EL MENSAJE DEL ISLAM

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En el umbral del siglo XV de la Hégira

Amadou-Mahtar M'Bow

ex Director General de la Unesco
Publicado en el "Correo de la UNESCO" edición de agosto/setiembre de 1981

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Han transcurrido catorce siglos desde el día en que el profeta Mahoma (Muhammad), que desde hacía diez años venía convocando a los habitantes de La Meca a seguir el camino de Dios, se veía obligado bruscamente a exiliarse.

 

Allí, en su ciudad natal, dejaba a un grupo de fieles, pero también a enemigos tenaces que, tras haber intentado primero seducirle y después amedrentarle, planeaban su asesinato.  Tuvo pues que ordenar el Profeta el éxodo de la pequeña comunidad de creyentes.  Y un día, acompañado de su fiel Abu Bakr, salió secretamente de la ciudad.  Tras una larga y peligrosa travesía del desierto, llegaba Mahoma a Yatrib, a donde ya habían arribado sus compañeros y cuyos habitantes le recibieron con los brazos abiertos.

 

De aquella modesta aglomeración iba a hacer el Profeta la Ciudad por excelencia, Medina, que pronto se convertiría en la segunda ciudad santa del Islam.  La antigua Yatrib sería, gracias a Mahoma, el punto de partida de una nueva civilización.

 

Así, la Hégira -esa epopeya del éxodo- contiene en potencia algunas de las razones por las cuales el mensaje transmitido por Mahoma iba a identificarse, tras su muerte, con las esperanzas de tantos pueblos, confiriendo a su vida una nueva dimensión espiritual, ética, política y social.

 

La primera de esas significaciones de la Hégira es la universalidad.  Es dirigiéndose a todos los hombres sin exclusión como el Profeta y sus compañeros iban a construir una sociedad nueva, como los primeros califas llevarían el Islam más allá de las fronteras de la Península Arábiga, y como sus sucesores propagarían su luz por un inmenso territorio en que Europa, Asia y Africa se unían.

 

En efecto, el mensaje transmitido por el Profeta aportaba a los pueblos que lo recibían un ensanchamiento radical de todos los horizontes del espíritu, iluminando su existencia con una fe que trascendía las contingencias de la vida, poniendo a la ética como fundamento de la política y garantizando a cada individuo la plenitud de sus derechos en el seno de la comunidad.

 

La libertad de la comunidad musulmana se constituye, efectivamente, con el tejido de todas las libertades individuales, las cuales sólo florecen en la medida en que florece la comunidad entera.  Cuando ésta se halla amenazada o sufre menoscabo, cada uno de los que la forman resulta amenazado o menoscabado.  Y, al revés, cuando se impide a sus miembros vivir plenamente su vida participando libremente en la de la comunidad, la vida no puede sino empobrecerse y la comunidad deja de ser tal.

 

Así, los derechos de cada ser humano se basan en la igualdad absoluta de todos ante Dios.  "Sois todos iguales como los dientes del peine", ha dicho el Profeta.  Y esta igualdad fundamental, no alterada ni por los privilegios del nacimiento ni por las vicisitudes de la fortuna, entraña una responsabilidad jurídica y moral igual para todos.  De este modo, cada individuo responde ante Dios y ante los hombres de su propia conducta y, al mismo tiempo, de la gestión de los asuntos de la comunidad.

 

El Islam venia así a insuflar a orbes históricos hasta entonces separados, a regiones geográficas diversas, a zonas lingüísticas y culturales diferentes el aliento unificador de una esperanza común que originaba entre ellos un múltiple acercamiento, un continuo movimiento de canje mutuamente fecundante y enriquecedor.

 

Al mismo tiempo, el Islam se abría a los saberes de los muy diversos orbes culturales con los que entraba en contacto a medida que se expandía.  Puesto que el Profeta había recomendado a los creyentes que buscaran la ciencia "desde la cuna hasta la tumba" y que, para ello, fueran "hasta China, si era preciso", el Islam desplegaba, con una mira única, su capacidad para hacer suyo el capital intelectual de los pueblos que compartían una misma fe, al mismo tiempo que los principales logros del saber en el resto del mundo.

 

Así es como las enseñanzas del Islam han conservado una actualidad que se renueva constantemente y como la epopeya de la Hégira, durante la cual se plasmaron esas enseñanzas, ha continuado inspirando las mentes y los corazones.  Hoy los musulmanes evocan los múltiples episodios de esa epopeya como si sus protagonistas fueran seres recientemente desaparecidos cuyo recuerdo les es infinitamente caro, cuyos gestos y palabras les llegan aun a lo más profundo del alma y cuyo ejemplo continúa inspirando sus pensamientos y sus actos.

 

Evocan con emoción la entrada de los compañeros del Profeta en Medina y la fraternal acogida que les dispensaron sus secuaces, recibiéndoles en sus casas y compartiendo con ellos hogar y bienes.  Y sueñan con ese mismo impulso de solidaridad entre los pueblos actuales gracias al cual cada uno sentiría las necesidades de los demás como las suyas propias y los que viven en la abundancia tenderían la mano de la amistad a aquellos que sufren de la guerra, de la miseria, de la ignorancia o de la enfermedad.

 

Los musulmanes recuerdan todavía al Profeta exponiendo a sus compañeros el plan de una batalla inminente.  Como uno de ellos le preguntara si ese plan era parte de la Revelación o si emanaba de su propio entendimiento, el Profeta respondió que era el fruto de su reflexión personal.  El otro expuso entonces sus ideas sobre el plan y acabó por convencer al Profeta para que lo cambiara.  Ojalá pudiéramos gozar hoy de ese clima de calurosa fraternidad que permitiría al más humilde de los hombres expresarse sin temor ante el más respetado, en un clima de tolerancia mutua que es la condición misma de la democracia para todos.

 

Los musulmanes recuerdan también al califa Umar, jefe espiritual y temporal de un Estado islámico inmenso que, vencido por la fatiga, se echaba a la sombra de una palmera. Uno de sus súbditos, al verle, se paraba ante él y le dirigía estas palabras llenas de hondo afecto: "Has cumplido con tus tareas públicas, Umar, has servido a la justicia, y con el corazón lleno nuevamente de paz te has dormido".  Ojalá hoy reinara este mismo sentido de la igualdad en virtud del cual el gobernante sería un hombre entre los hombres, dedicado a conseguir el bien de sus semejantes de tal modo que cada uno se sentiría a su vez un poco responsable de él.

 

Estos valores de libertad, de responsabilidad y de solidaridad, iluminados y sublimados por la fe, son tan indispensables para el hombre contemporáneo como lo eran para los contemporáneos del Profeta.  Hoy como ayer y como mañana, le brindan un ideal de vida en que sus más humildes acciones cotidianas son penetradas por el soplo de sus más altas aspiraciones espirituales.

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