LA CRISIS DE LA MODERNIDAD EN AMÉRICA LATINA Y LO RAZONABLE DE LA CULTURA PREMODERNA

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H.C.F. MANSILLA

BOLIVIA

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The goal of this essay is to place emphasis on some aspects of premodern, that is to say, the pre-industrial culture in Latin America, and especially in the Andean region. Aspects that still contain preservable and valuable elements for human conviviality. The essay is a part of the present debate on post-modernism. The basis for the analysis is the thesis that the present development of Latin American countries exhibits many negative factors, which are not due to backwardness, but to a second-class modernization: too many big towns, ecological disarrays, isolation of the individual, demographic explosion, mass phenomena of alienation, etc. Among the preservable aspects of the traditional order one can find: the extended family as a shelter of practical solidarity, genuine religiousness as a counterbalance to anthropocentrical ideologies, and an aristocratic conception of art as a public aesthetics of high value and strength.

 

Las variadas relaciones existentes entre las herencias socioculturales, los tipos de modernidad, la identidad colectiva y los proyectos para el futuro conforman una de las temáticas más discutidas de la actualidad latinoamericana y de mayor relevancia para la evolución de la consciencia colectiva en el Nuevo Mundo.(29)  Es un lugar común señalar que el legado ibero-católico ha sido negativo para América Latina en las esferas política, institucional y económica a causa del caudillismo, del centralismo, de las pautas autoritarias de comportamiento y de los hábitos prerracionales en el trabajo. Esta tradición representa, empero, un fenómeno sumamente complejo. Es difícil, por un lado, delimitarlo claramente de los otros aspectos afines en el enrevesado campo del desarrollo histórico-cultural; es conveniente y oportuno, por otro, mencionar sus elementos fructíferos y positivos en un momento en que la crisis, generalizada de la modernidad alcanza también a las naciones latinoamericanas y obliga a repensar la cuestión nunca resuelta de sus identidades colectivas. El rasgo distintivo de éstas en la segunda mitad del siglo xx ha sido el intento de una modernización acelerada, es decir el ensayo más o menos metódico de alcanzar el grado de desarrollo técnico-económico y organizativo-institucional de los grandes países metropolitanos del Norte, tanto en sus variantes capitalistas como en las socialistas. Estos esfuerzos han producido, sin embargo, un resultado relativamente mediocre, una modernidad fragmentaria y problemática; es cierto que los valores de orientación y consumo, los grandes objetivos del desarrollo económico y los criterios para juzgar el éxito o el fracaso de un modelo social dado provienen del mundo metropolitano, pero el producto de tantos años consagrados a construir sociedades modernas se muestra ahora tan alejado de los parámetros normativos que la desilusión con la modernidad empieza a preocupar a la opinión pública y a transformarse en un punto central del debate intelectual.

No debe perderse de vista el hecho de que este desencanto con la civilización industrial se halla recién en sus inicios y que atañe a reducidos grupos intelectuales; gobernantes y planificadores, dirigentes sindicales y empresarios, profesionales y obreros siguen creyendo en las bondades liminares del progreso material, en la necesidad de acercarse rápidamente al nivel alcanzado por las naciones metropolitanas y en el carácter positivo y obligatorio de los procesos de urbanización e industrialización. Pero la índole monstruosa que han tomado estos factores centrales de la modernización latinoamericana, junto con la inesperada disminución de la calidad de la vida en medio de los logros tangibles del desarrollo y del progreso han ocasionado un difuso malestar con respecto a la modernidad (30) y promovido una revalorización de lo premoderno. Bajo esto último se entiende principalmente un sistema civilizatorio preindustrial, preponderantemente rural, marcado por las reglas y los valores de la religión y las costumbres no puestas en duda por el racionalismo, y caracterizado por el vigor de los llamados lazos sociales primarios. Este orden tradicional era el que dejó la colonización ibérica, orden que sobrevivió la independencia en muchos terrenos y que había preservado importantes porciones del estilo de vida de las culturas precolombinas. Lo que se percibe ahora es una actitud ambivalente frente a la modernidad, sobre todo frente a la transformación de la vida cotidiana en algo sistemáticamente ordenado y a la prevalencia omnímoda del principio de rendimiento; esta ambigüedad no llega, empero, a poner la cultura moderna radicalmente en cuestión y busca más bien combinarla con aspectos reputados como valiosos de la tradición premoderna. La discusión en torno a la identidad y a la autenticidad de las sociedades latinoamericanas tiene mucho que ver con el rol y la influencia atribuidas a esas ambivalencias.

En general puede aseverarse que la consciencia colectiva latinoamericana ha adoptado como obviamente propio un modelo de desarrollo originado y perfeccionado en los países altamente industrializados del Norte y, simultáneamente, ha elaborado una gama muy amplia de ideologías para convencerse a sí misma de que se trata de una evolución universal de carácter substancialmente positivo e ineludible que, tarde o temprano, tocará en su plenitud a todas las naciones latinoamericanas. Esta concepción, inmensamente popular, pero científicamente ingenua, impide percibir lo negativo de la modernidad y, al mismo tiempo, lo provechoso y meritorio de aquellos sistemas sociales que ahora la opinión pública los considera como anticuados, anacrónicos y depasados por los decursos históricos. Y, sin embargo, también comienza a divulgarse una corriente que subraya lo valioso y aceptable -para una vida más humana y para una identidad colectiva más genuinamente autónoma- de la tradicionalidad pre-industrial.

Aunque en sentido estricto toda sociedad se halla de alguna manera en transición, se suele hablar de la América Latina del presente como una amalgama entre la herencia ibérica (y, en medida mucho más reducida, del legado precolombino) y las tendencias modernizantes derivadas de la civilización industrial del Norte. Los elementos de la tradicionalidad misma no conforman una todo homogéneo, sino fragmentos diversos y hasta dispares; lo rescatable de algunos de ellos debe ser analíticamente separado de los demás aspectos que constituyen la parte autoritaria, irracional y antidemocrática de la herencia prehispánica e ibero-católica. Esta selección denota un momento innegable de arbitrariedad y contingencia. La visión de este pasado no es homogénea: precisamente en la etapa contemporánea, que ha visto en rápida sucesión el derrumbe de tantas certidumbres y la obsolescencia de tantas doctrinas estimadas como definitivas, las tradiciones culturales de América Latina han sufrido las más diferentes interpretaciones y las valoraciones más extremas. Los ejercicios exegéticos que siguen a continuación, que pueden distinguirse por un punto de vista excéntrico, intentan cristalizar hipotéticamente lo positivo y valedero de las herencias culturales premodernas para brindar algún consuelo al hombre actual en el Nuevo Mundo, que ha quedado a la intemperie en el campo de los valores de orientación.

 

La falta de un impulso crítico en las tradiciones culturales

Desde el siglo XVI se puede constatar un relativo atraso filosófico, un estancamiento político -institucional y un marcado desinterés de las instancias estatales por todo afán investigativo en España y Portugal, sobre todo si se compara a estas naciones con los otros países de Europa Occidental. Una atmósfera generalizada de libertad, dogmatismo y espíritu acrítico permeó durante siglos todas las esferas de las sociedades ibéricas; la larga guerra de la Reconquista, el legado islámico, la religiosidad devota, intolerante y extrovertida, el peso de la Inquisición, la falta de estamentos realmente independientes de la Corona, el centralismo castellano y una serie interminable de malos gobiernos y peores monarcas contribuyeron a moldear una civilización y un estilo de vida diferentes de aquellos que prevalecieron en Occidente y probablemente influenciados aun por aquello que habitualmente se denomina el obscurantismo medieval. Aun cuando esta etiqueta sea muy poco precisa y de escaso valor explicativo-analítico, lo cierto es que el ambiente cultural imperante en la península ibérica a partir del siglo XVI correspondió a una marcada esterilidad en las actividades científicas y filosóficas, a una carencia de elementos innovadores en el terreno de la organización socio-política y a una consolidación de la cultura política del autoritarismo. (Este juicio no incumbe para nada el desarrollo de las letras y las artes). Las administraciones coloniales española y portuguesa intentaron, con bastante y perdurable éxito, consolidar este tipo de pautas y normativas culturales en el Nuevo Mundo. Y es en tierras latinoamericanas donde la tradicionalidad se ha mantenido en su versión relativamente menos contaminada y geográficamente más extensa después de que España (y en menor escala Portugal) iniciase durante el siglo XIX un proceso importante de industrialización y urbanización.

El mundo moderno, basado en el desenvolvimiento impetuoso de la ciencia y la tecnología, en la industrialización masiva y en la regulación metódica y exhaustiva de vida cotidiana, no fue prefigurado ni promovido por pensadores ibéricos; al sud de los Pirineos y en el ámbito colonial dependiente de España y Portugal faltó durante siglos una comprensión adecuada de los procesos de modernización iniciados en otros países europeos (por ejemplo, de los aspectos socio-culturales concomitantes de la Reforma protestante) y, al mismo tiempo, una voluntad política sostenida y eficiente consagrada a liberar a las sociedades ibéricas de su petrificación que duró un vasto período histórico. Ambas carencias apuntan a un hecho fundamental y decisivo de la tradición ibero-católica: la ausencia de una actitud liminarmente crítica, que pone en cuestión, analiza e investiga el mundo circundante y plantea caminos alternativos de evolución. Así fue como inicialmente no hubo un acercamiento a la modernidad occidental, ni una discusión de su deseabilidad y sus ventajas; pero cuando la modernización estuvo a la orden del día, generalmente a causa de una determinación tomada en las más altas esferas del gobierno e impuesta hacia abajo sin muchos miramientos, no existió tampoco una toma de consciencia con respecto a sus numerosos factores negativos. Se aceptó una industrialización unilateral, una urbanización desordenada y una destrucción de los sistemas sociales formados orgánicamente a lo largo de milenios con la misma facilidad y ligereza con las que se toleró durante siglos el absolutismo oficial y la religiosidad absorbente.

Cuando las naciones latinoamericanas ingresaron en la segunda mitad del siglo XX al arduo camino de la modernización acelerada, lo hicieron copiando indiscriminadamente los modelos ya existentes en los países del Norte, ofreciendo muy poca resistencia a sus aspectos antihumanistas (y anti-estéticos), ya que, ante todo, se trataba (y se trata) de una imitación de los aspectos técnico-económicos, los cuales predominan hoy en la fase contemporánea de la evolución latinoamericana. Esta adaptación de los modelos normativos del Norte deja de lado de manera más o menos premeditada los elementos racionales, críticos y humanistas que también son propios de la civilización metropolitana y que están íntimamente vinculados a los grandes hitos de su historia, como han sido el Renacimiento, la Reforma, la Ilustración y las revoluciones políticas. Lo ambivalente y equívoco del período actual en el desarrollo latinoamericano reside en el curioso hecho de que el proceso de modernización acelerada en América Latina coincide con la búsqueda más o menos metódica de una identidad colectiva genuinamente propia -búsqueda vana, por otra parte-, con el florecimiento de corrientes autoctonistas e indigenistas y con un vigoroso incremento de ideologías anti-imperialistas y anti-capitalistas. La consecución de ciertas metas en el campo técnico-económico, los progresos innegables en los terrenos de la educación, la salud pública y la infraestructura y el crecimiento hiper-exponencial de las ciudades (factores y resultados todos ellos de la modernización) llevan paradójicamente a preguntarse por el propio pasado, a fabricar hipótesis sobre la identidad nacional y a fomentar teorías revolucionarias de todo tipo. Es en medio de procesos de modernización (que técnicamente exhiben un desempeño global ciertamente exitoso) que una buena parte de la consciencia intelectual latinoamericana empieza a poner en duda las bondades de la modernidad.

La modernidad latinoamericana puede ser calificada en general como de segunda clase. En el Nuevo Mundo hay ciudades enormes que poseen todos los inconvenientes y pocas de las ventajas de las grandes urbes del Norte; los servicios públicos urbanos están próximos al colapso; la extrema corrupción y la ineficiencia concomitante de las administraciones municipales florecen junto a una criminalidad muy alta y a una estética pública desastrosa; la calidad de la vida decae precisamente en aquellos núcleos donde se conjugan los aspectos más sobresalientes de la industrialización.

La urbanización apresurada (a América Latina le cabe el dudoso honor de tener las ciudades más grandes del planeta) y la apertura acelerada de dilatados territorios (a América Latina le corresponde la triste honra de contar con los proceso de defórestación más graves del mundo) tienen lugar sin que surja una preocupación colectiva relevante por la contaminación ambiental y la destrucción de la naturaleza. Finalmente hay que señalar que la construcción de instituciones cívicas y políticas en América Latina ha ocurrido a menudo prescindiendo de los designios de liberalidad, democracia, tolerancia y pluralismo que animaron los orígenes de éstas en el marco de la cultura occidental. Un caso particularmente dramático de un desarrollo estrictamente cuantitativo, sin tener en cuenta ni las variables ecológicas, ni la calidad de la vida, ni la estética pública es de Venezuela (31) Los enormes ingresos derivados de la explotación del petróleo y de otros recursos naturales, que durante largo tiempo gozaron de precios invidiablemente altos en los mercados mundiales, no sirvieron para aminorar las enormes disparidades sociales ni para inducir un modelo de desarrollo genuinamente autónomo y viable a largo plazo. Lo que se ha logrado no es demasiado presentable: una burocracia hipertrófica y sin tareas razonables, una corrupción administrativa propia de la literatura fantástica, aglomeraciones urbanas excepcionalmente feas, la adopción de una mala copia del estilo de vida norteamericano, la falta de factores de una identidad nacional plausible, la prevalencia de una ideología ingenua del progreso material en cuanto nueva religión nacional secularizada, el enorme peso del Estado dentro de la economía y la educación del país, una industria pesada sobredimensionada, deficitaria y a la larga inservible, fenómenos de contaminación ambiental del más alto grado y de naturaleza irreversible, procesos de erosión y descertificación de dimensión casi inimaginable y la destrucción incesante del bosque amazónico. La cultura política en sentido amplio se destaca por la mentalidad de los nuevos ricos, el optimismo acrítico con respecto a las posibilidades y al potencial de desarrollo del país, la actitud descuidada hacia la naturaleza, la desidia ante el ornato público, la improvisación permanente, la ausencia de una democracia participativa efectiva, la manía por los grandes planes globales para acelerar el "desarrollo" y la codificación oficial (artículos 95 y 97 de la constitución de 1961) de los postulados de la diversificación de la economía y de la construcción de una industria pesada.

 

La desilusión incipiente con la modernidad

La discusión en torno al postmodernismo tiene que ver con la modernidad de segunda clase que impera en América Latina, pero también con la crisis ecológica que ya empieza a ser percibida colectivamente, con la explosión demográfica y sus consecuencias y con una burocracia estatal que tiende a usar la tecnología más moderna para el mejor control de la población. En círculos intelectuales y artísticos se nota una resistencia creciente contra todo intento gubernamental de crear una armonía compulsiva, una homogeneidad obligatoria; igualmente se percibe un claro malestar a causa del desdén premeditado (y favorecido por las instancias oficiales) hacia las formas simbólicas y a causa de los excesos en la construcción de una infraestructura muchas veces superflua. Es una protesta, todavía difusa y confusa, contra un mundo demasiado organizado, caracterizado por su ya desmesurada capacidad de integración y normalización, el cual trae consigo una curiosa producción de anomalías, es decir de formas residuales, transgresivas y marginales y de extrañas disfunciones como modelos singulares e insólitos de auto-expresión de los sectores e individuos que resisten al uniformamiento social.(32) También en América Latina empiezan a brotar el desencanto con los "grandes relatos" (la Ilustración, el idealismo, el marxismo), con los sistemas cerrados y unitarios de explicación del mundo, y el cansancio con las grandes instituciones (Estado, partido, administración pública) y con los grandes designios racionales para modificar (o sólo mejorar) el mundo. La razón en cuanto instancia totalizadora está entrando en descrédito, lo que se transluce en un claro escepticismo con respecto a la política como esfuerzo colectivo con sentido inteligible, a los intentos de cooperación e integración internacionales y al propósito de mejorar la suerte de los mortales (33)

En América Latina el debate en tomo al postmodemismo ha suscitado relaciones muy variadas. En las sociedades más desarrolladas, donde ha podido desenvolverse una cierta consciencia de la problemática ecológico-demográfica y donde existe una tradición cultural con fragmentos de cosmopolitanismo (como México, Chile y Argentina), la discusión ha alcanzado un nivel intelectual encomiable y ha interesado a grupos relativamente extensos. En aquellas naciones donde el progreso material goza aún de un prestigio incólume y de una prioridad absoluta, los planteamientos postmodernistas se enfrentan a una postura de incomprensión y rechazo. La urgencia por alcanzar los frutos de la modernidad en el lapso de tiempo más breve (y, en el fondo, a cualquier precio) hace que toda crítica a las normas y a los logros de la modernización aparezca como una actitud antipatriótica o, en el mejor de los casos, excéntrica. Por otra parte, algunos intelectuales estiman que los teoremas postmodernistas serían una "amenaza particularmente perversa" y un "ataque frontal" del dominio imperialista contra todo aquello que se deriva de la "primigenia asociación entre razón y liberación social" y contra "las promesas liberadoras de la modernidad" (desacralización de la autoridad, la idea de libertad y fraternidad, crítica de las jerarquías sociales y de los mitos que las fundamentan).(34) Otra corriente reconoce la legitimidad y pertinencia de muchos de los argumentos de los postmodernistas, pero sostiene que el proyecto de la modernidad ha quedado inconcluso y que la tarea más adecuada hoy en día es reinsertar el proyecto occidental de modernización en la realidad latinoamericana, dotándolo de rasgos propios y resistiendo sus factores destructivos.(35)

 

Aspectos positivos de la tradicionalidad en la ética y la estética

A la prevalencia socio-política de una modernidad de segunda clase hay que atribuir la declinación acelerada de ciertos valores de orientación y modos de organización, que ahora la opinión pública los considera anticuados y dignos de desaparecer del horizonte cultural latinoamericano del presente, pero que han simbolizado y encarnan todavía hoy -en la literatura, en la nostalgia y en la memoria colectiva- formas aún válidas de una vida más plena y humana, de una cosmología más sabia y de una convivencia más sana que los principios derivados de la civilización de la modernidad. La tradición cultural que moldeó el continente latinoamericano hasta bien entrado el siglo XX implicaba una relación distanciada, escéptica y hasta ingeniosa con respecto al Estado, al gobierno y a sus aparatos administrativos. A ella correspondía una ética laboral que no exaltaba el trabajo metódico y continuado ni el ascetismo intramundano a la categoría de fin óptimo de la especie humana y actitud gratísima ante los ojos de Dios, como lo hace la mayoría de las confesiones protestantes, con los resultados conocidos en las naciones metropolitanas: fenómenos universales de alienación, imperio irrestricto del principio de rendimiento, transformación del hombre en el engranaje de fábricas e instituciones y pérdida del sentido de la vida. La sociedad tradicional ha sabido conservar también en lo concerniente a la religiosidad, a la disciplina social y a la estructuración de los llamados vínculos primarios (familia, parentesco, amistad) pautas normativas más diferenciadas, ecuánimes y sabias que aquellas que hoy predominan en los centros metropolitanos.

El orden premoderno ha poseído una concepción muy saludable en lo que se refiere al trabajo. A éste no se le atribuía el altísimo valor que entretanto ha alcanzado en las naciones altamente industrializadas y, en particular, en los países socialistas. Se trabajaba lo estrictamente necesario para sufragar un consumo razonable, pero no para la acumulación de capital y para el posible bienestar de generaciones futuras. Era relativamente desconocido el esfuerzo sistemático en favor de una elevación incesante de la productividad, lo cual es visto ahora como el criterio más importante para juzgar los méritos de un modelo social.(36) Sólo desde el punto de vista de la ética protestante y de sus derivaciones eurocéntricas modernas (que lamentablemente se han convertido en el parámetro mundial obligatorio) se puede menospreciar la vida contemplativa, la dedicación a la magia, al placer o a la creación artística, la comunicación con la naturaleza y la consagración a actividades no productivas. En los sistemas tradicionales la distribución de poder, honor y riquezas estaba ligada, en un grado mucho más elevado que en el presente, a lo casual y contingente y no al rendimiento individual en medio del proceso laboral. Se puede afirmar que, en rigor, aquellos procedimientos para la distribución de méritos no estaban demasiado alejados de la azarosa justicia humana, para la cual rara vez existe una conexión racional entre esfuerzo y recompensa.

Era, sin duda, una posición realista, y de acuerdo a ella el ocio no es menos virtuoso que la laboriosidad. En el orden tradicional había un espacio honorable para aquel otium cum dignitate de índole aristocrática que ha sido muy propicio al florecimiento de una cultura genuina y que hoy en día ha cedido su puesto a la grosera mezcla de trabajo enajenado y derroche plebeyo. No era, sin embargo, una sociedad de holgazanería permanente, pero sí una donde no cabían ilusiones demasiado sublimes en torno a las retribuciones y los logros en verdad modestísimos que se podían alcanzar mediante el trabajo honrado e infatigable o por medio de estudios eruditos y profundos. En el saber superior se translucían de modo patente la influencia y los ideales de la fracción de la clase alta que se dedicaba al ocio, con la finalidad, por lo menos parcialmente, de impresionar a los otros y hasta engañar a los ingenuos. Después de todo, una de las funciones primordiales de los creadores y administradores de bienes culturales ha consistido hasta hoy en desorientar al resto de los mortales, y es una lástima que se haya diluido la vieja actitud escéptica, propia de la aristocracia, frente al saber convencional.(37)

La civilización de la modernidad, tanto en su variante capitalista como en sus experimentos socialistas, ha difundido el mito acerca de la igualdad liminar de los hombres (igualdad ante la ley, igualdad de acceso a las fuentes del poder político, igualdad de oportunidades en la educación, etc.), mito en sumo grado exitoso, útil y aprovechable desde el punto de vista de las clases dominantes en regímenes muy disímiles porque permite encubrir eficazmente una estructuración social altamente jerárquica, enrevesada e injusta -como es la moderna- que está disimulada por la intransparencia, la discreción y las llamadas coacciones tecnológicas. Esta leyenda se presta para seducir y engatusar a los estratos sociales con una formación técnica moderna. La ideología de la igualdad sirve para disimular una de las consecuencias más importantes de los decursos de modernización en la esfera político-institucional. Como se sabe, el mundo contemporáneo es, así sea verbalmente, el campo de ación de principios, procedimientos y doctrinas democráticas, pero en realidad conforma el modelo para aprehender, canalizar y utilizar rentablemente los llamados recursos humanos. La modernidad constituye el proceso exhaustivo de expansión de los subsistemas de racionalidad instrumental, incluyendo la esfera de la vida cotidiana y la del Estado. La racionalización de todo el conjunto social tiene una de sus manifestaciones más resonantes y más controvertidas en el fenómeno de la burocratización; la lógica de la modernización es, por una parte, el sometimiento de la vida cotidiana de cada individuo al principio de rendimiento, a una metodicidad inescapable y a normas pretendidamente universales y, por otra, la transformación de los aparatos gubernamentales en mecanismos absorbentes y dilatables que funcionan de acuerdo a la razón instrumental. La burocratización de la sociedad es un aspecto concomitante de la sociedad de masas, de la democracia erigida en orden social incuestionable y del principio de la igualdad de los hombres. Estos factores, llevados a sus consecuencias naturales, ocasionan la pérdida progresiva de la libertad individual y la dilución del sentido de la vida social y de los esfuerzos históricos.(38) Alexis de Tocqueville señaló en el siglo xix los peligros inherentes a la democracia de masas, la contraposición entre libertad e igualdad y los aspectos totalitarios de un ordenamiento político sin contrapesos institucionales ni poderes intermedios; Max Weber analizó a comienzos del siglo XX las consecuencias que se derivarían de una burocracia técnicamente perfecta ("la jaula de hierro de la sumisión" la cual puede emerger sólo a partir de la nivelización de todos los sectores dominados (es decir, a partir de una radicalización efectiva y práctica del principio de la igualdad liminar) frente a los detentadores del poder burocratizado. La democracia se reduce en tal caso -lo cual no es nada extraño al mundo actual- a un método de selección, legitimización y renovación de las élites de poder, únicas usufructuarias genuinas del modelo burocrático de dominación.

Es esta esfera del antiguo régimen (en cuanto encarnación clara de la tradicionalidad) tiene la enorme ventaja sobre la modernidad de haber aceptado y comprendido la tensión inextinguible entre libertad e igualdad y de no haber sucumbido a la tentación de privilegiar esta última. De modo realista el orden premoderno se desenvuelve dentro de todo tipo de desigualdades y, al admitirlas y sancionarlas legalmente, las hace transparentes y evita simultáneamente el surgimiento de falsas ilusiones. La estratificación social de la España premoderna y de sus colonias no estaba ciertamente libre de arbitrariedades y rigideces, pero dejaba reconocer inmediatamente la correlación efectiva de las fuerzas sociales y la distribución de poder y prestigio entre sus diferentes estamentos. Esto no quiere decir, evidentemente, que títulos nobiliarios, honores y gratificaciones hubieran correspondido a merecimientos individuales que desde un criterio racional pudieran ser calificados de legítimos o aún sólo de tolerables, pero configuraban en su totalidad un sistema aristocrático de signos ostentativos, al cual no se le pueden rehusar algunos valores estéticos muy sólidos.

En contraste con la época actual, la clase alta en la península ibérica y en el Nuevo Mundo poseía hasta mediados del siglo xix un auténtico interés por lo ornato público, por un estilo de vida propio y claramente diferenciado de aquellos de las otras capas sociales y por el desarrollo de un arte y una literatura congruentes con sus inocultables esfuerzos por sobresalir dentro de su medio y de su tiempo. El protestantismo, en cambio, que puede ser considerado como uno de los agentes más enérgicos e influyentes de la modernización a nivel mundial, significó una verdadera catástrofe para la estética pública, para el estilo de vida y hasta para el arte de la conversación: sus propensiones anti-aristocráticas, su culto de la interioridad, su rechazo farisaico (y pequeñoburgúes) de los símbolos externos, su incomprensión de la ironía y, en general, de las sutilezas y perversidades de las relaciones entre los hombres y sus manías puritanas han coadyuvado al uniformamiento de las sociedades supeditadas a esta fe, al debilitamiento de los vínculos primarios y a la aparición de las alienaciones modernas. No es casualidad el hecho de que la ética laboral propagada oficialmente en los sistemas socialistas contemporáneos se asemeje bastante a la moral del ascetismo intramundano divulgado por los sectores más puritanos del protestantismo y con las mismas connotaciones en lo que se refiere a la acumulación primigenia de capital.(39)

Las clases dominantes del presente en América Latina han brotado de un proceso de modernización de segunda calidad y han sido marcadas decisivamente por él. Forman un conglomerado híbrido que nunca experimentó ni la disciplina de las burguesías protestantes, ni el savoir-vivre de la nobleza católica, ni el espíritu innovativo de la plutocracia norteamericana. Este estrato no puede ni quiere disimular su origen plebeyo y sus parámetros de orientación basados en la chabacanería contemporánea. No ha sabido crear una cultura propia y específica y ha adoptado más bien las pautas de comportamiento, las preferencias y los gustos de las clases medias norteamericanas de corte provinciano. Es verdad que la aristocracia tradicional tuvo siglos para constituir su modo de vida y sus criterios estéticos depurados, sin tener que sufrir ni la crítica ni la competencia serias de otros grupos sociales organizados, Pero también es cierto que las capas más privilegiadas de la actualidad disponen de medios financieros (en una cantidad tal que la antigua nobleza nunca hubiera imaginado como posible), de posibilidades de viajes y ofertas de educación y esparcimiento que son seguramente excepcionales en el curso de la historia universal .

Estas aseveraciones no deberían ser entendidas como una apología indiscriminada de la antigua aristocracia. España tuvo la desgracia, por ejemplo, de carecer de una clase alta independiente en sentido financiero, político y cultural, comparable a la nobleza de los otros países de Europa Occidental. Ya en el siglo XVII el estamento señorial español había dejado de ser un estrato jurídicamente organizado como instancia de propio derecho, con un código particular de ética y con autonomía económica, para convertirse en una mera "élite de poder", subordinada a los favores y a las dádivas de la Corona, sin continuidad institucional y sin conceptos propios de moral.(40) Dos peculiaridades esenciales de esa "clase política" han preservado y hasta perfeccionado algunas élites latinoamericanas actuales: el saqueo del tesoro público como base de la propia economía y la estulticia en el manejo de los asuntos de Estado. Es interesante aludir entre paréntesis a un pensamiento de Thorstein Veblen, quien llamó la atención acerca de la similitud que, después de todo, existiría entre el tipo ideal del delincuente y el del representante de la clase alta: una misma "utilización sin escrúpulos de cosas y personas para sus propios fines", un idéntico "desprecio por los sentimientos y deseos de los demás" y una igual "carencia de preocupaciones por los efectos remotos de sus actos"(41)

Pese a todas sus limitaciones, la vieja aristocracia tradicional protegió y fomentó un espacio donde el arte pudo desplegar algunas de sus posibilidades; la tuición eclesiástica y la preceptiva teológica cercenaron en el Nuevo Mundo un florecimiento mayor de las musas. Aquella atmósfera permitió, sin embargo, una cierta autonomía de los valores estéticos. El quehacer artístico pudo ser fructificado por la contemplación, la fantasía y el sentimiento, antes de que estas categorías cayeran en descrédito frente a las necesidades del actual mundo industrializado y también frente a los dictados del realismo socialista.(42) La cultura tradicional y el mecenazgo aristocrático mostraron, paradójicamente, un comprensión bastante amplia por los aspectos positivos de la creación individual y subjetiva, sin llegar, empero, a endiosar el rol del artista. En aquel marco germinó la concepción de que el arte representa una realidad más elevada, pura y noble que la vida cotidiana; el arte como una verdad superior y en cuanto encarnación de la promesse de bonheur se transformó parcialmente en una protesta -sublime pero clara- contra lo profano y prosaico de la existencia real.

La civilización moderna, y especialmente esa imitación de segunda clase en tierras del Tercer Mundo, ha significado ciertamente un gigantesco impulso liberador para aquellas fuerzas del individualismo que estaban latentes en el seno del antiguo régimen, pero ha instaurado simultáneamente una tendencia vigorosa hacia el uniformamiento avasallador de toda la vida social. El protestantismo, el absolutismo modernizante, el jacobinismo de la Revolución Francesa y todas las corrientes del marxismo han coadyuvado poderosamente a esta magna empresa de la nivelación, centralización y normalización, que ahora es reputada como precondición indispensable de todo progreso serio. El principio de rendimiento y la propensión a someter toda la gama de actos humanos bajo un mismo sistema de criterios valorativos han contribuido de modo decisivo a despojar a la literatura y al arte de su aura mágica, transcendente y excepcional y a convertirlos en asuntos habituales como todos los demás. El actual arte post-aurático ha devenido objeto decorativo o mensaje ideológico, dejando de lado los temas que lo hicieron grande. El desprecio más o menos consciente por la belleza, la sensibilidad, la pasión y el buen gusto -que hoy prevalece en cuanto signo de la modernidad democrática- ha sido, empero, una constante del pensamiento represivo y reaccionario; sólo el arte que se concibe a sí mismo como búsqueda perenne de armonía y belleza puede desplegar su potencial innovativo y mostrarnos la posibilidad de una vida plenamente lograda.(43) Este arte auténtico no se da en el seno de aquellos movimientos contemporáneos tratan de borrar las diferencias entre lo santo y lo profano, entre lo cotidiano y lo festivo, entre lo público y lo privado, entre lo lícito y lo delictivo, entre la cursilería y la maestría, entre la locura y la razón. La inclinación a estas deliberadas simplificaciones en nombre de la modernidad y el espíritu progresista y revolucionario, desinhibido e imaginativo apunta, en el fondo, a la destrucción del arte, de los valores humanistas y de la verdad inmersa en estos últimos.(44) El actual ensalzamiento inmoderado del artista (en conjunción con la carencia de conocimientos y criterios estéticos dentro de la nueva clase dominante) conduce a que cualquier capricho, experimento o aberración de aquél sea considerada como una genuina obra de arte. El carácter premeditadamente rústico de ésta y su similitud con la esfera de lo prosaico son ahora argumentos en favor de estos objetos artísticos, de su profundidad y novedad, de la singularidad de su mensaje y de la originalidad de su ejecución. En la sociedad premoderna todo este discurso habría sido desenmascarado como el burdo intento de justificar la mediocridad de gente sumamente vanidosa que se habría equivocado de oficio. El respeto a la comunidad de parte de los auténticos artistas se manifestaba en la sana costumbre de someter al veredicto de los entendidos unas pocas obras primorosamente terminadas y en no fatigar la atención pública con meros esbozos, proyectos y ocurrencias que pertenecen, así sea por un mínimo sentido de decoro, a la vida privada del artista.

 

Lo rescatable del orden tradicional en las esferas de la familia y la religión

La ambivalencia de la civilización moderna con respecto al individualismo (liberación de las fuerzas subyugadas por el colectivismo y, simultáneamente, uniformamiento obligatorio de las pautas de conducta y orientación) hace ahora aparecer bajo una luz más positiva una de las características fundamentales del orden tradicional. La familia extendida, la parentela, la amistad y otros vínculos primarios se hallan, como se sabe, en franco retroceso; ahora se los considera, no sin cierta razón, como residuos del pasado que han perdido ya todo sentido o como instrumentos particularmente detestables -por ser directos y burdos- de control social.

Por otra parte, la autonomía del individuo y la concepción acerca del carácter único de cada persona constituyen una de las conquistas más nobles y duraderas de la civilización occidental; la modernidad se ha distinguido por haber sentado las bases filosóficas, éticas, jurídicas y políticas para la defensa y el desenvolvimiento del individuo frente a aquellas instancias como el Estado que pueden coartar su libertad. Personalidades fuertes y autónomas requieren, sin embargo, de una atmósfera que les brinde inalterablemente amparo, seguridad, cariño y calor; una identidad personal sólida se complementa adecuadamente con una identidad grupal bien establecida, la cual representa una de las cualidades distintivas del orden premoderno. En casos de privaciones, emergencias y desgracias, la familia extendida y la parentela solían actuar como instituciones que ofrecían ayuda, consuelo, aliento y protección de modo rápido, espontáneo y libre de formalidades. Estas estructuras de interrelaciones humanas, a las que se les atribuye en el presente el carácter de lo anticuado y engorroso, cifraban su honor en un sentimiento de responsabilidad social que abarcaba tanto la colaboración en momentos de aprieto como el conferir la sensación de calor hogareño a los necesitados. En muchas sociedades premodernas, que hoy son calificadas despreciativamente de arcaicas o, por lo menos, de anacrónicas, emergía esa solidaridad no burocrática envuelta en lazos de reciprocidad y en rituales complejos, pero servía eficazmente en el plano prepolítico para mantener despierta la idea de una convivencia humana que incluía a los marginales, los dementes y los enfermos.

Se puede argüir, con todo derecho, que esta visión del orden tradicional ha sido embellecida inmerecidamente por la parcialidad y la nostalgia. Las ventajas del mundo premoderno resaltan, sin embargo, a la vista de las deficiencias que nos ha legado la civilización industrial. La liberación del individuo ha ido acompañada por la declinación de los vínculos inmediatos y por la destrucción de un tejido social formado a lo largo de milenios. Entre los estigmas contemporáneos hay que nombrar la anonimidad en las grandes aglomeraciones urbanas, la transformación de la amistad en una relación instrumental para lograr contactos y favores, el abandono de los niños y los ancianos, la soledad generalizada, el comportamiento anómico y la pérdida de una identidad equilibrada.

A la actual familia nuclear, celebrada como -un símbolo de progreso inequívoco, le incumben tareas muy prosaicas: sus miembros deben disponer de amplios conocimientos técnicos e intelectuales, pero deben ser flexibles, maleables y manejables, es decir que deben desarrollarse de acuerdo a las exigencias siempre cambiantes de los aparatos productivos y administrativos. La adaptabilidad y la elasticidad del hombre moderno estarían evidentemente restringidas si éste conservase demasiadas obligaciones familiares, ataduras sentimentales o reservas éticas. La sociedad industrial ofrece, sin duda alguna, muchísimas más oportunidades de toda clase que la tradicional, pero exige igualmente el cumplimiento de muchas más reglas de comportamiento que permanecen disimuladas tras el velo del principio de rendimiento y de la razón instrumental. (45) La transformación del hombre en un engranaje altamente efectivo de la fábrica o de la burocracia ha sido paradójicamente posibilitada por la disolución de la autoridad paternal y la metamorfosis de la familia en una unidad de reproducción y consumo. Es cierto que los hijos se han liberado de la tutela del pater familias, pero carecen ahora de aquella figura central que era al mismo tiempo el modelo ejemplar y la causa de rebelión y, por consiguiente, el apoyo imprescindible para la constitución de identidades autónomas sólidas. Sin esta constelación resulta más fácil conducir y hasta seducir a los individuos mediante instituciones que encarnan la autoridad paternal de modo subrepticio, como los medios masivos de comunicación. En este contexto es apropiado llamar la atención sobre la coincidencia entre las "utopías negras" de George Orwell, Evgenij Zamjatin y Aldous Huxley, cuyas visiones monstruosas del futuro se basan en la plasticidad y ductibilidad ilimitadas del género humano.(46) El ciudadano de la civilización industrial está contento de no conocer a sus parientes y no tener que preocuparse de ellos, y, en el mismo grado, orgulloso de su alto grado de movilidad y de que su empresa le asigne cada cierto tiempo otro lugar de residencia y trabajo; las servidumbres antiguas, claras y patentes, han sido desplazadas por otras más discretas y sofisticadas, pero no menos absorbentes.

Algunas de las ventajas de la tradicionalidad -solidaridad recíproca, estabilidad afectiva, seguridad anímica- estaban conectadas a estructuras sociales relativamente simples y florecieron en ambientes francamente restringidos, en los que prevalecía una jerarquía muy elemental de valores de orientación. El intercambio de informaciones con el mundo exterior estaba limitado a un mínimo y atañía sólo a los asuntos de la clase alta. Ante estos hechos se puede argumentar -no sin razón- que el orden tradicional en su totalidad no tiene nada serio que ofrecer al complejo mundo moderno, y menos aún en el terreno de las pautas normativas de comportamiento. Sólo después de conocer los lados negativos de la modernidad y el carácter omnívoro de sus instituciones -el Estado, la nación, la burocracia, la gran empresa, la escuela y los demás entes nivelizadores- se puede apreciar lo positivo del orden tradicional: sus ideologías fragmentarias, sus lealtades diluidas, sus sistemas laxos y hasta incoherentes de control social. Recién hoy, después de Hiroshima y Aschwitz (exponentes paradigmáticos de lo malo de la modernidad), podemos percibir con menos prejuicios lo razonable en aquellos regímenes sociales que parecen algo caóticos, faltos de dinamismo, provincianos y carentes de pretensiones teóricas con respecto a la propia evolución.

El renacimiento de tendencias fundamentalistas ha reavivado el debate acerca del sentido y de la función actuales de la religión. Diversas corrientes del pensamiento moderno ven en las religiones sistemas anticuados para aprehender la realidad o construcciones de imágenes que el hombre se ha hecho del mundo, imágenes que permiten establecer a posteriori una secuencia evolutiva en torno al conocimiento creciente que los mortales tienen del universo y en torno a la lógica inmersa en sus estrategias para domeñar la naturaleza y a sí mismos. Este interés, indudablemente científico, permanece indiferente hacia el núcleo del fenómeno religioso y lo equipara a los mitos, las leyendas, las ideologías y las especulaciones filosóficas (47)

Dentro del marco de la sociedad premoderna se sabía, en cambio, que la religión es, ante todo, un conjunto de formas y actuaciones simbólicas que nos vincula con las primeras, es decir, con las últimas condiciones de nuestra existencia. Las concepciones teológicas son necesarias para soportar y superar el carácter contingente, aleatorio y caprichoso del mundo. Lo rescatable del pensamiento religioso residiría en la actitud de modestia humana frente a la creación, en aquel momento de humildad ante la naturaleza y de respeto ante todas sus criaturas que está implícito en los grandes textos teológico-religiosos, pero que no ha inspirado los dogmas oficiales de la Iglesia Católica ni su praxis secular. El conocimiento racional del universo y el desvelamiento científico de sus misterios no representan probablemente la palabra definitiva sobre la realidad; es igualmente posible que las categorías cognoscitivas del hombre estén ligadas inextricablemente a nuestra organización subjetiva, lo cual no impediría llegar a saber qué es lo absoluto y explicar en qué consiste. Nuestra comprensión del mundo no es totalmente adecuada a la objetividad del mismo; la verdad última -si es que tal existe- no es traducible al lenguaje humano. La religión nos puede ofrecer un acceso a esta dimensión que la modernidad ignora deliberadamente, desatendiendo así un campo fundamental para la reflexión sobre la identidad y el destino de la humanidad.

La religión encarna, por otra parte, uno de los elementos más nobles del espíritu humano, que obviamente sobrepasa el estrecho terreno de la racionalidad instrumental y de la lógica imperante en las sociedades modernas. El rechazar esta temática no es un título de honor para la modernidad es más bien un indicio de lo que este orden social -como todos los anteriores- censura, acalla y rechaza; la reflexión acerca del sentido de la existencia y del objetivo último de los esfuerzos humanos no ha sido nunca una actividad grata a los guardianes del orden establecido. El anhelo de que este mundo con todos sus horrores y todas sus injusticias no sea lo último y definitivo, une y reconforta a los mortales que no pueden ni quieren conformarse con las iniquidades de la vida. De esta manera Dios se convierte en la meta de la nostalgia y del homenaje humanos que no condescienden a aceptar y a justificar lo inevitable. Dios cesa de ser un objeto del saber y poseer; El vuelve a ser la fuente de iluminación y consuelo.(48)

La fe en lo Eterno y Transcendente contribuye a relativizar aquellos designios humanos de megalomanía socio-política que pueden degenerar en fuerzas demoníacas y autodestructivas mediante el mal uso de los avances tecnológicos. El hombre, como ser finito y, simultáneamente, inclinado al desacierto, a la soberbia y a la sobreestimación de sí mismo, tiende a considerarse la consciencia y el télos del universo, y puede, por lo tanto, transformarse en un ídolo altanero que siente apetito por sacrificios sangrientos y que pretende la mutación del universo según sus fantasías insanas. En una época en la que éstas pueden devenir realidad mediante el progreso científico y técnico, la fe religiosa puede significar un contrapeso al arcaico pecado del orgullo disfrazado de proyecto tecnológico. El pensamiento religioso podría mitigar la propensión a creer que la naturaleza es un ente sin derechos propios y más bien una cantera para los propósitos humanos; esta típica concepción occidental de un antropocentrismo liminar es también responsable por las innumerables crisis ecológicas del presente. La hybris humana tiene una dimensión luciferiana que pasa fácilmente desapercibida en un contexto secularizado como el actual. Fragmentos de religiosidad pueden contribuir a moldear un comportamiento colectivo que sienta reverencia por todas las obras de la naturaleza -como lo quería San Francisco de Asís-, que fomente una tolerancia no competitiva y que ponga en práctica el principio de una bondad global. Se congeniaría así la percepción de la belleza del cosmos con el afecto por todas las criaturas, cumpliendo un postulado que es común a diversas confesiones. Por otra parte, la creencia en lo que trasciende nuestra limitada realidad parece ser necesaria para fundamentar la idea de lo bueno: sin Dios, señaló Max Horkheimer, es problemático el afirmar que el amor y la justicia sean mejores que el odio y la iniquidad.(49) Constituye una forma de vanidad el tratar de salvar sin Dios un sentido incondicional del universo. Toda acción virtuosa y benevolente pierde su aura sin la invocación de lo divino.

 

Lo tradicional en cuanto contrapeso a la tendencia de un uniformamiento universal

La civilización de la modernidad tiende a desdeñar el pasado como un mero antecedente, habitualmente embarazoso, del presente y del porvenir y a suponer que se puede construir un orden mejor y más racional mediante sistemas tecnológico-económicos que se rigen por la razón instrumental. También en América Latina se va difundiendo la concepción tecnicista de que se puede hacer tabula rasa con el pasado, con la heterogeneidad regional y étnica, con las peculiaridades históricas y culturales y con las tradiciones colectivas; ahora se considera posible y deseable la construcción del progreso social según las pautas de proyectos técnicamente factibles. Esta doctrina es popular tanto entre tecnócratas conservadores como entre socialistas radicales. La legitimidad de lo moderno estriba, como se sabe, en el éxito de los procesos tecnológicos y -en la llamada superación de la pobreza y el atraso, los que son equiparados sin más con lo tradicional. Karl Marx realizó un importante aporte a esta visión instrumentista de la historia contemporánea, visión simplificada y extremada por sus epígonos y escuelas sucesorias. El nunca ocultó su admiración por los jacobinos franceses, que habían despreciado todas las formas de organización social basadas en la variedad de lo que ha crecido orgánicamente en forma autónoma, original y libre de directivas emanadas de un centro estructurador.(50) Ya Aristóteles había criticado la utopía platónica por identificar ésta las relaciones socio-políticas con los vínculos simples y claros de la familia y el hogar, insistiendo en la necesidad de que en el plano de los asuntos públicopolíticos predominara la mayor diversidad posible (dentro del respeto a algunas reglas fundamentales de juego). Esta heterogeneidad de las relaciones humanas aseguraría la esfera de la libertad del individuo.(51)

La variedad en las esferas política, institucional y cultural es el legado más importante y valioso del orden premoderno. La civilización industrial está trabada de modo indisoluble con la inclinación más enérgica en favor de lo centralizado, uniforme y normalizado; por ello el proceso modernizador ha significado el ocaso de las disparidades socio -culturales, la denigración de las diferencias étnico-regionales desplegadas a lo largo de siglos y el desprestigio de los valores normativos desarrollados orgánicamente. en el marco de este discurso se van dando evidentemente procesos de índole positiva: se han reducido discrepancias educacionales, se han abolido desigualdades jurídicas y se han diluido pautas irracionales de comportamiento, lo cual ha ocasionado una mayor justicia social y la base para un razonable progreso económico. Pero esta misma evolución tiende asimismo a desacreditar la idea de la heterogeneidad en cuanto elemento positivo de la humanidad y, por ende, a desdeñar toda imagen favorable a la pluralidad de modos de vida y de modelos evolutivos históricos. El peligro inherente es la monotonía en la estructuración de las sociedades a nivel mundial, la difusión universal de los cánones culturales de la actual clase media de los países ya altamente industrializados, la desaparición de la polifonía y la policromía entre los pueblos, la asimilación del campo a la ciudad, el equiparar las pequeñas poblaciones a las grandes urbes y el anhelo de igualar los estados periféricos a las naciones metropolitanas.

En comparación con el mundo de la modernidad, el orden tradicional exhibe una mayor diversidad de alternativas de organización política e institucional. La industrialización ha traído consigo, tanto en su variante capitalista como en sus modelos socialistas, la norma generalmente aceptada de que lo divergente es lo negativo; lo otro, lo heterogéneo y lo diferente adquiere ahora el tinte discriminatorio de lo anticuado, regresivo y anormal. Lo que no se adapta a estos parámetros es calificado de evolución deformada, insuficiente, anómala, irregular, deficitaria y raquítica. "Subdesarrollo" es, por ejemplo, un concepto definido ex negativo por el estado de cosas prevalecientes en una sociedad externa a la subdesarrollada, la cual acepta, sin embargo, las pautas normativas de aquélla como las únicas realmente válidas. Todo sistema social supone que su escala de valores posee una validez más o menos universal; las sociedades metropolitanas actuales han sido sumamente exitosas a este respecto, ya que sus padrones de orientación y desarrollo han sido adoptados sin muchas reticencias por el resto de la humanidad. Esto ha contribuido eficazmente a que todos los ordenamientos premodernos sean vistos hoy en día como sistemas inmersos en el estancamiento evolutivo o como anomalías que se han ido apartando del crecimiento cabal y correcto.

La homogenización del mundo y el creciente menosprecio por lo divergente puede conducir a un dominio absoluto e inescapable sobre hombres y recursos. El orden tradicional, con su pluralidad de fenómenos jerárquicos y valores de orientación, ha representado un obstáculo más o menos idóneo contra la administración centralizada de la vida social, contra el saqueo irrestricto de la naturaleza mediante la tecnología contemporánea y contra la manipulación discreta pero exhaustiva de los ciudadanos, convertidos ahora en súbditos contemporáneos de un poder absoluto, ciertamente más refinado, pero no menos absorbente que el despotismo oriental. Lo que ahora es considerado como el elemento retrógrado y retardador de la tradicionalidad, constituye también una traba no despreciable -aunque tampoco demasiado vigorosa- contra el surgimiento de regímenes- autoritarios de corte moderno(52) en América Latina, donde los programas modernizantes siguen gozando de un prestigio que aún no está mitigado efectivamente por una consciencia ecológica difundida, existe una opinión pública bastante favorable hacia gobiernos tecnocráticos con rasgos autoritarios: se supone que los planes y proyectos de desarrollo pueden ser implementados de manera más eficaz si no surgen limitaciones derivadas de procedimientos parlamentarios engorrosos, de autonomías regionales que reclaman sus derechos o de objeciones de grupos que se preocupan demasiado por el medio ambiente y si, por el contrario, se da una amplia "movilización" de hombres y recursos, canalizada de modo enérgico por un gobierno dinámico. No es extraño que este tipo de planteamientos este acompañado por la creencia de que la felicidad individual residiría en la facultad, aceptada gustosamente, de someterse a un Estado simultáneamente poderoso y opulento.

La evolución de Europa Occidental desde por lo menos el siglo XVII puede ser interpretada como un gigantesco proceso de domesticación de los instintos, sujeción de las voluntades, subordinación de los anhelos y disciplinamiento de las ambiciones individuales en pro de objetivos sociales que se materializaron a largo plazo, como la industrialización, la consolidación del Estado nacional, la acumulación de capital y la urbanización en gran escala. Aspiraciones personales, proyectos de vida al margen de esa vasta corriente, fantasías extemporáneas y hasta sistemas filosóficos y teológicos fueron aniquilados por la tendencia, propia del racionalismo modernizante, a domeñar, amaestrar y subyugar todo lo espontáneo que habían conservado los mortales. Esta evolución, iniciada por la Reforma protestante, comenzó por borrar las diferencias entre lo sagrado y lo profano, pero esta primera gran nivelación reemplazó, como la describió Marx brillantemente, la servidumbre basada en la devoción por aquella fundamentada en la convicción, quebrantó la fe en la autoridad restaurando la autoridad de la fe, hizo superfluos a los clérigos porque transformó a los laicos en clérigos y emancipó al cuerpo de las cadenas exteriores porque instauró éstas en el corazón de cada hombre.(53) La abolición de la religiosidad exterior, de los ritos, las ceremonias y las jerarquías y del arte eclesiástico ha ocasionado que los mortales interioricen y respeten como propias las normas más severas de una sociedad supeditada desde entonces al principio de rendimiento.

España, Portugal y sus respectivos imperios coloniales se mantuvieron hasta fines del siglo XIX al margen de esa tendencia uniformante. La preservación, parcialmente hasta hoy, de individuos anárquicos, comportamientos anómicos, caprichos singulares, obstinaciones curiosas, inclinaciones anacrónicas, regionalismos exorbitantes, anomalías culturales e irregulares históricas, señala un grado afortunadamente menor de integración, normalización y centralización sociales. Estos factores del orden tradicional son muestras perdurables del apego a lo heterogéneo y de la afición a lo multiforme y variopinto, es decir a lo genuinamente humano. Después de todo, un sistema social donde todo estuviese dirigido de la manera más eficiente desde un centro conformado por los iluminados de la época, donde todas las acciones humanas se entrelazarían dentro de la lógica más racional y donde los deseos, las nostalgias y hasta los temores de todos los hombres se convirtiesen en transparentes, constituiría seguramente una utopía de la perfección, pero la vida en ella sería mortalmente tediosa y claramente totalitaria. Por contraste, el orden tradicional, con sus desigualdades, anacronismos, misterios y aspectos insólitos -con sus cosas aún por hacer, con sus tareas que proporcionan sentido limitado a los esfuerzos humanos- suministra un cierto obstáculo para la consecución práctica de los peligrosos frutos que pueden emanar del racionalismo, del marxismo y del psicoanálisis. Al señalar las consecuencias inherentes a los mejores productos de la modernidad, es oportuno referirse brevemente a los peligros asociados con la tradicionalidad en el campo socio-político. La censura al racionalismo puede engendrar el culto del irracionalismo, la arbitrariedad y el esoterismo; el ejercicio de la injusticia, la apología de las dictaduras, la defensa de los intereses particulares más innobles, la promoción del fundamentalismo religioso, la defensa de los dogmatismos de todo tipo y la práctica de las costumbres más groseras pueden efectivamente ser favorecidas por una actitud que reniega de la razón o que, por táctica ideológica, afirma que se distancia de los postulados de la Ilustración. Así como una institucionalización política precaria, tan frecuente en sociedades premodernas, puede abrir las puertas al despotismo, las doctrinas anticentralistas pueden dar paso al provincialismo más inicuo y al parroquialismo más torpe.(54)

La filosofía y la ciencia nacieron también de la admiración ante la belleza del cosmos y de la sorpresa ante lo inaudito y lo insólito. La condición fundamental de todo saber es la pasión por cuestionar, descubrir y desvelar; la base del arte y la literatura es la irrupción de un entusiasmo por la verdad que emerge con el propósito vehemente de exhumar y revelar la esencia encubierta de las cosas.(55) El vínculo entre pasión y verdad, el símbolo más noble de la existencia humana, y la capacidad de asombrarse ante el entorno de uno mismo, son fenómenos desechados por la modernidad en cuanto resabios sentimentales de una era superada por la historia.(56) El amor apasionado por la verdad y la belleza configura la porción más insigne de aquello que la sociedad premoderna nos ha legado. La conciliación entre razón y sensualidad y la victoria de Eros sobre la agresividad individual y colectiva pueden coadyuvar a humanizar la técnica, el consumo y la planificación y, por ende, a mitigar las rigurosidades de la civilización industrial.

Los valores de la órbita de la tradicionalidad pueden ser ciertamente calificados de anticuados: fidelidad en lugar de codicia, solidaridad en vez de competencia, generosidad en lugar de parsimonia, amistad en vez de egoísmo, hogar sin burocracia, felicidad libre de esfuerzo, bienestar sin megalomanía y la conservación del mundo en lugar de su modificación. Pero aún así parecen ser útiles para hacer más llevadera la existencia en las sociedades latinoamericanas del presente que se caracterizan por querer alcanzar indefectiblemente y en el lapso de tiempo más breve el grado de evolución histórica de las naciones metropolitanas del Norte, sin percatarse de que la vida en éstas no es tan satisfactoria como se supone fuera de ellas.

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