DIALÉCTICA DEL PENSAMIENTO LATINOAMERICANO

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Leopoldo Zea

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LA DIMENSIÓN HISTÓRICA DE AMÉRICA

Si algo define al hombre, se ha dicho, es la historia. La historia que da sentido a lo hecho, a lo que se hace y a lo que se puede seguir haciendo. Esto es, al pasado, presente y futuro. El hombre es lo que ha sido, lo que es y lo que puede llegar a ser. Por ello es, dentro de esta triple dimensión de lo histórico, que se hace patente el ser del hombre. Pero no sólo del hombre en general, sino del hombre concreto. El hombre concreto suele vivir la historia de una determinada manera que no es, necesariamente, la de otro u otros hombres. Filósofos de la historia o de la cultura, sociólogos del saber o del conocimiento —entre otros Max Scheler, Karl Mannheim y Max Weber—, han hecho hincapié en esa diversidad de formas de vivir la historia del hombre concreto, esto es, del hombre que forma parte de una determinada sociedad o grupo, del hombre que ha recibido una determinada educación en lugar de otra. Este hombre, viviendo como todos los hombres, dentro de esa triple dimensión histórica; la interpreta, sin embargo, de diversa manera. Existen hombres o grupos de hombres, que ponen el acento en el pasado, subordinando a él presente y futuro. Otros, por el contrario, lo ponen en un presente, al que subordinan el pasado y el futuro. Y otros, lo ponen en un futuro para el cual el pasado y el presente no son sino tramos que es necesario recorrer para su advenimiento. Según sea la dimensión adoptada por centro vital, la historia será vista como permanente afirmación y conservación de lo hecho, expectativa de lo que ha de acaecer algún día o progreso sin fin. El movimiento de la historia, su dialéctica, se orientará a la conservación del pasado, a la esperanza expectante en el presente o al cambio permanente en el futuro.

América no podía escapar a tal preocupación, en esta etapa de su cultura que se ha venido definiendo por su preocupación ontológica. Esto es, por tomar conciencia de su ser, de su humanidad; conciencia de su relación, de su puesto, en el mundo de lo humano. Varios son ya los estudiosos de esta América preocupados por hacer consciente ese ser y esa relación del hombre americano con el hombre. Y, naturalmente, la historia, la forma como el hombre americano entiende su historia, ha sido y sigue siendo una de las claves para esta toma de conciencia.[1] ¿Dónde pone el acento el americano al actuar en la triple dimensión que forma la historia? ¿Es un conservador, un espectante o un revolucionario permanente?

La respuesta a estas preguntas ha dado origen a la con­ciencia de la existencia de dos actitudes que en América tienen su fuente en una bifurcación de la cultura europea u occidental. Las dos Américas, la ibera y la occidental,[2] tienen su origen en la cultura europea; pero en una etapa de la misma en que estaba en discusión la permanencia o abandono del pasado. La asunción del futuro en un presente que era, a su vez, prolongación de un pasado siempre vivo; o la plena eliminación del pasado en un presente que aspiraba a ser distinto. Los partidarios de una y de otra actitud trataban de dirimir el problema, no sólo disputando sobre el porvenir de la cultura europea, sino tratando, también, de llevar sus respectivas soluciones a un mundo virgen de historia, a la América. América, continente fuera de la historia —de la única historia que estaba dispuesto a reconocer el europeo—, no poseía otra dimensión que la del futuro, la, del futuro de ese hombre que la había descubierto y conquistado, incorporándola así a su historia. Unos, los partidarios de la prolongación del pasado, tratarán de hacer de ese futuro que era América una ampliación del mundo que se empeñaban en conservar. Los otros, los partidarios de un futuro sin ligar con el pasado, tratarán a su vez de hacer de América una utopía permanente, un mundo en el que el progreso alcanzado no fuese siempre sino un punto de partida hacia el futuro por alcanzar.

La Europa ibera hará de América un mundo que será prolongación de la cultura por cuya permanencia luchaba; la Europa occidental, por su parte, hará de América el mundo por cuya aparición luchaba a su vez. Una, prolongaba el orden que había recibido y trataba de conservar; la otra, de crear un nuevo orden cuya fortaleza había de crecer en el futuro. En una América, el ibero sin acomodo en el viejo orden europeo, ampliaba el mismo para lograr tal acomodo. En la otra América, el europeo occidental, también fuera de acomodo en el viejo orden, creaba un nuevo orden y, con él, un nuevo reacomodo. Uno prolongaba su mundo, su pasado y se dolía ante cualquier desprendimiento del mismo; el otro, por el contrario, se desprendía del pasado sin remordimiento. El ibero hacía del futuro un instrumento para reafirmar su pasado, al revés del occidental que hacía del mismo la meta o fin de su pasado. Para uno el futuro no era sino ampliación de su ser, un ser eterno y permanente; para el otro era el devenir de su pasado, su posibilidad, un ser siempre nuevo, nunca plenamente hecho. Mientras uno sólo trataba de afianzar su ser, el otro se preocupaba por crearlo. Uno ponía toda su fe en lo que ya era, mientras el otro ponía su esperanza en lo que podía llegar a ser. Tanto el uno como el otro originaron el modo de ser del hombre que le ha dado existencia con su acción. Un modo de ser diverso en una América y en la otra, en la América ibera y en la América sajona u occidental.

Modos de ser de los cuales habrían de derivarse las actitudes que tanto preocupan al estudioso de América en nuestros días. El modo de ser propio de la América sajona que ha hecho de su futuro el único futuro posible y de su pasado, el pasado europeo, un simple escalón de lo que ahora es y tiene posibilidad de ser mañana. Un pueblo que se sabe heredero de la cultura occidental y, por ende, expresión de su más alto desarrollo. Pero también el modo de ser de la América ibera detenido en un presente expectante. El modo de ser de pueblos que, por razones que expondremos más adelante, se han visto obligados a renunciar a un pasado que siéndoles propio les estorbaba para la realización de un futuro ajeno, pero que necesitaban para poder seguir siendo. Modo de ser de hombres que en una determinada etapa de su historia se vieron obligados a elegir entre lo que eran y lo que querían o tenían necesidad de llegar a ser. Entre un pasado que parecía no tener que ver con el futuro anhelado y un futuro sin relación alguna con el pasado que les era propio. Una renuncia a lo que eran, sin que la misma implicase un modo de ser distinto, sino tan sólo su simple posibilidad. Pueblos que se negaban ya a ser lo que habían sido, pero sin poder ser, a su vez, lo que anhelaban ser. Pueblos que veían en su pasado la imposibilidad de su futuro, de su posible llegar a ser.

Mientras el occidental había acabado por hacer de su pasado un instrumento de su futuro, de un futuro que hacía día a día, momento a momento, el ibero tenía que enfrentarse a ese pasado, a su pasado, obligándose a destruirlo por considerar que era la causa de la imposibilidad de su llegar a ser otro del que era. El occidental, en una secuencia natural, pasaba limpiamente del pasado al presente y de éste al futuro, dentro de su idea de evolución y progreso. El ibero no; éste parecía anhelar algo distinto de lo que era y de lo que había sido. Era un pasar de una secuencia histórica, la que había heredado, a otra secuencia que consideraba como ajena, aunque necesaria. Dentro de su conciencia no cabía sino la revolución, el cambio absoluto, el pasar de lo que se era a lo que no se era ni había posibilidad de ser. La dialéctica propia del hombre occidental alcanzó su patentización en Hegel, para el cual negar no implicaba borrar, destruir, sino asimilar, esto es, conservar. Ser plenamente algo para no tener necesidad de volver a serlo. Dialéctica donde lo asimilado, lejos de representar un estorbo, un obstáculo, significaba un modo de ser sin el cual no se había podido llegar a ser lo que se era ni, menos aún, poder llegar a ser lo que se pretendía. El pasado era lo que se había sido para no tener necesidad de volver a ser; experiencia, punto de partida, para ser distinto; apoyo y material moldeable de lo que se quería ser una vez que se había sido algo. En el ibero no, en el ibero la dialéctica, su idea del cambio en la historia, no seguía esta vía. Para el ibero el pasado no era una experiencia, un apoyo, aquello que se había sido para poder ser distinto, sino el obstáculo, lo que impedía ser de otra manera. Por eso el ibero parece llevar en su epidermis todo el pasado; un pasado que no forma parte de su ser como unidad de pasado-presente-futuro, sino como lo que corta e imposibilita la relación con el futuro. El presente se le hace patente como pugna entre dos relaciones antagónicas entre el pasado y el futuro.[3] El presente es un punto de partida sin principio y sin meta. Porque el principio, la realidad de la cual se parte, es lo que no se quiere ser, una nada por voluntad, y el futuro es lo que aún no se es, una nada de hecho. El pasado representa lo que no se quiere y el futuro lo que no se puede por obra de eso que no se quiere. Entre ambos, no queda sino el presente, el presente en que se hace consciente de sus dos relaciones. Un presente que nada quiere de su pasado ni nada puede para un futuro sin apoyo. En otras palabras, un puro presente en expectativa de algo que ha de sobrevenir por la pura fuerza de la voluntad, del deseo. La espera de algo que por no tener relación con lo dado, se presenta como milagroso, esto es, ajeno a la realidad histórica dada, fuera de la dimensión histórica de esa realidad. Lo que llama Mannheim “utopía milenaria” (Mannheim, 1941).

El hombre, ya lo anticipamos, siente la historia, la concibe, en diversas formas. En la historia, en la forma como organiza su triple dimensión —la de pasado-presente-futuro—, se hace patente la relación de sus deseos y anhelos (futuro) con los medios con los cuales cuenta para realizarlos (pasado) en un presente en que van realizándose. Se puede decir que se hace patente la concordia entre su realidad y sus deseos.

Ahora bien, en una actitud como la de los pueblos iberoamericanos, lo que se hace patente es eso que hemos llamado “utopía milenaria”, esto es, futuro, anhelos, sin relación con el pasado, sin relación con la realidad. Un futuro cuya realización depende de una pura voluntad, de una voluntad sin apoyo en la realidad. En otras palabras, de una voluntad fuera del tiempo real que, por ser tal, resulta milagrosa. Un tipo de voluntad que sólo es válido concebir en la divinidad ajena al tiempo. Una divinidad para la cual no hay tiempo, no hay historia. Frente a esta voluntad, ajena al hombre, no queda sino la espera. Esto es, la historia sin sentido, el presente siempre expectante. Algo que ha de venir, pese a la realidad, pese a todo lo hecho. Frente a esto no cabe sino la espera permanente, el prepararse permanentemente para lo que ha de acontecer. El estar alerta ante una realidad que un buen día ha de cambiar, sin que este cambio tenga algo que ver con lo que ha sido o está siendo. Lo que ha de ser será independientemente de que nunca haya sido. Tal parece ser el sentido de la espera, de la expectativa, de la dimensión histórica del latinoamericano, de la dialéctica en que se apoya.

 

DIMENSIÓN DE LA EXPECTATIVA

Ahora bien, dentro de esta dimensión de expectativa, todo lo hecho y todo lo que se haga está condenado al vacío; pues todo lo que se hace y se haga pasará a formar parte de ese pasado que se quiere eludir sin asimilación, en espera de algo que le será plenamente ajeno. Desde esta perspectiva parece que el iberoamericano fuese un ser de extraña configuración; un ser que se niega a ser lo que es para ser algo distinto; un ser que sólo se caracteriza por lo que quiere llegar a ser. Un ser en permanente espera de llegar a ser. Por ello Ernesto Mayz Vallenilla, en su magnífico análisis o fenomenología del ser del americano, de ese ser expectante que es el latinoamericano, se pregunta: “¿Es que por vivir de expectativa [...] no somos todavía?” “¿O será, al contrario, que ya somos [...] y nuestro ser más íntimo consiste en un esencial y reiterado no-ser-siempre-todavía?” (Mayz Vallenilla, 1959). El modo de ser del americano parece ser la espera; una espera que, de una maneta o de otra, va eliminando, paso a paso, todo lo que fue y va siendo, como simples instantes de un esperar que no es sino instrumento de lo esperado. De lo esperado, de algo que al presentarse, al hacerse presente, se transforma en expresión de la espera, de una espera que parece no terminar nunca. Mayz Vallenilla hace de este no-ser-siempre-todavía el eje de la existencia del americano, su modo de ser peculiar. La existencia de un hombre siempre a la expectativa, en permanente trance de esperar lo que advenga para seguir esperando. “La expectativa —dice— no sucumbe a la ilusión de creerse capaz de seleccionar o pre-seleccionar valores de ninguna clase (sean positivos o de signo negativo) con los cuales determinan la realidad que se aproxima. Simplemente ‘expecta’ lo que adviene y, en semejante temple, coloca a la existencia en trance de ‘estar lista’ o ‘preparada’ para hacer frente a lo eventual, sea esto lo que sea”. Con lo cual un modo de ser que pudiera ser simplemente negativo adquiere caracteres positivos: los del hombre al filo o borde de todas las posibilidades.

Es el hombre que espera todo, que puede ser todo y que hace de lo que ha sido, es o va siendo, un simple esperar lo que puede siempre seguir siendo. Es el hombre que está siempre preparado, siempre dispuesto a lo que llegue, a lo que se presente, sea lo que sea, o pueda llegar a ser. Frente a este hombre todo es posible. La meta es infinita, pero no la logra, como el occidental, por pasos, por evolución, sino a saltos. No se sabe lo que va a llegar, sólo se sabe de algo que va a llegar, no importa lo que sea. Y trata de ser esto que espera de una manera o de otra utilizando todo lo que va siendo. Sin embargo, esta expectativa tiene que tender a algo, debe realizar algo, independientemente de que el americano lo quiera o no. Un tipo de hombre ha de originarse con ese modo de ser. Este tipo de hombre, ya lo ha dicho Mayz Vallenilla, es un “no-ser-siempre-todavía”. Lo que adviene es un mundo nuevo, el hombre americano. “¿Quién es ese hombre americano del que hablamos tan confiadamente —dice el filósofo venezolano—, admitiendo incluso que no ha llegado aún? ¿Por qué creemos y contamos con que el ‘nuevo mundo’ y sus habitantes se acercan inexorablemente, si ya, incluso, vivimos sobre ese ‘nuevo mundo’ y nosotros somos hombres que en él moramos y habitamos? [...]. El americano siente que el hombre que hay en él (y que mora cabe un mundo en torno esencialmente advenidero) antes de ser algo ya hecho o acabado, y de lo cual pudiera dar testimonio, como acerca de la existencia de una obra o de una cosa concluida, es algo que se acerca, que está llegando a ser, que aún no es, pero que inexorablemente llegará a ser. Bajo esta forma, la propia comprensión de su existencia se le revela coma ‘no-ser-siempre-todavía’: síntoma inequívoco de ser esencialmente expectativa [...]. Este ‘no-ser-siempre-todavía’ parece ser el carácter original del americano, su concepción de la historia, su modo de vivirla, su dialéctica, una dialéctica original, la aportación original del hombre americano a la historia en sentido más universal. El hombre americano, el latinoamericano, parece que por obra de esa historia se ha visto obligado a vivirla de una manera original, especial. Nuestro ser —dice Mayz Vallenilla— reside justamente en ser siempre de este modo”.

Recopilando los puntos de vista expuestos nos encontramos con que América en su totalidad, la América sajona y la América latina, se apoya en el futuro, sólo que el hombre de la primera América ha hecho del pasado un instrumento del futuro; mientras el de la segunda no queriendo contar con ese pasado, se apoya en el presente, en donde ha de advenir el futuro; lo espera, día a día, segundo a segundo. El sajón realiza su futuro cada día, el latino lo espera. El primero, realice lo que realice, se está sirviendo de lo realizado para realizar más en una acumulación sin fin; el segundo no; dilapida, puede decirse, lo que recibe, lo que hace, en espera, siempre, de algo que ha de venir, por ello no acumula, no capitaliza, no suma, simplemente nihiliza. Uno se mueve en lo concreto, mientras el otro lo hace en lo abstracto. Por ello Mayz Vallenilla da a su alegato un nuevo sesgo enfocándolo al campo de la acción. No aconseja la inacción. Mediante la pura expectativa, el hombre parece estar imposibilitado para saber el contenido de aquello que se acerca. Todo puede advenir, lo bueno o lo malo. El hombre a la expectativa, tiene, por esto, plena conciencia “de que puede ser engañado y hasta burlado por el curso de los sucesos”. Por ello debe “estar preparado” para hacer frente a lo que advenga. Y estar preparado es actuar. Se trata de una acción encaminada a recibir lo que venga para rechazarlo o aceptarlo. Y este rechazo o aceptación implica ya algo que no parecía estar en el modo de ser del latinoamericano: la conciencia de un futuro a realizarse. No cualquier futuro, sino un futuro querido y anhelado por este hombre y una acción, por mínima que ésta sea, que implica apoyarse en un mínimo de realidad. ¿Y qué es lo que anhela? Lo que cualquier hombre de la tierra, lo mismo que han anhelado todos los hombres en la historia, cualquiera que haya sido el sentido que hayan dado a ésta: un mínimo de felicidad. Una felicidad que sólo puede lograr el hombre con su acción. Por ello no basta esperar lo que advenga, sino que hay que esperar lo que permita ese mínimo de felicidad humana rechazando, rechazando lo que la impida o la retrase. “Nada se ganaría confiando en la esperanza y creyendo que lo que se acerca traerá (sea cual fuese nuestra acción) un incremento de valores positivos. Es ello lo que acontece y se trasluce en ese vacío y peligroso temple de falso optimismo —dice Mayz Vallenilla— en que parecen vivir muchas conciencias, respaldadas por el brillo engañador de las riquezas del suelo americano. Hay que repetir —para hacer tomar conocimiento de la verdadera situación— que así coma tales riquezas pueden significar un hecho favorable, pueden también llevar, ocultos en su seno, las gérmenes de nuestro propio enajenamiento y destrucción. La riqueza del continente americano, sus grandes fuentes de energía y potencial humano, la situación privilegiada de su territorio para albergar el desarrollo de la humanidad, bien pueden trocarse imprevistamente en negativos. Es un error vivir soñando en América como ‘reino del futuro’. El futuro puede hacer que América resulte un botín apetecido por cualquier imperialismo, y, bajo tal hegemonía, su suelo y su habitante podrían transformarse en simples materias primas para el funcionamiento de una gran factoría colonial. Su única función consistiría en servir de fuente de sustento para colmar las necesidades de otros pueblos”. Esto es, instrumento de felicidad para otros y no para sí mismo. La expectativa como simple espera, como milenarismo, resulta un simple aceptar la realidad tal y como se da o se puede llegar a dar. La toma de conciencia de este hecho lleva, por el contrario, a la actitud que señala Mayz Vallenilla: la de la acción que recibe o rechaza, que conforma y adopta lo recibido de acuerdo con lo que se espera. Pero éste es ya otro tipo de esperanza distinto del puramente milagroso, milenario. Es una esperanza concreta, determinada, buscada. No basta esperar, además, es menester saber esperar. “La acción del hombre expectante debe, ante todo, no dejarse engañar. Para ello sabe, de antemano, que puede ser burlada por el advenir. Esto quiere decir: debe planear su futuro desde el convencimiento o creencia de que puede ser perfectamente estafada en sus prevenciones. Esta acción debe contar con lo fortuito y, a la vez, debe tratar de dominarlo”. El futuro hecho presente, pero como instrumento de lo que ha de advenir. Ya no más lo fortuito, lo que está fuera del control del hombre. “No-ser-siempre-todavía”; pero no para no ser nada, sino para ser siempre algo que no se ha sido y que puede siempre llegar a ser. Una dimensión del hombre apoyada en el presente expectante como instrumento de un modo de ser cada vez más amplio.

Hay que estar preparado, dispuesto a aprovechar las mejores oportunidades que ofrezca el futuro al americano para que éste vaya realizando su propio futuro, el futuro que anhela, que desea, como cualquier otro hombre del mundo. “Estar preparado”, dice Mayz Vallenilla, no quiere decir “resignarse”, aceptar sin más lo que venga, sino orientarlo. “No quiere decir aceptar callada y abandonadamente la llegada de los acontecimientos, sino prepararse para hacerles frente adelantando, incluso, la prevención para su engaño”. Una actitud que implica la acción, una acción no menos poderosa que la que ha hecho posible el mundo occidental, pero con otro sentido. Una acción que puede y también tiene que ser material, de dominio natural y organización social y política, pero con otra meta, la meta propia de los pueblos iberoamericanos. “El hombre americano —dice Mayz Vallenilla— dispone de una natural potencia para hacer frente a los sucesos. Esta potencia podría incluso elevarse hasta el afán de poderío material, y aun siendo fiel a una radical expectativa, planear el futuro desde el advenir construyendo obras para dominar el posible ‘mal’ que encierra aquél”. Pero, ¿cuál sería este futuro propio del iberoamericano? ¿Cuál sería ese futuro al cual serviría el advenir a futuro temporal? En otras palabras, ¿qué es lo que quiere construir este hombre en el futuro con ese advenir que recibe permanentemente? ¿Qué es lo que quiere realizar este hombre? “¿Es que, acaso, él no dispone de un ideal —el suyo propio— con que planear lo que advendrá?”, pregunta Mayz Vallenilla. ¿No dispone todo hombre —y toda época— de una autoimagen, la cual proyectándose hacia el futuro, sirve para planear los pasos de la colectividad? ¿Por qué razón el hombre americano no puede ser capaz de proyectar sus propios ideales y modelar con ello el diseño de su futuro y de su nuevo mundo?

 

LA BÚSQUEDA DEL “SÍ MISMO”

La historia de las ideas del hombre americano, concretamente del latinoamericano, hace patente un tipo de hombre muy especial que, acaso, ahora podamos relacionar con su idea de la historia. Un modo de ser del americano que Edmundo O'Gorman ha sintetizado agudamente definiéndolo de la siguiente manera: “Ser como otros para ser sí mismo”.[4] La historia de este hombre sería la historia del hombre que se ha empeñado en ser de otra manera de lo que es. Ayer, semejante a las metrópolis iberas, después semejante a los grandes modelos modernos, a las grandes naciones modernas, Inglaterra, Francia, los Estados Unidos. Esto es, semejante al mundo occidental. Es el hombre que se duele y se ha dolido por estar fuera de esa historia.[5] Es el hombre que ha venido haciendo una historia, la propia historia, pero a regañadientes, a pesar suyo, pretendiendo siempre hacer otra historia que la suya. Es el hombre, ya lo anticipamos, que se empeñó, como ningún otro hombre, en borrar su pasado para crear un futuro aparentemente ajeno de sí mismo, de lo que había sido y, por ende, tenía en alguna forma que seguir siendo al menos en la forma de haber sido.

Pero, ¿qué quiere decir este empeño de “ser como otros para ser sí mismo”? ¿Cómo se puede ser sí mismo siendo como otros? ¿Qué es lo que se quiere de los otros y qué es lo que se mantiene de sí mismo? ¿Qué es lo que se quiere borrar del pasado, por encontrársele contradictorio con el futuro que se anhela? La historia que aquí exponemos quizá pueda aclarar y contestar a estas preguntas. El latinoamericano se ha servido de ideas que le eran relativamente ajenas para enfrentarse a su realidad: la ilustración, el eclecticismo, el liberalismo, el positivismo y, en los últimos años, el marxismo, el historicismo y el existencialismo. En cada uno de estos casos, en la aceptación de estas influencias, ha estado en la mente del latinoamericano la idea central de hacer de su América un mundo a la altura del llamado mundo occidental; de sus pueblos, naciones semejantes a las grandes naciones occidentales. ¿Y qué es lo que ha querido imitar, realizar, de esas naciones o de ese mundo que le sirven de modelo? Desde luego no todo, sino aquello que más caracteriza a ese mundo y a las naciones que lo expresan.

¿Qué es lo que caracteriza al llamado mundo occidental? Dos aportaciones: sus instituciones liberal-democráticas y su capacidad para el dominio del mundo natural. Esto es, dos técnicas: la técnica de convivencia social teniendo como eje el interés y libertad del individuo, y la técnica de dominio natural. A lo que han aspirado los latinoamericanos en su afán por recrear, por rehacer su mundo, ha sido a hacer de sus pueblos naciones libres y felices, a sus hombres, hombres libres y con un mínimo de confort material. En las grandes naciones que les sirvieron de modelos vieron siempre esa su capacidad para defender las libertades de sus individuos y darles un mínimo de felicidad material. Fueron estas dos técnicas las que trataron de apropiarse los hombres de esta América para hacer de sus pueblos naciones a la altura de las grandes naciones del mundo. El mismo empeño que ahora vemos repetirse en otros pueblos del mundo en situación semejante a la de pueblos como los nuestros, pueblos llamados coloniales. Es la misma preocupación, en nuestros días, de hindúes, chinos, árabes, africanos, etc.[6]

Sin embargo, este afán tropezaba con obstáculos que tenían su origen en la cultura heredada, en lo que podía considerarse social y de dominio natural para crear el futuro de la América Latina, tropezaba con el pasado de ella, con aspectos de su herencia cultural. El afán por hacer de los países latinoamericanos naciones organizadas democrática y liberalmente, tropezaba con un pasado vivo que había hecho de estos pueblos, pueblos organizados despóticamente dentro de un orden estamental, de cuerpos de privilegios. Por otro lado, el afán de hacer de estos mismos pueblos naciones industrializadas, semejantes a sus grandes modelos (Inglaterra, Francia, y los Estados Unidos), tropezaba con una serie de hábitos y costumbres y con la oposición misma de los pueblos modelos. En este aspecto parecía imposible hacer concordar el pasado, lo que había sido, con el futuro, con lo que se quería ser. Había que elegir entre lo que se había sido y lo que se quería llegar a ser. Lo que se había sido impedía el posible llegar a ser.

La adopción de una técnica de convivencia moderna, liberal-democrática, implicaba la renuncia a un cierto modo de ser que se simbolizaría en el catolicismo. Esto es, una renuncia a un cierto modo de ser, a un modo de ser heredado por los pueblos de la América Latina. Igual renuncia implicaba la adopción de una técnica para el dominio de la naturaleza.

“Ser como otros para ser sí mismo”. Ser como Inglaterra, Francia y los Estados Unidos para ser ¿qué? ¿En dónde está este sí mismo? ¿Acaso este sí mismo consiste en ser siempre como otros? ¿O este ser como otros es sólo un instrumento para ser sí mismo? Si esto es así, ¿en qué consiste este sí mismo? Lo que se trata de adoptar es sólo una técnica, o unas técnicas: las técnicas de convivencia y de dominio natural propias del mundo occidental. Técnicas puestas al servicio de algo que parece imponderable, de algo que no se acierta a expresar claramente, salvo en un símbolo, en un hombre, en América. Los mismos hombres que hablan de la necesidad de adoptar el republicanismo norteamericano y su sentido práctico, hablan también de una entidad, algo propio de los americanos del sur, de los latinoamericanos, a cuyo servicio deben estar las instituciones democráticas y la técnica industrial.

En la América Latina, a pesar de todos sus dolores y obstáculos, la esclavitud y la discriminación han sido eliminadas. Esto es lo que los latinoamericanos aportan a la balanza de la historia. Esto es lo que consideran como propio. Algo que no han aprendido, algo que no han imitado, sino algo que les pertenece ya en el pasado. Algo que ha sido asimilado, hasta hacerlo, propio, y a lo cual no renuncia. Algo que consideran debe ampliarse y prolongarse en esta América. Algo que no tiene por qué estar en contradicción con su afán de ser libres y de gozar de un mínimo de prosperidad material. Este algo es lo que estos hombres han visto como original de la América Latina. Esta es la América que se han empeñado en crear.

¿Ser como otros para ser sí mismo? Esto es, adoptar las técnicas o instrumentos materiales que han permitido a otros pueblos el respeto del mundo y la felicidad material de sus individuos, instrumentos puestos al servicio de su especial humanismo, de su idea del hombre, una idea del hombre a la cual no renuncian. Una idea ibera, traída a esta América por hombres que tenían una concepción más amplia de las relaciones de los hombres con los hombres. Una idea que más tarde fue angostada, recortada, limitada, por intereses mezquinos. Una idea ajena a los hombres que soñaron no crear un imperio cristiano en el que todos los hombres fuesen considerados como semejantes.[7] Un cristianismo ajeno al catolicismo repudiado por los emancipadores mentales de la América ibera. Tal es el pasado que de una manera o de otra se hace sentir, aunque a veces aparezca como un imponderable, como algo que no puede expresarse. Sin embargo, este ideal, esta idea, parecía encontrarse fuera de lugar y fuera de tiempo, en un mundo que había puesto el acento en el desarrollo absoluto del individuo y la capacidad de éste para triunfar en la tierra. El mundo de los pueblos occidentales, el mundo del “yanki” y del inglés, del francés y holandés que habían creado un nuevo imperio. Un mundo en el que triunfaban los más biles, los mejores, sin piedad para los menos hábiles, para los llamados inferiores. Era frente a este mundo que los pueblos latinoamericanos tenían que fortalecerse, aunque fuese a costa de la renuncia del pasado, pero ya vemos que no de todo el pasado, sino del pasado que estorbaba su capacitación para reforzar la herencia que trataba de potenciar. “Ser como otros”, en aquello que sirviese a su afán de “ser sí mismo”; una renuncia relativa para lograr una reafirmación de lo más positivo de su ser. Un aprovechar el futuro, pero no para ser cualquier cosa, sino aquello que trataba de reafirmar. Ni renuncia radical al pasado, ni aceptación plena del futuro. El dilema no era tan radical, aunque tomaba caracteres radicales: la América Latina, al igual que todos los pueblos, ligaba su pasado, un determinado pasado, renunciando a otro, para hacer su futuro; pero no un futuro cualquiera, sino el futuro por el cual habían soñado en el pasado otros hombres como ellos. El futuro de los pueblos latinoamericanos que ahora, en nuestros días, parece ser el futuro de todos los pueblos que se han encontrado o se van encontrando en sus circunstancias.

 

LA HERENCIA IBERA

En el pasado, en ese pasado del que ha tomado conciencia el iberoamericano para su asunción, se planteó ya el problema que había de seguirse planteando al latinoamericano. Fue el momento en que se deslindó la modernidad de la cristiandad, el futuro del pasado. El hombre occidental, ya lo hemos visto, sin mayores remordimientos echó por la borda un pasado que le estorbaba para luego convertirlo en instrumento de su futuro. No pasó lo mismo con el ibero, que se empeñó en prolongar su pasado cristiano en el futuro moderno. El occidental, puesto a elegir entre su pasado cristiano y el futuro moderno, se quedó con el futuro para regresar después y modernizar su pasado, creando, inclusive, un cristianismo al servicio de su futuro; el protestantismo, y más concretamente, el calvinismo y el puritanismo.[8] El ibero, por su lado, puesto también a elegir, acabó quedándose con su cristianismo anquilosado, con un catolicismo ajeno a lo que implicaba su nombre. Sin embargo, hubo un momento, un momento de ese pasado perseguido después por los latinoamericanos, en que trató de hacer algo semejante a lo hecho por los occidentales, pero en dirección contraria: cristianizar la modernidad y no modernizar el cristianismo.

La modernidad había puesto el acento en la libertad del individuo y en su felicidad material opuestos al sentido de comunidad cristiano-medieval y a su despego por los bienes en esta tierra. Los iberos, lejos de ver esta oposición vieron, por el contrario, la posibilidad de su acoplamiento. La libertad del individuo, no estaba reñida con el auténtico espíritu de comunidad cristiano, todo lo contrario, lo completaba; sólo dentro de una auténtica comunidad cristiana era posible esa libertad sin peligros de libertinaje. En cuanto a la felicidad de los hombres en este mundo no estaba reñida con la felicidad y salvación en el otro. Sin embargo, la pugna no se evitó, la pugna entre los hombres empeñados en modernizar al cristianismo y los hombres empeñados en cristianizar al modernismo. En esa pugna, ya lo sabemos, triunfaron los primeros planteándose el dilema propio de los iberos: ¿modernidad o cristianismo? ¿Lo uno o lo otro? La conciliación, tal y como la buscaba el mundo ibero, era ya imposible.

Fue esto lo que provocó esa filosofía de la historia propia de los pueblos de la América Latina; filosofía de desgarramientos. Elección entre lo que se había sido y lo que se quería ser. La cristianización del mundo moderno era imposible: había que modernizarse o resignarse a ser el pasado. España, y con España Portugal, se resignó a ser el pasado y en esta resignación arrastró a sus colonias en América. Sin embargo, no es esta resignación la que importa, sino la que intentó antes de resignarse, sus esfuerzos por conciliar un mundo que no tenía por qué escindirse. Esfuerzos que, tanto en la península ibérica como en lo que fuera sus colonias americanas, se repitieron.[9]

Este primer intento se realizó en el siglo xvi. La organización política española del siglo xvi, dice Fernando de los Ríos, quiso salvar la catolicidad. “Frente al primado de la razón individual —que a la postre había de sobrenadar en la cultura nacida al calor de la Reforma— defendía España la unidad del espíritu universal, la expresión de esa unidad en la tradición, en la continuidad del esfuerzo simbolizado por la Iglesia. En el momento en que se gesta en el mundo una concepción que otorga la preeminencia a la acción encaminada al logro de bienes sensibles, el Estado español orienta su vida igualmente en la acción, mas señalándole como objetivo la conquista de las almas, a fin de obtener la salvación”. De aquí surgió una intolerancia que no iba a estar a la zaga de la intolerancia a que dio origen la modernidad. Por ello dice el mismo de los Ríos: “Y lo que en la España del siglo xvi, lo que hace cuatro siglos, se hacía por razones religiosas, hácese hoy, las más de las veces, por razones no tan altas y espirituales, sino por motivos económicos o políticos o por fortalecer el Estado nacional”. Esto es, la persecución de los discrepantes. Frente a esta intolerancia surgió, en el mismo siglo xvi, el afán de tolerancia, la conciliación, la concordia, como instrumentos para lograr la unidad y continuidad de la tradición cristiana. Para salvar el pasado no era menester romper con el futuro. Todo lo contrario, había que hacer de este futuro un instrumento de prolongación del pasado que se quería hacer permanente.

Para ello había que buscar en el futuro lo que unía con el pasado y no destacar lo que separaba y rompía con él. Había que esperar, estar a la expectativa, como diría Mayz Vallenilla, de aquello que mejor se conciliase con el rico pasado cristiano de que se había hecho un paladín el mundo ibero. Un pasado cristiano concebido, en su más alta expresión, como humanismo. El humanismo de los hombres que se saben de un mismo origen dentro del cual carecen de sentido las desigualdades naturales sobre las cuales alzará su nuevo orden la modernidad, el mundo occidental. Este mundo había originado nuevos e importantes valores que deberían ser asimilados para elevar más alto la humanidad. Lo importante era la unidad de pueblos y de hombres por lo humano, por lo que tenían de semejantes. Los valores modernos deberían estar al servicio de este valor central, el valor y la dignidad del hombre destacaba por el cristianismo. Una dignidad que no tenía por qué ser menoscabada por la libertad de los mejores, sino por el contrario, como garantía de que esta libertad tenía que ser reconocida en todos los hombres. Tampoco el confort material de unos cuantos, levantado sobre la miseria de una mayoría, porque esto también era contrario al espíritu de dignidad humana señalado por el cristianismo. Libertad y confort material, sí, pero reconociendo el derecho que para ambos tienen todos los hombres, por el simple hecho de ser hombres.

La España del siglo xvi, lejos de oponerse a la incorporación de todos los hombres en el orden que trataba de establecer, se empeñó en su logro reconociendo humanidad a todos los hombres, con independencia de su raza, color, cultura, etc. Sin embargo, esta misma España se sintió obligada a realizar esta incorporación del hombre en su idea de humanidad utilizando, inclusive, la fuerza. Y fue aquí donde se escindió, evitando la conciliación que anhelaba. La libertad del individuo y su afán por alcanzar un mínimo de seguridad y felicidad en este mundo fueron vistos como contrarios a la salvación del hombre. Y al hacerse esto se amputó al hombre mismo la idea total que se tenía del mismo. Y el hombre concreto, el hombre de carne y hueso, se vio obligado a tener que elegir entre su salvación en este mundo o en el otro, entre la modernidad o el cristianismo, entre lo que quería ser o lo que había sido. “El Estado español —dice también Fernando de los Ríos— trató de organizarse desde 1481 hasta 1598, conforme a un cierto tipo de Estado totalitario y, en cierta medida, fue derrotado. La fuerza central dominadora de la voluntad de España era una trascendental idea, una concepción religiosa de la vida, encarnada en la Iglesia católica. Los jóvenes, como los viejos, deberían meditar sobre las consecuencias históricas que tal aspiración ha tenido en España. Aquellos que aspiraban a unificar la conciencia española por la fuerza la han dividido hoy. Desde entonces la historia de España ha sido un drama de dimensiones universales: el dilema de la libertad espiritual” (De los Ríos, 1957).

“Libertad espiritual”, he aquí lo que puede ser el meollo de toda la historia de los pueblos de origen ibero. Una libertad que, teniendo la misma fuente, resulta distinta de la idea de libertad esgrimida por los pueblos occidentales.[10] Libertad espiritual puesta en antagonismo con la idea de comunidad cristiana que España trató de imponer por la fuerza, negándose a la conciliación que buscaron los mejores de sus hombres. Esta es la libertad que está en oposición con el catolicismo de que hablarán la mayoría de los pensadores latinoamericanos. Libertad espiritual que no estaba en antagonismo con la creación de una comunidad cristiana, sino sólo en antagonismo con el instrumento con que se quería establecerla, en antagonismo con la técnica para establecerla. Es esta técnica la que se repudia para adoptarse la que había hecho patente la modernidad a través de sus instituciones democrático-liberales. Adopción de una técnica de convivencia moderna puesta al servicio de un viejo sentido de convivencia ibero. Sentido de convivencia que no hace de la sociedad un instrumento del individuo, sino expresión de ideales comunes. Sentido de convivencia que da origen a comunidades como expresión de comunidad de personas. Esto es, unidad de voluntades hacia metas que trascienden los puros intereses del individuo. Igualmente la adopción de una técnica de dominio natural para dar a esta misma comunidad la resistencia que era menester en un mundo en el que predominaba la preocupación por el individualismo que triunfa sobre cualquier obstáculo. No el simple afán de dominio material, sino su utilización para hacer más llevadera la convivencia humana orientada hacia fines que transcendían las metas puramente individuales. Tal es la herencia ibera, el pasado propio de la historia del hombre latinoamericano, un pasado que se ha tendido a realizar en el futuro con los instrumentos que proporcione el advenir.

 

EL PENSAMIENTO BOLIVARIANO

El ideal de una comunidad heredado de la cultura ibérica encontrará su mejor y más alta expresión en el pensamiento del Libertador, Simón Bolívar (1783-1830). En él se centrará un ideal, buscado una y otra vez, de pura cepa hispanoamericana. Si algo caracteriza y da personalidad a esta América es ese ideal que recogerán otros pensadores y hombres de acción latinoamericanos hasta nuestros días. En la Carta de Jamaica, así como en otras muchas cartas y discursos del prócer de la unidad latinoamericana, se encuentra la base de ese tipo de solidaridad típicamente ibera que hemos analizado antes. Una forma de solidaridad que alcanza perfiles universales y liga a los hombres de esta América con la anhelada universalidad buscada una y otra vez por sus ideólogos. La solidaridad entre pueblos y hombres que se saben iguales y, por ende, con los mismos derechos y obligaciones. “Yo deseo —escribía Bolívar— más que otro alguno ver formarse la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riqueza que por su libertad y gloria” (Bolívar, 1947). Una nación de naciones, dentro de ese sentido de comunidad de perfiles cristianos que en nada se asemeja con el ideal de sociedad contractual que enarbolará el mundo moderno, las grandes naciones occidentales que han tomado el control de la historia. El pensamiento del Libertador imagina una nación, una comunidad que tenga como base para la solidaridad de sus miembros algo más que el interés concreto y pasajero de la riqueza que liga a los hombres y pueblos sólo en función con las posibilidades que para su logro tengan los unos y los otros. Ha sido esta meta, es cierto, el logro de la riqueza contante y sonante, la que ha movido a los pueblos modernos y les ha llevado por el llamado camino del progreso; pero es también esta preocupación por su logro, la que puede originar catástrofes como las que sufrió el mundo apenas un siglo después. La solidaridad que haga posible la soñada nación bolivariana deberá ser distinta de la que ha hecho posible a las naciones modernas apoyadas en sus concretos intereses, apoyada en algo más que en puro afán de dominio en extensiones de tierras, riqueza y hombres como instrumento de otros hombres. La libertad y la gloria son valores que lejos de separar unen a los hombres y a los pueblos que tratan de conseguirlos, son metas comunes por alcanzar en una acción igualmente común.

Esto es, una comunidad de naciones unidas por algo más que el egoísmo de las sociedades modernas que, a lo más que aspiran es al equilibrio relativo de sus respectivos intereses, basado únicamente en el temor a perder más de lo que se podría ganar sin ese equilibrio; y, por lo mismo, una forma de equilibrio, de falsa solidaridad, que puede ser roto cuando se está seguro de lograr mayores ventajas con un mínimo de peligro. Bolívar, insistimos, aspiraba como digno heredero y recreador de la vieja idea de solidaridad ibérica, a crear una comunidad, no una sociedad anónima de intereses. Comunidad de hombres y pueblos que se saben unidos por la aspiración a lograr metas comunes, con independencia de sus muy concretas personalidades y no menos concretos intereses. Libertad y gloria, no el dominio extensivo y el enriquecimiento sobre el angostamiento y miseria de otros hombres y pueblos.

Ideal de comunidad que Bolívar hacía extensivo en su pensamiento a todo el mundo. Este ideal podría tener su origen en América entre pueblos de una misma sangre, de una sangre que no temía mezclarse con otras de diverso tipo; de una misma lengua, capaz de asimilar y comprender las expresiones de otras; de una misma religión, capaz de llamar hermanos y tratar como semejantes a otros hombres; de un mismo origen, el que había hecho posible a los pueblos de la América Latina, mezcla de razas y culturas. “Es una idea grandiosa —escribía el Libertador— pretender formar de todo el nuevo mundo una sola nación, con un solo vínculo que ligue sus partes con el todo. Ya que tienen un origen, una lengua, unas costumbres, una religión”. Nación que sería el punto de partida, especie de crisol, de una más amplia confederación de pueblos y naciones. Pero una confederación de pueblos también iguales. No una confederación que sirviese de instrumento al más fuerte de sus miembros. Bolívar no excluía de esta confederación ningún pueblo, tan sólo pedía a los pueblos latinoamericanos no llegar a ella sino llenos de fortaleza, la fortaleza suficiente para no ser simple instrumento de los poderosos, sino iguales, semejantes. Bolívar sabía ya lo que significa la desunión entre los pueblos latinoamericanos, que los debilitaba y convertía en instrumento para el logro de metas ajenas a sus intereses. Atacó con dureza a los cacicazgos “cuerpos”, al servicio de intereses concretos y mezquinos. Era esta división la que los debilitaba y por lo mismo los convertía en instrumentos de la ambición de riquezas y dominio extensivo de las que entonces ya eran las primeras potencias del mundo moderno.

Era sólo partiendo de la unidad de los pueblos latinoamericanos que se podría llegar a la gran unión, a la gran comunidad de los pueblos de todo el mundo. En esta unidad la América de origen ibero era mucho lo que podría aportar, el gran sueño de una raza que aspiraba a crecer hasta la universalidad por el camino de la asimilación de sangres, razas, culturas. El principio de la realización de este sueño debería serlo el Congreso de Panamá. “¡Qué bello sería —escribía en la citada Carta de Jamaica— que el istmo de Panamá fuese para nosotros lo que Corinto para los griegos! ¡Ojalá y que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto congreso de representantes de las repúblicas, reinos e imperios para tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra con las naciones de las otras tres partes del mundo!”. Comunidad de pueblos latinoamericanos como punto de partida para la creación de un mundo en el que la voz de estos pueblos, con la autoridad de su historia, fuese eficaz y contase en los destinos de un mundo que debería ser realizado por todos sus hijos sin excepción alguna. Comunidad, no asociación, basada en la unidad de lo que tienen algo o mucho en común. La unidad para el logro o mantenimiento de la libertad y otros valores humanos no menos altos y nobles; no la asociación obligada para simplemente sobrevivir o imponerse.

En la misma idea insiste Bolívar cuando escribe a Juan Martín de Pueyrredón en 1818: “Una debe ser la patria de todos los americanos, ya que todos hemos tenido una perfecta unidad”. Por ello, agrega, “cuando el triunfo de las armas complete la obra de su independencia, o que circunstancias más favorables nos permitan comunicaciones más estrechas, nosotros nos apresuraremos con el más vivo interés, a entablar por nuestra parte el pacto americano que, formando de nuestras repúblicas un cuerpo político, presente la América al mundo con aspecto de majestad y grandeza sin ejemplo en las naciones antiguas. La América así si el cielo nos concede este deseado voto, podrá llamarse la reina de las naciones y la madre de las repúblicas”. Pueblos unidos para hacerse respetar y hacer respetar sus ideas de unidad sin sometimientos o vejaciones. Unidad para adquirir la fortaleza en una sociedad como la moderna hecha para que se impongan los más fuertes; pero una fortaleza para el logro de metas ajenas a esas metas fundadas en el egoísmo. En otro lugar ha escrito. “Divididos seremos más débiles, menos respetados de los enemigos y neutrales. La unión bajo un solo gobierno supremo hará nuestras fuerzas y nos hará formidables”.

Fuertes, sí: pero no para expoliar o dominar a los más débiles, sino para colaborar, en el mismo plano de igualdad, en la construcción de un futuro común a todos los hombres y pueblos. La libertad y la gloria, no la extensión y la riqueza era lo que importaba a una comunidad inspirada en los ideales del mundo ibérico. Sin esta fuerza, no sería sino un instrumento de metas ajenas a la suya. Cualquier colaboración o asociación en que participase Latinoamérica, sin la fuerza señalada por Bolívar, significaría tan sólo subordinación a los que dentro de ella fuesen los fuertes. “Formando una vez el pacto con el fuerte —escribe Bolívar—, ya es eterna la obligación del débil. Todo bien considerado, tendremos tutores en la juventud, amos en la madurez”. Unirse, hacer pactos con los fuertes, sin serlo es preparar la propia subordinación. Por eso Bolívar teme los pactos con los Estados Unidos e Inglaterra, si bien éstos pudieran ayudar al logro de la más pronta emancipación de las colonias latinoamericanas; pero también es el peligro de una nueva colonización, de una nueva subordinación. Estas naciones, por ser fuertes y poderosas, tenderían, a la larga o a la corta, a imponer sus propios intereses y a ignorar los de su débil asociada. Todas las ventajas que pudieran venir de esa asociación, escribe el Libertador, “no disipan los temores de que esa poderosa nación sea en lo futuro soberana de los consejos y decisiones de la asamblea: que su voz sea la más penetrante, y que su voluntad y sus intereses sean el alma de la confederación, que no se atreverán a disgustarla por no buscar echarse un enemigo irresistible. Éste es en mi concepto el mayor peligro que hay en mezclar a una nación tan fuerte con otras débiles”. La unidad debe realizarse, ante todo, entre pueblos con metas semejantes, el afán de independencia y de progreso y la vocación de sacrificio para la libertad y por la paz de todo el mundo.

Desde este punto de vista, tendiendo a la unidad de los pueblos latinoamericanos como punto de partida para la unidad de las dos Américas y saltar después a la de todos los pueblos, Bolívar avanza en su pensamiento e imagina ese mundo que ha de surgir como consecuencia de la unidad de pueblos que han de construirlo. El viejo sueño de una España,[11] la España de Carlos V y sus consejeros erasmistas, resucita en el Libertador, pensando en que el espíritu que anima a los pueblos latinoamericanos puede ser llevado, como los evangelizadores al cristianismo, a todo el orbe, al Asia, al África, a la Oceanía. El espíritu de la libertad debería ser llevado a esos lejanos pueblos rompiendo todas las esclavitudes y creando las bases de una comunidad de hombres entre hombres, de pueblos entre pueblos. “Yo llamo a esto —dice—el equilibrio del universo y deberá entrar en los cálculos de la política americana”. El resultado final sería el de una sola y gran nación, el de un solo y gran imperio en el que ninguno de sus miembros “sería débil con respecto a otro, ninguno sería más fuerte”. Y, agrega Bolívar: “En la marcha de los siglos podría encontrarse, quizá, una sola nación cubriendo al universo, la federal”.

Dentro de esta línea, con su propia expresión y características, se mantendrá la mayor expresión del pensamiento latinoamericano a través del siglo xix hasta llegar a nuestros días. Muchos de los enfoques, muchos de los problemas planteados y las soluciones dadas coincidirán con las del Libertador, que son, a su vez, expresión de una cultura, de un mundo, que junto con sus grandes errores había aportado armas ideológicas extraordinarias. Cultura aspirando una y otra vez al logro de la universalidad que se da en el hombre y en sus expresiones. La universalidad que se alcanza en la comunidad de hombres y pueblos que se saben unidos por metas semejantes.

 

Notas

[1] Edmundo O'Gorman, Félix Schwartzmann y Ernesto Mayz Vallenilla se han preocupado al igual que el autor por estos temas de la filosofía de la historia de América.

[2] Cf. mi libro América en la historia. México: fce, 1957.

[3] Cf. América en la historia.

[4] Esta idea es el centro de la meditación de Edmundo O’Gorman sobre el ser de América.

[5] Cf. América en la historia.

[6] Cf. América en la historia.

[7] Cf. América en la historia.

[8] Cf. capítulos ix y x de América en la historia.

[9] Cf. América en la historia.

[10] Cf. América en la historia.

[11] Cf. José Luis Salcedo-Bastardo. Visión y revisión de Bolívar. Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1961.

 

 © Leopoldo Zea. El pensamiento latinoamericano Edición a cargo de Liliana Jiménez Ramírez, con la colaboración de Martha Patricia Reveles Arenas y Carlos Alberto Martínez López, Diciembre 2003. La edición digital se basa en la tercera edición del libro (Barcelona: Ariel, 1976) y fue autorizada por el autor para Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez. Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes

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