JUEZ Y PARTE

LAS TRAVESURAS DE ERATO

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Roberto Fernández Retamar ha afirmado recientemente que si bien muchos denuestan la literatura política por achacarle escasas calidades literarias, pocos hacen lo mismo con la literatura amorosa, en cuyo nombre se han cometido cuantiosos crímenes de lesa poesía. Es cierto. No obstante, me gustaría romper algunas lanzas a favor de la poesía de amor y de lo que ha significado para la historia de la lírica, amparándome, desde luego, en la obra de sus más destacados cultivadores. La razón es sencilla: mis a veces escasas —y casi siempre torcidas— lecturas, me conducen a la idea de que, hoy, la poesía cubana padece la ausencia de poesía amorosa, al menos de la continuadora de esa tradición subversiva y renovadora que ha signado muchos de los mejores momentos de la poesía universal. Quizá la obsesión de nuestros poetas por la sociología y por la ética les ha impedido apreciar tales sutilezas en la historia de la literatura. Quizá sea solamente la falta de una formación sistemática, que aglutine lecturas y tanteos culturológicos y alcance a conformar un atisbo de cosmovisión. Quizá sea el enemigo rumor de la posmodernidad con sus propuestas apocalípticas. Quizá, la imposibilidad de vislumbrar nuevos caminos en un tema aparentemente caduco. Quizá, quizá, quizá.

De todas maneras, me gustaría proponer un periplo, como de costumbre. Y créanme que si insisto en cimentar mis afirmaciones con ejemplos de la historia literaria universal, sólo lo hago por incapacidad: no encuentro otra forma de orientarme estéticamente como no sea releyendo los accidentes de la cultura e intentando adecuar las viejas lecciones de los maestros a los actuales contextos. Espero sepan disculparme si en ocasiones el método resulta reiterativo o aburrido, o si mi exceso de entusiasmo me conduce a —ya lo advertí— relecturas disparatadas de la literatura. Ya sabemos que de buenas intenciones no hay mal que dure cien años.

Casi en los mismos orígenes de la lírica, encontramos al primer subversivo: Arquíloco de Paros. Sus poemas de amor por Neobule, hija de Licambes, entrañan un perfecto desafío al orden aristocrático imperante, al cual el poeta no se cansó de cuestionar poniendo en tono de solfa valores sacrosantos como la gloria, el combate, la belleza arquetípica, el galanteo gentil. Su origen popular le hizo fácil la tarea: criticar los paradigmas de la aristocracia no significaba un problema, sino una forma distinta de entender la realidad y de apreciar la utilidad de la poesía. Arquíloco asentó, además, una idea del amor que ha sido recurrente hasta nuestros días: la del sufrimiento que sobreviene con el ímpetu de una grave enfermedad.[1] De ahí que su influencia haya sido notable, ya sea para afirmarla, ya para rebatirla, en la lírica amorosa —y erótica— que le sucedió. Si a esto añadimos que el poeta eligió el yambo, un metro nacido de la tradición popular, para expresarse, y que lo empleó sin atender demasiado a leyes muy estrictas, sino más bien innovando en el ritmo cuando lo reclamaron sus necesidades expresivas, no vacilaremos en concluir que la revuelta fue absoluta y, por añadidura, concebida estéticamente, fruto de un pensamiento artístico consciente, que atrajo sobre Arquíloco la animadversión y el repudio de algunas de las firmas más notables del orden aristocrático (Heráclito, Píndaro, Critias), sin que ello condujera, al cabo, a mermar un ápice su legado a la posteridad.

Otra revoltosa notable fue la lesbia Safo, cuyos poemas más conocidos, aquellos donde canta las bondades del amor lésbico, han encantado los oídos de sus lectores de todos los tiempos. Pero la revolución no estriba únicamente en darle autenticidad literaria a una variante amorosa que luego resultaría marginada por los severos cánones del cristianismo y las formaciones sociales, sino en erigirse en una suerte de bastión ante la tormentosa vida política de la época (cognoscible en parte gracias a los poemas de Alceo, para quien sí constituyó una obcecación), frente a la que opuso la fábula de su vida amorosa, tanto la lésbica como la pasión por Faón que fuera, a la postre, la presumible causa de su suicidio, para insinuarnos un camino hacia la libertad. Su escuela de educación artística, doméstica y amatoria, donde se suponía que habría de convertirse a la adolescente en mujer y a la soltera en casada y dueña de casa,[2] me parece una respuesta coherente, y amparada por la tradición, al desorden familiar imperante en virtud de las continuas guerras y movilizaciones militares que padecía la sociedad. Loar, entonces, las bondades de esa educación sentimental (que incluía, claro, los gozos y las sombras de la pasión y del sexo), implicaba una afirmación de obvio matiz político, destinada a refrendar la postura femenina y su papel como sostenedora del hogar por vía del equilibrio, el matrimonio y la procreación. No debemos olvidar que, junto con los encendidos textos lésbicos, existen indicios de que Safo cultivara con asiduidad un tipo de epitalamio costumbrista y de inspiración popular, cuya existencia sirve de apoyo a la idea de una tendencia hacia la salvación del espíritu mediante el rescate del andamiaje familiar. Los poemas sáficos, asimismo, son expresión del lenguaje vernáculo y coloquial, sobre cuyos metros alzó incluso la invención de una estrofa, la sáfica, que es el eje formal de su poesía. Inútil sería reiterar la importancia de Safo y el peso de su influencia en el desarrollo de la poesía.

Más o menos imitada fue por Catulo, una de las grandes figuras de la época ciceroniana, lo mismo en el ambiente de algunos epitalamios que en el empleo por parte del latino de la estrofa sáfica menor, compuesta de tres endecasílabos sáficos seguidos de un edónico. La revolución de Catulo, sin embargo, es de otro cariz, porque Catulo vivió en otro tipo de sociedad, en la cual la vida licenciosa, la ostentación del vicio y la maledicencia eran hábitos corrientes. Por eso los poemas de Catulo no se ocupan de la política, sino de sus preocupaciones personales: la desordenada relación con Lesbia, el desmoronamiento de su posición económica, las simpatías y antipatías estéticas y los encontronazos con personajes políticos como César y Mamurra, pero entendidos también desde una postura privada, la relativa a sus rivalidades con estos en aventuras galantes de diversa índole. Eso sí, Catulo es un continuador de la experiencia de Arquíloco y de Safo en el aspecto subjetivo, en la preponderancia de la individualidad por encima de las convenciones morales y literarias, muy a menudo objeto de aceradas críticas y siempre adulteradas por la labor del autor. Al final, el canto egotista de Catulo da inicio a una idea del poeta que se ha mantenido con éxito hasta la fecha: aquel que no desea otra cosa que ser hombre de letras y de mundo, y que defiende esas condiciones aun a costa de su solvencia económica o su posición social. En el aspecto formal, Catulo siguió también a sus predecesores griegos (aparte de Arquíloco y Safo, podría citarse a Apolonio, Calímaco, Euforión y Filetas, todos poetas alejandrinos del tiempo de los primeros Ptolomeos), y osciló entre el uso de los términos familiares, populares e incluso groseros que vemos en algunas de sus composiciones amorosas o satíricas, y el manejo de formas más cuidadas en los aspectos gramaticales y estilísticos para sus textos narrativos o sus elegías, aunque sin abandonar jamás el presupuesto de huir por principio de las maneras arcaizantes y de evitar ocuparse más de la perfección de la forma que de la profundidad del pensamiento.

Aquí podríamos hablar extensamente de la influencia de Catulo en la poesía latina y citar a Tibulo, Propercio y Ovidio, en la elegía, o a Marcial y Juvenal en el epigrama, pero prefiero abstenerme. Sólo proponer un juego: constatar cómo se manifiesta la postura subversiva a través del empleo de la poesía amorosa en estos evidentes peritos del género. Sigamos viaje hasta mi idolatrado Dante que, como ya apunté en el comentario sexto, provocó un sismo en la comprensión y escritura de la poesía, buena parte del cual descansa, por cierto, en su imagen del amor. Las circunstancias son otras: Dante es un poeta cristiano y canta el amor a Dios por sobre todas las cosas. Para ello se basa en una curiosa interpretación de la figura femenina, a la cual concibe como símbolo de la belleza y la sabiduría, como representación absoluta fuera de la historia, como permanencia misma de la idea del amor, como experiencia ejemplar del conocimiento de Dios. Beldad, filosofía y teología conforman la tríada impulsora de la poesía dantesca, cuyo símbolo es Beatriz, una entelequia que permite al poeta adentrarse en el misterio de la Trinidad y en la encarnación de Dios, principio y fin de todo conocimiento. Sobre la forma y el estilo en Dante, abundé en el citado texto. Ahora quiero sólo recalcar el peso que donó el autor a la lengua vernácula, al aliento renovador de ella proveniente.

Es curioso, pero Petrarca, aunque pasó a la historia como un gran poeta de expresión italiana, hizo cuanto estuvo a su alcance por convertirse en un ínclito escritor latino. La literatura le jugó una mala pasada. Para bien nuestro. Petrarca solía llamar nugae (naderías) a sus composiciones en lengua vulgar, si bien detrás del aparente desprecio las trabajó hasta la saciedad, como demuestran los más modernos estudios acerca del Cancionero.[3] Seguramente el poeta intuía que allí residían sus principales aportes a la lírica occidental. A saber: el testimonio minucioso de una pasión, la catarata de sentimientos que, como jugando, el poeta vació en las páginas de su cuaderno, y que sirvieron para conformar esa autobiografía en versos que es el Cancionero. Las reflexiones sobre el dolor, sobre la fugacidad del tiempo y sobre la voluntad divina para darle un cauce a la vida de los hombres por encima de los anhelos de estos, hacen de los sonetos y canciones a Laura una pieza imperecedera, a pesar de los preciosismos y figuras retóricas que, sobre todo por el abuso de los epígonos, hoy tendemos a rechazar. Pero hay que entender que Petrarca iba en busca de la imagen, de un modo de representación más que de la cosa representada, y cuando escribo autobiografía, me refiero, obviamente, a una autobiografía imaginaria, falta de autenticidad, que es lo que confiere a Petrarca la otra lectura: esa donde el poeta nos quiere decir que siente una sensación de vacío, una conciencia de que Laura es imagen y no ser, lo que la hace cada vez más poética, más sempiterna en su inaccesibilidad, más sombra y simulacro de la fantasía de ese fingidor que es todo artista. De esa melancolía nació buena parte de la poesía universal. Y lo hizo porque era una nueva melancolía: llena de un soterrado paganismo, débil aún, pero creciente, llamado a borrar la seria angustia teológica y política del Dante y devolverle a la lírica esa polifonía presente en Arquíloco, Anacreonte, Catulo y Ovidio, pluralidad de voces que la hacía menos divina a medida que la despojaba de su aspecto simbólico y doctrinal y, de paso, la sacaba del Medioevo.

Pero hay otro aspecto: si observamos detenidamente en el Cancionero, nos enteramos que al poeta lo conmueven, además de las virtudes de la bella, la carne de la bella: sus ojos, sus trenzas, su boca, su piel. Es verdad que los poemas escritos para Laura, en su mayor parte, son sutilezas, razonamientos petulantes y melindrosos, cosas que Petrarca cree, pero lo que siente es absolutamente distinto: el latigazo de los sentidos y las ansiedades y desafueros del amor. Esto lo coloca en una dicotomía terrible: no es tan audaz que pueda rebelarse contra sus creencias, ni tan creyente que logre acallar, a fuerza de fe, la carga erótica de su amor. Y lo deja entrever, o se le escapa, para alcanzar una dimensión humana que ha nutrido, después, a la mejor poesía amorosa ulterior: la polisemia del sentimiento amoroso como modo de entender la divinidad y la propia poesía.

De ello es la poesía mística española el mayor ejemplo. San Juan de la Cruz demostró la eficacia del lenguaje erótico (amatorio) más vehemente para expresar la experiencia interior de un arrobamiento místico imposible de narrar de otro modo, insinuándonos que la fusión terrenal entre amante y amado es, en esencia, un anticipo, un anuncio de la infalible fusión entre Amante y Amado, que habrá de celebrarse tras las verdaderas nupcias del ser con el Ser. Esta especie de epitalamio en que La Esposa (el alma) y El Esposo (Dios) son convocados y celebrados en el amor feliz,[4] rebate y reorganiza la tradición del amor como una enfermedad (la aegritudo amoris tan cara a Petrarca y sus seguidores), convirtiéndolo en una posibilidad de salvación espiritual, de develamiento de los misterios del existir a través del éxtasis, una vez que el alma se transforma en Dios y ocurre el gran silencio donde, según Jorge Guillén, “el espíritu calla de tanto como tiene que manifestar”, y nos quedamos, sólo, con la certeza de haber gozado del Amado en ese amor que se cumple como un todo.[5] Desde el punto de vista formal, San Juan utiliza la misma lira que fuera profana en Garcilaso y espiritualizada en Fray Luis de León, y que adquiere en sus manos una dimensión mística hasta entonces inusitada, como sucede con la glosa, otra de las formas típicas de los siglos xvi y xvii a la que el carmelita de Fontiveros dotará de nuevas resonancias.[6]

En verdad lamento que la riqueza y extensión del tema deba ser coartado por el espacio, y me vea obligado a pasar por alto tentativas tan interesantes como la de los Sonetos de Shakespeare (cuánta experiencia, dulzura y pasión hay en esas cavilaciones sobre el amor, la amistad, la ofensa, la ambición, la mutabilidad, el descaecimiento; cuánta destreza literaria en la mezcla de fuentes e influencias, en el empleo del soneto proveniente de Petrarca y amoldado por Spenser a los moldes expresivos del inglés), o como los poemas amorosos de John Donne, en los cuales el autor alcanza una de las cimas de la poesía universal al conjugar el sentimiento vigoroso y el pensamiento elevado con la aproximación a la flexibilidad rítmica del lenguaje hablado y a los requerimientos de la emoción por encima de las exigencias musicales de la lírica clásica isabelina. Pero estoy compelido a ser elíptico, a pasar al vuelo sobre autores, tendencias, movimientos, para ir hilvanando el hilo de mi discurso, y ahora debo saltar al romanticismo.

Con este regresa la mujer a ocupar el primer plano de la literatura. Recordemos la Margarita del Fausto de Goethe, o la también Margarita de Dumas, la nueva Eloísa de Rousseau, la Atala de Chateaubriand, la Aurelia de Nerval. Como mismo renacen Dante, Shakespeare y Milton, el romancero español, las sagas del norte de Europa y cualquier poesía de corte nacionalista y popular que sirviera para reavivar los sentimientos patrióticos, porque el romanticismo incluyó, entre los múltiples aspectos de su revolución, un marcado cambio de intereses políticos. (De hecho, algunos de los grandes autores del movimiento como Byron, Pëtofi, Pushkin, Lermontov, Leopardi, Manzoni, Espronceda, estuvieron vinculados a revueltas políticas en las que perdieron la vida o por causa de las cuales fueron perseguidos y proscritos). Y, también, la insatisfacción con el mundo contemporáneo y la necesidad de sufrir como conditio sine qua non del prototipo de héroe romántico[7] que, en incontables ocasiones, se confunde con el propio poeta.

Un caso peculiar dentro del romanticismo es la figura del español Gustavo Adolfo Bécquer, casi siempre menospreciado por aquellos que le culpan de una nefasta influencia explicitada en los arrumacos dulzones de los cientos y miles de epígonos que ha tenido, casi siempre mal leído por quienes prefieren las voces altisonantes de Zorilla o Espronceda o, en el peor de los casos, el didactismo moralizante de Campoamor. Pero Bécquer hizo aportes capitales a la lírica española, y universal, como la entronización del valor de los sueños y, junto con estos, la imposibilidad de trasmitir por medio del lenguaje la realidad soñada o “visionada”; razón por la cual la poesía, para él, se aprecia en el toque “natural, breve, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra y huye, y desnuda de artificio [...] las mil ideas que duermen en el océano sin fondo de la fantasía”.[8] O sea, una auténtica revolución en la comprensión de la poesía romántica y, por extensión, de toda la poesía. Formalmente, Bécquer rindió tributo a esa incapacidad del lenguaje y su obra poética denota una continua batalla por domesticar “el rebelde, mezquino idioma”, en pos de insinuar un universo, por lo general amoroso, imposible de aprehender en su total magnitud. En él el sentimiento se hace recuerdo, el recuerdo sueño y, por último, verso, sugestión, con lo que se eleva a la categoría de precursor de la poesía moderna que tiende a una alianza entre la razón y la inspiración.[9]

Después, el amor volvió a cambiar de signo. El gran iniciador de la poesía contemporánea, Charles Baudelaire, lo dotó de una aureola decadentista, voluptuosa, mórbida, porque en verdad lo estaba sacrificando ante otro descubrimiento: la urbe moderna como insigne protagonista del hecho poético. No obstante, el amor en la ciudad de Baudelaire no pierde nada de sensualidad y sí gana en un raro misticismo matizado de realismo, de los cuales emana un profundo sentido espiritual. El amor sirve para enfrentar el tedio y la muerte, para que el poeta luche por su salvación mediante la palabra, esta vez con la diferencia de que Baudelaire dignifica la lucidez, el escepticismo, la conciencia de una feroz introspección y de una ironía que lo mueven a desafiar a la ciudad, al monstruo mítico, bajo la divisa de convertir en oro (en poesía) el fango que ella le ha dado. El individualismo, el antigregarismo, alcanzan cimas inusitadas, donde el papel de la mujer como objeto amado se reduce, a ratos, al de compañera necesaria del hombre para enfrentar la caducidad y la muerte, y a ratos se trueca en bestia graciosa o implacable que angustia su existencia. Insisto en que es secundario: la ciudad ha desplazado a la mujer, al objeto del amor, y así se mantendrá en los otros dos grandes reformadores: Rimbaud y Whitman. Para el primero, la urbe simboliza el caos, la necesidad de renovación, de “cambiar la vida” en aras de una libertad individual que permita al poeta elevarse al infinito; en el segundo, se alza en espacio fundacional, con la alegría intrínseca que este conlleva, donde se funde el crisol de una nación. Es comprensible: para Rimbaud la ciudad era la decadencia, el capitalismo caduco; para Whitman era el origen, la pujanza del imperialismo naciente. Y así, por el sendero del caos, por una parte, y de la euforia, por la otra, entramos en la poesía contemporánea y en una aparente desvalorización del amor como forma de salvación literaria y espiritual.

Me encantaría, aún, aludir a dos experiencias importantes dentro de la poesía amorosa universal: las de Konstantino Kavafis y Paul Celan. El poeta griego se opuso, en su obra, a los tres baluartes de la sociedad burguesa: el cristianismo, el patriotismo y el amor heterosexual.[10] Sus versos paganos evocan y celebran un espacio ficticio donde los tiempos se yuxtaponen y entremezclan para ofrecernos la idea de que pasado mítico y presente sórdido son una y la misma cosa, siempre con la escenografía de otra ciudad, Alejandría, como telón de fondo. Sería interesante adentrarse alguna vez en las características dramáticas de la poesía de Kavafis: el empleo de las máscaras para esconder al sujeto lírico, la polifonía que de esta actitud se deriva y el entorno teatral de esa ciudad plagada de tabernas y bares de mala muerte y de tumbas nobles que sepultan a próceres de la independencia o del placer; pero eso también me está vedado aquí por razones de espacio. Baste decir que la subversión histórica y moral adquiere en este poeta ribetes de franca provocación, encauzada no sólo en el libre canto al amor homosexual, o en su peculiar manejo de una lengua griega desprovista de efusiones sentimentales, de giros retóricos, sino incluso en su propia posición ante el éxito y la crítica, que le abstuvo de publicar la mayoría de sus poemas salvo en reducidas ediciones destinadas al consumo de los amigos íntimos.

El caso Celan igualmente merecería un ensayo. Descendiente de judíos, nacido en un territorio de la actual Ucrania a la sazón perteneciente a Rumania, víctima del holocausto fascista, políglota y traductor del inglés, ruso, francés, italiano y rumano al alemán, lengua que eligió para su expresión poética, Paul Celan le otorgó a la poesía amatoria una connotación inusitada. Desde su primer poemario reconocido, Amapola y memoria, estableció un vínculo entre la oscuridad de su forma poética y el amor como núcleo genesíaco de su poesía. Una gran parte de sus poesías “nocturnas” son poemas de amor, en las cuales existe un nexo indisoluble entre la oscuridad y el amor, entre la destrucción y la ternura, y le confieren a la lírica de Celan un acento dialógico, convirtiéndola tal vez en un conjunto de textos dirigidos a un Tú amado, tal vez en un discurso que se replica a sí mismo. Esto acentúa la contradicción que marca toda la obra de Celan: Eros no une, sino que lleva a su grado máximo las tensiones entre el Yo y el Tú.[11] En esta poesía el amor está signado por la muerte de una manera singular, pues la obsesión de Celan con la incomunicación, con la imposibilidad de sobrevivir al crimen de ser, se manifiesta de continuo, y acentuándose de un volumen al otro, en un lenguaje siempre más áspero, que ofrece cierta resistencia a la comprensión inmediata e invita a leer y releer, a trabajar y ser trabajado por él, hasta familiarizarse con las peripecias semánticas, prosódicas y sintácticas de algunas palabras, frases y giros.[12] Sin duda, tal como afirma la crítica autorizada, es la de Paul Celan la experiencia poética cimera en lengua alemana después de Rainier Maria Rilke y Georg Trakl.

Lamentablemente, en la poesía cubana no abundan los autores que hayan empleado la poesía amorosa como médula de su poética. Tampoco abundan las poéticas, no ya en la expresión escrita de un sistema al estilo lezamiano, sino ni siquiera al nivel de un pensamiento coherente y manifiesto en la escritura de poesía. Casi por entero, la poesía cubana decimonónica acostumbró a mezclar los temas amorosos con los temas independentistas, y en esa cuerda hallamos páginas importantes como “A Emilia”, de José María Heredia, “La fuga de la tórtola”, de José Jacinto Milanés, “Hatuey y Guarina”, de Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, y “Fidelia”, de Juan Clemente Zenea, entre otras. Pero nunca el amor como esencia de la revolución poética. Ni siquiera en José Martí, autor de poemas cruciales dentro del tema por su visión de modernidad, como son “Amor de ciudad grande” (a la altura de Baudelaire, Rimbaud y Whitman ante similar fenómeno), “Copa con alas” o “Árbol de mi alma”, piezas sueltas dentro de una cosmovisión mayor que ya hemos comentado en otros artículos.

Quisiera destacar, sin embargo, dos figuras: Gertrudis Gómez de Avellaneda y Mercedes Matamoros. La poetisa camagüeyana, a mi juicio, era alguien con excepcionales capacidades para la versificación, cosa harto demostrada por sus aportes a la métrica española en la combinación de metros y ritmos, o por sus anuncios formales del arrebato romántico y hasta del exotismo modernista, como señalaran, en su momento, Regino Boti y Salvador Arias; pero, a pesar de ello, su poesía carece de autenticidad sentimental, de esa cuerda autobiográfica vibrante que conmueve e impulsa a la complicidad. Dos de nuestros más sagaces críticos literarios, José Martí y Cintio Vitier, la han desestimado profundamente, quizá debido a sus excesos con la palabra. Y estimo que llevaban razón, aunque no puedo dejar de señalar que cuanto gesto lírico impulsor falta en sus versos, está presente en su diario de amor, uno de los fragmentos más originales y revolucionarios de nuestra literatura. Si convenimos en que la poesía se escribe también mediante textos no estrictamente poéticos, estaremos de acuerdo en que estas páginas de La Avellaneda revelan una temperatura y unas provocaciones conceptuales (tanto literarias como sociales) y formales de alto vuelo dentro del pobre panorama de la lírica amorosa cubana.

La autora cienfueguera resultó una revelación al evolucionar desde sus primeros poemas algo becquerianos (en lo externo, se sobreentiende) hacia los veinte sonetos que configuran El último amor de Safo, notable por su manejo de lo erótico-amoroso tomando como referente a una de las más ilustres cultivadoras del tema en todos los tiempos. Aunque no creo que tengan una calidad sostenida a lo largo del volumen, los sonetos de la Matamoros llaman mi atención por su violencia interior, por el desenfado expresivo de algunos pasajes, por la provocación que representaban en la pacata sociedad cubana de su época y porque anuncian, en ciertos gestos y maneras, la fuerza de una poesía posterior escrita por mujeres como Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Delmira Agustini y, en determinados períodos, Gabriela Mistral y Dulce María Loynaz.

El siglo veinte no fue más generoso. He de referirme sólo a tres poetas en cuyas obras, a mi entender, la poesía amorosa desempeña un cometido esencial: Emilio Ballagas, Dulce María Loynaz y Nicolás Guillén. El autor de Sabor eterno, al decir de Cintio Vitier, fue víctima con este poemario de una caída teológica, al volverse un poeta romántico, ensimismado, taciturno y enfermizo. [13] Pero ya hemos descubierto que Vitier padeció algunas intolerancias sexuales y raciales que empobrecieron su visión crítica (por ahí andan también sus opiniones sobre Virgilio Piñera y Nicolás Guillén), y creo que eso ocurrió con Ballagas. Aparte de la pugna generacional que enseña su oreja en los comentarios de Vitier sobre otros autores de la promoción anterior como Mariano Brull o Eugenio Florit. Menudencias. Lo en verdad importante, a mi modo de ver, es que Emilio Ballagas, un autor marcado por el sino angustioso de la perenne renovación, afrontó con entereza la dicotomía existente entre la obvia filiación homoerótica de su poemario y su fe católica, y dio testimonio de su dilema en versos de exquisita factura literaria que descuellan entre los mejores de la lírica hispanoamericana. Si advertimos que, luego, Ballagas iría al rescate de una verdadera trinidad de cubanía (la décima, la Virgen de la Caridad y la figura fundacional y mítica de José Martí) y nos legaría uno de los mayores conjuntos de sonetos (plenos de acendrado temblor religioso en el uso de la imagen) de nuestra poesía, convendremos en que estamos en presencia de una de las voces esenciales de Hispanoamérica.

Los Poemas sin nombre de Dulce María constituyen otra novedad. Una colección de textos en prosa donde el sujeto lírico intenta una aventura de salvación mediante el amor (con visibles ecos de San Juan y Santa Teresa de Jesús), representó una rara avis en el conjunto de la poesía cubana. A pesar de la religiosidad de múltiples poetas notables cubanos del siglo veinte (los miembros de Orígenes, y otros) nunca había existido, ni lo hubo después, un cuaderno íntegramente dedicado al diálogo con y al conocimiento de Dios. Si a esto añadimos la calidad literaria de los poemas, la mezcla de lirismo y violencia que trasunta un lenguaje adherido a la más rica norma castellana, siempre vigilante del peso de la metáfora, de la palabra como forma final del descubrimiento de la divinidad, que inscribe este libro entre los pasajes más altos del idioma, reafirmamos la idea de excepción antes expuesta.

Nicolás Guillén publicó en 1964 una de sus mayores colecciones: Poemas de amor. La cuerda amorosa estaba presente en Guillén desde los primeros textos de Cerebro y corazón, y fue reapareciendo discretamente en Sóngoro cosongo y West Indies Ltd. (los madrigales) y con mayor intensidad en El son entero (“Rosa tú, melancólica...”, “La tarde pidiendo amor”, “Agua del recuerdo” y “Glosa”, entre otros), para expresarse de manera definitiva en este cuaderno, en algunas piezas que nada tienen que envidiarle a las grandes voces de la lírica amorosa de la lengua (Garcilaso, Bécquer, Martí, Neruda, Salinas, Paz) como son: “Alta niña de caña y amapola”, “Nocturno”, “Un poema de amor” y “Piedra de horno”. Suma de composiciones en las que Guillén hace gala, una vez más, de su sabiduría conceptual (al elegir un tema arriesgado por lo manido, pero siempre fresco si está sustentado en la original emoción del hombre ante cada nuevo acto del conocimiento que entraña una relación amorosa), de su exquisita sensibilidad (al decantarse por la evocación, el sueño y el erotismo sugerente e incitador) y de su pericia para el empleo del idioma, aquí sazonado por la selección acertada de un verso a medio camino entre la soltura conversacional y la complejidad metafórica. Pero quizá lo más atractivo sea que esta colección apareció casi conjuntamente con Tengo que, como insinué en el comentario anterior, es un volumen marcado por el entusiasmo político del ejercicio del poder y se resiente, en buena medida, de la inmediatez coyuntural en muchos de sus textos. Es decir, un poeta con la sagacidad de Nicolás Guillén quiso dejar clara la existencia de una cuerda íntima, amorosa, que sirviera de contrapartida a la voz engangée del poemario precedente y ofreciera, quizá, una polisemia interpretativa —y sutilmente subversiva— alrededor de las relaciones poesía-poder-amor.

Lo demás es menos transparente en cuanto al empleo de la subversión que entraña la buena lírica amorosa. Poemas notables en esa dirección aparecen en la obra de Roberto Fernández Retamar (“Con las mismas manos”), Pablo Armando Fernández (“Suite para Maruja”), y otros autores como Manuel Díaz Martínez, Francisco de Oraá, Carlos Galindo Lena, Luis Rogelio Nogueras, Antón Arrufat, Waldo Leyva, Abilio Estévez, Roberto Manzano, Rafael Almanza, Ángel Escobar, Emilio García Montiel, Edel Morales y Odette Alonso, mas como escribiré comentarios particulares sobre ellos, allí haré mayores especificaciones. No obstante, insisto en que hemos desaprovechado las fluctuaciones de Eros y eso, en buen español, es una tontería. Amémonos por y a pesar de otras alucinaciones y demos fe de ello con la convicción de estarnos salvando. Pedro Salinas aseguró que la salvación estaba ya en el querer salvarse. Y lo dijo el libro de libros: el amor todo lo puede, todo lo espera. Esperemos en él. Que así sea.

 

Notas

[1] Cf. Albin Lesky: Historia de la literatura griega, Editorial Gredos, Madrid, 1968, p. 137.

[2] Ver Aramís Quintero: Poesía lírica griega, Editorial Arte y Literatura, Ciudad de La Habana, 1999, p. 54.

[3] Consultar Ángel Crespo: “Introducción” al Cancionero, Ediciones B, Barcelona, 1983.

[4] Cf. Jorge Guillén: Lenguaje y poesía, Alianza Editorial, Madrid, 1972, pp. 75-109.

[5] Idem., p. 109.

[6] Ver Miguel de Santiago: “Introducción” a la Poesía completa de San Juan de la Cruz, Ediciones 29, Barcelona, p. 13 y 14, donde el autor explica minuciosamente la herencia de Garcilaso y Fray Luis que permanece en la poesía de San Juan.

[7] De estas y otras características habla Andrés Couselo en “El eterno novio de toda mujer”, prólogo a Rimas y Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer, Instituto del Libro, La Habana, 1970, pp. 7-16.

[8] Citado por Jorge Guillén en “Bécquer o lo inefable soñado”, Poesía y lenguaje, pp. 113-149. La cita en la página 135.

[9] Idem., pp. 136-137.

[10] Cf. P. Bien, citado por Francisco Rivera en el prólogo a Cien poemas de Kavafis, Monte Ávila Editores, Caracas, 1992.

[11] Sobre estas ideas, consultar a Moshe Kahn: “Introduzione” a Poesie de Paul Celan, Arnoldo Mondadori Editore, Milán, 1986.

[12] Ver Jean-Pierre Lefebvre: “Préface” a Choix de poèmes de Paul Celan, Gallimard, París, 1998, pp. 7-23.

[13] Los adjetivos los usa Vitier en la nota correspondiente al autor en: Cincuenta años de poesía cubana, Dirección de Cultura del Ministerio de Educación, La Habana, 1952, p. 206.

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