ÉTICA Y MORAL: TEORÍAS Y PRINCIPIOS

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Claudio Gutiérrez

Este trabajo corresponde a la conferencia inaugural dictada en el Teatro Melico Salazar el 18 de junio de 1997,
con ocasión de la apertura de un curso de ética política para dirigentes y candidatos de un partido político costarricense.

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Introducción

La palabra "ética" significa algo muy parecido a "moral". Sin embargo, podemos señalar la siguiente diferencia: "moral" se refiere al conjunto de los principios de conducta que hemos adquirido por asimilación de las costumbres y valores de nuestro ambiente; es decir, la familia, la escuela, la iglesia, el vecindario en que se desarrolla nuestra infancia. También se refiere a las normas que se nos imponen en esos ambientes, con base en la autoridad; no desde luego la autoridad legal, sino precisamente moral: los imperativos de nuestros padres, sacerdotes o maestros, que recibimos pasivamente y sin cuestionamiento antes de adquirir el "uso de razón". "Ética" se refiere a algo diferente: el intento de llevar esas normas de conducta y esos principios de comportamiento a una aceptación consciente, basada en el ejercicio de nuestra razón.

En ese sentido, la ética es la mayoría de edad de la moral. No la excluye ni se le opone; simplemente cambia su naturaleza, haciéndola pasar de lo recibido en forma pasiva o inconsciente, a lo asumido de manera activa con pleno discernimiento. La moral se basa sobre todo en el sentimiento, en el amor y temor que sentimos por nuestros padres y otras personas que contribuyen a nuestro desarrollo físico y espiritual. La ética, por su parte, descansa en el libre ejercicio de la crítica racional sobre los valores recibidos, que los convierte en algo que uno puede justificar ante sí mismo y ante los otros.

En el uso corriente del lenguaje, "moral" se asocia con un fundamento religioso, en tanto que la ética se asocia con una reflexión intelectual. En nuestra sociedad pluralista, coexisten varias religiones, el agnosticismo religioso y el humanismo no teísta. El carácter de la moral asociada con las creencias religiosas, basada en argumentos de autoridad y en revelaciones particulares, hace difícil discutir el tema de los valores entre personas de distintas confesiones. La ética, en cambio, por fundarse en la razón –común a todos los hombres–, ofrece un terreno neutral donde todos nos sentimos capaces de ofrecer y rebatir argumentos.

Todas las confesiones religiosas afirman, hasta donde yo sé, que no hay contradicción entre ellas y una ética basada en la razón. En otras palabras, las personas religiosas mismas consideran que su doctrina moral es compatible con la razón y se sienten capaces de ofrecer argumentos racionales para defenderla. En mi práctica personal como creyente encontré que esta compatibilidad entre la moral religiosa, basada en una autoridad revelada, y los dictados de la razón, no siempre se da –por ejemplo, en la espinosa cuestión del control de los nacimientos–. Pero en todo caso, esto es un asunto que cada creyente debe evaluar de acuerdo con su conciencia.

Como resultado de este análisis, podemos afirmar que la diferencia entre "moral" y "ética" se refiere a la forma en que nuestras convicciones están enraizadas en nosotros; no afecta necesariamente el contenido de esas convicciones. En relación al contenido, ética y moral son más bien coincidentes: ambas se refieren a cuestiones de valor, es decir, a lo que consideramos bueno y lo que consideramos malo, lo que debemos aprobar, alabar o estimular, y lo que debemos más bien reprobar, condenar o tratar de evitar. La ética y la moral se refieren a lo que debe ser, discriminan entre acciones aceptables e inaceptables. En esto se diferencian de los credos religiosos, de las ciencias, de las opiniones o de las noticias de los periódicos, todo lo cual se refiere más bien a lo que simplemente es (o uno cree que es). Esta distinción entre "deber ser" y "ser" se revela como más honda e importante que la diferencia entre moral y ética. Examinémosla con más cuidado.

Ser y deber ser

Tomemos como ejemplo una descripción detallada y correcta de un crimen abominable del que uno pueda haber sido testigo. Esa descripción se refiere a algo que es. Pero al mismo tiempo nos produce una fuerte inclinación a condenar el hecho, gracias a nuestras convicciones morales, como algo que no debe ser.

Los relatos de lo que uno ha vivido, los testimonios judiciales, las enseñanzas de la ciencia, las noticias de los periódicos, describen lo que es; podemos decir de ellos que son verdaderos o que son falsos. Los relatos de una novela corresponden también a lo que es, aunque el ser aquí sea solamente literario; por ejemplo, es verdad que don Quijote arremetió contra molinos de viento creyendo que eran gigantes, dentro del mundo ficticio de la novela de Cervantes.

Pero por otra parte, yo puedo tomar posición con respecto a los hechos –reales o imaginados–, y decir que tienen un valor moral positivo, negativo o neutro; puedo pronunciarme en favor o en contra de ellos, y esto incluso con independencia de que los hechos sean verdaderos o falsos. Podemos, por ejemplo, decirle a alguien: "No sé si don Quijote alguna vez estafó a Sancho, pero si lo hubiera hecho, habría sido un acto abominable, dada la fidelidad del famoso escudero". Es decir, podemos pronunciarnos sobre el deber ser sin pronunciarnos sobre el ser, ya que se trata de dos cosas separadas y distintas. También podemos hacer lo contrario, a saber, pronunciarnos sobre el "ser" sin tomar posición sobre el "deber ser", como en el caso de una comisión investigadora que solo busque establecer los hechos, no juzgarlos.

Tomemos otra ilustración de la diferencia entre "ser" y "deber ser". Un célebre filósofo escribió lo siguiente:

El hombre nació libre, pero en todas partes lo veo encadenado.

Esto, que se expresa como una comprobación de lo que "es", puede como tal ser calificado de verdadero o falso. Pero no tiene directamente un contenido moral; a menos que se interprete como una manera poética de abogar por el respeto a la libertad humana.

El filósofo inglés Karl Popper se ha referido a esa cita como una manera de ilustrar una verdad filosófica importante, a saber, que del "ser" no se puede pasar al "deber ser", que el orden de los valores es independiente –tiene un origen y una justificación diferentes– del orden de la realidad. Del hecho de que el hombre haya nacido libre y en todas partes lo veamos encadenado no se sigue que debamos tratar de romper esas cadenas. Un visitante extraterrestre podría tal vez considerar moralmente obligatorio ponerle cadenas a todo ser humano que no las tuviera, para evitar que continuáramos dañando la ecología del planeta.

El deber ser de la libertad tiene que basarse en algo distinto, no en un hecho como los detalles del nacimiento del hombre. Tiene que tener un origen y una justificación independiente del ser. No puede desprendese lógicamente en forma directa de cómo sean las cosas. Ese origen y esa justificación debemos buscarlos en otra parte; por ejemplo, en la fuerte inclinación a respetar a las otras personas que los seres humanos llevamos inscrita en lo más hondo de nuestra constitución biológica. Cómo y por qué tenemos ese respeto grabado en el fondo de nuestra conciencia, pueda que sea el problema filosófico más importante relacionado con la ética.

La teoría de los valores absolutos

Algunos filósofos se han inclinado, como manera de resolver este problema, a suponer un mundo inmaterial, completamente distinto del mundo en que vivimos, donde subsistirían los valores y las ideas en una forma purísima y con un carácter absoluto. En ese lugar excelso, las ideas serían claras y distintas –no podrían confundirse ni equivocarse– y los valores serían tan macizos y evidentes que no podrían desobedecerse.

Por supuesto, nadie ha experimentado nunca ese mundo, pues por hipótesis estaría totalmente fuera del mundo en que vivimos. Para los filósofos que creyeron eso, como el francés Descartes o el griego Platón, solo es posible percibir una imagen lejana de las ideas y valores perfectos, en el tanto en que interpretemos las cosas del mundo real como sombras o huellas de ese mundo absoluto o ideal.

El problema con esta posición es que no tenemos ningún medio independiente de comprobar la existencia de ese mundo ideal o perfecto. De ahí se sigue que toda afirmación sobre su realidad o sobre su parecido o diferencia con el mundo que experimentamos es totalmente gratuita y queda suspendida en el firmamente por falta de razón suficiente.

La explicación naturalista

Otros filósofos consideramos que esta manera de fundamentar la ética mediante la introducción de absolutos es innecesaria y además perjudicial. Comenzando por lo último –que es perjudicial–, innumerables ejemplos de la historia muestran que la creencia en ideas o valores absolutos ha conducido al exterminio de grupos humanos enteros que tenía dificultad de aceptar lo que sus verdugos consideraban como evidente. Podríamos citar, entre muchos otros, el exterminio de los cátaros o de los hugonotes en Francia, hace varios siglos; el de seis millones de judíos por los nazis hace apenas unos decenios; y todas las persecusiones ideológicas contemporáneas de que están llenos los periódicos, en que un grupo social convencido de sus ideas y valores absolutos no encuentra otra manera para asegurar su aceptación universal que el exterminio físico de los disidentes.

Pero además de perjudicial, la creencia en valores absolutos es innecesaria para la ética. Los pensadores han argumentado en su favor lo han hecho porque desconfían de la ética racional y pluralista, elaborada a partir de la tradicion de cada comunidad. Han pensado que puede conducirnos a un relativismo destructivo que impida elevarnos más allá de los caprichos individuales. Pero nada se opone a que distintas "morales", surgidas de distintas tradiciones, puedan conversar productivamente entre sí –depurando de paso sus respectivos valores– sin usar como referencia una lista de axiomas escrita en el firmamento. De hecho podemos mostrar que nunca nos vemos en necesidad de mirar al firmamento para saber si algo es moral o inmoral. Desde nuestra más tierna infancia actuamos dentro de un mundo de "deber ser", de valores, en el que aprendemos a desenvolvernos con la misma soltura con que aprendemos a movernos en el mundo del "ser", de las cosas. Esa moralidad original está basada en lo que podemos considerar como la naturaleza humana, es parte de nuestra historia natural, la hemos heredado de nuestro linaje evolutivo.

Los investigadores en las ciencias del cerebro encuentran grandes parecidos entre la propensión para la moral y la propensión para el habla en el ser humano. En ambos casos se trata de cosas que solo desarrollamos en contacto con los otros miembros de nuestra familia y de nuestra comunidad, pero para cuyo fácil aprendizaje tenemos facilidades extraordinarias durante un período determinado de nuestra infancia. De ahí que un biólogo amigo mío a quien le conté que estaba preparando un curso de ética para políticos me comentara: "–Te cogió muy tarde; debiste haber empezado cuando tenían seis años–". ¡La peor diligencia es la que no se hace!

No es difícil ver que en la evolución de nuestra especie a partir de especies que no tenían ni la capacidad de hablar ni la de respetar conscientemente a sus semejantes, el desarrollo de estas dos capacidades representó una inmensa ventaja en la lucha por la supervivencia. Posibilidad de comunicar por símbolos y posibilidad de respetar los contratos o la fidelidad rendida a un jefe: he aquí los dos fabulosos pilares de la cultura que nos ha convertido en señores del planeta. Pese a inmensas transgresiones contra la libre comunicación y la solidaridad entre los hombres, es evidente que en nuestra historia natural de largo plazo los adelantos culturales de todo tipo han ido aparejados, mal que bien, de una purificación y una generalización crecientes de los valores morales. Esos adelantos no podrían haberse dado sin la colección de actitudes éticas –la llamada "vida civilizada"– que los acompañan.

El problema del desarrollo cognoscitivo y moral

No hay vuelta de hoja: nuestra especie es fundamentalmente una especie parlanchina y moralizadora. El problema, entonces, no es cómo hacer para que los seres humanos hablen o se hagan morales: el habla y la moral los acompañan desde el comienzo. El problema es construir sobre estos cimientos originales un edificio cada vez más firme, más elaborado, más eficaz y de mejores rendimientos para la persona y la sociedad. En una palabra, cómo hacer para que nuestros balbuceos originales se transformen en mente educada y que nuestros prejuicios originales (las convicciones heredadas de la familia y el medio) se transformen en convicciones racionales NOTA 1.

¿Cómo lograr esto? Por supuesto que no lo lograremos con cursos de unos días, antes o después de unas elecciones. La edificación moral del hombre, como su edificación cultural, es obra de tiempo completo durante toda la vida humana. Pero en ocasiones especiales, como esta que hoy vivimos en que ustedes van a someter sus nombres a los compatriotas, es justo y necesario que nos reunamos a reflexionar sobre la naturaleza y contenido de los principios éticos que nos hacen seres humanos dignos de ese nombre.

 

El método de la concertación

Uno de los mejores medios para desarrollar y purificar nuestra ética es precisamente exponerla a la interacción con otros sistemas morales. No debemos temer la conversación moral con personas que piensan distinto de nosotros, considerarla como un riesgo para nuestras convicciones; antes bien, debemos declararla bienvenida como al crisol que las convertirá en oro. El método para realizar esa conversación es de gran simplicidad y lo practican desde siempre muchas personas sabias que no han seguido estudios formales de ética ni de lógica. Consiste en el viejo método recomendado por nuestras abuelas para resolver querella infantiles: ponerse en el lugar del otro.

Con buena voluntad y un poco de paciencia, de la aplicación de este método pueden muy bien surgir normas morales reconocidas como obligatorias por todas las partes. Lo primero que debemos hacer es tener la mente abierta y tratar de conocer en detalle la posición de las otras personas. Descubriremos muy pronto que normas que al principio parecían extrañas cobran todo su sentido al considerarlas a la luz del sistema global de creencias de quienes las sustentan. Una vez obtenido suficiente conocimiento del sistema moral ajeno, y poniéndonos "en su lugar", debemos examinar si las normas son realizables de manera satisfactoria en un conglomerado social que quisiera vivir conforme a ellas. Para esto debemos en algún sentido "simular" la vida dentro del sistema en situaciones concretas, reales o imaginadas. Si el sistema de creencias y normas morales, no es viable, más tarde o más temprano "la jarana saldrá a la cara" en la forma de incongruencias, anomalías o contradicciones que pidan a gritos que el sistema sea corregido, si es corregible, o abandonado, si no lo es.

Puede muy bien suceder que este análisis mutuo de las distintas posiciones llegue a iluminar coincidencias de fondo, ocultas solamente por el ropaje del lenguaje. Aunque no llegaren a ponerse de acuerdo, un ejercicio de este tipo solo puede resultar en un enriquecimiento y profundización del pensamiento ético de las partes, con indudables beneficios para su calidad humana. Supone, desde luego, que tengan éxito en superar las resistencias de orden afectivo que nuestro organismo suele oponer a la ecuanimidad y al razonamiento. Ello solo puede conseguirse con mucha voluntad, pero sobre todo con una clara visión de los beneficios comunes que la superación del antagonismo puede reportar a todos los afectados NOTA 2.

 

Las cuatro teorías éticas principales

Paso ahora a hacerles una presentación general y resumida de las grandes coordenadas teóricas en que suele enmarcarse el análisis de los problemas éticos. Estas teorías y principios son el resultado de muchos años de reflexión de las mejores mentes de la cultura occidental. Es poco probable que exista un problema moral que no pueda ser enfocado, aclarado y encaminado hacia su solución por alguna de ellas.

Ante todo, presentaré cuatro teorías muy generales. Aunque diferentes, están muy relacionadas, de modo que suele presentárselas en una sola matriz, según dos criterios de clasificación independientes entre sí:

teorías éticas

regla

acto

consecuencialismo

consecuencialismo de la regla

consecuencialismodel acto

deontologismo

deontologismo de la regla

deontologismo del acto


Justificación de la ética

El primer criterio de clasificación se refiere a la justificación que se da a la conducta. Corresponde a dos maneras distintas de contestar a la siguiente pregunta:

¿Cuándo es buena la conducta x?.

La primera manera de responder a la pregunta es la siguiente:

La conducta x es buena cuando, hechos las investigaciones correspondientes, resulta que es la que produce la mayor felicidad para el mayor número de personas.

Esta teoría justifica la conducta con base en las consecuencias que ella tiene. Como esta teoría tiende a maximizar la utilidad lograda por el conjunto de la sociedad, suele llamársela utilitarismo. Fue propuesta por el filósofos inglés de los siglos XVIII y XIX Jeremy Bentham, y defendida de manera brillante por otro británico del siglo pasado, John Stuart Mill. Para fijarla en nuestra memoria recordemos que estos filósofos insisten en la evaluación de las consecuencias como criterio para decidir sobre el valor de una acción. Por eso también se ha llamado a esta clase de teoría consecuencialismo NOTA 3.

No puede negarse que en la mayor parte de los casos esta teoría contribuye a aclarar cualquier problema ético. La teoría sugiere las siguientes preguntas, todas esclarecedoras:

¿A quién o quiénes afectará esta acción?

¿en qué medida afectará a cada uno?

¿qué efectos favorables y desfavorables tendrá para cada parte?

¿cuál será el balance de bien y mal entre todos los afectados?.

Se ha señalado como un defecto esencial de esta teoría la dificultad inherente del cálculo de consecuencias, que puede ser demasiado complicado e incluso imposible de concluir en el tiempo de que disponemos para decidir.

Ademas, en algunos casos la aplicación de esta teoría por sí sola puede llevarnos a posiciones moralmente inaceptables. Baste como ejemplo considerar la siguiente situación, que corresponde de cerca a gran cantidad de casos reales que han reportado los periódicos este mismo año: en un país relativamente aislado conviven una mayoría muy homogénea, que se encuentra en el poder, y una minoría, también homogénea, de otra cultura. La teoría utilitarista justificaría el sacrificio de la minoría en favor de la mayoría, de conformidad con el cálculo de unidades de felicidad, lo que repugna al sentido humanista. Por ejemplo, la mayoría podría decretar la prohibición del uso del idioma de la minoría o la práctica de su religión, por ejemplo. Así pues, la teoría consecuencialista no puede usarse como la única arma para decidir nuestros problemas morales.

La segunda manera de contestar a la pregunta

¿Cuándo es buena la conducta x?.

sería la siguiente:

La conducta x es buena si es compatible con el respeto a la persona humana,

o bien

la conducta x es buena si no considera a las personas solamente como medios,

o bien

la conducta x es buena si puede ser erigida en máxima para todos los seres humanos.

En el fondo todas estas respuestas son filosóficamente equivalentes: significan que la conducta en cuestión es generalizable, que yo trato a los demás como yo quisiera que ellos me trataran a mí, es decir, como fines en sí mismos, como personas dotadas de libertad y responsabilidad.

Esta teoría ética se denomina deontológica, del griego deontos que significa valor. Fue expresada en su forma más rigurosa por Emmanuel Kant, filósofo alemán del siglo XVIII. Es la teoría que probablemente se acerca más a resolver todos los problemas éticos, por ser básicamente una teoría basada en el respeto a la persona humana. Sin embargo, notemos que es parte de la teoría la idea de que las consecuencias del acto no tienen ninguna influencia en su calificación moral, lo cual la mayoría de las personas no estaría dispuesta a aceptar. Por ejemplo: esconder a una niña judía en un ático durante la persecución nazi implicó para los propietarios de la casa la necesidad de mentir. La máxima que justificaría la mentira en casos como este es difícilmente generalizable sin tomar en cuenta las consequencias del acto (por ejemplo, la muerte o la supervivencia de la niña). De ahí que consideremos también a esta teoría como insuficiente.

 

La oposición entre actos y reglas

Hasta ahora hemos clasificado las teorías de acuerdo a la justificación que aducen para la ética: consideración de consecuencias o respeto a la persona humana. Las dos teorías que siguen corresponden a una clasificación independiente de la primera y que se sobrepone a ella en forma cruzada, como podemos verlo en la matriz ilustrativa.

La primera clasificación, como hemos visto, trata de contestar la pregunta "¿Cuándo es buena la conducta x?". La segunda clasificación trata de contestar la pregunta siguiente:
¿Qué es lo que es bueno o malo, el acto o la regla que lo rige?

Esta pregunta nos deja libres de justificar el acto moral por las consecuencias o por el sentido de respeto a la persona, pero nos llama a decidir si la justificación se otorga a la conducta moral concreta o a la regla que la ampara. Por ejemplo, en el caso de la mentira para salvar a Anna Frank podríamos tomar dos posiciones completamente distintas. Son las siguientes, correspondientes a dos tipos distintos de teoría ética:
En el caso de Anna Frank escondida en un ático de Amsterdam en 1944 se justifica mentir al agente de la S.S. para salvar la vida de la niña

o bien

En los casos en que peligre la vida o la integridad de las personas es justificado mentir para salvar a la persona de las consecuencias nocivas correspondientes.

Decimos de la primera clase de teoría que es una teoría del acto (consecuencialista o deontologista), mientras que de la segunda decimos que es una teoría de la regla (consecuencialista o deontologista). Lo que está en juego aquí es una cuestión de jerarquía lógica: ¿la justificación ética debe darse en cada caso de decisión moral concreta, o más bien se da en abstracto y, por así decirlo, por adelantado a toda la serie de casos que cubre una regla general?

El argumento principal de los defensores de las teorías "de la regla" es de tipo psicológico: cuando uno está debe tomar una decisión está estresado, por las mismas circunstancias que le plantean el problema. De ahí que no se encuentre en las mejores condiciones para decidir (probablemente tenderá a la solución que le sea menos dura personalmente). Es entonces esencial que las reglas morales hayan sido decididas "en frío" y que se apliquen de manera automática cuando nos enfrentamos al caso concreto, con un mínimo de reflexión.

El solo planteo de este argumento me produce una gran repulsión, por estar basado en una profunda desconfianza de la persona humana. En general, es frecuente encontrar este tipo de teoría entre los miembros directivos de organizaciones poderosas ( instituciones religiosas o partidos políticos no democráticos) que suministran las reglas "ya hechas" a sus fieles para que las apliquen maquinalmente.

El argumento principal de los defensores de las teorías "del acto" toma en cuenta más bien la forma en que funciona el conocimiento. La persona que está en relación íntima y directa con un problema, es la que se encuentra en las mejores condiciones para resolverlo, dado su mayor conocimiento de los detalles de la situación. Nadie puede sustituirlo en su función de responsabilidad, ni siquiera su misma persona ayer o diez años antes, cuando elaboró o aceptó la regla en una situación muy diferente.

Esta teoría pone en tela de juicio la misma existencia de reglas morales. La ética es algo distinto de los sistemas jurídicos, cuyas leyes establecidas previamente deben aplicarse mientras no se hayan derogado o modificado. Se parece mucho más a la ciencia, donde no hay leyes descubiertas de una vez por todas, sino más bien principios o guías de investigación que definen el método científico y el estado presente del conocimiento. Es la aplicación de esos principios lo que permite a la ciencia acercarse cada vez más a la verdad, refinando sus hipótesis conforme se aplican a más y más casos.

 

Resumen de las teorías e intento de evaluación

Dado el entrecruce de los dos criterios de clasificación, se producen entonces las siguientes cuatro distintas teorías:

consecuencialismo de la regla: actos buenos son los que autoriza una regla justificada por sus consecuencias.

consecuencialismo del acto: actos buenos son los justificados por sus consecuencias.

deontologismo de la regla: actos buenos son los que autoriza una regla justificada por el respeto a las personas.

deontologismo del acto: actos buenos son los justificados por el respeto a las personas.

Estas cuatro doctrinas han sido defendidas con mucho entusiasmo por mentes muy preclaras. Sin embargo, los especialistas en ética contemporáneos coinciden en preferir la teoría deontológica del acto entre todas ellas. Estoy de acuerdo. Una moralidad elevada al nivel racional entra en conflicto con el dogmatismo implícito en el concepto de reglas éticas: la codificación de la ética puede conducir a su esterilidad práctica o, lo que es peor, a una manipulación de los "fieles" por una "casta sacerdotal" (o tal vez por una "clase política", para usar una expresión popular que por todas estas razones desearía ver desaparecer del léxico costarricense). Codificar la moral puede ser una ayuda solamente en cuanto pone a la disposición de la población una riqueza de importantes ejemplos. Pero esa función se cumple mejor con una compilación de casos, sin intención normativa sino solo demostrativa. Lo esencial es preservar la capacidad de decisión libre y directa de cada persona.

Si aceptamos este razonamiento, quedamos entonces con dos teorías de gran alcance, el consecuencialismo y el deontologismo, la teoría de las consecuencias y la teoría del respeto a la persona, pero ambas referidas directamente a los actos, sin pasar por reglas. Los actos morales se justifican directamente, sea por sus consecuencias, sea por su relación con el sentido del deber. Creo que estas dos teorías son la cosa más cercana que tenemos a paradigmas éticos, es decir, a marcos de referencia de gran generalidad donde podemos enmarcar nuestras discusiones y nuestras decisiones éticas.

 

Las teorías éticas consideradas como paradigmas

En otra parte he expuesto una teoría sobre la complementareidad de paradigmas en las ciencias naturales y sociales. En cualquiera de esos grupos de ciencia, se dan doctrinas de gran generalidad que sin embargo no logran explicar todos los hechos del campo correspondiente. Para explicarlos todos se necesita combinar dos teorías o paradigmas complementarios ( GUTIÉRREZ 68). Creo que este concepto de complementareidad es fácilmente extendible a las teorías éticas. También aquí se dan insuficiencias importantes en los dos paradigmas dominantes: el menosprecio de los derechos de las minorías, en el paradigma de las consecuencias; necesidad de entregar a una persona perseguida por decir la verdad, en el caso del paradigma del respeto. Pero como esos defectos ocurren en relación con situaciones distintas, los paradigmas pueden ser útiles si los usamos ambos y dejamos que corrijan mutuamente sus deficiencias.

 

Los principios éticos

Debemos advertir que el hecho de haber rechazado las dos "teorías de la regla" como marcos adecuados para la ética, no nos priva de la posibilidad de disponer de una gran cantidad de principios éticos, fruto de la experiencia y de la reflexión, que facilitan enormemente la toma de decisiones morales. Existe una distinción esencial entre la regla y el principio: la regla es inmutable, se aplica sin excepciones, y no se enriquece con sus sucesivas aplicaciones. El principio en cambio es fruto de la evolución cultural, toma en cuenta los casos particulares, y se enriquece con cada aplicación a materiales nuevos.

Los principios son una especie de resúmenes de vivencias y crisis personales de mucha gente a lo largo de mucho tiempo y en muy variados ambientes. Su aplicación inteligente y mesurada nos puede ahorrar mucho esfuerzo y tensión a la hora de tomar decisiones. No quisiera terminar esta lección introductoria sin mencionar algunos de los más generales de esos principios. Voy a permitirme identificarlos con el nombre de algún autor en cuya obra figuran de manera conspicua. Son los siguientes:

Principio de Moore: Pluralidad de los bienes

No existe un solo bien que el ser humano persiga en el mundo sino muchos

Comentario: Para el filósofo británico G.E. Moore, los principales bienes que atraen a los hombres son: la compañía humana, la actividad interesante, y la contemplación de objetos bellos. Pero el principio es independiente de esa lista. Lo esencial es que lo que constituye la felicidad es múltiple y no único. Muchas decisiones morales pueden aclararse tratando de determinar cuál es el interés predominante de cada una de las personas que participan en la situación, y por qué medios podemos asegurarle el disfrute de ese bien.

Principio de Knight: Complejidad de los actos

En todo acto intervienen muchos valores en relaciones complejas; todo acto contiene (produce) bien y mal; el valor de los componentes permanece incólume en el valor de conjunto.

Comentario: Este principio del filósofo de Chicago Frank Knight nos advierte que toda decisión moral crea conflicto, porque lo que era bueno sigue siendo bueno, y lo que era malo sigue siendo malo después de la decisión. Dicho de otra manera: toda decisión moral implica sacrificio de algo (el bien que no se puede obtener pero que sigue siendo bueno o el mal que se tiene que sufrir porque la acción ética no lo convierte en bien). El conflicto es esencial a la decisión moral y las renuncias que se operan se justifican por el bien global que se obtiene pero no hacen menos sensible la pérdida de los bienes renunciados. Este principio de la complejidad de los actos morales está muy relacionado con el anterior, de la pluralidad de los bienes: el conflicto ocurre porque deseamos muchos bienes y no siempre son compatibles entre sí.

Principio de Perry: Doble efecto

Toda acción produce un bien y algún mal; debemos buscar maximizar ese bien y minimizar ese mal, pero este último nunca puede eliminarse del todo.

Comentario: Este principio del deontólogo Charner Perry (mi director de tesis doctoral) puede considerarse como un corolario de los dos anteriores. En alguna medida estaba ya presente en la filosofía escolástica de la Edad Media y es invocado todavía hoy por los moralistas católicos para justificar, por ejemplo, que se prefiera salvar la vida de una madre en un parto difícil a pesar de que el feto muera (o viceversa, según las circunstancias); pues la acción del médico busca el efecto bueno, aunque inevitablemente se produzca también el efecto malo.

Principio de Popper: Minimización de la infelicidad

La acción política (como acción moral que es) debe buscar reducir la infelicidad del mayor número de miembros de la sociedad, más que producir su felicidad.

Comentario: Este principio nos interesa especialmente, en la medida en que podemos verlo como la base de toda ética política. Se deduce de los principios anteriores y de la tesis general del respeto a las personas. Además, y en cierto sentido, concilia el paradigma del respeto con el de las consecuencias, como lo paso a explicar. Su rechazo a la idea de tomar como norte de la política la felicidad del mayor número se inspira en el paradigma del respeto: ¿cómo podríamos buscar la felicidad general sin sustituir a las personas en la definición de lo que ellas mismas consideran como felicidad? Esto equivaldría a imponerles –violando su libertad– la búsqueda de ciertos bienes. Pero siempre podemos evitarles daño, reducir su infelicidad, tratando de remover todo aquello que ponga en peligro su integridad personal, su libertad, o su propiedad. Así, aunque basado en el paradigma del respeto (por abstenerse de imponer un tipo de felicidad a la gente) también aplica el paradigma de las consecuencias (al definir como fin de la política la reducción de la infelicidad general). Finalmente, valga decir que el principio es supremamente realista en el estado actual del mundo, tan lleno de males que debieramos tratar de eliminar, antes de pensar en distribuir una supuesta felicidad, a saber, la que sea del gusto particular de los gobernantes de turno.

 

Ite, missa est

En un país de cuyo nombre no acierto a acordarme, un rey ilustre decidió, al morir, repartir su reino entre sus dos hijos gemelos. Uno de ellos concibió grandes proyectos para hacer felices a sus súbditos. Contrató excelentes cocineros franceses y abrió el patio de su castillo una vez por semana para ofrecer a sus súbditos una porción equitativa del postre real. Mandó a traer de todas partes a sus poetas favoritos y a habilísimos juglares que ejecutaron sus actos en las plazas de los pueblos del reino, ribeteadas como habitualmente de toda clase de excrementos. El otro príncipe decidió en cambio contratar a un ingeniero italiano que había inventado recientemente un sistema de tuberías para librar las calles de la ciudad de desechos orgánicos. Un tiempo más tarde vino la peste y redujo a la mitad la población del primer reino, haciendo de paso desaparecer todos sus cocineros, juglares y trovadores. En el reino vecino, en cambio, cada uno de los habitantes pudo continuar trabajando sin algarabía por la obtención silenciosa de sus propias satisfacciones. Esta parábola no es una fábula: en lo esencial, sucedió realmente en Altona el siglo pasado. Y, con variantes de circunstancias, ha ocurrido de nuevo en los últimos diez años con muchos reinos gemelos cuyos nombres ya recoge la historia.

Deseo a cada uno de los que de ustedes llegue tener un cetro en sus manos en los próximos meses, que al dejar su sitial dentro de unos años, pueda decir con orgullo:

Durante mi gestión evité graves males a mis gobernados–.

Si los funcionarios se preocupan de evitar la infelicidad, la consecución de la felicidad estará siempre en las mejores manos posibles: las de los propios interesados.

 

Copyright © 1997 Claudio Gutiérrez

NOTAS:

NOTA 1: Uso aquí la palabra "prejuicio" en su sentido etimológico –pre-juicio– como lo que viene antes del juicio, no en sentido peyorativo. Recibimos el legado moral de nuestros antepasados antes de ser capaces de criticarlo y de convertirlo en principios de conducta responsablemente asumidos. Lo cual no quiere decir que esos principios tengan necesariamente que ser distintos, en su contenido, de los "prejuicios" recibidos, aunque muchas veces lo son.

NOTA 2: Para un análisis en profundidad sobre este tema, consúltese el artículo "Reflexiones sobre el relativismo" que escribí con mi esposa Marlene Castro en 1987 (GUTIÉRREZ Y CASTRO 92).

NOTA 3: Un tipo de consecuencialismo que no es utilitarista, es el egoísmo –la conducta es buena si conduce a mi mayor felicidad–; esta teoría no es respetable por equivaler a la negación misma de la ética.

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