UN CUADRO DE CARLOS ALONSO

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Buenos Aires- Argentina

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Por Luis Bruschtein

 

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Hemingway decía que cuando perdía inspiración, muchas veces iba a una galería de arte para recuperarla. En el trazo del pincel o en los colores hay una narración sumergida, está la intención que circula obsesivamente en la cabeza del artista y la emoción que lo impulsa. Los cuadros cuentan historias. Pero la que voy a contar ahora es la historia de un cuadro de uno de los pintores más importantes de este país. No es la historia que cuenta el cuadro, aunque se entrelaza con ella, con la historia de Paloma Alonso, hija del pintor, la de 30 mil argentinos más y la de todo el país. La historia me llegó por boca de otro periodista, Carlos Suárez, amigo de algunos de los protagonistas.
La historia empezó el 9 de octubre de 1967 cuando el Che moría fusilado en un rancho del poblado de La Higuera. La impresión por su muerte, la sensación de pérdida entrañable, bajó de la selva boliviana y buscó el corazón de miles de personas en todo el mundo.

Los poetas escribieron sobre esa muerte, hubo poesías de Cortázar, de Gelman, de Constantini y de muchos más. Y hubo un cuadro. Pocos días después del fusilamiento en La Higuera, Carlos Alonso pintó un retrato del Che con la bandera argentina en el fondo.

Alonso es un pintor de “obsesiones”, toma una idea y no la deja hasta que la agota. Tanto es así que su obra repite temas como “El ganado y lo perdido” y las variaciones sobre Van Gogh, Courbet y su viejo maestro Spilimbergo. Pero en el caso del Che, fue ese solo retrato, no hubo más. Alonso no habla de sus cuadros, es difícil saber si fue una descarga, un impulso o un presentimiento, si pensaba o sentía que estaba dibujando al protagonista de una historia pasada o intuía que estaba en el principio de un nuevo relato. Allí quedó el rostro del Che ensimismado, con la mirada perdida y al mismo tiempo enérgica. Su imagen se recorta sobre una bandera argentina. Omar Cáceres, también pintor, docente de Bellas Artes y colaborador de Alonso, recibió el cuadro de manos de su autor a fines de los ‘60.
Alonso tenía una hija que se llamaba Paloma. Y como todo el mundo sabe, ser joven en los ‘70 fue un privilegio lleno de fatalismo. Argentina era un país que parecía abrirse a un escenario luminoso, alumbrado en gran medida por esa mirada del Che y por una generación que generosamente se echaba a la espalda el peso de la historia. Paloma fue a las reuniones, fue a las marchas, pintó su rebeldía en las paredes de Buenos Aires, se mezcló en esa marea y, como miles más, fue una militante que avanzaba hacia nuevos horizontes.
Paloma había visto el retrato del Che que había pintado su padre. No solamente era el Che, era una imagen que además lo relacionaba con él, un punto de encuentro entre un padre y su hija, una línea de ideas y afectos que los envolvía en la distancia. Cáceres decidió que el mejor lugar donde podía estar el cuadro era en el departamento de Paloma.
La cara del Che pintada por Carlos Alonso estuvo sobre una pared del departamento de su hija Paloma en esos años. Fue el testigo mudo de la vida cotidiana de esa jovencita de rasgos delicados, de sus sueños más generosos y de sus afanes más menudos. Y también fue testigo de su secuestro cuando el grupo de tareas de la ESMA derrumbó la puerta, irrumpió en la habitación y la llevó por la fuerza.
Paloma Alonso fue secuestrada a principios de 1977. El trabajo de los represores fue minucioso, se llevaron a la persona y también a todas sus pertenencias, incluido ese cuadro del Che, que pasó a convertirse en botín de guerra. Se supone que Paloma fue llevada a la ESMA y nunca más se tuvo noticias de ella al igual que de la mayoría de las casi cinco mil personas que pasaron por ese campo clandestino.
Carlos Alonso había marchado al exilio, su hija estaba desaparecida y el cuadro del Che, que de alguna manera había significado para ella un vínculo, el recuerdo y una compañía, permaneció dos años en los depósitos de la ESMA, donde se acumulaba el botín de una guerra vergonzosa. En 1979, cuando la dictadura aún estaba en su apogeo, cuando la represión todavía era una guerra santa y los represores eran sus próceres, el cuadro apareció misteriosamente para la venta en la galería “Renacimiento”. A ningún represor podía interesarle colgar un retrato del Che en las paredes de su casa, aun cuando fuera de Alonso. Y la posibilidad de convertirlo en dinero, sumado a la garantía de impunidad, fue más fuerte que cualquier atisbo de interés por el arte.
Pero el mundo es chico y más en Argentina. Omar Cáceres se enteró que estaba a la venta el Che pintado por Alonso y fue a verlo para confirmarlo. Era el propietario legal de la obra y podía demostrarlo aunque no significara demasiado en esos tiempos. Pero por un rulo del destino finalmente pudo recuperar el cuadro.
Lo tuvo en su poder hasta hace unos meses, cuando la hija del Che, Aleida Guevara visitó Buenos Aires. Una vez había decidido que Paloma tuviera el cuadro del Che pintado por su padre Carlos Alonso. Esta vez, en un acto que se realizó en la Casa de Amistad ArgentinoCubana, se lo entregó a la hija del Che y el cuadro forma parte ahora del museo del comandante guerrillero en Santa Clara, lo cual también es un homenaje a Paloma.
El cuadro fue de la hija desaparecida del pintor y ahora es de la hija del protagonista fusilado del cuadro. Hay una simetría desordenada en esta historia donde el cuadro es una especie de centro o un vínculo que tiene que ver con las personas y sus luchas y sus afectos. Hay una frase reciente de Carlos Alonso que no alude a este relato pero que se clava inevitablemente en su trama: “Siempre entendí cuál era mi suerte: desentrañar la relación entre la pintura y la gente y la sociedad”.

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