LA PSICOLOGÍA DE LAS MASAS DEL SUFRIMIENTO

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John Zerzan

ANTI-COPYRIGHT 1994 JOHN ZERZAN

 

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Hace ya un tiempo, poco antes de las revoluciones de los sesenta, cuyo espíritu todavía pervive en esferas menos públicas y directas, Marcuse, en su libro El hombre unidimensional, describía una población satisfecha y feliz. Con la angustia omnipresente de hoy en día, ¿a quién podríamos describir así? La crítica que late aquí es profunda, aunque incompleta. Muchas teorías han anunciado el deterioro de los últimos reductos de la individualidad; pero de ser así, si la sociedad avanza hacia la homogeneización y domesticación totales, ¿cómo es que permanece esa tensión constante que causa semejante sufrimiento y desorientación? Estamos llegando a una situación insostenible, en un contexto de enfermedad emocional crónica y generalizada.

Marx predijo, erróneamente, que el profundo empobrecimiento material traería consigo la revolución y la caída del capital. ¿No será este creciente sufrimiento psíquico lo que está haciendo resurgir la revolución? ¿No podría ser ésta la última esperanza de resistencia? Así y todo, es obvio que el mero sufrimiento no garantiza nada.

"El deseo no busca la revolución, es revolucionario por derecho propio", señalan Deleuze y Guattari en su Anti-Edipo. Posteriormente, al tratar el tema del fascismo, nos recuerdan que la gente ha deseado en contra de sus propios intereses y que aún están ampliamente extendidas la humillación y la esclavitud.

Sabemos que tras la represión psíquica se esconde la represión social, que muestra signos de ceder ante un enfrentamiento necesario con la realidad en todas sus dimensiones. La reflexión sobre lo social no debe llevarnos a ignorar lo personal, porque eso sólo repetiría, invirtiendo los términos, el principal error de la psicología. Aunque en la pesadilla actual cada uno tiene sus propios miedos y limitaciones, no hay una ruta liberadora que olvide la primacía del conjunto total. Estrés, soledad, depresión, aburrimiento: la locura del día a día.

Una tristeza cada vez mayor que nos hace reconocer, al menos visceralmente, que las cosas podrían ser diferentes. ¿Cuánta alegría queda en la sociedad tecnológica, en este lugar de alienación y ansiedad? Los epidemiólogos de la salud mental consideran que sólo el veinte por ciento de la población está libre de síntomas psicopatológicos. Es decir, representamos la "patología de la normalidad" marcada por el empobrecimiento psíquico y crónico de una sociedad insana. Enfermo preocupado (1988), de Arthur Barsky, diagnostica el estado de salud de la sociedad norteamericana en la que, pese a todos los avances médicos', nunca ha existido una "necesidad tan grande de constante atención médica". Las crisis familiares y de la vida personal en general han llevado, según este diagnóstico, a una búsqueda de la salud, de salud emociona) concretamente, que ha alcanzado proporciones verdaderamente industriales. Una vida laboral cada vez más tóxica en el sentido más amplio del término, unida a la desintegración familiar, mantienen en funcionamiento la maquinaria de la salud.

Pero para una población inmersa en sus miserias y dramáticamente más interesada que nunca en el cuidado de la salud, el modelo dominante de atención médica es una parte más del problema, no su solución. Así, Thomas Bittker escribe sobre "La industrialización de la psiquiatría americana" (Amerícan JournalofPsychiatry, Feb. 1985) y Gina Kolata señala la gran desconfianza que existe hacia la figura de) médico, ya que la medicina se ve tan sólo como un negocio más (New York Times, 20 Feb. 1990).El desorden mental que acarrea seguir adelante tal y como están las cosas se trata actualmente casi por completo con bioquímica, para reducir la conciencia individual de una angustia socialmente inducida. Los tranquilizantes son hoy día las drogas más extendidas mundialmente y los anridepresivos baten records de ventas. Se obtiene así un alivio temporal (al margen de los efectos secundarios y sus propiedades adictivas), mientras todos nos hundimos un poco más. En "¿Por qué toda esa gente dice que nunca tiene tiempo?" (New York Times, 2 Enero 1988), Trish Hall señala la pesada carga que supone el día a día y concluye que "todos parecen sentirse desbordados" por ella.

El informe Gallup de Octubre de 1989 reveló que las enfermedades relacionadas con el estrés se están convirtiendo en la principal amenaza de los puestos de trabajo en EE.UU. En California, entre 1982 y 1986, se quintuplicaron las bajas por estrés. Las cifras más recientes ponen de manifiesto que en casi dos tercios de los programas de asistencia al empleo se presentan síntomas psiquiátricos o de estrés.

En su Locura moderna. (1986), Douglas La Bier se preguntaba "¿Qué tiene el trabajo hoy en día para que resulte tan dañino?" Encontramos la respuesta en multitud de estudios que nos advierten que la 'oficina ¿el mañana de la Era de la Información no es mucho mejor que el barracón obrero del pasado. La informarización permite una instrucción neotaylorisia del trabajo que en realidad sobrepasa a todas las técnicas de control anteriores. La 'disciplina tecnológica' que pesa cada vez más sobre los oficinistas llevó a Curt Suplee a escribir un artículo de junio de 1990 en el Washington Post que concluye: "Hemos visto el futuro, y duele". Unos meses antes, Sue Miller describía en el Baltimore Evening Sun otro aspecto de este trabajo tóxico, haciendo referencia a un estudio psicológico nacional según el cual un noventa y tres por ciento de las mujeres americanas "sufre una epidemia de tristeza".

Mientras tanto, siguen subiendo los niveles de suicidio y homicidio en los EE.UU. y el ochenta por ciento de la población admite haber pensado alguna vez en quitarse la vida. El suicidio adolescente se ha incrementado enormemente en las tres últimas décadas, y el número de jóvenes internados en hospitales mentales se ha disparado desde 1970. Hay multitud de formas de evaluar el sufrimiento: la obesidad crónica entre los niños se ha elevado más del quince por ciento en los últimos veinte años; ahora son relativamente comunes entre las chicas jóvenes los desórdenes alimenticios profundos (bulimia y anorexia); las disfunciones sexuales son cada vez más frecuentes, al igual que los ataques de pánico y ansiedad, que parecen tomar el relevo a la depresión como la enfermedad psicológica más extendida; el aislamiento y el sentido del absurdo siguen haciendo que el evangelismo televisivo y los cultos ridículos resulten atractivos para muchos. La lista de síntomas culturales es casi interminable. Dejando aparte su función generalmente escapista, muchos de los filmes contemporáneos reflejan esta enfermedad; léase, por ejemplo, Un cine de la soledad: Penn, Kubrick, Scorsese, Spielberg, Aitman, de Robert Philip Kolker. Muchas novelas recientes son todavía más implacables al describir la desolación y la degradación de la sociedad y de la juventud; por ejemplo Menos que cero, de Bret Easton Ellis, Cabeza de familia 2020, de Fred Pfail y El artista noqueado, de Harry Crews, por nombrar sólo algunas.

En este contexto de empobrecimiento psíquico, lo que ocurre con las costumbres y valores preestablecidos es de especial interés para situar mejor la "psicología de masas" y su significado. Multitud de indicios ponen de manifiesto que la demanda de gratificación instantánea es cada vez más apremiante, lo cual levanta las críticas tanto de la derecha como de la izquierda. El fraude de tarjetas de crédito alcanzó el billón y medio de dólares en 1988, siendo el caso más común el impago de facturas, que se duplicó entre 1980 y 1990. Asimismo, los impagos de los créditos federales se cuadruplicaron entre 1983 y 1989. En Noviembre de 1989, en una acción sin precedentes, la Marina de los EE.UU. se vio obligada a suspender todas sus operaciones durante 48 horas debido a una oleada de accidentes que causó muertos y heridos. En la moratoria se acordó efectuar una revisión de seguridad, que reavivó la discusión sobre el abuso de drogas, el absentismo, el personal no cualificado y otros problemas que amenazaban el buen funcionamiento de la Marina.

Mientras tanto aumentaba el número de robos en el empleo. En 1989 el Departamento de Policía de Dallas informó de un incremento del veintinueve por ciento en los pequeños robos en las empresas, y un informe nacional dirigido por London House afirmaba que el sesenta y dos por ciento de los empleados de empresas de comida rápida admitía haber robado en su puesto de trabajo. A principios de 1990 el FBI reveló que el robo en tiendas subió hasta un treinta y cinco por ciento durante 1984, recortando drásticamente el beneficio del pequeño comercio.

El mes de noviembre de 1988 batió records de abstención electoral, continuando con el descenso

 en la participación que se venía produciendo desde la década de los sesenta. Las puntuaciones medias en los exámenes de acceso a la universidad bajaron durante los años setenta y ochenta, tras lo cual subieron ligeramente para continuar su descenso en 1988. A principios de los ochenta, Arthur Levin apreciaba "un cinismo y una falta de confianza generalizados" en los estudiantes universitarios, retratados en su libro Cuando murieron los sueños y los héroes, mientras que a finales de la década, Robert Nisbet, en La era presente: progreso y anarquía en Norteamérica, denunciaba los desastrosos efectos que provocaba en el sistema la actitud apática de las generaciones más jóvenes. George F. Will, por su parte, nos recuerda que cualquier construcción social, incluida la autoridad del gobierno, descansa "en la voluntad popular de creer en ella", y el economista de Harvard Harvey Liebenstein le secunda en Dentro de la empresa, donde insiste en que las empresas deben depender del tipo de trabajo que sus empleados quieran hacer.

Los institutos nacionales gradúan actualmente a menos del setenta por ciento de los estudiantes que ingresan. Como dice Michael de Courcy Hinds (New York Times, 17 febrero 1990), "los educadores estadounidenses están haciendo todo lo posible para mantener a los niños en las escuelas"; al mismo tiempo se está incrementando el número de personas de todas las edades que no quiere aprender a leer ni a escribir. David Harman reflejaba esta (frústante situación en Analfabetismo: un dilema nacional (1987). La respuesta parece ser que la alfabetización y la escolarización se valoran únicamente por su influencia en el mundo laboral. El rechazo a la alfabetización no es más que otro signo del profundo desapego y creciente desencanto frente al sistema. A mediados de 1988, el informe Hooper indicaba que el trabajo se consideraba una de las principales cargas de la vida, y 1989 arrojó el menor incremento de la productividad anual desde la recesión de 1981. La 'epidemia' de la droga, que costó al gobierno veinticinco billones de dólares en la década de los ochenta, amenaza a la sociedad de una forma más sutil, mediante el rechazo al trabajo y al sacrificio. No hay batalla contra la droga que pueda cambiar la situación mientras se siga defendiendo este paisaje de dolor y falsos valores. Crece con fuerza la necesidad de escapar, y el orden social, enfermo, se resiente de este abandono y de la corrosión constante que provoca.

Desgraciadamente, el mayor 'escape' es aquel que conserva el desorden actual: lo que Sennett ha llamado "la importancia creciente de la psicología en la vida burguesa". Aquí se incluye la extraordinaria proliferación de nuevas terapias desde los sesenta, y junto a este fenómeno, el ascenso de la psicología, convertida en la religión predominante. En la Sociedad Psicológica el individuo se contempla a sí mismo como un problema. Esta ideología supone el aislamiento del individuo porque niega lo social; la psicología rehusa considerar a la sociedad como un todo que comparte la responsabilidad de las condiciones que se dan en cada ser humano.

Las ramificaciones de esta ideología se pueden observar por todas partes. Por ejemplo, en los consejos que oímos cuando el trabajo y el estrés nos han sobrepasado: "tómate un respiro", "ríete", "quítale hierro", etc. O en las exhortaciones moralizantes sobre el reciclaje, como si la ética personal de consumo fuera una respuesta real a la crisis ecológica causada por la producción industrial. O en el "Programa para promover la autoestima. California 1990", como solución al enorme hundimiento social de dicho estado.Esta postura deja campo libre a la alienación, la soledad, la desesperación y la ansiedad, impidiéndonos llegar a la raíz de nuestro mal. Privatiza la angustia y sugiere que sólo pueden obtenerse respuestas no-sociales. Este "artificio de simple introspección", en palabras de Adorno, que invade todos los aspectos de la vida americana, hace que las experiencias nos resulten incomprensibles, perpetuando así nuestra opresión.

Esta "visión terapéutica del mundo" ha dado lugar a una cultura tiranizada por lo terapéutico, donde contraemos enfermedades mentales en nombre de la salud mental. Con la creciente influencia de los expertos del comportamiento también aumentan la impotencia y la extrañeza; ahora la vida moderna ha de ser interpretada por los nuevos expertos y sus divulgadores. Pasajes (1977), de Gail Sheehy, por ejemplo, analiza los acontecimientos de la vida sin hacer referencia alguna al contexto histórico o social, desvirtuando así toda su reflexión sobre el "yo autónomo y libre". Corazón gestionado (1983), deArlie Russell Hochschild, se centra en la "comercialización de los sentimientos humanos" en un sector económico en expansión, y consigue eludir cualquier crítica a la totalidad, ignorando la existencia de la sociedad de clases y la infelicidad que ésta produce. Cuando la sociedad se convierte en adicta (1987) es un intento absolutamente incoherente de Anne Wiison Schaef de negar, a pesar del título, la existencia de la sociedad, tratando exclusivamente el terreno personal. Y éstos se encuentran entre los menos escapistas de la avalancha de libros terapéuticos que inundan librerías y supermercados. Claramente, la psicología ignora todo sentido de colectividad o solidaridad y participa en la desintegración social que sufrimos hoy en día. Su intención es cambiar nuestra personalidad, evitando roda reflexión sobre los efectos del capitalismo, burocrático y consumista, sobre nuestras vidas o nuestras conciencias.

Considérese la Solución al estrés (1988) de Samuel Klarreich: "Podemos determinar en gran medida qué es lo que nos puede producir estrés y cuánto interferirá en nuestras vidas por las posturas irrespetuosas que mantengamos en el puesto de trabajo". Bajo el signo de la productividad, se adiestra al ciudadano para residir de por vida de un mundo industrial, una circunstancia que, como comentaba Ivan Ilich, no es ajena al hecho de que todos somos posibles pacientes del terapeuta, o por lo menos podemos llegar a aceptar su visión del mundo.

En la Sociedad Psicológica, cualquier conflicto social se eleva automáticamente a la condición de problema psíquico para poder achacarlo al individuo como un problema privado. La escolarización produce en el niño una resistencia casi universal que se clasifica, por ejemplo, como "hiperactividad", y se trata con drogas o con ideología psiquiátrica. En lugar de reconocer la protesta del niño, se invade su vida para asegurarse de que no escape a la red terapéutica. El conformismo social, basado en su mayor parte en sucesivas experiencias de derrota y resignación, fomenta la idea de que el terreno personal es el único en el que tiene cabida la autenticidad. Louise Banikow cita las palabras de un desesperado ciudadano perteneciente al mundo de los solteros': "Mis ambiciones ahora son solamente personales. Todo lo que quiero hacer es enamorarme". Pero esa demanda de plenitud, limitada por la psicología, responde a un hambre tan atroz y a un nivel de sufrimiento tal que amenaza con romper las cadenas de ese mundo interior prescrito. La indiferencia ante la autoridad, la desconfianza hacia las instituciones y el nihilismo en expansión indican que el terapeuta no puede satisfacer al individuo ni salvaguardar el orden social. Toynbee afirmaba que toda cultura decadente promueve la ascensión de una nueva iglesia que dé esperanza al proletariado, mientras atiende tan sólo a las necesidades de la clase dirigente. Es posible que, antes de lo que creemos, la gente empiece a darse cuenta de que esta nueva iglesia es la psicología; es posible que ésa sea la razón por la cual tantas voces de la terapia adviertan a sus rebaños contra expectativas irreales de lo que podría ser la vida.

Durante más de medio siglo, el sistema consumista y burocrático ha buscado medios de control y predicción para cubrir sus necesidades de regulación y jerarquía. La misma ideología apaciguadora de la psicología, en la que el yo es la forma de realidad por excelencia, ha servido a estas necesidades de control y debe la mayoría de sus supuestos a Sigmund Freud. Para Freud, con su teoría wagneriana de los instintos guerreros y la división arbitraria del individuo en ello, yo y super-yo, las pasiones del individuo eran primitivas y peligrosas. La tarea de la civilización era reprimirlas e inmovilizarlas. El edificio entero del psicoanálisis, según Freud, está basado en la teoría de una represión necesaria; es obvio que de este modo se ayuda a la dominación. La cultura humana se ha establecido mediante el sufrimiento; la renuncia constante al deseo es imprescindible para la continuidad de la civilización; el trabajo se sostiene con la energía del amor reprimido; todo como consecuencia de la "agresividad natural de la naturaleza humana", un hecho eterno y universal, por supuesto.

Freud, totalmente consciente de la fuerza deformadora de la represión, consideraba que la neurosis podía caracterizar todo lo humano. A pesar de su miedo al fascismo tras la I Guerra Mundial, contribuyó a su ascenso al justificar la renuncia a la felicidad. Reich se refiere a Freud y a Hitler con idéntica amargura, observando que "pocos años después, un genio patológico, llevando hasta sus últimas consecuencias la ignorancia y el miedo a la felicidad, arrastró a Europa al límite de la destrucción bajo el lema de la renuncia heroica".

Con el complejo de Edipo, fuente inevitable de culpa y represión, Freud se muestra de nuevo como un consumado hobbesiano. El complejo de Edipo sirve de vehículo a los tabúes que se aprenden a través de la experiencia infantil (masculina) de miedo hacia el padre y deseo por la madre. Se basa en el cuento de hadas reaccionario que Freud ideó sobre una horda primordial dominada por un patriarca poderoso que poseía a todas las mujeres disponibles, y que fue asesinado y devorado por sus hijos. Esto no es más que falsa antropología, y muestra claramente uno de los errores básicos de Freud, el de asimilar la sociedad a la civilización. Existen hoy pruebas convincentes de que la vida precivilizada fue un tiempo de igualdad en el que no existía la dominación, y desde luego no el extraño patriarcado que Freud ideó, origen de nuestro sentido de la culpa y la vergüenza. El estaba convencido de la validez del complejo de Edipo y de la necesidad de la culpa en beneficio de la cultura.

Freud consideraba que la vida psíquica estaba encerrada en sí misma, y no influenciada por la sociedad. Esta premisa lleva a una visión determinista de los primeros años e incluso de los primeros meses de vida, y a juicios como el siguiente: "el miedo a ser pobre surge de un erotismo anal regresivo". Detengámonos en su Psicopatología de la vida diaria, y en sus diez ediciones entre 1904 y 1924, a las que se añadieron continuamente nuevos ejemplos de 'deslices' o usos inconscientemente reveladores de las palabras. No encontraremos un solo ejemplo, a pesar de las muchas revueltas que tenían ugar en aquellos años en Austria y los países vecinos, en el que Freud detecte un 'desliz' relacionado con el miedo a la revolución por parte de los burgueses, ni siquiera miedos sociales relacionados con las huelgas, la insubordinación, o casos similares. Parece más que probable duelos deslices no reprimidos, asociados a tales asuntos, Fueran simplemente excluidos de sus posturas universalistas y ajenas a la historia.

Vale la pena comentar también el 'descubrimiento' freudiano del instinto de muerte. En el colmo de su pesimismo, opuso Eros, el instinto vital, a Thanatos, el deseo de muerte y destrucción, un componente fundamental de nuestra especie, imposible de erradicar. "El propósito de roda vida es la muerte", afirmó en 1920. Aunque pueda resultar pedestre anotar que este descubrimiento venía acompañado de la carnicería de la I Guerra Mundial, un matrimonio cada vez más infeliz y la progresión de su cáncer de mandíbula, no hay equivocación posible al reconocer el servicio que sus teorías prestaron a la legitimación de la autoridad. La asunción del instinto de muerte, es decir, la idea de que la agresión, el odio y el miedo siempre estarán con nosotros, es contraria a toda posibilidad de liberación. En décadas posteriores, el trabajo de Melanie Klein sobre el instinto de muerte se abrió paso en los círculos dirigentes ingleses, precisamente por su análisis de las restricciones sociales como medio de represión de la agresividad. El principal neofreudiano en la actualidad, Lacan, también parece considerar inevitables el sufrimiento y la dominación; concretamente, sostiene que el patriarcado es una ley de la naturaleza. Marcuse, Norman O. Brown y otros han revisado la obra de Freud tomando sus ideas en un sentido más descriptivo que prescriptivo; su validez está limitada por la orientación que toman sus oscuras visiones, aplicables exclusivamente a la vida alienada, más que a cualquiera de los mundos sociales, reales o imaginables. Hay también muchas feministas freudianas; no obstante, sus esfuerzos por aplicar el dogma psicoanalítico a la opresión de las mujeres parecen más ingeniosos.

Freud consideraba el "principio femenino" más cercano a la naturaleza, menos sujeto a la represión que el del macho. Pero, fiel a sus valores generales, calificó como un avance esencial de la civilización la victoria de la intelectualidad masculina sobre la sensualidad de la mujer. Lo más triste de los numerosos intentos de recuperación de Freud es su ausencia total de crítica a la civilización: su obra entera sitúa a la civilización en la cima de los valores. Para aquellos que pretendan solamente reorientar el edificio freudiano, es básica la advertencia de Foucault de que la intención de cualquier sistema "es extender nuestra participación en el sistema presente".

En el campo de las diferencias de género, Freud afirmaba sin tapujos la inferioridad de la mujer. Su visión de las mujeres como hombres castrados es un claro caso de determinismo biológico: anatómicamente hablando son simplemente inferiores y están condenadas por ello al masoquismo y a la envidia de pene.

No pretendo profundizar en este breve análisis de Freud, pero ya debería resultar obvio que su renuncia a postular cualquier valor más allá de los inherentes a la ciencia 'objetiva' (Nuevas conferencias introductorias, 1933) carece de todo fundamento. Y a este error esencial podríamos añadir la naturaleza arbitraria de prácticamente toda su filosofía. Divorciado, como se ha dicho, del grueso de la realidad social -los ejemplos en este sentido serían innumerables, pero valdría citar la teoría de la seducción, según la cual el abuso sexual es, en su mayor parte, fantasía- cualquier inferencia freudiana podría reemplazarse plausiblemente por otra opuesta. En general, nos encontramos ante "una doctrina plagada de mecanismos, cosificación y universalismo arbitrario", como resume Frederick Crews.

En cuanto a sus logros personales con el tratamiento, Freud nunca fue capaz de curar de forma ermanente a uno solo de sus pacientes, y ciertamente el psicoanálisis no se ha mostrado mucho más efectivo desde entonces. En 1984, el Instituto Nacional de Salud Mental estimó que más de cuarenta millones de americanos eran enfermos mentales, mientras que un estudio de Regier, Boyd y otros, (Archivos de psiquiatría general. Noviembre 1988) concluyó que el quince por ciento de la oblación adulta tenía algún "desorden psi quiátrico". Una dimensión obvia de esta situación es la familia contemporánea que, en palabras de Joel Kovel, "ha caído en un agujero de permanente crisis", tal y como indica el flujo interminable de individuos emocionalmente inestables que terminan en manos de la industria de la salud mental.

Si la alienación es la esencia de todas las condiciones psiquiátricas, entonces la psicología sería el estudio de los alienados; sin embargo, faltaría el reconocimiento de que esto es así. Para los cánones de Freud y la Sociedad Psicológica, el efecto de la sociedad sobre el individuo, que le impide reconocerse, es irrelevante para el diagnóstico y el tratamiento. De este modo la psiquiatría se apropia del dolor y la frustración que paralizan al individuo, los redefine como enfermedades y, en algunos casos, se muestra capaz de suprimir los síntomas. Mientras, un mundo insano continúa con su racionalidad tecnológica, que excluye cualquier rasgo espontáneo o afectivo de la vida: la persona es sometida a una disciplina diseñada a costa de su sensualidad para hacer de ella un instrumento de producción.

La enfermedad mental es un escape inconsciente y primario de este diseño, una forma de resistencia pasiva. R. D. Laing describía la esquizofrenia como un limbo psíquico que simula una especie de muerte para preservar algo de la propia vida interior. El esquizofrénico tipo ronda los veinte años y se halla en la cumbre del largo periodo de socialización, que le ha estado preparando para su incorporación a un rol en un puesto de trabajo. Pero él no es "adecuado" para este destino. Históricamente, resulta curioso que la esquizofrenia esté íntimamente relacionada con la industrialización, como demuestra convincentemente Torrey en Esquizofrenia y civilización (1980). En años recientes, Szasz, Foucault, Goffman y otros han llamado la atención sobre los presupuestos ideológicos con que se contempla la 'enfermedad mental'. El lenguaje 'objetivo' encubre con eufemismos los prejuicios culturales, como en el caso de los 'desórdenes' sexuales: en el siglo XIX la masturbación se consideraba una enfermedad, y tan sólo en los últimos veinte años la homosexualidad ha dejado de catalogarse como un trastorno psicológico.

Resulta claro el componente de clase que ha intervenido en los orígenes y en el tratamiento de las enfermedades mentales. Lo que se denomina comportamiento 'excéntrico' entre los ricos, merece entre los pobres el calificativo de desorden mental, y un tratamiento bastante diferente. Por otro lado, un estudio de Hollingshead y Redlich, Clase socialy enfermedad mental (1958), ha demostrado que los pobres se muestran mucho más susceptibles de llegar a una situación emocional inestable. Roy Porter observó que el loco, imaginando el poder en sus manos, siente la omnipotencia y la impotencia simultáneamente. Esto nos recuerda que la alienación, la impotencia y la pobreza hacen que las mujeres sean más propensas a sufrir el colapso que los hombres. La sociedad hace que nos sintamos manipulados y, por tanto, desconfiados, 'paranoicos', ¿y quién no se deprime ante esta situación? La distancia entre la neutralidad y el buen criterio alegados por el modelo médico y los crecientes niveles de dolor y enfermedad aumenta progresivamente, mermando así la credibilidad de la industria sanitaria.

El fracaso de los anteriores métodos de control social ha dado un gran impulso a la medicina psicológica, expansionista en esencia, en las últimas tres décadas. El modelo terapéutico de la autoridad (y el poder del profesional, supuestamente libre de prejuicios, que lo respalda) se entremezcla cada vez más con el poder del estado, instituyendo una invasión del yo que ha conseguido llegar mucho más lejos que otros esfuerzos anteriores. "No existen límites para la ambición del control psicoanalítico; si estuviera a su alcance nada se le escaparía", según Guattari. Respecto a la medicación aplicada a los comportamientos desviados hay también mucho que decir, aparte de las sanciones psiquiátricas aplicadas a los disidentes soviéticos, o el conjunto de técnicas de control mental, incluyendo la modificación del comportamiento, que se ha introducido en las prisiones de EE.UU. El castigo ahora se acompaña del tratamiento, y el tratamiento introduce nuevas formas, más potentes, de castigo; la medicina, la psicología, la educación y el trabajo social adoptan progresivamente métodos de control y disciplina más eficaces, al tiempo que la maquinaria legal se vuelve más médica, más psicológica y más pedagógica. Pero este nuevo orden, que se asienta principalmente en el miedo y que necesita cada vez más de la cooperación de aquellos a quienes va dirigido, no garantiza la armonía cívica. De hecho, con el fracaso generalizado de este nuevo orden, la sociedad de clases está agotando sus tácticas y excusas, dando lugar a nuevas bolsas de resistencia.

La concepción de lo que hoy se denomina "salud mental comunitaria" tiene sus orígenes en el Movimiento de Higiene Mental de 1908.

Situada en el contexto de la degradación taylorista del trabajo llamada Gestión Científica, y frente a una amenazadora corriente de militancia de los trabajadores, la nueva ofensiva psicológica se apoyaba en la siguiente premisa: "la agitación individual llevada al extremo implica una mala higiene mental". La psiquiatría comunitaria representa una forma tardía y nacionalizada de esta psicología industrial, desarrollada para desviar las corrientes radicales de sus objetivos de transformación social y reprimirlas bajo el yugo de la productividad dominante. Hacia los años veinte, los trabajadores se habían convertido en el principal objeto de estudio de los profesionales de las ciencias sociales, como Elton Mayo y otros, en un momento en que la promoción del consumo como estilo de vida se empezaba a descubrir como un buen método para aliviar la inquietud colectiva e individual. Hacia finales de los años treinta la psicología industrial "había desarrollado ya muchas de las principales peculiaridades que hoy caracterizan a la psicología comunitaria" como los tests psicológicos masivos, el equipo de salud mental, los consejeros auxiliares no profesionales, la terapia familiar, las consultas externas y el consejo psiquiátrico en los negocios, como señala Diana Ralph en Trabajo y locura (1983).

El millón de hombres rechazados por las fuerzas armadas durante la II Guerra Mundial debido a su 'ineptitud mental', y el constante aumento de dolencias relacionadas con el estrés que se observó desde mediados de los cincuenta, llamaron la atención sobre la naturaleza enormemente paralizadora de la alienación industrial moderna. Se solicitó ayuda financiera al gobierno, que respondió con la legislación federal de 1963 sobre Centros de Salud Mental Comunitaria. Armada con drogas tranquilizantes, relativamente nuevas, para anestesiar a los pobres y a los parados, se inició una nueva presencia estatal en áreas urbanas hasta entonces fuera del alcance del ethos terapéutico. No es de extrañar que algunos militantes negros vieran en estos servicios de salud mental un nuevo sistema, más refinado, de pacificación policial y de vigilancia de los guetos. Las tribulaciones del orden dominante, siempre intranquilo frente a las masas, fueron resueltas principalmente, como en tantas otras ocasiones, por la poderosa imagen que la ciencia había creado sobre la normalidad, lo saludable y lo productivo. La autoinspección implacable, en función de los cánones de normalidad represiva establecidos por la Sociedad Psicológica, es la mejor aliada de la autoridad. La familia nuclear, en su momento, proporcionó el soporte psíquico de lo que Norman O. Brown llamaba "la pesadilla del progreso tecnológico en expansión infinita". Considerada por algunos como un bastión frente al mundo exterior, siempre ha funcionado como cadena de transmisión de la ideología reinante, más concretamente como el lugar donde se origina la psicología introvertida de las mujeres, donde se legitima su explotación social y económica y donde se ocultan las insatisfacciones sexuales.

Mientras tanto, la preocupación del estado por los niños conflictivos o delincuentes, no es sino otro aspecto del poder que se arranca a la familia, como han estudiado Donzelot y otros. En virtud de la imagen de lo que es bueno en términos médicos, el estado gana terreno y la familia pierde progresivamente sus funciones. Rothbaum y Weisz, en Psicopatología infantil y la búsqueda del control (1989), discuten el ascenso fulgurante de su profesión; La sociedad psiquiátrica (1982) de Castel, Castel y Lovell vislumbraba el día, no tan lejano, "en que la infancia estaría totalmente regida por la medicina y la psicología". De hecho, en algunos aspectos ya encontramos esta tenden- cia: James R. Schiffman, por ejemplo, escribió sobre uno de los síntomas de las familias destrozadas en "Aumenta de forma alarmante la cantidad de adolescentes que acaban en hospitales psiquiátricos" (Wall Street Journal, 3 febrero 1989).

La terapia es un ritual clave de esta religión psiquiátrica que nos invade. Los miembros de la Asociación Psiquiátrica Americana se elevaron de 27.355 en 1983 a 36.223 a finales de los ochenta. En 1989, un récord de veintidós millones de personas visitaron a los psiquiatras y a otros terapeutas; estos gastos se cubrían, total o parcialmente, con diversos planes de seguros. Teniendo en cuenta que tan sólo una pequeña minoría de aquellos que practican alguna de las aproximadamente quinientas variedades de psicoterapia, son psiquiatras o especialistas reconocidos por los seguros médicos, nos podemos imaginar la magnitud del mundo de la terapia en la sombra. Philip Rieff consideraba el psicoanálisis como "uno más de los métodos para aprender a soportar la soledad producida por la cultura"; en mi opinión esta definición se acerca bastante a las relaciones que se producen en la terapia, curiosamente distantes, circunscritas a esa situación artificia), y asimétricas. La mayor parte del tiempo una persona habla y la otra escucha. El cliente casi siempre habla de sí mismo y el terapeuta casi nunca lo hace. El terapeuta elude escrupulosamente cualquier contacto social con los clientes, lo que les recuerda que no han estado hablando con un amigo, amén de los estrictos límites de tiempo que encierran un espacio divorciado de la realidad diaria. De modo similar, la naturaleza puramente contractual de la relación terapéutica, garantiza que en toda terapia se reproduzcan inevitablemente los mecanismos de la sociedad alienada. Tratar con la alienación mediante una relación pagada por horas supone pasar por airo la similitud entre terapeuta y prostituta, según los rasgos antes enumerados.

Gramsci definía al 'intelectual' como "el funcionario responsable del consenso", una formulación que también encaja con el rol del terapeuta. Al dirigir a otros para que concentren su "energía volitiva fuera del territorio social", como expresaba Guattari, los manipula para que acepten las constricciones de la sociedad. Al evitar todo enfrentamiento con las circunstancias sociales en las que se han desarrollado las experiencias de los clientes, el terapeuta refuerza la influencia de estas categorías sociales. Intenta centrar la atención de los clientes en las áreas llamadas 'reales', es decir, la vida personal y la infancia, dejando al margen todo lo relacionado con el trabajo y la sociedad. La salud psicológica, objetivo de la terapia, es en su mayor parte un proceso educativo; el cliente es llevado a aceptar la metafísica y las asunciones básicas del terapeuta. Francois Rousrang, en El psicoanálisis nunca te deja marchar (1983) se cuestionaba porqué un método terapéutico "cuyo objetivo explícito es lograr el desarrollo de una 'capacidad de disfrute y eficiencia' (Freud), acaba tan a menudo en alienación, bien porque el tratamiento se vuelve interminable, o bien porque (el cliente) adopta el discurso, el pensamiento, las tesis y los prejuicios del psicoanalista".

Desde el famoso artículo de Hans Lysenko en 1952, "Los efectos de la psicoterapia", innumerables estudios han validado este descubrimiento: "Las personas que han recibido psicoterapia intensa y prolongada no se encuentran mejor que aquéllas en situaciones equivalentes a las que no se ha proporcionado tratamiento durante el mismo intervalo de tiempo". Por otra parte, no cabe duda de que la terapia y el consuelo hacen que mucha gente se sienta mejor, independientemente de los resultados concretos. Esta anomalía probablemente se deba al hecho de que los consumidores de terapia creen que han sido cuidados, reconfortados, escuchados. En una sociedad cada día más fría, esto no es poco. También es cierto que la Sociedad Psicológica condiciona a sus sujetos para culparse a sí mismos, y que aquellos que más sienten la necesidad de una terapia suelen ser los más fácilmente explotables: los más solitarios, los más inseguros, los nerviosos, los depresivos, etc. Es fácil recordar aquí el viejo dicho: Natura, sanat, medicus curat (La naturaleza sana, el médico/consejero/terapeuta cura). Pero ¿dónde quedó lo natural en este mundo alienado, lleno de dolor y soledad, en el que nos encontramos? Ya no existe la posibilidad de rehacer el mundo. Si la terapia consiste en curar, qué otra posibilidad queda sino transformar este mundo, lo cual supondría, por supuesto, el fin de la 'sociedad de la terapia'. La Internacional Situacionista declaraba en 1963, con este mismo espíritu: "Antes o después, la I. S. debe definirse a sí misma como terapéutica".

Por desgracia, conforme avanzó la década, las grandes causas comunitarias adquirieron una orientación específicamente terapéutica, principalmente cuando el espíritu de los sesenta se fragmentó en esfuerzos menores, más idiosincrásicos. La idea predominante en un principio de que "lo personal es lo político" dio paso a las preocupaciones meramente personales, mientras la derrota y la desilusión se imponían sobre el activismo ingenuo.

Nacido de las respuestas críticas al psicoanálisis freudiano, que dirigía sus miras hacia las fases más tempranas del desarrollo humano, durante la infancia, el Movimiento de Potencial Humano comenzó a mediados de los sesenta y se consolidó a principios de los setenta. Basado en el ego consciente postfreudiano, el Movimiento de Potencial Humano popularizó todo un menú de terapias, que incluía seminarios de crecimiento personal, técnicas de conciencia corporal y disciplinas espirituales orientales. Casi oculto por esa marea de soluciones parciales yace un elemento potencialmente subversivo: la noción de que la vida "puede ser un tiempo de posibilidades infinitas y gozosas", como lo expresaba Adelaide Bry. La necesidad de alivio instantáneo del sufrimiento psíquico fomentó una preocupación creciente por la dignidad y el pleno desarrollo del individuo. Daniel Yankelovich (Nuevas Reglas, 1981) vio la importancia cultural de esta búsqueda, concluyendo que, hacia finales de los años setenta, un ochenta por ciento de los americanos practicaba esta búsqueda terapéutica de transformación.

Pero los métodos privatizados del Movimiento de Potencial Humano, que alcanzaron su máximo nivel con la Sociedad Psicológica, fueron incapaces, obviamente, de cumplir sus promesas de ruptura duradera y real. ArthurJanov reconocía que "todos en esta sociedad sufren mucho", pero no planteó ninguna reflexión crítica sobre la sociedad represiva que provocaba este sufrimiento. Su técnica del Grito Primigenio se califica como la cura más ridicula de los años setenta. La promesa de plenitud y poder que ofrecía la cinesiología consistía fundamentalmente en tecnologías bioelectrónicas ideadas para socializar a la gente de acuerdo con una visión del mundo y un objetivo autoritarios. La popularidad de grupos de culto como los Moonies recuerda a los procesos para los no iniciados: aislamiento, pérdida, expectación y sugestión; los lavados de cerebro y la búsqueda con connotaciones chamánicas son utilizados por ambos.

Hablando de manipulación psicológica intensiva, los Seminarios de Preparación de Werner Erhard fueron los más populares y, en cierto modo, el fenómeno más característico del Potencial Humano. Su fundador hizo una fortuna ayudando a los adeptos a sus seminarios a "elegir convertirse en lo que son". Con la clásica fórmula de culpar a la víctima, Erhard llevó a la gran masa de sus seguido- res a una aceptación casi religiosa de una de las mentiras básicas del sistema: sus discípulos eran dócilmente conformistas porque "aceptaban su responsabilidad", la responsabilidad de haber creado las cosas tal como son. La Meditación Trascendental se mercantilizó, ayudando a sus adeptos a lograr una incorporación pasiva en la sociedad. La supuesta utilidad de la Meditación Trascendental para ajustarse a los variados "excesos y tensiones" de la sociedad moderna era uno de los principales argumentos de venta a las empresas, por ejemplo.

Atrapados en un mundo extremadamente racionalizado y tecnológico, los investigadores del Potencial Humano buscaban el desarrollo personal, la proximidad emocional y, por encima de todo, la sensación de tener algún control sobre sus vidas. Los bestsellers de autoayuda de los setenta, como Poder, Tus zonas erróneas. Cómo tomar el control de tu vida. Automación, Buscando el uno y Rompiendo tus propias cadenas, insisten en el tema del control. La doctrina de la realidad como una construcción personal, requería un control claramente definido. Una vez más, la aceptación de la realidad social como presupuesto suponía que "un entrenamiento de la sensibilidad", por ejemplo, podía traducirse en una gran insensibilidad hacia la mayor parte de la realidad, dando lugar a una mayor alienación, mayor ignorancia y mayor sufrimiento.

El Movimiento de Potencial Humano llegó al menos a popularizar la idea del fin de las enfermedades, aunque fracasó, al no poder hacer realidad dicha promesa. El conjunto de nuevas terapias invadió de forma apabullante la vida diaria, entrando en competencia con el antiguo modelo 'científico' de comportamiento, principalmente freudiano. En cuanto a las expectativas terapéuticas, apareció una esperanza fundamental, más allá del pensamiento positivo o del confesionalismo vacío.

Una forma común de autoayuda, que representa claramente un avance respecto a la terapia tradicional bajo la dirección de un experto, y respecto al adiestramiento comercializado de masas, como las 'presentaciones' y 'seminarios', es el famoso 'grupo de apoyo'. Basados en la igualdad de los miembros del grupo y ajenos a toda comercialización, los grupos de apoyo para distintos tipos de dolencia emocional se han cuadruplicado en número durante los últimos diez años. Cuando estos grupos no están basados en la sujeción del individuo a un 'Poder Superior' y en la llamada 'ideología de los doce pasos', como ocurre con los grupos 'anónimos' (p. e. Alcohólicos Anónimos), proporcionan una gran fuente de solidaridad y trabajan contra el aislamiento y la alienación que supone tratar la enfermedad o la dolencia al margen del contexto social.

Si el Movimiento de Potencial Humano pensaba que era posible la creación de una nueva personalidad para transformar así la vida, la corriente de la Nueva Era se ajusta más al eslogan "Crea tu propia realidad". Si se tiene en cuenta que la desolación gana terreno a diario, parece deseable crear una realidad alternativa (el eterno consuelo de la religión). La Nueva Era, en vertiginosa expansión desde mediados de los ochenta, es en esencia una negación religiosa de la realidad, más determinante que la evasión psicologista reinante.

La religión se inventa un territorio de no alienación para compensar el actual; la filosofía de la Nueva Era anuncia el advenimiento de un tiempo de paz y armonía, que transformará radicalmente el inaceptable estado presente. Se trata de una religión sin exigencias, ecléctica, un sustituto al materialismo donde vale cualquier bálsamo, cualquier sinsentido oculto: canalización, curación con cristales, reencarnación, rescates realizados por OVNIs, etc. "Es cierto si tú lo crees". Todo va bien, al menos mientras marche conforme a lo que ordena la autoridad: la ira es perjudi

cial y la 'negatividad' es una circunstancia que hay que evitar a toda costa. Se supone que la Nueva Era tiene sus raíces en el feminismo y la ecología; pero también el movimiento nazi tuvo su origen en los trabajadores militantes (recuérdese el Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes). Lo cual nos lleva a la principal influencia de la Nueva Era, Cari Jung. Es desconocido o resulta irrelevante para estos buscadores de la felicidad suprema que no 'juzgan' el hecho de que, en su intento por resucitar todas las viejas creencias y mitos, Jung no era tanto un psicólogo como una figura de la teología y la reacción. Es más, como presidente que fue de la Sociedad Internacional de Psicoterapia entre 1933 y 1939, dirigió su sección alemana, estrechamente relacionada con el movimiento nazi, y coeditó el Boletín de Psicoterapia junto con M. H. Góring, primo del Mariscal del Reich del mismo nombre.

Desde la aparición de Condiciones fronterizas y narcisismo patológico (1975) de Otto Kernberg, y de La cultura del narcisismo de Christopher Lasch (1978), ha ido tomando fuerza, aparentemente, la idea de que 'los desórdenes de la personalidad narcisista son el epítome de lo que nos sucede a todos, y representan la 'estructura subyacente' de nuestra era. Narciso, la imagen del amor a uno mismo y de la constante búsqueda de satisfacción, ha reemplazado a Edipo, con sus componentes de culpa y represión, como el mito de nuestro tiempo; esta corriente ha sido proclamada y aceptada más allá de la comunidad freudiana.Este cambio, que se viene produciendo desde los años sesenta, parece guardar mayor relación con la búsqueda del autodesarrollo del Potencial Humano que con la de Nueva Era, cuyos devotos se toman sus propios deseos menos en serio. Las fórmulas comunes de la Nueva Era, tales como "tú eres infinitamente creativo", "tú tienes un potencial ilimitado", pecan de promover entre aquellos que dudan de sus capacidades de cambio y crecimiento un deseo de satisfacción vago, vacunado contra la ira. Aunque el concepto de narcisismo resulta algo escurridizo clínica y socialmente, a menudo se manifiesta de un modo tan agresivo que asusta a los partisanos de la autoridad tradicional.

Debemos añadir que la preocupación del Potencial Humano por "conectar con los propios sentimientos" no era, ni mucho menos, tan fuertemente autoafirmativa como la del narcisismo, donde los sentimientos, principalmente la ira, son más poderosos que cualquier búsqueda de autoafirmación.

La cultura del narcisismo de Lasch, donde el autor hace un análisis social de la transición de Edipo a Narciso, todavía tiene una extraordinaria influencia; se le ha dado un gran eco y mucha publicidad por parte de aquellos que lamentan este alejamiento del sacrificio interiorizado y del respeto hacia la autoridad. El 'nuevo izquierdista Lasch demostró ser un freudiano estricto y profundamente conservador, con su mirada nostálgica hacia los días de la conciencia autoritaria apoyada en una fuerte disciplina social y paternal. No hay huellas de rebeldía en la obra de Lasch, que se acoge al orden represivo existente como la única moralidad disponible. De igual modo, Neil Postman muestra su agrio rechazo a la personalidad narcisista "guiada por el impulso", en Divirtiéndonos hasta morir (1985). Postman moraliza sobre el declive del discurso político, que nunca más será "serio", sino "marchito y absurdo"; una circunstancia causada por la actitud comúnmente extendida de anteponer "el divertimento y el placer" a "un compromiso serio con lo público". Cabe mencionar también a Sennett y a Bookchin, dos radicales que contemplan la retirada narci- sista del marco político actual como cualquier cosa menos positiva o subversiva. Pero hasta un freudiano ortodoxo como Russell Jacoby reconocía que en la corrosión del sacrificio, "el narcisismo abriga una protesta en nombre de la salud y la felicidad individuales", y Gilíes Lipovetsky consideraba que el narcisismo francés había nacido durante las revueltas de mayo del 68.

De modo que el narcisismo es algo más que la ubicación del deseo en uno mismo, o la necesidad de mantener la identidad y la autoestima. Cada vez hay más gente 'narcisistamente preocupada; esto es producto de la falta de amor, de la alienación extrema de una sociedad dividida y de su empobrecimiento cultural y espiritual. El narcisista posee un profundo sentimiento de vacío, unido a una rabia sin límites y oculta a menudo bajo la superficie, causada por la sensación de dependencia que provoca una vida de dominación.

La teoría freudiana atribuye el rasgo de la rebeldía a un inmaduro "estancamiento en el erotismo anal", ignorando por completo el contexto social; Lasch expresa su miedo al "resentimiento e insubordinación" narcisistas, con una defensa paralela de la existencia opresiva. El deseo iracundo de autonomía y valoración propia trae a la mente otro conflicto de valores que se relaciona con el valor en sí mismo. En cada uno de nosotros habita un narcisista que quiere ser amado por sí mismo y no por sus capacidades, ni siquiera por sus cualidades. Valor de por sí, intrínseco, una orientación peligrosamente antiinstrumental, anticapitalista. Para un terapeuta como Arnold Rothstein, "esta expectativa de que el mundo nos gratifique, sólo porque lo deseamos" es repugnante. Prescribe un largo tratamiento de psicoanálisis que, en última instancia, permitirá una aceptación de "la relativa pasividad, el desamparo y la vulnerabilidad implícitas en la condición humana". Otros autores han visto en el narcisismo el ansia por un mundo cualitativamente diferente. Norman O. Brown se refería a su proyecto de "unión amorosa con el mundo"; la feminista Stephanie Engel ha argumentado que "la llamada al recuerdo de la dicha narcisista original nos empuja a un sueño de futuro". Marcuse veía el narcisismo como un elemento esencial del pensamiento utópico, una estructura mítica que celebra y anhela la plenitud. La Sociedad Psicológica ofrece, por supuesto, todo tipo de comodidades (desde ropa y coches hasta libros y terapias) para cada estilo de vida, en un esfuerzo vano por mitigar el apetito dominante de autenticidad. Debord afirmaba acertadamente que cuanto más cedamos al reconocimiento de nuestro yo en las imágenes predominantes de las necesidades, menos entenderemos nuestra propia existencia y nuestros deseos. Las imágenes que la sociedad nos proporciona no nos permiten sentirnos reconfortados como parte de esa sociedad, en su lugar nos invade una furibunda y ansiosa sensación de desorientación y negación, que convierte el 'narcisismo' en una configuración subversiva del sufrimiento.

Hace dos siglos, Schiller hablaba de la "herida" que la civilización ha infligido a la humanidad moderna: la división del trabajo. Al anunciar la era del "hombre psicológico", Philip Rieff distinguía una cultura "donde la técnica está invadiendo y conquistando al último enemigo: la vida interior humana, la misma psique". En la cultura de nuestra era burocrática e industrial, el delegar en expertos para que interpreten y evalúen la vida interior es el logro más maligno y opresor de la división del trabajo. Conforme nos hemos ido alienando de nuestras propias experiencias, que son procesadas, estandarizadas, etiquetadas y sujetas a un control jerárquico, surge la tecnología como el poder oculto tras nuestra miseria y como la principal forma de dominación ideológica. De hecho, la tecnología ha llegado a reemplazar a la ideología. La fuerza que nos deforma se manifiesta constantemente, mientras que las ilusiones son expulsadas mediante el sufrimiento. Lasch y otros pueden ofenderse e intentar ignorar la naturaleza exigente del espíritu 'psicológico' contemporáneo, pero para muchos está cobrando importancia, aun cuando el resultado sea igual de confuso.

Así la Sociedad Psicológica puede estar fallando al desviar, o incluso demorar, el conflicto mediante su pregunta favorita, "¿puede uno cambiar?". La pregunta real es si podemos obligar a cambiar al "mundo que refuerza nuestra incapacidad para cambiar", hasta que resulte irreconocible.

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