GENEALOGÍA DE NUESTROS VALORES MORALES

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José María Rosa  (recopilado por Eduardo Rosa) 

 

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Moral de señores y moral de burgueses

            El pacto feudal producía recíprocos derechos y obligaciones:  el vasallo debía entregar parte del producido de la tierra al señor, y este proteger la vida y haciendas de aquel.  De allí que al señor se lo educara para la guerra, pues hacer la guerra era su oficio natural.  Por eso la esencial virtud señorial fue el coraje:  desde niño se le enseñaba a templar sus nervios asistiendo a batallas y familiarizándose con la muerte; de hombre acababa de adquirir un completo dominio sobre el miedo en arriesgadas cazas de jabalí o en los torneos caballerescos.  Y mientras los juegos señoriales le creaban las condiciones físicas del coraje, juglares y troveros preparábanle el espíritu cantando, para su ejemplo, las estupendas hazañas de los Amadís o Pentapolines cuyos brazos invencibles se encontraban siempre al servicio de Dios y de los débiles.

            La vida del señor era perpetuo combate hasta que flaqueara el vigor de su brazo o se mostrara esquiva la suerte de las armas.  El señor valía más cuanto menor fuera su capacidad de miedo.  Si no podía dominar sus nervios, si en el combate el temor trababa sus acciones, era mejor que buscara en la meditación o en el claustro un oficio mas de acuerdo a espíritus pacíficos y reflexivos.

            El honor señorial consistía en ser valiente, leal y generoso.  Era la suya una interpretación heroica de la moral cristiana.  Valía el valor, y esta palabra ha llegado a nosotros con el doble significado de coraje y medida de todas las cosas.  Valía la lealtad, en ese mundo feudal de contratos verbales y de obligaciones imprescriptibles.  Valía el desprendimiento y la generosidad, pues el oro fue siempre un medio, nunca un fin.

            Fuera de eso despreciaba todo lo demás: jugábase la vida en cada lance de guerra, tirando el dinero que jamás le faltó  ni le sobraba tampoco.  Odiaba, con todo el odio de su corazón generoso, a los infieles que no creían en su Dios, a los herejes que lo interpretaban torcidamente o a quienes le disputaban su tierra o su dama y todos quienes – como sus vecinos los burgueses – no ponían como el, su honor en el coraje o daban la vida para defender a los débiles, eran objeto de su altivo desprecio.

            Esos amores y esos odios, esas admiraciones y esos desprecios señalaban la pauta de la conducta señorial.  Era esta una moral que toleraba el despanzurramiento de un burgués para destinar a mejor provecho el oro de sus talegas, pero que tachaba inexorablemente a quienes dieran la menor muestra de flaquear el coraje, o no tuvieran el valor de atenerse a la palabra empeñada.

            Diferente al señor, el burgués ajustaba su conducta a otras normas.  Lo que valía para el era el oro, y su educación utilitaria le enseñaba a conseguirlo y atesorarlo.  Todo giraba en el burgo alrededor del dinero, y el joven dependiente aprendía en la barraca desde niño la calidad y el precio de las mercaderías.  Y al anochecer volaba su imaginación escuchando en la trastienda mencionar las grandes fortunas acumuladas por los Fugger germánicos, o las andanzas productivas de algún Polo  viajero, que recorriera las islas misteriosas donde se daban las especias valiosísimas.

            De la misma raíz latina – honos – nos han llegado dos palabras, que no obstante ser sinónimas, suenan distintas a nuestros oídos: honor y honra.  El honor es señorial; la honra, burguesa.  El caballero jugaba su honor allí donde el mercader no ponía su honra, y a la inversa.  Así como en los castillos señoriales hablábase del honor de quién jamás rehuyó un combate; en los burgos mercantiles tratábase de honrado al rico, al hombre práctico que entregó su vida a la labor remunerativa.

            El burgués odiaba la guerra.  La odiaba porque no podía compartir sus entusiasmos, porque temía sus saqueos , y porque no habiendo educado sus nervios, ni precisado hacerlo, sentía miedo en los combates.  Además odiaba todo lo que perturbara su trabajo, pues para el mundo empezaba y concluía en su barraca.  El “burgo” era solo una prolongación de su comercio teniendo como única misión la de alquilar mercenarios para la custodia de sus negocios y hacienda.

            De esos dos mundos tan distintos, desprendíanse dos morales diferentes, dos maneras diversas de valorar la conducta: uno era el mundo del coraje , el otro el del oro. Uno era el combate , el otro la diaria labor; uno era la guerra, el otro la paz.  Aquel la fidelidad, la generosidad, la valentía; este la temperancia, el trabajo el ahorro.

            Estas dos morales no son pasibles de comparación valorativa.  Son dos escalas apoyadas en bases diferentes, irreductibles por lo tanto la una en la otra.  La conducta era distinta según se apreciara con criterio señorial o con criterio ciudadano.  Visto en señor, el burgués era un sujeto sórdido y cobarde, que falto de coraje, recurría a su oro para suplirlo.  Juzgado en burgués el señor era un bribón y un indolente que, necesitado de oro, se valía de su coraje para obtenerlo.

            No fueron estas las únicas tablas de valores en el complejo mundo medieval.  El artesano del burgo, “de pequeña burguesía”, no apreciaba tanto el oro como la fama de su industria: el maestro no era fuerte en coraje ni en dineros, sino en destreza.  Otro valor:  lo bello constituía el meridiano de su moral.  En esos maestros de talleres medioevales latía el espíritu que habría de producir, años mas tarde, la magnífica eclosión del renacimiento: los artesanos tornaron en artífices; los artífices en artistas.  La ética confundíase con la estética.

            La belleza material en los talleres, la belleza espiritual en las universidades.  La armonía del silogismo en los maestros de las escuelas corrió pareja con lo acabado de las formas materiales de los maestros de las artes.  También, para mayor analogía, las universidades medioevales fueron organizadas como corporaciones, donde al taller se le llamaba aula, facultad al gremio y discípulos a los aprendices.  Un viejo valor – la inteligencia – se mantiene en las silenciosas bibliotecas de los conventos o en las boardillas obscuras de los alquimistas o en las heladas terrazas de los astrónomos. Valer es saber, con inteligencia – intus legere -  leer adentro de las cosas

            Y otra escala distinta trajo Francisco de Asís enseñando que había un coraje más fuerte que el caballeresco, un tesoro mas rico que el dinero, una belleza mas hermosa que la armonía de las formas, y una sabiduría mas profunda que la ciencia de Aristóteles: que era la bondad, el supremo valor de los actos humanos. Con esa escala de valores los hermanos mínimos se lanzan – harapientos y mendigos – por los caminos de Europa a enseñar que lo bueno es lo que vale.

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