los objetos con independencia de la mente.

 

CXIX.

La Aritmética considera como su objeto propio las ideas abstractas de números. Conocer sus propiedades y mutuas relaciones es una parte no pequeña del estudio especulativo. 

La opinión de que los números son algo puramente abstracto e intelectual los ha hecho tener en grande estima por aquellos filósofos que se creen dotados de superior elevación y sutileza de pensamiento. 

 Se han hecho cuestión de amor propio las especulaciones numéricas más triviales, inútiles en la práctica, y que sirven de mero pasatiempo: de tal manera se han aficionado las mentes de algunos, que han soñado encontrar profundos misterios envueltos en los números, queriendo hasta explicar por ellos todas las cosas naturales. 

Bastará que examinemos nuestros propios pensamientos y tengamos presente lo ya explicado, para que nos merezcan una opinión muy pobre tan altos vuelos y abstracciones y miremos todas las investigaciones sobre los números como otros tantos acertijos difíciles, ya que para nada sirven en la práctica y en nada favorecen el bien común.

 

CXX. La unidad en abstracto. 

Ya se ha estudiado este punto en el párrafo XIII, del cual y de lo dicho en la Introducción se desprende que no existe semejante idea. Ahora bien, el número se define como una colección de unidades; y no existiendo la unidad o el uno en abstracto, habremos de concluir que no existe el número en abstracto, que pueda ser representado por cifras o por nombres numéricos. 

Por consiguiente, las teorías aritméticas, si se concretan a los números y cifras y prescinden de todo uso práctico y de las cosas numeradas o contadas, puede decirse que carecen de objeto. 

Donde vemos que la ciencia de los números viene enteramente subordinada a lo práctico, y cuán vacía y trivial si se la toma como materia de mera especulación.

 

CXXI.

No obstante, como puede haber quien, engañado por la espaciosa apariencia de descubrir verdades abstractas, quizá gaste su tiempo en estudiar teoremas y problemas aritméticos de ningún valor en la práctica, no estará de más que hagamos algunas otras consideraciones para poner de manifiesto lo vana que es semejante pretensión. 

Lo cual aparecerá con toda claridad examinando lo que fue la aritmética en su infancia, lo que hizo que los hombres estudiaran esta ciencia y el objetivo a que dirigían sus esfuerzos. 

Es muy natural pensar que los hombres primitivos, para ayudar su memoria y facilitar el cálculo, se valieran de objetos para contar; en la escritura marcarían trazos, puntos o signos semejantes, cada uno de los cuales representaría una unidad, esto es, una de las cosas que hubieran de contar, de cualquier especie que fueran. 

Con el tiempo echarían de ver que era más expeditivo consignar un solo carácter en vez de los varios signos o trazos. Por último se hicieron de uso corriente las cifras arábigas o hindúes, con las cuales pueden expresarse convenientemente los números, repitiendo los signos y dando a cada cifra valores diferentes según el lugar que ocupe. Lo cual parece haber sido hecho a imitación del lenguaje, pues se observa una perfecta analogía entre cifras y nombres, correspondiéndose las nueve primeras de aquéllas con los nueve primeros de éstos, y los valores relativos, con las denominaciones respectivas. Y siguiendo el mismo principio de asignar valores absolutos y relativos, se idearon métodos o sistemas de numeración, mediante los cuales se podía representar una cantidad conocida por cifras debidamente ordenadas, y recíprocamente, de la lectura de un número se podía venir en conocimiento de la cantidad representada y de sus partes. 

Una vez halladas y escritas las cifras convenientes y siempre bajo idéntico principio, es fácil leer los números mediante palabras que se forman análogamente; y de este modo un número cualquiera queda perfectamente conocido y determinado. 

Puede decirse que se conoce el número que representa una cantidad dada, cuando se sabe el valor de las cifras que debidamente ordenadas la identifican; porque así podemos con auxilio de las operaciones aritméticas fijar los números que corresponden a las partes de la cantidad; y calculando de esta forma, siempre mediante los signos convenidos (por la relación que hay entre ellos y los grupos de objetos en que uno se toma por unidad), ya nos será fácil sumar, dividir, establecer proporciones y operar de todas maneras con las cantidades mismas que las cifras representan.

 

CXXII.

En aritmética, pues, se consideran no las cosas sino sus signos, que, por lo demás, no se toman en cuenta por lo que son en sí mismos, sino porque sirven para dirigirnos con respecto a las cosas y disponerlas debidamente. 

Y conforme a lo que dijimos (Introducción, párrafo XIX) sobre la palabra en general, también en el campo de los números ocurre que los nombres o caracteres escritos se toman como representativos de las ideas abstractas; pero en realidad tales signos no traen a nuestra mente ninguna idea de cosa determinada. 

No es mi propósito, por ahora, descender a más detalles sobre este punto; sin embargo, haré notar que, según lo expuesto, los que se toman por verdades abstractas o teoremas relativos a los números, versan sobre las mismas cosas que se pueden contar o medir, aunque para su expresión se utilicen los nombres y cifras; y éstos no se consideran sino en cuanto que son signos, elegidos para simbolizar las cantidades que el hombre necesita calcular. 

En consecuencia, estudiar los números por sí solos sería tan ocioso y desatinado como gastar el tiempo en críticas sobre el uso de las palabras y en razonamientos y controversias puramente verbales, olvidando el primitivo destino y el uso natural del lenguaje.

 

CXXIII.

De los números de esta ciencia no se menciona ni como axioma ni como teorema la infinita divisibilidad de la materia finita; pero se la supone y admite, considerándola tan inseparable de los principios y procesos demostrativos geométricos que los matemáticos jamás la han puesto en duda ni han hecho la menor cuestión sobre ella. 

Y como esta noción es el origen de esas curiosas paradojas geométricas que tan claramente repugnan al sentido común y que con tanta dificultad admite el entendimiento no viciado por la disciplina de la instrucción, no es de extrañar que a ella haya de atribuirse la extrema y delicada sutileza que tan tedioso y difícil han hecho el estudio de las matemáticas.

De aquí que si logramos hacer comprender que una extensión finita no puede contener infinito número de partes, o sea, que no es infinitamente divisible, habremos desembarazado la geometría de grandes dificultades y contradicciones, que se han tenido como un reproche a la razón humana y cuyo conocimiento supone mucho más tiempo y trabajo que ningún otro estudio.

 

CXXIV.

Toda extensión particular y finita que pueda ser objeto de nuestro pensamiento es una idea que existe sólo en nuestra mente, y por consiguiente, cada una de sus partes (de dicha extensión) puede ser percibida. Por lo tanto, si no puedo percibir las innumerables partes de que consta, según se dice, la extensión finita que considero, es indudable que no las contiene. 

De otro modo: es evidente que no podemos distinguir partes innumerables en una línea, superficie o sólido determinados, ya se perciban por los sentidos, ya sean sólo imaginados en la mente; por consiguiente, hemos de concluir que ni la línea, ni la superficie ni el sólido contienen ese infinito número de partes. 

Para mí es evidente que las extensiones que contemplo no son otra cosa que mis propias ideas; y no menos claro resulta que me es imposible fraccionar cualquiera de mis ideas en un número infinito de otras ideas; en consecuencia, no son divisibles hasta lo infinito. 

Si por extensión finita se quiere significar algo diferente de una idea finita, declaro francamente que no sé lo que es; y por lo mismo, nada puedo afirmar o negar de ello. Pero si las palabras extensión, partes, divisible, y demás, se toman en un sentido inteligible, es decir, como ideas, entonces resulta manifiesta contradicción el decir que una cantidad o extensión finita se compone de un número infinito de partes, como cualquiera podrá reconocer a primera vista. Semejante afirmación jamás podrá tener el asentimiento de ningún ser dotado de razón, si no es que se ha visto obligado a admitirla lentamente y como por etapas, así como a un gentil converso no se le puede hacer creer de momento y sin previa instrucción el milagro de la transubstanciación. 

Los prejuicios arraigados desde antiguo fácilmente se convierten en principios; y las proposiciones que revisten este carácter, al igual que sus corolarios, por un inexplicable privilegio se consideran de absoluta certeza sin más examen. 

Ya se ve que por tal procedimiento no habrá absurdo, por grande que sea, que no se pueda hacer tragar a los hombres.

 

CXXV.

1) Aquellos cuya inteligencia esté de antemano prevenida con la doctrina de las ideas generales abstractas (cualquiera sea su opinión sobre las ideas de los sentidos), se persuadirán fácilmente de que la extensión en abstracto es infinitamente divisible. 2) Y los que piensan que los objetos de los sentidos existen con independencia de la mente, se dejarán por ello convencer de que una línea de sólo una pulgada de longitud puede contener innumerables partes, realmente existentes, pero demasiado pequeñas para poder verlas. 

Estos errores se adhieren fuertemente a la inteligencia de los geómetras lo mismo que a la de los demás del vulgo y ejercen poderoso influjo en sus razonamientos; no sería difícil hacer ver cómo las demostraciones geométricas de la infinita divisibilidad de la materia no reconocen otro fundamento. Por ahora sólo haré notar que todos los matemáticos son tenazmente partidarios de esta teoría; y esto únicamente se explica por lo que acabo de decir.

 

CXXVI.

Ya hemos dicho en otro lugar (Introducción, párrafo XV) que los teoremas y demostraciones de geometría versan sobre ideas universales. Se explicó allí el sentido en que se ha de entender esto, a saber: en cuanto se supone que las líneas y figuras que sirven de ejemplo representan otras innumerables líneas y figuras en diferentes dimensiones. En otras palabras: el geómetra las estudia prescindiendo de su magnitud; lo que no implica que él se forme una idea abstracta sino únicamente que no toma en consideración las condiciones particulares de las figuras, grandes o pequeñas, porque esto no afecta a su demostración. De donde se sigue que de una línea esquemática, aunque sólo tenga una pulgada de longitud, se puede decir que contiene diez mil partes, pues se la considera no en sí misma sino en cuanto es universal, y lo es únicamente en su significación, porque representa innumerables líneas mayores que ella, en las cuales efectivamente se pueden distinguir las diez mil partes y más, si bien las que se tienen a la vista no pasen de una pulgada. Y de este modo las propiedades de las líneas representadas se atribuyen (por una figura retórica muy común) al signo mismo; y erróneamente se juzga que éste las tiene, no por lo que significa o representa, sino por su propia naturaleza.

 

CXXVII.

De la pulgada no hay tan gran número de partes; pero puede haber líneas que contengan muchas más. Por eso se dice que aquella línea que no pasa de la pulgada tiene un número de partes mayor de lo que se pueda imaginar, esto es, infinito; lo cual es cierto, pero no de aquella línea de una pulgada en absoluto, sino de las líneas que ella representa. 

Lo que sucede es que los matemáticos olvidan esto; y fácilmente vienen a caer en el error de creer que aquella pequeña línea trazada en el papel contiene infinito número de partes. 

No se puede hablar de una diezmilésima de pulgada; pero sí de la diezmilésima de una milla o de la del diámetro terrestre; y tanto la milla como el diámetro de la Tierra se pueden representar por un segmento de una pulgada. 

Si, por ejemplo, dibujo en el papel un triángulo con uno de los lados que represente el radio de la Tierra y no mayor de una pulgada, podré considerar dicho lado dividido en diez mil o en cien mil partes o más; pues aunque la diezmilésima parte de una pulgada, tomada en sí misma, no sea prácticamente nada y pueda despreciarse sin error sensible, con todo, ya que la línea trazada es signo de cantidades mayores cuya diezmilésima parte es muy considerable, para evitar errores notables en la práctica tendremos que suponer que el radio terrestre tiene diez mil o más partes; y lo mismo el segmento que en el papel he trazado para representar dicho radio.

 

CXXVIII Líneas que son divisibles hasta lo infinito. 

De lo dicho se desprende claramente que para que un teorema se pueda considerar universal, aunque demostrado sobre las líneas trazadas en el papel, es necesario que supongamos que éstas contienen un número de partes que en realidad no tienen. 

Y al hacerlo así, nos daremos cuenta, con un poco de atención, que imaginamos divisible en un número infinito de partes no el segmento de una pulgada, sino otras líneas mucho mayores, de las cuales aquél es solamente signo. 

Por ello, cuando se diga que una línea es divisible hasta lo infinito, se ha de entender de una línea que sea infinitamente grande. 

Lo que acabamos de exponer es suficiente para comprender por qué en geometría se ha creído necesaria la divisibilidad infinita de la extensión finita.

 

CXXIX.

Se podría pensar que los muchos absurdos y contradicciones que surgen de este falso principio hubieran servido como pruebas contra el mismo. Y sin embargo (no sé en virtud de qué lógica), no se admiten las pruebas a posteriori contra las proposiciones relativas al infinito: como si no fuera imposible, aun para una mente infinita, el conciliar cosas contradictorias; como si todo absurdo, que rechaza la mente humana, tuviera conexión con la verdad o de ella pudiera derivarse. 

Mas el que atentamente considere lo débil de esta argumentación, echará de ver que ella sirve sólo de caricia a la pereza mental, que induce a dormirse en un indolente agnosticismo escéptico más que a examinar a fondo los principios tradicionalmente aceptados como verdaderos.

 

CXXX.

De poco tiempo a esta parte han ido tan lejos las especulaciones sobre lo infinito y han sido tan extrañas las conclusiones a que se ha llegado, que han originado numerosas discusiones y dudas entre los geómetras contemporáneos. 

Algunos de los más renombrados autores sostienen no sólo que una línea es divisible en un número infinito de partes, sino que cada una de éstas es a su vez divisible (también hasta lo infinito) en infinitésimos de segundo orden, y así sucesiva e indefinidamente. 

Según ellos, existen infinitésimos de infinitésimos de infinitésimos, sin jamás llegar al fin; de suerte que un segmento que mida una pulgada no sólo contiene infinito número de partes, sino una infinidad de infinidades, más allá de lo que se pueda pensar o imaginar. 

Otros matemáticos afirman que los infinitésimos de orden inferior al primero no son nada en absoluto, juzgando con mucha razón que es cosa absurda suponer exista una capacidad positiva o parte de la extensión que, aun multiplicada por infinito, pueda ser menor que cualquier cantidad dada, por pequeña que sea. 

Por otra parte, no es menos absurdo pensar que el cuadrado o el cubo o cualquier otra potencia de un número positivo y real pueda despreciarse por ser cantidad infinitamente pequeña o equivalente a cero; lo que se ven obligados a aceptar los que admiten infinitésimos de primer orden, aunque nieguen los de órdenes inferiores.

 

CXXXI. Objeción de los matemáticos. Respuesta. 

¿No tenemos razón para concluir que unos y otros se equivocan, y que en efecto no existen partes infinitamente pequeñas de ninguna cosa, o bien que es imposible haya un número infinito de partes de una cantidad finita? 

Se dirá que la consecuencia natural de todo esto es echar por tierra el edificio de las matemáticas, particularmente de la geometría; y que por lo mismo esos grandes hombres que la han llevado a tan alto grado de perfección no han hecho sino levantar castillos en el aire. 

A esto se puede responder que todo lo que en geometría es provecho y utilidad para el hombre subsiste invariable dentro de nuestro sistema. La doctrina expuesta, lejos de perjudicar, favorece considerablemente a la geometría, considerada desde el punto de vista práctico; en otra ocasión nos ocuparemos de esto. 

Por lo demás, aun cuando algunas de las más sutiles e intrincadas especulaciones materna ticas vinieran a desvanecerse, no veo tampoco qué perjuicio podría ello acarrear al género humano. Al contrario, sería muy de desear que los hombres de talento privilegiado y de asidua laboriosidad dejaran de ocupar su pensamiento en futesas de esa índole, para emplearse totalmente en el estudio de cosas más reales y de aplicación más inmediata para mejorar la vida o las costumbres.

 

CXXXII. Segunda objeción de los matemáticos. Respuesta. 

Alguien objetará que por el método infinitesimal se ha llegado a teoremas indiscutiblemente ciertos, lo cual no podría haber sucedido si dicho método implica, como se dice, alguna contradicción. 

Respondo que, examinada la cuestión a fondo, jamás se verá que sea necesario apelar a lo infinitesimal o concebir un número infinito de partes en una línea finita, y ni siquiera cantidades menores que el minimun sensible; más aún, se comprenderá que tal cosa nunca se ha hecho, porque es imposible.

 

CXXXIII.

Aun si nuestra doctrina fuera una simple hipótesis, debería respetarse en atención a sus consecuencias. 

Por lo dicho, se ve con claridad que muchos errores de no escasa importancia deben su origen a los falsos principios rebatidos anteriormente. Y a la vez, la tesis opuesta aparece increíblemente fecunda en corolarios de suma utilidad para la verdadera filosofía y para la religión. 

En particular, la teoría de la materia o de la existencia de seres corpóreos parece haber sido el principal punto de apoyo para los más declarados y peligrosos enemigos de todo conocimiento humano o divino. 

A la verdad, 1) si nada se explica en la naturaleza distinguiendo entre la existencia real de un ser no pensante y el hecho de que sea percibido, y, por el contrario, de esa distinción surgen innumerables dificultades; 2) si tan precaria es la suposición de que existe la materia que para fundamentarla no se encuentra la más leve razón; 3) si las consecuencias de tal supuesto no resisten el más ligero examen de una investigación libre, sino que tienen que disimularse tras la pantalla oscura de lo incomprensible, si, a pesar de todo, 4} de suprimir la materia no se sigue ninguna funesta consecuencia, porque no se echaría de menos su presencia, ya que las cosas se explican igualmente y aun mucho mejor sin ella; sí, por último, 5) tanto los escépticos como los ateos quedan reducidos al silencio con suponer la existencia de los espíritus y de las ideas y el sistema del mundo así concebido está en perfecto acuerdo con la razón y con la religión, creo, sinceramente, que debe ser admitida esta doctrina y firmemente abrazada, aun cuando sólo se hubiera propuesto como mera hipótesis, concediendo fuera posible la existencia de la materia, a pesar de que ya se ha demostrado con toda evidencia que no lo es.

 

CXXXIV.

Reconozco que, una vez admitidos nuestros principios, quedan relegadas al olvido como cosa inútil muchas disputas y elucubraciones que hasta ahora se habían tenido como indispensables en el bagaje de erudición de los estudiosos. Pero por muchos que sean los prejuicios que quieran sustentarse contra nuestra tesis, esos reparos podrían hacerlos quienes habiendo profundizado en el estudio de la filosofía hubieran avanzado en ella considerablemente. En cuanto a los demás, confío que no encontrarán fundamentales motivos para discrepar de los principios aquí establecidos, que abrevian el estudio y hacen las ciencias más claras, compendiosas y asequibles de lo que eran hasta hoy.

 

CXXXV.

Explicado ya cuanto teníamos que decir sobre el conocimiento de las ideas, el método propuesto nos lleva a tratar inmediatamente de los espíritus,  de los cuales se sabe algo más de lo que el vulgo podría imaginar. 

Y la razón principal de que se crea que lo ignoramos todo acerca de ellos es que no nos formamos idea del espíritu. Pero, en realidad, no se ha de tener como deficiencia de nuestro entendimiento el que no percibamos tal idea, porque es cosa clara que no existe. 

Esto ya se demostró en el párrafo XXVII; y, a lo que allí se dijo, añadiré ahora que el espíritu se nos presenta como la única sustancia que puede servir de base para la existencia de los seres no pensantes o ideas, pero que esta sustancia que sustenta o percibe las ideas haya de ser una idea o cosa semejante a ellas es absurdo manifiesto.

 

CXXXVI.  Objeción y respuesta. 

Se dirá, como han pensado algunos, que nos hace falta otro sentido  capaz de percibir además las sustancias: si lo tuviéramos, podríamos conocer nuestra propia alma lo mismo que conocemos un triángulo. 

A lo que respondo que, si tuviéramos un sentido más, éste nos proporcionaría únicamente nuevas sensaciones o ideas sensibles; y no creo que nadie, cuando habla de alma o sustancia, quiera significar por esas palabras algún género particular de idea o sensación. 

Debemos inferir, por consiguiente, que, bien consideradas las cosas, no es razonable juzgar defectuosas nuestras facultades porque no nos proporcionen la idea de espíritu o sustancia activa y pensante; tampoco lo sería el lamentarnos de no poder comprender lo que es un círculo cuadrado.

 

CXXXVII.

El prejuicio de 1) que los espíritus han de ser conocidos de manera semejante a como conocemos las ideas  o sensaciones, ha dado origen a multitud de afirmaciones absurdas y heterodoxas, creando a la vez un profundo agnosticismo escéptico sobre la naturaleza del alma. 

Y aun es posible que esta opinión haya llevado a algunos a pensar que el alma no es enteramente distinta del cuerpo, ya que tras mucho investigar han comprobado que no tenían idea de su espíritu. 

Que una idea de suyo inactiva y cuya existencia consiste en ser percibida pueda ser imagen o semejanza de un agente subsistente por sí mismo es cosa que no necesita otra refutación sino considerar atentamente lo que estas palabras significan. 

Quizá se dirá que, si bien una idea no puede asemejarse al espíritu en el pensar, actuar o subsistir por sí misma, con todo, puede asemejársele en otros aspectos, sin que sea necesario que la idea sea por todos conceptos igual que su original.

 

CXXXVIII.

A lo que se puede responder que si en las actividades mencionadas la idea no representa a un espíritu, tampoco puede hacerlo en ningún otro aspecto: suprimido el querer, el pensar y el percibir ideas, no queda nada en que pueda estribar la semejanza entre idea y espíritu. Porque con la palabra espíritu significamos aquello que piensa, quiere y percibe: éste es el único sentido que puede tener tal término. Y por consiguiente, siendo imposible que la idea envuelva representación alguna del pensar, querer o percibir, es cosa evidente que no puede haber idea del espíritu.

 

CXXXIX

Y ahora se objetará  2) que, si en las palabras alma, espíritu, sustancia, no va incluida ninguna idea, dichas palabras carecen de contenido y nada significan en absoluto. 

A esto responderé que esas palabras dan a entender una cosa real, que no es idea ni semejante a ninguna idea, sino algo que las percibe, que las quiere y que razona acerca de ellas. 

Lo que es el yo, lo que esta palabra denota es precisamente lo mismo que significa la palabra alma o sustancia espiritual. 

Si se me dijera que ésta es una mera disputa de palabras, que todo el mundo conviene en llamar ideas aquello que significan los nombres y que lo mismo debería ocurrir con las palabras alma y espíritu, respondería que todos los seres no pensantes que puedan presentarse a la mente tienen de común el ser totalmente pasivos y que su existencia no consiste en ser percibido sino en percibir ideas y pensar. 

Por lo tanto es necesario, a fin de evitar equívocos y para no confundir naturalezas diferentes, que distingamos entre espíritu e idea. (Véase el párrafo XXVII.)

 

CXL. Nuestra idea de espíritu. 

En sentido lato, podemos decir que tenemos idea, o más bien noción, de espíritu, 1) en cuanto entendemos lo que esta palabra significa, pues, si no, nada podríamos afirmar ni negar de ella; y además 2) en cuanto concebimos las ideas que existen en otras mentes o espíritus mediante las nuestras propias, que suponemos semejantes a las de ellos. 

Así pues, conocemos los otros espíritus por el nuestro, el cual, en este sentido, viene a ser imagen o idea de aquéllos; con los cuales tiene la misma relación que puedan tener mis sensaciones visuales o táctiles con las sensaciones análogas de los demás.

 

CXLI. La inmortalidad natural del alma, corolario inmediato de la doctrina anterior. 

No se ha de suponer que cuando se habla de la inmortalidad natural del alma se haya de entender que ésta sea absolutamente incapaz de aniquilamiento, aun por parte del poder infinito del Creador que le dio el ser, sino que en el estado actual de cosas, no será destruida en virtud de las leyes ordinarias de la naturaleza o del movimiento. 

Pues los que sostienen que el espíritu humano es tan sólo una tenue llama vital, un sistema de humores animales, hacen del alma algo corruptible y perecedero como el cuerpo, teniendo que ser ella lo primero que se disipe, pues naturalmente no ha de sobrevivir a la ruina del palacio que le sirvió de morada. Esta es la doctrina a la que se han aferrado y han defendido más tenazmente los peores de entre los hombres, por ser ella el medio más eficaz para desentenderse de la virtud y de la religión. 

Pero ya se ha demostrado que los cuerpos, de cualquier estructura o complexión que sean, son meras ideas pasivas en la mente, que de ellas se diferencian y está más lejos que la luz de las tinieblas. 

Hemos visto cómo el alma es indivisible, incorpórea, inextensa y, por lo tanto, incorruptible. Y será muy fácil comprender que esta sustancia, activa, simple e incompleja no puede verse afectada por el movimiento, el cambio, la destrucción o disolución, que a cada momento vemos alterar los cuerpos, y que es lo que se llama curso ordinario de la naturaleza. el alma del hombre es indestructible por las fuerzas naturales, o, en otros términos, es naturalmente inmortal.

 

CXLII.

Por lo dicho se verá que nuestras almas no son conocidas de la misma manera que las cosas inertes, carentes de sentido, o a modo de ideas. Espíritu e idea son cosas tan completamente distintas que cuando decimos que existen, que las conocemos, etc., se han de tomar estas palabras en diferente sentido para uno y otras. 

No hay nada de común o semejante entre ellos; y pretender que mediante el desarrollo de nuestras facultades o por una nueva facultad podríamos conocer el espíritu al igual que conocemos un triángulo, parece tan absurdo como pensar que un día podamos ver el sonido. 

Insisto en este punto, porque lo considero de la mayor importancia para esclarecer algunas cuestiones de verdadero interés y evitar errores peligrosos sobre la naturaleza del alma. 

En rigor, no podemos decir que tengamos idea de un ser activo o de una acción, aunque sí puede afirmarse que tenemos noción de ellos. Así, tengo cierto conocimiento o noción de mi mente y de sus operaciones sobre las ideas, puesto que comprendo lo que estas palabras significan; de lo que conozco digo que tengo noción. 

No niego que las palabras idea y noción sean convertibles, o se puedan emplear indistintamente si así lo quiere el uso; pero en obsequio de la claridad y de la propiedad debemos dar nombres distintos a cosas que de suyo son diferentes. 

Es de notar también que propiamente no podemos decir que tengamos idea de las relaciones que envuelven un acto de la mente, sino más bien una noción de las relaciones que hay entre las cosas. Y si algunos hoy día toman la palabra idea para designar el espíritu, las relaciones y las acciones, ello se reduce a una mera cuestión de palabras.

 

CXLIII.

No estará de más observar que la teoría de las ideas abstractas ha contribuido en gran parte a oscurecer y embrollarlas ciencias que tratan de las cosas espirituales. 

Se han imaginado algunos filósofos que podían formarse idea abstracta de los actos y potencias de la mente, prescindiendo de su objeto y aun del espíritu mismo. De aquí que se hayan introducido en ética y metafísica infinidad de términos oscuros y ambiguos tratando de expresar mediante ellos nociones abstractas; lo cual ha originado innumerables divagaciones y disputas entre los llamados sabios.

 

CXLIV   

Pero lo que ha traído más discusiones y errores en relación con la naturaleza y operaciones de la mente ha sido el hablar de estas materias en términos que implican ideas sensibles. 

Por ejemplo: se dice que la voluntad es la moción o impulso del alma; expresarse de esta forma induce a creer que, a semejanza de una pelota lanzada por la raqueta, el alma se mueve por la presión de los objetos sensibles, por una necesidad casi física, y determinada por ellos. 

De aquí brotan interminables escrúpulos y errores de funestas consecuencias para la moral. Y todo podría quedar perfectamente esclarecido descubriendo la verdad real, y simplemente si los filósofos, entrando en sí mismos, examinaran con atención su propio pensamiento y las palabras que emplean para expresarlo.

 

CXLV.

No es inmediato el conocimiento de los espíritus. De lo anteriormente dicho resulta que la existencia de otros espíritus solamente se puede conocer por sus operaciones, o sea, por las ideas que despiertan en nosotros. 

Yo me doy cuenta de que percibo diversos movimientos, cambios y combinaciones de ideas, que me informan de que existen ciertos agentes particulares, semejantes a mí mismo, y que acompañan a dichas ideas, concurriendo a su producción. Por lo tanto, el conocimiento que yo tengo de los otros espíritus no es inmediato como lo es el de mis propias ideas, sino subsiguiente a la operación de algunas de éstas, que yo atribuyo a otros agentes o espíritus distintos de mí mismo como efectos o signos concomitantes.

 

CXLVI.

Pero, aunque haya ciertas cosas en cuya producción intervienen los agentes humanos, con todo es evidente que las que llamamos obra de la naturaleza, o sea, la inmensa mayoría de las ideas y sensaciones percibidas, no son producidas por la voluntad humana ni dependen de ella. Y, en consecuencia, debe existir otro espíritu que las produzca, ya que por sí mismas no pueden subsistir. (Véase el párrafo XXIX.) 

Mas si consideramos con atención la constante regularidad, el orden y concatenación de los seres naturales; la sorprendente magnificencia, belleza y perfección de las cosas grandes y el exquisito primor de las más pequeñas de la creación con la armonía y exacta correspondencia en el conjunto; pero, sobre todo, las nunca bien ponderadas leyes del dolor y del placer, de los instintos e inclinaciones naturales, de los apetitos y pasiones en los animales, y a la vez reflexionamos sobre el significado y contenido de los atributos de unidad, eternidad, infinita bondad, sabiduría y perfección, claramente echaremos de ver que éstos corresponden sólo al espíritu que todo lo hace en todas las cosas y en el cual todo subsiste.

 

CXLVII. La existencia de Dios es más evidente que la del hombre. 

Por lo dicho se comprenderá que Dios es conocido tan cierta e inmediatamente como cualquier otro espíritu distinto de nosotros mismos. 

Aún más: podemos asegurar que la existencia de Dios es percibida con mucha más evidencia que la de los hombres, porque los efectos de la naturaleza, a Él sólo atribuibles, son más numerosos e impresionan más vivamente que los que puedan producir los agentes humanos. 

No hay una sola obra humana que no demuestre con mayor fuerza la existencia y presencia de aquel Supremo Espíritu, al que llamamos Autor de la naturaleza. 

Porque es evidente que, al influir sobre otras personas, la voluntad humana no consigue otro efecto que el movimiento de los miembros del cuerpo: pero sólo de la voluntad del Creador depende el que un movimiento determinado vaya seguido de ideas que se despiertan en una mente distinta. 

Sólo Él es el que, "sosteniendo todas las cosas con la palabra de su poder", permite la comunicación entre los espíritus, en virtud de la cual éstos se perciben mutuamente. 

Y a pesar de todo, esta purísima y clara luz que todo lo ilumina es en sí misma invisible para la mayor parte del género humano.

 

CXLVIII.

Parece ser convicción muy arraigada entre el vulgo irreflexivo el pensar que no es posible ver a Dios. Si pudiéramos verlo, dicen, como vemos a los seres humanos, creeríamos en su existencia y cumpliríamos sus mandatos. 

¡Oh ceguera! Basta que abramos los ojos para ver al soberano Señor de todas las cosas con mayor claridad, con más plena luz, incomparablemente mejor de lo que podamos ver a nuestros semejantes. 

Pero no hay que entenderlo en el sentido de que podamos contemplar a Dios en visión directa e inmediata (como pretenden algunos), ni en cuanto que vemos los seres corpóreos no en sí mismos sino en aquello que los representa en la esencia divina, doctrina para mí incomprensible; es muy diferente la interpretación que debe darse a nuestra afirmación: un espíritu humano o persona no se percibe por el sentido, puesto que no es una idea; luego al ver el color, estatura, aspectos y movimientos de un hombre, percibimos únicamente ciertas sensaciones o ideas provocadas en nuestro entendimiento, las cuales, por presentarse ante nosotros en agrupaciones diferentes, nos sirven como de señales que atestiguan la existencia de espíritus creados y finitos, semejantes a nosotros mismos. 

De aquí que no podamos decir que vemos a un hombre, si por tal se entiende aquello que vive, se mueve, percibe y piensa como nosotros: vemos tan sólo un conjunto tal de ideas que necesariamente nos lleva a pensar que existe un principio de acción y pensamiento, distinto y a la vez análogo a nosotros, el cual está representado y acompañado por aquella agrupación de ideas. 

Pues de manera semejante vemos a Dios. Toda la diferencia está en que una mente humana en particular se nos señala por conjuntos finitos muy circunscritos, a dondequiera dirijamos nuestra vista, mientras que de la divinidad vemos signos manifiestos en todos los tiempos y en todos los lugares. 

Todo lo que vemos, oímos, sentimos o de cualquier modo percibimos por los sentidos es un signo o efecto del poder de Dios, como lo son también nuestras percepciones de los movimientos o acciones de los hombres.

 

CXLIX.

En consecuencia, para todo el que sea capaz de hacer una ligera reflexión, es cosa muy evidente la existencia de Dios, esto es, de un espíritu que se halla íntimamente presente en nuestras almas, produciendo en ellas toda esa variedad de ideas que de un modo continuo nos impresionan, Ser Supremo del cual dependemos enteramente y en el que vivimos, nos movemos y somos. 

Decir que sólo muy pocas inteligencias son capaces de descubrir esta verdad tan obvia y al alcance de la mente humana, es una prueba lamentable de la estupidez e irreflexión de los hombres, los cuales, a pesar de verse rodeados de tantas y tan claras manifestaciones de Dios, permanecen insensibles ante ellas como si se hubiesen cegado con el exceso de luz.

 

CL.  Objeción basada en la naturaleza. Respuesta. 

Pero se dirá: ¿acaso la naturaleza no tiene parte alguna en la producción de lo que llamamos seres naturales y forzosamente hay que atribuirlos a la sola e inmediata operación de Dios? 

Respondo que, si por naturaleza se entiende únicamente la serie visible de efectos o sensaciones que nuestra mente recibe de acuerdo con leyes fijas y determinadas, es indudable que la naturaleza tomada en este sentido no puede producir nada. 

Y si llamamos naturaleza a un ser diferente de Dios, distinto también de las leyes naturales y de las cosas que el sentido percibe, debo confesar que esa palabra resulta para mí un sonido vacío de sentido. La "naturaleza" en esa acepción es una vana quimera introducida por los paganos, que no tuvieron nociones exactas de la omnipresencia y de la perfección de Dios. Pero es del todo inexplicable que la admitan los cristianos, que profesan creer las Sagradas Escrituras, las cuales constantemente atribuyen a Dios los efectos que los filósofos paganos acostumbran considerar como producidos por la naturaleza. El Señor "con una voz reúne en el cielo una gran copia de aguas y levanta de la extremidad de la tierra las nubes; resuelve en lluvia los relámpagos y saca el viento de los repuestos suyos" (Jeremías, capítulo X, vers. 13). "Él cambia las tinieblas en la luz de la mañana y muda el día en noche" (Amós, capitulo V, vers. 88). "Tú visitaste la tierra y la has como embriagado con lluvias saludables; multiplica sus producciones; con los suaves rocíos se regocijarán las plantas todas; coronarás el año de tu bondad y serán fértilísimos los campos. Se pondrán lozanas las praderas del desierto y vestirán de gala los collados. Se multiplicarán los rebaños de corderos y ovejas y abundarán en pasto los valles" (Salmo LXV, versículos 10 a 14). Y a pesar de ser éste el lenguaje usual de los Sagrados Libros, sentirnos no sé qué suerte de aversión a creer que Dios interviene de un modo tan directo en el gobierno de las cosas que nos atañen. Aun cuando quisiéramos suponer que Él está muy alejado de nosotros, y colocáramos en su lugar un ser ciego, sin entendimiento, San Pablo nos sale al paso cuando dice que "no está muy lejos de cada uno de nosotros".

 

CLI.  Triple objeción contra la intervención inmediata de Dios. Respuesta. 

Se objetará, indudablemente, 1) que los procedimientos lentos y como por grados que se observan en la producción natural de las cosas no revelan que sea su causa la mano de un agente todopoderoso. En segundo lugar, 2) los monstruos, los nacimientos prematuros, los frutos agostados en flor, las lluvias que sin provecho caen en los desiertos; y, por último, 3) las calamidades a que se ve expuesto el género humano, parecen ser otras tantas pruebas de que en la marcha y estructuración de la naturaleza no actúa de modo inmediato ni como rector supremo un espíritu de infinita sabiduría y bondad. 

La respuesta a esta objeción se halla contenida en el párrafo LXII, donde se puede ver que los métodos de la naturaleza son absolutamente necesarios, a fin de que las cosas se hagan según leyes muy sencillas y universales y de un modo continuo para asegurar el efecto apetecido: lo cual en realidad demuestra la sabiduría y bondad de Dios.  

Es tal la disposición de esta gigantesca máquina del universo que mientras sus movimientos y diversas manifestaciones llaman la atención de nuestros sentidos, la mano que todo lo dirige queda oculta para el hombre de carne y hueso. "Verdaderamente -dice el profeta-, Tú eres Dios escondido" (Isaías, cap. XLV, versículo 15). 

Pero aunque Dios se esconda a los ojos del hombre perezoso y sensual, que en nada quiere emplear su pensamiento, para una mente atenta e imparcial nada es tan claramente visible como la presencia de un Espíritu omnisciente que modela, regula y sustenta el conjunto de todos los seres. 

Además, es cosa clara, según hemos observado repetidas veces, que el operar conforme a leyes fijas preestablecidas es tan necesario para guiarnos a nosotros mismos en el gobierno de nuestra vida y llevarnos a conocer el secreto de la naturaleza, que sin ello resultaría inútil el alcance y extensión de nuestro pensamiento y quedaría sin objeto la penetración constructiva del entendimiento humano; no sólo eso, habríamos de suponer que nuestra alma carecía de tales facultades (Véase el párrafo XXXI). 

Esta simple consideración sería suficiente para refutar cualesquiera objeciones que en este sentido pudieran presentarse.

 

CLII.

Se ha de tener en cuenta además: 1) que los mismos defectos e imperfecciones de la naturaleza tienen también su finalidad, puesto que contribuyen a darle agradable variedad y aumentan la belleza del resto de la creación, bien así como las sombras en un cuadro hacen resaltar el esplendor del colorido. 2) Del mismo modo hemos de pensar que lo que juzgamos imprevisión en el Autor de la naturaleza, como en la pérdida de semillas y embriones, o en la destrucción accidental de plantas y animales, es más bien un prejuicio nuestro, acostumbrados como estamos a ver que el hombre mediante la sobriedad tiende a suplir lo escaso de su poder. 

Entre los seres humanos, en efecto, se tiene como medida de prudencia el administrar con parsimonia aquello que no pueden procurarse sino a expensas de mucho trabajo; pero, en cuanto al Creador, no podemos imaginar que el producir el mecanismo extremadamente maravilloso de una planta o de un animal haya de costarle más que el crear o formar un guijarrillo, porque es certísimo que un Espíritu Omnipotente puede hacerlo todo con un simple fíat o acto de su voluntad. 

De suerte que la espléndida profusión de seres naturales no se ha de interpretar como signo de debilidad o prodigalidad en el agente que los produjo, sino más bien como argumento de la riqueza de su poder.

 

CLIII.

En cuanto a la presencia del dolor o displacer en el mundo como consecuencia inmediata de las leyes de la naturaleza y de la acción de espíritus finitos, hemos de juzgarla necesaria con el estado actual, precisamente como condición de nuestro bienestar. Ciertamente, nuestra visión es muy limitada; porque apenas entra en nuestra mente la idea de un sinsabor cualquiera, la consideramos como un mal. Pero si ensanchando nuestro horizonte llegamos a percibir las diversas finalidades, relaciones y dependencias de las cosas; si analizamos las diversas ocasiones en que nos afecta el dolor o el placer y la proporción que entre sí guardan semejantes impresiones dolorosas o placenteras, y consideramos la naturaleza de la libertad humana y el designio con que hemos sido puestos en el mundo, nos veremos obligados a reconocer que aquellas circunstancias que miradas en sí mismas aparecen como un mal para nosotros, tienen aspecto de bien cuando se las contempla formando parte del sistema o conjunto de las cosas creadas.

 

CLIV. El ateísmo y el maniqueísmo no tendrían partidarios si los hombres fueran más reflexivos y atentos. 

Por lo expuesto queda manifiesto a todo el que piense un poco que, si todavía hay quienes profesen el ateísmo y el maniqueísmo herético, ello se debe únicamente, a la falta de comprensión y de atención. 

Pocos serán, en efecto, los espíritus irreflexivos que se atrevan a menospreciar o criticar las obras de la Providencia, cuyo orden y belleza no son capaces de comprender o no quieren tomarse el trabajo de estudiar Antes bien, el que con amplitud de miras profundice en su pensamiento sin desviarse de la verdad que le atestigua su propia conciencia, no se cansará jamás de admirar las pruebas de sabiduría y bondad que refulgen dondequiera en la economía de la naturaleza. 

Mas, ¿qué verdad habrá de tan poderoso resplandor ante la mente humana, que ésta no pueda esquivar, ya cerrando los ojos voluntariamente, ya apartando de ella el pensamiento? Esto explica que la generalidad de los mortales, entregados tan sólo al negocio o al placer y poco acostumbrados a ejercitar sus facultades mentales, no tengan la plena convicción y evidencia de la existencia de Dios, como cabría suponer en criaturas racionales.

 

CLV.

Y, en realidad, más debe sorprendernos que haya hombres tan necios como para desoír las voces de su pensamiento, que no el ver cómo los desviados e irreflexivos niegan su asentimiento a verdad tan evidente y de tan inmensa importancia como la existencia del Supremo Hacedor. 

Con todo, es de temer que a causa de una espantosa y supina negligencia, muchísimas personas dormidas en el ocio de sus facultades y que viven en países cristianos hayan caído en una especie de ateísmo práctico. Porque es totalmente imposible que un alma penetrada e iluminada por la luz de la omnipresencia, santidad y justicia de aquel Espíritu Todopoderoso, pueda persistir sin remordimiento en la transgresión de sus leyes. 

Debemos, por lo tanto, insistir sobre estos puntos importantes para no olvidarlos: que los ojos del Señor están en todas partes contemplando el bien y el mal; que Él está en nosotros y nos conserva el ser dondequiera que vayamos; nos proporciona el pan que nos sustenta y el vestido que nos cubre; que está presente a nuestros más íntimos pensamientos; que estamos en la más inmediata y absoluta dependencia de sus divinas manos. 

La clara comprensión de estas grandes verdades no puede por menos que llenar nuestros corazones de grave respeto y santo temor, que son el mejor estímulo para la virtud y la más segura salvaguardia contra el vicio.

 

CLVI.

Porque, en definitiva, lo que merece el primer lugar en nuestra investigación es el conocer a Dios y reconocer nuestros deberes: conseguir esto fue lo que me impulsó a escribir este libro, y ciertamente juzgaría inútil y sin objeto mi trabajo si con él no he logrado inspirar a mis lectores un piadoso sentimiento de la presencia de Dios. 

Y habiendo mostrado la falsedad o vacuidad de aquellas frías especulaciones que constituyen la principal ocupación de muchos filósofos, los que me hayan leído estarán mejor dispuestos a mirar reverentes y abrazar las verdades del Evangelio, cuyo conocimiento y cuya práctica son las más alta y estimable perfección de la naturaleza humana. 

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