ESPECULACIONES A PARTIR DEL CONCEPTO DE “ANOMIA”

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Fernando Escalante Gonzalbo

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Se me ha pedido que prepare unas notas acerca del concepto de “anomia”; más concretamente, sobre la situación actual de América Latina, a partir de la idea de que pudiera ser una situación de “anomia”. El tema es sugerente, sin duda, pero no estoy seguro de lo que significa; quiero decir: no estoy seguro de que el concepto sea adecuado para describir lo que sucede, no estoy seguro de lo que pueda revelar. Por esa razón, lo que sigue es un ejercicio de especulación con motivo del concepto de “anomia”, un ensayo más bien aproximativo, preliminar.

Peter Waldmann ha argumentado, con acopio de razones, la idea de que en América Latina predomina, en particular, un “Estado anómico”: es un giro curioso, incluso sorprendente, que vale la pena discutir con algún detalle 1. Por mi parte, de manera lateral, quiero utilizar las definiciones clásicas del término y contrastarlas con las formas del orden social en nuestros países; porque, en efecto, lo que puede apreciarse, con la mirada más superficial y apresurada, sugiere que las fricciones, conflictos, la inestabilidad política, los índices de delincuencia y miseria, todo en conjunto revela un malestar sumamente grave, un desacuerdo fundamental, como el que evoca la palabra anomia.

(Dejo de lado, para empezar, el reparo más obvio que podría hacerse, con justicia, a lo que digo a continuación: América Latina no existe. Aparte de algunos rasgos muy generales y escasamente significativos, es poco lo que tienen en común los países de la región. Por sus dimensiones, por su estructura económica, por su historia política reciente, por sus pautas culturales son muy distintos. Eso quiere decir que siempre hay que dejar lugar para matices y salvedades, que no cabe más que una reconstrucción conjetural de trazos muy gruesos; lo que se diga sobre América Latina será siempre de una irremediable vaguedad, aunque no sea inútil.)

 

1.

A partir de la definición original de Durkheim se ha tratado de precisar el significado concreto de la anomia en varios sentidos, para convertir el término en un “concepto operativo”, como suele decirse. No es sencillo. Digamos que, en general, la expresión se refiere a una situación de “desorganización moral”, donde no hay un orden normativo sólido y eficaz, compartido por la mayoría de los miembros de una sociedad o donde el orden normativo está desajustado, fuera de lugar, incluso en oposición al orden de las prácticas y relaciones existentes 2; es un estado de cosas –así lo ve Durkheim- en el cual los intereses particulares no encuentran forma de vincularse con un interés general o entenderse como parte de él.

De acuerdo con la conjetura inicial de Durkheim, la anomia es un producto de la evolución social, consecuencia de la progresiva desaparición de los vínculos primarios, inmediatos y mecánicos de la comunidad, como consecuencia de la división del trabajo social. El resultado es prácticamente inevitable: el orden de la economía moderna rompe con las formas tradicionales de organización del trabajo y el intercambio, sin remedio (de modo que hace falta “restaurar” el resorte moral con algún recurso particular, nuevo). En ese sentido, los rápidos procesos de urbanización, industrialización, crecimiento demográfico y movilidad de las sociedades latinoamericanas en la segunda mitad del siglo veinte podrían muy bien explicar una situación de anomia.

Podría ser. Incluso, digamos, es un proceso casi obvio: ha habido una alteración de las prácticas y las formas de relación, un cambio en los referentes culturales, en las actitudes, producto de esa transición general 3. Viejos mecanismos de identidad y de producción de orden resultan inútiles. La situación es como la que describía Durkheim, casi al pie de la letra: “Nuestra fe se ha quebrantado; la tradición ha perdido parte de su imperio; el juicio individual se ha emancipado del juicio colectivo. Mas, por otra parte, las funciones que se han disociado en el transcurso de la tormenta no han tenido tiempo de ajustarse las unas a las otras; la nueva vida que se ha desenvuelto como de golpe no ha podido organizarse por completo...” 4 Ahora bien: referirse a ese cambio con el término de anomia no ayuda mucho a esclarecer su significado. Porque no es un fenómeno uniforme, no es algo enteramente nuevo, debido al progreso en la división social del trabajo y no se manifiesta particularmente como “desvinculación” de los individuos.

Merton introdujo un matiz interesante con su redefinición del concepto. Según su idea, la anomia se produce cuando hay una distancia excesiva –una distancia insalvable, incluso- entre los objetivos que en una sociedad se proponen como deseables, las expectativas ideales de éxito, digamos, y las posibilidades reales de alcanzar esos objetivos, de acuerdo con reglas institucionalizadas 5. Bajo esa mirada, la consecuencia que ofrece mayor interés es la siguiente: la anomia no es forzosamente un fenómeno universal, que afecte al conjunto de una sociedad, sino que puede producirse en cualquier momento, en cualquier grupo o segmento específico. La discrepancia entre los valores que se proponen y los recursos disponibles puede darse de muchos modos.

De hecho, el argumento de Merton supone que el resultado anómico es una de las posibles respuestas al desajuste y supone que hay porciones de población más proclives a ello: “El proceso mediante el cual la exaltación del fin engendra una desmoralización literal, es decir, una desinstitucionalización de los medios, ocurre en muchos grupos en que los dos componentes de la estructura social no están muy integrados.” 6 Mirando la situación de cualquiera de nuestros países no es difícil encontrar grupos y circunstancias favorables para la anomia así definida; no es difícil encontrar grupos en que la “integración” de las metas sociales y la estructura normativa es prácticamente imposible: al menos, la integración armoniosa de las metas socialmente dominantes y la estructura normativa implícita en el orden jurídico o en el horizonte ideal de las elites culturales.

 

2.

Para una reflexión indagatoria, aproximativa, como ésta, conviene ante todo evitar la ilusión de la excepcionalidad: la idea de que nuestro presente es algo único, de gravedad nunca vista, insuperable. Es decir: conviene evitar que la palabra anomia tenga sobre todo una función enfática.

Con todos los matices y con las diferencias que se quiera, la situación general de América Latina a principios del siglo XXI es grave. Más concretamente: lo que sucede en Argentina, Venezuela, Perú, Ecuador, no es sólo una crisis económica y no es un episodio menor; hay una mezcla de inconformidad económica y escepticismo, miseria, polarización social, ineptitud política, un horizonte general de desconfianza que podría designarse como anómico, en casi cualquiera de las definiciones del término. El orden económico aparece como algo injusto para las mayorías, el orden institucional es precario y de funcionamiento dudoso en cualquier ámbito, los políticos y los partidos están todos bajo sospecha, hay la convicción general de que la corrupción decide el rumbo de la sociedad; en breve: hay en la base una “crisis moral” 7.

Ahora bien: con toda la gravedad que tiene, la situación no es única en nuestra historia. Pensada en esos términos generales, como una “crisis moral” hecha a base de desconfianza e incertidumbre, recuerda en muchos aspectos a otras crisis de nuestra historia. Si miramos los periodos en que el conjunto de las sociedades latinoamericanas se ha visto en trance semejante, está por ejemplo la crisis de la que emergieron los populismos clásicos, de Perón, Vargas o Gaytán; o bien las crisis producidas durante nuestras guerras de independencia –las anteriores y las posteriores a la guerra-, con el desfondamiento del orden colonial. Varios de los rasgos que aparecen hoy también pueden verse en aquellas situaciones y, en realidad, son bastante familiares: la quiebra de las instituciones, su absoluta incapacidad para organizar la vida social, los vaivenes del caudillismo, la agitación antiparlamentaria o antiologárquica, la sospecha de la corrupción, la radical desconfianza hacia las elites; se podría aventurar la hipótesis de que todo eso pertenece a la forma general de las crisis políticas de nuestros países.

Puesto en otros términos: con frecuencia significativa, en las sociedades latinoamericanas, las crisis políticas se manifiestan como “crisis morales”. O sea, no se reducen a un cambio del personal político, no se limitan al desprestigio de algunas instituciones, ni siquiera al enfrentamiento directo de dos bandos de oposición nítida y radical; con mucha más frecuencia lo que hay es un desbarato general donde naufraga lo mismo el orden jurídico que los partidos y el conjunto de las elites, en una lenta y larga sucesión de conflictos sin orientación precisa. Lo que no hay es un horizonte normativo que sirva de eje de referencia, por adhesión o por oposición, para dar cauce a la crisis.

Con el paso del tiempo, la historiografía reconstruye esos periodos críticos y les confiere una unidad, una coherencia que no sólo no era visible en su momento, sino que muchas veces es del todo ficticia. Suele haber coaliciones ocasionales, favorecidas por un enemigo muy concreto, pero eso a duras penas contribuye a ordenar el conflicto brevísimos periodos de tiempo; sirven de ejemplo la revolución mexicana de 1910 o la Violencia colombiana, pero también las guerras de independencia.

En el presente tenemos, según la idea de Peter Waldmann, un Estado anómico, es decir: un Estado que no actúa como tal, que carece de recursos de autoridad y eficacia para su función, de modo que no permite ordenar la vida social. Es verdad. Pero por la misma razón y con el mismo sentido podríamos decir que tenemos una economía de mercado anómica, un sistema educativo anómico, partidos, sindicatos o incluso una opinión pública anómica. Todos los campos parecen estar igualmente desajustados. Pero me importa sobre todo hacer hincapié en esto: el hecho que anota Waldmann no es un fenómeno inédito sino, todo lo contrario, casi frecuente. Como si hubiese rasgos característicos de nuestro arreglo social que produjeran, repetidamente, esa clase de “crisis morales”.

Con esa perspectiva, tratemos de explorar la utilidad del concepto de anomia para entender lo que sucede. Volvamos a empezar.

 

3.

El concepto de anomia, cualquiera que sea la definición concreta que se adopte, lleva implícita una hipótesis general sobre la naturaleza de la acción social: supone que hay siempre un significado, concretamente una dimensión normativa de la conducta. Aparte de las reacciones químicas y los impulsos biológicos, que los habrá, aparte de las restricciones y los nexos causales, que también habrá, toda acción tiene sentido no sólo para quien la observa, sino también para quien actúa; y ese significado implica una referencia a valores 8.

Más todavía: ese significado, esa referencia normativa es un factor fundamental para producir la cohesión social.

Dicho brevemente, el sentido de identidad y pertenencia que constituye a un grupo social es, básicamente, un fenómeno normativo. Puede haber opiniones distintas, ideas e intereses distintos y hasta opuestos, pero el orden social se mantiene porque hay un fundamento común, un sistema de creencias efectivamente compartidas sobre el que se construyen las instituciones sociales. Siendo así las cosas, la crisis del sistema de creencias provoca una situación de anomia: la erosión y finalmente el desfondamiento del orden por la pérdida de ese sentido de identidad común.

El argumento es razonable en términos generales, pero también es exagerado. Esa unidad básica del sistema de creencias es una condición desmedida, más bien improbable. Mucho más si se piensa en la subordinación del interés particular al interés general, como lo hace Durkheim. Sin embargo, desde hace siglos hay en América Latina la convicción de que es necesaria esa clase de uniformidad normativa; de hecho, es una preocupación recurrente que aparece, por ejemplo, en el moralismo dictatorial de García Moreno o del Doctor Francia, o bien en el voluntarismo de la pedagogía positivista, en las ideas regeneracionistas típicas del populismo clásico. Hay la convicción de que nuestras sociedades son, en un sentido muy elemental, “inmorales”, porque es obvio que no existe esa unidad en un sistema de valores común.

Tratemos de ver las cosas con algún detenimiento. Con razonable seguridad puede decirse que eso que se llama “corrupción” es un achaque permanente, endémico de los estados latinoamericanos 9; con el mismo fundamento puede decirse que el comportamiento cívico, tal como lo requieren las instituciones, es algo más bien excepcional: lo que predomina, en general, son prácticas y formas de relación clientelares, corporativas, comunitarias, en una estructura política en la que predomina el “particularismo”, con su propensión característica hacia la “acción directa” 10.

Digamos que ambos rasgos: la corrupción, la incivilidad, son constantes. Cualquiera que sea su causa, su significado no ofrece muchas dudas: hay un desfase, un desajuste, una brecha entre el orden institucional (que traduce, digámoslo así, el orden normativo que imaginan las elites) y el orden normativo que en efecto guía las prácticas cotidianas y organiza el funcionamiento de la sociedad 11. Desde luego, las prácticas habituales se condenan casi de rutina, caben en el cajón de sastre de la “corrupción”, y las virtudes civiles son elogiadas sin término; sin embargo, una mirada atenta descubre sin dificultad que ninguno de los dos órdenes permite un discurso de justificación coherente y creíble.

Por una parte, hay una falta de legitimidad histórica del Estado: difícilmente puede creerse en la justicia que pretenden representar las instituciones estatales o el orden jurídico; eso tanto por su ineficacia como por su distancia respecto a las condiciones del orden material. Existe, por cierto, una imagen desmedida y contradictoria del Estado, que inspira toda clase de expectativas; eso no obsta para que prevalezca una actitud básica de desconfianza 12. Por otra parte, el orden normativo que organiza la acción social carece por completo de articulación; no es un orden ni unitario ni sistemático y, desde luego, ni remotamente ofrece una alternativa cultural o ideológica para los valores modernos y civiles incorporados al Estado. Dicho en otros términos, resulta indefendible 13.

 

4.

Abro un breve paréntesis para comentar con mínimo detenimiento la idea del Estado anómico, propuesta por Peter Waldmann. Su argumento se refiere a esa brecha –constante, generalizada- entre el orden institucional y el orden práctico. En síntesis esquemática dice que el Estado no contribuye a la regulación efectiva, transparente y general de la sociedad sino que, con frecuencia, actúa incluso en sentido contrario; es decir: no es un referente normativo eficaz sino fuente de incertidumbre. Como institución, el Estado no procura esa vinculación de los intereses particulares con un interés general que pedía Durkheim: ni cumple con las normas, ni impone el cumplimiento de las normas.

En sustancia, el argumento es impecable. La experiencia histórica confirma que es así. Digámoslo de nuevo: la corrupción y la incivilidad pueden ser tomadas como constantes para cualquiera de los países de la región. Eso significa que el Estado no actúa como Estado, no es –en estricto sentido- un Estado de Derecho; más todavía: con relativa frecuencia el Estado resulta, paradójicamente, subversivo, interviene de manera activa y directa en la violación del orden jurídico. En ese sentido y por esa razón, conviene sin duda el adjetivo: es un Estado anómico.

Ahora bien: en el argumento de Waldmann hay implícita una idea del Estado, de su función y sus responsabilidades; una idea razonable, pero tal vez inexacta en lo que se refiere a América Latina. El Estado moderno debe ofrecer seguridad y certidumbre, debe imponer un marco uniforme y estable de reglas que sirvan para orientar las expectativas de los actores sociales en cualquier circunstancia, con una nítida distinción de lo público y lo privado. Los estados latinoamericanos no hacen eso, no son así. Ahora bien: a pesar de eso, incluso contando con sus irregularidades y sus márgenes de arbitrariedad, sí permiten la formación de expectativas estables; no las de un Estado de Derecho, transparente y disciplinado, sino las de un actor político relativamente predecible. Dicho de otro modo, no provoca estrictamente desorden en la sociedad, sino que es uno de los factores de un orden a veces difícil de descifrar analíticamente, pero muy eficaz en la práctica.

La mirada de Peter Waldmann coincide en esto con la de muchos estudiosos latinoamericanos, acaso la mayoría en los tiempos recientes, que ven en el Estado, sobre todo, el motor de una posible modernización y una transformación civil de la sociedad. El argumento es claro y persuasivo: sin un Estado de Derecho eficaz y legítimo, con autoridad y recursos, con capacidad para imponer reglas claras y uniformes, no es posible el desarrollo social. Insisto: el argumento es persuasivo, aunque de momento no pasa de ser una hipótesis contrafáctica.

Me interesa explorar un camino distinto (eso trato de hacer en estas páginas). Un orden estrictamente moderno, con una economía de mercado eficiente, una ciudadanía atenta y un orden político democrático y civil sólo es posible con un Estado como el que describe Waldmann. Pero la alternativa no es, pura y simplemente, el desorden. Ha existido hasta ahora en las sociedades latinoamericanas un orden distinto: con rasgos peculiares, con características moralmente intolerables si se quiere, pero un orden efectivo, con su propia lógica y por lo tanto, también, con sus formas peculiares de conflicto. Me interesa entender ese orden; no sólo porque sea en sí mismo importante entenderlo, sino que es indispensable para imaginar su posible evolución futura (incluso una evolución orientada hacia el modelo de Estado que imagina Waldmann).

 

5.

Retomo el argumento general. En las sociedades latinoamericanas no hay un único sistema normativo, no lo ha habido nunca. Por otra parte, ninguno de ellos es tampoco enteramente “falso” o insignificante 14. Es verdad que no puede contarse con que se cumplan las leyes de manera automática; al contrario: con relativa frecuencia dejan de cumplirse, incluso de manera habitual. No obstante, eso no significa que las leyes no tengan importancia. En los arreglos políticos o económicos, en el orden de la vida diaria, la posición y la fuerza relativa de los actores es enteramente distinta si están fuera de la ley 15. Por otra parte, los valores modernos, liberales y civilistas, de las elites culturales también pesan sobre la opinión, aun cuando son impracticables; hay otros órdenes normativos, la práctica se guía por otros criterios, se reconocen y se aceptan de manera implícita otras normas, pero no se prescinde del ideal cívico.

El resultado es que las expectativas que organizan y dan forma a la acción social no obedecen a un modelo único, sino que incluyen varios códigos y sistemas normativos en una especie de repertorio de significados disponibles 16. Así sucede, por ejemplo, que se invoquen garantías constitucionales para legitimar la invasión de tierras; sucede que se utilicen los puestos de representación como recurso para negociar la desobediencia selectiva de la ley por parte de clientelas o corporaciones. Y lo mismo, o algo muy semejante, ha sucedido al menos desde hace un par de siglos. Hay ámbitos, tiempos, circunstancias en que puede esperarse un cumplimiento bastante general y pacífico del orden jurídico; hay conflictos que se ordenan y se procesan dentro de la ley; pero hay también ocasiones en que el orden social se reproduce al margen de la legalidad.

Lo primero que me interesa subrayar es lo siguiente: esa situación, la coexistencia de varios órdenes normativos, no es caótica; de hecho, se cuenta con ella y en general permite la configuración de expectativas estables. Incluso las elites políticas y culturales, que en público asumen un lenguaje moral cívico y legalista, agresivamente moderno, en el orden cotidiano se adaptan sin dificultad a la mezcla. Eso significa que el desfase entre las creencias y las instituciones puede ser cosa más o menos permanente, hasta aceptada: no un signo de anomia.

Lo segundo: en las condiciones descritas, ninguna institución es enteramente sólida, eficaz y confiable. Todas tienen que funcionar, por decirlo así, entre dos aguas, con una estructura formal moderna y una lógica informal distinta, a veces contraria. Por esa razón las crisis adquieren ese aire de “crisis moral”, de crisis de legitimidad, que pone en duda la vigencia de los valores y la posibilidad de su traducción en formas institucionales. La distancia que denunciaba Jorge Eliécer Gaytán entre el “país legal” y el “país real” es evidente en cualquiera de nuestras sociedades: es un dato cotidiano; en las situaciones de crisis aparece como una deformidad inaceptable, que hace imperativa la “regeneración” de la sociedad.

A partir de ahí, tratemos de mirar de nuevo al presente. La “crisis moral” que puede verse, el descrédito de las instituciones y la desconfianza generalizada no son rasgos enteramente nuevos. Tampoco lo es la preocupación de las elites culturales por recuperar o por crear alguna clase de unidad normativa, llámese convicción civil, ciudadanía, ánimo democrático, conciencia jurídica. Dicho lo cual es necesario anotar que hay también rasgos propios del momento: rasgos que en estricto sentido lo hacen excepcional. Esta crisis no es única, pero sí es diferente de otras.

En términos generales, vivimos la resaca de ese confuso oleaje que se llamó la “transición a la democracia”. La desconfianza y la desmoralización de hoy tienen mucho que ver con el artificioso entusiasmo de ayer.

Hubo, entre las dictaduras del último cuarto del siglo veinte, algunas que se propusieron alguna forma de regeneración nacional; al menos, eso decía su retórica 17. En cualquier caso, fracasaron. Se impuso, con violencia extraordinaria en ocasiones, la vigencia de un único orden normativo, pero se impuso de forma beligerante –como estructura de una “guerra”-, sin capacidad y sin voluntad de integración. La idea de la democracia ofreció en las últimas dos décadas del siglo la ilusión de un nuevo, generalizado consenso social, un acuerdo no sólo contra los gobiernos autoritarios, sino a favor de un conjunto de valores relativamente simple, coherente y practicable: igualdad de derechos, libertades civiles, participación, legalidad.

El resultado está a la vista; en casi toda la región se transitó del entusiasmo al desencanto en pocos años. El imaginado consenso democrático desapareció casi repentinamente: ni las instituciones representativas, ni los partidos, ni la clase política conservan un mínimo razonable de credibilidad; tampoco el orden legal y mucho menos el orden del mercado. Para decirlo en términos esquemáticos, de varios modos distintos, por itinerarios distintos, ha habido una “desestructuración” de lo político –similar en algunos rasgos al “momento populista” de mediados del siglo veinte- que ha favorecido el ascenso de nuevos caudillos populares, abanderados más o menos explícitos de la “antipolítica”, como Fujimori, Bucaram, Toledo, Chávez, Lavín o Fox 18.

No obstante, tampoco ese nuevo liderazgo ha conseguido recuperar la autoridad, no ha conseguido darle contenido a la representación ni puede configurar de otra manera el orden. Lo que predomina, como discurso político, es una mezcla del artificioso realismo de la tecnocracia, el antiparlamentarismo más rudimentario y un ánimo justiciero y autoritario, una combinación contradictoria de tópicos populistas con el individualismo agresivo y entusiasta de la retórica “neoliberal”. De hecho, el discurso político vigente es más que un síntoma: es un ingrediente de la “crisis moral” del presente inmediato; contribuye sobre todo a acentuar el desprestigio de las instituciones y en general no mira más allá del corto plazo.

 

6.

Ha habido varias explicaciones del “desencanto” democrático y casi todas apuntan, finalmente, a ese desarreglo normativo que, en el extremo, sería la anomia. Casi todas, por otra parte, encuentran el origen material de la crisis en el orden financiero, productivo, jurídico e institucional que se ha dado en llamar “neoliberal”, es decir: en las tensiones –y catástrofes- sociales provocadas por la desaparición del Estado de Bienestar y la inercia de las fuerzas del mercado, ahora globales 19.

Suele decirse por ejemplo, y con razón, que en nuestras sociedades no hay Estado de Derecho: el imperio de la ley es una remota aspiración, si acaso, y el aparato administrativo del Estado funciona malamente, plagado por la ineficiencia y la corrupción. Nada de eso es nuevo. Tampoco es extraño que, en situaciones de crisis resulten más notorias y más graves las carencias del Estado. Lo interesante es que se busque de nuevo una explicación cultural o, al menos, una dimensión cultural del problema 20; se dice –de nuevo, con razón- que no se trata tan sólo de falta de recursos financieros y materiales, aunque también falten, sino fundamentalmente de las actitudes: no hay un sentido de responsabilidad pública en los funcionarios, pero no hay tampoco, por parte de la sociedad, el reconocimiento del interés público en el Estado. Por ese motivo hay la inclinación al uso patrimonial de los cargos, la organización de clientelas y las expectativas tradicionales, de patronazgo y protección, contrarias a la lógica del Estado moderno. En breve: no hay ciudadanía 21.

Por otra parte, se ha hablado desde hace tiempo de los riesgos de “sobrecarga” de los sistemas democráticos cuando falta autocontrol por parte de la ciudadanía y de la clase política 22. No habiendo una conciencia medianamente clara del interés público, predomina la lógica particularista en los electores y una competencia demagógica entre los candidatos: se promete todo y se espera todo de gobiernos que, por supuesto, no están en condiciones de cumplir con ello. La consecuencia es una propensión a la retórica populista, cada vez más hueca, y un escepticismo que aumenta con cada elección: de un modo y otro se socava la legitimidad de las instituciones representativas.

De un modo u otro, cuando se habla de los “defectos culturales” lo que se dice es que en nuestras sociedades no hay moral cívica, que faltan las virtudes mínimas que requiere el ejercicio normal de los derechos ciudadanos 23. En esas condiciones, las instituciones del Estado moderno están sistemáticamente desajustadas, fuera de lugar, obligadas a funcionar en un ambiente adverso. No es razonable, por lo tanto, esperar que se cumpla con la ley de manera automática, que se acepte el orden institucional, que la política sea conducida de manera responsable: si no hay ciudadanos, todo el orden institucional se deforma hasta volverse irreconocible; pero, por otra parte, no hay otro sistema alternativo, configurado a partir de otro conjunto de valores.

Todo eso es cierto. Pero no es nuevo. Se trata de esa coexistencia de idiomas normativos diferentes –a veces contradictorios- que puede verse en Latinoamérica desde hace siglos. Es decir: no es producto de la democracia ni puede resolverse con un gobierno de fuerza, populista o de otra clase. Hay ese ingrediente “cultural” de nuestra crisis y, según lo más probable, seguirá siendo parte de nuestro orden social, en mejores o peores circunstancias. De modo que hay que pensar la política, el Estado, la democracia, a partir de ese hecho y no imaginar que puede hacerse desaparecer ni fingir que no existe. Volviendo a la argumentación de Waldmann: ese Estado anómico no puede transformarse en un Estado de Derecho moderno, de reglas claras y funcionamiento eficaz y transparente, no por ahora; pero eso no significa que estemos condenados a la disolución final de los vínculos sociales.

 

7.

Un último apunte. Se ha escrito poco sobre eso y es difícil ir más allá de la especulación, no obstante, tengo la idea de que ese desacuerdo normativo se refiere, en lo fundamental, a la noción de Justicia. Por supuesto, la Justicia es algo más impreciso que ese “interés público” al que se refería Durkheim y difícilmente tiene una traducción jurídica e institucional suficiente: pero es indispensable para la configuración del orden social. La relativa cohesión que hace falta para el funcionamiento de las instituciones, para que se pueda gestionar el conflicto y acomodar los varios intereses sin que se vea amenazada la integridad social, todo ello depende de la convicción general de que, aproximadamente, se da “a cada uno lo suyo”.

Ese factor básico de confianza no existe hoy en las sociedades latinoamericanas. La idea de Justicia encarnada por las instituciones públicas es casi insignificante: por el retraimiento del Estado tanto como por su ineficacia, por lo que sí hace y por lo que deja de hacer. Y la política no contribuye a subsanar el defecto sino que incluso lo agrava. En términos generales, podría decirse que hay dos nociones de Justicia no sólo distintas sino opuestas, cuya contradicción se manifiesta en la situación actual con particular nitidez: una, la idea de Justicia implícita en el orden del mercado, cuyos criterios son la productividad, la responsabilidad individual, la competencia, la utilidad; otra, la idea del populismo clásico latinoamericano, que asocia Justicia y necesidad: no repara en la utilidad o el mérito individual, sino sobre todo en las carencias colectivas.

En breve, eso significa que hay un desacuerdo elemental, insuperable, con respecto a lo que deben hacer las instituciones, un desacuerdo sobre el significado del interés público. Las expectativas de consumo y bienestar que ofrece el discurso dominante no pueden ser satisfechas para la mayoría de la población, por cuya razón, los rígidos criterios de eficiencia, rentabilidad y equilibrio fiscal no significan casi nada; las expectativas de equidad y “justicia social” que todavía quedan en mucho del diseño institucional y en la retórica política tampoco tienen recursos para materializarse.

Volvamos al argumento general. La crisis actual de América Latina se manifiesta, en efecto, como “crisis moral”: emergen los desacuerdos entre idiomas normativos que siempre han estado allí y no hay recursos políticos para gestionar el desfase. Pero no es, literalmente, una situación de anomia. Aunque hemos seguido, en mucho, el trayecto que describiera Durkheim. El debilitamiento hasta la desaparición de los vínculos tradicionales es un hecho, pero un hecho del pasado; las instituciones modernas –mercado, Derecho, Estado- no han producido formas de vinculación orgánica y no hay una base sólida de creencias compartidas. Pero hay varios órdenes normativos que pueden coexistir en un equilibrio relativamente estable. Es la situación de siempre. Hasta ahora, todos los intentos de modificarla radicalmente han fracasado; reducir esa heterogeneidad y transformarla en un solo orden normativo, capaz de producir cohesión social, con un arreglo institucional consistente y apto ha sido un empeño recurrente pero, hasta hoy, ilusorio.

Por supuesto, es imposible predecir lo que vendrá en el futuro. En el mejor de los casos, que no es improbable, alguna forma de orden similar a las que ha habido: una organización política de la heterogeneidad, siempre precaria, de instituciones contrahechas y vacilantes. Pero es verdad que podría no ser tan fácil el retorno. El mayor obstáculo es la ilusión de la uniformidad que predomina en el pensamiento y en el discurso político del nuevo siglo: la ilusión de que el Estado (mínimo) y el mercado (global) bastan finalmente como recursos de cohesión social y que puede prescindirse de la política, con sus dosis de arbitrariedad.  

 

notas

1 En particular, me refiero a la ponencia leída por Waldmann en El Colegio de México, que acompaña a estas páginas.

2 En la acepción más estrecha y técnica, Durkheim usa el término para referirse a la “falta de regulación jurídica y moral” de la vida económica de su tiempo; pero es obvio que ese defecto no se limita a la economía en sus consecuencias (Durkheim, Emile, La división del trabajo social, Trad. Carlosd Posada, Madrid: Akal, 1982, p.4 y passim.)

3 Una exposición simple y clara del proceso, para el caso particular de la sociedad mexicana, puede verse en Héctor Aguilar Camín, Después del milagro, México: Cal y Arena, 1990, pássim.

4 Durkheim, op.cit., p.479

5 “La anomia es concebida como la quiebra de la estructura cultural, que tiene lugar en particular cuando hay una disyunción aguda entre las normas y los objetivos culturales y las capacidades socialmente estructuradas de los individuos del grupo para obrar de acuerdo con aquellos.” Robert K. Merton, Teoría y estructura sociales, Trad F. Torner y R. Borques, México: F.C.E., 1987, p.241.

6 Ibid., p.214

7 Esa desconfianza radical, fundamental y generalizada, está en el origen de la inestabilidad política y las protestas económicas y explica, por ejemplo, el auge de la “antipolítica” en todas sus variedades. Significa, entre otras cosas, una incertidumbre básica, incluso la imposibilidad de “pensar” el futuro (Vid. Norbert Lechner, Las sombras del mañana. La dimensión subjetiva de la política, Santiago de Chile: LOM, 2002.)

8 Se entiende que no se trata sólo de lo bueno y lo malo, sino del significado con que son investidos los objetos, hechos, relaciones y personas. La afirmación, por otra parte, es un lugar común para casi toda la sociología a partir de Max Weber.

9 Como referencia, vale la pena revisar, por ejemplo, el libro de Claudio Lomnitz (ed.) Vicios públicos, virtudes privadas, México: Ciesas/M.A. Porrúa, 2000, passim.

10 La relación entre el particularismo y la “acción directa”, tal como lo expuso Ortega en España invertebrada, ofrece una clave interesante para aproximarse al orden político de las sociedades latinoamericanas; es lástima que no se aproveche con más frecuencia. (José Ortega y Gasset, España invertebrada, en Obras Completas, Madrid: Revista de Occidente/Alianza, 1983, Vol.3, passim).

11 No sobra insistir: la práctica cotidiana, siendo contraria al orden institucional, no se reduce a la “inmoralidad” sino que se estructura a partir de otro orden normativo.

12 Un fenómeno frecuente en las sociedades que son producto de la colonización. Puede verse una exploración muy sugerente del tema en Ashis Nandy, “Democratic Culture and Images of the State”, en Nandy, Time Warps. Silent and Evasive Pasts in Indian Politics and Religión, New Burnswick, N.J.: Rutgers University Press, 2002.

13 Hablo de un orden normativo por simplificar; es evidente que, en la práctica, existen varios órdenes normativos que organizan la vida cotidiana de grupos distintos.

14 Con expresión hiperbólica decía Octavio Paz que en México vivimos en la “mentira constitucional”, porque las leyes no se cumplen. Es una exageración. Sobre todo, es engañosa la idea de que la ley sea directamente una “mentira” o una máscara; porque en la realidad la ley importa y mucho.

15 Lo ha mostrado, con acopio de material empírico, en un texto de notable claridad Antonio Azuela de la Cueva, La ciudad, la propiedad privada y el derecho, México: El Colegio de México, 1989.

16 Uso el término repertorio en un sentido similar al que le da Edmund Leach, Los sistemas políticos de la Alta Birmania, Barcelona: Anagrama, 1976.

17 En el caso chileno tiene rasgos particularmente llamativos esa inclinación “regeneracionista” (Ver, por ejemplo, Humberto Lagos Schuffeneger, El general Pinochet y el mesianismo político, Santiago de Chile: LOM, 2001)

18 Perú es acaso el extremo de esa tendencia; por eso resulta particularmente útil su estudio. Para tener una visión de conjunto, conviene ver el magnífico libro de Carlos Iván Degregori, La década de la antipolítica. Auge y huida de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos, Lima: IEP, 2000, y el de Julio Cotler y Romeo Grompone, El fujimorismo. Ascenso y caída de un régimen autoritario, Lima: IEP, 2000,

19 Rasgos similares pueden apreciarse incluso en la evolución, aparentemente exitosa, de la democracia chilena (por ejemplo, Alfredo Jocelyn-Holt Letelier, El Chile perplejo. Del avanzar sin transar al transar sin parar, Santiago de Chile: Planeta, 1998).

20 Es un retorno, por vías más o menos oblicuas, a las ideas de hace medio siglo; las ideas, por ejemplo, de Almond y Verba, La cultura cívica, Madrid: Euramérica, 1970

21 Para una discusión reciente del tema puede verse el conjunto de ensayos reunidos bajo el título “Ciudadanos de baja intensidad” en NEXOS, México, octubre 2002.

22 Era el argumento que se usaba, curiosamente, en defensa de las dictaduras en los últimos años de la guerra fría (véase el clásico texto de Jeanne Kirkpatrick, Dictadura y contradicción, Buenos Aires: Edhasa, 1981.

23 Un ejemplo, entre muchos: Edgar Varela Barrios, Crisis de la civilidad en Colombia, Bogotá: Universidad del Valle, 1995.

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