EL SENTIDO SOCIAL

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Jaime Ballero, Martín O. 

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La metafísica del poder: excursus histórico sobre la identidad cultural a partir del estudio de la producción y reproducción del capital religioso de las comunidades judía e islámica en Lima (1950 - 2000).

 

"Existe un orden general que abarca el universo entero; y todo lo que se aparta del lugar que le corresponde puede caer en el ámbito de otro conjunto también ordenado; con lo cual siempre queda dentro de un plan previsto; porque en el reino de la providencia nada sucede al azar” (Boecio. La Consolación de la Filosofía. Libro IV. Prosa VI, 53).

La historia de la fe procura ser una recopilación analítica de las distintas variables que se desarrollan a partir de la síntesis que realiza cada sociedad, con el objetivo de construir una coherencia particular, la cual permite constituir y mantener las relaciones entre los miembros que componen dicha unidad social. Los vínculos establecidos entre la fe y la sociedad se inician claramente por la condición histórica de cualquier hierofanía, la cual condensa y supera las condiciones sociales anteriores a ésta. Así pues en el proceso histórico el surgimiento de cualquier hierofanía, se define como el principio y fin de cualquier época. Ya que siempre todo cambio civilizatorio ha tenido como contraparte el surgimiento de una nueva revelación de lo divino, a partir de lo cual se expanden nuevos espacios y lugares, en los que se desarrolla la actividad social.
El principio numinoso, entendido como producto histórico, es el fundamento objetivo de la expansión de una serie de condiciones que buscan delimitar la acción social, definiéndola. Esta nominación permite el surgimiento de un cosmos o universo, en el cual surgen una serie de relaciones de poder, las cuales se instauran a partir de la legitimación de un orden que debe poseer necesariamente la capacidad de autoafirmarse y reproducirse.
La Weltanschauung estructura una serie de contenidos significativos que se incorporan a la acción social, la cual es la sumatoria de acciones que cada individuo realiza, tomando como referente a éstos. Este proceso social se caracteriza por su complejidad, es decir cuando la sociedad establece normas para dirigir su acción mediante la definición de su sentido, se exige a sí misma reconocer la naturaleza dialéctica y simbólica de la misma construcción de la realidad en la cual se desarrolla.
Toda acción social se orienta hacia otros, es decir hacia terceros, a partir de los cuales se constituye la normatividad de la acción. Esta relación con el otro fundamenta el sentido impreso, el cual puede diversificarse a partir de ésta y ser clasificado por las características que le brinda. ¿Pero qué es aquello que determina la acción social y surge de la relación con el otro? Como Max Weber nos diría “la acción real sucede en la mayor parte de los casos con oscuras semiconsciencia o plena inconsciencia de su ‘sentido mentado’. El agente ‘siente’ de un modo determinado que sabe o tiene clara idea; actúa en la mayor parte de los casos por instinto o costumbre” (1940, I:20).
Este referente de la acción social, semiconsciente o inconsciente, es aquello que se ha denominado sentido. Surge de la interacción entre el principio de lo numinoso y la acción, la cual constituye un orden, el cual afecta dicha relación mediante su legitimación. Su principal característica es cierto grado de irracionalidad, por lo cual se dice que es incomprensible para el actor social, quien sólo acepta la realidad completamente certera y segura. En el sentido social radica la coherencia de las interacciones de los miembros de una sociedad.
Esta coherencia, producto y causa del orden, es la síntesis de todo el proceso psicosocial que se desarrolla dentro de una comunidad mediante la constitución legítima de unidades independientes: los agentes de la acción social, y de unidades integradas: las instituciones sociales. Cada una de estas instancias se transforman en símbolos de la coherencia, los cuales donan el sentido a cada ser que se incorpora en la unidad comunal. Todo este proceso debe entenderse dentro de los límites de una concepción dialéctica de la sociedad, desarrollada por una visión fenomenológica de la existencia y la historia.
Además, la coherencia, en el tránsito para conformar el orden mediante la creación de las unidades antes mencionadas, utiliza, definitivamente, de la legitimación y el convencimiento, medios que sólo transforman la realidad de transitoria a cierta mediante la creación de determinadas relaciones de poder. Estos medios se presentan como autosuficientes e inefables. Debido a esto, podemos asegurar que todo poder se establece por la metafísica de un determinado principio, el cual a partir de su hierofanía se expande en el entramado social, creando un orden certero.
La metafísica del poder busca describir los fundamentos de esta interacción dentro de la historia de cada sociedad y cultura, mediante la comprensión de la acción social. Cabe aclarar que cuando definimos esta síntesis en base a la metafísica, nos referimos al carácter de inefable e incomprensible que posee debido a su conformación ontológica, la cual se caracteriza por la autosuficiencia de los límites de lo ilimitado, propia del principio numinoso.

 

EL ORIGEN DEL SENTIDO
I

Al hablar de la conformación de sentido la referencia más directa es el proceso por el cual se instituye las maneras de ser en el mundo, según Heidegger, o formas de vida, según Wittgenstein, o variedades de un experiencia noética, según la fórmula jamesiana. El instituir una norma de vida es la manera más elaborada para determinar un referente de las acciones de cada ser dentro de un comunidad o cultura.
Este aventura social que tiene como fin brindar coherencia a los diversos agentes que participan del entramado social es la construcción de patrones tanto esenciales como existenciales, a partir de los cuales se modele un claro referente sobre aquello que cada persona puede hacer o no hacer. La definición de lo bueno y lo malo, es el canon que se extiende a lo largo de todas las expresiones culturales; esta definición afecta claramente a todas las actividades del hombre, económicas, sociales, políticas, reflexivas, etc. y las incorpora, determinando el cómo, cuándo y para qué son desarrolladas, dentro del modelo de las acciones.
Estas expresiones se desarrollan por un continuo contraste entre los cánones institucionales y los agentes que los ejecutan, no mediante un separación esencial, sino antes bien, por una íntima relación, emanada de la vida cotidiana, que permite la reelaboración de los contenidos. A lo largo del proceso, esta unión entre el canon y su poseedor se cosifica, estableciéndose un ficticia separación que luego desaparece nuevamente mediante la asimilación de la realidad social, la cual estimula la construcción de un distinto sentido. Esta dinámica se desarrolla mediante una serie de etapas que tanto Berger como Luckmann han expuesto claramente en sus obras y la cual está basada en la interiorización y exteriorización de los cánones mediante la construcción de la realidad social. Por lo tanto nuestro objetivo es esclarecer cuáles son las características de la dinámica a partir de la concepción que cada agente expresa en la vivencia de cada etapa, haciendo énfasis en los contenidos religiosos y espirituales.
El proceso social se expresa mediante símbolos, los cuales son metáforas que condensan, en un todo sintético, los principios que rigen la conducta. Su creación y su relación con los agentes son determinados por las etapas en las cuales surgen. Los símbolos son propiedad del campo que los elabora, en cambio, las metáforas pueden entenderse en un sentido mucho más amplio, como la extensión de los primeros en la totalidad de la sociedad. Desde este punto de vista, los símbolos son el puente entre el principio numinoso y el campo, establecido en la creación del capital religioso; mientras, las metáforas son los medios que se establecen entre el capital y toda la realidad social. De esta manera, ellas son la expresión profana de los símbolos, los cuales siempre permanecen dentro de un ámbito restringido y sagrado.

 

II
“En el principio creó Dios el cielo y la tierra”, ésta es la salmodiante sentencia que repite todo hombre dentro de las tradiciones estudiadas cuando se refiere a la constitución de su cosmos. Aunque muchas concepciones han despersonalizado la causalidad de la generación del orden, aún prosigue la recurrente necesidad de explicar el universo mediante la participación de una determinada causalidad. Toda relación causal se define en la limitación de sus contenidos a partir de la proyección creativa de las tautologías, tal como lo explica el principio de la incompletitud de Gödel.
Este sistema cerrado se manifiesta a través de distintas formas a nivel de contenido, pero se homologan en la estructura simbólica. De esta manera, la interrogante principal es concebir de dónde surge este principio. A este respecto, mucho se ha dicho durante los largos siglos que el hombre tiene sobre la tierra, desde diferentes perspectivas. Ya que nuestro interés es descifrar cuáles son las connotaciones sociales de la vivencia de lo numinoso, nos adscribimos a la tradición sociológica, y especialmente a la de talante fenomenológico. Partimos del principio que todas las manifestaciones religiosas, en todo su amplio espectro, es el resultado de las relaciones sociales. Es importante delimitar que nuestra concepción de sociedad tiene su fundamento en un visión de ella, en la cual se privilegia las realidades sintéticas del conflicto.
La sociedad encuentra su dinámica en las relaciones sociales, conceptualización que nosotros tomamos de Weber:

“…debe entenderse [como] una conducta plural _de varios_ que, por el sentido que encierra, se presenta como recíprocamente referida, orientándose por esa reciprocidad. La relación social consiste, pues, plena y exclusivamente, en la probabilidad de que se actuará socialmente en una forma (en un sentido) indicable…” (1944 I: 25).

Este concepto nos permite reivindicar una noción de la sociedad que se aleje de la mera funcionalidad y supere su estancamiento mediante la incorporación del sentido de la función, un sentido que surge no de la cosificasión de la unidad social sino de una intelección, basada en la construcción intersubjetiva. Nuestro concepto de sociedad no está basado en las oposiciones de la teoría sociológica clásica, como individuo/sociedad u objeto/sujeto, sino en una comprensión que mediante la razón práctica defina las relaciones como medios para superar el conflicto a través de la síntesis epistemológica. La sociedad no es una unidad positivista sino una praxis racionalizada.
Así pues, el sistema cerrado, en que se basa la religión, se origina no en la funcionalidad que posee, característica que no se niega, sino en el sentido que se le imprime. De esta manera, los símbolos religiosos surgen de esta interacción, producto de estas relaciones sociales. Por lo tanto, nuestro específico interés es conocer cuál es el factor que dinamiza las relaciones sociales.
Marx, en la introducción de su trabajo En torno a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, sostiene posiblemente una de sus frases más conocidas respecto al tema de la religión, pero que en definitiva por la descontextualización de la misma ha sufrido una serie de malas interpretaciones que no expresan el verdadero sentido de todo el párrafo. Marx nos dice:

“Pero el hombre no es un ser abstracto, agazapado fuera del mundo. El hombre es el mundo de los hombres, el Estado, la sociedad. Este Estado, esta sociedad, producen la religión, una consciencia del mundo invertida, porque ellos son un mundo invertido. La religión es la teoría general de este mundo, su compendio enciclopédico, su lógica bajo forma popular… Es la fantástica realización de la esencia humana, porque la esencia humana carece de verdadera realidad.
“La miseria religiosa es, de una parte, la expresión de la miseria real, y de otra parte, la protesta contra la miseria total. La religión es el suspiro de la criatura agobiada, el estado de ánimo de un mundo sin corazón, porque es el espíritu de los estados de cosas carentes de espíritu. La religión es el opio del pueblo”
(1962: 3).

Esta cita nos muestra como dentro del pensamiento de Marx, la religión se origina dentro de las relaciones conflictivas de la sociedad, es decir de la injusticia deshumanizadora, establecida por el desarrollo de las clases, producto de los procesos de producción, en los cuales el control de los excedentes consagra una separación de facto entre los hombres. En esta cita, Marx hace evidente su interés humanista por las condiciones espirituales, en las cuales el hombre moderno vive debido a su alineación a las dinámicas del mercado, en las cuales el sujeto se transforma en una mercancía. Esta realidad trágica sólo puede ser superada por la consciencia del mundo invertida, ya que esta consciencia emana de un mundo invertido.
Es importante resaltar que en Marx existen dos posiciones que aparentemente son contrapuestas dentro de su teoría, ya que se basan en una visión del conflicto que emana de una visión dialéctica, producto del racionalismo crítico kantiano, pero que se vuelve coherente en el análisis marxista dentro de toda su obra, no sólo teórica, expresada en sus libros, sino práctica, es decir su constante empeño durante toda su vida de reivindicar el derecho de los hombres a ser poseedores de la capacidad de ser humanos integrales, no cercenados por la alienación.
Así pues, por un lado, dentro de la obra teórica de Marx, la religión es vista como la expresión de la miseria real, ya que él entiende que dentro de los procesos sociales, ésta se transforma en una estructura vacía y que debido a esto se convierte en una ideología que legitima la injusta realidad en que el hombre vive. Pero, por otro lado, entiende la religión como la protesta contra la miseria real, y en este sentido Marx comprende que ésta es una manera, a partir de la cual, el hombre puede renovar los contenidos dentro de las estructuras anquilosadas, que los procesos de racionalización desarrollados en la sociedad han vaciado de significado.
Esta aparente contradicción es comprensible, ya que Marx utiliza un concepto de dialéctica derivado del racionalismo kantiano; la epistemología de Kant, a partir de su división infranqueable entre el noúmeno y fenómeno, establece que las relaciones deben basarse en una idea del conflicto que no puede superarse en la realidad, ya que las unidades confrontadas son esencialmente diferentes. Esta concepción fue incorporada a los sistemas materialistas y posteriormente, a los fenomenológicos, especialmente en Husserl, quien aunque desarrolló una concepción del conocimiento a partir de un legítimo puente entre el sujeto y el objeto, no pudo liberarse del solipsismo en el cual había caído el agente. En Husserl es evidente que el sujeto, aunque establece un contacto con el objeto, nunca puede salir de sí para completar la cognición. En cambio, una concepción existencial derivada del pensamiento de Kierkegaard y Heidegger, basada en la capacidad del ser humano en proyectarse hacia el mundo y en el mundo, nos ha permitido comprender que el conflicto es la primera instancia de la dinámica social, la cual encuentra su incontrastable resolución dentro de la síntesis.
Esta visión de Marx de la contraposición de las dos funciones que él atribuye a la religión, se basa en la sobrevaloración que él le concede a la funcionalidad dentro del establecimiento de las relaciones sociales. Así pues, su sistema está basado, en la mayoría de sus obras, en una relación epistemológica rígida causa-efecto, por la cual Marx explica que la constitución del sentido social (superestructura) se debe a los procesos elementales de las condiciones materiales (estructura). Esta concepción nos exige introducir dentro de este sistema general, una visión que nos permita la solución del conflicto.
Así pues, al mezclar la idea de religión como medio legítimo de instituir una protesta, es decir un cambio dentro de las relaciones sociales, con la idea existencialista de la solución del conflicto mediante la integración del sujeto con el mundo, nos permite comprender cuáles son las verdaderas capacidades que tiene la religión para crear un verdadero sentido dentro de su misión, la cual consiste en integrar el sujeto con el objeto, el espíritu con la materia.
Para comprender el motivo que tiene la religión de cumplir esta misión, es necesario aplicar el concepto de conflicto que hemos utilizado en las relaciones sociales. Las relaciones entre el conflicto y la realidad social es un tema que se ha desarrollado en la filosofía política, especialmente a partir de la modernidad. Nuestro interés no es desarrollar un sistemático análisis de estas doctrinas, sino sólo esbozar claramente cuáles son las dos concepciones que han determinado la controversia y el diálogo entre los especialistas.
En definitiva, las dos concepciones más importantes desarrolladas sobre la conformación del Estado, han sido elaboradas dentro de dos tradiciones de pensamiento, las cuales se han caracterizado siempre por una contraposición. La primera, la inglesa, tiene su mayor representante en el filósofo Thomas Hobbes, quien en su Leviathan sostiene la siguiente tesis sobre el comportamiento humano, la cual tiene como base el egoísmo psicológico, afirma que cada hombre con sus acciones persigue en última instancia satisfacer sus propios intereses; esta idea alude a una ley psicológica sobre el comportamiento humano, en la cual se sostiene que la voluntad de los actos de cada hombre tiene como objeto buscar el bienestar de sí mismo, o como diría Hobbes: “For every man is desirous of what is good for him, and shuns what is evil, but chiefly the chiefest of natural evils, which is death; and this he doth by a certain impulsion of nature, no less than that whereby a stone moves downwards” 1 (Hobbes en Kutschera, 1989: 69).
De esta manera, este egoísmo supera aún las acciones altruistas que cualquier hombre pueda realizar, ya que “Pity is imagination or fiction of future calamity 2 to ourselves, proceeding from the senses of another man’s [present] calamity.” Además, se sostiene que el acto humano deliberado se funda en el deseo que tiene cada hombre de hacerlo, ya que siempre hacemos lo que responde a nuestro deseos, es decir siempre actuamos de manera egoísta. Este egoísmo psicológico se ha desarrollado a través del pensamiento en egoísmo racional, tesis la cual sostiene que todas las acciones racionales son egoístas, ya que en cada acción racional elegimos la alternativa que nos promete el máximo beneficio. De esta manera el egoísmo racional descansa sobre la confusión de interés con interés propio y de beneficio con beneficio propio. De ambas, se deriva el egoísmo ético que afirma que está permitido hacer aquello que aumente el propio bienestar personal. El fundamento del egoísmo en el pensamiento de Hobbes está directamente involucrado con un subjetivismo mal entendido, ya que éste no coincide con ninguna de las tres formas de egoísmo. El subjetivismo es una tesis acerca del significado de los enunciados normativos. No es una tesis ni normativa, ni empírica, ni lógica, ya que se puede ser subjetivista sin aceptar el egoísmo en ninguna de sus tres versiones como ocurre en la obra de Hume o Schlick.
En base a ello, Hobbes condensa su pensamiento político en su frase homo lupus hominis, a partir de la cual estructura las características de la sociedad en su Leviathan. El hombre en estado natural, es un ser que sólo busca la satisfacción de su propio interés, por lo cual siempre está en constante conflicto con los otros hombres, expresado en las diferencias, en las guerras y en el combate; sobre esta base, asegura que la aparición del Estado es la forma adecuada para dominar los impulsos naturales y egoístas de cada hombre. El Estado, así entendido, es un nivel ficticio de interacción ya que no resuelve sino convive con el conflicto, por lo cual la manera más adecuada para controlar al hombre es el uso legítimo de la violencia, cuya administración es delegada al Estado en pos de la satisfacción egoísta de cada hombre. De esta manera, la solución hobbesiana se presenta como una solución abortada del conflicto, basada en la desnaturalización del sujeto. Esta visión se sirve de la funcionalidad del Estado y no reconoce la importancia de la creación del sentido a partir de la intersubjetividad, negando así la eficacia de los símbolos y valores sociales, los cuales se expresan dentro del entramado social en una gran diversidad de metáforas.
En contraste, encontramos a partir de la tradición francesa, una visión de Estado basada en la capacidad que tiene el hombre a partir de su subjetividad de integrarse mediante la fundación y creación de valores comunales en el entramado social. El mayor representante de esta orientación es Jean Jacques Rousseau, que en su Contrato Social, desarrolla las principales características de la integración entre los hombres mediante el Estado. Su crítica se manifiesta en el primer capítulo cuando nos dice: “El hombre ha nacido libre y, sin embargo, vive en todas partes encadenado. Incluso el que se considera amo no deja de ser menos esclavo por ello que los demás. ¿Cómo se ha operado este cambio? ¿Qué es lo que puede imprimirle cierto sello legítimo?” (1983, 27). Esta crítica está dirigida directamente a una concepción del Estado establecida a partir de la mera funcionalidad, la cual esclaviza al hombre y no deja que éste desarrolle su verdadera naturaleza dialéctica, en la cual el conflicto es superado por la síntesis simbólica.
Esta naturaleza del hombre tiene como consecuencia la libertad común al género humano, una libertad que sólo puede desarrollarse a través de la vivencia en sociedad, como el zwon politikon de Aristóteles. Así el género no se entiende como una unidad restrictiva y abstracta, sino antes bien como una constructiva y concreta. Como nos dice Rousseau: “Resulta, pues, dudoso, según Grocio, saber si el género humano pertenece a un centenar de hombres o si ese centenar de individuos pertenece al género humano. Y, según se desprende de su libro, parece inclinarse por la primera opinión. Tal era también el criterio de Hobbes. Queda así la especie humana dividida en rebaños, cuyos jefes los guardan para devorarlos” (1983, 29).
De esta manera, el pensamiento de Rousseau no niega el conflicto durante todo su libro ya que explicita toda las realidades históricas en las cuales el hombre ha desarrollado sus formas de vida, pero, claramente, posee una visión antropológica distinta a la de la escuela de Hobbes. El hombre a partir de su proyección en el mundo se define a si mismo, es decir, desde la consciencia de la diferencia con respecto al otro construye una identidad cultural. Esto no implica que el pensador francés no tome en cuenta las crisis de sentido, expresadas en la esclavitud del individuo bajo la abstracción del género, sino que las sitúa dentro de los procesos históricos como producto de las épocas críticas de cada civilización.
De esta manera, la visión de Rousseau fundamenta la creación de la civilización en el convivio entre los hombres. La proyección de la cual hemos hablado, puede ser traducida en términos morales o religiosos en la idea del amor o caridad, es decir la dación de uno mismo al otro o en lo que Levinas ha llamado el verse en el rostro del otro, el prójimo. No es nuestra intención realizar en este trabajo, una apología de una visión del mundo basada en estas relaciones, ya que el carácter del trabajo no es filosófico, pero debemos resaltar una evidencia científica: el principal instrumento de la formación de las civilizaciones siempre ha sido la dación del sentido de uno con respecto al otro, y que en muchas tradiciones corresponden al sentimiento de amor o caridad.
De esta manera, la relación que hemos establecido entre conflicto y religión es relevante también para la definición del sentido social, ya que en la religión se depositan los principales símbolos que permiten la convivencia en sociedad. La superación del conflicto se expresa en la conformación de una unidad, construida a partir de la dación que los sujetos realizan al símbolo y consecuentemente, la que el símbolo realiza hacia el hombre.
El surgimiento del sentido es una operación compleja, ya que no sólo es una relación entre las estructuras y los agentes, sino sobretodo, es una comprensión del símbolo muy especial que posee el hombre de aquello que le rodea. Todo hombre tiene frente a sí el objeto sagrado, pero cuando en determinado momento histórico de la vida social se permite que éste comulgue a partir de su facticidad con el canon establecido anteriormente, el agente es capaz de revalorar el contenido mediante su propia experiencia. El momento en que surge el sentido es un espacio y un tiempo elevadamente creativo, en donde la síntesis se realiza plenamente.
Este momento creativo se caracteriza por la unyo mistica y corresponde históricamente a aquellos momentos en que la civilización ha tenido la oportunidad de desarrollar sus cánones más importantes. Esto no implica, necesariamente, que la unyo se realice sólo durante épocas definidas, sino esclarece el hecho que ciertas prácticas y ciertas concepciones se desarrollen con mayor plenitud en determinadas épocas.
Todo surgimiento histórico del sentido es místico, y por lo tanto recibe las características propias de esta actividad. La principal radica en que el místico posee la capacidad de compenetrarse con el mysterium, el cual hasta ese momento ha permanecido alejado, objetivo y trascendente. A partir de este estado, el hombre es legítimamente capaz de establecer cánones sociales. Su diferencia con la subversión es su capacidad histórica de ser aceptado. Una sociedad acepta interpretaciones de sus cánones sólo cuando éstos se han visto inmersos en una crisis que usualmente se expresa en el escepticismo, en la cual los valores ya no son significativos.
Este estado se define a partir de su capacidad de integrar dos niveles que usualmente permanecen separados, si bien no son de naturaleza contradictoria. El hombre místico es capaz de unir el paqoV y el eqoV mediante la operación dialéctica. La dialéctica ha tenido muchas definiciones pero las desarrolladas en los estadios de surgimiento de un sentido, siempre la han definido como aquella capacidad que tiene el hombre de unir en una estructura formal, diversos contenidos sin detrimento de su coherencia interna. Bástenos recordar la mayéutica socrática, la filosofía de Plotino, los pensadores místicos del Renacimiento humanista europeo, como Pico de la Mirandola, Nicolás de Cusa, y los filósofos de finales del siglo XIX y principios del XX, como Scheler, Nietzsche, etc. Todas estas etapas han tenido como correlato, grandes interpretaciones religiosas, el decaimiento del Panteón Griego posterior a Sócrates, Cristo, los reformadores del siglo XVI y los abanderados del secularismo; también cabe resaltar, que dentro de las tradiciones judía e islámica existen grandes intérpretes del sentido social. Para los primeros, Moisés, los profetas (verbi gratia Isaías, Ezequiel, Nehemías, Oseas), los grandes rabinos de la Edad Media, y los reformadores del pensamiento moderno como Heine, etc. Dentro del pensamiento musulmán tenemos a Mahoma, a los místicos medievales como Algazel, Ibn Hazm, y dentro de la modernidad a Abduh Muhammad.
En cambio cuando la dialéctica ha sido utilizada y concebida por otras épocas, ha sido definida como el intento del hombre de unir dos realidades, pero de naturaleza objetivamente determinada, por lo cual se privilegia una naturaleza en detrimento de la otra, proceso que se realiza mediante la abstracción. En este sentido debemos mencionar a Aristóteles, Santo Tomás, Kant y Hegel, dentro de la tradición occidental; el Kalam, el pensamiento de Averroes, y la filosofía desarrollada durante los siglos XVII y XVIII dentro del pensamiento musulmán; la rigidez de la ritualidad previa a la destrucción del Segundo Templo de Jerusalén, el pensamiento de Maimónides, y posteriormente el estancamiento del pensamiento rabínico dentro de la tradición judía. Obviamente, es inadecuado desarrollar este tipo de comparaciones, ya que cada tradición se reinventa a partir de sus antecedentes, lo cual amerita un análisis mucho más profundo. Pero hemos mencionado estas generalidades con la única intención de mostrar que en las etapas en donde se crea alguna interpretación del sentido social previo, surge una concepción dialéctica sintetizadora en cualquier tradición, y por contraste, en las etapas de desarrollo de estas interpretaciones se sostiene una dialéctica conflictiva. La primera se caracteriza por su carácter discursivo, es decir las palabras encarnan la vitalidad de lo numinoso, por lo cual son capaces de transformarse creativamente. La segunda, en cambio, por su carácter racional, en donde la estructura formal se privilegia antes que el contenido, por lo cual la posibilidad de transformación se aminora.
La síntesis que surge en el origen de todo sentido como resolución del conflicto, también se muestra de manera significativa en la unión de diversas categorías analíticas. La principal síntesis se realiza entre la razón y la sensación. Un análisis etimológico de estas categorías, nos revelan que el sentido original que poseen es unívoco. La relación, por ejemplo, que Wittgenstein ha resaltado entre eqoV, que significa hábito, costumbre, y aioqhsiV, que significa sensación, percepción, conocimiento, en cuanto que los dos sustantivos connotan una apropiación de la verdad a partir de la costumbre, el primero referente a la vida diaria adecuada, el segundo a las sensaciones legítimas. Las dos establecen un camino por el cual el hombre debe guiarse a partir del conocimiento de una realidad.
Paralelamente, debemos desarrollar la relación que existe entre el numen, que significa voluntad, mandato, providencia o inspiración divina, con el nomen, que significa nombre, título o fama. Esta relación se establece a partir de la estructura, que contiene lo numinoso como fuerza infinita e inconmensurable que se autodefine con la proyección de la delimitación de los objetos profanos mediante la nominación, por lo tanto se puede observar que son operaciones delimitantes que se desarrollan en distintos espacios y tiempos, mientras el primero lo hace en la eternidad, el segundo lo hace en el devenir. A esta relación habría que añadir la relación entre religión y lógica que realiza Durkheim en su libro Las Formas Elementales de la Vida Religiosa.
También, es importante resaltar la relación que se desarrolla en estas épocas entre praxiV, es decir acción, acto, ejercicio, experiencia adquirida, y taxiV, es decir arreglo, disposición, buen orden, estado, función. La unión de estos términos permite establecer el poder de los símbolos ya que están llenos de una voluntad enérgica expresada mediante una forma legitimada. Así pues, la sociedad mediante la acción de sus agentes instaura el sentido social, el cual donará coherencia a todos los sectores que participan de él. La fuente, una realidad principalmente mística, se despliega de esta manera sobre toda la sociedad, iniciando procesos únicos y específicos. Por esto el surgimiento de esta categoría es una actividad eminentemente religiosa, ya que se sirve de los proceso del campo religioso, desarrollado en la secuencia numen/nomen.
Las características de esta estructura primigenia corresponden completamente a las del carácter numinoso que hemos desarrollado en la primera parte de este trabajo. Aquello que nos interesa desarrollar en este capítulo es cómo la estructura del numen, una vez desplegada en el campo religioso, se extiende aún más en todo el entramado social.
El sentido religioso que se instituye, luego se transforma en una sindéresis, es decir el sentido común. Éste es un sistema que se caracteriza por definir una interpretación de la experiencia de la vida diaria mediante la certeza emanada de los referentes simbólicos. De esta manera, el sentido común, la sindéresis, se construye en base a la acción social. El paso entre el primer momento y el segundo, se determina por el proceso social que involucra dos momentos la interiorización y la exteriorización.
Mientras el sentido religioso se autodefine como arcano y sólo asequible a personalidades especiales, el sentido común es un conocimiento accesible a todos los miembros de una comunidad. El proceso social determina como la estructura numinosa se transforma en orden, el cual surge cuando “la acción, en especial la social, y también singularmente la acción social, pueden orientarse, por el lado de sus partícipes, en la representación de la existencia de un orden legítimo. La probabilidad que esto ocurra, de hecho se llama ‘validez’ del orden en cuestión” (Weber 1944 I: 29). Este cambio está definido por el alejamiento de la primera unidad sintética pathos/ethos, mediante la constitución de la formalidad estructural, es decir el ethos.
Esta conformación emana de la interacción que se establece entre los contenidos de los diversos campos sociales, los cuales son expresados por la tradición; más el grado de especialización que desarrolla cada campo, que se elabora a partir de la división del trabajo social. Estos dos elementos establecen el mecanismo por el cual la estructura numinosa se extiende a través de la constitución de instituciones e individuos en todo el entramado social, la validez.
La validez es la capacidad que tiene un conjunto de ideas o prácticas ordenadas para instituir eficazmente sus significados dentro de un grupo humano, por lo cual sólo podemos hablar de la validez de un orden, cuando la orientación de éste tiene lugar en el mundo, ya que en algún grado significativo (que valga prácticamente), aparece válido para la acción, es decir como obligatorio o como modelo de conducta. La validez que cada sociedad instituye corresponde al desarrollo de los dos factores antes mencionados, es decir la tradición y la especialización, y según Weber puede clasificarse en afectiva, tradicional, racional-valorativa y positivamente legal.
La correspondencia entre un tipo de orden y su consecuente validez, en la medida que es capaz de volver eficaz el significado dentro de una acción, instituye relaciones de poder. “El poder significa la probabilidad de imponer la propia voluntad dentro de una relación social, aún contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad” (Weber 1944 I: 43). Este concepto de poder privilegia un nivel analítico, el cual se basa en la capacidad de la sindéresis de dominar las voluntades de cada miembro que ejecuta una acción; no limita el poder a relaciones funcionales, antes bien, las supone completamente, asumiendo una proyección a partir de éstas en la conformación de un significado social. La riqueza de este concepto consiste, en que si bien asume la importancia del papel de las instituciones y sus funciones sociales, éstas sólo puede entenderse a partir de las relaciones generadas entre los miembros de cada cultura, los cuales son los legítimos depositarios de los significados sociales. De esta manera, podemos comprender por qué dentro de toda sociedad siempre existen dos tipos de agentes, unos contraculturales y los otros institucionales.
Paralelamente, este concepto reivindica el poder como una actividad impositiva, basada en la razón práctica, ya que sostiene que las verdaderas relaciones de poder se establecen mediante los consensos elaborados entre los miembros, a partir de los significados que éstos posean de las acciones que cumplen. De esta manera, la praxis social se fundamenta en una racionalidad, desarrollada a partir de los factores de cada campo en cada cultura.
El nivel de la praxiV corresponde analíticamente, al paqoV, a la aioqhsiV, y en definitiva al numen, ya que todos ellos se caracterizan por la fuerza y energía vital que asegura el principium. La voluntad sensitiva que cada una de estas categorías emana, es el inicio certero que luego se desarrollará en la constitución del orden. Así, cuando Weber afirma que todo poder se instaura desde un nivel irracional, afirma que todo inicio se caracteriza por ser incomprensible, justamente por su carácter fundamentalmente incomunicable. De esta manera, la trascendencia vital instituye la metafísica, entendida ésta como un espacio y tiempo exterior a la realidad mundana que reúne en sí misma la certeza de la voluntad, la cual no puede ser analizada sino sólo vivida.
Este nivel metafísico conforma a partir de el mismo, teniendo como medios los elementos sociales: agentes e instituciones, un orden legítimo a través de la instauración de relaciones de poder, emanadas de la razón práctica. Por ello, todo orden surge de una comprensión mística de la realidad; cuando Weber nos dice que la religión, como todas las instituciones sociales, es una respuesta a las vivencias límite de la irracionalidad y representa un grado de racionalización en el que ella misma está implicada, sostiene la relación entre la lógica, la religión y el nomen como resultado de la aparición del numen. De esta manera, la razón se origina en la conversión formal de la sensación, la institución en el carisma, y el poder en la metafísica.
La Metafísica del Poder es la historia de las capacidades del hombre de construir sus referentes civilizatorios, en pos de una convivencia segura que garantice las relaciones entre los individuos y entre las culturas, con el fin de desarrollarse mutuamente mediante el compartir y la solidaridad. La solidaridad social es la solidaridad simbólica y no expresa, usualmente, una utopía basada en una interpretación de un mundo pacífico sino es un referente de cómo se deben establecer relaciones sociales a partir de la diferencia del otro, y en base a ésta, como se desarrolla una serie de espacios y tiempos plurales en los cuales diferentes hombres puedan encontrar referentes similares. Esta visión recoge las diversidades dentro del símbolo, sin detrimento de la diferencia particular de cada una, por lo cual sólo construye un mapa que sirve a cada hombre para encontrar su ruta en el devenir de la cultura.
El alejamiento progresivo de la síntesis primigenia mediante la racionalización permite el surgimiento de un orden, expresado en el sentido común o sindéresis. Las principales características de éste son, como nos dice Geertz en su libro Conocimiento Local, naturalidad, practicidad, transparencia, asistematicidad y accesibilidad.
La naturalidad consiste en atribuirle al sentido un carácter de simpleza u obviedad, basado en el hecho de que las acciones o metáforas de la vida cotidianas se muestran como si fuesen inherentes a la situación o intrínsecas a la realidad. Esta condición está determinada por la creación de una causalidad internalizada y constituida a partir de la cual, la verdad se transforma en tautológica, y que no permite ni la duda ni el escepticismo. Pedir cuentas sobre esta realidad se homologa a la ofensa más contundente que se le pueda hacer. La simpleza de un hecho incontrastable lo transforma en práctico; la practicidad se manifiesta usualmente, cuando decimos que un individuo, una acción o un proyecto, con falta de sentido común, es a la vez poco práctico. Esta característica está definida por la relación medio-fin, a partir de la cual se toman como legítimas aquellas prácticas que puedan permitir la ejecución de nuestro sentido natural es decir la astucia aplicada a la búsqueda de lo sensato. Lo sensato está determinado por la naturalidad, y por lo cual lo práctico, se ajusta a ella dentro de las convenciones de cada cultura.
Para ejecutar prácticamente lo natural, es necesario poseer el sentido de transparencia, es decir la claridad y certeza que una persona puede tener de una realidad en cuanto ella es sólo lo que parece ser, ni más ni menos. Esta simpleza se puede relacionar con la sobriedad y el realismo, entendiendo que para las personas los hechos realmente importantes de la vida, se encuentran abiertamente dispuestos sobre su superficie, y no astutamente oculto en sus profundidades. La transparencia se expresa mediante la certeza de los límites, los cuales definen tan claramente los hechos que no se necesita mayor argumento para aceptarlos.
Esta claridad contundente permite que los hechos sean asistemáticos. La asistematicidad consiste en la falta de deseo por parte del hombre de clasificar los hechos de la vida real; este concepto nos remite a los placeres de la inconsistencia que son tan reales para todos, excepto para los escolásticos. Esta característica permite que el hombre vuelva coherentes sus diarias acciones a partir de la creación de un sistema que no necesita del establecimiento ficticio de reglas, sino de la aceptación del sentido de las realidades que lo rodean. La sabiduría del sentido común es declaradamente ad hoc, la cual se nos presenta en formas de epigramas o proverbios y no mediante reflexivas teorías o dogmas.
Todas estas características antes mencionadas concretan su accionar a través de la accesibilidad. Esta característica se define como la capacidad que tiene todo hombre de acceder al sentido común mediante la ejecución de sus facultades innatas, y por las cuales sus juicios, de forma inequívoca, son aceptados sin reserva. Esta aceptación emana de la capacidad que tiene el hombre de manejar claramente el sentido instituido por la sociedad, por lo cual nadie está libre de no realizar las acciones consensuales, ya que se concibe como patrimonio de toda la colectividad (Geertz 1994: 93-116).
Todas estas características que constituyen la sindéresis nos representan el mundo como algo familiar, un mundo que cualquier persona puede y podría reconocer, y sobre el cual, todos pueden caminar con sus propios pies. ¿Pero cómo la sindéresis puede transformarse en un mundo familiar? Como Wittgenstein (1988) nos dice, sólo mediante la aceptación de una serie de juegos del lenguaje que se expresa en la constitución de metáforas, es decir un argot propio de cada comunidad, en el cual todo el sentido se transforme en una realidad lógica y práctica, surgida vis a vis.
Las metáforas de la vida, propias del sentido común, son una expresión cotidiana de los símbolos religiosos internalizados a partir de los procesos sociales. Ellas reflejan la capacidad que tiene cada hombre de integrarse mediante una práctica racionalizada a la comunidad en la cual vive, y por la cual mantiene una vivencia metafísica dentro de las acciones de su vida diaria. Ellas también constituyen los pequeños símbolos de toda estructura social, la cual se manifiesta hasta en las unidades mínimas que la componen. Cabe resaltar que como todas las creaciones culturales, las metáforas están sometidas al devenir del proceso dialéctico ocurrido en todas las sociedades; debido a esto, su sentido se transforma de igual manera, pero con la salvedad que, ya que su carácter está definido por la cotidianidad, su proceso dialéctico está sometido a las reglas de la vida diaria.

 

III
Todo origen, según la dialéctica histórica, está sometida al cambio, y en su inicio trae la semilla de su progreso y su fin. Como dijimos anteriormente, el surgimiento del orden está asignado por la síntesis simbólica entre lo sensitivo y lo racional, pero también es manifiesto que en su progreso estas dos categorías se van apartando mediante la racionalización y su consecuente abstracción. Debido a ello, todo símbolo y toda metáfora tiende a perder su sentido original. Para desarrollar este proceso, las sociedades elaboran, mediante los agentes, una serie de nuevas metáforas, las cuales expresan la búsqueda de un nuevo sentido. Esta búsqueda emana de los diversos procesos sociales 3 .
Esta evidencia social se expresa vivamente en esta cita de Rousseau “La mayoría de los pueblos, como ocurre con los hombres, sólo son dóciles en su juventud; en la vejez conviértense en algo incorregible. Una vez adquiridas las costumbres y arraigados los prejuicios, es empresa peligrosa y pueril querer reformarlas. El pueblo, lo mismo que esos enfermos estúpidos y cobardes que tiemblan en presencia del médico, no puede soportar que se toque siquiera sus males para destruirlos.” (1983: 79). Numerosos intelectuales han descrito cómo es el proceso, por el cual las sociedades pierden sus referentes simbólicos, realizando una sistemati-zación del desarrollo de las civilizaciones.
Juan Batista Vico, ya en el Renacimiento en su obra La Ciencia Nueva, dentro de la filosofía de la naturaleza humana, hablaba que la historia es un constante renacer, motivada por i corsi e ricorsi, lo cual manifestaba que todas las sociedades estaban sujetas en el devenir de su historia, al origen y a la crisis. Posteriormente, han sido numerosos quienes han hablado sobre este proceso, bástenos recordar a Oswald Spengler en la Decadencia de Occidente (1945, Tomo I), Arnold Toynbee en las sistematizaciones expresadas a lo largo de su obra, Alfred Weber en su Historia de la Cultura (1941), Walter Schubart en Europa y el Alma del Oriente (1947), y muchos otros que contribuyeron en la comprensión de este proceso civilizatorio. Nosotros tomaremos básicamente las ideas de estas obras, aplicándolas concretamente a la dinámica religiosa (Riesco 1954: 77-169).
Todos ellos, si bien difieren en muchos aspectos sobre todo de perspectiva, aceptan que toda civilización pasa por tres etapas: la primera, es mística, la segunda, racionalista, y finalmente la tercera, escéptica. Lo que Spengler llama círculo primario de las culturas, es la manera de sentir y concebir aquello que las rodea, por lo cual afirma que todas las creaciones culturales están teñidas de este círculo primario, en cuanto éste define el sentimiento y concepción que se tiene de la extensión, es decir los límites de lo ilimitado. Este principio puede parangonarse al concepto de tradición.
A comparación de Spengler, quien posee una visión pesimista del porvenir de la humanidad, Alfred Weber nos dice que “escruta los horizontes de la historia con angustia; pero al mismo tiempo con una curiosidad henchida de esperanza.” Weber resalta que la crisis civilizatoria consiste en el “achicamiento del mundo”, es decir la negación de la libertad humana mediante la esclavitud de las estructuras formales, las cuales producen un sentimiento de hastío, expresado en el escepticismo.
Paralelamente, Schubart describe el desarrollo de la historia en base a una entidad metafísica llamada por él, los eones. Los eones son las fuerzas espirituales misteriosas que producen el dinamismo de la historia en el tiempo, y según él, cada vez que un eón está por encarnarse en la historia alborean tiempos nuevos, pero después que se encarna un eón, da una fisonomía propia a la época histórica. Posteriormente, cuando llega también a envejecer, la humanidad siente que acaba algo, y por lo cual exige la aparición de un nuevo eón. El paso entre un estado caduco y un estado nuevo es llamado por Schubart entretiempo, que en muchos sentidos, coincide con la tipología de Vico.
Estos corsi e ricorsi son la expresión de la ampliación del sentido, el cual está signado por su interiorización. Los procesos de racionalización, que conllevan el desarrollo de una civilización, permiten que el sentido social se introduzca en el agente, esta introducción relativiza los principios fundamentales en tal grado que ya no poseen la eficacia significativa, y permite el surgimiento del escepticismo. Éste, sumado a la interiorización, permitirá elaborar los fundamentos de la nueva etapa mediante las operaciones sintéticas de la mística.
Estas ideas han sido desarrolladas a partir de todo lo expuesto durante la primera parte de este trabajo, titulada La Historia de la Fe. Durante el análisis de las diversas manifestaciones de las tradiciones judía, islámica y cristiana, pudimos percatarnos de cómo estas tradiciones habían sido interpretadas en base a sus propios referentes y además del contacto fluido que han tenido entre si estas tres culturas. Las conclusiones, descriptivas con respecto al proceso de lo numinoso y a la dinámica de los campos religiosos, nos permiten comprender cuál es el sentido que se le ha dado a cada época dentro de su desarrollo histórico, tanto en el mundo como en el caso peruano. Así pues, en este capítulo buscamos analizar las formas o metáforas culturales que expresan estas condiciones religiosas, explicitando algunas características de cada etapa y del proceso ocurrido entre ellas.
En los momentos de crisis o surgimiento de una nueva racionalidad, el sentido común es visto como una herramienta sin valor, mundana y común, la cual debe ser reemplazada por una nueva razón o símbolo primario, que surja de la evidencia de la realidad. La sindéresis, de esta manera, pierde significado para todo un grupo social, y por tanto algunos agentes definen la ruta a seguir durante este proceso. Para definir éste, cada individuo exige una introspección hacia si mismo, elaborada mediante diversas maneras, pero cuya expresión máxima es la reflexión o el estudio, mejor dicho, la búsqueda del conocimiento, meta que une a las actividades religiosas con las filosóficas.
De esta manera, esta reflexión permite el surgimiento de un sentido mediante la negación del anterior; se diluye en el mundo reflexivo de las ideas para hallar vitalidad. Este proceso lo encontramos bellamente definido en Trabajos de Amor Perdidos de Shakespeare, en donde ante la pregunta de Berowne: ¿Cuál es el objetivo del estudio?, el Rey responde: “Conocer lo que, de otro modo, ignoraríamos”, es decir _contesta Berowne_: “¿Os referís a las cosas ocultas y negadas al sentido común?; “Sí, _dice el rey_ que es la divina recompensa del estudio”. Toda esta búsqueda mediante el estudio debe estar afincada en la vida y en la capacidad del hombre por redefinir la normas de vida; el intelecto es innecesario si no se puede vivir de el, una consigna que se ha desarrollado dentro de todas las grandes épocas de cambio y que Berowne sentencia: “¡Cómo! Todos los deleites son vanos; pero el más vano es aquel que, adquirido con pena, no rinde sino pena, como investigar penosamente sobre un libro en busca de la luz de la verdad, mientras esta verdad, en el propio instante ciega pérfidamente la vista de su libro. La luz que busca la luz hace huir el engaño de la luz. Así, ante que halléis la luz en el seno de las tinieblas vuestra luz se tornará oscura por la pérdida de vuestros ojos. Estudiad, más bien, el medio de regocijar vuestros ojos fijándolos en otros más bellos que, aunque os deslumbren, al menos os servirán de guía y os devolverán la luz que os hayan robado. El estudio es semejante al sol glorioso del cielo, que no permite que lo escudriñen a fondo con insolentes miradas” (Acto I, Esc. I).
Esta concepción, expresada por Berowne, es la expresión emanada de una filosofía de la vida, que condensa la experiencia diaria y el placer en la construcción de una razón novedosa que brinde las riquezas del nuevo sentido. El sentido común es la representación del orden, y por tanto el estudio, visto desde este punto, se convierte en la crítica, o mejor dicho en la violación de los límites del sentido común. A partir de esta crítica, la recompensa es superar y trascender la insignificancia del sentido común.
Podemos afirmar que esta es la principal característica del escepticismo, motivado por la negación del sinsentido que el escéptico encuentra en la realidad, con el fin de transformarlo. Esta transformación está asentada en la comprensión que cada agente posee de su tradición, a partir de la cual establece los límites de su crítica. El escepticismo de cada época se erige como la negación de los valores del sentido común, la cual se establece mediante el rechazo al temor y respeto, que emana de los símbolos sagrados.
Initium sapientiae, timor Domini, se transforma en el temor a los propios valores, elaborados a partir de una comprensión reflexiva de la tradición a la cual pertenece quien realiza esta operación. Definitivamente, existen muchas maneras de negar el sentido de los símbolos sociales, pero aquella que más resalta a través de la historia del pensamiento es la risa. El reírse, una experiencia cotidiana, se transforma en el medio fundamental para desbaratar el sentido de los referentes simbólicos. Esto se traduce en la pérdida del valor y del respeto hacia lo primigenio y fundamental, no necesariamente corresponde a una absoluta negación, sino sobretodo, a una revaloración del conjunto de los significados que expresan los símbolos.
En cada etapa, en la cual se transforma el sentido, la principal herramienta para hacerlo es comprender la necedad de las convenciones mediante el establecimiento de la relatividad de los principios, es decir el considerarlos pasajeros y poco importantes. ¿Cómo el hombre puede negar el valor de los principios que han permitido su desarrollo en sociedad? Mediante la legítima desestructuración de estos principios, negando sus fundamentos tautológicos a través de la trivialización que sólo pueden encontrarse en la burla, la ironía y la risa. Un ejemplo paradigmático sobre este punto es la narración que nos brinda Umberto Eco en su obra El nombre de la Rosa, en la cual Jorge de Burgos, excelso paradigma de una visión neoplatónica de la historia, encarnada en la vida monacal, combate furiosamente los nuevos principios que surgen ante él. Él concibe que la extrema racionalización del misterio de lo divino es una forma diabólica (entendida en un estricto sentido etimológico) que sólo irá en detrimento del orden, y cuya expresión máxima es la burla y la risa, primero de las convenciones sociales, y posteriormente, de la propia divinidad. Su visión del mundo se relaciona con una concepción arcana y misteriosa sobre el creador y sus obras, la cual debe mantenerse en el sigilo de la vida conventual.
En contraste, surge William de Baskerville, quien siguiendo un modelo aristotélico basado en la experiencia como medio legítimo para obtener el conocimiento, cree en una crítica positiva de las convenciones sociales y del misterio de lo divino. La evidencia de lo real, lo motiva a buscar la tranquilidad y en base a ello establece que la libertad de pensamiento es la vía más adecuada para encontrar la verdad. Él expresa las necesidades de una nueva realidad para encontrar un orden que brinde su sentido a las acciones de los hombres. Estos dos personajes paradigmáticos se enfrascan en una lucha pasional sobre el conocimiento, una lucha que tiene como referente común, la verdad, pero que concibe de manera distinta su búsqueda.
Así pues, si bien la risa quiebra el sentido del alma y del ser, extinguiendo pacientemente el sentido que éstos llevan dentro, permite que el hombre vuelva a la suma simplicidad del desierto en donde los sentidos son unívocos y perfectos. Esta lucha es la lucha de todos los reformadores quienes buscan un nuevo sentido de la vida, Moisés, Cristo, Mahoma, y también de sus grandes intérpretes, los rabinos de los primeros siglos de nuestra época, Maimónides, Algazel, Lutero, Ignacio de Loyola, Heine, Abduh Muhammad, entre otros muchos, que han permitido que cada cultura posea la capacidad de transformarse a partir de sus propios referentes. Todos estos hombres conciben que la vida plena es aquella en la cual se puede fusionar la risa y la sabiduría. Así pues, el pensamiento, no importando qué nombre se le dé en cada tradición, se origina en la risa intelectualizada ya que toda filosofía se inicia en la crítica de su propio tiempo, y posteriormente, se condensa en un corpus dogmaticus. La risa desbarata el orden y por tanto, relativiza la autoridad, en algunos casos destruyéndola, por lo cual en ella se encuentra la semilla del cambio, del progreso y de la reflexión.
De esta manera, la risa se instituye como el medio par excellence mediante el cual la naturalidad de los eventos cotidianos se transforman en normas de vida. Esta naturalidad, encarnada en la risa, se expresa también, en la “inocencia” tradicionalmente atribuida a los niños, y en la locura, entendida claro está, no como una patología, sino como la capacidad que tiene cada hombre de comulgar con sus propias pasiones, transformándolas en eventos consolidados, tal como lo explica Erasmo en su Elogio a la locura.
Este medio ha tenido un desarrollo amplio en muchas tradiciones, bástenos recordar, dentro de la tradición popular germánica como Till Eulenspiegel (1986), personaje bufonesco que ya en su nombre nos expresa el carácter de su obra, Eule que significa lechuza, símbolo de la sabiduría, y Spiegel que significa espejo, por lo cual podríamos hablar de una sabiduría que se refleja, y ¿cómo?, según la vida del personaje mediante la picardía y la ironía (ambas palabras se juntan y forman la palabra Eulenspiegelei, picardía). Recordemos también, como Maimónides consideraba que el quehacer filosófico pertenecía a un exclusivo grupo para quienes estaba reservada la reflexión, en contraposición con el pueblo quien debía conformarse con la simple práctica del ritual; a Heine, quien se burlaba de sus detractores, no sólo en su poesía sino en su vida diaria, exacerbando su comportamiento lleno de aparentes contradicciones que le servía como medio para desacreditar a quienes él consideraba unos hipócritas; a Abduh Muhammad, quien a lo largo de sus obras expresa la necesidad de cambiar las convenciones sociales propias de un determinado tiempo, ya que éstas habían perdido valor histórico, convirtiéndose en una pantomima de la verdadera vivencia del Islam, como la poligamia, el dejarse la barba larga, entre otras.
El escepticismo, a través de su negación de las convenciones, aunada a la capacidad de reflexión que desarrolla, permite el surgimiento de una nueva etapa caracterizada por la mística, acercamiento íntimo entre el hombre y Dios. Esta característica se expresa en el místico, personaje que establece en su obra, un contacto con lo numinoso a través del espejo de su alma, y que consuma esta unión en su vida. Anteriormente hemos desarrollado las principales características de esta etapa, definida por la síntesis, por lo cual sólo nos queda tratar de analizarlo como producto social.
Un recuento sobre las expresiones místicas dentro de la historia de las tradiciones, nos llevan a comprender como el proceso social, no sólo se encarna en determinadas etapas de su desarrollo, aunque algunas llegan a expresarlo de manera mucho más clara, sino que se extiende a través de todas las épocas, y nos garantiza que el proceso social se halla en un constante devenir por el cual siempre se hace necesario breves interpretaciones dentro de las pautas que establecen las grandes interpretaciones. La mística, en base a su carácter, sólo puede entenderse como la expresión de la incapacidad que tiene la sociedad de transmitir perfectamente su sentido a cada uno de sus agentes. El místico se caracteriza por buscar una cercanía con Dios, de la cual carece, y que sólo puede ser satisfecha en la medida que lo numinoso ingrese en la vida diaria del hombre.
Las principales obras místicas de la historia siempre han puesto de manifiesto, dentro de una gran gama, la necesidad del hombre por compartir, vivencialmente, el espíritu sagrado, desde un absoluto panteísmo, lo cual siempre ha sido duramente condenado por las autoridades religiosas, hasta un pietismo, que aunque mirado con recelo, ha sido aceptado como un modelo legítimo, y a veces encomiable, de vida religiosa. De esta manera, la mística, como producto social, es usualmente elaborada por personajes que se hallan a los márgenes de la sociedad, y que permiten una revaloración del sentido a partir de las experiencias extremas de la marginalidad. Claro está que esta marginalidad se adscribe a cada campo, en el cual se desarrolla el agente. Es decir el místico es marginal sólo en el campo que le compete, el religioso, y de lo cual no se puede deducir necesariamente, que sea un marginal social en cualquier otro ámbito.
Así pues, la marginalidad se relaciona con la incapacidad que ha tenido la sociedad de introducir en el agente el sentido de Dios, por lo cual éste lo busca dentro de sí mismo, desarrollando una obra tanto intelectual como práctica. Los desarrollos místicos de carácter intelectual han devenido en el panteísmo, que dentro de la tradición judía ha encontrado su desarrollo en la Cábala del Sepher ha Zohar, el Libro del Esplendor, en el cual se desarrolla una doctrina hermética con estructuras de religiosidad cósmica, de la cual uno de sus representantes Ibn Paquda fue un claro panteísta, que influyeron en la mística de Isaac Luria; también en la mística de Sabbatai Zwi, que fue la primera después de la Edad Media, que fue capaz de desintegrar la ortodoxia, y en la cual surge Jacob Frank, que llega a desarrollar, según Scholem, una mística del nihilismo (Eliade 1983: 163-190).
En la tradición islámica podemos encontrar, dentro de este desarrollo místico, a Bistami, quien fue el primero en formular la aniquilación de sí mismo en Dios, a Al Hallaj, quien planteó la unión transformante, y a algunos como Ibn Arabi o Tirmidhi, que se colocaron en una posición menos radical. (Pareja 1975: 214-435; Eliade 1983: 125-162; Peirone 1985: 29-60). De la misma manera, encontramos en la tradición cristiana, al maestro Eckhart, a Santa Hildegarda y la controvertida obra de Joaquín Da Fiore, los místicos renacentista como Nicolás de Cusa y Pico de la Mirandola.
Los desarrollos místicos de carácter práctico han derivado en un pietismo, el cual consiste en un ejercicio devoto, legitimado por la depositaria de la tradición, basado en el contacto con Dios. Éste ha tenido un desarrollo en el Judaísmo dentro de la tradición de la Sepher Yetsirá, el Libro de la Creación, que se desarrolló posteriormente en el Sepher Hassidim, el cual centró la vida religiosa en la ascesis, la oración y el amor a Dios; también lo encontramos en la obra de Halevi (1959). En la tradición islámica, encontramos este pietismo en Al Junayd, y de manera menos radical, en Algazel. Dentro de la tradición cristiana podemos citar a San Benito (Reglas de San Benito), San Bernardo, Santa Teresa de Jesús, entre otros.
De esta manera, tanto los panteístas como los pietistas, aunque de manera distinta, se caracterizan por realizar un acercamiento de lo divino a la realidad, es decir una revaloración de la vida cotidiana a partir del nuevo sentido construido. Éste progresivamente se irá constituyendo en un corpus dogmaticus, cuya expresión más desarrollada es el legalismo o la escolástica.
De esta manera, la tercera etapa se caracteriza por delimitar claramente la nueva racionalidad mediante la institución de las escuelas, las cuales son los espacios adecuados para una reproducción y establecimiento de las doctrinas. La escolástica expresa el grado de especialización que cada sociedad ha desarrollado con respecto a sí misma, mediante la división del trabajo religioso.
Es bueno recordar que escuela proviene del griego scolh, que significa ocio, por lo cual queda claro que los escolásticos necesitan de un tiempo libre para desarrollar sus ideas, el cual sólo se puede obtener mediante una división del trabajo social. De esta manera, la escuela se presenta como el símbolo de esta etapa, por lo cual las universidades, las catedrales, los centros de estudios se transforman en los puntos de referencia de esta nueva visión. Ejemplo de ello son: los centros de estudios rabínicos, las universidades árabes y cristianas y las catedrales. Todos ellos se transformaron en centros, a partir de los cuales se dibujó un universo y un cosmos, que definía claramente, el orden de la sociedad mediante la exposición de las ideas.
En esta etapa el proceso social permite que se separe la unidad sintética propia de la razón práctica, elevando a la racionalidad hacia un espacio en el cual se objetiviza mediante la abstracción, permitiendo acontecer lo que Alfred Weber llamaba el sentimiento de lejanía (Weber 1941). Este sentimiento permitirá que el proceso continúe, pero no entendido como un círculo vicioso, sino como un círculo progresivo.

CULTURA E IDENTIDAD

Cada Weltanschauung, originada a partir de los procesos sociales, es un sistema coherente que ha desarrollado los mecanismos necesarios para expresar su sentido en todos los niveles de la sociedad mediante la institucionalización y la individualización, las cuales permitirán la creación de los referentes simbólicos necesarios para la vida social. Es decir, desarrolla una cultura.
La conformación de una cultura es un proceso evidentemente complejo, que se realiza a partir de las diferentes condiciones sociales, expresada en la interacción de diferentes grupos. En definitiva, el sentido, desarrollado como expresión de lo numinoso, es un sistema coherente que se expande a través de toda la sociedad, por la propiedad que tiene ésta de integrar a todos sus miembros. Como dijimos anteriormente, nosotros empleamos un concepto de cultura, el cual no usa como único referente lo funcional, sino las categorías de sentido, y la entendemos “en cuanto reagrupamiento de los valores singulares, irreductibles a los determinismos económicos y sociales de una sociedad _la cultura en cuanto suplemento de lo social” (Augé 1996: 59). Este concepto emana de una larga tradición sociológica que enfatiza a la cultura como el conjunto de funciones significativas, las cuales obtienen su legitimidad a través del consenso elaborado por los distintos agentes.
De esta manera, la cultura se entiende como el producto de la sumatoria de las identidades de cada miembro en una condición continuamente dialéctica, es decir en el proceso de las sociedades que hemos descrito anteriormente. Así pues, el referente principal para nuestra conceptualización de cultura está basado en el concepto de identidad, éste es el papel asignado y asumido al y por el agente, a partir del entramado social. El papel que cada agente cumple es una acción funcional enriquecida a través de la donación del sentido por parte de las instituciones en el proceso de individualización, el cual llega a dominar hasta las expresiones corporales.
La identidad individual es la referencia que tiene el propio sujeto de su actuar y pensar con respecto a otros, por lo cual la constitución identitaria se realiza en la superación de la oposición que cualquier sujeto logra mediante la integración al sentido común.
La unidad metodológica es necesariamente el agente, ya que a partir de sus múltiples relaciones se puede comprender las estructuras culturales, pero sin olvidar que es necesario homologarlo al conjunto social para obtener una verdadera muestra de la realidad. El estudio social que no toma en cuenta al individuo es una abstracción, y a la par, el que sólo toma a este último, también lo es. De esta manera, la identidad, en cuanto papel asumido por el agente, está basada en la relación con el otro, ya que sólo se puede constituir a partir de la proyección que realiza un sujeto sobre una entidad distinta a él, y sólo se puede culminar este proceso, a partir del retorno hacia él desde los otros. En esta interacción se construyen los planos culturales, los cuales integran a la innumerable cantidad de diversidades que puede contener. Así pues, cuando el sujeto se transforma en objeto, y esta relación se amplía en toda una sociedad, se permite la superación de la individualidad, por lo cual “concretamente, el hombre como objeto (y sujeto) de conocimiento sólo puede ser conocido por dos modalidades conjuntas: la de uno mismo, y del otro, y el juego de esta doble modalidad constituye el objeto de la antropología, más allá de la diversidad de sus terrenos empíricos” (Augé 1996: 83).
En base a esto, el objetivo de la antropología aparece claro, es decir el estudio del sentido que surge de las relaciones intersubjetivas, y el cual es integrado a las funciones sociales. Asumiendo este objetivo, la antropología debe estar dispuesta a comprender las múltiples relaciones que se elaboran entre la constitución de los símbolos y la acción individual, lo cual es una actividad propia al campo religioso. Las relaciones que se establecen entre la religión y la cultura, se condensan en la elaboración del símbolo, el cual busca garantizar la cohesión social.
La cohesión social es el resultado del carácter del símbolo, el cual une al sí mismo (es decir el agente identificado consigo) con el otro (es decir el opuesto que me identifica). Todos los símbolos poseen este poder cohesivo basado en la diferencia, ya que todas sus expresiones son una constante interrogante del mundo, lo social, el ser individual y relacional.
Esta relación entre identidades construye la cultura mediante el establecimiento de redes sociales, las cuales garantizan los medios que comunican los distintos planos de acción, tanto el individual como el social. Esta integración se desarrolla a partir de la institucionalización e individualización. El primero, consiste en la capacidad que tiene cada sociedad para crear y mantener referentes organizados, los cuales estructuran y sistematizan las acciones desarrolladas en su interior. El segundo, consiste en el proceso por el cual estas instituciones vuelven significativos sus referentes a partir de la adhesión del agente y su consecuente transformación, en tal grado que como dice Shilling: “the body is a receptor, rather than a generator, of social meanings” 4 (1996:70).
Estos dos procesos, que se desarrollan paralela y conjuntamente, son los generadores de todos los medios por los cuales una cultura se vuelve un sistema de coherencia para sus miembros. Estos medios se constituyen básicamente en tres niveles: el espacio, el lugar y la acción. Estos tres son las unidades estructurales, las cuales condensan el sentido social emanado de las relaciones entre los agentes, y sirven como escenario para el desarrollo continuo de los símbolos y las metáforas sociales.
Estas unidades se desarrollan de manera plural en cada caso estudiado, es decir aunque éstas se encuentran en cada conformación cultural, dependen de la circunstancia específica para determinar sus contenidos y sus caracteres. A partir de la comprensión de éstos se puede realizar una tipología de las culturas, la cual recoja las características especiales de las interacciones específicas.
Esta investigación tiene como fin el estudio de los judíos y los musulmanes que habitan en la ciudad de Lima, por lo cual no se puede homologar en este caso, cultura y sociedad, ya que la construcción comunitaria de cada grupo se inserta dentro de la dinámica de una sociedad con contenidos culturales distintos a ellos. Estas diferencias poseen distintos niveles de interacción, ya que cada grupo se integra a la sociedad a partir de su vivencia comunal, proyectando estrategias culturales con el fin de relacionarse con la estructura que las contiene. Dependiendo del grado y la forma de integración podemos establecer el carácter cultural de cada grupo.
Así pues, en estos casos, la antropología urbana debe olvidar la clásica oposición entre ciudad y campo, y debe ceder paso a otras oposiciones, ya que las estructuras sociales contemporáneas se han extendido, de una u otra manera, a todas las regiones del mundo, mediante el proceso de globalización, cuyos críticos prefieren denominar mundialización. En estos casos se debe tener como referente principal, la construcción de la identidad en base al desarrollo de la diferencia, la cual permite la creación de diversas estrategias culturales con respecto a las relaciones que se establecen con la sociedad global.
Tanto judíos como musulmanes, dentro de la ciudad de Lima viven una condición que se expresa en el concepto diáspora. En la actualidad, los constantes procesos migratorios han permitido que esta condición se extienda de una manera antes insospechable. Esto ha posibilitado una serie de procesos que aunados a la globalización enfatizan las diferencias entre los distintos grupos.
La diáspora había sido por muchos siglos, una condición específicamente atribuida específicamente al pueblo judío, el cual ha desarrollado un bagaje cultural íntimamente relacionado con esta condición. De esta manera, el judaísmo se vuelve el paradigma de esta condición social que luego se ha desarrollado en los procesos de modernización a diversos grupos. Esto ha permitido que los judíos, acostumbrados ya a esta realidad, desarrollen una gran organización e integración en todas las sociedades en que habitan. Esta experiencia organizativa no existe, de manera tan desarrollada, en otros grupos que se han visto en las mismas circunstancias. El caso de los musulmanes, aquí como en otras ciudades del mundo, expresa esta condición.
Las múltiples condiciones, en las cuales cada comunidad vive su diáspora, están directamente involucradas con los antecedentes que corresponden a cada cultura. James Clifford, en su libro Itinerarios transculturales, dedica algunas páginas al diverso caso judío. Al analizar esta diáspora se pregunta si esta dispersión presuponía un centro, es decir un punto referencial, y si éste existía, a qué tipo correspondía. El caso judío es muy complejo, ya que como toda realidad social, presenta muchas interpretaciones de un mismo hecho. Una de ellas, es la visión sionista, la cual se basa en la concepción que el centro de la diáspora judía es un territorio nacional real, y por lo cual se exige una vuelta a los territorios de Israel. Esta concepción posee distintas perspectivas, desde una visión desarrollada en relación con el comunismo hasta otra, definida por un ideal religioso, pero que tienen en común, el deseo moderno de la constitución de un estado-nación, en el cual se reivindica la construcción de un estado a partir de un tipo específico de vivencia cultural.
Por otro lado, Clifford cita una visión completamente distinta, desarrollada por los hermanos Boyarin, judíos ashkenazi observantes que propugnan que el centro de la vida judía es la tradición, encarnada en la Torah. Para los Boyarin, la experiencia de la diáspora no es la subversión de la cultura judía sino su culminación, ya que para ellos, los judíos, en diversos contextos, han sabido desarrollar una “creatividad prometéica [que] no constituía la antítesis de una actividad cultural general, que sino actuaba con ésta de forma sinérgica” (En Clifford 1999: 334). De esta manera, los Boyarin realizan una dura crítica a la minoría de judíos europeos que asumieron un papel dirigente en la definición de un estado judío exclusivista, basado en subordinaciones religiosas, étnicas, lingüísticas y raciales, permitiendo así que una porción limitada de la población definiera el canon social del estado de Israel (1999: 336). Esta visión, expresada claramente por los Boyarin, es la que se vive mayormente dentro de la comunidad judía en Lima, la cual expresa que su identidad judía está impresa en la interiorización de su tradición y el deseo de permanecer dentro de esta sociedad.
Los musulmanes definen su diáspora a partir de otros referentes. Ellos migraron a finales de siglo XIX, dejando tras de sí un mundo constituido a partir de una unidad cultural sólida. Esto ha permitido que ellos construyan, como centro de su diáspora, el mundo islámico, a la cual se unen a partir de sus prácticas y ritos tradicionales, intentando reproducir su cultura en las sociedades en las cuales viven. La seguridad que parece haberles impreso una vivencia racional de la tradición, ha permitido establecer las características fundamentales de la interacción que desarrollan con otras sociedades, tanto a nivel económico, político y social. Estas condiciones, en el caso de la comunidad musulmana de Lima, han desarrollado una integración mediatizada por la vivencia de la tradición.
Así pues, cada desarrollo particular de la cultura se afinca en las condiciones, en las cuales se encuentra; de tal manera, los espacios, los lugares y las acciones que brindan un escenario para la vivencia de los símbolos y las metáforas sociales, condicionan la construcción de la coherencia cultural a partir de las relaciones y estrategias establecidas con la sociedad global.
De esta manera, tanto los símbolos sagrados como las metáforas de la vida cotidiana aseguran su funcionalidad mediante la revaloración de la coherencia cultural a partir de las condiciones sociales. Así pues, tanto los símbolos como las metáforas significan la vida de cada miembro de la comunidad, brindándole seguridad.
La relación entre los símbolos y las metáforas se basa en su continuo intercambio, ya que los primeros expresan la estructura de lo numinoso, y los segundos, su vivencia en la cotidianidad. Los símbolos se caracterizan por ser el resultado de largos eventos ocurridos dentro de sus correspondientes campos, y por lo cual, se instauran como referentes estables, fijos y reales, en base a su sacralidad. Tal como son, los símbolos, en muchas circunstancias, se mantienen lejanos a cada agente, por lo cual desarrollan un nivel de acción que permite la coherencia cultural. Este nivel está constituido por las metáforas de la vida cotidiana, las cuales en comparación de los símbolos, son erráticas y a veces, contradictorias. La relación establecida entre estos dos niveles, permite que lo simbólico se regenere a partir del sentido impreso en las metáforas, y también que éstas últimas mantengan una relación coherente entre sí y la sociedad.
De esta manera, es útil conocer cuáles son las características principales de las metáforas, ya que esto nos ayudará a comprender las unidades analíticas que se emplearán luego. Definitivamente, el término metáfora es un concepto que tiene íntima relación con la teoría literaria, pero al cual nosotros hemos agregado un sentido más amplio, que se entiende no sólo en la expresión verbal, sino también en la gestual.
Son muchos los intelectuales que han aportado consideraciones sobre el tema, sea desde la lingüística, la semiótica o la semántica. Nosotros utilizaremos el libro de George Lakoff y Mark Johnson, en el cual realizan un estudio que reúne diversas orientaciones. La primera y fundamental característica de la metáfora, es que se presenta como un auténtico isoformismo entre dos áreas de experiencia, ya que “las relaciones lógicas y estructurales que se establecen en el seno del campo original, y entre éste y otros, tienen su imagen en la constitución de los campos metafóricos” (1995: 14). Este isoformismo, debido a su carácter múltiple ya que conecta diversos campos mediante la creación del campo metafórico, se establece a partir del movimiento, es decir de las condiciones en las cuales se desarrolla, las que equivalen al medio cultural y social determinado.
Este dinamismo que le imprime un carácter errático a la metáfora, no se expande con extrema laxitud ya que como toda creación cultural enraizada en la estructura de lo simbólico, posee límites. Éstos están dados por la concepción de tiempo y espacio que se halla presente en cada cultura, y que es expresada en el lenguaje.
Este desarrollo, que va desde el movimiento hasta los límites, se expresa en la constitución de tres tipos de metáforas: de orientación, ontológicas y estructurales. Las primeras se constituyen a partir de las referencias entre los planos espaciales y las experiencias que en ellos suceden. Estos referentes tienen su base en las condiciones físicas y las interpretaciones que de ella hace la cultura. Este nivel es evidentemente el primero, ya que se fundamenta en la construcción del sentido a partir de la experiencia, basada en las interpretaciones individuales que se realiza del contexto, y en este sentido existen tantos subgrupos metafóricos como individuos, claro está que con los límites que brinda la cultura.
Esta primera relación entre experiencia y coherencia cultural se desarrolla posteriormente en la constitución de metáforas ontológicas. Éstas se refieren a las experiencias en términos de objetos y sustancias, por lo cual “podemos referirnos a ellas, categorizarlas, agruparlas y cuantificarlas _y, de esta manera, razonar sobre ellas” (1995: 63). Así pues, podemos observar como los proyectos humanos requieren que se les imponga límites artificiales, los cuales surgen de la concepción que se tenga de la primera experiencia. Las metáforas ontológicas sirven para expresar características independientemente sólidas, aún no relacionadas entre sí.
Esta relación se realiza mediante la constitución de metáforas estructurales, las cuales ya no simplemente nos orientan o categorizan la realidad sino que nos permiten “utilizar un concepto muy estructurado y claramente delineado para estructurar otro“ (1995: 101). De esta manera, las relaciones que establece esta metáfora son complejas ya que puede homologar circunstancias completamente definidas, y expresar así, la seguridad del sentido, ya no sólo mediante una experiencia voluble sino mediante un lenguaje académico o formal, estructurado racionalmente en forma de discurso. Esta metáfora es la síntesis de todas las anteriores, y en ella se condensa la riqueza del carácter metafórico, es decir transformar la acción en una realidad, ya que “las metáforas pueden crear realidades, especialmente realidades sociales. Una metáfora puede así convertirse en guía para la acción futura. Estas acciones desde luego se ajustarán a la metáfora” (1995: 198).
Todo este proceso, basado en el carácter conceptual de la metáfora que le permite ser vehículo de comprensión, se desarrolla a partir del hecho que nuestras acciones, tanto físicas como sociales, se apoyan en lo que consideramos que es verdadero. De esta manera, se evidencia que la verdad, expresión del sentido, permite desenvolvernos en este mundo, la cual satisface nuestras necesidades. Para entender el mundo y movernos en él, tenemos que categorizar en formas que tengan sentido para nosotros, tanto las cosas como las experiencias que nos encontramos.
La realidad que se nos presenta, está plagada de diversidad, espacios, tiempos, instituciones, individuos diferentes a nosotros mismos; todo ello nos incentiva a construir un sentido que nos permita convivir con estas diferencias, no basado en un solipsismo, sino antes bien, en una proyección amplia y profunda de nuestro ego hacia la realidad, la cual, ya, nos había deslumbrado.

LA FORMACIÓN DE LA IDENTIDAD CULTURAL

La identidad que cada agente asume gracias a los procesos culturales y sociales que se desarrollan en cada comunidad o grupo, nos muestra la infinidad de relaciones que se establecen entre las diversas circunstancias del proceso social. La formación de cultura es una continua proyección estructurada a partir de la diferencia entre los distintos miembros que conforman una comunidad.
Esta interacción, como hemos dicho, busca su superación mediante la fundación del principio numinoso, el cual se expresa en la experiencia de Dios (Cfr. Capítulo II y III). Así pues, observamos que cada comunidad, especialmente judíos e islámicos en Lima, desarrollan una visión del mundo a partir de la concepción específica de la experiencia de Dios. Esta experiencia se transforma en el símbolo primigenio producido a partir de las capacidades sintéticas de cada agente dentro del conflicto que significa interactuar con la diferencia.
Las tradiciones estudiadas poseen una larga sistematización sobre su experiencia de Dios, desarrollada a través del sinnúmero de obras filosóficas y teológicas, que éstas han producido a lo largo de la historia. El pacto entre el hombre y Dios define de manera paradigmática la vida de las comunidades que nosotros hemos estudiado, pero ésta a la vez ha sido desarrollada en forma múltiple a partir de la interacción que cada tradición ha elaborado a través de la específica manera de relacionarse con la cultura occidental.
Las ciudades han sido los escenarios privilegiados para la creación de las experiencias religiosas en ambas culturas, por lo cual la misma experiencia de Dios está asignada por una memoria religiosa que tiene como referente lugares geográficos de alto contenido significativo; Jerusalén y La Meca se han transformado en puntos de referencia para lograr la unidad de las comunidades, además, la interiorización de la tradición mediante el estudio de la Torah y el Corán, y en definitiva, la experiencia que cada hombre ha desarrollado o mantenido sobre Dios. De esta manera, podemos desarrollar una línea relacional entre el principio numinoso y la identidad, establecida mediante el continum de diversas realidades, constituidas sincrónica y diacrónicamente dentro de los escenarios de la cultura.
A través del estudio de la bibliografía y de las entrevistas realizadas, hemos observado un paralelismo tipológico entre determinada manera de concebir la experiencia de Dios y la manera de cómo se concibe la propia identidad, a partir de la cual se desarrollan claras estrategias para afincar la diferencia entre ellos mismos y la sociedad que los contiene. Este paralelismo no surge de una directa relación sino del establecimiento de complejas relaciones que se desarrollan a lo largo de todo el entramado social.
El gran escenario es la cultura, es decir el conjunto sistemático de normas de vida que poseen sentido para cada miembro que la compone. A partir de ella, se fundamenta la aparición del principio numinoso, el cual, mediante la división del trabajo religioso y la vivencia de la tradición que esta especialización va conformando, estructura los límites y las características del campo religioso a través de la constitución de los símbolos, referentes sagrados que emanan de la realidad social. Este centro simbólico, caracterizado por la estabilidad y realidad de lo sagrado, se expande a través de la experiencia de cada agente contenido en el campo específico a lo largo de toda la comunidad. Esta expansión se realiza a partir de las categorías de espacio y tiempo, cuyo papel es contener, de manera coherente, las acciones cotidianas de cada agente, expresadas en las metáforas. La conformación de estas unidades se realiza a través de la formación de los procesos de institucionalización e individualización.
Todo este proceso busca definir aquello que hemos denominado Metafísica del Poder. Ésta se desarrolla a partir de la conformación de un medio de salvación legítimo, lo cual permite el establecimiento de la validez del orden. En ambos casos estudiados, hemos podido observar como el medio de salvación se caracteriza por fundamentarse en la razón. Tanto judíos como musulmanes en Lima o en el mundo, han desarrollado una interpretación del símbolo numinoso a partir de las referencias racionales de la modernidad, claro está, que con diferencias claras. Mientras los primeros han privilegiado una razón, entendida como instrumento crítico, lógico, abstracto y legal a partir de la cual se puede conocer el mundo, originada por la igualdad entre agentes a partir de una condición a priori; los segundos, han entendido la razón como una estructura que emana de los contenidos certeros de la tradición coránica, desarrollada a partir de la igualdad entre los hombres en base a su adscripción a los contenidos tradicionales. Obviamente, esta tipología posee una gran gama de diversidad, ya que tanto entre los judíos como entre los musulmanes, existen diferentes interpretaciones de lo numinoso, las cuales están determinadas por la manera en que vive la tradición a partir de la racionalidad.
Todas las interpretaciones, desarrolladas en ambas culturas, parten del supuesto que la tradición es entendida legítimamente, sólo a partir de la comprensión que puede realizar la razón. De esta manera, hemos podido observar que la modernidad ha definido claramente, la comprensión que cada pueblo ha desarrollado de su bagaje cultural, y por la cual, se han desarrollado tres tipos de interpretación: la fundamental, que ha privilegiado, entre las unidades razón/tradición, la segunda, pero como resultado del profundo vacío, originado por la primera; la conservadora o tradicionalista, la cual intenta equilibrar el papel de la tradición y la razón mediante la creativa síntesis de éstas; la secular, que ha privilegiado una comprensión de la razón desarrollada a partir de una vivencia extrema de la crítica, la cual permite afincar el sentido en la única realidad verdaderamente cognoscible, el ego.
Todas estas interpretaciones son producto de lo que la modernidad ha desarrollado con la tradición, y por lo tanto, también con la identidad. La modernidad, definitivamente, posee dos momentos: el primero, se caracteriza por aplicar la razón a los contenidos tradicionales mediante el ejercicio de la consciencia, pero lo cual no significaba la relativización o disolución de los contenidos objetivos tradicionales dentro del individuo, ya que se privilegiaba la importancia de los depositarios de la tradición y los símbolos numinosos personales; la segunda etapa, ampliada de manera radical por los procesos de globalización, ha permitido que la razón sea aplicada a las tradiciones, de tal manera, que éstas sólo sean legitimadas a partir del deseo individual, permitiendo así, la disolución de los símbolos numinosos en las estructuras abstractas que caracterizan al agente social contemporáneo.
Esta última etapa de la modernidad, ha transformado radicalmente los procesos de constitución de identidad, ya que los referentes tradicionales se han visto transformados, de tal manera que aunque no hayan sido erradicados, se fundamentan en una estructura de interacción que no los toma a ellos como primeros referentes, sino más bien, como realidades que necesitan proyectarse exageradamente (o para utilizar un término, medianamente extendido, patológicamente) a partir del carácter solipsista que ha cobrado la vida. Todo se ha vuelto pasajero, y en esta travesía, la única manera de decir quiénes somos es sacándolo tanto por ventanas como puertas, ya que se necesita, desesperadamente, anunciar a los otros que tenemos algo que nos pertenece, ocultando, a veces eficaz y otras ineficazmente, que nuestra casa está completamente vacía.
De esta manera, podemos comprender cuando Castells en El Poder de la Identidad, nos habla de paraísos comunales, y nos explica los referentes que sirven para constituirlos sea el territorio, las raíces étnicas, la religión, etc., los cuales se han transformado dentro de la sociedad red, por lo cual “Entre las comunas culturales y las unidades territoriales de autodefensa, las raíces étnicas se retuercen, se dividen, se reprocesan, se mezclan, estigmatizadas o recompensadas de modo diferencial según una nueva lógica de informalización/globalización de las culturas y las economías que hace compuestos simbólicos con las identidades difusas” (1998: 83). De esta manera, la globalización ha permitido, mediante la expansión de una estructura abstracta, la irrealidad de la condición humana, ante lo cual, algunos hombres reaccionan enfatizando el carácter eminentemente fijo, lo cual se relaciona con lo sagrado.
El retomar lo sagrado dentro de las estructuras globalizadas, las cuales han desarrollado una “informalización de la cultura y una informalización de los cuerpos”, permite que cada individuo lleve sus dioses en su corazón, no razonando sino creyendo, y constituyendo su identidad como el principio de una identidad de resistencia, ya que la identidad legitimadora parece haber entrado en una crisis fundamental debido “a la rápida desintegración de la sociedad civil, heredada de la era industrial y al declive de estado-nación…” (1998: 89). En definitiva, existe otra estrategia para construir una nueva identidad, ésta es el incorporarse o adaptarse a la realidad globalizada mediante la construcción de referentes, basados en los deseos individuales, legitimados por las condiciones económicas y políticas de los estados globalizados.
De esta manera, podemos observar como la relación entre el principio numinoso y la realidad social permite distintas maneras de conformar la identidad; estas referencias identitarias corresponden al habitus religiosus (Cfr. Capítulo IV y V). Además esta identidad se expresa en los comportamientos metafóricos, desarrollados básicamente en cuatro órdenes: económico, sociológico, gnoseológico y axiológico. Todos éstos se basan en la construcción de los mecanismos estratégicos para mantener y reproducir las diferencias de los unos con los otros dentro de la ciudad, en el caso de las comunidades estudiadas.

 

notas

1 Para cada hombre es deseable aquello que es bueno para sí mismo, y evita lo que es malo, pero principalmente la máxima expresión del verdadero mal, lo cual es la muerte; y esto él lo hace por un certero impulso de la naturaleza, lo cual no es menos cierto que la caída de una piedra (Traducción personal).
2 La lástima es una imaginación o ficción de la futura calamidad para nosotros mismos que procede de los sentidos de la calamidad de otros hombres [en el presente]. (Traducción personal).
3 Cf. P. Berger El Dosel Sagrado. Elementos para una Sociología de la Religión; P. Berger; Th. Luckman. La Construcción Social de la Realidad.
4 "El cuerpo es un receptor, más que un generador, de los significados sociales" (Traducción personal).
 

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