LA POESÍA POLÍTICA DE ALBERTI [1]

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Juan Carlos Rodríguez

Para Aitana Alberti y Álex Pausides

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 Cuando se habla de la poesía política de Alberti se nos suele remitir a dos recopilaciones básicas de poemas que hoy se agrupan bajo los títulos definitivos de: El poeta en la calle y De un momento a otro. Ambos correspondientes a los años 30 del siglo XX, y en estricto a la época de la Segunda República española del 31 y a la guerra civil del 36-39.

Como se sabe de sobra estos dos libros no fueron concebidos en principio como unidades en sí, sufrieron múltiples trasvases y alteraciones y, desde luego, bajo el marbete de El poeta en la calle han ido apareciendo a lo largo de los años diversas selecciones o ediciones de textos que no sólo no se pensaron para la versión original sino que incluso abarcaban los poemas del otro libro y diversos racimos de versos extraídos de acá y de allá en las etapas posteriores de los diversos exilios albertianos.

Pero de estos problemas no vamos a hablar aquí. Ahora sólo nos interesa ese extraño sintagma inicial: poesía política. Pues nos remite a una época en que la política existía y en que la poesía existía realmente. Hoy podemos decir que la poesía sigue existiendo –aunque de otra manera-, pero que por su parte la política ha desaparecido o ha perdido todo su valor o su fuerza sustancial. Es una mera técnica o gerencia derivada del cómo hacer las cosas bien para la economía dominante.

Este hecho, el de la desaparición de la política, que estudié en mi libro Dichos y escritos[2], hace que aún nos resulte más extraño ese aludido sintagma de poesía política. Un fantasma casi incomprensible. Y sin embargo ese fantasma existió (y de una manera asombrosa) sobre todo a partir de 1917, la fecha de la revolución rusa (aunque también por supuesto desde mucho antes) y digamos que fue agonizando desde principios de los años 80 hasta el final del siglo XX. Y señalo la fecha de 1917 como eje básico de la difusión de la nueva poesía política, porque esa fecha marca un hito histórico inconcebible antes. Quiero decir: el octubre de 1917 (y obviamente por eso Alberti fundó la revista literaria Octubre) no fue sólo “los diez días que estremecieron el mundo” (como tituló el norteamericano John Reed su clásico libro sobre el tema) sino un hecho único en la historia de la humanidad. Por primera vez en la historia humana (dejo aparte las sociedades tribales) un sistema social estaba siendo socavado, derruido desde dentro. Ni en las sociedades esclavistas europeas o asiáticas; ni en las sociedades feudales y/o tributarias de cualquier parte del mundo, había ocurrido jamás eso. Cuando un sistema social cayó (digamos Roma respecto al esclavismo; digamos el estado absolutista y semifeudal con la revolución francesa) fue siempre por su propia disolución interior o por el ataque de otro sistema ajeno (los bárbaros contra Roma; el capitalismo burgués frente al poder de los nobles en Francia), o por una mezcla de ambas cosas: disolución interior y ataque exterior. Es inevitable comprobar que siempre ocurrió lo mismo: la lucha de un sistema social en bloque contra otro sistema social en bloque. E incluso como un desdoblamiento del sistema mismo que se partía en dos: por ejemplo la independencia de los Estados Unidos que sabían que necesitaban desgajarse del capitalismo de Inglaterra para desarrollar su propio capitalismo; o, con un aspecto mucho más complejo y oscuro, la independencia de los países hispanoamericanos, cuyas burguesías y oligarquías se consideraban mucho más liberales y avanzadas que la retrógrada España, y sin duda llevaban razón: pero como su independencia fue “pagada” desde el principio, se convirtieron en países dependientes desde entonces. Es un tema que obsesionó a Alberti en esos mismos años 30 donde incluye un homenaje a Bolívar –el “libertador” por excelencia– en su poema dedicado a Venezuela (y cuando Alberti lee de otra manera el poema de Rubén Darío dedicado a Estados Unidos).

Esto era, pues, lo que había habido: sistema contra sistema o desdoblamiento del sistema mismo. Lo que le dio su aspecto definitivo y distinto a la poesía política fue como decimos la revolución rusa de aquel octubre de 1917. No había ocurrido nunca ese hecho revolucionario: que un sistema fuera derrocado desde dentro por sus propios explotados. Y eso fue lo que cambió todo el panorama desde el puente. Aquel octubre hizo concebir la imagen de que el mundo iba a cambiar de base. La política cobró toda su fuerza y la poesía se inscribió y se trasladó hacia ese torrente aparentemente sin retorno. Por supuesto que también todos los sistemas históricos que conocemos han sido sistemas de explotación: el esclavismo, el feudalismo, el capitalismo y esa extraña cosa en que se convirtió luego la revolución rusa: lo que se llamó capitalismo de estado, estalinismo o socialismo real, y que abarcaba desde Alemania del Este hasta Vietnam. Pero la historia, incluida la historia literaria del siglo XX, no puede entenderse sin aquella revolución hecha por los de abajo. Y así los poetas se vieron escindidos entre la torre de marfil (o su individualismo maldito) por un lado, y por otro, en su pretensión de alianza con el pueblo. En este sentido también 1917 fue un hecho histórico único. No sólo porque un sistema (el zarismo ruso, medio capitalista, medio feudal y medio esclavista) fuera derrocado desde dentro, sino además por todas las consecuencias políticas, económicas e ideológicas (y por tanto literarias) que estremecieron al mundo hegemónicamente establecido: esa revolución amenazaba con derruir a todo el sistema capitalista –y siempre desde dentro– al intentar extenderse y consolidarse por todas partes y en todos los ámbitos. Incluyendo el ámbito literario que se tambaleó de arriba abajo –ya estaba estremecido por las vanguardias– en una especie de terremoto que fue el que dio toda su fuerza, como decimos, a la imagen y la necesidad de la poesía política.

Esa imagen de extensión planetaria de la revolución fue lo que hizo temblar a los de arriba y concebir esperanzas (inconcebibles antes) para los de abajo que –sin saber muy bien lo que era una revolución, como los poetas no sabían muy bien lo que era una poesía política– tomaron su nombre de los antiguos rebeldes esclavistas (como Espartaco: de ahí los espartaquistas alemanes); o de las antiguas “comunas” del XVIII de las que se derivaría el nombre de “comunistas” en el Manifiesto de Marx y Engels de 1848, un nombre que se perdió y que ni siquiera resucitó en la Comuna de París (allí se llamaron “Comunards”) hasta que el término “comunista” lo recuperaron tardíamente los bolcheviques para diferenciarse de los otros socialdemócratas rusos; o los demás símbolos, como la camisa roja extraída de Garibaldi y sus “bersaglieri” o mercenarios rebeldes que fueron peleando desde el Uruguay hasta la unidad italiana. En realidad esa camisa roja transformada en bandera roja fue un símbolo internacionalista de los trabajadores de las fábricas y del campo –de ahí obviamente la hoz y el martillo– cuando el proletariado aún existía[3]. ¿Por qué ese juego de colores? Quizá por oponerse a las sotanas negras (ese es el sentido de Rojo y negro de Stendhal) o a los que luego se llamarían trabajadores de cuello blanco –o en general a las camisas blancas de la burguesía–, un color blanco que sin embargo es ahora la clave de los “trabajadores sociales” que constituyen hoy la inmensa mayoría de los explotados. Y aunque no quiero entrar en ese juego de colores, es evidente que aquel símbolo de la bandera roja iba a ser el contrapuesto a cualquier tipo de frontera o de bandera nacional, precisamente a partir de 1917. Y Alberti la contrapuso efectivamente a la bandera americana en el libro 13 bandas y 48 estrellas, el primer poema antiimperialista escrito en castellano, según él mismo nos indica.

Pues por en medio de todo ese increíble tráfago andaban los intelectuales: los filósofos, los escritores, los poetas… Así fue, decimos, cómo la poesía política cobró un nuevo sentido. Y me explico enseguida. Hoy utilizamos la palabra “intelectual” identificando el término más o menos con la imagen del escritor y con un subyacente sentido crítico: el intelectual sería a la vez abstracto y crítico por excelencia, etc. Pero en realidad en la genealogía de ese campo semántico las cosas no funcionaron exactamente así. Y de nuevo ese término, el de “intelectual”, rebosa ambigüedad. Aunque hubiera habido pensadores y críticos amontonados en todas las revoluciones burguesas del XVIII y del XIX, y aunque por supuesto se hablara continuamente de la división entre trabajo manual y trabajo intelectual, la palabra intelectual en la significación habitual de hoy (algo así como el que dice: “critico” ergo sum) sólo se difunde en Europa a raíz de un hecho muy concreto: el Yo acuso de Zola. Hay que pensar que a fines del XIX si el alemán (o el griego clásico) era la lengua de la filosofía, si el inglés era la lengua del comercio (sobre todo colonial), el francés, por supuesto, era aún la lengua “civilizadora” de la diplomacia y la literatura. Y el asunto es bien conocido: cuando el ejército francés fue derrotado por el ejército alemán en la batalla de Sedán, el Estado Mayor francés tuvo que buscar alguna excusa, alguna cabeza de turco, a quien echarle la culpa de la derrota. Y como es lógico (o plenamente ilógico, pero ese es otro asunto) se le echó la culpa a aquel oficial francés de origen judío, Dreyfus, y Zola publicó su famoso artículo: Yo acuso al Presidente de la República…, etc. ¿Quién era ese yo que se atrevía a acusar a todos los poderes? Simplemente un novelista, un intelectual de las letras. Fue así como los términos intelectual, crítico y escritor llegaron a identificarse. En torno a Zola puede hablarse de la difusión de esa imagen de la literatura comprometida, de la literatura política, del escritor que baja a la calle para convertirse en farero de la verdad (una imagen que va desde Hegel a Cernuda). Pero si Zola hablaba en nombre de la nación francesa, la brecha que abrió el 17 se convirtió en irreversible. Así tenemos otro símbolo básico, el de Bertolt Brecht que establece una diferencia abismal: se reconoce traidor a su clase y reconoce tener un pensamiento bajo, es decir, “el modo de pensar de los de abajo”. Brecht habla pues en nombre de las clases y grupos oprimidos, desde los trabajadores a las mujeres (ahí está su Madre coraje), y con ello Brecht, un extraordinario dialéctico marxista que no militó nunca en ningún partido político, dio un giro de 90 grados a la literatura y a la poesía política. La brecha pues permanecía abierta en los años 30 en que escribe Brecht y cada vez se iba a agrandar más y cada vez con un sentido más pleno, que es exactamente en el que trata de inscribirse Alberti. Claro que el lenguaje poético tenía otra brecha abierta por dentro: las vanguardias estaban aniquilando su propio “en sí” poético o artístico precisamente a partir de la abstracción o del surrealismo. La postura surrealista era clarísima al respecto: cambiar la vida, como había dicho Rimbaud y cambiar la historia como habría dicho Marx. Pero también los surrealistas son los primeros en poner en duda la realidad del yo humano y del yo poético y por eso visitan a Freud, que sin embargo no les hace ningún caso[4]. Se ha hablado demasiado del surrealismo de Sobre los ángeles y de Sermones y moradas e incluso del largo poema publicado aparte y que se tituló Con los zapatos puestos tengo que morir. Un poema que me parece que tiene una impregnación surrealista muy importante (pese a que Alberti dijera siempre que su influencia surrealista era muy colateral, más que francesa por su amistad con Dalí y Buñuel). Pero este largo poema/libro es significativo porque culmina una inflexión decisiva en la poética albertiana. Si Sobre los ángeles y Sermones y moradas son en realidad una pregunta sobre los sótanos del yo (En frío, voy a revelaros los que es un sótano por dentro), Con los zapatos puestos tengo que morir es curiosamente una afirmación decisiva hacia la vida y el título está recogido de una canción popular[5]. Alberti estaba al borde de dar el paso hacia su poesía política posterior.

Significativamente una poesía que jamás pone en duda la sustancia de la propia poesía. En esa sustancia poética invariable Alberti creyó con una ingenuidad y una nobleza que hoy casi pasma. Y empleo el término ingenuidad en su plena etimología latina. Jamás hubo doblez en Alberti respecto a la poesía. Se ha repetido mil veces: para él la poesía, igual que la pintura, fueron siempre su última verdad de vida. Lo que Alberti ponía en duda era el sentido de su propio yo vital. En torno al “yo” es como surge su verdadera poesía política. Y todo esto nos lleva directamente a lo que considero una de las obras maestras de Alberti, el libro De un momento a otro. Precisamente porque la poesía albertiana no se convierte en política aquí a través de sus temas o sus contenidos (aunque por supuesto también: salvo que esa cuestión temática se expresa más intencionalmente en el otro libro, en El poeta en la calle). Pero De un momento a otro es un libro asombroso, precisamente porque es una propuesta política a partir de una interrogación sobre el yo. Fijémonos: primero se nos habla de cómo se nos construye el “yo” desde dentro. Son los poemas sobre la familia y la escuela. Después se nos habla de cómo se nos construye el yo desde fuera: de ahí su rechazo al imperialismo yanki y al modo de vida americano (que llegará al sarcasmo final en su rechazo a la coca cola: un refresco que le calienta la cabeza). Y finalmente se nos habla de ese yo inmerso en el combate de la batalla de Madrid, la capital de la gloria.

Trataré de explicar esto por partes: 1º) En realidad hoy sabemos que toda poesía se escribe para construir o encontrar el yo de cada uno o de cada una. El yo es una goma escurridiza que se resbala cada día, un manojo de fragmentos que hay que reconstruir. Con eso no sólo se pone en duda al yo sino también a la propia poesía que lo busca. Alberti –y en general todos los escritores de los años 20 y 30– quizá podía poner en duda al yo (a su sótano, como veíamos), pero difícilmente podía poner en duda a la poesía. Y sin embargo aquí, en De un momento a otro –y el título es bien sintomático–, Alberti trata de lograr lo increíble: fundir la duda sobre el yo con la duda sobre su propio lenguaje. Que esto fuera algo inconsciente no me cabe ninguna duda. Pero el hecho es que sucedió así. O por lo menos hoy podemos leerlo así. 2º) Puesto que el yo se resbala o se escurre, lo hace porque está ya construido de antemano por un lenguaje que es el lenguaje del “yo-soy” familiar. Y es desde ese lenguaje familiar desde donde nace el lenguaje poético. El nombre familiar (el nombre del padre, si se quiere) se incrusta además radicalmente en el nombre legitimado por el Estado. Quiero decir: por la situación de clase en que se vive socialmente y vitalmente. Alberti es magistral en este primer libro sobre la familia porque no sólo rompe todos los límites entre lo privado y lo público sino –posiblemente sin darse cuenta– porque ello le lleva a romper a la vez con la ideología literaria burguesa y con su visión del lenguaje poético como lenguaje del “yo más íntimo y más privado”. Lógicamente si el yo familiar y el lenguaje familiar se pone en duda, se está poniendo en duda también la ideología literaria que esa ideología familiarista implicaba. 3º) Sólo que ese lenguaje familiar se desdobla inmediatamente en el lenguaje de la escuela. Ahí es donde se confirma el yo soy: el “yo soy poeta”, el “yo soy hombre o mujer”, el “yo soy andaluz”, el “yo soy católico” o el yo-soy una x enigmática que -uno o muchos días– decide marcharse a la mar y dejar el pupitre. Al iniciar su poesía política con este libro/poema magistral sobre la familia y su lenguaje, Alberti quizá no sabía que nos estaba legando uno de sus mejores hallazgos para la actualidad. Es un libro absolutamente de hoy. Sin quererlo acaso, pero intuyéndolo inconscientemente, a Alberti le salió un libro redondo que quizá sea hoy precisamente cuando mejor pueda ser apreciado. Quizá Gil de Biedma fuera el primero que se diera cuenta de esto y de ahí su poema “Infancia y confesiones” que es en realidad una reincorporación de la atmósfera poética de Alberti y del nuevo sentido de la poesía política. O esta poesía comenzaba por el propio yo familiar o iba a carecer de sentido. No se trataba ya de distinguir entre poesía e historia (que es sin embargo el subtítulo del libro De un momento a otro) sino de concebir al yo como un producto histórico, como un lenguaje familiar y social a la vez. Y en este sentido creo que puede afirmarse que Alberti sí fue más consciente de lo que acabamos de decir. Acaso su inscripción nebulosa en el marxismo[6] le hizo comprender plausiblemente el por qué del lenguaje del sótano de su yo. Su sótano por dentro no era algo abstracto. Era algo muy concreto y muy bien delimitado. Y eso es lo que se plasma en este libro entre un momento y otro.

Bien es verdad que nos habla primero en su otro libro, El poeta en la calle, de que “bajé” a la calle. Fijémonos: ni siquiera dice “salí” a la calle. Dice “bajé”. Y tenemos que aceptar este kantismo de fondo. Kant dice singularizar. Y evidentemente ese “ser singular” parecía el eje de cualquier yo poético que se preciara. Claro que Hegel había dicho particularizar y ese “yo particular” hegeliano no existe sin la otredad del nosotros. De modo que la mayoría de los poetas de vanguardia se armaron un lío entre el yo singular de Kant y el yo particular de Hegel, que en realidad suponía un nosotros, es decir, un pronombre muy favorable para toda la poética del compromiso. Eran dos malos paradigmas, pero Alberti se las había arreglado como podía y precisamente siempre a través del compromiso. Y en varios niveles. Por supuesto el compromiso con la poesía en sí, pues eso está siempre en el fondo de todo. Igualmente por supuesto el compromiso con la poesía popular o tradicional, un limón –como él dice– al que de pronto ya considera que no puede exprimir más. Luego –o en los sótanos– el compromiso con la interrogación sobre su propio yo: no es el mar sino el marinero el que se pregunta por su destierro, y precisamente el que se lo pregunta a su padre. Pero repito que en el poema sobre la familia de pronto nos surge la sorpresa: ¿quién ha construido ese yo? Y quizá a partir de aquí veamos más claro la relación inconsciente/ consciente de Alberti. Evidentemente, como se nos muestra en el texto, ese yo está construido por el lenguaje de la familia y de la escuela. No me extraña ahora que Gil de Biedma dijera una vez en Barcelona que Madrid, capital de la gloria era un libro insuperable. En realidad hoy pienso que estaba hablando de la globalidad de las tres partes del libro De un momento a otro. Hay un detalle significativo y siempre citado: si Alberti había escrito: “Yo nací –respetadme– con el cine”, Jaime Gil escribe en “Infancia y confesiones”: “Yo nací –perdonadme– en la edad de la pérgola y el tenis”. Pero creo que lo que Gil de Biedma admiraba en Alberti era esa épica subjetiva, esa manera de construir la política a partir del yo. Evidentemente, escribir poesía política a partir de la familia y su lenguaje era algo que nadie había escrito antes en español. Y ese poema dramático –en todos los sentidos– que Alberti fecha en 1934 y que lamenta no haber podido terminar (como lamenta la pérdida de algunos textos que se incluían en ese mismo “drama”) es nuestro primer gran poema político en el nuevo sentido que la poesía política tiene, como indicábamos, desde 1917 en toda la historia del siglo XX.


II


Pues el planteamiento es genial. E insisto en ello: el yo poético se da cuenta de quién lo ha construido, de quién lo ha producido como “yo soy personal”. Se da cuenta de la oscuridad de su sótano. O mejor dicho: se da cuenta de que hacía falta estar ciego para no darse cuenta de eso: ¿quién me ha construido como soy? ¿quién me ha construido la angustia del sótano de mi yo-soy? He aquí un planteamiento increíble. Lo que Alberti nos viene a decir es que estar vivo significaba (en el lenguaje de su mundo familiar y escolar) estar ciego ante la vida. La metáfora es magnífica y gradual. Vamos a desglosarla por partes.

Leemos así en la primera estrofa del poema: “Hace falta estar ciego,/ tener como metidas en los ojos raspaduras de vidrio,/ cal viva,/ arena hirviendo…”

El ver se ha convertido en una cosa tremendamente difícil, algo que no esperábamos. Los ojos no nos dejan ver ni hacia adentro ni hacia fuera. Ver la verdad significa cegarnos. Es como si un cristal de vidrio anulara al cristalino límpido del ojo. La construcción del yo significa también represión. Por eso Alberti no dice cristal sino que insiste en el vidrio: lo opaco. Y una opacidad cada vez más brutal: cal viva o arena hirviendo: el inconsciente que nos produce también nos reprime, nos prohíbe ver. La dialéctica es magnífica: producción y represión se unen. Pero fijémonos en cómo Alberti da vida a las cosas: en realidad no se trata de vidrio sino de algo peor, de raspaduras de vidrio como incrustadas en el ojo; no se trata de cal sino de cal viva, la que verdaderamente quema; no se trata de arena sino de una arena que vive matando, es decir, hirviendo. Pero ¿por qué tantas cosas ciegas o que nos ciegan? Sencillamente porque si viéramos podríamos descubrir lo invisible, la verdad que está ahí fuera y ahí dentro de cada uno, porque nuestros actos o nuestra palabra diaria nos pueden permitir ver la luz. Es fantástica la contraposición –o la fusión– entre la palabra y la mirada, entre el ojo y el habla. Podría decirse que es una imagen reduplicada de la fusión albertiana entre poesía y pintura. Pero lo importante es la luz de dentro y la luz de fuera. Esa verdad o esa luz que está dentro o fuera de cada yo. Y es esa verdad o esa luz la que el lenguaje de la familia o de la escuela pretende opacar y por eso nos ciega para que no la veamos. Ahora se comprende perfectamente el resto de la estrofa: “Hace falta estar ciego…/ para no ver la luz que salta en nuestros actos,/ que ilumina por dentro nuestra lengua,/ nuestra diaria palabra”.

De modo que esa era la sorpresa, el descubrimiento inesperado. La luz también está viva, salta como un pez, es la verdad que se esconde en nuestra práctica cotidiana, la verdad que nos envuelve y que no sabemos ver, la verdad que se nos intenta cegar porque ilumina por debajo la auténtica clave, el otro lenguaje, el lenguaje de nuestra lengua cotidiana, lo que surge en nuestra palabra diaria. Es pues esa lámina contradictoria entre nuestra práctica real de la vida y su luz, por una parte y por otra la opacidad que ciega nuestros ojos y que nos impide hablar. La verdad de las cosas está en nuestra palabra diaria: pero eso es lo prohibido, eso es lo que nos construye y nos reprime, eso es lo que el otro lenguaje pretende oscurecer. Y así comprendemos mejor también la última clave de la poética albertiana: su vitalismo poético. Lo resumo en su auténtico término: La fusión de esencia y existencia. La luz de la vida frente a la ceguera oscura (el vidrio, la cal, la arena) que nos impide ver, que nos construye para vivir prohibiéndonos vivir. Y eso, insisto, ya desde el principio: en la práctica y el lenguaje cotidiano de la familia y de la escuela.

Esto es lo que resulta decisivo: puesto que todo el compromiso poético de Alberti, toda su poética política, se puede condensar en una sola imagen. Esta imagen: la lucha de la vida contra la muerte. Sobre todo contra la muerte en vida. Y así termina este primer poema: “Hace falta querer ya en vida ser pasado,/ obstáculo sangriento,/ cosa muerta,/ seco olvido”. Si la vida es vivirla ¿cómo es posible que se nos dibuje como una cosa muerta? Por eso Alberti habla a los niños de entonces, a los niños que ve creciendo en España igual que él creció. Y por eso les dice: “No es posible,/ no quiero,/ no es posible querer para vosotros la misma infancia y/ muerte”.

Fijémonos en que muerte es un verso al margen, una palabra separada del resto de la líneas del poema, un signo gráfico clave, un aparte decisivo. La vida no puede ser muerte y sin embargo esa es la infancia que él ha tenido. Y lo explica enseguida. La única solución es aferrarse a la vida terrestre, a esas nuestras diarias palabras y actos, puesto que él recuerda que: “Nos espantaron las mañanas”. ¿Cómo es posible que la luz de la mañana se pierda para un niño? Alberti lo explica de inmediato: porque las mañanas no existen, porque nos educaron para el cielo, para no creer en la tierra. Y por eso concluye: “Nos educaron,/ así,/ fijos./ Nos enseñaron a esperar/ con la mirada puesta más allá de los astros,/ así,/ extáticos./ Pero ya para mí se vino abajo el cielo”. El anafórico así se ha venido abajo como para quitarnos las raspaduras de vidrio de los ojos internos.

Claro que antes nos ha hablado de “los externos”, en el fondo de los alumnos gratuitos, los de las familias venidas a menos o los hijos de los campesinos pobres y a veces de los trabajadores de la ciudad. Y fascinantemente dibujó su situación frente a los ricos en una línea recta que es una ausencia inolvidable y que por eso casi siempre se cita: “No sabíamos bien por qué un galón de oro no le daba la vuelta a nuestra gorra/ ni por qué causa luego no descendía directo por nuestros pantalones”.

Es la diferencia de vestido entre los ricos y los pobres: el galón de oro del uniforme. La línea recta ausente de ese galón de oro que no existía ni en la gorra ni en el pantalón es uno de los mejores dibujos de Alberti. Claro que el poema “Siervos” (la vieja servidumbre de la familia aún rica) se culmina con otra línea recta pero ahora directamente sacada de la letra de La Internacional. En vez de “El mundo va a cambiar de base”, que es lo que dice el canto de La Internacional –y sin duda su única línea aún válida– Alberti no quiere perder el contacto con la vida vivida, con la relación familiar entre los siervos y los dueños y por eso escribe: “¡Buenos días!/ vuestros hijos,/ su sangre,/ han hecho al fin que suene esa hora en que el mundo va a cambiar de dueño”.

Y fijémonos aún más. En el libro anterior Yo era un tonto… Alberti había escrito precisamente otra línea de interrogación fundamental: “¿Qué significa Buenos días?”. Antes no lo sabía, pero ahora ya lo sabe. Buenos días significa el nuevo mundo. La crisis parece por fin resuelta: hubo la crisis personal de Sobre los ángeles, de Sermones y moradas, de El hombre deshabitado, ese auto sacramental laico. Hubo esa crisis donde la enfermedad estuvo a punto de estallar. Crisis, en griego clásico, significa eso: la enfermedad que cumple su ciclo final y en ese instante o te mueres o te salvas. De ahí quizá el símbolo de la aparición de María Teresa León, la melancólica patinadora de la luna, la inteligencia luchadora y la belleza infatigable, la que fue capaz de salvarlo de todo. Crisis, en Alberti, se llama salvación o María Teresa. No es que lo impulsara a ingresar en el PC sino que lo impulsó a ser no un alba negra, sino un alba del alhelí: no fue la amante sino la otredad complementaria. Ya no era la otredad de la familia sino el descubrimiento de otra verdad. El descubrimiento de que los otros vivían pero ¿de qué modo vivían? No fue un simple paso del yo al otro –en este caso a la otra maravillosa–, sino esa convicción de que el mundo, el propio “yo-soy-mundo”, tenía que cambiar de base. Por eso el impresionante poema “Estáis de acuerdo”, que también se incluye en el drama familiar pero que puede interpretarse perfectamente remitiéndolo a los intelectuales o a los poetas aparentemente no comprometidos. Los neutrales a favor de los de arriba. Los que dicen lavarse las manos[7] son los comprometidos del otro lado: los no comprometidos con la vida sino con la muerte. Y recordemos que el “viva la muerte” era el auténtico eslogan fascista. Hoy puede pensarse que es el auténtico eslogan del capital global desde el paro cotidiano a la guerra humanitaria (¡qué oxímoron!). El poema al que aludo es impresionante porque Alberti dice nada menos que esto, que es de hoy mismo:

 

Es más,
estáis de acuerdo con los asesinos,
con los jueces,
con los legajos turbios de los ministerios
. . .
Estáis,
estáis todos de acuerdo,
aunque a veces algunos de vosotros pretendáis ignorarlo.
. . .
Estáis,
estáis todos de acuerdo.
No pretendáis negarlo.
Es inútil.

Hay que huir,
que desprenderse de ese tronco podrido,
de esa raíz comida de gusanos
y rodar a distancia de vosotros para poder haceros frente
. . .
Porque es cierto que estáis,
que estáis todos de acuerdo con la muerte.

 

Y conviene resaltar este final, ese dístico impresionante: “Porque es cierto que estáis,/ que estáis todos de acuerdo con la muerte”. Pues el revolucionario también sabe contraatacar. Por ejemplo convirtiéndose en el perro rabioso, como antes se había convertido en el mar que inundaba, al alba o por la noche, las aulas vacías. Pero sobre todo fijémonos en nuestro aserto básico, en nuestro planteamiento decisivo. Ya que para Alberti la revolución significa siempre la vida, la muerte contra la muerte. Así en el impresionante soneto sobre la revolución y la guerra.

 

Mas sola tú de entre los muertos sales,
única y levantando a los caídos,
¡Revolución!, para matar la guerra.

 

Pero no deja de ser sintomático: el poema siguiente a ese soneto (un poema dedicado al también escritor rojo José Herrera Petere) se titula exactamente “Geografía política”. Era un término muy utilizado en la época, pero lo que a nosotros nos interesa resaltar es otra cosa. Lo que nos interesa resaltar es esto: Alberti cree en la geografía porque de algún modo la geografía es el mapa de la naturaleza y la naturaleza para él (como para Lorca) significa la vida en estado puro, lo que los hombres han pisoteado con su historia. El mapa sin embargo está cambiando: todos los colores se convierten en rojo, incluido el mapa de España. Recordemos el posterior y nostálgico poema de Baladas y canciones del Paraná: “Hoy la nubes me trajeron/ volando el mapa de España”. O también el subtítulo de “Toro en el mar” que supone exactamente una Elegía sobre un mapa perdido.

La ingenuidad de Alberti y de Lorca quizá radique precisamente en eso: en creer que la naturaleza no es histórica. Y la naturaleza del hombre como la naturaleza natural también es histórica siempre. La mano del hombre que transforma la naturaleza la ha convertido en histórica en cualquier punto y en cualquier momento. No hay pues una naturaleza inocente, como no hay una poesía inocente, al margen de la historia. Y de nuevo Alberti intuye esto en el viaje que realiza a lo largo de la América mejicana y central y que da origen a la segunda parte de De un momento a otro, es decir, al aludido libro 13 bandas y 48 estrellas. Un libro fechado en 1935. No conozco poemas más bellos ni más lúcidos dedicados a ese continente del sur americano, que luego, durante tanto tiempo, iba a ser su otra verdadera tierra. Y sus poemas son tan de hoy que ahí están Sandino y Nicaragua; el petróleo de Venezuela; el petróleo y los indios zapatistas de Méjico; el Canal de Panamá, la provincia colombiana que los yankis independizaron; los negros de Santo Domingo y Haití; Batista en Cuba; la dictadura de El Salvador… todo idéntico a hoy, ya que el poemario tiene un hallazgo increíble. El hallazgo de comenzar el libro en New York, pero no en un New York abstracto o sorprendente para un europeo por sus rascacielos, sino precisamente por comenzarlo en el New York más concreto, el del símbolo del poder por excelencia. Precisamente en Wall Street, el mundo de la Bolsa y del capital financiero (y por tanto del ejército o, digamos, hasta de la policía de Costa Rica[8]), exactamente igual que en la cotidianidad actual. Pero si el recorrido de los textos comienza en Wall Street y con la profética cita de Darío (“¿Tantos millones de hombres/ hablaremos inglés?”), todo ello concluye con un sardónico, tierno y brutal “Yo también canto a América”. Un poema espléndido dedicado al sueño de una América que no fuera el patio trasero del Norte ni que estuviera sometida al gran bastón ni al destino manifiesto que se proclamaban desde arriba. Y ello aprovechándose de una cita del poeta negro norteamericano Langston Hughes (entonces revolucionario, luego sería otra cosa), un verso de Hughes que decía: “I, too, sing America”. Alberti no sabía que él también iba a cantar no sólo a América sino en América durante tantos años. Pero repito que estos poemas antiimperialistas son magníficos (de lo mejor que escribió Alberti en ese momento), aunque a veces haya algún deslizamiento popularista, alguna guajira o algún “casi son” (y la frase es suya) que quizá no estén a la altura. Pero este poema final del libro, este “Yo también canto a América”, tiene versos inolvidables. Yo prefiero alguno en mi memoria: “Ni siquiera eres dueña de tus noches”. Para un poeta vanguardista, artista y maldito, la noche es siempre la clave. Aceptemos que uno no puede ser dueño de sus días, puesto que los días son posesión del mercado. Pero qué descripción tan increíble de la desposesión de todo cuanto uno es, si ni siquiera puede ser dueño de sus noches. Es la mejor imagen que Alberti pudo construir en su intento de definición de una América del Sur dominada: “Ni siquiera eres dueña de tus noches”. Una América explotada durante el día pero con una explotación tan brutal que se capilarizaba en la piel de las noches. Por eso vuelve a recurrir, en el mismo poema, a la imagen edénica del mar, a las olas contrapuestas a las horas. Pero incluso las olas están dispersas, incluso la naturaleza ya no vive, no tiene conciencia de sí misma. Por eso añade otro verso increíble: “la dispersa conciencia de las olas”. Su mar, la mar, debería ser otra cosa, las olas deberían tomar conciencia de sí mismas, no ser una conciencia dispersa sino que deberían confluir en “Aire libre, mar libre, tierra libre./ Yo también canto a América futura”. No sabía que iba a vivir tanto tiempo allí y que esa América futura no iba a llegar nunca. Pero me interesa resaltar otra cosa. Las notas que acompañan a estos poemas, unas notas que él no suprime en ediciones posteriores para que los trabajadores españoles pudieran saber lo que realmente pasaba en la América Latina, resultan hoy todavía estremecedoras. Es la diplomacia del dólar, el título del libro en que Alberti se basa para escribir estas notas, que, insisto, son de hoy mismo.


III


Alberti tampoco sabía que al regresar de su viaje en barco por América (el “viaje” hacia dentro y hacia fuera, como el “bestiario” de lo bueno y lo malo, son elementos básicos en la poética de Alberti que merecerían un estudio aparte), tampoco sabía, digo, que en ese regreso se iba a encontrar de bruces con la rebelión del llamado franquismo, aquella tragedia de la que él y María Teresa se libraron milagrosamente en Ibiza. Y entonces llegó su defensa de la defensa de Madrid (y luego de Cataluña y de la batalla del Ebro), con los versos increíbles de Capital de la gloria. De los poemas ahí recogidos los más famosos hoy son sin duda el “A galopar, a galopar hasta enterrarlos en el mar”; o bien: “Madrid, corazón de España/ late con pulsos de fiebre/ si ayer la sangre le hervía/ hoy con más calor le hierve…” Fijémonos en que la arena hirviendo que impedía ver la verdad en los poemas sobre la familia, se convierte ahora en otro hervor: Madrid hirvió al proclamar la República, pero ahora hierve más a través de su sangre viva y de su sangre derramada, porque se está en la guerra. Cualquier filólogo podría decir que aquí Alberti recuerda un célebre romance del XVIII: “Madrid castillo famoso/ que al rey moro quita el miedo”. Pero es precisamente en este momento cuando la filología se estrella contra la historia. O mejor dicho, cuando la poesía y la vida se encuentran con la realidad de que son históricas. Y así lo importante es que por una vez la muerte adquiere un carácter positivo. Y Alberti nos lo explicita claramente en un poema básico. Si Madrid es una gran fosa, un gran hoyo bombardeado, ahí no cabe la derrota: “sólo en él cabe la muerte”. Frente a la ciudad irreal de Eliot, para Alberti Madrid es siempre “ciudad presente”; o bien: “Ciudad, quiero ayudarte a dar a luz tu día”. Es un parto nuevo. La defensa se convierte en promesa. La nueva luz del futuro del pueblo, esa es la luz del día del poema, frente a la palabra diaria que se nos había opacado en los textos sobre la familia.

Puesto que el 5º Regimiento organizado por el PC y puesto que las Brigadas Internacionales salvaron lo que parecía imposible, salvaron a ese Madrid hundido durante los primeros momentos de la guerra (y convirtieron a la ciudad en símbolo durante tres años) no es extraño que los poemas de Alberti estén dedicados a esa épica única de la capital de la gloria. Pero la suerte estaba echada. El capitalismo fascista y sacralizado era el único posible, el único que convenía para culminar la revolución burguesa en España. No olvidemos nunca esto. El franquismo no fue sólo la Iglesia y el Ejército. El franquismo fue la única manera en que las diversas burguesías hispánicas pudieron culminar su revolución y precisamente en el momento durísimo de la lucha contra los trabajadores revolucionarios. Eso fue lo que significó la rebelión militar del 36 tras el triunfo democrático y electoral del Frente Popular. El Frente Popular podía inclinar la balanza hacia una revolución que no era exactamente la revolución burguesa que de un modo u otro se había ido buscando en España desde el siglo XIX. Por eso no me gusta hablar de franquismo en desnudo. El franquismo fue sencillamente la culminación necesaria de la revolución burguesa en España[9]. Pero fue a la vez el fascismo más cruel, puesto que duró 40 años, el doble de los 20 años italianos.

Sin duda Alberti –y tantos otros– eran conscientes de que no se enfrentaban sólo al ejército de África o a la Iglesia más reaccionaria de Europa, sino que se enfrentaban a todo ese capitalismo expresado en la sordidez del mundo familiar que Alberti nos había descrito en la primera parte del libro. Y así su poesía política puede leerse desde un nuevo sesgo asombroso. Aunque Alberti satirice a Alcalá Zamora, a Gil Robles (en nombre de Lope de Vega), a la Iglesia y al Ejército, él mismo sabe que está luchando contra algo mucho más profundo. El yo de cada uno de los que luchaban estaba construido y reprimido por un capitalismo inevitable. Por eso las víctimas son siempre los que más se identifican con la naturaleza, por eso el compromiso histórico de Alberti es una lucha de la vida contra la muerte. Pues hacía falta estar ciego para no darse cuenta de que él y los suyos luchaban por la vida. Por la vida que brotaba incluso en el sueño, en el dormir de los más de abajo. Por eso en este libro hay también otros poemas memorables. Por ejemplo el titulado “Los campesinos”, donde de nuevo se trata de luchar contra la muerte. Ya que los campesinos han trabajado siempre de sol a sol, ahora, en la guerra, la estrofa final termina así: “de sol a sol trabajan en la nueva costumbre/ de matar a la muerte, para ganar la vida”.

O bien el poema titulado “Los soldados se duermen”, donde también se nos narra ese enfrentamiento terrible de la muerte con la vida: “mas también los fusiles descansan de su oficio”.

Y sobre todo la despedida a alguien tan querido como “Niebla”, el perro que le había regalado Pablo Neruda. El poema dice así para quien no lo recuerde:

 

A “NIEBLA”, MI PERRO


“Niebla”, tú no comprendes: lo cantan tus orejas,
el tabaco inocente, tonto, de tu mirada,
los largos resplandores que por el monte dejas,
al saltar, rayo tierno de brizna despeinada.

Mira esos perros turbios, huérfanos, reservados,
que de improviso surgen de las rotas neblinas,
arrastrar en sus tímidos pasos desorientados
todo el terror reciente de su casa en ruinas.

A pesar de esos coches fugaces, sin cortejo,
que transportan la muerte en un cajón desnudo;
de ese niño que observa lo mismo que un festejo
la batalla en el aire, que asesinarle pudo;

A pesar del mejor compañero perdido,
de mi más que tristísima familia que no entiende
lo que yo más quisiera que hubiera comprendido,
y a pesar del amigo que deserta y nos vende;

“Niebla”, mi camarada,
aunque tú no lo sabes, nos queda todavía,
en medio de esta heroica pena bombardeada,
la fe, que es alegría, alegría, alegría.

 

Ojalá que esta fe en la alegría de la vida libre y sin explotación fuera nuestro único verso desde hoy y hasta siempre con la poética de Alberti. Y de paso aprendiéramos a leer con más rigor y menos desprecio la “poesía política” de aquella coyuntura y las perplejidades que pueden surgirnos cuando hoy se utiliza el término “compromiso”[10].

 

Notas

[1] Con el título común de Albertiana recogí otros dos ensayos, uno sobre la trayectoria poética de Alberti y otro sobre Roma, peligro para caminantes. Se hallan incluidos en mi libro La norma literaria, Debate, Madrid, 2001 (1ª ed, 1984). En cierto modo son un complemento de este artículo.

[2] Ed. Hiperión, Madrid, 1999.

[3] El proletariado como sujeto de la historia nueva fue teorizado también por teóricos literarios tan claves como Lukács; y el problema del nuevo sujeto histórico revolucionario está aún por dilucidar. Pero si de símbolos hablamos recordemos que en el himno falangista español, el Cara al sol, se dice: “con la camisa nueva”, o sea, la azul: “que tú bordaste en rojo ayer”. El inconsciente se escapa. La mujer –se supone-que borda una camisa azul es una obvia imagen pequeñoburguesa: las camisas rojas no se bordaban y apenas se cosían. El estatalismo nazi/fascista se mostraba así como lo que era: un intermediario entre el capital y los trabajadores, a favor del capital y en nombre de una abstrusa patria: otra forma de poesía política dirigida como contraataque a los rojos del 17. Por cierto que el azul era otro vil remedo de la vestimenta –el mono azul- que los trabajadores solían llevar en las fábricas. Como se sabe El mono azul fue otra revista literaria de izquierdas en la que colaboró Alberti y que se propagó a través del “Congreso de intelectuales antifascistas” de la Valencia republicana del 37.

[4] Freud, en su Correspondencia, señala que sólo le llamó la atención la inteligencia de los ojos del español Dalí.

[5] El propio Alberti nos recuerda la copla andaluza tradicional: “Con los zapatos puestos/ tengo que morir,/ que si muriera como los valientes,/ hablarían de mí”. Cfr. Rafael Alberti: Obra completa, Tomo I, Poesía, 1920 -1938, edición a cargo de Luis García Montero con resumen autobiográfico del mismo Alberti, ed. Aguilar, Madrid, 1988. Todas las citas de este artículo corresponden a esa edición.

[6] “Nebulosa” su comprensión de la teoría marxista. Su “afiliación” al P.C. no lo fue en absoluto.

[7] Terry Eagleton ha señalado con sorna que Poncio Pilatos fue el primer posmoderno, si la posmodernidad equivalía al anything goes, al todo vale dentro del lavatorio de manos.

[8] Que no dejó que María Teresa y Alberti entraran en la capital del país.

[9] Algunos historiadores actuales, como Paul Preston, tienden a establecer una panorámica similar sobre el franquismo y sus consecuencias obvias.

[10] Vid. En este sentido mi artículo: “El yo poético y las perplejidades del compromiso”, en Ínsula, 671-672, Noviembre-diciembre 2002, pp. 53-56.

© Artifara

ISSN: 1594-378X

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