EL SUEÑO Y LA TELEPATÍA

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Sigmund Freud
1922
«Sigmund Freud: Obras Completas», en «Freud total» 1.0 (versión electrónica) 

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 Introducción

        EN los tiempos que corren, tan plenos de interés por los fenómenos que se ha dado en llamar «ocultistas», un anuncio como el que pregonan mis palabras debe despertar por fuerza determinadas expectativas, razón por la cual me apresuro a defraudarlas. Mi trabajo no contribuirá en lo más mínimo a revelar el enigma de la telepatía, y ni siquiera permitirá colegir si creo o no en la existencia misma de una «telepatía». En esta ocasión me propongo la muy modesta tarea de investigar las relaciones entre los fenómenos telepáticos -cualquiera sea su origen- y el fenómeno onírico, o más precisamente nuestra teoría del sueño. Bien sabemos que se suele considerar muy íntima la relación entre el sueño y la telepatía; por mi parte, defenderé aquí la tesis de que ambos fenómenos tienen muy poco en común, y que, si se estableciera con certeza la existencia de sueños telepáticos, ello no obligaría a modificar en absoluto nuestra concepción del sueño.

 

        El material que fundamenta mi exposición es muy reducido. Ante todo, debo lamentarme por no haber podido trabajar con sueños propios, como lo hice una vez, cuando escribí La interpretación de los sueños (1900); pero sucede que jamás tuve un sueño «telepático». No es que me hayan faltado los sueños con comunicaciones sobre determinado suceso acaecido en cierto lugar lejano, quedando librado a la concepción del soñante decidir si el suceso estaba ocurriendo precisamente o si acaecería en alguna oportunidad futura; también tuve frecuentemente, en plena vida vigil, presentimientos de sucesos alejados, pero ninguno de estos anuncios, profecías y presunciones se realizó, como suele decirse; resultó que no les correspondía realidad exterior alguna, y por ello hube de considerarlos como expectativas puramente subjetivas.

 

        Así, por ejemplo, soñé una vez durante la guerra que había muerto uno de mis hijos, a la sazón en el frente. El sueño no lo expresaba en forma directa, pero sí inequívoca, mediante el conocido simbolismo de la muerte que W. Stekel fue el primero en señalar. (¡No dejemos de cumplir aquí con el deber de la escrupulosidad literaria, tan incómodo en ocasiones!) Veía al joven guerrero parado junto a un muelle, en el límite entre tierra y agua; me parecía muy pálido; le hablé, pero no me contestó. A esto se agregaban otras alusiones inconfundibles. No tenía puesto su uniforme militar, sino un traje de esquiador como el que llevara años antes de la guerra, al ocurrirle un grave accidente de esquí. Estaba parado sobre una elevación en forma de taburete, ante un armario, situación que me indujo a interpretarla como una «caída», teniendo en cuenta un recuerdo de infancia mío, pues siendo niño de poco más de dos años, cierta vez me había subido sobre un taburete semejante para bajar algo de un armario -probablemente algo apetecido-, cayéndome e infiriéndome una herida cuya cicatriz aún puedo exhibir. Pero mi hijo, cuya muerte anunciara aquel sueño, volvió sano y salvo de los peligros de la guerra.

 

        Aún no hace mucho tuve otro sueño de mal agüero y, según creo, fue poco antes de resolverme a redactar esta breve comunicación. En ese caso el contenido del sueño aparecía bien a las claras: yo veía a mis dos sobrinas que viven en Inglaterra, vestidas de negro y diciéndome: «El jueves la hemos enterrado.» Sabía que debían referirse a la muerte de su madre, ahora de ochenta y siete años, esposa del mayor de mis hermanos, ya fallecido.

        Pasé, desde luego, por momentos de penosa expectativa, pues el fallecimiento repentino de una mujer tan anciana nada habría tenido de sorprendente, y sin duda no me hubiera sido grato que mi sueño coincidiese precisamente con tan funesto suceso. Mas la primera carta que me llegó de Inglaterra disipó mi inquietud. Para todos aquellos que se preocupan por la teoría de la realización del deseo en el sueño, he de intercalar la tranquilizadora aseveración de que el análisis también puedo revelar sin dificultad alguna, en estos sueños de muerte, las motivaciones inconscientes que en ellos cabe presumir.

 

        No se me interrumpa ahora con la objeción de que tales comunicaciones no tendrían valor alguno, ya que las experiencias negativas tienen tan poco valor probatorio en este terreno como en otros menos ocultos. Bien lo sé, y de ningún modo he presentado estos ejemplos con el propósito de demostrar algo o de sugerir determinada actitud ante el problema. Sólo he querido justificar el carácter limitado del material que puedo ofrecer.

        En cambio, hay otra circunstancia que me parece más contundente: la de que durante mis veintisiete años de actividad analítica jamás me haya sido posible observar un verdadero sueño telepático en ninguno de mis pacientes. Las personas con que trabajé constituían por cierto una buena colección de seres gravemente neuropáticos e «hipersensitivos» en grado sumo; además, muchos de ellos me narraron los más extraños acaecimientos de su vida pasada, basando en ellos su creencia en los influjos ocultos y misteriosos. Sucesos como accidente, enfermedades de parientes cercanos y especialmente el fallecimiento de alguno de los padres, acaecieron muchas veces en el curso del tratamiento, llegando aun a interrumpirlo; pero tales hechos fortuitos, cuya índole es tan adecuada para este fin, jamás me ofrecieron la oportunidad de captar un sueño telepático, pese a que el tratamiento se prolongó durante semestres, años enteros y aun varios años. Quien desee hacerlo puede intentar la explicación de esta circunstancia que viene a imponer una nueva limitación de mi material; en cuanto a su injerencia en el tema de mi estudio, se advertirá que no cabe considerarla.

 

        Tampoco puede resultarme embarazosa la pregunta de por qué no he recurrido al copioso material de sueños telepáticos registrados en la bibliografía especializada. No me habría sido difícil hallarlos, ya que en mi calidad de miembro de la Society for Psychical Research, tanto inglesa como americana, dispongo de sus publicaciones; pero en ninguna de ellas se intenta considerar analíticamente los sueños, elaboración ésta que ha de interesarnos en primer lugar. Por otra parte, pronto se advertirá que los propósitos de esta comunicación bien pueden ser cumplidos mediante un único ejemplo onírico.

 

        De modo que mi material consiste tan sólo en dos comunicaciones que me han sido enviadas por corresponsales alemanes. Aunque no los conozco personalmente, me indican su nombre y domicilio, y no tengo el mínimo motivo para sospechar en ellos el propósito de inducirme a confusión y engaño.

 

I

        Con una de ambas personas ya mantuve anteriormente una comunicación espistolar, en la cual tuvo la gentileza de comunicarme observaciones de la vida cotidiana y sucesos análogos, como suelen hacerlo muchos de mis lectores. En esta oportunidad, mi corresponsal, persona sin duda alguna culta e inteligente, pone expresamente su material a mi disposición por si yo pudiera «aprovecharlo literariamente».

        Su carta dice así:

 

        «Considero el siguiente sueño lo bastante interesante como para ofrecérselo en calidad de material para sus estudios.

 

        »Debo anticipar lo siguiente: mi hija, casada en Berlín, espera tener un hijo a mediados de diciembre próximo. Tengo la intención de ir a esa ciudad para tal fecha, junto con mi segunda mujer, madrastra de mi hija. La noche del 16 al 17 de noviembre soñé tan viva y claramente como nunca que mi mujer ha dado a luz mellizos. Veo claramente a ambos niños, de espléndido aspecto, con sus cachetes rojos, acostados uno junto al otro en su cuna; no puedo establecer el sexo; uno de ellos, rubio, tiene evidentemente mis facciones, con algunos rasgos de mi mujer; el otro, de cabello castaño, se parece, a todas luces, a mi mujer; pero también tiene rasgos míos. Le digo a mi mujer, que tiende a ser pelirroja: «El cabello castaño de «tu» hijo quizá también se vuelva rubicundo más adelante.» Mi mujer amamanta a los niños. Ella había hecho mermelada en una batea de lavar (en el sueño, desde luego), y ambos niños gatean en ésta, lamiéndola hasta dejarla limpia.

 

        »He aquí el sueño, en cuyo transcurso me desperté cuatro o cinco veces, preguntándome si era verdad que habíamos tenido mellizos, sin poder llegar a convencerme de que sólo había soñado. El sueño duró hasta despertarme por la mañana, y aún tardé un buen rato en percatarme de la realidad. Durante el desayuno le conté a mi mujer este sueño, que la regocijó mucho, respondiéndome: «¿No habrá Ilse (mi hija) tenido mellizos?» A lo que contesté: «Apenas puedo creerlo, pues ni en mi familia ni en la de G. (su marido) hubo mellizos.» El 18 de noviembre, a las diez de la mañana, recibo de mi yerno un telegrama, despachado la tarde anterior, en el cual me anuncia el nacimiento de mellizos, un varón y una mujer. Por consiguiente, éstos nacieron precisamente cuando yo soñaba que mi mujer había tenido mellizos. El parto sobrevino cuatro semanas antes de la fecha que todos habíamos calculado de acuerdo con las presunciones de mi hija y de su marido.

 

        »Ahora prosigo: la noche siguiente soñé que mi difunta mujer, madre de mi hija, había tomado a su cuidado cuarenta y ocho niños recién nacidos. Cuando traen la primera docena, yo protesto. Con esto termina el sueño.

        »Mi primera mujer era muy amante de los niños. Muchas veces decía que le gustaría tener a su alrededor una cantidad de ellos; cuantos más, mejor; que sería muy apta y se sentiría muy a gusto como cuidadora de un jardín de infantes. Para ella era música el bullicio y la algazara de los niños. También sucedía de tanto en tanto que invitara a todo un grupo de niños de la calle y los obsequiara con chocolate y golosinas en el jardín de nuestra casa. Después del parto, y especialmente después de la sorpresa que le causó su ocurrencia prematura y el hecho de que fueran mellizos de distinto sexo, mi hija seguramente debe haber pensado al punto en su madre, de la cual sabía que habría recibido el suceso con gran alborozo. «¿Qué diría mamá si estuviera ahora junto a mí?» Esta idea, sin duda, le pasó por la mente. Y ahora se agrega a esto mi sueño de mi primera mujer difunta, con la cual sueño muy raramente, de la que tampoco hablé y en la que en ningún momento pensé después del primer sueño.

 

        »¿Considera usted casual en ambos casos la coincidencia entre el sueño y el hecho real? Mi hija, que me quiere mucho, seguramente pensó ante todo en mí durante sus horas penosas, quizá también porque muchas veces le escribí dándole consejos sobre su conducta durante el embarazo.»

 

        Es fácil adivinar cuál fue mi respuesta a esta carta. Me pesaba el que también en mi corresponsal el interés analítico hubiera sido desplazado tan completamente por el telepático, de manera que eludí su pregunta directa, haciéndole notar que el sueño contenía muchos otros elementos, además de su relación con el nacimiento de los mellizos, rogándole, pues, me comunicara datos y asociaciones que me permitieran interpretar el sueño.

 

        En respuesta recibí la siguiente segunda carta, que por cierto no satisfizo del todo mis deseos:

 

        «Sólo hoy encuentro ocasión para responder a su amable carta del 24 de este mes. Estoy muy dispuesto a comunicarles, «sin lagunas ni reticencias», todas las asociaciones que se me ocurran; pero, por desgracia, no son muchas, y seguramente habría producido más en una entrevista personal.

        »Ni mi mujer ni yo deseamos tener más hijos. Por otra parte, apenas tenemos relaciones sexuales, y, en todo caso, en la época del sueño no existía «peligro» alguno. Naturalmente, el parto de mi hija, esperado para mediados de diciembre, fue frecuente objeto de nuestras conversaciones. Mi hija había sido revisada y radiografiada en el verano, estableciendo el médico que tendría un varón. Mi mujer dijo alguna vez: «¡Cómo me reiría si ahora naciese una niña!» También opinó en cierta ocasión que sería mejor si fuese un H… y no un G… (apellido de mi yerno), pues mi hija es más bella y apuesta que mi yerno, aunque éste es oficial de Marina. Yo me suelo ocupar con problemas de herencia, y tengo la costumbre de observar a los niños pequeños para ver a quién se parecen. Y aún otra cosa: tenemos un perrito que por la noche se sienta junto a nuestra mesa, recibe su comida y lame todos los platos y fuentes. Todo este material vuelve a aparecer en el sueño.

 

        »A mí me gustan mucho los pequeñuelos, y muchas veces expresé que me agradaría volver a criar a un niño, especialmente ahora, cuando podría hacerlo con mucha más comprensión, interés y calma; pero no quisiera tener un hijo con mi mujer, que carece de aptitudes para educar racionalmente a un niño. Ahora bien: el sueño me depara dos hijos, sin que pueda establecer el sexo. Aún hoy los veo con nitidez, acostados en su cuna, y reconozco claramente sus rasgos: los del primero, más «míos»; los del otro, más de mi mujer; pero cada uno de ellos con pequeños rasgos del otro. Mi mujer tiende a ser pelirroja; pero uno de los niños tiene cabellos de color castaño con tinte rojizo. Yo digo: «Bueno; también ése se volverá pelirrojo más adelante.» Ambos niños gatean por una gran batea de lavar, en la que mi mujer ha estado cociendo una mermelada; los niños lamen su fondo y los bordes (esto forma parte del sueño). El origen de ese detalle es fácilmente comprensible, como, por otra parte, todo el sueño no ofrece dificultades y se interpreta con facilidad, excepto en el hecho de que haya coincidido casi a la hora con el nacimiento inesperadamente anticipado (en tres semanas) de mis nietos (no puedo establecer con certeza cuándo comenzó el sueño; mis nietos nacieron a las nueve y a las nueve y cuarto; yo me acosté a las once y soñé esa misma noche); además, es interesante que nosotros ya supiéramos que iba a ser un varón. Naturalmente, la duda de si esta predicción -varón o mujer- sería exacta, puede hacer que en el sueño aparezcan mellizos; pero aún queda por explicar la coincidencia temporal entre el sueño de los mellizos y el nacimiento, acaecido con tres semanas de antelación.

 

        »No es la primera vez que sucesos lejanos llegan a mi consciencia antes de que tenga noticia de ellos. He aquí un ejemplo entre muchos otros. En octubre me visitaron mis tres hermanos. Desde hacía treinta años no nos habíamos reunido todos, aunque muchas veces nos habíamos visto por separado, salvo breves encuentros en el entierro de mi padre y en el de mi madre. El fallecimiento de ambos era de esperar, y en ningún modo lo «presentí». Pero cuando mi hermano menor murió repentina e inesperadamente a los diez años de edad, hace de esto unos veinticinco años, al traerme el cartero la carta con la noticia de su muerte se me ocurrió inmediatamente, sin que le hubiera echado una mirada, la idea de que anunciaría su muerte. Sin embargo, este hermano, el único que quedaba en la casa paterna, era un muchacho sano y fuerte, mientras que nosotros, los cuatro mayores, ya nos habíamos independizado y vivíamos lejos del hogar. Al visitarme mis hermanos, la conversación recayó casualmente en esta experiencia mía, y como ante una orden, los tres manifestaron que en aquella ocasión les había sucedido exactamente lo mismo. No sé si les ocurrió en la misma forma; pero, en todo caso, cada uno de ellos dijo haber presentido el fallecimiento con certeza antes de que le llegara la inesperada noticia. Todos nosotros tenemos, por parte de nuestra madre, naturalezas sensibles, y somos hombres altos y fuertes; pero ninguno tiene veleidades espiritistas u ocultistas, que, por el contrario, rechazamos decididamente. Mis hermanos son todos universitarios: dos de ellos, profesores secundarios, y uno, agrónomo; más bien pedantes que inclinamos a fantasías. He aquí cuanto tengo que decirle respecto del sueño. Si usted desea aprovecharlo literariamente, me complazco en ponerlo a su disposición.»

 

        Debo temer que mis lectores asumirán una actitud similar a la de mi corresponsal, interesándose también en averiguar ante todo si realmente se puede aceptar este sueño como un anuncio telepático del inesperado nacimiento de los mellizos, de modo que no estarán dispuestos a someterlo a análisis, como harían con cualquier otro sueño. Presiento que sucederá lo mismo cada vez que el psicoanálisis tropiece con el ocultismo. A aquél se le oponen, por así decirlo, todos los instintos psíquicos, mientras que éste goza de poderosas y profundas simpatías. Pero no adoptaré el punto de vista de que no soy sino un psicoanalista y de que la cuestión del ocultismo no es de mi incumbencia, pues semejante actitud sería interpretada como un intento de eludir el problema. Afirmaré, en cambio, que me satisfaría mucho si lograse convencerme y convencer a los demás de la existencia de procesos telepáticos mediante observaciones fidedignas; pero no se puede negar que los datos anexos a este sueño son demasiado escasos como para sustentar semejante decisión. Adviértase que a esta persona, inteligente e interesada por los problemas de su sueño, ni siquiera se le ocurre indicarnos cuándo vio por última vez a la hija embarazada ni qué noticias tuvo recientemente de ella. En la primera carta me escribe que el nacimiento se anticipó en un mes; en la segunda, esta antelación se ha reducido a tres semanas, y en ninguna nos dice si el parto realmente se anticipó o si los padres erraron el cálculo, como sucede con tanta frecuencia. Pero estos y otros detalles nos serían imprescindibles para apreciar la posibilidad de que el soñante hubiese calculado y adivinado inconscientemente la fecha. También me dije que de nada me serviría recibir respuesta satisfactoria a una pregunta mía al respecto, pues en el curso de esa investigación aparecerían cada vez nuevas dudas que sólo podrían ser eliminadas teniendo al sujeto ante mí y pudiendo remozar en él todos los recuerdos vinculados, que quizá haya pasado por alto, considerándolos carentes de importancia. Seguramente tiene razón cuando dice, al comienzo de su segunda carta, que en una entrevista personal habría revelado muchos más elementos.

 

        Pensemos en otro caso análogo, en el cual el interés ocultista, tan molesto para nuestros fines, no tiene la más mínima injerencia. ¡Cuántas veces nos hemos encontrado en la situación de tener que comparar la anamnesis y las informaciones suministradas por un neurótico en la primera sesión con las averiguaciones obtenidas a través de algunos meses de psicoanálisis! Prescindiendo de la comprensible abreviación, ¡cuántos datos esenciales ha omitido o retenido, cuántas vinculaciones aparecen desplazadas!; más aún: ¡cuántas inexactitudes y falsedades nos ha contado la vez primera! Creo que no se me considerará excesivamente escrupulosos si, bajo las presentes circunstancias, me resisto a juzgar si este sueño corresponde a un fenómeno telepático o a una muy refinada producción inconsciente del soñante, o bien si ha de ser considerado simplemente como un producto de la casualidad. Hemos de aplazar nuestro afán científico para una oportunidad futura, en la que quizá dispongamos de un profundo estudio personal del sujeto. Con todo, nadie podrá quejarse de que el resultado de mi investigación sea defraudante, pues ya he advertido que no averiguaríamos nada que pudiera arrojar alguna luz sobre el problema de la telepatía.

 

        Si pasamos ahora a la elaboración analítica de este sueño, debemos volver a confesar el descontento que nos ocasiona. También aquí nos resulta insuficiente el material de ideas que el protagonista vincula con el contenido manifiesto, pues con tales informaciones no podemos emprender un análisis onírico satisfactorio. Así, por ejemplo, el sueño se refiere minuciosamente al parecido de los niños con los padres; indica el color de sus cabellos y su probable transformación futura; en cambio, para aclarar estos detalles, tan profusamente expuestos, sólo contamos con la escueta información de que el soñante siempre se ha interesado por cuestiones de herencia y del parecido entre hijos y padres. ¡Esto es, por cierto, mucho menos de lo que solemos exigir! Pero una parte del sueño es accesible a la interpretación analítica precisamente en ella el análisis, que en general nada tiene que ver con el ocultismo, viene a colaborar de manera extraña con la telepatía. Tan sólo a causa de este fragmento me atreví a embargar el interés de mis lectores con este sueño.

 

        Considerándolo bien, este sueño no tiene ningún derecho a ser calificado de «telepático». No informa al soñante sobre un suceso ajeno a su conocimiento que acaece simultáneamente en un lugar distante; por el contrario, lo que el sueño nos cuenta es algo muy distinto del suceso sobre el cual informa un telegrama llegado el día subsiguiente al de aquél. El sueño y el suceso discrepan en un punto sumamente importante, y sólo coinciden -abstrayendo de su simultaneidad- en otro elemento muy interesante. En el sueño, la mujer del protagonista ha tenido mellizos. Pero el acaecimiento consiste en que su hija, radicada en otra ciudad, ha dado a luz mellizos. El protagonista no pasa por alto esta diferencia, pero no parece disponer de un recurso para superarla, y dado que, según su propia indicación, no tiene preferencias por el ocultismo, sólo se atreve a preguntar tímidamente si la coincidencia entre el sueño y la realidad, en punto al nacimiento de los mellizos, no podría ser algo más que una coincidencia fortuita. Pero la interpretación psicoanalítica viene a destruir esta diferencia entre el sueño y la realidad, concediendo a ambos el mismo contenido. En efecto, si recurrimos al material de asociaciones relacionadas con este sueño y la realidad, concediendo a ambos el mismo contenido. En efecto, si recurrimos al material de asociaciones relacionadas con este sueño, observamos, pese a su parquedad, que aquí existe una profunda vinculación afectiva entre el padre y la hija, vinculación tan común y natural, que haríamos bien en dejar de avergonzarnos por ella, ya que en la vida real sólo se expresa como cariñoso interés, manifestando únicamente en el sueño sus consecuencias últimas. El padre sabe que la hija lo quiere mucho; está convencido de que en sus horas de dolor ha pensado mucho en él; creo que en el fondo no se la ha cedido al yerno, a quien alude en su carta con una observación despectiva. En ocasión de su parto (esperado o telepáticamente percibido) se agita en el inconsciente el deseo reprimido: «Sería mejor que ella fuese mi (segunda) mujer», y es este deseo el que deforma la idea onírica y el que lleva a la diferencia entre el contenido onírico manifiesto y el suceso real. Tenemos derecho de sustituir por la hija a la segunda esposa, que aparece en el sueño. Si dispusiéramos de más material al respecto, seguramente podríamos fundamentar y profundizar esta interpretación.

 

        Y ahora llego a lo que quería demostrar. Hemos tratado de ajustarnos ala más estricta imparcialidad, presentado dos concepciones del sueño como igualmente posibles e igualmente indemostradas. De acuerdo con la primera, aquél sería una reacción frente a un mensaje telepático: «Tu hija acaba de dar a luz mellizos.» De acuerdo con la segunda, el sueño se basa sobre una elaboración inconsciente que podría traducirse aproximadamente así: «Hoy es el día en que debería suceder el parto si, como en realidad supongo, los jóvenes de Berlín erraron sus cálculos en un mes. Si aún viviese mi (primera) mujer, no estaría satisfecha con un solo nieto. Para darle gusto, por lo menos tendrían que ser mellizos.» Si esta segunda interpretación es acertada, ya no nos encontramos ante nuevos problemas. Es simplemente un sueño como cualquier otro. A la mencionada idea onírica (preconsciente) se ha agregado el deseo (inconsciente) de que ninguna otra, sino la hija, debería haber llegado a ser la esposa del protagonista, y de esta manera se formó el sueño manifiesto que nos ha sido comunicado.

 

        Pero si preferimos aceptar que el durmiente ha recibido el mensaje telepático del parto de su hija, entonces surgen nuevos interrogantes con respecto a la relación de semejante mensaje con el sueño y a su influencia sobre la formación onírica. En tal caso es fácil obtener la respuesta y podemos formularla inequívocamente. El mensaje telepático es tratado como una parte del material formador del sueño, como un nuevo estímulo externo o interno, análogo a un ruido perturbador que llega de la calle o a una imperiosa sensación orgánica del soñante. En nuestro caso es evidente cómo este mensaje es elaborado hasta convertirse en realización del deseo, a través de un deseo reprimido que se encuentra al acecho; pero desgraciadamente no se puede demostrar con tanta claridad cómo se condensa con otro material despertado al mismo tiempo para formar un sueño. De modo que el mensaje telepático -si realmente hemos de aceptar su existencia- nada puede modificar en la formación onírica, y la telepatía nada tendría que ver con la esencia del sueño. Para evitar la impresión de que pretendo esconder una incertidumbre tras un término abstracto y altisonante, estoy dispuesto a repetir: la esencia del sueño consiste en el enigmático proceso de la elaboración onírica, que, con ayuda de un deseo inconsciente, convierte ideas preconscientes (restos diurnos) en un contenido onírico manifiesto. Pero el problema de la telepatía tiene tan poca injerencia en el sueño como el problema de al angustia.

 

        Espero que esto será aceptado; pero no se tardará en objetar que también existen otros sueños telepáticos, en los cuales no aparece diferencia alguna entre el suceso y el sueño y en los que nada se puede hallar sino la reproducción fiel del suceso. Tampoco conozco semejantes sueños telepáticos por experiencia propia; pero sé que han sido descritos con frecuencia. Supongamos que nos encontrásemos ante semejante sueño telepático puro, no deformado, y entonces se nos planteará una nueva pregunta; ¿acaso se puede denominar «sueño» a semejante vivencia telepática? Nadie vacilará en hacerlo así, siempre que se ajuste al lenguaje popular, para el que cuanto sucede en la vida psíquica, durante el reposo, es sueño. Quizá también se pueda decir: «Me he desperezado en el sueño», y seguramente no se considerará incorrecto decir: «He llorado en el sueño», o: «He tenido miedo en el sueño». Pero sin duda advertiremos que en todos estos casos se confunde indistintamente el sueño (fenómeno onírico) con el dormir o el reposo. Creo que, en interés de la exactitud científica, convendría que separemos mejor «soñar» y «dormir». ¿Por qué habríamos de renovar la confusión creada por Maeder al querer atribuir una nueva función al sueño, rechazando la separación entre la elaboración onírica y el contenido onírico latente? De modo que si nos encontrásemos ante semejante «sueño» puramente telepático, deberíamos considerarlo más bien como una vivencia telepática ocurrida durante el reposo. Un sueño sin condensación, deformación, dramatización y, ante todo, sin realización de deseo, no merece ser calificado de tal. Se advertirá que aún existen otras producciones psíquicas en el reposo, a las cuales también habría que negar justificadamente el apelativo «sueño». Puede suceder que las vivencias diurnas reales sean repetidas simplemente al dormir, y son precisamente las reproducciones de escenas traumáticas en el sueño las que nos han incitado no hace mucho a revisar nuestra teoría onírica; además, hay sueños que se diferencian de los comunes por propiedades muy particulares y que en realidad no son sino fantasías nocturnas, conservadas sin modificación ni contaminación y enteramente análogas en lo restante a las conocidas fantasías diurnas. Seguramente sería un error excluir estos fenómenos de la categoría de los sueños. Pero todos ellos provienen de dentro, son productos de nuestra vida psíquica, mientras que, por definición, el «sueño telepático» genuino representa una percepción exterior frente a la cual la actividad psíquica adopta una posición receptiva y pasiva.

 

II

        El segundo caso que quiero presentar pertenece en realidad a otro grupo. No nos ofrece un sueño telepático, sino uno repetido en una misma persona desde los años de la infancia, habiendo tenido aquélla, además, múltiples experiencias telepáticas. La carta en la cual me lo comunica, que reproduzco a continuación, contiene muchos elementos enigmáticos, sobre los que nos está velado emitir juicio. Algunos de ellos pueden ser aplicados a la relación entre la telepatía y el sueño.

 

(1)

        «… Mi médico, el doctor N…, me aconsejó le comunicara un sueño que me persigue desde hace unos treinta y dos años. Me ajusté a su consejo, y quizá le interese el sueño en sentido científico. Dado que, según su opinión, los sueños semejantes pueden ser reducidos a una vivencia de índole sexual acaecida durante los primeros años de la infancia, agrego algunos recuerdos de esa época; se trata de vivencias que aún me impresionan, que han tenido profunda repercusión sobre mí y que fueron decisivas al determinar la religión que profeso.

 

        »Me permito rogarle que, una vez estudiado, me explique usted cómo interpreta este sueño y si no sería posible hacerlo desaparecer de mi existencia, pues me persigue como un fantasma y me causa gran desagrado y pesar, debido a las circunstancias que lo acompañan, pues cada vez que aparece me caigo del lecho, habiéndome producido ya lesiones bastante considerables.

 

(2)

        »Cuento treinta y siete años de edad; soy muy fuerte y sana físicamente; en la infancia padecí, además del sarampión y la escarlatina, una nefritis. A los cinco años sufrí una oftalmía muy grave, que dejó una diplopía como secuela. Las imágenes están situadas oblicuamente, una respecto de la otra; sus contornos está esfumados, porque las cicatrices que dejaron las úlceras perturban la claridad de la visión. Sin embargo, de acuerdo con el criterio de los especialistas, mis ojos ya no son susceptibles de ninguna mejoría. Debido a que me veo obligada a entornar el ojo izquierdo para ver con mayor claridad, la mitad correspondiente de mi rostro se ha deformado, contrayéndose hacia arriba. Con ejercicio y fuerza de voluntad soy capaz de realizar las más delicadas labores manuales; además, cuando tenía seis años de edad, me acostumbré ante el espejo a no mirar de reojo, de modo que exteriormente nada se advierte hoy de mi defecto ocular.

 

        »Desde los más tempranos años de mi infancia siempre busqué la soledad; evitaba a otros niños y ya tenía apariciones (auditivas y visuales); pero no era capaz de distinguirlas de la realidad, de modo que caía en conflictos que me convirtieron en un ser muy retraído y tímido. Dado que ya como niña muy pequeña sabía mucho más de lo que había podido aprender, simplemente no comprendía a mis compañeros de edad. Yo misma soy la mayor de doce hermanos y hermanas.

        »Entre los seis y los diez años de edad fui a la escuela comunal, y luego, hasta los dieciséis, a la escuela superior de las Hermanas Ursulinas, en B… Cuando tenía diez años aprendí en cuatro semanas, es decir, en ocho clases de repaso, tanto francés como otros niños aprenden en dos años. No tenía más que repetir cuanto oía; era como si ya lo hubiese aprendido alguna vez y sólo lo tuviera olvidado. En general, jamás me fue preciso esforzarme para aprender francés, al contrario de lo que me pasa con el inglés, que si bien no me ocasiona dificultades, siempre me fue como desconocido. Con el latín me sucedió algo semejante al francés, pues en realidad nunca me fue necesario aprenderlo; aunque sólo lo conozco por la iglesia, me resulta completamente familiar. Cuando leo actualmente un libro francés, en seguida me pongo a pensar en esa lengua, cosa que no ocurre con la inglesa, pese a que la domino mejor. Mis padres son aldeanos que durante generaciones enteras jamás han hablado sino alemán y polaco.

 

        »VISONES: A veces desaparece por unos instantes la realidad y veo algo completamente distinto. En casa, por ejemplo, veo muchas veces a una pareja anciana con un niño, y las habitaciones tienen entonces un moblaje distinto. Cuando aún estaba en el sanatorio, hacia las cuatro de la mañana vi entrar a mi amiga: yo estaba despierta, tenía la lámpara encendida y me encontraba sentada junto a la mesa, leyendo, dado que sufro mucho de insomnio. Esta visión siempre me anuncia algo malo, cosa que también sucedió en esa ocasión.

 

        »En 1914 mi hermano estaba en el frente, y yo no me encontraba con mis padres en B…, sino en Ch… El 22 de agosto, a las diez de la mañana, oí de pronto la voz de mi hermano, que gritaba: «¡Madre, madre!» A los diez minutos se repitieron los gritos; pero no vi nada. El 24 de agosto volví a casa, encontrando a mi madre muy deprimida, y al interrogarla me comunicó que mi hermano se había presentado a filas el 22 de agosto. Por la mañana, estando en el jardín, lo oyó gritar: «¡Madre, madre!» Yo lo consolé y no le dije nada de mi experiencia. Tres semanas más tarde llego una carta de mi hermano, escrita el 22 de agosto entre nueve y diez de la mañana; poco después murió.

 

        »El 27 de septiembre de 1921 recibí un mensaje en el sanatorio. Dos o tres veces oí golpear fuertemente a la cama de mi compañera de habitación. Ambas estábamos despiertas, y yo le pregunté si había golpeado; pero ella ni siquiera había oído nada. Ocho semanas después me enteré de que una de mis amigas había muerto la noche del 26 al 27.

        »Ahora, algo que puede ser una ilusión sensorial; pero eso es cuestión de opiniones. Tengo una amiga que se casó con un viudo con cinco hijos; al marido sólo lo conocí por intermedio de mi amiga. Cada vez que voy a su casa veo entrar y salir de ella a una señora. Era fácil suponer que se trataba de la difunta mujer de este hombre. Una vez pedí un retrato de aquélla; pero no pude identificar a la aparición con la fotografía. Siete años más tarde vi en manos de uno de los niños una imagen con los rasgos de aquella mujer. Por consiguiente, era, en efecto, la primera esposa. En la fotografía tenía un aspecto muy mejorado, pues precisamente acaba de someterse a una dieta de engorde y por eso no parecía en absoluto un enferma pulmonar. Estos sólo son algunos ejemplos entre muchos otros.

 

        »SUEÑO: Veo una península rodeada de agua. Las olas rompen sobre la playa y refluyen violentamente. En la península hay una palmera algo torcida hacia el agua. Una mujer esta abrazada al tronco y se inclina todo lo posible sobre el agua, donde un hombre trata de alcanzar la tierra. Finalmente, la mujer se acuesta en el suelo, se aferra con la mano izquierda a la palmera y tiende cuanto puede la derecha hacia el hombre que está en el agua, pero sin alcanzarlo.

        »Con esto me caigo del lecho y me despierto. Tenía unos quince a dieciséis años cuando me di cuenta de que yo misma era esa mujer, y desde entonces no sólo he compartido la angustia de la mujer por el hombre, sino que a veces también aparezco como espectadora indiferente, contemplando la escena. También he soñado esta vivencia en varias fases. Al despertarse mi interés por el sexo masculino -entre los dieciocho y veinte años- trataba de reconocer el rostro del hombre; pero jamás pude lograrlo, pues la espuma de las olas sólo dejaba ver la nuca y la parte posterior del cráneo. Estuve comprometida dos veces; pero, según la cabeza y la forma del cuerpo, no se trataba de ninguno de mis novios. Encontrándome una vez en el sanatorio, embriagada con paraldehído, vi el rostro del hombre, que desde entonces aparece en todos los sueños. Es el del médico que me trataba en el sanatorio, y que, si bien me resulta simpático como tal, no me atrae por vínculo alguno.

 

        »RECUERDOS: Entre los seis y los nueve meses: estoy en mi cuna, y a mi derecha hay dos caballos; uno de ellos, un alazán, me mira fijamente con los ojos muy abiertos. Esta es mi vivencia más intensa; tuve la impresión de que era un ser humano.

        »AL AÑO DE EDAD: Mi padre y yo estamos en el parque, donde un guardián pone en mis manos un pajarito. Sus ojos me miran, y yo siento otra vez: «He aquí un ser igual a ti misma.»

        »MATANZA DE ANIMALES: Cada vez que chillaban los cerdos, yo pedía auxilio y gritaba: «¡Estáis matando a un hombre!» (A los cuatro años.) Siempre me he negado a comer carne, y la de cerdo me produce vómitos. Sólo en la guerra aprendí a comer carne, pero con gran repugnancia; ahora me estoy desacostumbrando de nuevo.

 

        »A LOS CINCO AÑOS: Mi madre estaba para dar a luz, y yo la oía gritar; tenía la impresión de que un animal o un hombre se encontraba en el mayor peligro, igual que cuando sacrificaban a los animales.

        »En cuanto a lo sexual, de niña fui completamente indiferente, y a los diez años los pecados contra la castidad aún no cabían en mi entendimiento. A los doce años comencé a menstruar. Sólo a lo veintiséis años, después de haber tenido un hijo, despertó en mí la mujer, pues hasta entonces (durante medio año) siempre había tenido fuertes vómitos durante el acto sexual. También posteriormente vomitaba ante la menor contrariedad.

 

        »Tengo una extraordinaria capacidad de observación y un oído excepcionalmente agudo, estando también muy desarrollado el sentido del olfato. Con los ojos vendados puedo identificar por su olor a personas conocidas que se encuentran entre otras desconocidas.

        »No atribuyo mi sensibilidad olfatoria y auditiva a ninguna anormalidad, sino a una agudeza sensorial y a una más rápida capacidad de combinación; pero de todo esto sólo hablé con mi maestro de religión y con el doctor N…, aunque a él sólo se lo conté de mala gana, porque temía oír que todo esto, que yo misma considero virtudes, son en realidad defectos; además, en mi juventud me torné muy tímida debido a la incomprensión de los demás.»

 

        El sueño cuya interpretación no pide la remitente no es difícil de comprender. Es un sueño típico de salvación de las aguas, es decir, un típico sueño de nacimiento. Como sabemos, el lenguaje simbólico no conoce gramática; es un caso extremo de lenguaje en infinitivo, en el que tanto la voz activa como la pasiva aparecen expresadas en una misma imagen. Si en el sueño una mujer extrae del agua a un hombre (o quiere extraerlo), eso puede significar que ella quiere ser su madre (acepta al hombre como hijo, igual que la princesa egipcia a Moisés), o bien que quiere ser madre por su intermedio, es decir, tener un hijo con él, hijo que, siendo su imagen carnal, le es equiparado. El tronco al cual se abraza la mujer puede ser interpretado fácilmente como símbolo fálico, por más que no se encuentre erecto, sino inclinado hacia el agua (en el sueño dice «torcido»). Las olas que avanzan y se retiran inspiraron una vez a otra mujer, que produjo un sueño muy semejante, la asociación con los dolores intermitentes del parto; cuando le pregunté cómo conocía este carácter del trabajo obstétrico no habiendo tenido hijos, me dijo que se imaginaba los dolores como una especie de _ólicos, concepción que es fisiológicamente exacta. Asoció a ello «Las olas del mar y las del amor». Naturalmente, no atino a decidir de dónde pudo haber sacado nuestra soñante en años tan precoces la minuciosa elaboración del símbolo (península, palmera). Por otra parte, no olvidemos que cuando alguien afirma ser perseguido desde hace años por idéntico sueño, muchas veces resulta que no es manifiestamente el mismo sueño. Sólo es el mismo núcleo el que reaparece; pero los detalles del contenido han sido modificados o se han agregado algunos nuevos.

 

        Al final de este sueño, evidentemente angustioso, la soñante se cae de la cama. He aquí una nueva representación del parto. Los análisis de las fobias a las alturas, del temor al impulso de precipitarse por la ventana, llevan, sin duda alguna, a idéntica interpretación.

        Pero ¿quién es el hombre con el que la soñante desea tener un hijo o de cuyo símil desearía ser la madre? Muchas veces se esforzó por ver sus facciones, pero el sueño no se lo permitió: el hombre había de quedar incógnito. Innumerables análisis nos han enseñado el significado de este ocultamiento, y nuestra deducción por analogía es confirmada por otro dato que nos suministra la protagonista. En una embriaguez aldehídica reconoció el rostro del hombre aparecido en el sueño, identificándolo con el del médico que la atendía y que nada significaba para su afectividad consciente. De modo que el personaje original jamás se manifestó; pero su representación en la «transferencia» permite deducir que siempre se trataba del padre. ¡Cuán acertado estuvo Ferenczi cuando señaló los «sueños de los incautos» como los más preciosos documentos para confirmar nuestras hipótesis analíticas! Nuestra soñante es la mayor de doce hijos. ¡Cuántas veces hubo de sufrir celos y decepciones por no ser ella, sino la madre, quien tenía el anhelado hijo del padre!

 

        Con muy buen tino, nuestra soñante comprendió que sus primeros recuerdos infantiles serían los más útiles para interpretar su precoz y reiterado sueño. En la primera escena, anterior al año de edad, está sentada en su cuna, y junto a ella hay dos caballos, uno de los cuales la mira fijamente, con los ojos muy abiertos. Considera ésta como su vivencia más fuerte, teniendo la impresión de que se trataba de un ser humano. Pero nosotros sólo podremos compartir esta impresión aceptando que en este caso como en tantos otros los dos caballos representan a la pareja parental, es decir, al padre y a la madre. Este recuerdo sería entonces algo así como un destello del totemismo infantil. Si tuviéramos ocasión de conversar con nuestra corresponsal, le preguntaríamos si por el color no reconoce al padre en el alazán que la mira tan humanamente. El segundo recuerdo está asociativamente vinculado al primero por idéntica «mirada comprensiva»; pero el acto de tomar un pajarillo en la mano significa para el analista -perdidamente dominado por sus prejuicios, como está- otro rasgo del sueño que coloca la mano de la mujer en relación con un nuevo símbolo fálico.

 

        Los dos recuerdos siguientes forman un conjunto y ofrecen dificultades aún menores a la interpretación. Los gritos de la madre durante el parto le recuerdan directamente los chillidos de los cerdos al matarlos y la precipitan en idéntico arrebato de compasión. Pero nosotros también suponemos que aquí se denota una intensa reacción contra un maligno deseo de muerte dirigido hacia la madre.

        Con estas alusiones al cariño por el padre, al contacto genital con éste y a los deseos homicidas contra la madre, queda completado el esquema del complejo edípico femenino. La ingenuidad sexual largo tiempo mantenida y la frigidez posterior concuerdan con estas premisas. Virtualmente -y en ciertas épocas también efectivamente-, nuestra corresponsal llegó a convertirse en una histérica. Felizmente, las fuerzas de la vida la arrastraron consigo y le permitieron alcanzar la sensibilidad sexual femenina, la felicidad maternal y múltiples capacidades productivas; pero una parte de su libido aún se mantiene adherida a los puntos infantiles de fijación; sigue soñando aquel sueño que la precipita de la cama y que la castiga con «lesiones bastante considerables» por su incestuosa elección de objeto.

 

        Nuestra corresponsal pretendía que la información espistolar suministrada por un médico desconocido lograra lo que no consiguieron las más poderosas vivencias; probablemente, un análisis completo habría alcanzado tal fin en un tiempo más o menos prolongado. Dadas las circunstancias, hube de conformarme con escribir a esta mujer que estaba convencido de que ella sufría las consecuencias de una fuerte vinculación afectiva al padre y de la correspondiente identificación con la madre, manifestando mis dudas acerca de que esta aclaración le produjera algún beneficio. Por lo general, las curaciones espontáneas de las neurosis dejan cicatrices que de tiempo en tiempo se tornan dolorosas. Nosotros ya estamos muy orgullosos de nuestro arte cuando el psicoanálisis nos permite lograr una cura, pero tampoco con ella conseguimos evitar siempre que el resultado consista en la formación de una cicatriz dolorosa.

 

        La breve serie de recuerdos comunicados por nuestra corresponsal aún ha de ocuparnos algo más. Una vez afirmé que tales escenas infantiles son «recuerdos encubridores», escogidos, vinculados y, al mismo tiempo, muchas veces falseados en una época posterior a la de su ocurrencia. Muchas veces se puede adivinar la tendencia a cuyo servicio se produce esta elaboración posterior. En nuestro caso casi es posible oír al yo de la mujer que trata de alabarse o de calmarse mediante esta serie de recuerdos: «Desde muy pequeña fui una criatura particularmente noble y compasiva. Muy temprano reconocí que los animales tienen alma, como nosotros, y no soporté la crueldad frente a ellos. Los pecados de la carne fueron ajenos para mí y conservé mi virginidad hasta años muy tardíos.» Con esta declaración nuestra corresponsal contradice en voz alta las hipótesis sobre su primera infancia que nuestra experiencia analítica nos lleva a establecer: que aquélla estuvo colmada de impulsos sexuales prematuros y de violentas tendencias agresivas contra la madre y contra los hermanos menores. (El pajarillo, además de la significación genital que le adjudicamos, también puede ser el símbolo de un niño pequeño, como todos los animales pequeños en general; por otra parte, el recuerdo subraya enfáticamente la equiparación de este pequeño ser con ella misma.) De tal manera, esta breve serie de recuerdos constituye un hermoso ejemplo de una formación psíquica en dos planos. Considerada superficialmente, expresa un pensamiento abstracto, que en este caso, como por lo común, tiene contenido ético, es decir, según la denominación de H. Silberer, es de tema anagógico. Observándola más profundamente, se nos presenta como una cadena de hechos procedentes de la vida instintiva reprimida, manifestando su contenido psicoanalítico. Como se sabe, Silberer, que fue uno de los primeros en conminarnos a no olvidar la parte más noble del alma humana, sustentó la afirmación de que todos los sueños, o la mayoría de ellos, aceptan semejante interpretación doble: una, más pura, anagógica, además de la común, psicoanalítica. Mas, desgraciadamente, no suceder así; por el contrario, en muy raros casos se puede llegar a tal sobreinterpretación; además, que yo sepa, hasta ahora no ha sido publicado ningún ejemplo útil de semejante análisis onírico con doble sentido. En cambio, en las series asociativas que nuestros pacientes expresan en el tratamiento analítico pueden efectuarse con relativa frecuencia tales observaciones. Las ocurrencias sucesivas se vinculan, por un lado, a través de una asociación bien clara que transcurre por todas ellas; pero, por el otro, nos llevan a un tema más profundo, secreto, que participa simultáneamente en todas estas asociaciones. La contradicción entre ambos temas que dominan una misma serie asociativa no es siempre la de lo excelso -anagógico- con lo mezquino -analítico-, sino más bien la de lo escandaloso y lo decente o indiferente, contradicción que nos permitirá comprender con mayor facilidad el motivo por el cual aparece tal serie asociativa con doble determinación. Desde luego, en nuestro ejemplo no es por casualidad que la anagogía y la interpretación psicoanalítica aparezcan en contradicción tan violenta; ambas se refieren a un mismo material, y la tendencia más reciente es precisamente la que corresponde a las formas reactivas, erigidas contra los impulsos instintuales repudiados.

 

        Pero ¿por qué habríamos de buscar una interpretación psicoanalítica, en lugar de conformarnos con la anagógica, más inmediata? Esto se debe a muchas causas: a la existencia de la neurosis en general, a las explicaciones que ésta exige, al hecho de que la virtud no torna a los hombres tan felices y fuertes como cabría esperar, cual si aún estuviera demasiado cargada con el peso de su origen -tampoco nuestra soñante ha sido recompensada adecuadamente por su virtud-; por fin, hay muchos otros motivos para nuestra actitud, que no será necesario repetir aquí.

 

        Pero hasta ahora hemos dejado completamente a un lado a la telepatía, segunda determinante de nuestro interés por este caso. Es hora de que volvamos a ella. En cierto sentido, este caso nos ofrece menos dificultades que el del señor H… En una persona que con tal facilidad, y ya en la más temprana juventud, escapa a la realidad para precipitarse en el mundo de la fantasía, es excesivamente poderosa la tentación de vincular las experiencias telepáticas y las «visiones» con la neurosis, atribuyendo aquéllas a ésta, aunque tampoco aquí hemos de adjudicar valor decisivo a nuestra interpretación. Tan sólo sustituimos lo desconocido e incomprensible por hipótesis comprensibles.

 

        El 22 de agosto de 1914, a las diez de la mañana, a nuestra corresponsal le llega la percepción telepática de que su hermano, a la sazón en el frente, exclama: «¡Madre, madre!» Inmediatamente recuerda idéntico mensaje telepático, recibido al mismo tiempo que la madre, y en efecto, luego de algunas semanas comprueba que el joven guerrero murió aquel día, a la hora mencionada.

        No es posible demostrar -pero tampoco se puede negar- que el proceso haya sido el siguiente: Cierto día la madre le comunica que su hijo se le ha anunciado telepáticamente. Inmediatamente aparece en ella la convicción de que, al mismo tiempo, tuvo idéntica experiencia. Semejantes ilusiones mnemónicas aparecen con una intensidad obsesiva que emana de fuentes reales, pero convierten una realidad psíquica en una realidad material. La fuerza de la ilusión mnemónica se debe a que expresa adecuadamente la tendencia de la hermana a identificarse con la madre. «Tú te preocupas por el muchacho, pero en realidad es hijo mío, de modo que en su exclamación se dirigió a mí; soy yo quien ha recibido aquel mensaje telepático.» Naturalmente, la hermana rechazaría enérgicamente nuestra tentativa de explicación y se aferraría a su fe en la propia vivencia. Pero es que no puede hacer otra cosa; debe creer en la realidad del hecho patológico mientras le sea desconocida la realidad de sus motivos inconscientes. La fuerza y la inconmovibilidad de todo delirio se deben a su derivación de una realidad psíquica inconsciente. Sólo quiero mencionar que aquí no hemos de explicar la vivencia de la madre ni su carácter objetivo.

 

        Pero el hermano fallecido no es tan sólo el hijo imaginario de nuestra corresponsal, sino que también representa a un rival, odiado ya en el momento de su nacimiento. La mayoría de las visiones telepáticas se refieren a la muerte y a las posibilidades de muerte; a nuestros pacientes que nos informan sobre la frecuencia y la certeza de sus presunciones funestas, les podemos demostrar con idéntica seguridad que albergan particularmente intensos deseos inconscientes de muerte contra sus allegados y que por ello los contienen desde hace mucho tiempo. El paciente cuya historia presenté el año 1909 en los Análisis de un caso de neurosis obsesiva era un ejemplo de éstos; sus parientes le solían llamar «cuervo»; pero cuando este hombre amable e ingenioso -muerto, entre tanto, en la guerra- entró en camino de mejoría, él mismo me facilitó la aclaración de sus tramoyas psicológicas. La comunicación contenida en la carta de nuestro primer corresponsal, de cómo él y sus tres hermanos recibieron la noticia de que había muerto el menor, como si fuera algo conocido desde hacía mucho tiempo, tampoco parece exigir otra explicación. Los hermanos mayores seguramente nutrieron todos la misma convicción de lo superfluo que era para ellos este más joven de los vástagos.

 

        He aquí otra «aparición» de nuestra soñante, que quizá nos sea más fácil comprender mediante la interpretación analítica. Las amigas tuvieron, evidentemente, gran importancia en su vida afectiva. La muerte de una de ellas se le anunció hace poco, en el sanatorio, por golpes nocturnos en la cama de una compañera de habitación. Otra de sus amigas se había casado hacía muchos años con un viudo que tenía varios (cinco) hijos. En casa de aquélla vio regularmente la figura de una mujer que, según hubo de presumir, era la primera esposa fallecida, cosa que al principio no pudo confirmar y de la que sólo al cabo de siete años logró convencerse, al hallar una nueva fotografía de la difunta. Esta alucinación visual y el presagio de la muerte del hermano denotan idéntica dependencia íntima de los complejos familiares que ya conocemos en nuestra corresponsal. Al identificarse con su amiga, pudo satisfacer sus deseos en la persona de ésta, pues todas las hijas mayores de familias muy numerosas producen inconscientemente la fantasía de que al morir la madre podrán convertirse en segunda mujer del padre. Cuando la madre cae enferma o muere, la hija mayor pasa a ser su reemplazante natural frente a los demás hermanos y también puede asumir ante el padre una parte de las funciones de mujer. Lo que falta en esta situación es completado por el deseo inconsciente.

 

        He aquí casi todo lo que me propuse comunicar. Aún podría agregar la observación de que los casos de fenómenos o mensajes telepáticos, aquí comentados, se vinculan claramente con estímulos correspondientes al terreno del complejo de Edipo. Esto puede resultar sorprendente pero no quisiera considerarlo como un gran descubrimiento. Prefiero volver al resultado que obtuvimos al investigar el sueño de nuestro primer caso. La telepatía nada tiene que ver con la esencia del sueño, ni puede contribuir a profundizar nuestra comprensión analítica del mismo. Por el contrario, es el psicoanálisis quien puede fomentar el estudio de la telepatía, aproximándonos, con ayuda de sus interpretaciones, al entendimiento de muchos elementos incomprensibles que presentan los fenómenos telepáticos, o demostrando que otros fenómenos, aún dudosos, son, en efecto, de índole telepática.

 

        De la vinculación entre la telepatía y el sueño, tan íntima en apariencia, sólo queda la innegable facilitación de la primera por el estado del reposo, aunque éste no sea una condición ineludible para que se den los procesos telepáticos, ya consistan éstos en mensajes o en producciones inconscientes. Si aún no lo supiéramos, bastaría para demostrárnoslo el ejemplo de nuestro segundo caso, en el cual el hermano se anuncia entre las nueve y las diez de la mañana. Sin embargo, debemos reconocer que no se puede dudar de las observaciones telepáticas simplemente porque el suceso y su presentimiento (o el mensaje que lo anuncia) no haya sucedido en el mismo momento astronómico. Es fácilmente aceptable que el mensaje telepático sea recibido en el instante en que ocurre el suceso provocador, siendo percibido por la consciencia al dormir en la noche siguiente, o aun durante la vigilia, pero tan sólo al cabo de cierto tiempo, durante una pausa de la actividad psíquica. Por otra parte, aceptamos también que la formación onírica puede comenzar antes de iniciarse el reposo, pues las ideas oníricas latentes bien pueden haber sido preparadas durante todo el día, hasta que por la noche entran en conexión con el deseo inconsciente que las convierte en un sueño. Pero si el fenómeno telepático no es más que una producción del inconsciente, entonces no nos encontramos ante nada nuevo. En tal caso sería natural e imprescindible aplicar a la telepatía las leyes de la actividad psíquica inconsciente.

 

        ¿Por ventura habré despertado la impresión de que quiero tomar partido a favor del carácter real de la telepatía en el sentido ocultista? Mucho lamentaría si realmente fuese tan difícil evitar semejante impresión, pues en realidad quise ser completamente imparcial. Por lo que a mí me toca, mal podría ser otra mi actitud, pues no tengo derecho a emitir juicio, ya que nada sé al respecto.

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