INTRODUCCIÓN A LA LITERATURA

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Andrés Amorós

Licencia editorial para Círculo de Lectores

Por cortesía de Editorial Castalia

Está prohibida la venta de este libro a personas que no pertenezcan a Círculo de Lectores.

© 1980, Editorial Castalia

Depósito legal: B. 2766-1988

ISBN 84-226-2480 

 

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ÍNDICE

PRÓLOGO...

 

I. LA LITERATURA..

PROBLEMÁTICA..

UN ARTE..

CONCIENCIA..

EL LENGUAJE..

OBRA HUMANA..

POLISEMIA..

EXPRESIÓN..

COMUNICACIÓN..

CONOCIMIENTO...

CONSUELO...

VIDA Y LITERATURA..

REALISMO...

TRADICIÓN Y ORIGINALIDAD...

CIENCIA O LECTURA..

PREGUNTA..

 

II. ALGUNAS CONEXIONES..

LITERATURA Y VISIÓN DEL MUNDO...

LITERATURA Y MITO...

LITERATURA Y ARTE..

 

III. LITERATURA Y SOCIEDAD...

 

IV. LOS LÍMITES DE LA LITERATURA..

¿LITERATURA PURA?..

LÍMITES DE LA LITERATURA..

LA LITERATURA ESPAÑOLA: LÍMITES Y CARACTERES..

 

V. LA PERIODIZACIÓN..

LOS PERÍODOS..

LOS ESTILOS..

LAS GENERACIONES..

LOS GÉNEROS LITERARIOS..

 

VI. LA SOCIEDAD LITERARIA..

“Sin la literatura, ¿qué sería de la vida?”

Charles du Bos

 

“¿La literatura? ¿La vida? ¿Convertir la una en la otra? ¡Qué monstruosamente difícil!”

Virginia Wolf

 

“En fin, literatura...”

Julio Cortázar

PRÓLOGO

Para algunas personas, literatura equivale a letra muerta: algo pesado, carente de interés, que no posee el color, el olor ni el sabor de la vida vivida; algo que les hizo odiar, quizá, un profesor aburrido.

Para otros, en cambio, la literatura es uno de los grandes placeres que ofrece la vida. Así opino yo, al margen de mi profesión. Y me da pena la gente que se lo pierde.

No asociemos la literatura con clases, exámenes, deberes o gente pelma. Unámosla, más bien, a fantasía, imaginación, ensueño, diversión, placer, consuelo.

La literatura no puede entenderse al margen de la vida, del amor a la vida. Los momentos más felices, las sensaciones más sugestivas, los sentimientos más conmovedores: todo eso está en los libros, permanentemente vivo, esperándonos, gracias al talento expresivo de los grandes creadores.

Las experiencias de casi todos nosotros suelen ser bastante limitadas. Leyendo, las multiplico, me asomo a horizontes vitales que, si no, nunca hubiera conocido. Gracias a los libros, me hago más hombre, comprendo mejor la realidad y me entiendo un poquito más a mí mismo.

Lo que yo soy, en este momento, depende de lo que he vivido: lo que he amado, luchado, sufrido... también, de lo que he leído, que se ha incorporado ya, definitivamente, a mi propia vida.

Cuando era adolescente, los libros me abrieron horizontes, me hicieron soñar, me enseñaron las palabras de la ternura y la amistad. En momentos de desánimo o dolor, me han consolado, me han dado compañía. Gracias a ellos, he podido entablar un diálogo personal con muchos de los hombres más ilustres de la humanidad.

En una época como la nuestra, en la que la propaganda nos acecha por todos lados, con sus consignas, la literatura me ha enseñado a tener espíritu crítico, a decir que no, a no aceptar automáticamente todo lo que me aconsejan.

Los libros —lo creo firmemente— son importantes para la vida de cualquier ser humano. Por eso he escrito este libro, quizá con más amor que ningún otro de los míos, y me ha alegrado especialmente que haya obtenido el Premio Nacional de Literatura y que hoy se incorpore a la amplísima familia del Círculo de Lectores.

Este libro no es un estudio científico sino un ensayo: pretende ser —como las películas de mi infancia— «apto para todos los públicos», prescinde del lenguaje especializado. Detrás de cada frase está, siempre, la experiencia personal de un yo que se dirige a otros yos, en diálogo amistoso y cordial. Por esta razón decidí prescindir por completo de las notas a pie de página. Fácil me hubiera sido multiplicarlas debajo de cada afirmación, de cada idea.

He incluido, en cambio, muchas citas. No se tome esto como prurito de erudición. Son otra cosa. Simplemente, cuando leo, suelo —igual que muchísima gente— anotar las frases que me gustan: aquí recuerdo muchas de estas frases, porque me parecen sugestivas, porque dicen algo mejor de lo que yo hubiera podido hacerlo.

Algunas de esas frases son de críticos; la mayoría, de creadores: novelistas o poetas, sobre todo, pero también pintores, músicos, cineastas... Me parece interesantísimo saber lo que han opinado sobre su tarea los grandes artistas. Ellos suelen dar la mejor respuesta a las preguntas que cualquiera de nosotros se hace cuando tiene un libro entre las manos.

Este libro —como todos los auténticos— responde también a una razón personal, biográfica. No lo he hecho por encargo sino porque tenía ganas de escribirlo. Detrás de cada una de sus páginas hay muchas horas de trato maravillado con los libros, de amistad con sus héroes: desde Cuchifritín o el Capitán Nemo hasta la Maga, de Julio Cortázar.

Un detalle final: hablando de literatura, he hecho, en esta vida, no pocos amigos. Deseo que ahora, gracias al Círculo de Lectores, este grupo de amigos crezca bastante. Y me gustaría, aunque sea en mínima medida, ayudar a alguien a que descubra la renovada maravilla, el placer y la compañía que nos da, siempre, la buena literatura.

ANDRÉS AMORÓS

Madrid, agosto 1987


I. LA LITERATURA

A pesar de la televisión, de la ola de erotismo que nos invade y de las drogas blandas, todavía son millones de personas las que leen una novela o un poema, buscando en esa lectura distracción, evasión de sus problemas, belleza, consuelo... A la vez, miles de personas estudian la literatura como una asignatura más de los planes de estudio y se ven obligados a aprender manuales de historia o a leer y comentar textos literarios. Lo malo es que los dos grupos de personas, quizá, sean diferentes.

¿Tiene sentido estudiar unas novelas, unos dramas o unos poemas porque así lo ha decidido el Ministerio de Educación correspondiente? No sería difícil encontrar argumentos de peso contra esta práctica. En todo caso, no es más absurdo que estudiar a unos pintores o escultores porque así lo ha decidido algún experto.

Por supuesto, Cervantes no escribió para dar materia de estudio a los cervantistas; ni Dante, para que se compusieran comentarios a su Divina Comedia; ni Proust, para dar ocasión a las explicaciones biográficas o psicoanalíticas de À la recherche du temps perdu; ni Cortázar, para que los investigadores intenten descifrar y aclarar las complejidades estructurales de Rayuela.

Son, simplemente, libros. Libros que ha escrito un hombre y que leen otros hombres: con placer, con disgusto, con emoción, con aburrimiento. Si el aburrimiento supera ciertos límites, abandonarán la lectura a la mitad. Esto es la base de toda la literatura: el placer que alguien obtiene leyendo lo que otro ha escrito.

Pero, de hecho, existen editoriales, colecciones, revistas literarias, profesores, críticos, cursos de historia literaria, antólogos, sociólogos de la literatura, semiólogos... Para bien o para mal, éstos son hechos reales.

Y esta cadena de hechos incluye también que el que lee —por gusto, por obligación, por lo que sea— un libro no se contente con escuchar la voz silenciosa del autor sino que reaccione ante ella, la critique y hasta se plantee cuestiones de tipo general. Por poco aficionado que sea a las abstracciones, no dejará de preguntarse, en muchas ocasiones, si ese libro que está leyendo es realista o no, si refleja la experiencia autobiográfica de su autor, qué tiene que ver con la vida de sus posibles lectores...

Según eso, me parece evidente que no sólo el hecho de aprender o enseñar historia literaria, o de ejercer la crítica, sino cualquier lectura mínimamente reflexiva trae consigo una cierta meditación sobre la literatura: sus funciones, medios, posibilidades, límites... Y esa reflexión no es un simple pasatiempo teórico, sino que condiciona de modo excesivo nuestra actitud como lectores.

Por eso nos volvemos a plantear esas preguntas, tantas veces formuladas. A sabiendas de que —ni nosotros, ni nadie— podremos resolverlas. Las frases de Azorín en El escritor son implacables: «El misterio del escritor no lo penetrará jamás nadie. El misterio de la obra literaria no será jamás por nadie enteramente esclarecido». Por supuesto, como todas las realidades —quizá— que verdaderamente nos importan. Seguiremos preguntándonos sobre ellas, sin pretensiones de resolverlas, porque en eso consiste—recordemos el título de Pavese— «il mestiere di vivere». Y, en este caso concreto, sin temor a que se nos eche en cara, seguiremos acumulando literatura sobre la literatura, intentando aproximarnos a su misterio.

 

PROBLEMÁTICA

La literatura es algo esencialmente problemático. Y quizá en la época contemporánea nos hemos hecho más conscientes de ello. No se trata sólo de que la veamos así por nuestra limitación o incapacidad, sino que eso —atrevámonos a reconocerlo— forma parte de su naturaleza. Para Maurice Blanchot, se trata, simplemente, de que la literatura comienza en el momento en que llega a ser un problema. Como afirma en La littérature et le droit a la mort, todo puede ser dicho de la literatura, y lo contrario puede ser igualmente verdadero.

Por supuesto, esto puede repeler a cierto tipo de mentes, racionales y lógicas, pero también puede ser —de hecho: es— fuente de su atractivo profundo para otros. En su maravillosa novela Muerte en Venecia (unida ya para siempre a Visconti y Mahler, como ha estudiado magistralmente Federico Sopeña), señalaba, hace años, Thomas Mann que «las masas burguesas se regocijan con las figuras acabadas, sin vacilaciones espirituales; pero la juventud apasionada e irreverente se siente atraída por lo problemático». Confiemos en que esa «juventud apasionada e irreverente» no sea sólo cuestión de edad.

En nuestro país, Guillermo de Torre planteó esta cuestión encuadrándola dentro de un marco más amplio: la crisis del concepto de literatura, la crisis general de nuestra época. La conclusión del crítico era que «la literatura se ha hecho problemática», y así debería ser estudiada; por eso tituló uno de sus libros más divulgados Problemática de la literatura.

Intentemos no ponernos apocalípticos: tes esto una novedad de nuestro tiempo? ¿Ha habido alguna época en la cual la literatura no haya sido, en lo íntimo, problemática? Por supuesto, esos problemas adquieren, hoy, tonalidades distintas, matices peculiares, de acuerdo con los cambios —objetivos, demostrables— que se han producido en nuestro mundo, y podemos entenderlos, ya, de modo algo distinto. Pero, en el fondo, ¿no era problemática la literatura para Juan Ruiz, para el innominado autor del Lazarillo, para Quevedo?

Bastará un paso más —y muy lógico, por cierto— para afirmar, como hace Jean Tortel, que la literatura es tan oscura como el hombre, que vive en la contradicción. A estas alturas, no parece que esta idea, con la que nos han familiarizado tantas corrientes del pensamiento contemporáneo, resulte escandalosa o intolerable; simplemente, debemos aceptarla, a la vez, como nuestra miseria y nuestra grandeza.

«El objeto de la literatura es indeterminado, como el de la vida», escribía Paul Valéry hace cuarenta años. Pero no se trata sólo de un objeto. Admitamos, sin más, que la literatura, como toda obra humana, como el hombre, vive en la contradicción. Y que nos interesa en la medida en que es problemática.

 

UN ARTE

En un trabajo justamente famoso, Robert Escarpit ha intentado precisar el término «literatura», desde sus orígenes hasta las distintas acepciones que se le han dado, a lo largo de los siglos: la cultura, la condición del escritor, las «belles—lettres», las obras literarias, la historia literaria, la ciencia literaria... En la segunda mitad del siglo XVIII se produjo un cambio semántico decisivo: la palabra pasó a designar una actividad de un sujeto y, de ahí, un conjunto de objetos. Ya a fines del siglo, pasó a referirse al fenómeno literario en general, no circunscrito por naciones: «literatura» llega así a ser la designación genérica que abarca todas las manifestaciones del arte de escribir.

Por supuesto, hablamos hoy de «literatura» refiriéndonos al conjunto de obras literarias de un país (literatura griega, inglesa); de una época (literatura medieval, contemporánea); de un género (literatura dramática, didáctica). Del mismo modo, podemos referirnos, también, al estudio y análisis de la creación literaria.

Para no perdernos en matices semánticos ni en teorías discutibles, quizá convenga buscar un punto de partida más firme. Ante todo, recordemos que no estamos tratando de abstracciones sino de obras concretas, producidas por el hombre. Rafael Lapesa nos proporciona la fórmula, sencilla y clásica: «Obra literaria es la creación artística expresada en palabras, aun cuando no se hayan escrito, sino propagado de boca en boca».

Me interesa mucho subrayar esto: la literatura es una de las bellas artes y se singulariza, dentro de ellas, por emplear como instrumento expresivo la palabra. Esto puede parecer elemental y hasta obvio. Sin embargo, no creo innecesario recordarlo; sobre todo ahora, cuando, huyendo como la peste del término «arte», muchos se limitan a presentarla como una superestructura, un simple reflejo de fenómenos sociales o un juego deshumanizado de estructuras y formas abstractas.

Obra de arte hecha con palabras... Pero, ¿qué quiere decir esto? ¿A qué arte y a qué palabras nos estamos refiriendo? ¿No estaremos poniendo unos límites demasiado rígidos para la realidad múltiple de las obras literarias? Creo que no, si lo interpretamos con la adecuada perspectiva histórica.

Al hablar de «arte» no estoy defendiendo, por supuesto, ningún criterio de selección rígidamente neoclásico, la sujeción a ninguna norma inmutable y excluyente. Todo lo contrario. La experiencia histórica nos muestra de modo irrefutable cómo el concepto de arte ha variado a lo largo del tiempo y, especialmente, se ha abierto a nuevas posibilidades en la época contemporánea. Es bien sabido cómo, a partir de Duchamp, la intención —y no la conformidad con cualquier canon o regla previos— convierte en artístico a un objeto; y, como ejemplo llamativo, los botes de sopa Campbell's o las botellas de Coca—Cola tienen valor estético en el pop—art norteamericano.

Pero me interesa especialmente el tema de «las palabras». Ante todo, no es cierto —como suele creerse— que las palabras malsonantes hayan entrado en la literatura sólo en la época contemporánea. Basta con asomarse a las tragedias o comedias de Shakespeare, por ejemplo, para comprobar cómo la libertad verbal va unida lógicamente al reflejo de la vida cotidiana o a la exasperación de las pasiones. En el ámbito español, La lozana andaluza basta y sobra como ejemplo. Es cierto, sin embargo, que el gusto neoclásico suponía un criterio de selección, tanto en los temas como en la forma.

Una anécdota histórica puede resultar ilustrativa. Se dice que, a comienzos del siglo XIX, una representación del Otelo provocó en París cierto escándalo por la mención del... pañuelo de Desdémona. Queda claro, aquí, que el criterio no era sólo de moralidad o inmoralidad, sino de mantener un tono noble, adecuado a los sentimientos trágicos.

Para no generalizar indebidamente, no cabe olvidar que el ilustrado siglo XVIII ofrece dos caras, la ejemplar y la libertina; en España, por ejemplo, el puritano Jovellanos frente al Arte de las putas, de Nicolás Moratín, o El jardín de Venus, de Samaniego.

En cualquier caso, parece claro que el proceso de la literatura en los siglos XlX y XX es el de una progresiva apertura en la inclusión de términos malsonantes, obscenos, escatológicos, etc. Una de las novedades que proclama el Romanticismo es la sinceridad, la verdad. Para Vigny, por ejemplo, «la verdad debe ser elevada a potencia superior e ideal». Según eso, el nuevo estilo que propugnan los románticos está hecho de verdad y libertad, supone romper con los tabúes de lo tradicionalmente considerado como correcto.

Por supuesto, esta progresiva apertura en lo literario coincide de modo natural con la evolución de las costumbres, con la quiebra del puritanismo. En Galdós, pese a su realismo, la profundidad en el análisis del alma humana va unida al extremo pudor lingüístico; sus novelas están llenas de pintorescos eufemismos. Por eso, el Naturalismo propugnará, entre otras cosas, una mayor crudeza en la expresión de lo fisiológico.

A partir de ahí... todos los «ismos» de nuestro siglo han supuesto, entre otras cosas, una ampliación de lo aceptado como artístico: situaciones y palabras. A veces, como en el famoso «Merde!» que inicia el Ubu, de Jarry, se trata de escandalizar a los bienpensantes. En general, no es sino un intento de reflejar más verazmente la auténtica realidad. Y, por supuesto, en los casos de talento literario (Henry Miller, por ejemplo, o Camilo José Cela), con materiales en principio no elevados se pueden construir obras literarias de gran belleza.

Resulta curioso comprobar cómo, a lo largo de nuestro siglo, todas las sucesivas vanguardias estéticas han acusado a la literatura «establecida» de falsear la auténtica realidad al mutilarla, limitándose sólo a alguno de sus aspectos. Lo más curioso, claro, es que los fiscales de ayer pasan hoy a ser los acusados. Desde esta perspectiva cabe preguntarse con qué rigor se juzgará, mañana, el «puritanismo» de la literatura actual y qué nuevas cotas de libertad expresiva se intentarán alcanzar.

Por otro lado, no hay que pensar sólo en el escritor que refleja en su obra un determinado lenguaje, sino también en el que lo crea: unas veces, atribuyendo sentidos nuevos a las palabras ya existentes o imaginando metáforas innovadoras; otras, formando por composición nuevas palabras. Se ha estudiado ampliamente, por ejemplo, la labor de ampliación y enriquecimiento del léxico poético que realiza Góngora. A la vez que él, el «desgarrón afectivo» de Quevedo (Dámaso Alonso) actúa sobre el lenguaje de una manera que hoy calificaríamos de expresionista. En el mundo de la novela contemporánea, James Joyce es un ejemplo claro de innovador lingüístico; a su escuela pertenece, por ejemplo, en nuestro país, Luis Martín Santos, cuando habla de que algo es «mideluéstico» (del Middle West norteamericano), o de la «avagarnez» de una chica (su belleza, parecida a la Ava Gadner).

El movimiento, muchas veces, es de ida y vuelta. Arniches, por ejemplo, no se limita—como se creía tradicionalmente— a reflejar con exactitud el lenguaje castizo madrileño. Como ha mostrado impecablemente Manuel Seco, no inventa, sino que engendra una nueva voz popular con la sustancia misma de las ya existentes; crea, pero dentro de los moldes mismos que usa el pueblo para crear él, por sí. Y, por supuesto, su creación repercute luego sobre el lenguaje del pueblo en las frases ingeniosas, las comparaciones hiperbólicas, el chiste, el piropo, la chulería...

En nuestros días, el caso claro es el del «cheli». Forges, en los pies de sus dibujos, y Francisco Umbral, en sus artículos, han creado un nuevo lenguaje. Por supuesto, su creación tiene una base real, a la vez que conecta con un cambio de la sensibilidad colectiva y posee brillantez expresiva. Muchas de sus innovaciones son aceptadas socialmente por muchos que, no sólo las encuentran graciosas, sino que sienten que reflejan bien un estado de ánimo. Así, hemos incorporado al vocabulario habitual el piropo «maciza», el despectivo «carroza», la muletilla «lo cual que», o expresiones como «tío», «cuerpo», «mola total», «truca cantidubi», «tronco», «largar», «la pastizara», «el personal», etc.

Así pues, volviendo al hilo del discurso, la literatura es obra de arte hecha con palabras, sin que esto suponga sujeción a ningún criterio estético previo. Mejor que de «belleza», quizá, sería conveniente hablar de necesidad profunda, cuando la obra de arte es auténtica. Como afirma Charles Morgan, «el arte es un informe de la realidad que no puede expresarse en otros términos». Y, como tal arte, tiene la pretensión de totalidad, de autosuficiencia, sin necesidad de más justificaciones. En L'inmoraliste, André Gide proclama que, «en arte, no hay problemas para los cuales la obra de arte no sea solución suficiente».

Tratemos de concretar un poco más, en el arte literario. Una vía puede ser la descriptiva, de la enumeración de elementos. Desde un punto de vista muy concreto, cabe recordar que la literatura, como todo fenómeno semiótico, precisa de cuatro elementos:

1) Un autor, que crea o maneja un signo con intención significativa.

2) El signo.

3) Su significado.

4) Un receptor.

Con gran brillantez, un crítico español actual, Gonzalo Sobejano, resume muchas discusiones teóricas distinguiendo cuatro elementos básicos: «Si la obra literaria puede definirse como el resultado artístico que, desde una actitud, revela un contenido, en una estructura, a través del lenguaje, los elementos integrantes —y siempre integrados— de toda obra literaria serán, dada la suficiencia estética, esos cuatro: actitud, contenido, estructura y lenguaje». La posición enumerativa me parece inteligente para evitar unilateralidades. Subrayemos, de todos modos, la salvedad que aparece de modo expreso: «dada la suficiencia estética». Sin ella, desde luego, no cabe hablar, en sentido estricto, de literatura.

La actitud nos llevará a hablar de la literatura y la visión del mundo o el mito. El contenido nos obligará a plantearnos la relación de lo literario con la moral y con la sociedad, el problema del compromiso —social, político, moral, consigo mismo...— del escritor y los límites de la literatura.

En cuanto a la estructura y el lenguaje, para evitar tecnicismos pedantes, digamos sólo que el arte (inefable) tiene una base técnica, que, ésa sí, se puede describir y hasta enseñar.

Esta visión casi artesanal de la literatura no debe hacernos olvidar su aspecto lúdico, mediante el cual se realiza íntegramente su naturaleza. Mejor que las citas de filósofos o psicólogos, nos bastará con una, definitiva, de un poeta, Antonio Machado:

¿Más, el arte?

Es puro juego,

que es igual a pura vida,

que es igual a puro fuego.

Veréis el ascua encendida.

Es bastante frecuente, hoy, oír hablar de la muerte de la novela, de la muerte del teatro... O, por otra vía, de la antinovela, de la antiliteratura... Todo esto es lógico sólo —me parece— como reacción contra formas que se consideran acartonadas, como revulsivo crítico. En realidad, si no me equivoco, esa presunta antiliteratura es imposible, en sentido estricto: será literatura de otro signo, si se quiere, pero literatura, al fin y al cabo. Sólo un concepto muy restringido del fenómeno literario, en el que de ningún modo quisiéramos caer, justificaría esa rotunda diferenciación. Y la historia nos muestra una y otra vez, con ironía implacable, que los vanguardistas que hoy parecen querer cortar todo nexo con la tradición se incorporan inevitablemente a ella, reciben honores académicos, son estudiados en las universidades... y rechazados radicalmente por los nuevos escritores. Así, a base de oleadas de presuntas «antiliteraturas», prosigue su camino la corriente plural de la literatura, por la que vamos todos los que emborronamos cuartillas.

 

CONCIENCIA

Un crítico de gran sagacidad y amplitud de lecturas, Charles du Bos, dedicó en 1938 un curso al tema de qué es la literatura. Su tesis central nos puede orientar en una nueva dirección: «La literatura es, sobre todo, la vida que toma conciencia de ella misma cuando, en el alma de un hombre de genio, alcanza su plenitud de expresión». Según eso, encuentra su fundamento en el genio creador, uno de los grandes misterios humanos.

Por supuesto, este insistir en el aspecto consciente es propio, sobre todo, de artistas que son también pensadores. En concreto, de la llamada novela intelectual. Por ejemplo, en Tristán, la novela de Thomas Mann, el triángulo erótico se resuelve de una manera original, porque un escritor es el que explica al marido qué sentido posee su vida: «Usted ha sido el héroe de esta historia, pero sólo mis palabras serán las que aclaren el sentido de la verdad de lo que usted ha vivido (...) porque es mi vocación irresistible sobre la tierra llamar a las cosas por su nombre, hacerles hablar e iluminar lo inconsciente».

No en balde una de las funciones que se le atribuyen tradicionalmente al escritor, en el pensamiento clásico, el la de ser vidente, la de ver más claro que los demás hombres. En España, pocos han insistido tanto como Pérez de Ayala en este valor del escritor como conciencia de la humanidad. El tema aparece en su obra muchas veces, pero quizá ninguna de modo tan explícito como en una carta que recibe Alberto Díaz de Guzmán (alter ego del escritor), protagonista de la novela La pata de la raposa: «Me habló usted siempre de las cosas extraordinarias con tanta naturalidad, que yo me veía obligado a aceptarlas como cosas naturales, y de las cosas naturales con tanta intensidad, que yo descubría en ellas nuevos sentidos. Me habló usted de los problemas más difíciles con tanta lógica y sencillez, que yo me admiraba de mí mismo y de ver tan claro, y de las ideas fáciles y habituales, de las opiniones admitidas con tanta agudeza y precisión, que yo me quedaba perplejo descubriendo que no eran tan claras como yo creía. Me parecía que usted había dado conciencia a mis ojos, a mis oídos, a mi corazón y a mi cerebro. Y ¿qué otra cosa es un escritor sino la conciencia de la humanidad?».

Pero no estamos hablando de filosofía, así que no debemos olvidar el otro elemento de la definición de du Bos: la «plenitud de expresión». Sin ella, claro está, no hay literatura, pues no basta con ser inteligente para ser un escritor.

El lenguaje certeramente empleado puede «redimir» los temas más desagradables y hacernos admirar las conclusiones menos admisibles para nuestra personal concepción del mundo. Como antes vimos, con cualquier material (alto o ínfimo) se puede hacer una obra de arte literaria. Esa es la fuerza terrible de lo que uno de los «nuevos críticos» franceses, Jean—Pierre Richard, llama, con certera fórmula, «la felicidad de la expresión», que compensa tantas desgracias de la vida humana. En el ámbito español, nuestro gran poeta Pedro Salinas señaló, hace años, que son las «divinas palabras» de Valle—Inclán las que realizan el milagro estético de transmutar en admirable belleza el horror caricaturesco de los esperpentos.

 

EL LENGUAJE

Así, pues, literatura es obra de arte hecha con palabras. Pero esto, por muy justo que sea, no deja de plantear nuevos problemas. Comenzando por lo más elemental, es evidente la diferencia entre el lenguaje científico y el literario. Cuando yo escribo: «El cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos», he tratado de expresar con claridad una idea que, en sí misma, no busca ser hermosa ni fea, sino verdadera. No quiere provocar complejas reacciones en nuestra alma ni despertar resonancias sentimentales, sino, sencillamente, nuestra adhesión o repulsa. Para la mayoría de los mortales, no resultará excitante ni deprimente. Parece que sólo puede ser entendida rectamente de una manera. Es un ejemplo claro de lenguaje científico.

Recordemos, en cambio, dos versos de Miguel Hernández:

Umbrío por la pena, casi bruno,

porque la pena tizna cuando estalla...

Es evidente, incluso al nivel más elemental, que el poeta ha querido transmitirnos un significado (idea más sentimiento) pero, además, ha buscado la belleza y la expresividad mediante un lenguaje que se separa del que podemos considerar usual. Y, desde luego, lo que nos dice puede despertar en nosotros distintas resonancias. Éste es un ejemplo claro de lenguaje literario.

El lenguaje científico y el literario parecen ser dos extremos opuestos, entre los que caben muchos términos medios de mayor o menor expresividad. No olvidemos tampoco el lenguaje práctico (el que se usa para un formulario, una instancia) ni el coloquial, que tanto influye sobre la literatura.

Hoy, muchos estudios teóricos (de lingüística, teoría de la literatura o poética) intentan comprender y definir con más exactitud qué es lo que singulariza al lenguaje literario. Para algunos, se tratará de la elección entre las distintas posibilidades expresivas que, en cada situación concreta, se le ofrecen al escritor y a cualquier hablante. En esto insistía cierta rama de la estilística y no cabe desdeñarlo por completo, me parece. Como puro ejercicio didáctico, sin más pretensiones, no resultará del todo inútil, alguna vez, realizar «permutaciones» de palabras o frases especialmente llamativas. ¿Por qué «umbrío», por ejemplo, en el verso que acabamos de ver, y no «moreno», «negro», o «manchado»?

Muchos autores admiten hoy que el lenguaje literario es profundamente connotativo; no se agota en su contenido intelectual, sino que su núcleo informativo está muy impregnado de elementos emotivos y volitivos. Frente a esto, el lenguaje científico es denotativo, limitado a la representación intelectual o lógica. Ahora bien, salvo casos extremos, ¿cabe un lenguaje exclusivamente denotativo, que no lleve aparejada una pluralidad de elementos emocionales? Parece difícil. Según eso, como es habitual no se trataría de la exclusividad de una u otra cosa, sino de la proporción o dosis en que los elementos se combinan; desde luego, la mayor proporción de elementos connotativos sería característica del lenguaje literario.

Con otras palabras, lo que caracteriza al lenguaje literario es la intensificación: un especial «énfasis expresivo, afectivo o estético añadido a la información transmitida por la estructura lingüística sin alteración de sentido».

Desde diversas posiciones teóricas se ha pensado que el lenguaje literario supone una desviación o desvío. ¿Respecto de qué?: de lo usual, de lo sencillo, de lo regular, decían algunos, con criterio ya algo superado. En efecto, ¿qué consideramos, hoy, «regular», «sencillo», «usual»? No sería muy fácil ponerse de acuerdo, dada la imprecisión de estos términos.

El formalismo ruso avanzó más por este camino, señalando como esencial la «cualidad de divergencia», el extrañamiento frente al automatismo del lenguaje usual, que nos conduce directamente al contenido del mensaje; en cambio, el lenguaje literario nos hace fijarnos en el mensaje mismo, mediante una serie de recursos lingüísticos; por ejemplo, la recurrencia (Jakobson). Éste sería uno de los caminos más serios para acercarse —como hoy pretenden amplios sectores críticos— a la «literariedad» o «literaturidad» de la obra completa; es decir, los caracteres específicamente literarios. Y no se piense que esto es única o especialmente aplicable a la literatura actual; en nuestro país, por ejemplo, Víctor G. de la Concha se ha centrado en el estudio del arte literario de Santa Teresa, superando viejas concepciones críticas devotas o pseudopoéticas.

Es frecuente también llegar a caracterizar a la lengua literaria como algo independiente —o, por lo menos, autónomo— con relación a la lengua estándar.

Desde el punto de vista estructural, es ya clásica la teoría de Hjelmslev sobre el signo lingüístico como unión de expresión y contenido; y, en cada uno de los dos, se puede distinguir la forma y la sustancia. Pero, en todo caso, expresión y contenido son elementos inseparables, como las dos caras de una moneda.

Por otra vía, se ha intentado comprender cuáles son las funciones básicas que desempeña el lenguaje. Desde Bühler, es habitual distinguir una triple función:

1) Nocional, informativa.

2) Expresiva, que ofrece datos sobre el emisor.

3) Apelativa, que pretende influir sobre el receptor.

Con más precisión, Jakobson distingue:

1) Función expresiva.

2) Función conativa, que quiere mover a obrar al receptor.

3) Función fática, que verifica la permanencia del contacto.

4) Función metalingüística, cuando el discurso se centra sobre el mismo código lingüístico.

5) Función poética, por último, cuando la comunicación se centra sobre el mensaje mismo.

No hace falta ser muy perspicaz para advertir que algunos sectores de la crítica contemporánea proclaman (hasta límites, quizá, excesivos, en algunos casos) la reducción de lo literario a lo lingüístico. Aunque el fundamento sea lógico, las consecuencias pueden ser peligrosas, pues se corre el riesgo de que queden fuera, entonces, muchos valores espirituales, históricos, ideológicos..., humanos, en definitiva, que también forman parte, y de modo bien importante, de la obra literaria. Recordemos, en todo caso, un testimonio ya clásico: cuando Leo Spitzer titula uno de sus libros Lingüística e historia literaria es porque «quiere sugerir la unidad esencial de estas dos cosas».

Junto a tanto teórico, oigamos ya a un poeta. En un libro magistral, Jorge Guillén proclama que «poema es lenguaje. No nos convencería esta proposición al revés. Si el valor estético es inherente a todo lenguaje, no siempre el lenguaje se organiza como poema. ¿Qué hará el artista para convertir las palabras de nuestras conversaciones en un material tan propicio y genuino como lo es el hierro o el mármol a su escultor?».

He ahí, planteada con toda sencillez, una cuestión verdaderamente ardua. Quizá de ahí deriven casi todos los problemas teóricos: la literatura no posee un medio propio, sino que, como ha subrayado varias veces Francisco Ayala, ha de utilizar un instrumento cotidiano y significativo que tiene, obviamente, otros usos. Esa es la tarea del escritor, tal como la ve Lawrence Durrell: «¡El lenguaje! ¿En qué consiste la ímproba tarea del escritor sino en una lucha por utilizar con la mayor precisión posible un medio expresivo que reconoce como absolutamente fugitivo 0 incierto?».

Claro que, para aceptar esto, hay que admitir un concepto del lenguaje literario que rebasa con mucho los esquematismos del léxico o la sintaxis. Habría que hablar de la forma, en un amplio sentido, que constituye y concreta la obra literaria.

Los artistas son muy conscientes a su modo, quizá arbitrario y desordenado, de este problema básico. Cuando Hemingway recuerda su aprendizaje de escritor, no nos habla de la elección de un adjetivo hermoso, pero sí afirma: «Cada día seguía trabajando hasta que una cosa tomaba forma, y siempre me interrumpía cuando veía claro lo que tenía que seguir».

Si se prefiere una terminología neoescolástica, diremos, con Stanislas Fumet, que la obra literaria es una encarnación, y eso se traduce no sólo en el lenguaje, entendido en el sentido habitual y limitado, sino también en el tono, la perspectiva, los procedimientos que individualizan la expresión de una vivencia (Carlos Bousoño), la vieja o nueva retórica...

En la novela contemporánea, por ejemplo, podemos decir que, hoy, no es el tema el problema fundamental que suele plantearse el novelista al comenzar a trabajar. Ni la forma, entendida como puro estilo, lenguaje más o menos culto o popular. Sí lo es la forma en sentido amplio, como principio configurador de toda la obra: tono y planteamiento estructural, de la arquitectura o composición. Y, quizá sobre todo, elección de una perspectiva para narrar, de un punto de vista desde el cual se enfocará el relato.

Con la sencillez del gran creador, nos lo dice Marcel Proust: «El estilo, para el escritor lo mismo que para el pintor, no es una cuestión de técnica, sino de visión».

 

OBRA HUMANA

Por muy obvia que sea la observación, no debemos prescindir de ella antes de repensarla un poco: la obra literaria —novela, poesía, drama, ensayo...— es la creación de un hombre. Por ser una obra humana, es ambigua, compleja, se presta a diversas y complementarias interpretaciones. Por suerte o por desgracia, no es como un teorema matemático, en el que dos y dos suman siempre cuatro, sin ningún género de dudas. Sin mitificar demasiado al creador, pensemos que, como cualquier hombre, vuelca en su trabajo su experiencia vital, su capacidad y sus limitaciones; sus ideas, sentimientos, inquietudes, frustraciones, afanes, sueños...

Además, mediante muy sutiles mediaciones, la obra refleja el ambiente espiritual de la época, algunos de los problemas que entonces se planteaban y de las visiones del mundo que estaban vigentes. Por eso se suele decir que lo característico de la obra maestra literaria es sobrevivir a la ruina de la ideología y de la circunstancia en que nació; es decir, su capacidad de resistir el paso del tiempo, de ser apreciada en épocas y lugares muy alejados del suyo originario.

En cuanto creación humana, la literatura es un fenómeno histórico. Eso no es contradictorio con el hecho —que acabamos de ver—de que la obra lograda resista con éxito la erosión producida por la temporalidad. La obra literaria no es una cosa sino un ser vivo. Se ha llegado a decir que la caracteriza esa capacidad que le permite ser otra, modificarse con el paso del tiempo.

Según todo esto, la literatura forma parte, en cierta medida, de la historia general del espíritu humano, expresa la visión del mundo de su autor y de su época, roza con la historia de la filosofía y la historia del arte, es un producto sociológico, nos ofrece la cristalización de mitos colectivos... Y todos estos aspectos, desde luego, no los podremos examinar con detalle, pero tampoco será posible desatenderlos por completo.

El mismo punto de partida puede servirnos, quizá, para plantear adecuadamente un difícil problema: ¿es racional la literatura? Como obra humana, sólo en parte.

Ante todo, la literatura refleja y expresa la quiebra del racionalismo y su sustitución por un vitalismo que, manifestándose en formas diversas, es una de las claves esenciales de nuestro siglo. Recordemos unas pocas frases significativas. Para Ortega, «la razón pura no puede reemplazar a la vida». Unamuno proclama: «No acepto la razón. Me rebelo contra ella. Todo lo vital es irracional». Y D. H. Lawrence: «En cuanto a mí, yo sé que la vida, la vida sola es la clave del universo... Todo lo demás es secundario». Papini ha anunciado el crepúsculo de los filósofos, para acabar declarando con suficiencia: «Licencio la razón». Y Julio Cortázar, por medio de un personaje que le sirve de portavoz: «No cree Persio que lo que esté sucediendo sea racionalizable; no lo cree así».

Téngase en cuenta que el vitalismo de todas estas frases no es ingenuo y elemental, sino que proceden de grandes intelectuales: ellos son los que pueden sentir con más profundidad ese ideal.

Todo esto —como he señalado muchas veces— se refleja profundamente en la literatura contemporánea. No sólo en las ideas que expone, sino en sí misma. El mundo aparece en ella, con frecuencia, como algo esencialmente inquietante, inestable, en peligro. La novela, por ejemplo, nos suele dar un enigma, en vez de una lección completa. Hay en ella desorden, complejidad, caos; igual que en la conciencia de sus personajes. Muchos escritores de nuestro siglo sienten que una realidad oscura, contradictoria, exige también ser expresada de una forma oscura y desconcertante. De ahí la dificultad que muchas obras de nuestro siglo presentan para el lector medio. De ahí, también, el interés que, lógicamente, tiene para nosotros la literatura de nuestro tiempo: por los nuevos senderos que explora y porque estas búsquedas no son gratuitas, sino que van unidas a los más hondos problemas del hombre de nuestro tiempo.

En el fenómeno humano de la creación literaria —del trabajo creador, en general— se conjugan elementos racionales, fácilmente explicables, con otros irracionales, misteriosos, que hunden sus raíces en el subconsciente y resulta muy difícil aclarar. Por eso repite Mario Vargas Llosa que él escribe relatos para librarse de sus «demonios», y gracias a ellos. Naturalmente, la proporción en que se combinan los dos tipos de elementos varía según los casos concretos: cada autor, cada obra.

No es infrecuente el caso de un escritor notable que, personalmente, resulta mucho menos interesante que sus libros; y que, desde luego, es perfectamente incapaz de explicar lo que ha hecho o intentado hacer en su labor creadora. (Exactamente lo mismo sucede con muchos músicos o artistas plásticos.) Pero incluso los creadores más conscientes, los que son también profesores o grandes críticos, reconocen con facilidad que su creación sólo en parte obedece a estímulos racionales.

Por eso no tiene nada de raro un fenómeno que suele desconcertar a algunos lectores ingenuos: un crítico literario puede «explicar» o describir una obra mejor que su propio autor. Pero no es capaz de crearla, claro. El crítico tiene la obligación profesional de «comprender» y dispone de un lenguaje adecuado para hacer explícito lo que está en la obra.

Incluso puede darse el caso —así lo he comprobado, en la realidad— de que un crítico ilumine al propio autor sobre su obra, porque ésta fue realizada, en gran medida, de un modo intuitivo, irracional; y el crítico, si es certero, puede iluminarla —no sustituirla, claro— de un modo más racional.

Por último, esta ambivalencia razón—sinrazón de la creación estética explica de sobra que las valoraciones y preferencias de los lectores —incluidos críticos y profesores, por supuesto— sean profundamente subjetivas. En definitiva, lo que cuenta a la hora de elegir nuestros autores favoritos (escritores, músicos, pintores...) no son sublimidades estéticamente demostrables sino «afinidades electivas»: así se produce, siempre, el diálogo silencioso que es la auténtica lectura.

 

POLISEMIA

Hasta a los programas españoles del bachillerato ha llegado la expresión, ya consagrada: «polisemia de la obra literaria». Dejando aparte la posible pedantería del término, no cabe duda de que alude a algo que es esencial en la creación literaria: su ambigüedad (Empson) o plurivalencia; el estar abierta, por definición, a una pluralidad de lecturas.

Tomemos dos ejemplos clásicos y tópicos: El Quijote y Hamlet. Naturalmente, lo que hay de logro estético mayor o menor en estas obras lo pusieron sus autores, los hombres llamados Miguel de Cervantes y William Shakespeare. Durante cierto tiempo, fue fórmula común hablar de «Cervantes, ingenio lego»; es decir, de un creador inconsciente que, en un momento dado, era favorecido por una especie de iluminación divina y, sin darse bien cuenta de lo que hacía, escribía una novela sobre un hidalgo manchego. A partir, sobre todo, de Américo Castro (El pensamiento de Cervantes) esta concepción ha caído en un total descrédito. El Quijote no es fruto del azar ni lo escribe cualquier pelagatos. Cervantes era mucho más consciente de lo que una concepción romántica del genio podía suponer. Sin embargo, es evidente que pudo no ser consciente del todo de algunos aspectos de su propia obra.

Rozamos, así, un tema general: el papel que juega en la obra literaria la intención del escritor. Este es uno de los elementos de juicio de que dispone el crítico, para ayudarle a entender la obra, pero no el único, ni, muchas veces, el decisivo. Por supuesto, los críticos corremos detrás de las autocríticas de los autores, de las declaraciones o cartas privadas en que cuentan su estado de ánimo al escribir un libro. Pero también tenemos la experiencia de que, en este terreno, todas las precauciones son pocas. Unas veces, el escritor, simplemente, intenta engañarnos, ocultando su verdadera intención, su motivación autobiográfica, o intentando dar un valor universal a lo que nació a partir de un estímulo mucho más limitado. Cualquiera de nosotros podría citar fácilmente ejemplos. Otras veces, el escritor, con la mejor voluntad del mundo, se equivoca, interpreta parcial o erróneamente su propia creación. Lo mismo le puede suceder al crítico, por supuesto, pero éste tiene la ventaja y el inconveniente, a la vez, de una mayor distancia con relación a la obra. Y, en cualquier caso, todos conocemos ya, a partir de Freud, el enorme papel que desempeña el inconsciente en toda creación artística. Así, pues, las declaraciones de los autores sobre sus obras convendrá tomarlas como un elemento de información sobre ellas, uno más, y no darles valor absoluto.

Volvamos a los ejemplos anteriores: si cada hombre y cada generación ven en El Quijote y en Hamlet algo parcialmente distinto, ¿cuál es la auténtica realidad de estas obras, que han dado lugar a torrentes de bibliografía, en gran medida contradictoria? ¿Será solamente lo que quería decir su autor? No, desde luego, sino la suma de todo lo que los lectores (pasados, presentes y futuros) encuentran en ellas. Lo esencial es que los nuevos elementos que se descubran estén efectivamente en el libro, con independencia de lo que pensaron su autor o sus lectores anteriores, y no sea invención, sin fundamento real, de un lector imaginativo.

A través de los teóricos anglosajones y de los novelistas hispanoamericanos se ha difundido últimamente mucho, en nuestro país, la idea de que conviene distinguir, en la obra literaria valiosa, varios niveles de significación. Por supuesto. Por eso pueden disfrutar con la misma obra personas de condiciones, edades y épocas muy variadas.

Bien conocido es el ejemplo del Quijote, en el que sus contemporáneos vieron sólo un libro cómico, la sátira de las novelas de caballería. Después, el Romanticismo alemán, sobre todo, abrió el camino a las interpretaciones modernas que lo ven como libro serio, para pensar más que para reír. A partir de ahí, las interpretaciones se suceden: Herder lo considera como la novela de la salud moral; Turgueniev lo contrapone, como emblema de la fe, al Hamlet, héroe de la duda y el escepticismo; Unamuno se declara, paradójicamente, quijotista y no cervantista; para Ortega, encierra el problema de la cultura española... Más recientemente, construyen a partir de él su teoría de la novela contemporánea Lukács y Girard; Marthe Robert y Arias de la Canal le aplican la lente psicoanalítica; Ramiro Ledesma nos da la interpretación fascista; Ricardo Aguilera, la marxista; Gonzalo Torrente lo ve como juego, etc. En todo caso, según las edades —física y mental—, a unos dará risa, a otros motivo de meditación y a algunos, consuelo irónico.

Muy claro es también, a estos efectos, el caso del Lazarillo. Todos tenemos la experiencia infantil, probablemente, de habernos reído, en la escuela, con las burlas recíprocas que traman Lázaro y el ciego. En este nivel se quedarán siempre algunos lectores, que contribuyen a hacer de esta obra algo permanentemente popular. Cuando hablamos de ella a los alumnos universitarios, es posible que la primera impresión sea de frialdad y aburrimiento, a causa de la distancia histórica y el lenguaje anticuado. Sin embargo, si avanzamos un poco más, con la ayuda de la crítica reciente, los alumnos descubrirán, asombrados, todo un mundo de alusiones y problemas verdaderamente difíciles de resolver, pero apasionantes. Así, el Lazarillo resulta ser una obra complejísima y de permanente actualidad, tanto desde el punto de vista de la evolución formal del género «novela», como si vemos en ella un documento estremecedor sobre la religión y el honor en la España del Siglo de Oro.

Algo semejante sucede también con la comedia clásica española del Siglo de Oro. ¿Cómo podía ser popular un género compuesto por obras de tal refinamiento estético, y hasta complejidad conceptual y alegórica, en el caso de los autos sacramentales? Y, sin embargo, lo era. Evidentemente, había muchas clases de espectadores, y cada una era particularmente sensible a uno de los atractivos del espectáculo, desde la belleza de las comediantas al lirismo de los versos, la espectacularidad de los decorados o la rapidez sin desmayo de la acción dramática.

Así, pues, la obra literaria pide, por definición, una pluralidad de lecturas, que correspondan a sus diversos niveles de significación. Además, eso se produce de acuerdo con los individuos; incluso, en el caso de una misma persona, según las épocas de su vida y los momentos. Todos tenemos la experiencia de releer un libro, diez o veinte años después, y hallar en él cosas nuevas; por supuesto, el libro no ha cambiado, somos nosotros los que leemos con todo el poso que han ido dejando todas nuestras experiencias vitales. Y, como decía Ortega para la música, siempre habrá momentos propicios para que lea a Proust y otros en que me sería imposible, pues lo que «me pide el cuerpo» es una novela de la serie negra. En nuestra lectura influye también de modo decisivo esa predisposición o estado de ánimo, ese talante al que alude el título de la canción sentimental: «I'm in the mood for love».

Además, la pluralidad de lecturas obedece de modo muy claro, como ya hemos visto, al cambio de épocas y de generaciones. Todos redescubrimos «nuestro» Quijote. Comparándolo con el teatro existencialista y del absurdo, Ian Kott ha proclamado, en un libro famoso, que Shakespeare es hoy, una vez más, «nuestro contemporáneo».

En esa capacidad de suscitar nuevas adhesiones vitales, y no sólo eruditas, consiste el clasicismo, según Azorín: «¿Qué es un autor clásico? Un autor clásico es un reflejo de nuestra sensibilidad moderna. La paradoja tiene una explicación: un autor clásico no será nada, es decir, no será clásico, si no refleja nuestra sensibilidad. Nos vemos en los clásicos a nosotros mismos. Por eso los clásicos evolucionan: evolucionan según cambia y evoluciona la sensibilidad de las generaciones. Un autor clásico es un autor que siempre se está formando. No han escrito las obras clásicas sus autores; las va escribiendo la posteridad».

Y cada uno de nosotros puede comprobar fácilmente que pocas experiencias son tan atractivas —y peligrosas, a la vez— como la de releer un libro que nos entusiasmó en la juventud. (Dicho con toda sencillez: o la de ver a una chica que nos gustaba.) Por eso se ha afirmado que cada crítica —cada lectura— es como un test, en el que, con más o menos veladuras, se proyecta y manifiesta nuestra personalidad.

 

EXPRESIÓN

Frente a los que ven la literatura como la manifestación autónoma de un código lingüístico o un puro juego de formas estructuradas, me parece imprescindible seguir considerándola como una expresión personal, humana. Con ello, ciertamente, no seremos muy originales, pero no nos apartaremos del buen sentido.

Muchas tendencias críticas así lo han subrayado, desde luego; en general, los psicólogos de la literatura, que han centrado sus esfuerzos en el estudio de la psicología del genio, la actividad mental creadora, el mecanismo de la inspiración, la personalidad del creador, etc. De uno de ellos copio que comprender un libro supone, también, «intentar la anatomía del cerebro del escritor, realizar una verdadera radioscopia del acto creador». Pero este tipo de declaraciones rezuman un cientifismo que hoy nos suena algo pasado.

Muchos escritores han expresado algo semejante con mayor fortuna. Así, nuestro contradictorio e interesantísimo Torres Villarroel afirma que «son los libros una copia de las almas de sus autores». Y Thornton Wilder, en su gran novela intelectual El puente de San Luis Rey, proclama que «el verdadero fin y máximo alcance de la literatura es la notación del corazón»; declaración romántica donde las haya, pero que no deja por ello de ser cierta, en buena medida.

El deseo de expresarse puede predominar, muchas veces, sobre la búsqueda de la pura belleza. Sobre todo, cuando ya no parece existir una idea de la belleza ni estar plenamente vigente el ideal de realizarla en la obra artística, literaria o no. De hecho, así ocurre en buena parte del arte contemporáneo. Como ha señalado certeramente Gaétan Picon, la creación literaria suele ser, para el escritor, un impulso irreprimible, no una actividad que necesita justificarse con propósitos y razones. Según eso, el escritor escribe porque siente la necesidad de desprenderse de una cosa, y sólo puede lograrlo desposeyéndose de ella en provecho de los demás. Para eso escribe, mucho más que para encarnar una determinada idea de la belleza o para realizar una obra bella.

Muchas veces, «expresión» anda muy cerca de catarsis. Por supuesto, el texto de Aristóteles ha sido objeto (y puede serlo todavía) de muy variadas interpretaciones, pero no parece arriesgado afirmar que esta función de la literatura sigue hoy estando plenamente vigente.

Recordemos a dos creadores españoles. Con su sinceridad habitual, rayana en el cinismo, afirma don Diego de Torres Villarroel: «Todos cuantos han escrito y escribirán no pueden hacer otra cosa que vaciar sus melancolías o sus aprehensiones, como hice yo»; hermosa declaración, sorprendentemente «moderna» para los que conserven la imagen tópica de nuestro siglo XVIII como algo exclusivamente frío y racional.

Hace muy pocos años, Camilo José Cela presentó su novela Oficio de tinieblas 5 con estas palabras: «Naturalmente, esto no es una novela, sino la purga de mi corazón». Y, en seguida, generalizando, con su habitual escepticismo hacia los géneros literarios: «¿Debe creérseme? No sé hasta qué punto, ya que, ¿qué más cosa que novela puede ser la purga de un corazón que precise drenarse, vaciarse del pus con que lo anegaron el desengaño y el dolor?».

Eso llevaría a mencionar brevemente el tema, tan amplio, de los elementos autobiográficos en la creación literaria. Por supuesto, hoy está muy pasada de moda ese tipo de crítica que pretendía explicar todas las peculiaridades de la obra por las anécdotas biográficas de su creador. Y, sin embargo, no cabe duda de que todo lo que hacemos, arte o no, está condicionado en alguna medida por el caudal de nuestra experiencia vital. Como dice Proust, el novelista es como una esponja que se va empapando de vida, y luego vacía todo ese líquido en la novela. De hecho, pocas obras nos han ayudado más a entender la gran creación proustiana que su biografía, realizada por Painter.

Claro que todo esto habrá que entenderlo (y aplicarlo) con todas las cautelas del mundo, no de una manera mecánica. No se puede colocar detrás de todas las obras importantes algún episodio biográfico de su creador, sentimental o dramático; pero detrás de algunas, sí, desde luego. Cada caso concreto necesitará, por supuesto, un tratamiento crítico singular.

Quizá un extremo es el de las llamadas obras «de clave», que disfrazan sólo relativamente personajes y episodios muy recientes. Ése es el caso, por ejemplo, de Luces de bohemia, de Valle—Inclán, y de Troteras y danzaderas, de Pérez de Ayala. Una de las labores del crítico, en este caso, será la de iluminar la obra con los datos históricos y nombres propios que eran evidentes para sus contemporáneos, pero que, pasados los años, el lector medio ya no puede reconocer. Eso es lo que hemos intentado, en esos dos casos, Alonso Zamora Vicente y yo. Y, por supuesto, el trabajo crítico no concluye con poner un nombre o un dato histórico detrás de cada párrafo, sino en mostrar, en la medida de lo posible cómo el talento creador de un escritor ha transmutado en materia estéticamente valiosa la realidad cotidiana y qué procedimientos específicamente literarios ha tenido que utilizar para lograrlo.

Otro caso extremo es el de los escritores que están continuamente redactando su diario. Recordemos algunos títulos de obras de Francisco Umbral: Memorias de un niño de derechas, Diario de un snob, Diario de un español cansado, Diario de un escritor burgués... Pero no son sólo los títulos. A igual género pertenecen, por ejemplo, Mortal y rosa o La noche que llegué al Café Gijón. En realidad, puede pensarse que toda la obra literaria de Umbral, cada uno de sus libros, son fragmentos de un gran diario personal en el que, por supuesto, la realidad autobiográfica es el punto de partida para la fabulación narrativa o el escape lírico.

Quiero subrayar, con esto último, que la utilización de elementos autobiográficos no significa, en el auténtico creador, espontaneidad directa. Toda la obra de Juan Ramón (sobre todo, en su segunda época) es un gran diario poético y muy pocos escritores habrán llevado a tal manía de corregir y depurar el anhelo de perfección. Pero eso, en alguna medida, es propio de todo escritor. Baroja, situado aparentemente en el extremo opuesto, el de la espontaneidad y el estilo desaliñado, también corregía muchísimo, como he podido comprobar en sus manuscritos. Porque, desechando mitos románticos, el artista es también un artesano, y el trabajo cotidiano, la mejor fuente de inspiración, la «musa» más segura.

A propósito de la mística, se ha dicho muchas veces que su gran problema es el de intentar expresar lo inefable, decir lo que no puede ser dicho (el éxtasis, por ejemplo); entre otras cosas, porque los lectores no han vivido algo semejante. Ahora bien, ¿no es éste el sino de toda literatura, mística o no? Si expresa lo individual, también está queriendo dar forma a lo inefable, pues los sentimientos, las vivencias, los magic moments de una vida, no son bienes mostrencos ni elementos intercambiables. No sólo los llamados místicos han vivido momentos en los que les parece salir de sí mismos (éxtasis). ¿Cómo expresar esto y hacerlo accesible a los lectores? Por eso Bécquer se lamenta del «rebelde, mezquino idioma», y el personaje de Campoamor lanza su conocida queja: «¡Quién supiera escribir!».

Unas veces, el escritor se expresa mediante un extremado subjetivismo. Así, Virginia Woolf: «Todo el ser, toda la acción, con todo lo que hay en ellos de expansivo, de brillante, de vocal, se evapora y se reduce, con un sentimiento de solemnidad, a no ser nada fuera de sí mismo, un nudo de sombra en forma de rincón, algo invisible a los demás. Aunque continuaba haciendo punto, muy derecha en su silla, así se sentía ella, y ese yo que había dejado caer sus amarras se encontraba liberado y presto a las más extrañas aventuras. Cuando la vida besa así un momento, da la impresión de que el campo de la experiencia se amplía hasta el infinito».

Otras veces, en cambio, el escritor adopta, para expresarse, una fórmula literaria de implacable objetividad. Las novelas «negras» americanas de Dashiell Hammett o Raymond Chandler, las que interpretó en el cine Humphrey Bogart, nos proporcionarían innumerables ejemplos.

Se trata de un ideal de «distanciamiento» que ya formuló en el siglo XIX Flaubert. Pero la «objetividad» es una nueva fórmula que utiliza el creador para expresarse; no hay que confundir imparcialidad con indiferencia. En su diario, el propio Flaubert nos informa de una anécdota muy significativa: «Mis personajes imaginarios adoptan mi forma, me persiguen, o, por mejor decirlo, soy yo quien está en ellos. Cuando escribí el envenenamiento de Emma Bovary tuve en la boca el sabor de arsénico con tal intensidad, me sentí yo mismo tan auténticamente envenenado, que tuve dos indigestiones, una tras otra; dos verdaderas indigestiones, que llegaron a hacerme vomitar toda la cena...». Ya se ve hasta dónde puede llegar la «impasibilidad» del artista.

Según eso, el creador (y el crítico) tienen que habérselas forzosamente, en su tarea, con la psicología, aunque hoy se pretenda que el análisis psicológico está superado en la literatura. Recordemos las juiciosas palabras de Sábato: «Pero ¿es que hay novelas que no sean psicológicas? No hay novelas de mesas, eucaliptos o caballos; porque hasta cuando parecen ocuparse de un animal (Jack London), es una manera de hablar del hombre. Y como todo hombre no puede no ser psíquico, la novela no puede no ser psicológica. Es indiferente que el acento esté colocado en lo social, en el paisaje, en las costumbres, o en lo metafísico: en ningún caso pueden dejar de ocuparse, de una manera o de otra, de la psiquis. So pena de dejar de ser humanas».

No entremos ahora en los pormenores y problemas de la llamada crítica biográfica. Apuntemos sólo una cuestión: ¿es bueno conocer a un escritor cuya obra nos gusta? Por supuesto, en principio es atractivo, teniendo en cuenta lo que hemos dicho de la importancia de las «afinidades electivas». Pero también puede ser contraproducente, y no sólo por las habituales dificultades de la comunicación personal. Recordemos la frase de Lawrence Durrell, en su Cuarteto de Alejandría: «Los poemas son espléndidos. Pero naturalmente no me gustaría encontrarme con un artista al que admiro. La obra no tiene relación con el hombre, me parece». Y, en otra novela de la misma serie: «Un artista no vive una vida personal como nosotros; la oculta, obligándonos a acudir a sus libros si queremos alcanzar la auténtica fuente de sus sentimientos».

Frente a esto, tan sagaz, no cabe olvidar la experiencia contraria: muchas veces, conocer a un escritor sirve realmente para comprender mejor su obra. Y, en algunos casos, la unión entre vida y obra produce una admirable armonía. ¿Y no podría eso extenderse a casi todos los casos, si de verdad lográramos entender al hombre y a su obra?

La literatura es expresión de un individuo, sí, pero, también, y de modo muy importante, expresión de una colectividad. No hace falta ser un estricto sociólogo para apreciarlo así. Muchas veces; el talento del escritor consiste en ser capaz de expresar con acierto creencias y sentimientos comunes. Francisco Umbral, por ejemplo, no sólo es buen escritor por su ingenio irónico o la brillantez de su prosa, sino porque ha logrado dar expresión a una nueva sensibilidad, la característica de una nueva etapa en la vida española. Como decía un poeta romántico francés: «Quand je parle de moi, je parle de vous».

Por eso, en algunos momentos y circunstancias, el gran escritor ha sido considerado un intérprete o delegado de la humanidad, que muestra a los hombres la significación del drama universal del que todos son actores.

Recordemos las palabras tajantes de Alfonso Reyes: «La literatura no es una actividad de adorno sino la expresión más completa del hombre. Todas las demás expresiones se refieren al hombre en cuanto especialista de alguna actividad singular. Sólo la literatura expresa al hombre en cuanto hombre, sin distingo ni calificación alguna».

Retengamos esta hermosa fórmula: la expresión más completa del hombre. Dicho con toda sencillez: por eso nos interesa la literatura, por eso ha llegado a poseer una importancia en nuestra vida. Si nos limitamos a ver en ella un juego de formas, su grandeza se evapora en gran medida. Si no la vemos como expresión del hombre, no podremos comprender su significado ni su trascendencia.

 

COMUNICACIÓN

Junto a la expresión, por supuesto, la comunicación. Como decía el romántico Delacroix, un cuadro no es sino un puente entre el alma del artista y la del espectador.

Después de nuestra guerra, Vicente Aleixandre proclamó, con su magisterio unánimemente reconocido: «Poesía es comunicación». Esta declaración fue aceptada por poetas muy diversos, de Carlos Bousoño a Gabriel Celaya, e interpretada de modos también muy diferentes; así, pudo ser inspiradora, a la vez, del personalismo más o menos existencialista y del realismo social.

El propio Aleixandre lo expresó bellamente en su poema «En la plaza», del libro Historia del corazón:

Hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo

sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,

llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.

El poeta, todo poeta, está «en la plaza». Si es consciente de ello, esa vivencia determinará de modo evidente el tipo de poesía que va a escribir. Por eso el poema concluye con una exhortación entusiasta:

Así, entra con pies desnudos. Entra en el hervor, en la plaza.

Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.

¡Oh, pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir

para ser él también el unánime corazón que le alcanza!

Además del deseo de comunicación, expresado incluso mediante el ritmo poético, nótese cómo, para el poeta, eso no significa la pérdida de la propia identidad; al contrario, no hay que buscarse a uno mismo en el espejo, «en un extinto diálogo en que no te oyes», sino en la fusión con los demás, que es también el mejor reconocimiento de uno mismo.

En el terreno teórico, toda la literatura puede ser explicada como un fenómeno de comunicación humana, oral y escrita, en relación con los «mass media» y teniendo en cuenta las aportaciones de la teoría de la información. Así lo ha hecho, por ejemplo, Robert Escarpit en su libro Escritura y comunicación, que desemboca en una visión social de la comunicación escrita «como medio de promoción, de toma de conciencia e incluso como agente de revolución».

¿Qué hombre de letras no ha tenido que responder alguna vez a la cuestión de para quién escribe? Según los casos (y las ocasiones) unos responden que para el pueblo o la humanidad; otros proclaman rotundamente que para sí mismos, ante todo. Si no me equivoco, las dos respuestas son ciertas, y no tan contradictorias como a primera vista pueda parecer.

El verdadero escritor —ya lo he mencionado— no busca los premios, el dinero, la fama, etc., sino que, ante todo, escribe por una necesidad íntima. En ese sentido, no cabe duda de que, ante todo, escribe para sí mismo.

A la vez, se escribe siempre para comunicarse con alguien, con la secreta esperanza —por mucho que lo disimulemos— de que alguien nos leerá. De manera más o menos consciente, escribimos siempre para un lector, real o posible, actual o futuro. Si no fuera por eso, sencillamente, no emborronaríamos un papel más. No escribiría Robinson Crusoe si no pensara en que alguien llegue alguna vez a su isla y descubra el manuscrito. Si se produjera una catástrofe atómica, el último hombre sobre la tierra, ¿tendría ánimos para escribir su experiencia?

Muchas veces se ha afirmado que hay que escribir para sus contemporáneos, para los hombres de su tiempo e incluso de su país. Es lógico que ésos sean los primeros destinatarios, pero no los únicos. ¿Se negará algún escritor a que se traduzcan —en condiciones aceptables— sus obras?

En un libro ya clásico, afirma Jean—Paul Sartre que «el escritor habla a sus contemporáneos, a sus compatriotas, a sus hermanos de raza o clase». Por supuesto. Y también—si se me permite hacer el papel de Pero Grullo— a los hombres de otros países, de otras razas y clases sociales, de todas las épocas.

¿Pondrá inconvenientes algún escritor marxista a que le lean los burgueses reaccionarios? ¿Me ofenderé si me proponen traducir mis libros al tailandés? La respuesta es demasiado obvia.

Por supuesto, escribimos en primer lugar para los cercanos a nosotros; después, para todos los demás. Y todos guardamos la esperanza de que alguien nos sabrá comprender; si no muchos, unos pocos; si no ahora, en el futuro. Por eso escribimos, sin más. A estos efectos, como proclamaban los ilustrados, un sueco o un africano puede serme más próximo que un ignorante que ha nacido en mi mismo pueblo.

De hecho, a lo largo de la historia de la literatura, los grandes escritores han superado las barreras de lugar y tiempo: Skakespeare, Cervantes, San Juan de la Cruz, Calderón, Dostoiewski... Además, el cambio en la sensibilidad estética ha permitido revalorizaciones tan espectaculares como la de Góngora, en 1927. ¿Cómo se puede explicar científicamente el éxito de Calderón en Alemania, de Tagore en España? De algunos escritores especialmente innovadores se puede pensar que se adelantaron a su tiempo y que ha hecho falta el paso de los años para poder apreciarlos con justeza: Sterne, Stendhal, Clarín... Todos ellos, por unos motivos o por otros, han sido comprendidos especialmente por hombres de épocas y países que no son los suyos.

Por otro lado, cualquiera que tenga una mínima experiencia literaria conoce bien hasta qué punto condiciona nuestro modo de expresión la imagen que nos hagamos de nuestro «lector ideal». No puede ser igual una obra dedicada «a la inmensa minoría» o a los «happy few» que la que pretende convertirse inmediatamente en un «bestseller». Incluso en la crítica literaria, suele ser muy distinto el tono que emplea una misma persona si escribe una monografía académica, un artículo para una revista especializada o un periódico de masas.

Por eso se ha podido decir que el lector forma parte de la estructura interna de la obra literaria. Y, dentro de los estudios de sociología literaria, un importante sector se ocupa especialmente de las relaciones entre «creación y público».

Claro está que la comunicación es, en sí misma, un fenómeno complejo, que no puede reducirse a esquemas demasiado simples. Lingüísticamente, la función comunicativa supone, en la práctica, una unión de expresión, apelación, deseo fáctico de sentirse acompañado, comunicación afectiva, etcétera.

La comunicación se produce con más facilidad, por supuesto, entre los que tienen puntos en común. Por eso muchos teóricos se han fijado en la literatura como sinfronismo, coincidencia entre dos sensibilidades. Recordemos el texto clásico de Plotino, en sus Eneadas: «Es preciso que el vidente se haya hecho afín y semejante a lo visto para que pueda darse a la contemplación, porque jamás ojo vio el sol sin haberse hecho semejante al sol, ni alma alguna vería lo Bello sin haberse hecho bella».

Todos tenemos la experiencia de que con algunos autores u obras «conectamos» con facilidad, mientras que, con otros, nos resulta imposible, por mucho que lo intentemos. Por supuesto, los profesores y críticos tienen más obligación que los simples lectores de ampliar su horizonte de estimaciones; pero, en todo caso, ellos también son lectores y, como cualquier hijo de vecino, tendrán sus preferencias y rechazos que nunca podrán explicar científicamente.

El problema gravísimo, que no se puede eludir, es que, muchas veces, la expresión y la comunicación se oponen en sus exigencias. Cuanto más fielmente pretenda expresarse un autor, más estará limitando, quizá, sus posibilidades comunicativas o el número de sus lectores. En el extremo, una vivencia expresada con absoluta singularidad sería incomunicable; y, por el otro lado, lo que todos podrían entender fácilmente, quizá no respondiera a ninguna experiencia personal auténtica. Así, la obra literaria nace de esta dialéctica constante entre el impulso de expresión libre y la necesidad de lograr la comunicación.

A esta última obedece, por ejemplo, más que a un prurito retórico o estético, la puntuación, que introduce orden en el discurso, expresa la entonación y facilita la lectura. Tienen razón los escritores contemporáneos cuando prescinden de ella por considerarla falsa: su racionalismo no es el de la auténtica realidad. Pero, a la vez, crean una nueva dificultad para el lector, un nuevo obstáculo para la comunicación.

Generalizando, éste es el problema de toda la literatura y el arte contemporáneo. Respetando todos los gustos individuales, es preciso afirmar que la aparente «oscuridad» de muchas obras de nuestro siglo no es gratuita y malintencionada, como algunos piensan ingenuamente, sino que responde a motivos profundos. Como dice Michel Butor, «a realidades diferentes corresponden diferentes formas de relato. Ahora bien, está claro que el mundo en el que vivimos se transforma con gran rapidez. Las técnicas tradicionales del relato son incapaces de incorporarse todas las nuevas aportaciones así originadas».

A nuestro nuevo mundo corresponde, inevitablemente, una nueva literatura. En ella, el escritor auténtico seguirá luchando por decirnos su palabra personal, aunque se le tache de oscuro y esnob, pero será consciente de los problemas de comunicación que, de esta forma, él mismo se está creando. En eso consiste su trabajo y su lucha cotidiana. Con toda sencillez nos lo dice Virginia Woolf «Estamos repletos de cosas interesantes, experiencias, ideas, emociones..., pero ¿cómo comunicárnoslas?».

 

CONOCIMIENTO

La literatura es, también, en cierto sentido, un modo de conocimiento. A través de los tiempos, ha desempeñado realmente el papel de intentar comprender al hombre y sus relaciones con el mundo. Pensemos en algunos grandes creadores: Sófocles, Shakespeare, Cervantes, Rousseau, Dostoiewski, Kafka... Evidentemente, cada uno de ellos ha logrado expresar con acierto una nueva concepción del hombre y de la vida.

Por eso, la novela contemporánea, por ejemplo, no es sólo un divertimento, sino que, de hecho, influye sobre la ideología de los lectores. Puede pensarse que la gran masa aprende en las novelas filosofía (Sartre), psicología (Proust, Maurois, Somerset Maugham), teología (Thomas Mann, Bernanos), crítica literaria (Clarín, Pérez de Ayala), ética (Camus), etc.

La cuestión se plantea especialmente en la llamada novela intelectual, portadora de toda clase de ideas, que responde a un deseo cognoscitivo. Muy curioso, por ejemplo, es el caso de Hermann Hesse, excelente novelista que estaba bastante olvidado y ha vuelto al primer plano del éxito mundial al ser leído con fervor por los jóvenes más o menos cercanos al movimiento «hippy».

Lo que buscan esos jóvenes en Siddhartha, por ejemplo, no son, evidentemente, primores estilísticos o complejidades estructurales, sino una aventura existencial, la búsqueda que realiza el protagonista acerca de cómo debe vivir un hombre. Así, este tipo de novelas nos proponen una respuesta a la cuestión de qué significa nuestra vida; por supuesto, no nos interesarán si no nos preocupa ese tema (por tenerlo suficientemente claro o por creerlo insoluble) o lo que el escritor pueda decirnos sobre él.

En el ámbito español, parece forzoso citar el caso de Pérez de Ayala, que en su etapa de madurez cultiva la llamada novelaensayo, construida en torno a la discusión de un tema intelectual: los inconvenientes de una educación sexual basada en la ignorancia (en Las novelas de Urbano y Simona), el filósofo y el dramaturgo como dos tipos de hombres, junto al problema del lenguajes (en Belarmino y Apolonio), la crítica del concepto clásico español del honor calderoniano (en Tigre Juan y El curandero de su honra), etcétera.

Otro caso muy claro es el de Unamuno. Para él, la novela es una búsqueda, un método de conocimiento, un intento, entre otros muchos, de desvelar el misterio de la existencia. Como ha mostrado Julián Marías, se trata de un empeño condenado al fracaso, desde un punto de vista estrictamente filosófico, porque la novela usa el lenguaje común y carece de sistema. ¿Cuál es su sentido, entonces? Pensemos que el libro filosófico Del sentimiento trágico de la vida y la novela San Manuel Bueno, mártir «dicen lo mismo», prácticamente. ¿Para qué escribir la novela? Me parece claro que ésta puede ofrecer intuiciones muy profundas sobre la condición humana, además de llegar a un público mucho más amplio que el de los libros estrictamente filosóficos; y, sobre todo, en la novela los problemas no aparecen en abstracto, sino encarnados en personajes «vivos», de humanidad patética y dolorida. No es lo mismo plantearse el problema de la inmortalidad que revivir el drama vital de don Manuel Bueno, sus vacilaciones entre la fe y la duda.

En general, el problema ha sido formulado con su habitual sagacidad por Francisco Ayala: «La poesía es, a su modo, un método de conocimiento, conocimiento por vía intuitiva, que sin duda posee mayor amplitud y quizá mayor calado que el ofrecido en la vía racional de filosofía y ciencia; y tal es la razón de que filosofía y ciencia vayan redescubriendo tardíamente verdades que desde muy pronto la humanidad había recibido en revelaciones fulgurantes a través de la imaginación poética». Aquí, por supuesto, «poesía» vale por «creación literaria, en general» y no como género concreto. Y ése sería, en definitiva, el sentido profundo de la fórmula clásica «enseñar deleitando», al resumir para qué sirve o debe servir la literatura.

Fácilmente se comprenderá, me parece, que han subrayado el valor de conocimiento de la obra literaria los críticos que se acercan al ensayo filosófico más que los esteticistas o los lingüistas. Por ejemplo, Lukács, cuando considera que el núcleo de la novela moderna es la búsqueda de los valores en una sociedad que los ha perdido, realizada por un héroe problemático.

Como método de conocimiento, la literatura nos permite multiplicar nuestras experiencias: ¿Qué sabría yo, sin las novelas, de la vida del pirata malayo o del espía doble? ¿Qué sabría yo de las experiencias y problemas de una prostituta de Nueva Orleáns antes de leer el Réquiem por una monja, de William Faulkner? Los ejemplos son voluntariamente grotescos, pero me parece que concluyentes. Como dice Simone de Beauvoir, «una novela permite realizar experiencias imaginarias tan completas, tan inquietantes como las vividas».

Multiplicando mis experiencias, la literatura me multiplica a mí mismo. Pensemos, cada uno, en lo terriblemente limitada que suele ser nuestra experiencia personal. Si me quitaran todo lo que, en mi personalidad actual, procede de las lecturas, ¿qué quedaría? No me refiero a los conocimientos concretos, aprendidos en los libros de estudio o científicos, sino en lo que hemos obtenido de los llamados libros de entretenimiento, los que poseen una finalidad estética. ¿Qué conservaría, en ese caso imaginario, de mis ideas, sentimientos, gustos, aficiones, visión del mundo, sistema de valores? Imposible saberlo con precisión, por supuesto, pero no cabe duda de que resultaría un ser totalmente diferente del que ahora soy.

Ante cualquier nueva situación vital, reacciono de una determinada manera. Mi reacción está determinada por mi fisiología, mi carácter, las experiencias que he vivido... y también, sin duda, por los libros que he leído de verdad, los que han dejado una huella en mí. Ésos son, además, los que han ampliado un poco —al menos— las barreras de todas mis limitaciones.

La literatura resulta ser un diálogo personal con los más ilustres espíritus que ha producido la Humanidad. Así lo proclama ya, en el Renacimiento español, Fernán Pérez de Oliva: «El gran misterio de las letras nos da facultad de hablar con los ausentes y de escuchar ahora a los sabios antepasados las cosas que dijeron. Las letras nos mantienen la memoria, nos guardan las ciencias, y, lo que es más admirable, nos extienden la vida largos siglos, pues por ellas conocemos todos los tiempos pasados, los cuales vivir no es sino sentirlos».

La literatura nos permite atisbar ciertos aspectos de la realidad o encarnar ciertos valores que no sólo suelen estar fuera de mis límites, sino que, en su pureza extremada, son incompatibles entre sí. A la vez, puedo sentir la aventura y el orden, la lujuria y la pureza, la ortodoxia y la transgresión... Refiriéndose a Gide y Malraux, escribe Claude—Edmonde Magny: «Así, heroísmo y santidad podrán ser "vividos literariamente" hasta el fondo (para el lector lo mismo que para el autor), mientras que, quizá, ninguna de esas dos actitudes hubiera podido serlo efectivamente. La literatura realiza una "experimentación mental" de un cierto número de formas de vida espiritual».

Podrían ponerse otros muchos ejemplos en la literatura española, desde luego. No hace falta ser muy creyente para apreciar los valores de poetas como Berceo o Jorge Manrique, cuya visión del mundo es profundamente religiosa. Del mismo modo, San Juan de la Cruz es estimado fervorosamente por críticos y lectores cuyo sistema ideológico está en las antípodas del de este poeta. Como escribía Azorín, «se puede comprender y amar El Escorial y se puede tener una sensibilidad contraria a todo lo que El Escorial significa».

En todo caso, la observación principal—me parece—permanece válida: la literatura nos permite vivir en cierta medida algunas experiencias que en la práctica ignoramos. Resignémonos a admitir que todos somos en cierto sentido —según la irónica fórmula de Benavente— «el príncipe que todo lo aprendió en los libros».

Puede objetarse que todo esto es un mezquino consuelo frente a nuestra limitación vital, un engaño más. Por supuesto, pero recordemos «Question Mark», la película de Orson Welles, en la que concluye que todo arte auténtico es un engaño, un fraude, pero que termina por ser verdad, si aceptamos las reglas del juego que estamos jugando.

Recordemos el poema que antes cité de Vicente Aleixandre: uno no se encuentra a sí mismo en la soledad del espejo, sino en los demás: «¡Hermano mío! Yo no soy verdaderamente yo, más que yo, que contigo» (Gide: La puerta estrecha).

Por supuesto, uno se busca a sí mismo en los libros que lee; también —no olvidemos la perspectiva complementaria— en los libros que escribe. La declaración de Lawrence Durrell, en Clea, es tajante: «No es el arte en realidad lo que perseguimos, sino a nosotros mismos». Y, mientras escribo estas líneas, oigo en el pequeño transistor una canción de Silvio Rodríguez:

He escrito tanta inútil cosa,

sin descubrirme, sin dar conmigo.

Si literatura supone conocimiento, podríamos hablar también de revelación, de apertura a nuevos mundos. Así sucede, en general, con el arte. Como afirma Paul Klee, «el arte digno de este nombre no da lo visible, abre los ojos».

Desde este punto de vista parece inevitable citar el Surrealismo. Por debajo de la rutina de la vida cotidiana, el escritor surrealista busca la Maravilla, lo inefable, el misterio: «La Maravilla en la cual, de la primera a la última página de este libro, mi fe no ha cambiado» (André Breton).

Claro que, en este sentido, el Surrealismo no es sólo un movimiento de vanguardia, un «ismo» más, sino que enlaza con la necesidad de «cambiar el mundo» (Rimbaud), de transformarlo (Marx), de hallar «luz, más luz» (Goethe). La experiencia surrealista no se reduce a lo literario, sino que pretende ser total: más que a la crítica habitual, sus teorías se parecen al yoga, al psicoanálisis, a la alquimia, al espiritualismo más o menos esotérico... Busca la sorpresa, el hallazgo, lo que estaba dentro de nosotros sin que lo sospecháramos. Pero todo esto desemboca en un problema específicamente literario, el de lograr una forma que exprese adecuadamente esa revelación y la haga comunicable. La literatura resulta ser la revelación de esa maravilla, alcanzada personalmente: «¿Cómo podré hacerme entender?», se pregunta André Breton en Nadja.

La literatura contemporánea se ha centrado especialmente en esta función de revelación de la realidad; como es lógico, por una vía mucho más intuitiva que racionalista. Como dice bellamente Musil, «para mí el mundo está lleno de voces silenciosas».

En un fragmento ya clásico, Sartre nos revela la náusea que se esconde detrás de un objeto trivialísimo; la raíz de un árbol aparece como algo vivo, repugnante, amenazador, que nos hace sentir el absurdo de nuestra existencia.

Del mismo modo, en el cuento «El perseguidor», de Julio Cortázar, un músico de jazz advierte que «todo era como una jalea, que todo temblaba alrededor, que no había más que fijarse un poco, sentirse un poco, callarse un poco, para descubrir los agujeros... Todo lleno de agujeros, todo esponja, todo como un colador colándose a sí mismo».

A un nivel mucho más concreto, es de sobra conocido el hecho de que los escritores del noventa y ocho (Azorín, sobre todo) nos han enseñado a ver el paisaje castellano de una manera nueva. Gracias a ellos, encontramos belleza en lugares que antes no hubieran parecido nada «pintorescos». Y todos tenemos una cierta sensibilidad proustiana al recordar nuestra infancia, al intentar la búsqueda del tiempo perdido.

Es algo común a las demás artes. La pintura holandesa me enseña a ver la belleza de ciertos efectos de luz, el brillo de un tapiz en la oscuridad, los azulejos relucientes. En el periódico leo que una foto es goyesca; una señora gorda, felliniana; una fiesta de alta sociedad, de Antonioni. Hoy, el cine nos ha acostumbrado a todos a encuadres inesperados, a ver la realidad con «travellings», fuera de los puntos de vista habituales.

Un escritor romántico alemán escribía: «Hay otro mundo, pero se encuentra en éste; para que alcance su perfección es preciso que se le reconozca distintamente y que se adhiera a él». De esta cita parte Cortázar, por ejemplo, para su concepto de la novela como búsqueda metafísica, como persecución (recuérdese el título del cuento: «El perseguidor») de una verdad que se nos escapa y que la literatura puede revelarnos. Esa verdad —sigamos con Cortázar— está en todas las cosas; mejor dicho, puede estarlo, por detrás de su aparente y habitual sentido... Hay que buscar un nuevo significado a cada cosa para encontrar ese punto misterioso del «cielo» de la Rayuela, del aleph de Borges. En definitiva, se trataría de encontrar, quizá, un nuevo sentido al mundo y a las relaciones humanas auténticas, una vez que la ironía haya barrido la costra de lo convencional.

Así pues, existe una íntima unión entre la revelación de un mundo nuevo y un hombre nuevo, unas nuevas relaciones personales y una nueva literatura; entre otros recursos, ésta usará ampliamente la enumeración caótica, porque detrás de todo puede estar (como piensa el místico que busca a Dios) la clave del universo.

La literatura puede intentar abrirnos los ojos, revelarnos esa clave.

 

CONSUELO

La literatura puede servir de consuelo ante las penalidades y limitaciones de la vida. Para el lector, puede desempeñar un papel de evasión, en sus diversas formas. Para el creador, muchas veces, va unida a la lucha contra el tiempo: por detrás, intenta recuperar el «tiempo perdido»; hacia delante, prolongar el eco de una voz.

El escritor —ya lo hemos visto— no se dirige sólo a sus contemporáneos. En 1835, Stendhal afirma que escribir es igual a comprar un billete de lotería cuyo único premio es ser leído en 1935. (De hecho, así ha sido, y sigue siéndolo.) Por eso sueña con que «los ojos que leerán esto mañana hoy apenas se abren a la luz, pues supongo que mis futuros lectores tendrán ahora diez o doce años». O, simplemente, no habían nacido.

Cien años después, André Gide se plantea lo mismo: «¿Qué problemas inquietarán mañana a los que vengan? Para ellos es para quienes quiero escribir. Proporcionar un aliento a curiosidades aún distantes, satisfacer exigencias todavía sin precisar, de tal modo que el que hoy es sólo un niño, se asombre mañana en su camino».

Así, el creador sueña con derrotar al tiempo, con vencer al olvido. Flaubert formula la ley general: «Escribo (habla de un autor que se respete) no sólo para el lector de hoy, sino para todos los lectores que puedan presentarse mientras la lengua exista. Si vuestra obra es buena, si es verdadera, sincera, íntegra, alcanzará su lugar, tendrá su eco en seis meses, seis años o después de vuestra muerte».

¿Tendrá la literatura la fuerza mágica necesaria para superar el poder del olvido, que arrasa lo más valioso simplemente «dans un mois, dans un an»? Si es así, será una fuente preciosa de consolación. Pedro Salinas ha insistido muy bellamente en este valor trascendental de la creación literaria. A Jorge Manrique, desgarrado por la muerte de su padre, la memoria hecha poema le da consuelo: «Cuando expiran las palabras de la elegía, en un último aliento, tan sereno y tan conforme con el del Maestre, el soplo de esos dos vocablos —consuelo, memoria— persiste, agitando delicadamente las capas del alma, como viento que ya pasó, y cuyos rizos aún quedan en la faz del agua. ¿No será siempre y dondequiera, la poesía, consuelo, magia consolatoria, por excelencia? Consolación que nos tiende, muda, en sus manos, esa figura veladora siempre, la memoria».

Ningún escritor se muestra, normalmente, satisfecho de la difusión que ha alcanzado su obra. Si nos asomamos, por poco que sea, a las estadísticas sobre edición de libros y bibliotecas en el mundo, la sensación de vértigo será inevitable. Y, sin embargo, todos seguimos escribiendo, pensando que podemos decir una palabra personal y que esa palabra nos sobrevivirá al encontrar —no importa dónde o cuándo— el lector que sabrá entenderla, sentir la vida que late detrás de las letras de imprenta.

En otro sentido, la literatura puede producir efectos catárticos en el lector y en el escritor. El texto clásico, comentado cien veces a lo largo de la historia, es el de Aristóteles en su Poética: «Es, pues, la tragedia imitación de una acción esforzada y completa, de cierta amplitud, en lenguaje sazonado, separada cada una de las especies de aderezos en las distintas partes, actuando los personajes y no mediante relato, y que mediante compasión y temor lleva a cabo la purgación de tales afeccionen» (traducción de Valentín García Yebra).

Por supuesto, estos efectos terapéuticos puede producirlos la obra literaria de cualquier género (no sólo la tragedia), como todos hemos experimentado alguna vez. Y son muchísimos los testimonios de los creadores que lo confirman. Goethe, por ejemplo, al escribir el Werther, anota en su autobiografía: «Con esta composición, más que con ninguna otra, me había liberado de aquel estado tempestuoso y apasionado al que había sido arrastrado violentamente por culpas propias y ajenas... Escrita la obra, me sentí aliviado y gozoso como tras una confesión general y dispuesto a emprender otra vida. El viejo remedio me había sentado esta vez perfectamente».

De un modo menos romántico, Lawrence Durrell precisa: «He hablado de la inutilidad del arte, pero no he dicho la verdad sobre el consuelo que procura... Por medio del arte logramos una feliz transacción con todo lo que nos hiere o vence en la vida cotidiana, no para escapar al destino, como trata de hacerlo el hombre ordinario, sino para cumplirlo en todas sus posibilidades: las imaginarias».

Llegamos ya, quizá, a una cumbre (o a un extremo, según se prefiera): para algunos escritores, la literatura puede ser un intento de conseguir una salvación personal.

El caso de Unamuno es bastante claro en este sentido. Para él, como para cualquier existencialista, la meditación sobre la muerte es el tema fundamental de toda filosofía. Más aún: el problema vital inexcusable. Si vamos a morir (definitivamente, se entiende) nada de esta vida tiene sentido. Unamuno rechaza la solución religiosa, así como su negación. Se queda en la incertidumbre, no escéptica sino angustiada y buscadora, agónica. Según eso, ¿para qué escribir? Por supuesto, no por gloria, dinero o afán de belleza. El tema es muy otro: ya que no podemos tener la seguridad de saciar nuestra «hambre de inmortalidad», nos quedan dos consuelos, dos pequeñas inmortalidades: los hijos y los libros. Así, la literatura resulta ser un medio más (pequeño, imperfecto, pero indudable) de luchar contra la muerte:

cuando vibres todo entero

soy yo, lector, que en ti vibro.

Claro que esto postula un tipo de lector y una relación con el libro que nada tiene que ver con la frialdad académica de estudiar a un autor que está en el programa. Unamuno busca un lector que vibre, que haga suyas y reviva las cuestiones que a él le angustiaron. (Un lector activo, como pide toda la novela contemporánea.) Y esa pequeña inmortalidad —por lo menos— es seguro que Unamuno la ha conseguido, pues su obra sigue suscitando, en el mundo entero, pasión fervorosa y polémica.

En otro autor aparentemente muy alejado de todo esto, Rubén Darío, encontramos algo comparable. Su erotismo comienza por lo más inmediato: «Carne, celeste carne de la mujer». Se auxilia luego de la imaginación, de la mitología, en un clima utópico de inconsciencia e intemporalidad, para llegar a una visión panerótica del mundo:

Amar, amar, amar, amar siempre, con todo

el ser y con la tierra y con el cielo,

con lo claro del sol y lo oscuro del lodo:

amar por toda ciencia y amar por todo anhelo.

Pedro Salinas nos ha mostrado admirablemente las etapas de este proceso. Después, «Venus desde el abismo me miraba con triste mirar». El tiempo trae el dolor; la conciencia, la pesadumbre. Lo erótico se ha hecho agónico, lucha por no morir. Su poesía es la pasión y la muerte de lo erótico, y la salvación final trascendente:

y si hubo áspera hiel en mi existencia,

melificó toda acritud el arte.

Así, del ansia de placer y del dolor, surge una poesía que es lucha contra la muerte. Y que, en cierto sentido, es salvación frente al tiempo. El escritor, así, no pasa en vano; deja una huella, algo que permanece: su obra. A eso responde, en palabras de Virgina Woolf, «ese insaciable deseo de escribir alguna cosa antes de morir».

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