INTELIGENCIA ARTIFICIAL: ¿DE QUÉ SE TRATA?

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Claudio Gutiérrez

Publicado originalmente en la Revista Computing

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INTRODUCCIÓN

El término "inteligencia artificial" (abreviado IA) se ha popularizado para designar a una disciplina incluida entre las ciencias de la computación. Tiene que ver con el esfuerzo que decenas de científicos de distintos países, especialmente de los Estados Unidos y de Europa Occidental, han venido realizando durante los últimos treinta años para dotar a las computadoras de inteligencia. La frase "dotar a las computadoras de inteligencia" suele producir una reacción de asombro en muchas personas, aunque a veces por motivos diferentes: "Pero, es que las computadoras no son inteligentes?", comentarán algunos que han visto o leído demasiadas historias de ciencia ficción. Claro que no, habrá que contestarlos, refiriéndonos al hecho de que la computadora ordinariamente programada no es más que un instrumento muy rápido y generalmente confiable de hacer operaciones aritméticas o de manipular fichas de nombres en orden alfabético (o de ponerlas en tal orden).

Para que una computadora comience a merecer el nombre de inteligente, deberá ser capaz de realizar acciones que, si realizadas por un ser humano, diríamos que requieren inteligencia, como jugar ajedrez o mantener un diálogo con otro ser considerado también inteligente, o resolver algún rompecabezas. Pero para otras personas la fuente del estupor al ver asociadas las palabras "inteligencia" y "artificial" consistirá en el hecho de que para ellas la inteligencia y las máquinas son conceptos esencialmente incompatibles: "Las computadoras pueden hacer operaciones aritméticas porque para eso sólo se necesita ser capaz de manipular números en forma mecánica; pero la inteligencia, a diferencia de la capacidad de manipular números, requiere creatividad, inventiva, iniciativa intelectual, y eso desde luego solo lo pueden tener los seres humanos, de ninguna manera las máquinas. Las computadoras pueden hacer lo que sus programadores les dicen, pero nada más; además, hagan lo que hagan, nunca sabrán lo que están haciendo, nunca serán conscientes de lo que hacen. Y para ser inteligente se requiere ser capaz de elegir conscientemente el propio camino en la solución de problemas". La contestación que podemos darle a esta segunda clase de personas es más compleja.
 

LENGUAJES DE PROGRAMACIÓN

Debemos comenzar por aclarar que las computadoras no son simplemente manipuladoras de números; la idea de que lo son se debe a que inicialmente fueron diseñadas y construidas por ingenieros que deseaban ponerlas a realizar esa clase de operaciones. Pero en realidad la computadora manipula cualquier clase de información, numérica o no numérica; en general, la computadora es una manipuladora de símbolos. Por otra parte, debemos aclarar también que hay diversas formas de programar una computadora; cuando se dice que una computadora sólo puede hacer lo que su programador le ha especificado que haga, esto es cierto solamente para el caso de cierto tipo de programación, la más común de todas, la que se hace corrientemente en lenguajes como el COBOL o el BASIC o el FORTRAN en aplicaciones ordinarias.

Uno de los profetas de la IA, Marvin Minsky, ha clasificado los lenguajes de programación, para aclarar este asunto, en varios clases:

lenguajes "haga ahora": el programador instruye a la computadora para "hacer esto, hacer lo otro, hacer lo de más allá hasta que tal cosa pase"; todo queda especificado, excepto tal vez el número de veces que se hace cada cosa;

lenguajes "haga siempre que": permiten escribir un programa para resolver problemas que el programador no sabe como resolver (pero sabe qué cosas pueden intentarse, y que eventualmente alguna de ellas resultará efectiva);

lenguajes "de constreñimiento": permiten escribir programas en que se definen estructuras y estados que se condicionan y limitan recíprocamente.

Los dos últimos tipos de lenguaje permiten programar de tal manera que no es correcto decir que el programador sabe como va a actuar la computadora que ejecute el programa. El lenguaje del tipo "haga siempre que" se conoce como "sistema de producción" y está en la base de la mayor parte de los programas expertos de que trataremos más adelante; los lenguajes "de constreñimiento" son lenguajes manipuladores de símbolos de carácter funcional o relacional: los más conocidos son LISP y Prolog, en los cuales se escriben hoy la mayor parte de los programas de IA de tipo general. Para Minsky no hay duda de que los programas escritos en los últimos dos tipos de lenguaje exhiben algún grado de inventiva y por ende de inteligencia; pero admite que todavía será necesario desarrollar por lo menos dos tipos más elevados de lenguaje para obtener una IA comparable a la inteligencia humana:

lenguajes "haga algo que tenga sentido" : permiten al programa aprender del pasado y en cada nueva situación aplicar sus enseñanzas, y

lenguajes "mejórese a sí mismo": algún día permitirán escribir programas que escriban programas mejores que ellos mismos.

Por supuesto que en estos dos casos tampoco será justo decir que el programador ponga en el programa todo lo que la computadora llega a hacer.
 

CREATIVIDAD

El tema que estamos tratando tiene desde luego mucho que ver con el concepto de lo que es creación, o creatividad, en las acciones del ser humano, o de la computadora. Por lo general planteamos el problema de la creatividad citando las grandes obras de arte o de genio científico; pero la verdad es que la mayor parte de las obras humanas ordinarias exhiben un gran contenido de creatividad: creatividad consiste en ser capaz de combinar los elementos a nuestra disposición para dar una solución, eficiente (o bella, o sagaz) a un problema con que nos enfrentamos. Al hablar de IA es equitativo que comparemos a la computadora con esa habilidad ordinaria, dejando para mejor y futura oportunidad la cuestión de si puede llegar a haber "genio artificial".

A primera vista, la creatividad es algo que no podemos explicar, resultado de un don especial; sin embargo, observando con más cuidado podemos llegar a concluir que todo lo que no entendemos, lo que no hemos explicado todavía, parece así de misterioso. Decir que una máquina no puede llegar a exhibir creatividad tiene sentido en la medida en que sepamos con claridad qué es esa creatividad, en qué consiste: entonces podremos mostrar porqué su naturaleza está reñida con todo mecanismo; pero el caso es que llamamos creatividad precisamente a aquello que en nuestro comportamiento todavía no hemos podido explicar; por ejemplo, no llamamos creatividad, al don de resolver ecuaciones de segundo grado, ¡porque ya lo exhiben las computadoras! No solo no está bien, con base en nuestra ignorancia de lo que sea creatividad, negarle a la computadora la posibilidad de llegar a tenerla, sino que debemos estar agradecidos a la investigación en IA por la oportunidad de llegar a entender qué es creatividad. En efecto, pareciera que el trabajo en IA está comenzando a hacer posible encontrar una explicación satisfactoria a los fenómenos de la creatividad: en la misma medida en que, poco a poco, logramos escribir programas que exhiben propiedad, en esa misma medida empezamos a explicamos qué es la creatividad –se dé ella en la máquina o en el ser humano–.

AUTOCONCIENCIA

La otra propiedad que se espera ver asociada a la inteligencia, porque lo está a la humana, es la autoconciencia; no se concibe que una máquina piense puesto que,"evidentemente no se da cuenta de lo que hace". En esta cuestión podemos argumentar en dos sentidos diferentes, de acuerdo con los resultados de la investigación psicológica y de la investigación en IA. Por una parte, es un hecho que el pensamiento humano realiza gran cantidad de funciones que no podemos, en ningún sentido importante de la palabra, calificar de conscientes; más aún, parece bien establecido que la autoconciencia contribuye en la mayor parte de las situaciones a impedir el proceso mental eficiente (por ejemplo, si trato de darme cuenta de dónde pongo los dedos cuando tecleo en el piano o en la computadora, o cuáles movimientos hago para conducir un coche, o en qué tono de voz estoy hablando). Pero por otro lado, es bastante obvio que tener conocimiento sobre sí mismo, sobre nuestras propias capacidades y limitaciones por ejemplo, es una ayuda invaluable para el funcionamiento de la inteligencia. Ese tipo de autoconciencia parece necesario o por lo menos conveniente como un complemento de la inteligencia; de hecho, muchos programas de IA tienen en algún grado conocimiento de sí mismos, y no parece que haya nada de especialmente difícil en ello: al igual que conocen (tienen información) sobre los datos del problema, sobre su contexto o condicionamientos de circunstancia, tienen –o pueden tener– conocimiento sobre los recursos de que dispone el programa, sobre las funciones que en cada momento pueden aplicarse, etc. En realidad, una de las contribuciones más notables que la IA ha dado a la epistemología es el hallazgo de que a pesar de que hay muchos niveles de conocimiento (por ejemplo, conocimiento del mundo, conocimiento de ese conocimiento, conocimiento de las reglas que me permiten conocer, etc) todos ellos pueden representarse uniformemente en la memoria de una computadora y manipularse mediante los mismos procedimientos o procedimientos parecidos. Así pues, y en resumen: en un cierto sentido la autoconciencia no es importante para la inteligencia (la inteligencia no tiene que estar observando su funcionamiento para poder funcionar); pero en otro sentido sí lo es: conocer las propias capacidades y limitaciones es importante para el comportamiento inteligente tanto de la máquina como del ser humano.

COMPLEJIDAD

Es imposible plantear el tema de la inteligencia, artificial o natural, sin mencionar la cuestión de la complejidad. Las acciones inteligentes, estamos seguros hoy de ello, son el resultado de la concurrencia de muchísimos elementos estructurados de una manera tan compleja como pueda imaginarse; esto es también, con seguridad, una de las más valiosas lecciones que hemos aprendido tratando de emular en la máquina los fenómenos intelectuales humanos. No siempre se tuvo este concepto, sin embargo; para no abundar en reminiscencias filosóficas, para el pensador griego Platón era claro que la parte racional del ser humano, llamada también alma, tenía que ser absolutamente simple (de esa simplicidad sacaba argumento para pensar que el alma era inmortal, puesto que todo lo que muere, perece por descomposición de sus elementos). Otros pensadores, como Descartes, llegaron a encontrar la substancia no extensa o espiritual por introspección: al descubrirse en el acto simple de pensar, "pienso, luego existo". Tal concepción, por más poco fundamentada empíricamente que estuviera, tenía la virtud de ofrecer una base muy sencilla para dividir al mundo en dos órdenes: el material, donde reinaba la complejidad, la composición y la descomposición, y el orden espiritual o intelectual donde la conciencia, supuestamente simple, era el lugar inextenso donde residían esas entidades etéreas llamadas ideas. Los seres humanos (o una parte de ellos, el alma) eran inteligentes o racionales; todos los otros seres de este mundo no lo eran. En ese planteamiento no había lugar para niveles, grados o tipos de inteligencia, era una cosa de todo o nada (tanto que para explicar diferencias individuales de capacidad intelectual se llegaron a postular impedimentos materiales que reducían las capacidades innatas y originalmente iguales de las almas). Volveremos enseguida sobre este tema.

INTELIGENCIA

Es muy difícil definir la inteligencia; ya hemos visto que hay resistencia a equipararla con la capacidad de resolver problemas matemáticos (entonces resultaría obvio que las máquinas sí pueden pensar, desde que Pascal y Leibniz, en el Siglo XVII, inventaron máquinas de sumar y de multiplicar); aunque no siempre fue esto así: para Platón y los pitagóricos, por ejemplo, el conocimiento de las verdades matemáticas era la más grande prueba de racionalidad. Quién sabe qué pensarían esos filósofos si pudieran estudiar los programas electrónicos que hoy despejan ecuaciones, prueban teoremas lógicos y matemáticos o incluso descubren nuevos conceptos matemáticos a partir de otros ya conocidos (por ejemplo, descubren los números primos a partir de los conceptos básicos de la teoría de conjuntos, sin tener ninguna idea previa sobre eso que llamamos número).

Pero volviendo a la posibilidad de definir la inteligencia, creo –siguiendo a John McCarthy NOTA 1–, que una buena aproximación podría ser la siguiente: Capacidad que tiene (por lo menos) el ser humano de adaptarse eficazmente al cambio de circunstancias mediante el uso de información sobre esos cambios. Esta definición tiene la virtud de explicar por qué tanta gente reaccionó muy negativamente ante intentos de filósofos de los siglos XVIII y XIX de explicar los fenómenos mentales dentro del paradigma mecanicista propio de la física de Newton; para ellos la máquina más típica, a pesar de estar en desarrollo la Revolución Industrial, seguía siendo el molino de viento o, tal vez más universalmente, el reloj; por ejemplo el de la gran catedral, a veces capaz de dar vida momentánea a una constelación de figuras humanas o fantásticas que colaboraban para dar las horas participando en una secuencia de movimientos preestablecidos. Y, claramente, el reloj, aún el más elaborado de la catedral medieval, era incapaz de variar su comportamiento de acuerdo con el cambio de circunstancias del ambiente (por ejemplo, ninguno de esos muñequitos que desfilaban en lo alto de la fachada de una catedral sacaba su paraguas si llovía).

Algunas personas pensarán, sin embargo, que la definición es muy amplia, pues de acuerdo con ella el sistema inmunológico del cuerpo humano (o animal) resultará inteligente: también él logra adaptaciones eficaces usando para ello información. Pero el asunto importante aquí es que precisamente la inteligencia hasta ahora ha sido un fenómeno que se ha dado en seres vivientes, y resulta completamente natural que podamos distinguir una continuidad entre ciertas reacciones biológicas de un nivel relativamente bajo y las reacciones más elaboradas de la corteza cerebral; tal continuidad no solo es de esperar, sino que parece totalmente necesaria para el que se coloque en la posición en que nosotros nos colocamos de considerar los fenómenos intelectuales como fenómenos sumamente complejos. La complejidad, por hipótesis, admite grados; así, si la inteligencia es obra de la complejidad, habrá toda clase de niveles de inteligencia, desde la más elemental hasta la más elaborada, dependiendo del grado de complejidad del organismo, máquina o programa considerados.

Decíamos que fue natural reaccionar contra la identificación de inteligencia y máquina cuando el prototipo de la máquina era el reloj medieval (el reloj de de pulsera contemporáneo, digitalizado y con alarmas que pueden ponerse a voluntad sería un caso menos claro). Sin embargo, los hombres y mujeres del siglo XIX ya tenían un tipo diferente de máquinas entre ellos que era capaz de reaccionar ante el cambio de circunstancias de una manera muy flexible y eficiente, es decir, muy adaptativa. Me refiero a un dispositivo esencial para el funcionamiento de las locomotoras a vapor, tan ligadas al desarrollo de la Revolución Industrial: el gobernador, un mecanismo consistente en dos varillas abisagradas terminadas en sendas esferas de mayor peso; dicho mecanismo lograba mantener constante la velocidad de la locomotora haciendo uso de la fuerza centrífuga para cerrar la entrada de combustible que calentaba la caldera. Este es uno de los primeros casos, si no el primero, de un aparato autorregulado, basado en el fenómeno conocido como retroalimentación. Parte de la energía de la caldera, una pequeñísima parte, tanto que podemos ya llamarla información en vez de energía, se desvía para poner en movimiento el gobernador, el cual al moverse circularmente hace subir las varillas por fuerza centrífuga y consecuentemente cierra la válvula que da entrada al combustible, todo en proporción a la velocidad de la locomotora. Decimos que la energía desviada retroalimenta la propia máquina, para lograr controlarla, es decir, hacerla autorregulada. Un ejemplo más moderno es el termostato, que desconecta un aparato de calefacción, o de aire acondicionado, cuando la temperatura del cuarto coincide con la que se ha establecido como condición de referencia. Pues bien, decir que la inteligencia puede explicarse mecánicamente no resulta un enunciado tan escandaloso si lo que tenemos presente como máquina no es el reloj, insensible al cambio de circunstancias, sino el gobernador o el termostato, que obviamente están abiertos al mundo y son capaz de adaptarse por lo menos a algunas de sus vicisitudes posibles.

Se cuenta que una vez un oponente del concepto de la inteligencia artificial de John McCarthy, el creador del lenguaje LISP, creyó arrinconar a su interlocutor con la réplica: "Pero entonces, un termostato resultaría ser inteligente, según la definición de inteligencia que usted está usando". McCarthy no tuvo ninguna dificultad en aceptarlo. Y la verdad es que aceptar que un mecanismo elemental de autorregulación es inteligente no solo es inofensivo, sino que también es fundamental y necesario. Puesto que la definición de inteligencia como algo mecánico y complejo implica que hay grados de inteligencia, y que la inteligencia más elevada está compuesta de inteligencias menos elevadas que interactúan entre sí. En último término, tendremos que llegar, por una cadena de explicaciones, hasta el punto en que una inteligencia de nivel muy inferior, pero todavía compleja, se resuelve en una constelación de ciclos de retroalimentación, parecidos al del gobernador o al del termostato, debidamente integrados entre sí (por ejemplo que se pasen señales unos a los otros). El nivel mínimo de mecanismo inteligente será entonces un arco de retroalimentación; ello no quiere decir que el termostato sea simple, ni que su inteligencia sea no-extensa; por el contrario, el ciclo de retroalimentación tiene partes, debidamente relacionadas entre sí en el espacio; pero ninguna de esas partes es inteligente, en el sentido de nuestra definición. Así pues, el átomo de inteligencia es el arco de retroalimentación (arco reflejo), y es a partir de el, por sucesivos niveles de complejización, que se construye toda otra inteligencia. Como lo apuntábamos al comienzo, si la inteligencia es compleja, debe admitir grados.

Tal vez una buena manera de ilustrar lo que queremos decir es citar una interesante teoría sobre la naturaleza de la mente que debemos a Marvin Minsky; se llama la teoría societal de la mente, y nos dice que cada mente humana es el resultado de la acción de un comité de mentes de menor poder: sentadas alrededor de una mesa (metafóricamente hablando), estas mentes conversan entre sí (se pasan información) y combinando sus respectivas habilidades, que son diferentes, son capaces de resolver problemas. Ahora bien, estas submentes deben ser, cada una de ellas, explicadas a su vez de alguna manera; nada impide que las expliquemos usando la misma teoría. Excepto en el momento en que quienes estén sentados en estas mesas sean átomos de inteligencia, es decir, ciclos de autorregulación elementales, como el arco reflejo, que podrán explicarse mecánicamente de modo muy simple.

INTELIGENCIA ARTIFICIAL

La disciplina de la IA se ha desarrollado ya suficientemente como para ofrecer a la sociedad humana algunos instrumentos que mejoren su adaptación al medio ambiente: programas que se conocen con el nombre de sistemas expertos, cuya teoría y práctica son muy novedosas. Podemos decir, pues, que su ejercicio por parte de los investigadores tiene como mira en muchos casos la fabricación de artefactos útiles, programas con habilidad especial para realizar funciones que con anterioridad sólo podíamos confiar a seres humanos. Llamemos a esa clase de investigación IA de rendimiento. La disciplina comenzó a existir, y todavía se practica en gran número de casos, con otro propósito, a saber, el intento de comprender el funcionamiento de la inteligencia humana; a este tipo de investigación lo llamamos IA de comprensión. De este segundo tipo fue el trabajo realizado por los pioneros de la disciplina, A. Newell y H. Simon, en los años cincuenta y siguientes que culminaron con la publicación de una importante obra sobre habilidad de solución de problemas en los seres humanos. A la labor de estos dos investigadores debemos también la caracterización de los métodos de la inteligencia en dos categorías: débiles y fuertes; y el importante descubrimiento de que los métodos más generales de la inteligencia son por necesidad métodos débiles, y que los únicos métodos fuertes son los que aplican conocimientos específicos de un dominio particular (por lo que necesariamente deben carecer de generalidad). Este descubrimiento puede expresarse por una ley: a mayor generalidad, menor fuerza; y a mayor fuerza menor generalidad. La labor de Newell y Simon, aparte de esa importante fundamentación metodológica, se ha concentrado en el estudio de los métodos débiles, que como hemos visto son los únicos dotados de total generalidad (se aplican indiscriminadamente a la solución de toda clase de problemas). Siendo así que la aplicación de estos métodos débiles es independiente del conocimiento que tengamos sobre un campo particular de los problemas humanos, podemos bien decir que lo que los define a todos es la presencia de la actividad de búsqueda, búsqueda que –eventualmente– podrá llevarnos a la adquisición de conocimiento.

Los primeros investigadores que se dedicaron a la IA concibieron muchas esperanzas en relación a la extraordinaria velocidad para la elaboración de la información que exhiben las computadoras; pensaron que podrían realizar las búsquedas necesarias para el examen exhaustivo de todas las posibles combinaciones de elementos para la solución de problemas. Pero fue una esperanza fallida, pues la llamada explosión combinatoria hace imposible que, aún con la velocidad de la electricidad, se puedan examinar todas las alternativas posibles en la solución de un problema que no sea trivial. La consecuencia de ello ha sido que los únicos programas de IA realmente eficientes han sido no los basados en métodos débiles, es decir, métodos de búsqueda, sino en métodos de poca generalidad, basados en conocimientos específicos de un campo. Surge así el contraste entre la investigación en la que trata de emular al sentido común con su generalidad y su poca precisión, y la que trata de emular la experticia, con su rango reducido y gran poder de dar soluciones. Bien podemos decir que los mayores éxitos de la IA han sido hasta ahora en este último campo: tenemos en existencia programas expertos en muchas áreas, como la prospección geológica, el diagnóstico médico, el análisis químico, el análisis matemático, la biología molecular, el diseño de circuitos, y muchos otros más. En cambio, no tenemos todavía, ni parece que tendremos en mucho tiempo, programas capaces de entender el lenguaje ordinario –en su gran riqueza de formas expresivas–, ni programa capaces de dar consejos en materias varias de la vida común y corriente.

CONCLUSIÓN

El contraste anotado nos lleva a una conclusión que queremos consignar aquí como nota final de este artículo. Todo parece indicar que las computadoras, debidamente programados con las técnicas de alto nivel propias de la IA, pueden descollar en el campo de la pericia, es decir, de la solución de problemas especializados; por su parte, el intelecto humano parece insustituible en relación con la solución de problemas de sentido común. Se impone entonces fomentar la asociación de hombre y máquina en sistemas de cooperación simbiótica y sinergética; hombre y máquina se necesitan mutuamente para solucionar eficazmente los problemas, y de la interacción entre ambos resulta una energía intelectual muy superior a la de la suma de sus partes NOTA 2.


Copyright © 1983-1999 Claudio Gutiérrez


NOTA 1: (Comunicación personal). En cuanto a Minky, él no cree que sea productivo definir la inteligencia. Le parece que mientras no sepamos cómo trabaja el cerebro, el intento solo puede crear confusión (comunicación personal). Nota de 1999

NOTA 2: Ver mi artículo sobre la colaboración hombre-máquina (GUTIERREZ 87b), complementado en GUTIERREZ & ARRIETA 91

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