LA FILOSOFÍA DE LA DEMOCRACIA

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Lipson, Leslie
Revista Facetas.
Tomado de Journal of International Affairs.
Nueva York, 1985. 

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Los ideales clásicos que rigen la democracia -libertad e igualdad- en realidad son contradictorios cuando se "los empuja hasta sus extremos lógicos". Además, añade el experto en ciencias políticas, Leslie Lipson, la política contemporánea ha exagerado ésta dicotomía, pues la izquierda se ha apropiado de la igualdad y la derecha de la libertad. Sólo cuando estos dos conceptos se consideran no como ideas absolutas sino como valores conjuntos en un mismo continuo, arguye Lipson, es que una democracia se puede regir efectivamente.

Lipson es profesor emérito en ciencias políticas de la Universidad de California, en Berkeley y es autor de The Democratic Civilization (La civilización demócrata) y The Great Issues of Politics (Los grandes temas en la política).

 

La teoría detnocrática en su condición actual es muy parecida a la física teórica de Einstein cuando empezó sus especulaciones a principios de siglo. La doctrina aceptada en esa época se basaba principalmente en los preceptos que Newton había enunciado dos siglos antes. En su forma de pensar, los conceptos de tiempo espacio eran fundamentales. Newton los concebía como dos aspectos diferentes y, en su opinión, ambos eran absolutos. A pesar de que la investigación realizada en el siglo XIX había producido resultados que la doctrina de Newton no explicaba satisfactoriamente, su imagen del universo aún no había sido reformulada. Ésto es lo que Einstein logró. Su inspiración se basó en considerar el espacio y el tiempo no como dos conceptos indepenendientes, sino como uno solo que él fusionó en espacio-tiempo. Además, se consideró este concepto integrado relativo, no absoluto.

Durante mucho tiempo me he estado preguntando si, al estudiar las instituciones democráticas y al especular sobre los valores democráticos, necesitamos tratar de formular de nuevo el campo del pensamiento político, ya que hay algunas semejanzas espectaculares entre la teoría democrática contemporánea y la física anterior a Einstein. Nuestra filosofía política actual consiste en ideas mutuamente incompatibles que se originaron con los griegos y que, 2,000 años después, se reafirmaron como precursoras o como justificaciones ex post facto para las revoluciones en Inglaterra, Los Estados Unidos y Francia. John Locke, que escribió su segundo Treatise of Civil Government (Tratado del gobierno civil) para justificar la revolución de 1688, no sólo fue contemporáneo de Newton sino que admiró su genio. Hay elementos en el razonamiento de Locke que se pueden interpretar como la física de Newton aplicada al gobierno. Aunque tales conexiones son de interés histórico cuando seguimos la evolución de las ideas, también adquieren importancia cuando se les considera de acuerdo con su influencia en la político real. La obra de Locke, al igual que la de Montesquieu, era casi el evangelio para los fundadores de los Estados Unidos, y por ello se incorporaron varias de sus nociones básicas a la Declaración de Independencia y más tarde a la Constitución.

Lo que el espacio y el tiempo han sido para los físicos, la libertad y la igualdad lo fueron y siguen siendo para los teóricos demócratas. Estos ideales gemelos sobresalen entre todos y nos sirven como conceptos básicos. Son estos valores en esencia los que infunden a la forma democrática de gobierno su espíritu animador, dándole sus características únicas y diferenciándola de los demás sistemas. Si se trata de comprender el carácter distintivo de la democracia de manera resumida, diría algo parecido a lo siguiente: la democracia es la forma de gobierno que combina para sus ciudadanos tanta libertad e igualdad como es posible. En nuestra tradición filosófica estos ideales han representado lo que el tiempo y el espacio representaron para Newton.

Cuando decimos que nuestros ideales de gobiero son la libertad y la igualdad, y que el objetivo de los gobiernos demócratas es combinarlas para ponerlas en práctica, lo que hemos hecho es plantear un acertijo con mayor significado del que el oráculo de Delfos llegó artificiosamente a crear. La libertad en sí es una noción compleja que se puede definir en formas contrarias que son mutuamente incompatibles. Este principio también es válido para la igualdad. Por lo tanto, cuando se combinan la libertad y la igualdad, sus contradicciones inherentes se mezclan.

Supongamos entonces que examinamos estas contradicciones. Empezaré con la libertad. La duplicidad de este concepto se expresa en el lenguaje cotidiano. Pensamos y hablamos de la "libertad de" y la "libertad para". Una de las acepciones es negativa, la otra, positiva. Las discusiones sobre la libertad por lo general empiezan con el aspecto negativo pues, en realidad, su caracterización primera y más común es la ausencia de limitaciones. Pero una vez dicho esto, empiezan las dificultades. El estar libre de limitaciones nos da la libertad de actuar. Pero cuando ocurre la acción, casi siempre saldrá afectada otra persona y, en ocasiones, los efectos serán negativos.

En el ejemplo más sencillo de este dilema, con frecuencia se dice que mi libertad para oscilar mi brazo termina en donde empieza la nariz de otra persona. Ahora, en el sentido negativo, tengo libertad cuando mis brazos no están atados; pero mi libertad para actuar positivamente en esa situación (por ejemplo, oscilar mi brazo liberado en cualquier dirección) está delimitada por una obligación social. Los demás tienen el derecho de que se les proteja del daño que la oscilación indiscriminada que mi brazo pudiera causar.

Este ejemplo crudo pero válido conlleva muchas implicaciones. Antes que nada, es obvio que la libertad en el sentido negativo choca con la libertad en el sentido positivo cuando se les considera a ambas absolutas. Los problemas sólo se pueden solucionar cuando se introducen límites -cuando las libertades negativas y positivas se interpretan como relativas entre sí- de la misma manera en que Einstein postuló la relación entre el espacio y el tiempo. Siendo así, la investigación de lo que es la libertad se establece de otra manera. Uno se pregunta entonces: ¿cuánta libertad se necesita para hacer lo que es apropiado en un conjunto dado de circunstancias? La respuesta común es: toda persona tiene la libertad de actuar de cualquier manera que (a) no perjudique a los demás, y (b) sea consistente con la oportunidad equivalente de los demás para hacer lo mismo. La segunda parte de esa propuesta es especialmente significativa. Introduce la noción de igualdad como un ingrediente en la definición de libertad y sugiere que existe una conexión necesaria entre los dos conceptos. Veamos pues la igualdad e investiguemos lo que significa.

De la misma manera que la libertad, la igualdad tiene diferentes connotaciones. Aristóteles hizo la distinción de los dos sentidos del término hace mucho tiempo. Basándose en la lógica de las matemáticas, notó que uno puede describir dos personas como iguales si las condiciones o las circunstancias en las cuales se encuentren o el trato que reciben, son idénticas. Ésta es la naturaleza de una progresión aritmética cuyos números se incrementan con una cantidad constante: dos, cuatro, seis, ocho, etc. Pero, en una progresión geométrica, como observó Aristóteles, los componentes en la serie se mantienen en una relación proporcional: dos, cuatro, ocho, dieciséis, etc. La igualdad, por lo tanto, significa tanto uniformidad como proporción. En ocasiones, para tratar a la gente de la misma manera, se le asigna las mismas cantidades. A veces se gradúan esas cantidades. Pero ¿cuál será la correcta y bajo qué circunstancias?

 

Existen bastantes ejemplos de esta opción en el campo de la política fiscal. El estado de California cobra a los propietarios de automóviles una cuota de registro anual proporcional al valor estimado del vehículo en el mercado. Por lo tanto, la cuota disminuye cada año mientras el auto continúe siendo del mismo propietario. Sin embargo, algunos estados prefieren cobrar una cantidad determinada por el privilegio de operar un vehículo, que es igual para todos y que no disminuye a medida que el valor del automóvil se deprecia. ¿Cuál de estas dos opciones es la apropiada en este contexto?

Hasta ahora he estado explorando por separado los significados opuestos de la libertad y de la igualdad. Pero lo que uno descubre de inmediato al sondear el significado de los dos conceptos es que el análisis de cualquiera de ellos se funde en la discusión del otro. Esto podría dar la impresión de que los dos son inseparables, pero en realidad son facetas relacionadas de un solo concepto, de la misma manera que Einstein concibió el del espacio-tiempo.

Unos cuantos ejemplos ilustrarán lo que quiero decir. Cuando hablamos de la libertad de expresión, insistimos en que todos tenemos el derecho de expresar nuestras opiniones. Nueve de cada 10 veces se presenta esta propuesta como una manifestación de libertad. Pero, ¿no estamos diciendo que al expresar opiniones, éstas deberían ser iguales? No obstante, el ejercicio igualitario de esta libertad puede conducir a la obtención de resultados desiguales. Aún cuando aceptamos que todos tenemos el derecho para expresar nuestras opiniones, no implica que todas las opiniones expresadas sean correctas.

El nexo inherente entre la libertad y la igualdad se sobrentiende en la frase común igualdad de oportunidad. En ella los dos conceptos se ligan en una estructura de libertades igualitarias. En ocasiones escuchamos que todos deberíamos empezar en el mismo punto en la carrera de la vida. Si es así, ¿cuál es el resultado? ¿Acaso los diversos corredores muestran sus desigualdades y no es el triunfador el que demuestra la máxima habilidad? O consideremos lo que ocurre en una elección. Todos, insistimos, tenemos el derecho de aspirar a tener un cargo. En ese aspecto, todos somos iguales, todos tenemos libertad. Más precisamente podemos decir que todos somos igualmente libres, pero debido a que sólo un candidato gana, esa persona, por ese hecho, se torna diferente.

El concepto se manifiesta con mayor claridad en la esfera económica. Supongamos una situación en la que existe la competencia perfecta, la cual no tenemos en ninguna de las sociedades actuales ni nunca la hemos tenido. En este modelo de economía clásica, todos serían iguales al principio y estarían compitiendo libremente al mismo nivel. ¿Qué sucedería? La superioridad manifiesta de algunos -debido a sus habilidades, astucia, energía o suerte- daría como resultado el hecho de que superarían a los demás. Como consecuencia, acumularían partes desproporcionadamente grandes de riqueza. Esto no sólo realza su posición en la sociedad sino también incrementa su poder. El poder es la capacidad de actuar sin limitaciones de parte de los demás; es la libertad que se manifiesta por sí misma. En otras palabras, la libertad se convierte en una función del poder, el cual la sociedad materialista lo traduce en términos monetarios. ¿Qué ocurre entonces con la igualdad de oportunidad que se proclamó al principio?

Ahora supongamos que retrocedemos al principio del razonamiento. Al empezar con la libertad en la forma en que no existen limitaciones, vimos que los individuos pueden dedicarse a una acción positiva. Aún cuando todos disfrutamos de la misma libertad para actuar en un principio, los resultados de sus acciones produjeron desigualdad. Éstos entonces tienen un efecto negativo en su libertad: algunos la incrementan, mientras que otros tienen menos. Una vez que ésta situación se arraiga, un patrón de desigualdades invade a la sociedad. Así también la igualdad desaparece desde el comienzo de la carrera pues muchos están limitados desde el principio. Por lo tanto, la libertad se convierte en desigualdad.

¿Hay algún remedio? ¿Se pueden introducir igualdades a fin de asegurar las libertades? Cuando nos enfrentamos a tales dilemas, el factor político surge al frente de la discusión. Si un mecanismo que supuestamente es autorregulador (el "mercado", por ejemplo) funcionara de manera imperfecta, como ocurrió en las economías occidentales durante los últimos 100 años, el remedio no puede ser automático y sin el consentimiento del factor humano; debe ser deliberado. En una democracia esos remedios sólo implican una cosa: la intervención del estado. Eso, basándose en los hechos históricos, ha sido la meta reconocida de la política estatal en el Occidente a través de la mayor parte de este siglo. ¿Qué implica éste ejercicio intencional del poder público para establecer libertades igualitarias, tanto en la teoría como en la práctica?

Empezaré la respuesta a esta cuestión con dos consideraciones de naturaleza general. Primero, necesitamos distinguir entre aquellas actividades en las que cada individuo puede tomar parte sin obstruir o afectar de manera alguna la misma oportunidad para los demás y las actividades en las que eso es prácticamente imposible. Un ejemplo de las primeras sería la participación de los electores en una elección. Si un individuo no ejerce el derecho al voto, no impide que los demás individuos puedan ejercer ese mismo derecho.

Pero, ¿qué ocurre con el tipo de actividades en donde la competencia es esencial? Éstas ocurren cuando hay escasez de algo que muchos desean. Su distribución en partes iguales es imposible; por lo tanto, habrá ganadores y perdedores.

La segunda consideración general es la tremenda diferencia en el énfasis entre la libertad y la igualdad tan relevante en la política estatal. La libertad es, en esencia, un individualista, mientras que la igualdad es uno social. La libertad se centra en lo individual a medida que la persona se proyecta a sí misma hacia los demás. La igualdad, empero, es diferente. Por su propia naturaleza implica una relación. No se puede ser igual o diferente con alguien más. He ahí que la igualdad confirma la comunidad del individuo con los demás dentro de un marco social.

En ésta distinción, lo que es importante para la filosofia política y para la política estatal es que la libertad, concebida de tal manera, a veces es antitética a la intervención del estado, mientras que la igualdad no se puede lograr sin la participación del mismo. La igualdad no es natural ni se desarrolla naturalmente (a pesar de que los filósofos de los siglos XVII y XVIII escribieron acerca de un estado de naturaleza imaginario y de sus leyes hipotéticas). A diferencia de la libertad, la igualdad se tiene que diseñar, introducir y regular. Esto requiere en un principio de cierto tipo de acuerdo y posteriormente de una autoridad para aplicarlo.

Teniendo estos puntos en mente, resumamos la discusión principal. Los individuos, libres de limitaciones y con las mismas bases, actúan positivamente a fin de realizar sus deseos. Donde todos puedan compartir los objetos deseados, no se requiere nada de las autoridades públicas además de mantener los accesos abiertos. Pero en los casos en que el objetivo no se puede compartir universalmente, ¿acaso no corresponde a la sociedad determinar la forma en que se debe efectuar la carrera? Si es así, ¿cumple su cometido en el momento de asegurar la igualdad al principio? ¿Son tolerables todas y cada una de las desigualdades al final?

Sabemos muy bien que los individuos en realidad sólo son libres hasta el punto en que son iguales. Pero la propuesta general contiene un ambiguo ya que los significados opuestos de igualdad se aplican en este caso a dos contextos diferentes. Como profesor afirmo el principio de que todo individuo tiene el derecho a recibir educación al máximo de sus habilidades intelectuales, pero al mismo tiempo aseguro mi derecho -mi obligación en realidad- de calificar a cada estudiante de acuerdo con mi juicio del mérito del individuo. La igualdad se debe interpretar en forma tal que permita obtener calidad. El igualar a un nivel más alto es positivo; el hacerlo a un nivel más bajo puede dañar a la comunidad cuando se lleva demasiado lejos.

En este ejemplo cambiamos el aspecto de la igualdad en el sentido del trato uniforme al de la igualdad proporcional. No obstante, para aplicar esta última en lugar de la primera se requiere conocimiento profesional a fin de poder evaluar el mérito o las necesidades del individuo.

 

Es posible igualar las libertades siempre y cuando las autoridades realicen una acción deliberada, pero sólo hasta cierto punto. Los Estados Unidos, por ejemplo, hicieron un esfuerzo en cierta ocasión a través de su legislación antimonopolios, a fin de mantener cierto grado de competencia en la economía. El Congreso estadounidense enunció la política para oponerse a los monopolios, oligopolios o cualquier combinación que restringiera el comercio. Además, Los impuestos progresivos sobre los ingresos y los impuestos sobre las herencias logran cierta redistribución limitada de la riqueza y los ingresos. De la misma manera, el reconocimiento estatutario y judicial de los derechos de los empleados de organizar sindicatos de su propia elección para luego entablar negociaciones colectivamente con sus patrones, restringe algunas de las libertades de estos últimos (su libertad, por ejemplo, de contratar y despedir a discreción y de imponer unilateralmente las tasas salariales o las horas laborales que convengan a sus intereses).

El propósito en las políticas de este tipo es modificar las desigualdades de mayor calibre, limitar las concentraciones de riqueza que se consideren excesivas y, a la vez, ampliar las libertades de los desvalidos. ¿Se debe describir el resultado final como libertad o como igualdad? ¿Acaso como las dos? Además, sin dejar de pensar en la libertad, ya que la agencia encargada de este objetivo es el estado, ¿no debemos vigilar constantemente a nuestro sirviente, que a fin de cuentas es lo que el estado debe ser en una democracia, para asegurarnos de que no se convertirá en nuestro amo? "La fatal pasión por la igualdad hizo que fuera vana la esperanza de la libertad", escribió Lord Acton en un comentario sobre los excesos de la Revolución Francesa. Al amasar en el sector público la cantidad de poder requerida para equilibrar o controlar el poder concentrado en el sector privado, el estado mismo puede potencialmente convertirse en el Leviatán de Hobbes. En ese caso, el poder político, que se justificó para crear mayor igualdad, puede convertirse en despotismo.

Una premisa de capital importancia es central para este tema. Se trata del problema ineludible que se encuentra en el meollo de toda filosofía política. Toda teoría política debe proporcionar una base racional para regular las relaciones entre los individuos que conforman una sociedad organizada. En lo que una teoría difiere de la otra es en los principios que selecciona para regular esas relaciones.

Es evidente que las teorías diferirán de acuerdo con los aspectos a los que se les asigne mayor prioridad: al individuo o la sociedad. Si es el primero, postularán al individuo como la base "verdadera" o "natural" en la estructuración del raciocinio político, y la sociedad se presenta como un derivado o un agregado artificial que los humanos han elaborado. Bajo este punto de vista, la existencia del individuo es un hecho que no requiere justificación. Lo que se necesita defender es el trato que las instituciones de una sociedad organizada dan al individuo. Empero, cuando la sociedad tiene prioridad, se invierte el razonamiento. La sociedad es considerada pares como una unidad "verdadera" o "natural" y a un individuo separado de la sociedad se le considera como una abstracción falsa, algo parecido a Robinson Crusoe en su isla antes de encontrarse con su amigo Viernes. Un individuo en ésta categoría es un ser parcial o fraccional, que sólo adquiere valor si pertenece a un grupo social del cual se derivan todos los derechos y obligaciones. Lo que estoy resumiendo aquí, en esencia, es el espíritu de las filosofías clásicas que surgieron en la Inglaterra del siglo XVII y la Francia del siglo XVIII de las plumes de Locke y Rousseau, respectivamente. El individualismo del primero, encasillado en sus derechos naturales, y el socialismo del segundo, expresado a través de la volonté générale, constituyen los polos opuestos entre los que las nacientes democracias oscilarían durante el siglo XIX.

Cuando se formulan estos dos conceptos como opuestos, surge la cuestión de si son antagónicos o complementarios. Si se los considera absolutos, entonces los opuestos en realidad serían antagónicos, ya que el carácter de los absolutos es extremista e inflexible. Pero si se los considera complementarios, no son mutuamente incompatibles. Cuando cada uno de los conceptos admite limitaciones es posible lograr cierta armonía y, al final, hasta pueden llegar a unirse.

Al aplicar esta idea a la dicotomía entre el individuo y la sociedad, pronto se reconoce que son dos opuestos complementarios y no precisamente antagónicos. Sin la sociedad el individuo no se puede humanizar. Sin sus miembros individuales, la sociedad sólo sería el nombre para una ostra vacía. Se necesitan mutuamente para su complementación.

Consideremos ahora los conceptos gemelos de libertad e igualdad. Sus contradicciones aparentes surgen -hasta en la lógica son infranqueables- cuando la libertad y la igualdad, por cualquier definición, se consideran como absolutas. Si se les empuja hacia sus extremos lógicos, ninguno cede ante el otro. Cada cual, al destruir a su contrario, se destruirá a la vez a sí mismo. Nos podemos salvar de este absurdo tan obvio si recordamos que el objeto de nuestras teorías es el prescribir las relaciones apropiadas para los individuos dentro de una comunidad democrática. La libertad es el símbolo de aquellas relaciones en las que se aprecia a una sociedad desde el punto de vista de todos y cada uno de sus miembros individuales. La libertad, aseguran, es la confirmación de su individualidad. La igualdad, por otra parte, es el símbolo relevante en el que los individuos hacen una introspección desde el punto de vista de la sociedad a la que pertenecen. En un punto intermedio éstas dos perspectivas se encuentran. El objetivo de la política estatal es el descubrir la distribución apropiada de las libertades e igualdades específicas en los contextos que continuamente cambian. A veces es necesario delimitar ciertas libertades a algunas personas a fin de ampliar las libertades correlativas de los demás. Este también es, como ya hemos visto, un proceso de igualación. La libertad-igualdad es, en concreto, un concepto indivisible. Los que sostienen los valores demócratas expresan Las complejas relaciones entre los individuos en una sociedad con un sistema de libertades uniformes.

Si se guiara nuestra manera de pensar dentro de este marco en lugar de la dicotomía, se podría encontrar un correctivo para las exageraciones erróneas que son comunes en las políticas de los partidos contemporáneos. Lo que ha ocurrido es que la izquierda se ha apropiado de las virtudes de la igualdad, mientras que la derecha se ha identificado con la libertad. La razón de esto es aparente. La izquierda, al representar o dirigir a los menos privilegiados, ha buscado cambios radicales en la estructura de la sociedad. Espera reducir las desigualdades en la riqueza y las posiciones sociales, utilizando el poder del estado demócrata para elevar el mínimo y reducir el máximo. Su filosofía, que está diseñada para atraer a la mayoría del electorado, ha percibido al individuo como una partícula dentro del núcleo social. Por otra parte, la derecha refleja las actitudes de los conservadores que están satisfechos con los privilegios diferentes que desean retener. Centran su énfasis en la libertad del individuo a quien consideran amenazado por los programas estatales para el bienestar público y los impuestos progresivos que se requieren para financiarlos.

En época de elecciones esas diferencias pueden tener el efecto de hacer resaltar las opciones disponibles para los electores. Un lado exalta la libertad individual; el otro, la igualdad social. Pero la falsa bifurcación puede complicar la tarea para obtener políticas justas y factibles una vez terminadas las elecciones y los vencedores instalados en sus puestos. Si ambas partes hablaran el lenguaje de la libertad-igualdad, sus palabras no sólo se acercarían más a la verdad, sino que se obtendría un consenso con mayor facilidad. "Ambos. . . y" es un enfoque más prometedor que "este...o", ya que el primero implica la esperanza de una armonía eventual.

En una etapa de la historia del pensamiento político occidental, Platón identificó la justicia como la virtud suprema del polis ideal. Estaría de acuerdo con su identificación aunque no con su formulación particular de la justicia, basada en desigualdades mantenidas por el autoritarismo. Lo que distingue el estado democrático de los demás sistemas es que su justicia consiste en la búsqueda de la igualdad-libertad.

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